Hacia las
cinco de la mañana, Mikael se despertó de un sobresalto llevándose las manos al
cuello para quitarse la soga. Lisbeth se acercó, le cogió las manos y
permaneció a su lado hasta que se tranquilizó. Mikael abrió los ojos y la
contempló con la mirada desenfocada.
—No
sabía que jugaras al golf —murmuró para, acto seguido, volver a cerrar los
ojos.
Ella
se quedó junto a la cama un par de minutos hasta que estuvo segura de que había
vuelto a conciliar el sueño. Mientras Mikael dormía, Lisbeth había vuelto al
sótano de Martin Vanger para examinar el lugar del crimen. Aparte de los
instrumentos de tortura, encontró una gran colección de revistas de porno
violento y numerosas fotos polaroid en
un álbum.
No
había ningún diario. En cambio, descubrió dos carpetas con fotografías de
tamaño carné y unas notas manuscritas sobre distintas mujeres. Se lo llevó todo
en una bolsa de nailon, junto con el portátil Dell de Martin Vanger que halló
en la mesa del vestíbulo de la planta superior. En cuanto Mikael se quedó
dormido, Lisbeth continuó repasando el contenido del portátil y de las carpetas
de Martin Vanger. Eran más de las seis de la mañana cuando apagó el ordenador.
Encendió un cigarrillo y, pensativa, se mordió el labio inferior.
Junto
con Mikael Blomkvist había emprendido la caza de alguien que presuntamente era
un asesino en serie del pasado. Y se toparon con algo completamente diferente.
Le costó imaginarse los horrores que habrían tenido lugar en el sótano de
Martin Vanger, en medio de ese idílico pueblo. Intentó comprender todo aquello.
Martin
Vanger llevaba asesinando a mujeres desde la década de los sesenta; durante los
últimos tres lustros lo había hecho con una periodicidad de aproximadamente una
o dos víctimas por año. Los crímenes habían sido tan bien planeados y se
realizaron tan discretamente que nadie en absoluto advirtió que existía un
asesino en serie en activo. ¿Cómo era posible?
Las
carpetas le ofrecían parte de la respuesta.
Sus
víctimas eran mujeres anónimas, a menudo chicas inmigrantes recién llegadas que
carecían de amigos y contactos en Suecia. También había prostitutas y
marginadas sociales con serios problemas de fondo, como el abuso de drogas y de
alcohol.
De
sus estudios de psicología sobre el sadismo sexual, Lisbeth Salander había
aprendido que ese tipo de criminales suele presentar una tendencia a
coleccionar souvenirs de
sus víctimas. El asesino usaba esos recuerdos para recrear parte del placer
experimentado. Martin Vanger había llevado esa peculiaridad mucho más allá,
anotando todas las muertes en una especie de cuaderno de bitácora. Había catalogado
y evaluado a sus víctimas meticulosamente, comentando y describiendo con
detalle sus sufrimientos. Además, documentó su actividad asesina con películas
de vídeo y fotografías.
La
violencia y el asesinato constituían el fin último, pero Lisbeth sacó la
conclusión de que, en realidad, la caza era el mayor interés de Martin Vanger.
En su portátil había creado una base de datos con cientos de mujeres. Allí
había empleadas del Grupo Vanger, camareras de restaurantes adonde solía
acudir, recepcionistas de hoteles, personal de la Seguridad Social, secretarias
de hombres de negocios que él conocía, y otras muchas mujeres. Parecía
registrar y catalogar a prácticamente todas las mujeres con las que entraba en
contacto.
Martin
Vanger sólo había asesinado a una pequeña parte de ellas, pero todas las
mujeres de su entorno eran víctimas potenciales. La documentación tenía el
carácter de un apasionado pasatiempo, al cual dedicaría, sin duda, innumerables
horas.
«¿Está
casada o soltera? ¿Tiene niños y familia? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde vive? ¿Qué
coche conduce? ¿Qué educación ha tenido? ¿Color de pelo? ¿Color de la piel?
¿Forma del cuerpo?»
Lisbeth
sacó la conclusión de que la recopilación de datos personales sobre las
potenciales víctimas debía de haber representado una parte significativa de sus
fantasías sexuales. Ante todo, era un cazador; en segundo lugar, un asesino.
Cuando
Lisbeth terminó de leer, descubrió un pequeño sobre en una de las carpetas. Con
la punta de los dedos sacó dos manoseadas y amarillentas fotografías polaroid. La primera retrataba a una chica
morena sentada junto a una mesa. La chica llevaba pantalones oscuros y estaba
desnuda de cintura para arriba, mostrando unos pechos pequeños y puntiagudos.
Tenía la cara vuelta y estaba a punto de alzar un brazo para protegerse, como
si el fotógrafo la hubiese sorprendido al levantar la cámara. En la otra foto
aparecía completamente desnuda, tumbada boca abajo en una cama con una colcha
azul. Seguía con la cara vuelta.
Lisbeth
se metió el sobre con las fotos en el bolsillo de la cazadora. Luego llevó las
carpetas hasta la cocina de hierro y encendió una cerilla. Al terminar de
quemarlo todo removió las cenizas. Continuaba lloviendo a cántaros cuando salió
a dar un corto paseo y, desde el puente, tiró discretamente el portátil de
Martin Vanger al agua.
Cuando
Dirch Frode abrió de un tirón la puerta, a las siete y media de la mañana,
Lisbeth se encontraba sentada a la mesa de la cocina fumando un cigarrillo y
tomándose un café. La cara de Frode estaba lívida; parecía haber tenido un
terrible despertar.
—¿Y
Mikael? —preguntó.
—Sigue
durmiendo.
Dirch
Frode se sentó en una silla de la cocina. Lisbeth le sirvió café y le acercó la
taza.
—Martin...
Acabo de enterarme de que Martin se mató anoche en un accidente de tráfico.
—Es
una pena —dijo Lisbeth Salander tomando, acto seguido, un sorbo de café.
Dirch
Frode levantó la mirada. Al principio la observó fijamente sin comprender nada.
Luego sus ojos se abrieron y se le pusieron como platos.
—¿Qué...?
—Tuvo
un accidente. Qué infortunio.
—¿Sabes
lo que pasó?
—Empotró
su coche frontalmente contra un camión. Un suicidio. La presión, el estrés y un
imperio financiero que se tambaleaba... Demasiado para él. Eso, al menos, es lo
que sospecho que van a poner en los titulares.
Dirch
Frode parecía estar a punto de sufrir un derrame cerebral. Se levantó
rápidamente, se acercó al dormitorio y abrió la puerta.
—Déjale
dormir —soltó Lisbeth tajantemente.
Frode
contempló el cuerpo dormido de Mikael. Le vio los moratones de la cara y las
heridas del torso. Luego descubrió la parte del cuello, en carne viva, donde
había tenido la soga.
Lisbeth
le tocó el brazo y cerró la puerta. Frode retrocedió y se dejó caer lentamente
en el arquibanco de la cocina.
Lisbeth
Salander le contó brevemente lo ocurrido durante la noche. Le hizo una
detallada descripción de la cámara de tortura de Martin Vanger y de cómo halló
a Mikael colgando de una soga, con el director ejecutivo del Grupo Vanger, de
pie, delante de él. Le contó lo que había encontrado en el archivo del Grupo durante
el día anterior y cómo vinculó al padre de Martin con, al menos, siete
asesinatos de mujeres. Dirch Frode no la interrumpió ni una sola vez. Cuando
ella dejó de hablar, permaneció mudo durante varios minutos; luego soltó un
profundo suspiro y movió despacio la cabeza de un lado para otro.
—¿Qué
vamos a hacer?
—No
es mi problema —contestó Lisbeth con una inexpresiva voz.
—Pero...
—Por
lo que a mí respecta, yo nunca he puesto mis pies en Hedestad.
—No
entiendo.
—Bajo
ninguna circunstancia quiero figurar en un informe policial. Yo no existo. Si
se relaciona mi nombre con toda esta historia, negaré haber estado aquí y no
contestaré ni una sola pregunta.
Dirch
Frode la observó inquisitivamente.
—No
lo entiendo.
—No
hace falta que entiendas nada.
—Entonces,
¿qué quieres que haga?
—Eso
lo decides tú, con tal de que nos dejes a mí y a Mikael fuera.
Dirch
Frode estaba lívido.
—Míralo
así: lo único que sabes es que Martin Vanger ha fallecido en un accidente de
tráfico. Ignoras que se trataba de un loco asesino y no sabes nada de la cámara
de tortura que hay en su sótano.
Ella
puso la llave encima de la mesa.
—Tienes
tiempo antes de que alguien limpie el sótano de Martin y la descubra. Puede
tardar lo suyo.
—Debemos
ir a la policía.
—Nosotros
no. Tú puedes ir si quieres. Es decisión tuya.
—Esta
historia no se puede silenciar.
—No
estoy diciendo que se silencie, sino que nos dejes fuera a mí y a Mikael.
Cuando descubras la habitación, podrás sacar tus propias conclusiones y decidir
a quién contárselo.
—Si
lo que dices es verdad, significa que Martin ha secuestrado y asesinado...;
debe de haber familias enteras desesperadas por saber dónde se encuentran sus
hijas. No podemos...
—Correcto.
Pero hay un problema. Los cuerpos ya no están. Tal vez encuentres pasaportes o
carnés en algún cajón. Posiblemente se pueda identificar a algunas de las
víctimas por las películas de vídeo. Pero no hace falta que tomes ninguna
decisión hoy. Piénsatelo bien.
Dirch
Frode parecía presa del pánico.
—Oh,
Dios mío. Esto va ser el golpe de gracia definitivo para el Grupo Vanger.
Cuántas familias se van a quedar en el paro si sale a la luz que Martin...
Frode
se mecía adelante y atrás, acorralado por ese dilema moral.
—Es
un modo de verlo. Supongo que Isabella Vanger heredará de su hijo. No me parece
muy apropiado que ella sea la primera a la que se le informe del pasatiempo de
Martin.
—Tengo
que ir a ver...
—Creo
que hoy debes mantenerte alejado de esa habitación —dijo Lisbeth severamente—.
Antes te quedan muchas cosas por hacer. Has de ir a informar a Henrik, convocar
a la junta directiva para una reunión extraordinaria y hacer lo mismo que
habrías hecho si el director ejecutivo hubiera fallecido en circunstancias
normales.
Dirch
Frode meditó esas palabras. Su corazón palpitaba. De él, el viejo abogado que
siempre resolvía los problemas, siempre se esperaba que tuviera un plan
preparado para todas las eventualidades, pero ahora se sentía paralizado. Se
dio cuenta de que estaba recibiendo instrucciones de una niña. De alguna manera
ella había asumido el control de la situación y proponía unas líneas de
actuación que él no era capaz de formular.
—¿Y
Harriet...?
—Mikael
y yo no hemos terminado todavía. Pero puedes decirle a Henrik Vanger que vamos
a resolver el misterio.
El
inesperado fallecimiento de Martin Vanger abrió las noticias radiofónicas de
las nueve, justo mientras Mikael se despertaba. Lo único que se mencionaba
sobre los acontecimientos de la noche anterior era que el industrial conducía a
una gran velocidad y que, por razones desconocidas, invadió el carril
contrario.
Iba
solo en el coche. La radio local realizó una crónica más amplia, marcada por la
inquietud ante el futuro del Grupo Vanger y por las posibles consecuencias
económicas que el suceso tendría para la empresa.
Un
teletipo de mediodía de la agencia TT, apresuradamente redactado, llevaba el
titular «Una región en estado de shock» y resumía los agudos problemas del
Grupo Vanger. A nadie se le escapaba que, tan sólo en Hedestad, más de tres mil
de los veintiún mil habitantes de la ciudad trabajaban en el Grupo o dependían
indirectamente de la prosperidad de la empresa. El director ejecutivo del Grupo
acababa de fallecer y el anterior estaba ingresado tras sufrir un grave
infarto. Hacía falta un heredero natural. Todo esto en una época considerada
como la más crítica en la historia de la empresa.
Mikael
Blomkvist había tenido la oportunidad de ir a la comisaría de Hedestad y
explicar lo sucedido durante la noche anterior, pero Lisbeth Salander ya había
puesto en marcha un proceso. Al no haber llamado a la policía inmediatamente,
resultaba cada vez más difícil hacerlo a medida que las horas iban
transcurriendo. Pasó la mañana en un triste silencio tirado en el arquibanco de
la cocina, desde donde contempló la lluvia y las oscuras nubes del cielo. A eso
de las diez hubo otra intensa tormenta, pero a mediodía dejó de llover y el
viento cesó de soplar. Mikael salió, secó los muebles del jardín y se sentó con
un tazón de café. Llevaba una camisa con el cuello levantado.
Naturalmente,
la muerte de Martin ensombreció la vida diaria de Hedeby. Los coches paraban
delante de la casa de Isabella Vanger según iban llegando los miembros del
clan. Todo el mundo presentó sus condolencias. Lisbeth observaba la procesión
fríamente. Mikael estaba sumergido en un profundo silencio.
—¿Cómo
te encuentras? —preguntó Lisbeth finalmente.
Mikael
meditó la respuesta durante un rato.
—Creo
que sigo en estado de shock —contestó—.
Me hallaba indefenso. Durante horas estuve convencido de que iba a morir.
Sentía la angustia de la muerte y no podía hacer absolutamente nada. —Extendió
una mano y se la puso a ella en la rodilla—. Gracias —dijo—. Si tú no hubieses
aparecido, me habría matado.
Lisbeth
le devolvió una sonrisa torcida.
—Aunque...
no me entra en la cabeza cómo diablos fuiste tan idiota de enfrentarte tú
sólita a él. Yo estaba tumbado en el suelo rezando para que vieras la foto,
sumaras dos más dos y llamaras a la policía.
—Si
hubiera esperado a la policía, no habrías sobrevivido. No podía dejar que ese
cabrón te matara.
—¿Por
qué no quieres hablar con la policía? —preguntó Mikael.
—No
hablo con las autoridades.
—¿Por
qué no?
—Cosas
mías. Pero, en tu caso, no creo que sea muy positivo para tu carrera
profesional aparecer en los titulares como el periodista que fue desnudado por
Martin Vanger, el célebre asesino en serie. Si ya no te gusta superdetective
Kalle Blomkvist, imagínate los nuevos apodos
que te pondrían.
Mikael
la observó detenidamente y dejó el tema.
—Tenemos
un problema —dijo Lisbeth.
Mikael
asintió.
—¿Qué
pasó con Harriet?
Lisbeth
depositó las dos fotos polaroid en
la mesa. Le explicó dónde las había encontrado. Mikael las estudió
minuciosamente antes de levantar la vista.
—Puede
ser ella —dijo finalmente—. No lo puedo jurar, pero su constitución y su pelo
coinciden con todas las fotos que he visto de ella.
Mikael y
Lisbeth estuvieron sentados en el jardín durante una hora intentando encajar
las piezas del rompecabezas. Se percataron de que los dos, cada uno por su
lado, habían identificado a Martin Vanger como la que les faltaba.
Ella
nunca descubrió la foto que Mikael había dejado sobre la mesa de la cocina.
Tras estudiar las imágenes de las cámaras de vigilancia, llegó a la conclusión
de que Mikael había hecho alguna tontería. Así que Lisbeth tomó el camino de la
orilla del estrecho hasta la casa de Martin Vanger, donde miró por todas las
ventanas sin ver ni una sola alma. Comprobó cuidadosamente todas las puertas y
ventanas de la planta baja. Al final subió trepando al piso superior y entró por
un balcón abierto. Se movió con sumo cuidado al registrar la casa habitación
por habitación, lo cual le llevó mucho tiempo. Al cabo de un rato encontró la
puerta que bajaba al sótano. Martin había cometido una negligencia: había
dejado entreabierta la puerta de la cámara del terror, con lo cual Lisbeth se
dio perfectamente cuenta de la situación.
Mikael
le preguntó qué había oído de lo que dijo Martin.
—No
mucho. Llegué cuando te estaba haciendo preguntas sobre lo que le ocurrió a
Harriet, justo antes de que te colgara en la soga. Os dejé durante algunos
minutos mientras subí a buscar un arma. Encontré los palos de golf en un
armario.
—Martin
Vanger no tenía ni idea de lo que ocurrió con Harriet —dijo Mikael.
—¿Le
crees?
—Sí
—afirmó Mikael sin el menor atisbo de duda—. Martin Vanger estaba más loco que
un turón rabioso..., ¿de dónde diablos sacaré yo todas estas metáforas...?,
pero confesó todos los crímenes que había cometido. Sin tapujos. La verdad es
que creo que quería impresionarme. Pero cuando hablamos de Harriet se mostró
tan ansioso como Henrik Vanger por averiguar lo sucedido.
—Así
que... ¿adonde nos lleva eso?
—Sabemos
que Gottfried Vanger fue el autor de la primera serie de asesinatos, entre 1949
y 1965.
—Vale.
E instruyó a Martin Vanger.
—¡Vaya
familia más disfuncional! —dijo Mikael—. En realidad, Martin nunca tuvo una
oportunidad.
Lisbeth
Salander le echó una extraña mirada.
—Lo
que me contó Martin, aunque de manera fragmentada, fue que su padre lo inició
cuando entró en la pubertad. En 1962 presenció el asesinato de Lea, la de
Uddevalla. Por aquel entonces tenía catorce años. Estuvo también en el
asesinato de Sara en 1964. En aquella ocasión participó activamente. Ahí ya
tenía dieciséis.
—¿Y?
—Dijo
que no era homosexual y que, a excepción de su padre, nunca había tocado a un
hombre. Eso me hace pensar que... bueno, lo único que podemos concluir es que
su padre lo violaba. Seguramente los abusos se prolongarían durante mucho
tiempo. Fue, por decirlo de alguna manera, educado por su padre.
—¡Y
una mierda! ¡Eso son gilipolleces! —dijo Lisbeth Salander.
De
repente su voz sonó extremadamente dura. Mikael la contempló perplejo. La
mirada de Lisbeth era firme. Allí no había ni una pizca de compasión.
—Martin
tuvo exactamente las mismas oportunidades que cualquiera para rebelarse. Fue su
propia decisión. Asesinaba y violaba porque le gustaba.
—Vale,
de acuerdo. No digo que no. Pero Martin era un chico sometido a la autoridad de
su padre, quien lo marcó de por vida, al igual que Gottfried fue subyugado por el
suyo, el nazi.
—¿Ah,
sí? Entonces estás partiendo del principio de que Martin no tenía voluntad
propia y de que la gente se convierte en aquello para lo que ha sido educada.
Mikael
sonrió prudentemente:
—¿He
tocado un punto sensible?
De
repente, los ojos de Lisbeth se encendieron con una rabia contenida. Mikael se
apresuró a continuar.
—No
quiero decir que las personas se vean marcadas únicamente por su educación,
pero creo que ésta desempeña un papel fundamental. Gottfried sufrió las
constantes palizas de su viejo durante muchos años. Eso deja huella.
—Gilipolleces
—insistió Lisbeth—. Gottfried no es el único niño que ha sido maltratado. Y eso
no le da carta blanca para ir matando mujeres. Esa elección la hizo él mismo. Y
Martin también.
Mikael
levantó una mano.
—No
discutamos por eso. No te enfades conmigo.
—No
me enfado contigo. Es sólo que me parece patético que los cabrones siempre
echen la culpa a los demás.
—Vale.
Tienen una responsabilidad personal. Luego lo hablaremos. A lo que iba era que
Martin tenía diecisiete años cuando Gottfried murió, de modo que nadie pudo
guiar sus pasos e intentó seguir los de su padre. En febrero de 1966, en
Uppsala... —Mikael alargó la mano para coger uno de los cigarrillos de
Lisbeth—. No pienso ponerme a especular sobre los instintos que Gottfried
procuraba satisfacer ni sobre cómo él mismo interpretaba sus propios actos. Tal
vez un psiquiatra podría interpretar esa especie de empanada mental bíblica
que, en cualquier caso, trata sobre el castigo y la purificación. Y me importa
una mierda de cuál de las dos se trate. Era un asesino en serie.
Meditó
un segundo antes de continuar.
—Gottfried
quería matar a mujeres y disfrazaba sus actos con algún tipo de razonamiento
seudorreligioso. Pero Martin ni siquiera fingía tener una excusa. Estaba
organizado y asesinaba sistemáticamente. Además, poseía dinero de sobra para
invertir en su pasatiempo. Y era más listo que su padre. Cada vez que Gottfried
dejaba un cadáver tras de sí, significaba que una investigación policial se
abría y existía un riesgo de que alguien lo descubriera o, por lo menos, relacionara
los distintos asesinatos.
—Martin
Vanger construyó su chalé en los años setenta —dijo Lisbeth, pensativa.
—Creo
que Henrik mencionó el año 1978. Probablemente encargó una cámara de seguridad
para archivos importantes o cosas similares. Le construyeron una habitación sin
ventanas, insonorizada, con una puerta blindada.
—Ha
tenido la habitación durante veinticinco años.
Permanecieron
callados un rato mientras Mikael pensó en los horrores que seguramente habrían
tenido lugar en la idílica isla de Hedeby durante el último cuarto de siglo.
Lisbeth no necesitó imaginarse nada de eso: había visto la colección de
películas de vídeo. Advirtió que Mikael se estaba tocando el cuello inconscientemente.
—Gottfried
odiaba a las mujeres y enseñó a su hijo a odiarlas también, al mismo tiempo que
lo violaba. Pero eso escondía algo más... Creo que Gottfried fantaseaba con la
idea de que sus hijos compartieran su pervertida, por no decir algo peor, visión
del mundo. Al preguntarle sobre Harriet, su propia hermana, Martin dijo:
«Intentamos hablar con ella. Pero no era más que una simple puta; pensaba
contárselo a Henrik».
Lisbeth
asintió con la cabeza.
—Ya
lo oí. Fue más o menos entonces cuando llegué al sótano. Eso significa que ya
sabemos de qué iba a tratar su misteriosa conversación con Henrik.
Mikael
frunció el ceño.
—No
del todo. —Reflexionó un rato y prosiguió—: Piensa en la cronología. Ignoramos
cuándo violó Gottfried a su hijo por primera vez, pero se lo llevó cuando
asesinó a Lea Persson en Uddevalla, en 1962. Se ahogó en 1965. Antes, él y
Martin intentaron «hablar» con Harriet. ¿Qué se deduce de ello?
—Que
Gottfried no sólo abusó de Martin. También de Harriet.
Mikael
asintió.
—Gottfried
era el profesor. Martin el alumno. Harriet era su... ¿qué?... ¿su juguete?
—Gottfried
le enseñó a Martin a follarse a su hermana —dijo Lisbeth, señalando las fotos polaroid—. Resulta difícil determinar su
actitud partiendo de estas fotos, ya que no se le puede ver la cara, pero está
claro que intenta ocultarse.
—Digamos
que empezó cuando tenía catorce años, en 1964. Ella se opuso, «no podía
aceptarlo», dicho con la expresión de Martin. Fue eso lo que amenazaba con
contar. Martin, sin duda, no tendría mucho que decir; se sometería a la
voluntad de su padre, pero ambos habían creado algún tipo de... pacto en el que
intentaron iniciar a Harriet.
Lisbeth
asintió con la cabeza.
—En
tus notas has escrito que Henrik Vanger dejó que Harriet se instalara en su
casa durante el invierno de 1964.
—Henrik
se dio cuenta de que algo no iba bien en su familia. Creía que se debía a las
peleas y al desgaste de la relación entre Gottfried e Isabella, de modo que se
la llevó consigo para que tuviera paz y tranquilidad y se concentrara en sus
estudios.
—Un
fastidio para Gottfried y Martin. Ya no les resultaba tan fácil dar con ella y
controlar su vida. Pero de vez en cuando sí... y ¿dónde se produjeron los
abusos?
—Tuvo
que ser en la cabaña de Gottfried. Estoy casi seguro de que las fotos se
hicieron allí; será fácil comprobarlo. Además, la ubicación de la cabaña es
perfecta: aislada y muy apartada del pueblo. Luego, Gottfried se emborrachó por
última vez y se ahogó de la manera más estúpida.
Lisbeth,
pensativa, asentía con la cabeza.
—El
padre de Harriet mantenía o intentaba mantener relaciones sexuales con ella,
pero no creo que la iniciara en los asesinatos.
Mikael
reconoció que eso constituía un punto débil en su razonamiento. Harriet apuntó
los nombres de las víctimas de Gottfried y los relacionó con citas bíblicas,
pero su interés por la Biblia no surgió hasta el último año, cuando Gottfried
ya estaba muerto. Reflexionó un instante intentando hallar una explicación
lógica.
—En
algún momento, Harriet descubrió que Gottfried no sólo cometía incesto, sino
que también era un loco asesino en serie —dijo.
—No
sabemos cuándo descubrió los asesinatos. Quizá fuera justo antes de morir
Gottfried. Incluso puede que fuera después, si es que él llevaba un diario o
guardaba recortes de prensa sobre los crímenes. Algo la debió poner sobre la
pista.
—Pero
no fue eso lo que amenazó con contar a Henrik —puntualizó Mikael.
—Fue
por Martin —dijo Lisbeth—. Su padre estaba muerto, pero Martin seguía
acosándola.
—Exacto
—asintió Mikael.
—Pero
tardó un año en decidirse.
—¿Qué
harías tú si de repente descubrieras que tu padre es un asesino en serie que se
folla a tu hermano?
—Matar
a ese hijo de puta —dijo Lisbeth con una voz tan serena que dejó bien claro que
no estaba bromeando.
Automáticamente,
Mikael vio ante sí la cara de Lisbeth atacando a Martin Vanger. Una triste
sonrisa se dibujó en su rostro.
—De
acuerdo, pero Harriet no era como tú. Gottfried murió en 1965, antes de que a
ella le diera tiempo a hacer algo. También resulta lógico. Al morir Gottfried, Isabella
envió a Martin a Uppsala. Puede que volviese a casa por Navidad y otras
vacaciones, pero durante el año siguiente no vio a Harriet con mucha
frecuencia. Ella pudo distanciarse un poco de él.
—Y
empezó a estudiar la Biblia.
—Y
a la luz de lo que sabemos ahora, no tiene por qué haber sido por razones
religiosas. Tal vez quisiera, simplemente, comprender lo que había hecho su
padre. Le estuvo dando vueltas hasta el Día del Niño de 1966. Es entonces
cuando, de repente, ve a su hermano en Järnvägsgatan y sabe que ha vuelto.
Ignoramos si hablaron, o si él le dijo algo. Pasara lo que pasase, Harriet tuvo
el impulso de ir directamente a casa para hablar con Henrik.
—Y
luego desapareció.
Tras
repasar la cadena de acontecimientos no resultaba muy difícil comprender cómo
iban a encajar el resto de las piezas del rompecabezas. Mikael y Lisbeth
hicieron las maletas. Antes de marcharse, Mikael llamó a Dirch Frode y le
explicó que tenían que ausentarse durante un tiempo, pero que le gustaría ver a
Henrik antes de irse.
Mikael
quería saber qué era lo que Frode le había contado a Henrik. La voz del abogado
sonó tan tensa que Mikael empezó a preocuparse. Al cabo de un rato Frode
reconoció que sólo le había dicho que Martin había muerto en un accidente de
coche.
Cuando
Mikael aparcó delante del hospital de Hedestad, el cielo estaba de nuevo
cubierto por oscuras y pesadas nubes y se volvió a escuchar un trueno. Cruzó
apresuradamente el aparcamiento en el mismo instante en que se ponía a
lloviznar.
Henrik
Vanger iba vestido con una bata y estaba sentado junto a la mesa que había
delante de la ventana de su habitación. No cabía duda de que la enfermedad le
había dejado huella, pero el viejo había recuperado el color de la cara y, por
lo menos, parecía estar recuperándose. Se dieron la mano. Mikael le pidió a la
enfermera que los dejara solos un par de minutos.
—Hace
mucho que no vienes a verme —dijo Henrik Vanger.
Mikael
asintió con la cabeza.
—Intencionadamente.
Tu familia no quiere que aparezca por aquí, pero hoy están todos en casa de
Isabella.
—Pobre
Martin —dijo Henrik.
—Henrik,
me encargaste la misión de averiguar la verdad de lo ocurrido con Harriet.
¿Esperabas que esa verdad estuviera exenta de dolor?
El
viejo lo observó. Luego se le pusieron los ojos como platos.
—¿Martin?
—Es
parte de la historia.
Henrik
Vanger cerró los ojos.
—Ahora
tengo una pregunta que hacerte.
—¿Cuál?
—¿Todavía
quieres saber lo que sucedió? ¿Aunque duela y aunque la verdad sea peor de lo
que te podías imaginar?
Henrik
Vanger observó a Mikael durante un largo instante. Luego asintió con la cabeza.
—Quiero
saberlo. Ése era el objetivo de tu trabajo.
—De
acuerdo. Creo que sé lo que pasó con Harriet. Pero me falta encajar una última
pieza para terminar el rompecabezas.
—Cuéntame.
—No.
Hoy no. Lo que quiero que hagas ahora es descansar. El doctor dice que la
crisis ha pasado y que te estás recuperando.
—No
me trates como a un niño.
—Todavía
no he llegado a puerto. De momento no tengo más que conjeturas. Voy a salir e
intentar encontrar la última pieza del rompecabezas. La próxima vez que venga a
verte, te contaré toda la historia. Puede que tarde algún tiempo. Pero quiero
que sepas que volveré y que vas a saber la verdad.
Lisbeth
cubrió la moto con una lona, la dejó al lado de la casita de invitados, en un
lugar donde daba la sombra, y subió con Mikael al coche que le habían prestado.
La tormenta había vuelto con renovadas fuerzas; al sur de Gävle les sorprendió
una lluvia tan torrencial que Mikael apenas pudo distinguir la carretera.
Mikael no quiso arriesgarse y paró en una gasolinera. Tomaron café mientras
esperaban a que escampara. No llegaron a Estocolmo hasta las siete de la tarde.
Mikael le dio a Lisbeth el código del portal de su edificio y la dejó en la
estación de metro T-centralen. Cuando él entró por la puerta, su propio
apartamento le resultó extraño.
Pasó
la aspiradora y limpió mientras Lisbeth se encontraba con Plague en Sundbyberg.
Hasta la medianoche no apareció por casa de Mikael. Nada más entrar, se pasó
diez minutos escudriñando meticulosamente cada rincón del apartamento. Luego
permaneció un largo rato ante la ventana contemplando las vistas sobre Slussen.
Una
serie de armarios y estanterías de Ikea separaban la cama del resto del
apartamento. Se desnudaron y durmieron unas horas.
A eso de
las doce del día siguiente aterrizaron en Gatwick, Londres. Les recibió la
lluvia. Mikael había reservado una habitación en el hotel James, cerca de Hyde
Park; un excelente hotel en comparación con todos esos hoteluchos en ruinas de
Bayswater adonde siempre había ido a parar en todas sus anteriores visitas a la
ciudad. La cuenta corría a cargo de Dirch Frode.
Eran
las cinco de la tarde y se encontraban en el bar cuando un hombre de unos
treinta años se les acercó. Estaba casi calvo, tenía una barba rubia y vestía
unos vaqueros y una americana demasiado grande. Calzaba náuticos.
—¿Wasp?
—preguntó él.
—¿Trinity?
—replicó Lisbeth.
Se
saludaron con un movimiento de cabeza. No le preguntó el nombre a Mikael.
El
compañero de Trinity fue presentado como Bob the Dog. Les esperaba en una vieja
furgoneta Volkswagen, a la vuelta de la esquina. Abrieron las puertas
correderas, entraron y se sentaron en unas sillas plegables sujetas a la pared.
Mientras Bob sorteaba el tráfico londinense, Wasp y Trinity estuvieron
hablando.
—Plague
dijo que se trataba de un crash-bang job.
—Escucha
telefónica y control del correo electrónico de un ordenador. Puede ser muy
rápido o llevarnos unos días, dependiendo de la presión que meta éste. —Lisbeth
señaló con el pulgar a Mikael—. ¿Podéis hacerlo?
—¿Tienen
pulgas los perros? —contestó Trinity.
Anita
Vanger vivía en un pequeño chalé adosado en el señorial barrio residencial de
Saint Albans, al norte de Londres, a poco más de una hora en coche. Desde la
furgoneta pudieron verla llegar a casa y entrar a eso de las siete de la tarde.
Esperaron a que se duchara, se preparara algo de cenar y se sentara delante de
la tele. Luego Mikael llamó al timbre.
Una
réplica casi idéntica de Cecilia Vanger abrió la puerta con un educado gesto inquisitivo
en el rostro.
—Hola,
Anita. Me llamo Mikael Blomkvist. Henrik Vanger me ha pedido que te haga una
visita. Supongo que ya sabes lo de Martin.
Su
cara pasó de manifestar sorpresa a ponerse en guardia. Nada más escuchar su
nombre supo perfectamente de quién se trataba. Había estado en contacto con
Cecilia Vanger, quien, sin duda, le habría comentado el enfado que tenía con
Mikael. Pero el hecho de que lo hubiera enviado Henrik Vanger implicaba que se
veía obligada a abrirle la puerta. Lo invitó a sentarse en el salón. Mikael
miró a su alrededor. La casa de Anita Vanger estaba amueblada con mucho gusto y
se notaba que era una persona con dinero y un buen trabajo, pero que llevaba
una vida de lo más discreta. Por encima de una chimenea reconvertida en
radiador de gas, Mikael advirtió un grabado firmado por Anders Zorn.
—Discúlpame
por molestarte de manera tan imprevista; he intentado llamarte durante todo el
día. Como estaba en Londres...
—Entiendo.
¿De qué se trata?
Su
voz había tomado un tono defensivo.
—¿Piensas
ir al entierro?
—No,
Martin y yo no estábamos muy unidos y no puedo permitirme abandonar el trabajo.
Mikael
asintió. Anita Vanger llevaba treinta años manteniéndose, en la medida de lo
posible, alejada de Hedestad. Desde que su padre regresó a la isla de Hedeby
ella apenas había vuelto a poner el pie por allí.
—Quiero
saber qué pasó con Harriet Vanger. Ha llegado la hora de la verdad.
—¿Harriet?
No entiendo lo que quieres decir.
Mikael
se rio de su fingida ingenuidad.
—De
toda la familia eras la que tenía una relación más íntima con Harriet. Fue a ti
a quien se dirigió con su terrible historia.
—Estás
loco —dijo Anita Vanger.
—En
eso probablemente tengas razón —admitió Mikael despreocupadamente—. Anita:
aquel sábado estuviste en la habitación de Harriet. Hay fotografías que lo
prueban. Dentro de unos días informaré a Henrik de todo esto; luego, que él
saque sus propias conclusiones. ¿Por qué no me cuentas lo que pasó?
Anita
Vanger se levantó.
—Márchate
de mi casa inmediatamente.
Mikael
se levantó.
—Vale,
pero tarde o temprano deberás hablar conmigo.
—No
tengo nada que decirte.
—Martin
está muerto —dijo Mikael con énfasis—. Nunca te cayó bien. Creo que te
trasladaste a Londres no sólo para no ver a tu padre, sino también para no ver
a Martin. Significa que estabas al tanto de todo, y la única que podría
habértelo contado es Harriet. La cuestión es qué hiciste con esa información.
Anita
Vanger le dio con la puerta en las narices.
Satisfecha,
Lisbeth Salander sonrió a Mikael mientras lo liberaba del micrófono que llevaba
debajo de la camisa.
—Tras
cerrarte la puerta no ha tardado ni treinta segundos en descolgar el teléfono
—dijo Lisbeth.
—El
prefijo del país es Australia —informó Trinity, dejando caer los auriculares en
la pequeña mesa de la furgoneta—. Tengo que comprobar el area
code —dijo, tecleando en su portátil—. Muy
bien; ha llamado a un número que pertenece a un teléfono de un pueblo que se
llama Tennant Creek, al norte de Alice Springs, en el Territorio del Norte.
¿Quieres escuchar la conversación?
Mikael
asintió.
—¿Qué
hora es en Australia ahora?
—Aproximadamente
las cinco de la mañana.
Trinity
activó el lector digital y conectó un altavoz. Mikael pudo oír ocho tonos de
llamada antes de que alguien descolgara el teléfono. La conversación se mantuvo
en inglés.
—Hola.
Soy yo.
—Mmm,
es cierto que soy madrugadora, pero...
—Pensaba
llamarte ayer... Martin está muerto. Se mató anteayer en un accidente de
tráfico.
Silencio.
Luego, algo que sonó como un carraspeo, pero que podía interpretarse como «Bien».
—Pero
tenemos un problema. Un detestable periodista que Henrik ha contratado acaba de
llamar a mi puerta. Está haciendo preguntas sobre lo que ocurrió en 1966. Sabe
algo.
Silencio
de nuevo. Luego, una voz autoritaria.
—Anita:
cuelga ahora mismo. No podemos tener contacto durante algún tiempo.
—Pero...
—Escríbeme
una carta. Cuéntame lo que ha pasado.
La
llamada se cortó.
—Una
tía lista —dijo Lisbeth Salander con admiración.
Regresaron
al hotel poco antes de las once de la noche. En la recepción les ayudaron a
conseguir billetes en el primer avión que hubiera para Australia. Un momento
después tenían reservas en un vuelo que no saldría hasta las 19.05 del día
siguiente, con destino Canberra, Nueva Gales del Sur.
Solucionados
todos los detalles, se desnudaron y cayeron rendidos en la cama.
Era la
primera vez que Lisbeth Salander visitaba Londres, de modo que estuvieron toda
la mañana paseando por Tottenham Court Road y por el Soho. Pararon a tomar un caffè
latte en Old Compton Street. A eso de las
tres volvieron al hotel para recoger las maletas. Mientras Mikael pagaba la
factura, Lisbeth encendió su móvil y descubrió que tenía un mensaje.
—Dragan
Armanskij quiere hablar conmigo.
Usó
un teléfono de la recepción para llamar a su jefe. Mikael estaba un poco
alejado y de repente vio cómo Lisbeth se volvía hacia él con el rostro
petrificado. Se acercó inmediatamente.
—¿Qué?
—Mi
madre ha muerto. Tengo que volver a casa.
Lisbeth
parecía tan desamparada que Mikael la abrazó. Ella lo rechazó.
Tomaron
un café en el bar del hotel. Cuando Mikael dijo que iba a cancelar los billetes
para Australia y acompañarla a Estocolmo, ella negó con la cabeza.
—No
—dijo secamente—. No podemos mandar el trabajo a la mierda ahora. Pero tendrás
que viajar solo.
Se
despidieron delante del hotel y cada uno cogió un autobús hasta su respectivo
aeropuerto.Volver a Capítulos
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