Del 11 de julio al 30 de diciembre
En Suecia el noventa y dos por ciento
de las mujeres
que han sufrido abusos sexuales en la última agresión
no lo han denunciado a la policía.
que han sufrido abusos sexuales en la última agresión
no lo han denunciado a la policía.
CAPÍTULO 24
Viernes, 11 de julio - Sábado, 12, de julio
Viernes, 11 de julio - Sábado, 12, de julio
Martin
Vanger se agachó y cacheó los bolsillos de Mikael. Encontró la llave.
—Ha
sido muy inteligente por vuestra parte cambiar las cerraduras —comentó—. Me
ocuparé de tu novia cuando llegue a casa.
Mikael
no contestó. Tenía presente que Martin Vanger contaba con una dilatada
experiencia como negociador en numerosas batallas industriales y que sabía
reconocer cuándo alguien se tiraba un farol.
—¿Por
qué?
—¿Por
qué qué?
—¿Por
qué todo esto? —Mikael señaló la habitación con la cabeza.
Martin
Vanger se inclinó, cogió con una mano la barbilla de Mikael y le levantó la
cabeza hasta que sus miradas se encontraron.
—Porque
resulta muy fácil. Las mujeres desaparecen siempre. Nadie las echa de menos.
Inmigrantes. Putas de Rusia. Miles de personas pasan por Suecia todos los años.
Le
soltó la cabeza y se levantó, como orgulloso de todo aquello.
Encajó
las palabras de Martin Vanger como puñetazos.
«Dios
mío. Esto no es un misterio histórico. Martin Vanger asesina a mujeres hoy en
día. Y yo me he metido en medio como un idiota...»
—Ahora
mismo no tengo ninguna invitada. Pero quizá te interese saber que mientras tú y
Henrik os pasasteis todo el invierno y toda la primavera perdiendo el tiempo
con vuestras absurdas historias, había una chica aquí abajo. Se llamaba Irina y
era de Bielorrusia. La noche en la que cenamos juntos estuvo encerrada en esta
jaula. Fue una agradable velada, ¿verdad?
De
un salto, Martin Vanger se subió a la mesa y se sentó con las piernas colgando.
Mikael cerró los ojos. Sintió un reflujo ácido en la garganta e hizo un
esfuerzo por tragárselo.
—¿Qué
haces con los cuerpos?
—Tengo
el barco en el muelle, justo aquí abajo. Los llevo mar adentro. A diferencia de
mi padre, no dejo huellas. Pero él también era listo. Repartió a sus víctimas
por toda Suecia.
A
Mikael le empezaron a encajar las piezas del rompecabezas.
«Gottfried
Vanger. De 1949 a 1965. Luego, en 1966, Martin Vanger tomó el relevo en
Uppsala.»
—Admiras
a tu padre.
—Fue
él quien me enseñó. Me inició cuando yo tenía catorce años.
—Uddevalla.
Lea Persson.
—Exacto.
Yo estuve allí. Sólo miraba, pero estuve.
—1964.
Sara Witt, en Ronneby.
—Tenía
dieciséis años. Fue la primera vez que poseí a una mujer. Gottfried me enseñó.
Fui yo quien la estranguló.
«Está
alardeando. ¡Joder, qué puta familia de enfermos!»
—¿Te
das cuenta de que todo esto es patológico?
Martin
Vanger se encogió ligeramente de hombros.
—No
creo que puedas entender lo divino que resulta tener el control absoluto de la
vida y de la muerte de una persona.
—Disfrutas
torturando y matando a mujeres, Martin.
El
jefe del Grupo Vanger reflexionó un instante, con la mirada puesta en un punto
fijo de la pared que había detrás de Mikael. Luego mostró su deslumbrante y
encantadora sonrisa.
—No,
la verdad es que no creo que sea eso. Si tuviera que hacer un análisis
intelectual de mi condición, diría que soy más bien un violador en serie que un
asesino en serie. En realidad, soy un secuestrador en serie. El matar llega,
por decirlo de alguna manera, como una consecuencia natural de la necesidad de
ocultar mi delito. ¿Entiendes?
Mikael
no supo qué contestar y sólo asintió con la cabeza.
—Naturalmente,
mis actos no son aceptados por la sociedad, pero mi crimen es ante todo un
crimen contra las convenciones de la sociedad. La muerte tiene lugar cuando la
visita de mis invitadas llega a su fin, una vez me he cansado de ellas. Siempre
resulta fascinante ver su decepción.
—¿Decepción?
—preguntó Mikael, asombrado.
—Exacto:
decepción. Creen que si me complacen, sobrevivirán. Se adaptan a mis reglas.
Empiezan a confiar en mí, desarrollan una complicidad conmigo y, hasta el
último momento, esperan que esa complicidad signifique algo. La decepción surge
cuando de repente descubren que han sido engañadas.
Martin
Vanger rodeó la mesa y se apoyó en la jaula de acero.
—Tú,
con tus convenciones de pequeño burgués, no lo entenderías nunca, pero la
excitación reside en la planificación del secuestro. No pueden ser actos
impulsivos: los secuestradores así siempre acaban siendo arrestados. Es ciencia
pura, con miles de detalles a los que hay que prestar atención. Tengo que
identificar a una presa y estudiar minuciosamente su vida. ¿Quién es? ¿De dónde
viene? ¿Cómo puedo llegar hasta ella? ¿Qué debo hacer para quedarme solo con mi presa, sin que mi nombre se vea
involucrado ni aparezca jamás en una futura investigación policial?
«Para»,
pensó Mikael. Martin Vanger hablaba de los secuestros y asesinatos en un tono
casi académico, como si defendiera una opinión divergente en alguna cuestión de
teología esotérica.
—¿Realmente
te interesa esto, Mikael?
Se
inclinó y le acarició la mejilla. Su tacto fue delicado, casi tierno.
—Te
das cuenta de que esto sólo puede terminar de una manera, ¿no? ¿Te molesta si
fumo?
Mikael
negó con la cabeza.
—¿Me
invitarías a uno?
Martin
Vanger accedió a su deseo. Encendió dos cigarrillos y, cuidadosamente, colocó
uno entre los labios de Mikael. Le dejó dar una calada y se lo sostuvo.
—Gracias
—dijo Mikael automáticamente.
Martin
Vanger volvió a reírse.
—¿Ves?
Ya has empezado a adaptarte al principio de la sumisión. Tengo tu vida en mis
manos, Mikael. Sabes que te puedo matar en cualquier momento. Apelas a mi bondad
para mejorar tu calidad de vida, y lo haces empleando un argumento racional y
dándome un poco de coba. Y has recibido una recompensa.
Mikael
asintió. Su corazón palpitaba a un ritmo casi insoportable.
A las
once y cuarto, Lisbeth Salander bebió agua de su botella mientras seguía
pasando páginas. A diferencia de Mikael —ese mismo día, pero un poco antes—, no
se le atragantó la bebida. En cambio, abrió los ojos de par en par al
establecer la conexión.
¡Clic!
Llevaba
dos horas repasando los boletines informativos de la empresa desde todos los
frentes del Grupo Vanger. El boletín principal se llamaba simplemente Información de la empresa y llevaba el logo del Grupo Vanger: un
banderín sueco ondeando al viento con la punta formando una flecha. Al parecer,
la publicación corría a cargo del departamento de marketing del cuartel general del Grupo y contenía
una propaganda que contribuiría a que los empleados se sintieran como miembros
de una gran familia.
Con
motivo de las vacaciones de la semana blanca de febrero de 1967, Henrik Vanger,
en un gesto de generosidad, invitó a cincuenta empleados de la oficina central,
con sus respectivas familias, a pasar esos días esquiando en Härjedalen. La
invitación se debió a que el Grupo, el año anterior, había alcanzado un resultado
récord; se trataba, por tanto, de una muestra de agradecimiento por las muchas
horas de trabajo. El departamento de relaciones públicas les acompañó y realizó
un reportaje fotográfico en la estación de esquí, alquilada para la ocasión.
Muchas
de las fotos ofrecían divertidos comentarios y habían sido hechas en las
pistas. Algunas se sacaron en el bar y mostraban a empleados con las caras
ateridas de frío, riéndose y levantando alguna que otra jarra de cerveza. Dos
fotos representaban una pequeña ceremonia matutina en la que Henrik Vanger
eligió a la secretaria Ulla-Britt Mogren, de cuarenta y un años, como la
empleada del año. Se le concedió una prima de quinientas coronas y se le regaló
una fuente de cristal.
La
entrega del premio había tenido lugar en la terraza del hotel, justo antes, al
parecer, de que la gente pensara lanzarse de nuevo a las pistas. En una de las
fotos se veía a una veintena de personas.
En
el extremo derecho, exactamente detrás de Henrik Vanger, había un hombre con el
pelo claro y largo. Llevaba una cazadora oscura con una franja más clara a la
altura de los hombros. Como la foto era en blanco y negro no se apreciaba el
color, pero Lisbeth Salander estaba dispuesta a jugarse la cabeza a que esa
franja era roja.
Al
pie de la foto había un pequeño texto: «En el extremo derecho, Martin Vanger,
de diecinueve años, que estudia en Uppsala. Ya se habla de él como una futura
promesa en la dirección de la empresa».
—Got
you —dijo Lisbeth Salander en voz
baja.
Apagó
la lámpara de la mesa y dejó las revistas sobre la mesa, todas revueltas. «Así
esa cerda de Bodil Lindgren tendrá algo que hacer mañana.»
Salió
al aparcamiento a través de una puerta lateral. A medio camino hacia la moto se
acordó de que había prometido avisar al vigilante cuando se fuera. Se detuvo y
entornó los ojos mirando el aparcamiento. El vigilante estaba justo en el otro
lado; tendría que dar la vuelta y rodear todo el edificio. «Fuck that»,
sentenció.
Al
llegar a la moto, encendió el móvil y telefoneó a Mikael. Saltó una voz
informando de que en ese momento el abonado no estaba disponible. Descubrió,
sin embargo, que Mikael había intentado llamarla no menos de trece veces entre
las tres y media y las nueve. Sin embargo, durante las dos últimas horas no lo
había hecho.
Lisbeth
marcó el número del teléfono fijo de la casita de invitados, pero no obtuvo
respuesta. Frunció el ceño, enganchó el maletín de su ordenador a la moto, se
puso el casco y arrancó de una patada. Tardó diez minutos en recorrer el
trayecto desde las oficinas, situadas cerca de la entrada de la zona industrial
de Hedestad, hasta la isla de Hedeby. Había luz en la cocina, pero la casa
estaba vacía.
Lisbeth
Salander salió para echar un vistazo por los alrededores. Lo primero que se le
ocurrió fue que Mikael había ido a ver a Dirch Frode, pero, ya desde el puente,
advirtió que las luces del chalé de Frode, en la otra orilla, estaban apagadas.
Miró su reloj: faltaban veinte minutos para la medianoche.
Regresó
a casa, abrió el armario y sacó los dos ordenadores que almacenaban las
imágenes de las cámaras de vigilancia que había instalado. Le llevó un rato
seguir los acontecimientos.
Mikael
había llegado a las 15.32.
A
las 16.03 salió al jardín a tomarse un café y se puso a estudiar una carpeta.
Durante la hora que permaneció sentado allí realizó tres breves llamadas. Las
tres se correspondían, minuto a minuto, con las llamadas que ella tenía en su
móvil.
A
las 17.21, Mikael dio un paseo. Volvió menos de un cuarto de hora después.
A
las 18.02 salió a la verja y miró hacia el puente.
A
las 21.03 salió. No había vuelto.
Lisbeth
echó un rápido vistazo a las imágenes del otro ordenador, que almacenaba las
fotos de la verja y del camino de entrada. Pudo ver a las personas que pasaron
por allí durante el día.
A
las 19.12, Gunnar Nilsson regresó a casa.
A
las 19.42 un Saab que pertenecía a la granja de Östergården pasó en dirección a
Hedestad.
A
las 20.02 el coche volvió: ¿una visita a la gasolinera?
Luego
no sucedió nada hasta las 21.00 horas en punto, cuando pasó el coche de Martin
Vanger. Tres minutos después, Mikael abandonaba la casa.
Apenas
una hora más tarde, a las 21.50, Martin Vanger entró repentinamente en el campo
de visión de la cámara. Permaneció al lado de la verja durante más de un minuto
contemplando la casa, y posteriormente echó un vistazo por la ventana de la
cocina. Subió al porche, intentó abrir la puerta y sacó una llave. Luego debió
de descubrir que había una nueva cerradura; se quedó quieto un momento para,
acto seguido, darse la vuelta e irse de allí.
De
repente, Lisbeth Salander sintió cómo un frío polar invadía su estómago.
Martin
Vanger dejó otra vez solo a Mikael durante un buen rato. Permanecía inmóvil en
su incómoda posición, con las manos esposadas por detrás y el cuello sujeto con
una fina cadena a la argolla del suelo. Toqueteaba las esposas, pero sabía que
no conseguiría abrirlas. Le apretaban tanto que perdió la sensibilidad en las
manos.
No
podía hacer nada. Cerró los ojos.
Ignoraba
cuánto tiempo había transcurrido cuando oyó de nuevo los pasos de Martin
Vanger. El empresario entró en su campo de visión. Parecía preocupado.
—¿Incómodo?
—preguntó.
—Sí
—contestó Mikael.
—Es
culpa tuya. Deberías haberte vuelto a casa.
—¿Por
qué matas?
—Es
una elección propia. Podría pasarme toda la noche debatiendo contigo los
aspectos morales e intelectuales de mis actos, pero eso no cambiaría los
hechos. Intenta verlo de la siguiente manera: un ser humano es una envoltura de
piel que mantiene en su sitio a las células, la sangre y las sustancias
químicas. Unos pocos individuos terminan en los libros de historia. Pero la
gran mayoría sucumbe y desaparece sin dejar rastro.
—Matas
a mujeres.
—Los
que matamos por placer, porque yo no soy el único que tiene este pasatiempo,
vivimos una vida completa.
—Pero
¿por qué Harriet, tu propia hermana?
De
repente la cara de Martin Vanger se desencajó. De una sola zancada se acercó a
Mikael y lo agarró del pelo.
—¿Qué
pasó con ella?
—¿Qué
quieres decir? —jadeó Mikael.
Intentó
girar la cabeza para reducir el dolor del cuero cabelludo. La cadena se tensó
enseguida alrededor del cuello.
—Tú
y Salander. ¿Qué habéis encontrado?
—Suéltame.
¿No estábamos hablando?
Martin
Vanger le soltó el pelo y se sentó con las piernas cruzadas delante de Mikael.
Sostenía un cuchillo en la mano. Le puso la punta contra la piel, justo debajo
del ojo. Mikael se obligó a desafiar la mirada de Martin Vanger.
—¿Qué
coño pasó con ella?
—No
te entiendo. Creía que la habías matado tú.
Martin
Vanger miró fijamente a Mikael durante un buen rato. Luego se relajó. Se
levantó y se puso a deambular por la habitación reflexionando. Dejó caer el
cuchillo al suelo, se rio y se volvió hacia Mikael.
—Harriet,
Harriet; siempre esa Harriet. Intentamos... hablar con ella. Gottfried procuró
educarla. Pensamos que era una de los nuestros, que aceptaría su deber, pero no
era más que una simple... puta. Creía que la tenía bajo control, pero se lo
pensaba contar todo a Henrik y comprendí que no me podía fiar de ella. Tarde o
temprano se chivaría.
—La
mataste.
—Quería
matarla. Tuve la intención de hacerlo, pero llegué tarde. No pude cruzar hasta
la isla.
El
cerebro de Mikael intentaba asimilar la información, pero era como si
apareciera un letrero con el texto information
overload. Martin Vanger no sabía lo que había pasado con su hermana.
De
repente, Martin Vanger se sacó el teléfono móvil de la americana, examinó la
pantalla y lo colocó encima de la silla, junto a la pistola.
—Ya
va siendo hora de que terminemos con todo esto. Necesito tiempo para encargarme
también de tu urraca anoréxica esta misma noche.
Abrió
un armario, sacó una estrecha correa de cuero y se la puso a Mikael alrededor
del cuello, a modo de soga, con un nudo corredizo. Soltó la cadena que mantenía
a Mikael encadenado al suelo, lo levantó y lo empujó contra la pared. Introdujo
la correa de cuero en una argolla del techo, sobre la cabeza de Mikael, y la
tensó de tal modo que éste se vio obligado a ponerse de puntillas.
—¿Te
aprieta demasiado? ¿No puedes respirar?
La
aflojó unos centímetros y enganchó el extremo de la correa en la pared, un poco
más abajo.
—No
quiero que te ahogues tan pronto.
La
soga le apretaba el cuello con tanta fuerza que no era capaz de pronunciar ni
una palabra. Martin Vanger lo contempló con atención.
De
repente le desabotonó los pantalones y se los bajó junto con los calzoncillos.
Cuando se los sacó, Mikael perdió el contacto con el suelo y durante unos
segundos estuvo colgando de la soga antes de que los dedos de sus pies
volvieran a tocar tierra. Martin Vanger se acercó a un armario y buscó unas
tijeras. Hizo jirones la camiseta de Mikael y la tiró al suelo. Luego se alejó
un poco y se puso a contemplar a su víctima.
—Es
la primera vez que tengo a un chico aquí —dijo Martin Vanger con voz seria—.
Nunca he tocado a otro hombre... aparte de mi padre. Era mi deber.
Las
sienes de Mikael palpitaban. No podía dejar caer su peso corporal sobre los
pies sin estrangularse. Palpando con los dedos la pared de hormigón intentó
agarrarse a algo, pero allí no había nada a lo que asirse.
—Es
la hora —dijo Martin Vanger.
Puso
la mano en la correa y tiró hacia abajo. Mikael sintió de inmediato cómo la
soga cortaba su cuello todavía más.
—Siempre
me he preguntado qué sabor tendrá un hombre.
Aumentó
la presión de la soga y, acto seguido, se inclinó hacia delante y besó a Mikael
en la boca. En ese mismo instante se oyó una gélida voz retumbar en la
habitación.
—Oye,
tú, jodido cerdo asqueroso; en este puto pueblo sólo yo tengo derecho a eso.
Mikael
oyó la voz de Lisbeth a través de una roja niebla. Consiguió enfocar la mirada
y la vio al lado de la puerta. Observaba a Martin Vanger con unos ojos
inexpresivos.
—No...
¡Corre! —graznó Mikael.
Mikael no
vio la expresión de Martin Vanger, pero pudo sentir su shock al darse éste la vuelta. Por un segundo el
tiempo se detuvo. Luego Martin Vanger alargó la mano hasta la pistola que había
dejado sobre la silla.
Lisbeth
Salander dio tres rápidos pasos hacia delante y levantó un palo de golf que
llevaba escondido en la espalda. El hierro dibujó en el aire un amplio arco y
le dio a Martin Vanger en toda la clavícula. Fue un golpe brutal y Mikael pudo
oír cómo algo se rompía. Martin Vanger aulló.
—¿Te
gusta el dolor? —preguntó Lisbeth Salander.
Su
voz sonaba áspera como el papel de lija. Mikael no olvidaría en la vida la cara
de Lisbeth cuando se lanzó al ataque. Enseñaba los dientes como una fiera. Los
ojos le brillaban con un intenso negro azabache. Se movía como una araña,
rápida como un rayo, y parecía totalmente centrada en su presa cuando volvió a
levantar el palo de golf y le dio a Martin Vanger en las costillas.
Martin
Vanger tropezó con la silla y se cayó. La pistola fue a parar al suelo, ante
los pies de Lisbeth, quien la apartó de una patada, lejos de él.
Luego
le asestó un tercer golpe, justo cuando Martin Vanger intentó incorporarse. Con
un chasquido seco le alcanzó la cadera. De la garganta de Martin Vanger surgió
un espeluznante grito. El cuarto golpe, dado desde atrás, le alcanzó el
omoplato.
—Lis...
errth... —graznó Mikael.
Estaba
a punto de perder la conciencia; el dolor de las sienes le resultaba casi
insoportable.
Lisbeth
se volvió hacia él y vio que su cara estaba roja como un tomate; tenía los ojos
desorbitados y la lengua a punto de salírsele de la boca.
Miró
rápidamente a su alrededor y descubrió el cuchillo en el suelo. Luego le echó
una mirada a Martin Vanger, quien había conseguido ponerse de rodillas e
intentaba alejarse arrastrándose con un flácido brazo colgando. No iba a
causarle el menor problema durante los próximos segundos. Lisbeth dejó caer el
palo de golf y recogió el cuchillo. Tenía una buena punta, pero no estaba muy
afilado. Se puso de puntillas y empezó a cortar frenéticamente para desgastar
la correa de cuero. Transcurrieron varios segundos hasta que Mikael, por fin,
se desplomó sobre el suelo. Pero la soga se había cerrado alrededor de su
cuello.
Lisbeth
Salander miró de nuevo a Martin Vanger. Se había puesto de pie, pero estaba
encorvado. Lo ignoró e intentó meter los dedos por dentro de la soga. Al
principio no se atrevió a usar el cuchillo, pero después metió la punta y, al
intentar ensanchar la cuerda, hirió levemente el cuello de Mikael. Finalmente
la soga cedió, y Mikael pudo tomar aire con unas ruidosas y roncas
inspiraciones.
Por
un instante, Mikael experimentó una increíble sensación, como si su cuerpo y su
alma se unieran. Veía con total nitidez y pudo discernir hasta la más mínima
mota de polvo de la habitación. Oía perfectamente; percibía cada respiración o
cada roce de ropa, como si el sonido procediera de unos auriculares puestos en
sus orejas. Sintió el olor a sudor de Lisbeth Salander y el del cuero de su
cazadora. Luego la sensación desapareció cuando la sangre empezó a fluir
nuevamente hasta su cabeza, y su cara recuperó su color habitual.
Lisbeth
Salander giró la cabeza en el mismo momento en que Martin Vanger desaparecía
por la puerta. Se levantó rápidamente y buscó la pistola; examinó el cargador y
le quitó el seguro. Mikael advirtió que no debía de ser la primera vez que
manejaba armas de fuego. Miró a su alrededor y descubrió las llaves de las
esposas sobre la mesa.
—Le
cogeré —dijo, y se fue corriendo hacia la puerta.
Cogió
las llaves a la carrera y, con un revés, las tiró al suelo, donde estaba
Mikael.
Mikael
intentó gritarle que esperara, pero no le salió más que un áspero sonido
apagado cuando ella ya había desaparecido por la puerta.
A Lisbeth
no se le había olvidado que Martin Vanger tenía una escopeta en algún sitio, y,
al llegar al pasadizo que conducía del garaje a la cocina, se detuvo con la
pistola en la mano, lista para disparar. Aguzó el oído, pero no pudo apreciar
ni el más mínimo ruido que revelara dónde se hallaba su presa. Por puro
instinto se fue acercando a la cocina; casi había llegado cuando oyó un coche
arrancar en el patio.
Salió
corriendo por la puerta lateral del garaje. Desde el camino vio cómo un par de
luces traseras pasaban la casa de Henrik Vanger y giraban hacia el puente; echó
a correr todo lo que le permitieron sus piernas. Se metió la pistola en el
bolsillo de la cazadora y no se preocupó del casco al montarse en la moto. Unos
pocos segundos más tarde ya estaba cruzando el puente.
Tal
vez él le llevara una ventaja de unos noventa segundos cuando ella llegó a la
rotonda del acceso a la E4. No lo pudo ver. Paró, apagó el motor y se quedó
escuchando.
El
cielo estaba lleno de pesadas nubes. En el horizonte se adivinaba el amanecer.
Luego percibió el sonido de un motor y divisó el destello del coche de Martin
Vanger en la E4 en dirección sur. Lisbeth volvió a arrancar la moto, metió una
marcha y pasó por debajo del viaducto. Al salir de la curva de la cuesta que
accedía a la autopista iba ya a 80 kilómetros por hora. Por delante tenía una
recta. No había tráfico: le dio gas a tope y salió volando. Cuando la carretera
empezó a encorvarse a lo largo de una larga loma, Lisbeth iba a 170, más o
menos la máxima velocidad que su moto ligera, trucada por ella misma, era capaz
de alcanzar cuesta abajo. Al cabo de dos minutos descubrió el coche de Martin
Vanger a unos cuatrocientos metros por delante.
«Análisis
de consecuencias. ¿Qué hago ahora?»
Redujo
a unos razonables 120 kilómetros por hora y se mantuvo a la misma velocidad que
él. Al pasar por unas curvas muy cerradas lo perdió de vista durante algunos
segundos. Luego salieron a una larga recta. Ella se hallaba a unos doscientos
metros del coche.
Él
debió de ver el faro de su moto porque aumentó la velocidad en un largo tramo
en curva. Ella le dio más gas, pero Martin ganó terreno en las curvas.
A
lo lejos, Lisbeth divisó los faros de un camión que venía de frente. Martin
Vanger también los vio. De repente, él aumentó aún más la velocidad y pasó al
carril contrario apenas unos ciento cincuenta metros antes del encuentro.
Lisbeth vio cómo el camión frenaba y hacía señas desesperadamente con los faros,
pero recorrió la distancia en pocos segundos y la colisión resultó inevitable.
Martin Vanger se estampó frontalmente contra el camión produciendo un horrible
estruendo.
Lisbeth
Salander frenó de manera instintiva. Luego vio cómo el remolque del camión empezaba
a invadir su carril cerrándole el paso. Con la velocidad que llevaba le
quedaban unos dos segundos para recorrer el tramo que la separaba del lugar del
accidente. Aceleró y se metió por el arcén, pasando a tan sólo un metro del
remolque. Por el rabillo del ojo vio salir las llamas por debajo de la cabina
del camión.
Avanzó
otros ciento cincuenta metros antes de parar y darse la vuelta. Vio cómo el
camionero saltaba por el lado del copiloto. Entonces volvió a acelerar. En Åkerby,
dos kilómetros más al sur, se desvió a la izquierda y regresó hacia el norte
por la vieja carretera paralela a la autopista E4. Pasó el lugar del accidente
por una elevación del terreno y observó que dos vehículos se habían parado. Los
restos del coche ardían en llamas, completamente empotrados bajo el camión. Un
hombre intentaba apagar el fuego con un pequeño extintor.
Ella
aceleró y pronto estuvo de vuelta en Hedeby, donde cruzó el puente con el motor
a pocas revoluciones. Aparcó delante de la casita de invitados y volvió andando
a casa de Martin Vanger.
Mikael
seguía luchando con las esposas. Sus manos estaban tan dormidas que no podía
agarrar la llave. Lisbeth le abrió las esposas y le abrazó mientras la sangre
volvía a circular por las venas de sus manos.
—¿Y
Martin? —preguntó Mikael con voz ronca.
—Muerto.
Se estampó de frente contra un camión, a unos cuantos kilómetros hacia el sur,
cuando iba por la E4 a ciento cincuenta por hora.
Mikael
la miró fijamente. Sólo llevaba un par de minutos fuera.
—Tenemos
que... llamar a la policía —graznó Mikael. De repente le invadió un intenso
ataque de tos.
—¿Por
qué? —preguntó Lisbeth Salander.
Durante
diez minutos, Mikael fue incapaz de levantarse. Desnudo, permaneció en el suelo
apoyado contra la pared. Se masajeó el cuello y, con dedos torpes, levantó la
botella de agua. Lisbeth esperó pacientemente hasta que Mikael empezó a
recuperar la sensibilidad. Ella aprovechó para reflexionar.
—Vístete.
Usó
la camiseta, hecha jirones, para borrar las huellas dactilares de las esposas,
el cuchillo y el palo de golf. Se llevó la botella de agua.
—¿Qué
haces?
—Vístete.
Está amaneciendo. Date prisa.
Mikael
se puso de pie sobre sus temblorosas piernas y consiguió ponerse los
calzoncillos y los vaqueros. Introdujo los pies en sus zapatillas de deporte.
Lisbeth se metió los calcetines en el bolsillo y lo detuvo.
—Exactamente,
¿qué es lo que has tocado aquí?
Mikael
miró a su alrededor. Intentó recordar. Al final dijo que no había tocado nada
más que la puerta y las llaves. Lisbeth encontró las llaves en la americana de
Martin Vanger, colgada en la silla. Limpió meticulosamente el picaporte y el
interruptor y apagó la luz. Condujo a Mikael por la escalera del sótano y le
pidió que esperara en el pasillo mientras ella devolvía el palo de golf a su
sitio. Al volver traía una camiseta oscura que perteneció a Martin Vanger.
—Póntela.
No quiero que nadie te vea esta noche andando con el torso desnudo.
Mikael
se dio cuenta de que se hallaba en estado de shock.
Lisbeth había asumido el mando y él obedecía sus órdenes totalmente falto de
voluntad. Lo llevó fuera de la casa de Martin Vanger. Siempre abrazada a él. En
cuanto cruzaron la puerta de la casa de invitados lo detuvo.
—Si
resulta que alguien nos ha visto y nos pregunta qué es lo que hacíamos fuera a
estas horas de la noche, estuvimos en la otra punta de la isla dando un paseo
nocturno y haciendo el amor.
—Lisbeth,
no puedo...
—Métete
en la ducha. Ahora.
Le
ayudó a desnudarse y lo mandó al cuarto de baño. Luego puso la cafetera y
rápidamente preparó media docena de gruesas rebanadas de pan con queso, paté y
pepinillos en vinagre. Estaba sentada junto a la mesa de la cocina sumida en
una intensa reflexión cuando Mikael volvió cojeando de la ducha. Ella examinó
las heridas y las magulladuras de su cuerpo. La soga le había producido una
rozadura tan fuerte que tenía una marca de color rojo oscuro alrededor de todo
el cuello, y el cuchillo le había causado un sangrante corte en la parte izquierda.
—Ven
—dijo ella—. Túmbate en la cama.
Buscó
tiritas y le taponó la herida con una compresa. Luego sirvió café y le alcanzó
una rebanada.
—No
tengo hambre —dijo Mikael.
—Come
—ordenó Lisbeth, dándole un buen mordisco a una rebanada de pan con queso.
Mikael
cerró los ojos un momento. Acto seguido se incorporó y tomó un bocado. El
cuello le dolía tanto que a duras penas conseguía tragar.
Lisbeth
se quitó la cazadora de cuero y fue a buscar un botecito de bálsamo de tigre a
su neceser.
—Deja
que el café se enfríe un rato. Túmbate boca abajo.
Dedicó
cinco minutos a masajearle la espalda con el bálsamo. Luego le dio la vuelta e
hizo lo mismo en la parte delantera del cuerpo.
—Vas
a tener unos buenos moratones durante bastante tiempo.
—Lisbeth,
tenemos que llamar a la policía.
—No
—contestó Lisbeth con tanta fuerza en la voz que Mikael abrió los ojos
asombrado—. Si llamas a la policía, yo me largo. No quiero tener nada que ver
con ellos. Martin Vanger está muerto. Murió en un accidente de tráfico. Iba
solo en el coche. Hay testigos. Deja que la policía o cualquier otra persona descubra
esa maldita cámara de tortura. Tú y yo ignoramos su existencia tanto como los
demás habitantes del pueblo.
—¿Por
qué?
No
le hizo caso y siguió masajeando sus doloridos muslos.
—Lisbeth,
no podemos...
—Si
me sigues dando la lata, te arrastro a la cueva de Martin y te vuelvo a
encadenar.
Mientras
ella hablaba, Mikael se durmió tan súbitamente como si se hubiese desmayado.Volver a Capítulos
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