Leer libros online, de manera gratuita!!

Estimados lectores nos hemos renovado a un nuevo blog, con más libros!!, puede visitarlo aquí: eroticanovelas.blogspot.com

Últimos libros agregados

Últimos libros agregados:

¡Ver más libros!

Millennium 1: Capitulo 25

Volver a Capítulos


CAPÍTULO 25

Sábado, 12 de julio - Lunes, 14 de julio
Hacia las cinco de la mañana, Mikael se despertó de un sobresalto llevándose las manos al cuello para quitarse la soga. Lisbeth se acercó, le cogió las manos y permaneció a su lado hasta que se tranquilizó. Mikael abrió los ojos y la contempló con la mirada desenfocada.
—No sabía que jugaras al golf —murmuró para, acto seguido, volver a cerrar los ojos.
Ella se quedó junto a la cama un par de minutos hasta que estuvo segura de que había vuelto a conciliar el sueño. Mientras Mikael dormía, Lisbeth había vuelto al sótano de Martin Vanger para examinar el lugar del crimen. Aparte de los instrumentos de tortura, encontró una gran colección de revistas de porno violento y numerosas fotos polaroid en un álbum.
No había ningún diario. En cambio, descubrió dos carpetas con fotografías de tamaño carné y unas notas manuscritas sobre distintas mujeres. Se lo llevó todo en una bolsa de nailon, junto con el portátil Dell de Martin Vanger que halló en la mesa del vestíbulo de la planta superior. En cuanto Mikael se quedó dormido, Lisbeth continuó repasando el contenido del portátil y de las carpetas de Martin Vanger. Eran más de las seis de la mañana cuando apagó el ordenador. Encendió un cigarrillo y, pensativa, se mordió el labio inferior.
Junto con Mikael Blomkvist había emprendido la caza de alguien que presuntamente era un asesino en serie del pasado. Y se toparon con algo completamente diferente. Le costó imaginarse los horrores que habrían tenido lugar en el sótano de Martin Vanger, en medio de ese idílico pueblo. Intentó comprender todo aquello.
Martin Vanger llevaba asesinando a mujeres desde la década de los sesenta; durante los últimos tres lustros lo había hecho con una periodicidad de aproximadamente una o dos víctimas por año. Los crímenes habían sido tan bien planeados y se realizaron tan discretamente que nadie en absoluto advirtió que existía un asesino en serie en activo. ¿Cómo era posible?
Las carpetas le ofrecían parte de la respuesta.
Sus víctimas eran mujeres anónimas, a menudo chicas inmigrantes recién llegadas que carecían de amigos y contactos en Suecia. También había prostitutas y marginadas sociales con serios problemas de fondo, como el abuso de drogas y de alcohol.
De sus estudios de psicología sobre el sadismo sexual, Lisbeth Salander había aprendido que ese tipo de criminales suele presentar una tendencia a coleccionar souvenirs de sus víctimas. El asesino usaba esos recuerdos para recrear parte del placer experimentado. Martin Vanger había llevado esa peculiaridad mucho más allá, anotando todas las muertes en una especie de cuaderno de bitácora. Había catalogado y evaluado a sus víctimas meticulosamente, comentando y describiendo con detalle sus sufrimientos. Además, documentó su actividad asesina con películas de vídeo y fotografías.
La violencia y el asesinato constituían el fin último, pero Lisbeth sacó la conclusión de que, en realidad, la caza era el mayor interés de Martin Vanger. En su portátil había creado una base de datos con cientos de mujeres. Allí había empleadas del Grupo Vanger, camareras de restaurantes adonde solía acudir, recepcionistas de hoteles, personal de la Seguridad Social, secretarias de hombres de negocios que él conocía, y otras muchas mujeres. Parecía registrar y catalogar a prácticamente todas las mujeres con las que entraba en contacto.
Martin Vanger sólo había asesinado a una pequeña parte de ellas, pero todas las mujeres de su entorno eran víctimas potenciales. La documentación tenía el carácter de un apasionado pasatiempo, al cual dedicaría, sin duda, innumerables horas.
«¿Está casada o soltera? ¿Tiene niños y familia? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde vive? ¿Qué coche conduce? ¿Qué educación ha tenido? ¿Color de pelo? ¿Color de la piel? ¿Forma del cuerpo?»
Lisbeth sacó la conclusión de que la recopilación de datos personales sobre las potenciales víctimas debía de haber representado una parte significativa de sus fantasías sexuales. Ante todo, era un cazador; en segundo lugar, un asesino.
Cuando Lisbeth terminó de leer, descubrió un pequeño sobre en una de las carpetas. Con la punta de los dedos sacó dos manoseadas y amarillentas fotografías polaroid. La primera retrataba a una chica morena sentada junto a una mesa. La chica llevaba pantalones oscuros y estaba desnuda de cintura para arriba, mostrando unos pechos pequeños y puntiagudos. Tenía la cara vuelta y estaba a punto de alzar un brazo para protegerse, como si el fotógrafo la hubiese sorprendido al levantar la cámara. En la otra foto aparecía completamente desnuda, tumbada boca abajo en una cama con una colcha azul. Seguía con la cara vuelta.
Lisbeth se metió el sobre con las fotos en el bolsillo de la cazadora. Luego llevó las carpetas hasta la cocina de hierro y encendió una cerilla. Al terminar de quemarlo todo removió las cenizas. Continuaba lloviendo a cántaros cuando salió a dar un corto paseo y, desde el puente, tiró discretamente el portátil de Martin Vanger al agua.
Cuando Dirch Frode abrió de un tirón la puerta, a las siete y media de la mañana, Lisbeth se encontraba sentada a la mesa de la cocina fumando un cigarrillo y tomándose un café. La cara de Frode estaba lívida; parecía haber tenido un terrible despertar.
—¿Y Mikael? —preguntó.
—Sigue durmiendo.
Dirch Frode se sentó en una silla de la cocina. Lisbeth le sirvió café y le acercó la taza.
—Martin... Acabo de enterarme de que Martin se mató anoche en un accidente de tráfico.
—Es una pena —dijo Lisbeth Salander tomando, acto seguido, un sorbo de café.
Dirch Frode levantó la mirada. Al principio la observó fijamente sin comprender nada. Luego sus ojos se abrieron y se le pusieron como platos.
—¿Qué...?
—Tuvo un accidente. Qué infortunio.
—¿Sabes lo que pasó?
—Empotró su coche frontalmente contra un camión. Un suicidio. La presión, el estrés y un imperio financiero que se tambaleaba... Demasiado para él. Eso, al menos, es lo que sospecho que van a poner en los titulares.
Dirch Frode parecía estar a punto de sufrir un derrame cerebral. Se levantó rápidamente, se acercó al dormitorio y abrió la puerta.
—Déjale dormir —soltó Lisbeth tajantemente.
Frode contempló el cuerpo dormido de Mikael. Le vio los moratones de la cara y las heridas del torso. Luego descubrió la parte del cuello, en carne viva, donde había tenido la soga.
Lisbeth le tocó el brazo y cerró la puerta. Frode retrocedió y se dejó caer lentamente en el arquibanco de la cocina.
Lisbeth Salander le contó brevemente lo ocurrido durante la noche. Le hizo una detallada descripción de la cámara de tortura de Martin Vanger y de cómo halló a Mikael colgando de una soga, con el director ejecutivo del Grupo Vanger, de pie, delante de él. Le contó lo que había encontrado en el archivo del Grupo durante el día anterior y cómo vinculó al padre de Martin con, al menos, siete asesinatos de mujeres. Dirch Frode no la interrumpió ni una sola vez. Cuando ella dejó de hablar, permaneció mudo durante varios minutos; luego soltó un profundo suspiro y movió despacio la cabeza de un lado para otro.
—¿Qué vamos a hacer?
—No es mi problema —contestó Lisbeth con una inexpresiva voz.
—Pero...
—Por lo que a mí respecta, yo nunca he puesto mis pies en Hedestad.
—No entiendo.
—Bajo ninguna circunstancia quiero figurar en un informe policial. Yo no existo. Si se relaciona mi nombre con toda esta historia, negaré haber estado aquí y no contestaré ni una sola pregunta.
Dirch Frode la observó inquisitivamente.
—No lo entiendo.
—No hace falta que entiendas nada.
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
—Eso lo decides tú, con tal de que nos dejes a mí y a Mikael fuera.
Dirch Frode estaba lívido.
—Míralo así: lo único que sabes es que Martin Vanger ha fallecido en un accidente de tráfico. Ignoras que se trataba de un loco asesino y no sabes nada de la cámara de tortura que hay en su sótano.
Ella puso la llave encima de la mesa.
—Tienes tiempo antes de que alguien limpie el sótano de Martin y la descubra. Puede tardar lo suyo.
—Debemos ir a la policía.
—Nosotros no. Tú puedes ir si quieres. Es decisión tuya.
—Esta historia no se puede silenciar.
—No estoy diciendo que se silencie, sino que nos dejes fuera a mí y a Mikael. Cuando descubras la habitación, podrás sacar tus propias conclusiones y decidir a quién contárselo.
—Si lo que dices es verdad, significa que Martin ha secuestrado y asesinado...; debe de haber familias enteras desesperadas por saber dónde se encuentran sus hijas. No podemos...
—Correcto. Pero hay un problema. Los cuerpos ya no están. Tal vez encuentres pasaportes o carnés en algún cajón. Posiblemente se pueda identificar a algunas de las víctimas por las películas de vídeo. Pero no hace falta que tomes ninguna decisión hoy. Piénsatelo bien.
Dirch Frode parecía presa del pánico.
—Oh, Dios mío. Esto va ser el golpe de gracia definitivo para el Grupo Vanger. Cuántas familias se van a quedar en el paro si sale a la luz que Martin...
Frode se mecía adelante y atrás, acorralado por ese dilema moral.
—Es un modo de verlo. Supongo que Isabella Vanger heredará de su hijo. No me parece muy apropiado que ella sea la primera a la que se le informe del pasatiempo de Martin.
—Tengo que ir a ver...
—Creo que hoy debes mantenerte alejado de esa habitación —dijo Lisbeth severamente—. Antes te quedan muchas cosas por hacer. Has de ir a informar a Henrik, convocar a la junta directiva para una reunión extraordinaria y hacer lo mismo que habrías hecho si el director ejecutivo hubiera fallecido en circunstancias normales.
Dirch Frode meditó esas palabras. Su corazón palpitaba. De él, el viejo abogado que siempre resolvía los problemas, siempre se esperaba que tuviera un plan preparado para todas las eventualidades, pero ahora se sentía paralizado. Se dio cuenta de que estaba recibiendo instrucciones de una niña. De alguna manera ella había asumido el control de la situación y proponía unas líneas de actuación que él no era capaz de formular.
—¿Y Harriet...?
—Mikael y yo no hemos terminado todavía. Pero puedes decirle a Henrik Vanger que vamos a resolver el misterio.


El inesperado fallecimiento de Martin Vanger abrió las noticias radiofónicas de las nueve, justo mientras Mikael se despertaba. Lo único que se mencionaba sobre los acontecimientos de la noche anterior era que el industrial conducía a una gran velocidad y que, por razones desconocidas, invadió el carril contrario.
Iba solo en el coche. La radio local realizó una crónica más amplia, marcada por la inquietud ante el futuro del Grupo Vanger y por las posibles consecuencias económicas que el suceso tendría para la empresa.
Un teletipo de mediodía de la agencia TT, apresuradamente redactado, llevaba el titular «Una región en estado de shock» y resumía los agudos problemas del Grupo Vanger. A nadie se le escapaba que, tan sólo en Hedestad, más de tres mil de los veintiún mil habitantes de la ciudad trabajaban en el Grupo o dependían indirectamente de la prosperidad de la empresa. El director ejecutivo del Grupo acababa de fallecer y el anterior estaba ingresado tras sufrir un grave infarto. Hacía falta un heredero natural. Todo esto en una época considerada como la más crítica en la historia de la empresa.
Mikael Blomkvist había tenido la oportunidad de ir a la comisaría de Hedestad y explicar lo sucedido durante la noche anterior, pero Lisbeth Salander ya había puesto en marcha un proceso. Al no haber llamado a la policía inmediatamente, resultaba cada vez más difícil hacerlo a medida que las horas iban transcurriendo. Pasó la mañana en un triste silencio tirado en el arquibanco de la cocina, desde donde contempló la lluvia y las oscuras nubes del cielo. A eso de las diez hubo otra intensa tormenta, pero a mediodía dejó de llover y el viento cesó de soplar. Mikael salió, secó los muebles del jardín y se sentó con un tazón de café. Llevaba una camisa con el cuello levantado.
Naturalmente, la muerte de Martin ensombreció la vida diaria de Hedeby. Los coches paraban delante de la casa de Isabella Vanger según iban llegando los miembros del clan. Todo el mundo presentó sus condolencias. Lisbeth observaba la procesión fríamente. Mikael estaba sumergido en un profundo silencio.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Lisbeth finalmente.
Mikael meditó la respuesta durante un rato.
—Creo que sigo en estado de shock —contestó—. Me hallaba indefenso. Durante horas estuve convencido de que iba a morir. Sentía la angustia de la muerte y no podía hacer absolutamente nada. —Extendió una mano y se la puso a ella en la rodilla—. Gracias —dijo—. Si tú no hubieses aparecido, me habría matado.
Lisbeth le devolvió una sonrisa torcida.
—Aunque... no me entra en la cabeza cómo diablos fuiste tan idiota de enfrentarte tú sólita a él. Yo estaba tumbado en el suelo rezando para que vieras la foto, sumaras dos más dos y llamaras a la policía.
—Si hubiera esperado a la policía, no habrías sobrevivido. No podía dejar que ese cabrón te matara.
—¿Por qué no quieres hablar con la policía? —preguntó Mikael.
—No hablo con las autoridades.
—¿Por qué no?
—Cosas mías. Pero, en tu caso, no creo que sea muy positivo para tu carrera profesional aparecer en los titulares como el periodista que fue desnudado por Martin Vanger, el célebre asesino en serie. Si ya no te gusta superdetective Kalle Blomkvist, imagínate los nuevos apodos que te pondrían.
Mikael la observó detenidamente y dejó el tema.
—Tenemos un problema —dijo Lisbeth.
Mikael asintió.
—¿Qué pasó con Harriet?
Lisbeth depositó las dos fotos polaroid en la mesa. Le explicó dónde las había encontrado. Mikael las estudió minuciosamente antes de levantar la vista.
—Puede ser ella —dijo finalmente—. No lo puedo jurar, pero su constitución y su pelo coinciden con todas las fotos que he visto de ella.


Mikael y Lisbeth estuvieron sentados en el jardín durante una hora intentando encajar las piezas del rompecabezas. Se percataron de que los dos, cada uno por su lado, habían identificado a Martin Vanger como la que les faltaba.
Ella nunca descubrió la foto que Mikael había dejado sobre la mesa de la cocina. Tras estudiar las imágenes de las cámaras de vigilancia, llegó a la conclusión de que Mikael había hecho alguna tontería. Así que Lisbeth tomó el camino de la orilla del estrecho hasta la casa de Martin Vanger, donde miró por todas las ventanas sin ver ni una sola alma. Comprobó cuidadosamente todas las puertas y ventanas de la planta baja. Al final subió trepando al piso superior y entró por un balcón abierto. Se movió con sumo cuidado al registrar la casa habitación por habitación, lo cual le llevó mucho tiempo. Al cabo de un rato encontró la puerta que bajaba al sótano. Martin había cometido una negligencia: había dejado entreabierta la puerta de la cámara del terror, con lo cual Lisbeth se dio perfectamente cuenta de la situación.
Mikael le preguntó qué había oído de lo que dijo Martin.
—No mucho. Llegué cuando te estaba haciendo preguntas sobre lo que le ocurrió a Harriet, justo antes de que te colgara en la soga. Os dejé durante algunos minutos mientras subí a buscar un arma. Encontré los palos de golf en un armario.
—Martin Vanger no tenía ni idea de lo que ocurrió con Harriet —dijo Mikael.
—¿Le crees?
—Sí —afirmó Mikael sin el menor atisbo de duda—. Martin Vanger estaba más loco que un turón rabioso..., ¿de dónde diablos sacaré yo todas estas metáforas...?, pero confesó todos los crímenes que había cometido. Sin tapujos. La verdad es que creo que quería impresionarme. Pero cuando hablamos de Harriet se mostró tan ansioso como Henrik Vanger por averiguar lo sucedido.
—Así que... ¿adonde nos lleva eso?
—Sabemos que Gottfried Vanger fue el autor de la primera serie de asesinatos, entre 1949 y 1965.
—Vale. E instruyó a Martin Vanger.
—¡Vaya familia más disfuncional! —dijo Mikael—. En realidad, Martin nunca tuvo una oportunidad.
Lisbeth Salander le echó una extraña mirada.
—Lo que me contó Martin, aunque de manera fragmentada, fue que su padre lo inició cuando entró en la pubertad. En 1962 presenció el asesinato de Lea, la de Uddevalla. Por aquel entonces tenía catorce años. Estuvo también en el asesinato de Sara en 1964. En aquella ocasión participó activamente. Ahí ya tenía dieciséis.
—¿Y?
—Dijo que no era homosexual y que, a excepción de su padre, nunca había tocado a un hombre. Eso me hace pensar que... bueno, lo único que podemos concluir es que su padre lo violaba. Seguramente los abusos se prolongarían durante mucho tiempo. Fue, por decirlo de alguna manera, educado por su padre.
—¡Y una mierda! ¡Eso son gilipolleces! —dijo Lisbeth Salander.
De repente su voz sonó extremadamente dura. Mikael la contempló perplejo. La mirada de Lisbeth era firme. Allí no había ni una pizca de compasión.
—Martin tuvo exactamente las mismas oportunidades que cualquiera para rebelarse. Fue su propia decisión. Asesinaba y violaba porque le gustaba.
—Vale, de acuerdo. No digo que no. Pero Martin era un chico sometido a la autoridad de su padre, quien lo marcó de por vida, al igual que Gottfried fue subyugado por el suyo, el nazi.
—¿Ah, sí? Entonces estás partiendo del principio de que Martin no tenía voluntad propia y de que la gente se convierte en aquello para lo que ha sido educada.
Mikael sonrió prudentemente:
—¿He tocado un punto sensible?
De repente, los ojos de Lisbeth se encendieron con una rabia contenida. Mikael se apresuró a continuar.
—No quiero decir que las personas se vean marcadas únicamente por su educación, pero creo que ésta desempeña un papel fundamental. Gottfried sufrió las constantes palizas de su viejo durante muchos años. Eso deja huella.
—Gilipolleces —insistió Lisbeth—. Gottfried no es el único niño que ha sido maltratado. Y eso no le da carta blanca para ir matando mujeres. Esa elección la hizo él mismo. Y Martin también.
Mikael levantó una mano.
—No discutamos por eso. No te enfades conmigo.
—No me enfado contigo. Es sólo que me parece patético que los cabrones siempre echen la culpa a los demás.
—Vale. Tienen una responsabilidad personal. Luego lo hablaremos. A lo que iba era que Martin tenía diecisiete años cuando Gottfried murió, de modo que nadie pudo guiar sus pasos e intentó seguir los de su padre. En febrero de 1966, en Uppsala... —Mikael alargó la mano para coger uno de los cigarrillos de Lisbeth—. No pienso ponerme a especular sobre los instintos que Gottfried procuraba satisfacer ni sobre cómo él mismo interpretaba sus propios actos. Tal vez un psiquiatra podría interpretar esa especie de empanada mental bíblica que, en cualquier caso, trata sobre el castigo y la purificación. Y me importa una mierda de cuál de las dos se trate. Era un asesino en serie.
Meditó un segundo antes de continuar.
—Gottfried quería matar a mujeres y disfrazaba sus actos con algún tipo de razonamiento seudorreligioso. Pero Martin ni siquiera fingía tener una excusa. Estaba organizado y asesinaba sistemáticamente. Además, poseía dinero de sobra para invertir en su pasatiempo. Y era más listo que su padre. Cada vez que Gottfried dejaba un cadáver tras de sí, significaba que una investigación policial se abría y existía un riesgo de que alguien lo descubriera o, por lo menos, relacionara los distintos asesinatos.
—Martin Vanger construyó su chalé en los años setenta —dijo Lisbeth, pensativa.
—Creo que Henrik mencionó el año 1978. Probablemente encargó una cámara de seguridad para archivos importantes o cosas similares. Le construyeron una habitación sin ventanas, insonorizada, con una puerta blindada.
—Ha tenido la habitación durante veinticinco años.
Permanecieron callados un rato mientras Mikael pensó en los horrores que seguramente habrían tenido lugar en la idílica isla de Hedeby durante el último cuarto de siglo. Lisbeth no necesitó imaginarse nada de eso: había visto la colección de películas de vídeo. Advirtió que Mikael se estaba tocando el cuello inconscientemente.
—Gottfried odiaba a las mujeres y enseñó a su hijo a odiarlas también, al mismo tiempo que lo violaba. Pero eso escondía algo más... Creo que Gottfried fantaseaba con la idea de que sus hijos compartieran su pervertida, por no decir algo peor, visión del mundo. Al preguntarle sobre Harriet, su propia hermana, Martin dijo: «Intentamos hablar con ella. Pero no era más que una simple puta; pensaba contárselo a Henrik».
Lisbeth asintió con la cabeza.
—Ya lo oí. Fue más o menos entonces cuando llegué al sótano. Eso significa que ya sabemos de qué iba a tratar su misteriosa conversación con Henrik.
Mikael frunció el ceño.
—No del todo. —Reflexionó un rato y prosiguió—: Piensa en la cronología. Ignoramos cuándo violó Gottfried a su hijo por primera vez, pero se lo llevó cuando asesinó a Lea Persson en Uddevalla, en 1962. Se ahogó en 1965. Antes, él y Martin intentaron «hablar» con Harriet. ¿Qué se deduce de ello?
—Que Gottfried no sólo abusó de Martin. También de Harriet.
Mikael asintió.
—Gottfried era el profesor. Martin el alumno. Harriet era su... ¿qué?... ¿su juguete?
—Gottfried le enseñó a Martin a follarse a su hermana —dijo Lisbeth, señalando las fotos polaroid—. Resulta difícil determinar su actitud partiendo de estas fotos, ya que no se le puede ver la cara, pero está claro que intenta ocultarse.
—Digamos que empezó cuando tenía catorce años, en 1964. Ella se opuso, «no podía aceptarlo», dicho con la expresión de Martin. Fue eso lo que amenazaba con contar. Martin, sin duda, no tendría mucho que decir; se sometería a la voluntad de su padre, pero ambos habían creado algún tipo de... pacto en el que intentaron iniciar a Harriet.
Lisbeth asintió con la cabeza.
—En tus notas has escrito que Henrik Vanger dejó que Harriet se instalara en su casa durante el invierno de 1964.
—Henrik se dio cuenta de que algo no iba bien en su familia. Creía que se debía a las peleas y al desgaste de la relación entre Gottfried e Isabella, de modo que se la llevó consigo para que tuviera paz y tranquilidad y se concentrara en sus estudios.
—Un fastidio para Gottfried y Martin. Ya no les resultaba tan fácil dar con ella y controlar su vida. Pero de vez en cuando sí... y ¿dónde se produjeron los abusos?
—Tuvo que ser en la cabaña de Gottfried. Estoy casi seguro de que las fotos se hicieron allí; será fácil comprobarlo. Además, la ubicación de la cabaña es perfecta: aislada y muy apartada del pueblo. Luego, Gottfried se emborrachó por última vez y se ahogó de la manera más estúpida.
Lisbeth, pensativa, asentía con la cabeza.
—El padre de Harriet mantenía o intentaba mantener relaciones sexuales con ella, pero no creo que la iniciara en los asesinatos.
Mikael reconoció que eso constituía un punto débil en su razonamiento. Harriet apuntó los nombres de las víctimas de Gottfried y los relacionó con citas bíblicas, pero su interés por la Biblia no surgió hasta el último año, cuando Gottfried ya estaba muerto. Reflexionó un instante intentando hallar una explicación lógica.
—En algún momento, Harriet descubrió que Gottfried no sólo cometía incesto, sino que también era un loco asesino en serie —dijo.
—No sabemos cuándo descubrió los asesinatos. Quizá fuera justo antes de morir Gottfried. Incluso puede que fuera después, si es que él llevaba un diario o guardaba recortes de prensa sobre los crímenes. Algo la debió poner sobre la pista.
—Pero no fue eso lo que amenazó con contar a Henrik —puntualizó Mikael.
—Fue por Martin —dijo Lisbeth—. Su padre estaba muerto, pero Martin seguía acosándola.
—Exacto —asintió Mikael.
—Pero tardó un año en decidirse.
—¿Qué harías tú si de repente descubrieras que tu padre es un asesino en serie que se folla a tu hermano?
—Matar a ese hijo de puta —dijo Lisbeth con una voz tan serena que dejó bien claro que no estaba bromeando.
Automáticamente, Mikael vio ante sí la cara de Lisbeth atacando a Martin Vanger. Una triste sonrisa se dibujó en su rostro.
—De acuerdo, pero Harriet no era como tú. Gottfried murió en 1965, antes de que a ella le diera tiempo a hacer algo. También resulta lógico. Al morir Gottfried, Isabella envió a Martin a Uppsala. Puede que volviese a casa por Navidad y otras vacaciones, pero durante el año siguiente no vio a Harriet con mucha frecuencia. Ella pudo distanciarse un poco de él.
—Y empezó a estudiar la Biblia.
—Y a la luz de lo que sabemos ahora, no tiene por qué haber sido por razones religiosas. Tal vez quisiera, simplemente, comprender lo que había hecho su padre. Le estuvo dando vueltas hasta el Día del Niño de 1966. Es entonces cuando, de repente, ve a su hermano en Järnvägsgatan y sabe que ha vuelto. Ignoramos si hablaron, o si él le dijo algo. Pasara lo que pasase, Harriet tuvo el impulso de ir directamente a casa para hablar con Henrik.
—Y luego desapareció.
Tras repasar la cadena de acontecimientos no resultaba muy difícil comprender cómo iban a encajar el resto de las piezas del rompecabezas. Mikael y Lisbeth hicieron las maletas. Antes de marcharse, Mikael llamó a Dirch Frode y le explicó que tenían que ausentarse durante un tiempo, pero que le gustaría ver a Henrik antes de irse.
Mikael quería saber qué era lo que Frode le había contado a Henrik. La voz del abogado sonó tan tensa que Mikael empezó a preocuparse. Al cabo de un rato Frode reconoció que sólo le había dicho que Martin había muerto en un accidente de coche.
Cuando Mikael aparcó delante del hospital de Hedestad, el cielo estaba de nuevo cubierto por oscuras y pesadas nubes y se volvió a escuchar un trueno. Cruzó apresuradamente el aparcamiento en el mismo instante en que se ponía a lloviznar.
Henrik Vanger iba vestido con una bata y estaba sentado junto a la mesa que había delante de la ventana de su habitación. No cabía duda de que la enfermedad le había dejado huella, pero el viejo había recuperado el color de la cara y, por lo menos, parecía estar recuperándose. Se dieron la mano. Mikael le pidió a la enfermera que los dejara solos un par de minutos.
—Hace mucho que no vienes a verme —dijo Henrik Vanger.
Mikael asintió con la cabeza.
—Intencionadamente. Tu familia no quiere que aparezca por aquí, pero hoy están todos en casa de Isabella.
—Pobre Martin —dijo Henrik.
—Henrik, me encargaste la misión de averiguar la verdad de lo ocurrido con Harriet. ¿Esperabas que esa verdad estuviera exenta de dolor?
El viejo lo observó. Luego se le pusieron los ojos como platos.
—¿Martin?
—Es parte de la historia.
Henrik Vanger cerró los ojos.
—Ahora tengo una pregunta que hacerte.
—¿Cuál?
—¿Todavía quieres saber lo que sucedió? ¿Aunque duela y aunque la verdad sea peor de lo que te podías imaginar?
Henrik Vanger observó a Mikael durante un largo instante. Luego asintió con la cabeza.
—Quiero saberlo. Ése era el objetivo de tu trabajo.
—De acuerdo. Creo que sé lo que pasó con Harriet. Pero me falta encajar una última pieza para terminar el rompecabezas.
—Cuéntame.
—No. Hoy no. Lo que quiero que hagas ahora es descansar. El doctor dice que la crisis ha pasado y que te estás recuperando.
—No me trates como a un niño.
—Todavía no he llegado a puerto. De momento no tengo más que conjeturas. Voy a salir e intentar encontrar la última pieza del rompecabezas. La próxima vez que venga a verte, te contaré toda la historia. Puede que tarde algún tiempo. Pero quiero que sepas que volveré y que vas a saber la verdad.


Lisbeth cubrió la moto con una lona, la dejó al lado de la casita de invitados, en un lugar donde daba la sombra, y subió con Mikael al coche que le habían prestado. La tormenta había vuelto con renovadas fuerzas; al sur de Gävle les sorprendió una lluvia tan torrencial que Mikael apenas pudo distinguir la carretera. Mikael no quiso arriesgarse y paró en una gasolinera. Tomaron café mientras esperaban a que escampara. No llegaron a Estocolmo hasta las siete de la tarde. Mikael le dio a Lisbeth el código del portal de su edificio y la dejó en la estación de metro T-centralen. Cuando él entró por la puerta, su propio apartamento le resultó extraño.
Pasó la aspiradora y limpió mientras Lisbeth se encontraba con Plague en Sundbyberg. Hasta la medianoche no apareció por casa de Mikael. Nada más entrar, se pasó diez minutos escudriñando meticulosamente cada rincón del apartamento. Luego permaneció un largo rato ante la ventana contemplando las vistas sobre Slussen.
Una serie de armarios y estanterías de Ikea separaban la cama del resto del apartamento. Se desnudaron y durmieron unas horas.


A eso de las doce del día siguiente aterrizaron en Gatwick, Londres. Les recibió la lluvia. Mikael había reservado una habitación en el hotel James, cerca de Hyde Park; un excelente hotel en comparación con todos esos hoteluchos en ruinas de Bayswater adonde siempre había ido a parar en todas sus anteriores visitas a la ciudad. La cuenta corría a cargo de Dirch Frode.
Eran las cinco de la tarde y se encontraban en el bar cuando un hombre de unos treinta años se les acercó. Estaba casi calvo, tenía una barba rubia y vestía unos vaqueros y una americana demasiado grande. Calzaba náuticos.
—¿Wasp? —preguntó él.
—¿Trinity? —replicó Lisbeth.
Se saludaron con un movimiento de cabeza. No le preguntó el nombre a Mikael.
El compañero de Trinity fue presentado como Bob the Dog. Les esperaba en una vieja furgoneta Volkswagen, a la vuelta de la esquina. Abrieron las puertas correderas, entraron y se sentaron en unas sillas plegables sujetas a la pared. Mientras Bob sorteaba el tráfico londinense, Wasp y Trinity estuvieron hablando.
—Plague dijo que se trataba de un crash-bang job.
—Escucha telefónica y control del correo electrónico de un ordenador. Puede ser muy rápido o llevarnos unos días, dependiendo de la presión que meta éste. —Lisbeth señaló con el pulgar a Mikael—. ¿Podéis hacerlo?
—¿Tienen pulgas los perros? —contestó Trinity.


Anita Vanger vivía en un pequeño chalé adosado en el señorial barrio residencial de Saint Albans, al norte de Londres, a poco más de una hora en coche. Desde la furgoneta pudieron verla llegar a casa y entrar a eso de las siete de la tarde. Esperaron a que se duchara, se preparara algo de cenar y se sentara delante de la tele. Luego Mikael llamó al timbre.
Una réplica casi idéntica de Cecilia Vanger abrió la puerta con un educado gesto inquisitivo en el rostro.
—Hola, Anita. Me llamo Mikael Blomkvist. Henrik Vanger me ha pedido que te haga una visita. Supongo que ya sabes lo de Martin.
Su cara pasó de manifestar sorpresa a ponerse en guardia. Nada más escuchar su nombre supo perfectamente de quién se trataba. Había estado en contacto con Cecilia Vanger, quien, sin duda, le habría comentado el enfado que tenía con Mikael. Pero el hecho de que lo hubiera enviado Henrik Vanger implicaba que se veía obligada a abrirle la puerta. Lo invitó a sentarse en el salón. Mikael miró a su alrededor. La casa de Anita Vanger estaba amueblada con mucho gusto y se notaba que era una persona con dinero y un buen trabajo, pero que llevaba una vida de lo más discreta. Por encima de una chimenea reconvertida en radiador de gas, Mikael advirtió un grabado firmado por Anders Zorn.
—Discúlpame por molestarte de manera tan imprevista; he intentado llamarte durante todo el día. Como estaba en Londres...
—Entiendo. ¿De qué se trata?
Su voz había tomado un tono defensivo.
—¿Piensas ir al entierro?
—No, Martin y yo no estábamos muy unidos y no puedo permitirme abandonar el trabajo.
Mikael asintió. Anita Vanger llevaba treinta años manteniéndose, en la medida de lo posible, alejada de Hedestad. Desde que su padre regresó a la isla de Hedeby ella apenas había vuelto a poner el pie por allí.
—Quiero saber qué pasó con Harriet Vanger. Ha llegado la hora de la verdad.
—¿Harriet? No entiendo lo que quieres decir.
Mikael se rio de su fingida ingenuidad.
—De toda la familia eras la que tenía una relación más íntima con Harriet. Fue a ti a quien se dirigió con su terrible historia.
—Estás loco —dijo Anita Vanger.
—En eso probablemente tengas razón —admitió Mikael despreocupadamente—. Anita: aquel sábado estuviste en la habitación de Harriet. Hay fotografías que lo prueban. Dentro de unos días informaré a Henrik de todo esto; luego, que él saque sus propias conclusiones. ¿Por qué no me cuentas lo que pasó?
Anita Vanger se levantó.
—Márchate de mi casa inmediatamente.
Mikael se levantó.
—Vale, pero tarde o temprano deberás hablar conmigo.
—No tengo nada que decirte.
—Martin está muerto —dijo Mikael con énfasis—. Nunca te cayó bien. Creo que te trasladaste a Londres no sólo para no ver a tu padre, sino también para no ver a Martin. Significa que estabas al tanto de todo, y la única que podría habértelo contado es Harriet. La cuestión es qué hiciste con esa información.
Anita Vanger le dio con la puerta en las narices.
Satisfecha, Lisbeth Salander sonrió a Mikael mientras lo liberaba del micrófono que llevaba debajo de la camisa.
—Tras cerrarte la puerta no ha tardado ni treinta segundos en descolgar el teléfono —dijo Lisbeth.
—El prefijo del país es Australia —informó Trinity, dejando caer los auriculares en la pequeña mesa de la furgoneta—. Tengo que comprobar el area code —dijo, tecleando en su portátil—. Muy bien; ha llamado a un número que pertenece a un teléfono de un pueblo que se llama Tennant Creek, al norte de Alice Springs, en el Territorio del Norte. ¿Quieres escuchar la conversación?
Mikael asintió.
—¿Qué hora es en Australia ahora?
—Aproximadamente las cinco de la mañana.
Trinity activó el lector digital y conectó un altavoz. Mikael pudo oír ocho tonos de llamada antes de que alguien descolgara el teléfono. La conversación se mantuvo en inglés.
—Hola. Soy yo.
—Mmm, es cierto que soy madrugadora, pero...
—Pensaba llamarte ayer... Martin está muerto. Se mató anteayer en un accidente de tráfico.
Silencio. Luego, algo que sonó como un carraspeo, pero que podía interpretarse como «Bien».
—Pero tenemos un problema. Un detestable periodista que Henrik ha contratado acaba de llamar a mi puerta. Está haciendo preguntas sobre lo que ocurrió en 1966. Sabe algo.
Silencio de nuevo. Luego, una voz autoritaria.
—Anita: cuelga ahora mismo. No podemos tener contacto durante algún tiempo.
—Pero...
—Escríbeme una carta. Cuéntame lo que ha pasado.
La llamada se cortó.
—Una tía lista —dijo Lisbeth Salander con admiración.
Regresaron al hotel poco antes de las once de la noche. En la recepción les ayudaron a conseguir billetes en el primer avión que hubiera para Australia. Un momento después tenían reservas en un vuelo que no saldría hasta las 19.05 del día siguiente, con destino Canberra, Nueva Gales del Sur.
Solucionados todos los detalles, se desnudaron y cayeron rendidos en la cama.


Era la primera vez que Lisbeth Salander visitaba Londres, de modo que estuvieron toda la mañana paseando por Tottenham Court Road y por el Soho. Pararon a tomar un caffè latte en Old Compton Street. A eso de las tres volvieron al hotel para recoger las maletas. Mientras Mikael pagaba la factura, Lisbeth encendió su móvil y descubrió que tenía un mensaje.
—Dragan Armanskij quiere hablar conmigo.
Usó un teléfono de la recepción para llamar a su jefe. Mikael estaba un poco alejado y de repente vio cómo Lisbeth se volvía hacia él con el rostro petrificado. Se acercó inmediatamente.
—¿Qué?
—Mi madre ha muerto. Tengo que volver a casa.
Lisbeth parecía tan desamparada que Mikael la abrazó. Ella lo rechazó.
Tomaron un café en el bar del hotel. Cuando Mikael dijo que iba a cancelar los billetes para Australia y acompañarla a Estocolmo, ella negó con la cabeza.
—No —dijo secamente—. No podemos mandar el trabajo a la mierda ahora. Pero tendrás que viajar solo.


Se despidieron delante del hotel y cada uno cogió un autobús hasta su respectivo aeropuerto.Volver a Capítulos

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ir a todos los Libros