Mikael se
despertó a las seis de la mañana a causa del sol que se colaba a través de una
rendija de las cortinas y le daba de lleno en la cara. Le dolía un poco la
cabeza y sintió una punzada de dolor al tocar la cinta quirúrgica. A su lado,
Lisbeth Salander dormía boca abajo con su brazo sobre él. Mikael contempló el
dragón que se extendía diagonalmente por su espalda, desde el omoplato derecho
hasta la nalga izquierda.
Le
contó los tatuajes. Aparte del dragón y de una avispa en el cuello, tenía
tatuado un brazalete alrededor de uno de los tobillos, otro alrededor del
bíceps del brazo izquierdo, un signo chino en la cadera y una rosa en la
pantorrilla. Excepto el dragón, se trataba de tatuajes pequeños y discretos.
Mikael
salió con cuidado de la cama y corrió las cortinas. Fue al baño y luego volvió
sigilosamente a la cama, intentando meterse bajo las sábanas sin despertarla.
Un
par de horas más tarde desayunaron en el jardín. Lisbeth Salander miró a
Mikael.
—Tenemos
un misterio que resolver. ¿Cómo lo vamos a hacer?
—Reuniendo
los datos que poseemos e intentando obtener más.
—Uno
de los datos es que alguien cercano a nosotros va a por ti.
—La
cuestión es ¿por qué? ¿Porque estamos a punto de resolver el misterio de
Harriet o porque nos hemos topado con un asesino en serie que no ha sido
todavía descubierto?
—Las
dos cosas tienen que estar relacionadas.
Mikael
asintió con la cabeza.
—Si
Harriet consiguió averiguar que existía un asesino en serie, es que éste era
alguien de su entorno. Si estudiamos la galería de personajes de los años
sesenta, hay, por lo menos, una veintena de candidatos posibles. En la actualidad
apenas si contamos con Harald Vanger, y me cuesta mucho creer que sea él, con
casi noventa y cinco años de edad, quien vaya corriendo por el bosque con un
rifle. No tendría fuerzas ni para levantar una escopeta de las de cazar alces.
Todas las personas son o demasiado viejas para ser consideradas peligrosas hoy
en día, o demasiado jóvenes para haber participado en los años cincuenta. Así
que eso nos devuelve a la casilla de salida.
—A
no ser que se trate de dos personas que trabajan juntas. Una mayor y otra más
joven.
—Harald
y Cecilia. No creo. Estoy convencido de que me dijo la verdad cuando me aseguró
que no era ella la de la foto de la ventana.
—Entonces,
¿quién era?
Abrieron
el iBook de Mikael y dedicaron la siguiente hora a examinar en detalle, una vez
más, a todas las personas que se veían en las imágenes del accidente del
puente.
—Me
imagino que todos los del pueblo bajaron a ver la catástrofe. Era septiembre.
La mayoría lleva cazadoras o jerséis. Sólo hay una persona con pelo rubio largo
y un vestido claro.
—Se
ve a Cecilia Vanger en muchas fotos. Parece andar de un lado para otro, entre
las casas y la gente que mira el accidente. Aquí está hablando con Isabella.
Aquí, al lado del pastor Falk. En esta otra con Greger Vanger, el hermano
mediano.
—Espera
—exclamó Mikael de pronto—. ¿Qué sostiene Greger en la mano?
—Algo
cuadrado. Parece algún tipo de caja.
—Pero
¡si es una cámara Hasselblad! Él también tenía cámara.
Repasaron
las fotos una vez más. Se veía a Greger en varias, pero a menudo estaba oculto.
En una de ellas quedaba claro que llevaba una cajita cuadrada en la mano.
—Creo
que tienes razón. Es una cámara.
—Lo
que quiere decir que tenemos que salir a la caza de más fotos.
—Vale,
pero ignorémoslas de momento —dijo Lisbeth Salander—. Déjame formular una
hipótesis.
—Adelante.
—¿Cómo
te suena la idea de que alguien de la nueva generación sabe que una persona de
la vieja era un asesino en serie y no quiere que eso salga a la luz? El honor
de la familia y todo ese rollo. Significaría que hay dos personas implicadas,
pero que no trabajan juntas. El asesino puede llevar muchos años muerto,
mientras que nuestro atormentador sólo pretende que lo dejemos todo y nos
vayamos a casa.
—Ya
he pensado en eso —contestó Mikael—. Pero en tal caso, ¿por qué poner una gata
descuartizada en la escalera de nuestra casa? Es una referencia directa a los
anteriores asesinatos.
Mikael
golpeteó la Biblia de Harriet.
—Otra
parodia del rito del holocausto.
Lisbeth
Salander se echó hacia atrás y, con aire pensativo, levantó la mirada hacia la
iglesia mientras citaba la Biblia. Sonaba como si se hablara a sí misma:
—«Inmolará
al novillo ante Yahveh; los hijos de Aarón, los sacerdotes, ofrecerán la sangre
y la derramarán alrededor del altar situado a la entrada de la Tienda del
Encuentro. Desollará después a la víctima y la descuartizará.»
Se
calló y, de repente, advirtió que Mikael la estaba observando con un gesto
tenso. Él buscó el inicio del Levítico.
—¿Te
sabes también el versículo 12?
Lisbeth
permaneció callada.
—Luego,
lo despedazará... —empezó diciendo Mikael mientras le hacía un gesto con la
cabeza.
—«Luego,
lo despedazará en porciones, y el sacerdote las dispondrá, con la cabeza y el
sebo, encima de la leña colocada sobre el fuego del altar.»
La
voz de Lisbeth sonó completamente gélida.
—¿Y
el versículo siguiente?
Ella
se levantó.
—¡Lisbeth,
tienes memoria fotográfica! —exclamó Mikael, perplejo—. Por eso lees las
páginas de los informes en diez segundos.
Su
reacción fue casi explosiva. Le lanzó una mirada tan cargada de rabia que
Mikael se quedó boquiabierto. Luego sus ojos se llenaron de desesperación;
repentinamente, se dio la vuelta y se fue corriendo hacia la verja.
—¡Lisbeth!
—gritó Mikael, asombrado.
Ella
desapareció camino arriba.
Mikael
metió el ordenador de Lisbeth en la casa, conectó la alarma y cerró con llave
la puerta de la calle antes de salir a buscarla. Veinte minutos más tarde, la
encontró en un muelle del puerto, sentada con los pies metidos en el agua y
fumando un cigarrillo. Ella lo oyó aproximarse y Mikael advirtió cómo los
hombros de Lisbeth se tensaron. Se detuvo a dos metros de ella.
—No
sé qué he hecho mal, pero no ha sido mi intención alterarte.
Ella
no contestó.
Se
acercó y se sentó a su lado, poniéndole cuidadosamente la mano sobre el hombro.
—Por
favor, Lisbeth, dime algo.
Giró
la cabeza y lo miró.
—No
hay nada de qué hablar —dijo—. No soy más que una freak.
—Si
yo tuviera la mitad de tu memoria, sería feliz.
Ella
tiró la colilla al agua.
Mikael
permaneció callado un largo rato. «¿Qué le puedo decir? Eres una chica
completamente normal. ¿Qué más da si eres un poco diferente? ¿Qué imagen tienes
de ti misma en realidad?»
—La
primera vez que te vi ya me pareciste diferente —dijo él—. ¿Y sabes una cosa?
Hacía mucho tiempo que nadie me caía tan bien desde el primer momento.
Unos
niños salieron de una cabaña al otro lado del puerto y se tiraron al agua.
Eugen Norman, el pintor al que Mikael seguía sin conocer, estaba sentado en una
silla delante de su casa chupando una pipa y contemplando a Mikael y Lisbeth.
—Deseo
ser tu amigo, si tú me dejas —dijo Mikael—. Pero eso lo tienes que decidir tú.
Me voy a casa a preparar más café. Ven cuando te apetezca.
Se
levantó y la dejó en paz. Sólo había subido la mitad de la cuesta cuando oyó
los pasos de ella detrás. Regresaron juntos sin pronunciar palabra.
Al llegar
a la casa, ella le detuvo.
—Estaba
formulando una hipótesis... Comentábamos que todo parecía ser una parodia de la
Biblia. Es cierto que se ha descuartizado a una gata, supongo que no resultaba
fácil conseguir un buey, pero la esencia de la historia se sigue respetando. Me
pregunto... —Levantó la vista hacia la iglesia—. «... ofrecerán la sangre y la
derramarán alrededor del altar situado a la entrada de la Tienda del
Encuentro...»
Cruzaron
el puente y subieron a la iglesia para echar un vistazo. Mikael intentó abrir
la puerta, pero estaba cerrada con llave. Dieron una vuelta por allí mirando
las lápidas funerarias del cementerio y llegaron a la capilla situada más
abajo, cerca del mar. De pronto, Mikael abrió los ojos de par en par. No se
trataba de una capilla, sino de una cripta funeraria. Por encima de la puerta
podía leerse el nombre Vanger inscrito en la piedra, más una cita en latín que
no sabía qué significaba.
—Descansar
hasta el fin de los tiempos —dijo Lisbeth Salander.
Mikael
la miró. Ella se encogió de hombros.
—Es
que he visto esa frase en algún sitio —dijo.
De
pronto Mikael se echó a reír a carcajadas. Ella se puso tensa y al principio
pareció enfadarse, pero luego se dio cuenta de que no se reía de ella, sino de
lo cómico de la situación, y se relajó.
Mikael
intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Meditó un rato y le dijo a
Lisbeth que se sentara a esperarle. Mikael se acercó a la casa de Henrik Vanger
para hablar con Anna Nygren y llamó a la puerta. Le explicó que quería echar un
vistazo a la capilla funeraria de la familia Vanger y le preguntó dónde
guardaba Henrik la llave. Anna dudó, pero accedió cuando Mikael le recordó que
él trabajaba directamente para Henrik. Ella fue a buscar la llave a la mesa de
trabajo de Henrik.
En
cuanto abrieron supieron que llevaban razón. El hedor a cadáver quemado y a
restos carbonizados flotaba pesadamente en el aire. Pero el torturador de gatas
no había encendido ningún fuego; en un rincón había un soplete de esos que los
esquiadores de fondo utilizan para encerar sus esquíes. Lisbeth sacó su cámara
digital de un bolsillo de la falda vaquera e hizo unas fotos. Se llevó el
soplete consigo.
—Podría
ser una prueba. Quizá haya dejado huellas dactilares —dijo.
—Claro,
podemos pedir a todos los miembros de la familia Vanger que nos dejen tomar sus
huellas —respondió Mikael con sarcasmo—. Me encantaría verte intentando
conseguir las de Isabella.
—Existen
modos de hacerlo —contestó Lisbeth.
En
el suelo había abundante sangre y una cizalla, usada supuestamente para
degollar a la gata.
Mikael
recorrió la estancia con la mirada. La tumba principal, situada en la parte
superior, pertenecía a Alexandre Vangeersad, mientras que las cuatro del suelo
contenían los restos de los primeros miembros de la familia. Al parecer,
después los Vanger se pasaron a la cremación. En una treintena de nichos de la
pared se leían los nombres de diversos miembros del clan. Mikael siguió la
historia familiar por orden cronológico y se preguntó dónde enterrarían a los
parientes que no cabían en la capilla, los que tal vez no fueran considerados
lo suficientemente importantes.
—Entonces,
ya lo sabemos —dijo Mikael al cruzar el puente—. Estamos persiguiendo a una
persona completamente loca.
—¿Qué
quieres decir?
Mikael
detuvo sus pasos en medio del puente y se apoyó contra la barandilla.
—Si
se hubiese tratado de un chalado más, que simplemente nos quería asustar, se
habría llevado la gata al garaje o incluso al bosque. Pero fue a la capilla
funeraria de la familia. Actúa de manera compulsiva. Imagínate el riesgo que
corrió. Es verano y la gente sale a pasear por la noche. El camino por el
cementerio es un atajo entre el norte y el sur de Hedeby. Aunque el tipo
cerrara la puerta, la gata debió de darle mucha guerra y aquí debió de oler a
quemado.
—¿El
tipo?
—No
me imagino a Cecilia Vanger rondando a escondidas por ahí, en mitad de la
noche, con un soplete.
Lisbeth
se encogió de hombros.
—No
me fío de ninguna de esta gente, incluyendo a Frode y a tu Henrik. Es una
familia perfectamente dispuesta a jugártela si se presenta la oportunidad.
Bueno, ¿y qué hacemos ahora?
Permanecieron
callados un rato. Luego Mikael tuvo que preguntar:
—He
averiguado bastantes cosas sobre ti. ¿Cuántas personas saben que eres una hacker?
—Nadie.
—Nadie
excepto yo, querrás decir.
—¿Adonde
quieres ir a parar?
—Quiero
saber si hay confianza. Si te fías de mí.
Ella
lo contempló durante un buen rato. Al final se volvió a encoger de hombros.
—No
puedo hacer nada al respecto.
—¿Te
fías de mí? —insistió Mikael.
—De
momento sí —contestó Lisbeth.
—Bien.
Venga, vamos a hacerle una visita a Dirch Frode.
La mujer
de Dirch Frode veía a Lisbeth Salander por primera vez. La observó con grandes
ojos mientras le sonreía educadamente y les indicaba el camino al jardín
trasero. A Frode se le iluminó la cara al ver a Lisbeth. Enseguida se levantó y
les saludó con cortesía.
—Me
alegro de verte —dijo—. Tengo remordimientos de conciencia por no haberte
expresado suficientemente mi gratitud por los excelentes servicios que nos has
prestado. Tanto el invierno pasado como ahora.
Lisbeth
lo miró airada y sospechosamente.
—Bueno,
ya me habéis pagado.
—No
se trata de eso. Te juzgué mal cuando te conocí. Te pido disculpas.
Mikael
se sorprendió. Dirch Frode era capaz de pedir disculpas a una chica de
veinticinco años llena de piercings y
tatuajes cuando, en realidad, no había motivo alguno para hacerlo. De pronto,
el abogado escaló un par de posiciones en la consideración de Mikael. Lisbeth
Salander le ignoró.
Frode
se dirigió a Mikael.
—¿Qué
te has hecho en la frente?
Se
sentaron. Mikael resumió el desarrollo de los acontecimientos de las últimas
veinticuatro horas. Al contarle cómo alguien le había disparado tres tiros en
los alrededores de La Fortificación, Frode se levantó de un salto. Su
indignación parecía sincera.
—Esto
es una auténtica locura —soltó, haciendo una pausa y mirando fijamente a
Mikael—. Lo siento mucho, pero esto tiene que acabar. No puedo poner en riesgo
vuestras vidas. Voy a hablar con Henrik para rescindir el contrato.
—Siéntate
—dijo Mikael.
—No
lo comprendes...
—Lo
único que comprendo es que Lisbeth y yo nos hemos acercado tanto a la verdad
que la persona que está detrás de todo esto actúa de manera irracional, presa
del pánico. Queríamos hacerte algunas preguntas. Primero: ¿quién tiene llave de
la capilla funeraria de la familia y cuántas copias hay?
Frode
meditó la respuesta.
—La
verdad es que no lo sé. Me imagino que varios miembros de la familia tienen
acceso a la capilla. Sé que Henrik tiene una llave y que Isabella suele ir allí
a veces, pero no sé si ella tiene su propia llave o si se la presta Henrik.
—Vale.
Sigues formando parte de la junta directiva del Grupo Vanger. ¿Existe algún
archivo de la empresa? ¿Una biblioteca o algo parecido, donde archiven los
recortes de prensa e información de la empresa a lo largo de la historia?
—Sí,
lo hay. En las oficinas principales de Hedestad.
—Necesitamos
acceder a él. ¿También hay viejas revistas de ámbito interno y ese tipo de
publicaciones?
—Me
temo que me veo obligado a repetir que no lo sé. Llevo por lo menos treinta
años sin ir al archivo. Debes hablar con una mujer que se llama Bodil Lindgren,
que es la responsable de la conservación de todos los papeles del Grupo.
—¿Podrías
llamarla y pedirle que reciba a Lisbeth en el archivo esta misma tarde? Quiere
leer todos los viejos recortes de prensa acerca del Grupo Vanger. Es
extraordinariamente importante que tenga acceso a todo lo que pueda ser de
interés.
—No
creo que eso suponga un problema. ¿Algo más?
—Sí.
Greger Vanger llevaba una cámara Hasselblad en la mano el día que ocurrió el
accidente. Significa que también él podría haber hecho fotos. ¿Dónde podrían
haber acabado esas fotos después de su muerte?
—Es
difícil de decir, pero supongo que estarán en manos de su viuda o de su hijo.
—¿Podrías...?
—Llamaré
a Alexander y se lo preguntaré.
—¿Qué
quieres que busque? —preguntó Lisbeth Salander mientras cruzaban el puente de
regreso a la isla, tras despedirse de Frode.
—Recortes
de prensa, revistas y boletines informativos para los empleados de la empresa.
Quiero que repases todo lo que puedas encontrar en relación con las fechas en
las que se cometieron los crímenes en los años cincuenta y sesenta. Apunta todo
lo que te llame la atención o te parezca mínimamente curioso. Creo que es mejor
que tú te dediques a eso; es que tu memoria...
Ella
le dio un puñetazo en un costado. Cinco minutos más tarde, volvió a cruzar el
puente en su moto ligera.
Mikael
estrechó la mano de Alexander Vanger. Durante la mayor parte del tiempo que
Mikael llevaba en Hedeby, Alexander había estado fuera y Mikael sólo se había
cruzado con él muy rápidamente. «Tenía veinte años cuando Harriet desapareció.»
—Dirch
Frode me dijo que querías ver viejas fotos.
—Tu
padre tenía una cámara Hasselblad.
—Sí,
es cierto. Todavía la conservamos, pero nadie la usa.
—¿Sabes
que estoy investigando lo que le ocurrió a Harriet por encargo de Henrik?
—Tengo
entendido que así es. Y hay muchas personas que no están precisamente contentas
con ese tema.
—Es
posible. Naturalmente, no estás obligado a enseñarme nada.
—Bah...
¿Qué es lo que quieres ver?
—Si
tu padre hizo algunas fotos el día en que Harriet desapareció.
Subieron
al desván. Alexander tardó unos minutos en conseguir localizar una caja de
cartón con una gran cantidad de fotografías sin ordenar.
—Llévatela
—dijo—. Si hay algo, estará ahí.
Mikael
dedicó una hora a ordenar las fotos de Greger Vanger. Como ilustraciones para
la crónica de la familia, la caja contenía verdaderas joyas, entre ellas
numerosas imágenes de Greger Vanger en compañía de gran líder nazi sueco de los
años cuarenta Sven Olo Lindholm. Mikael las dejó a un lado.
Encontró
varios sobres con fotos que, evidentemente, fueron hechas por el propio Greger
Vanger. Instantáneas de diferentes personas y encuentros familiares, así como
típicas fotos de vacaciones: unas pescando en la montaña y otras durante un
viaje a Italia con la familia, donde visitaron, entre otros lugares, la torre
inclinada de Pisa.
Unos
segundos después encontró cuatro fotos del accidente del puente. A pesar de
poseer una cámara sumamente profesional, Greger era un fotógrafo pésimo. Las
imágenes o se centraban en el camión cisterna propiamente dicho, o
representaban a personas vistas desde atrás. Encontró una sola foto donde se
veía, casi de perfil, a Cecilia Vanger.
Mikael
las escaneó, aunque sabía de antemano que no iban a aportar nada nuevo. Volvió
a meterlas en la caja y se comió un sándwich mientras reflexionaba. A eso de
las tres, subió a ver a Anna Nygren.
—Me
pregunto si Henrik tiene más álbumes de fotos que los que forman parte de su
investigación sobre Harriet.
—Bueno,
Henrik siempre ha demostrado mucho interés por la fotografía, desde joven,
según he oído. Guarda muchos álbumes arriba, en su despacho.
—¿Me
los podría enseñar?
Anna
Nygren dudó. Una cosa era dejarle la llave de la capilla funeraria —al fin y al
cabo, allí mandaba Dios— y otra completamente diferente era permitirle entrar
en el despacho de Henrik Vanger. Porque allí mandaba alguien que estaba por
encima de Dios. Mikael le propuso que llamara a Dirch Frode. Al final, no sin
cierta desgana, accedió. En el estante inferior, aproximadamente un metro de la
biblioteca estaba ocupado por carpetas llenas de fotografías. Mikael se sentó a
la mesa de trabajo de Henrik y abrió el primer álbum.
Henrik
Vanger había guardado todo tipo de fotos familiares. Evidentemente, muchas
databan de una época anterior a él. Algunas de las más antiguas eran de la
década de 1870 y representaban a hombres de semblante serio y mujeres
encorsetadas. Había fotos de los padres de Henrik y de otros parientes. En una
se veía cómo el padre de Henrik celebraba en Sandhamn la fiesta de Midsommar con
unos buenos amigos en 1906. Otra foto del mismo pueblo representaba a Fredrik
Vanger y a su mujer Ulrika junto a Anders Zorn y Albert Engström, sentados a
una mesa con botellas abiertas. Encontró a un Henrik Vanger adolescente y
trajeado montando en bici. Otras fotos mostraban a empleados en fábricas y despachos.
Vio al capitán Oskar Granath, el que llevó a Henrik y a su amada Edith Lobach
hasta Karlskrona y los puso a salvo en plena guerra mundial.
Anna
le subió una taza de café. Él le dio las gracias. Llegó a la época moderna y
pasó unas páginas con fotos de Henrik Vanger en la flor de la vida, inaugurando
fábricas o estrechando la mano al primer ministro Tage Erlander. Una foto de
principios de los años sesenta mostraba a Henrik en compañía de Marcus
Wallenberg. Los dos capitalistas se miraban con gesto adusto; resultaba obvio
que no había mucha cordialidad entre ellos.
Siguió
pasando las páginas del álbum; de pronto, se detuvo en una hoja donde Henrik, a
lápiz, había escrito «Consejo de familia de 1966». Dos fotos en color mostraban
a unos señores hablando y fumando puros. Mikael reconoció a Henrik, Harald,
Greger y varios hombres casados con mujeres de la rama familiar de Johan
Vanger. Otras dos fotografías correspondían a la cena: unas cuarenta personas,
hombres y mujeres, miraban a la cámara sentadas a la mesa. Mikael advirtió que
fueron hechas después de la catástrofe del puente, pero antes de que alguien se
percatara de que Harriet había desaparecido. Estudió las caras. Esta era la
cena en la que ella debería haber participado. ¿Alguien sabía ya que Harriet no
estaba? Las fotos no ofrecían respuesta alguna.
De
repente, a Mikael se le atragantó el café. Tosió y se incorporó en la silla
bruscamente.
Al
fondo, en uno de los extremos laterales de la mesa, descubrió a Cecilia Vanger,
con su vestido claro, sonriendo a la cámara. A su lado, otra mujer rubia de
pelo largo y un vestido idéntico. Se parecían tanto que podrían haber sido
gemelas. Y automáticamente la pieza del rompecabezas encajó. No fue Cecilia
Vanger la que estuvo en la ventana de Harriet, sino su hermana Anita, dos años
menor, la que ahora vivía en Londres.
¿Qué
era lo que había dicho Lisbeth? «Se ve a Cecilia Vanger en muchas fotos. Parece
andar de un lado para otro entre diferentes grupos de gente.» En absoluto. Eran
dos personas distintas y, por pura casualidad, nunca habían coincidido en la
misma foto. En todas aquellas fotos en blanco y negro hechas a distancia,
parecían idénticas. Probablemente, Henrik siempre diferenció a las hermanas,
pero Mikael y Lisbeth dieron por hecho que se trataba de la misma persona.
Nadie les aclaró el malentendido, ya que nunca se les ocurrió preguntar nada al
respecto.
Mikael
pasó la hoja y sintió cómo se le ponía el vello de punta, como si un soplo de
aire frío hubiese pasado por la habitación.
Eran
fotos del día siguiente, cuando se inició la búsqueda de Harriet. Un joven
inspector Gustaf Morell daba instrucciones a una pareja de uniformados agentes
y a una decena de hombres con botas, dispuestos a iniciar la búsqueda. Henrik
Vanger llevaba un impermeable que le llegaba hasta las rodillas y un sombrero
inglés de ala corta.
En
el extremo izquierdo de la foto se hallaba un hombre joven, algo regordete y
con una media melena rubia. Llevaba una cazadora con una franja roja a la
altura de los hombros. La foto era nítida. Mikael lo reconoció enseguida, pero,
por si acaso, extrajo la foto y bajó a preguntarle a Anna Nygren si lo
reconocía.
—Sí,
claro; ése es Martin. Ahí tendría unos dieciocho años.
Lisbeth
Salander repasó año tras año los recortes de prensa sobre el Grupo Vanger.
Empezó en 1949 y continuó en orden cronológico. El problema era que se trataba
de un archivo gigantesco. Durante el período en cuestión, el Grupo aparecía en
los medios prácticamente a diario, no sólo en la prensa nacional, sino, sobre
todo, en la local. Se hablaba de análisis económicos, sindicatos, negociaciones
y amenazas de huelga, inauguraciones y cierres de fábricas, balances anuales,
sustituciones de directores, introducción de nuevos productos... una avalancha
de noticias. Clic. Clic. Clic. El cerebro de Lisbeth trabajaba a pleno
rendimiento, concentrado en esos viejos y amarillentos recortes, asimilando
toda la información.
Al
cabo de un par de horas tuvo una idea. Se dirigió a Bodil Lindgren, la jefa del
archivo, y le preguntó si existía alguna lista de los lugares en los que el
Grupo Vanger tenía fábricas o empresas durante los años cincuenta y sesenta.
Bodil
Lindgren observó a Lisbeth Salander con desconfianza y una manifiesta frialdad.
No le gustaba nada que una completa desconocida tuviera acceso a lo más sagrado
de los archivos del Grupo para mirar los papeles que le diera la gana. Y para
más inri, una chávala que parecía una loca anarquista de quince años. Pero
Dirch Frode le había dado instrucciones que no se prestaban a interpretaciones
erróneas. Lisbeth Salander podía mirar todos los documentos que quisiera. Y era
urgente. Bodil Lindgren tuvo que ir a buscar los informes anuales de los años
solicitados por Lisbeth; cada informe contenía un mapa de Suecia marcado con
los lugares en los que el Grupo estuvo presente.
Lisbeth
echó un vistazo a los mapas y constató que el Grupo contaba con muchas
fábricas, oficinas y puntos de venta. Advirtió que en todos los sitios donde se
había cometido un asesinato también aparecía un punto rojo, a veces varios,
indicando la presencia del Grupo Vanger.
El
primer vínculo databa de 1957. Rakel Lunde, de Landskrona, fue encontrada
muerta el día después de que la empresa Construcciones V&C llevara a buen
puerto un gran encargo de muchos millones de coronas para construir un nuevo
centro comercial en la ciudad. V&C eran las iniciales de Vanger y Carien,
una de las empresas del Grupo. El periódico local había entrevistado a
Gottfried Vanger, quien acudió a la ciudad para firmar el contrato.
Lisbeth
se acordó de algo que leyó en la vieja investigación policial del archivo
provincial de Landskrona. Rakel Lunde, pitonisa en su tiempo libre, trabajaba
como señora de la limpieza. En Construcciones V&C.
A las
siete de la tarde Mikael ya había llamado a Lisbeth una docena de veces,
constatando, otras tantas, que tenía el móvil apagado. No quería que la
interrumpieran mientras indagaba en el archivo.
Andaba
inquieto, de un lado para otro de la casa. Había sacado los apuntes de Henrik
sobre lo que hacía Martin Vanger cuando Harriet desapareció.
En
1966 Martin Vanger cursaba su último año de instituto en Uppsala. «Uppsala.
Lena Andersson, diecisiete años, estudiante en el instituto. La cabeza separada
del sebo.»
Henrik
lo había mencionado en alguna ocasión, pero Mikael tuvo que consultar sus
apuntes para encontrar el pasaje. Martin había sido un chico introvertido.
Estuvieron preocupados por él. Tras morir ahogado su padre, Isabella decidió
enviarlo a Uppsala para que cambiara de ambiente; allí se instaló en casa de
Harald Vanger. «¿Harald y Martin?» No pegaban.
Martin
Vanger no cabía en el coche de Harald para ir a la reunión familiar de
Hedestad. Encima, perdió el tren y no apareció hasta bien entrada la tarde. Por
consiguiente, pertenecía al grupo de los que se quedaron aislados al otro lado
del puente. No llegó a la isla hasta las seis de la tarde, en barco, y fue
recibido por el propio Henrik Vanger, entre otros. Por esa razón, Henrik había
colocado a Martin muy abajo en la lista de personas presuntamente implicadas en
la desaparición de Harriet.
Martin
Vanger sostenía que aquel día no vio a Harriet. Mentía. Había llegado a
Hedestad por la mañana y se había encontrado cara a cara con su hermana, en
Järnvägsgatan. Mikael podía demostrar la mentira con fotografías que habían
permanecido enterradas durante casi cuarenta años.
Harriet
Vanger descubrió a su hermano y fue un shock para
ella. Regresó a la isla de Hedeby para intentar hablar con Henrik Vanger, pero
desapareció antes de que esa conversación tuviera lugar. «¿Qué pensabas contar?
¿Lo de Uppsala? Pero Lena Andersson, de Uppsala, no estaba en tu lista. No lo
sabías.»
Las
otras piezas del rompecabezas seguían sin encajar. Harriet desapareció hacia
las tres. Estaba demostrado que a esa hora Martin se encontraba al otro lado
del puente. Se le veía en las fotografías de la colina de la iglesia. Resultaba
imposible que llegara hasta la isla para hacer daño a Harriet Vanger. Todavía
faltaba otra pieza del rompecabezas. «¿Un cómplice? ¿Anita Vanger?»
Gracias a
los archivos, Lisbeth pudo constatar que la posición de Gottfried Vanger dentro
del Grupo había cambiado a lo largo de los años. Nació en 1927. A la edad de
veinte años, conoció a Isabella Vanger y pronto la dejó embarazada. Martin
Vanger nació en 1948; ya no cabía duda de que los jóvenes se tenían que casar.
A
los veintidós años, Henrik Vanger le ofreció un puesto en la oficina principal
del Grupo Vanger. Resultaba obvio que Gottfried era inteligente; quizá lo viera
como el futuro delfín. Con veinticinco ya se había asegurado un puesto en la
junta directiva, como jefe adjunto del departamento de desarrollo. Una estrella
en ascenso.
En
un momento dado, a mediados de los años cincuenta, su carrera se estancó.
«Bebía. El matrimonio con Isabella estaba en las últimas. Los niños, Harriet y
Martin, lo pasaron mal.» Hasta que Henrik dijo basta. La carrera profesional de
Gottfried había llegado a su punto culminante. En 1956 se creó otro puesto como
jefe adjunto del departamento de desarrollo. Dos jefes adjuntos: uno que hacía
el trabajo mientras el otro, Gottfried, empinaba el codo y se ausentaba durante
largos períodos de tiempo.
Pero
Gottfried seguía siendo un Vanger; además, era encantador y tenía don de
palabra. A partir de 1957, su misión parecía haber consistido en viajar por
todo el país para inaugurar fábricas, resolver conflictos locales y difundir la
imagen de que la dirección del Grupo se preocupaba realmente por los suyos.
«Enviamos a uno de nuestros hijos para escuchar sus problemas. Les tomamos en
serio.»
El
segundo vínculo lo encontró a las seis y media de la tarde. Gottfried Vanger
había participado en una negociación en Karlstad, donde el Grupo Vanger había
comprado una empresa local de madera. Al día siguiente, la granjera Magda
Lovisa Sjöberg fue encontrada muerta.
El
tercer vínculo lo halló tan sólo quince minutos después. Uddevalla, 1962. El
mismo día en que desapareció Lea Persson, el periódico local había entrevistado
a Gottfried Vanger sobre una posible ampliación del puerto.
A
las siete, cuando Bodil Lindgren quiso cerrar e irse a casa, Lisbeth Salander
le espetó que todavía no había terminado. Que se fuera ella; no le importaba.
Bastaba con que le dejara una llave para poder cerrar. A esas alturas, a la
jefa del archivo le molestaba tanto que la joven le diera órdenes de esa manera
que llamó a Dirch Frode para pedirle instrucciones. Frode decidió en el acto
que Lisbeth podía quedarse toda la noche si quería. ¿Podría la señora Lindgren
tener la amabilidad de comunicárselo al vigilante de la oficina para que la
dejaran salir cuando quisiera irse?
Tres
horas más tarde, Lisbeth Salander pudo constatar que Gottfried Vanger estuvo
presente en el escenario de, al menos, cinco de los ocho asesinatos los días
inmediatamente anteriores o posteriores a los crímenes. No tenía, sin embargo,
ninguna información sobre los de 1949 y 1954. Estudió una foto de Gottfried de
un recorte de prensa. Un hombre delgado y guapo con el pelo castaño, parecido a
Clark Gable en Lo que el viento se llevó.
«En
1949, Gottfried tenía veintidós años. El primer asesinato ocurrió en su tierra.
En Hedestad. Rebecka Jacobsson, oficinista del Grupo Vanger. ¿Dónde la
conociste? ¿Qué le prometiste?»
Lisbeth
Salander se mordió el labio inferior. Obviamente, el problema era que Gottfried
Vanger se había ahogado, borracho, en 1965, mientras que el último asesinato se
cometió en Uppsala en febrero de 1966. Se preguntaba si no se habría equivocado
al introducir el nombre de Lena Andersson, la estudiante de diecisiete años, en
la lista. «No. No se trataba exactamente del mismo modus
operandi,
pero sí de la misma parodia de la Biblia. Tiene que estar relacionado.»
A las
nueve ya había empezado a oscurecer. Hacía más frío y lloviznaba. Mikael estaba
sentado junto a la mesa de la cocina tamborileando con los dedos cuando el
Volvo de Martin Vanger pasó por el puente y desapareció en dirección a la punta
de la isla. Fue eso, en cierta medida, lo que condujo el asunto hasta sus
últimas consecuencias.
Mikael
no sabía qué hacer. Todo su cuerpo ardía en deseos de hacerle preguntas, de
enfrentarse a él. No se trataba de una actitud muy inteligente si sospechaba
que Martin Vanger era un asesino loco, autor del crimen de su hermana y de una
chica de Uppsala, y que, además, había intentado matarle a tiros. Pero Martin
Vanger le atraía como un imán. E ignoraba lo que Mikael sabía, así que podía
acercarse a verle con el pretexto de... bueno, por ejemplo, ¿para devolverle la
llave de la casita de Gottfried? Mikael cerró la puerta con llave y se fue
paseando lentamente hacia la punta.
Como
ya era habitual, la casa de Harald Vanger estaba a oscuras. La de Henrik Vanger
tenía todas las luces apagadas, excepto la de una habitación que daba al patio.
Anna ya se había acostado. En la casa de Isabella también reinaba la oscuridad.
Cecilia no estaba. Había luz en la planta superior de la casa de Alexander
Vanger, pero no en las dos casas habitadas por personas que no pertenecían a la
familia Vanger. No se veía ni un alma.
Indeciso,
se detuvo ante la casa de Martin Vanger, sacó el móvil y marcó el número de
Lisbeth Salander. Seguía sin contestar. Apagó el teléfono para que no sonara.
Había
luz en la planta baja. Mikael cruzó el césped y se paró a unos pocos metros de
la ventana de la cocina, pero no percibió ningún movimiento. Continuó rodeando
la casa deteniéndose en cada ventana sin ver a Martin Vanger. En cambio,
descubrió que la puerta lateral del garaje estaba entreabierta. «No seas
idiota.» Pero no pudo resistir la tentación de echar un rápido vistazo.
Lo
primero que apreció, encima de un banco de carpintería, fue una cajita abierta
con munición de escopeta para cazar alces. Luego, justo debajo, vio dos bidones
de gasolina. «¿Preparándote para hacer otra visita nocturna, Martin?»
—Entra,
Mikael. Te he visto en el camino.
El
corazón de Mikael se paró. Volvió la cabeza lentamente y vio a Martin Vanger en
la penumbra, junto a la puerta que llevaba al interior de la casa.
—No
puedes evitar meter tus narices donde no te llaman, ¿a que no?
La
voz resultó tranquila, casi amable.
—Hola,
Martin —contestó Mikael.
—Entra
—repitió Martin Vanger—. Por aquí.
Dio
un paso hacia delante y otro a un lado, y le hizo un gesto con la mano
izquierda invitándole a entrar. Levantó la mano derecha y Mikael descubrió el
apagado reflejo de un metal.
—Llevo
una Glock en la mano. No hagas ninguna tontería. A esta distancia no fallaría.
Mikael
se acercó despacio. Al llegar donde estaba Martin Vanger se detuvo y le miró a
los ojos.
—Tenía
que venir. Hay muchas preguntas.
—Lo
entiendo. Por esta puerta.
Mikael
entró lentamente en la casa. El pasadizo conducía a la cocina, pero, antes de
llegar, Martin Vanger le detuvo poniéndole ligeramente una mano en el hombro.
—No,
hasta la cocina no. A la derecha, allí. Abre la puerta lateral.
El
sótano. Cuando Mikael había bajado ya la mitad de la escalera, Martin Vanger
accionó un interruptor y se encendieron varias luces. A la derecha estaba el
cuarto de la caldera. Desde enfrente le vino un olor a detergente. Martin
Vanger lo guio por la izquierda, hasta un trastero con muebles viejos y cajas.
Al fondo, otra puerta. Una puerta blindada de acero con cerradura de seguridad.
—Es
aquí —dijo Martin Vanger mientras le lanzaba un juego de llaves—. Abre.
Mikael
abrió la puerta.
—Hay
un interruptor a la izquierda.
Mikael
acababa de abrir la puerta del infierno.
A eso de
las nueve, Lisbeth se fue a por un café y un sándwich de la máquina del
pasillo. Seguía hojeando viejos papeles buscando algún rastro de Gottfried
Vanger en Kalmar en 1954. Sin éxito.
Pensó
en llamar a Mikael, pero decidió repasar también los boletines informativos
antes de retirarse.
La
habitación medía aproximadamente cinco por diez metros. Mikael supuso que,
geográficamente, se extendía bajo el lado norte del chalé.
Martin
Vanger había decorado su cámara de tortura privada con esmero. A la izquierda,
cadenas, argollas metálicas en el techo y el suelo, una mesa con cuerdas de
cuero para atar a sus víctimas. Y un equipo de vídeo. Un estudio de rodaje. Al
fondo había una jaula de acero en la que podía encerrar a sus invitados durante
mucho tiempo. A la derecha de la puerta, una cama y un rincón para ver la
televisión. Sobre una estantería, Mikael pudo ver numerosas películas de vídeo.
En
cuanto entraron en la habitación, Martin Vanger apuntó con la pistola a Mikael
y le ordenó que se tumbara boca abajo en el suelo. Mikael se negó.
—Vale
—dijo Martin Vanger—. Entonces, te pegaré un tiro en la rodilla.
Apuntó.
Mikael cedió. No tenía elección.
Había
esperado a que Martin bajara la guardia durante una décima de segundo; sabía
que ganaría una pelea contra él. Se le presentó una pequeña oportunidad en el
pasadizo de arriba, cuando Martin le puso una mano en el hombro, pero en ese
preciso momento dudó. Luego Martin no se había vuelto a acercar. Sin rodilla
estaría perdido. Se tumbó en el suelo.
Martin
se aproximó por detrás y le dijo que pusiera las manos en la espalda. Se las
esposó. Luego le pegó una patada en la entrepierna, seguida de una buena tunda
de violentos puñetazos.
Lo
que ocurrió después parecía una pesadilla. Martin Vanger oscilaba entre la
racionalidad y la enfermedad mental. Por momentos, en apariencia, estaba
tranquilo. Acto seguido caminaba de un lado para otro del sótano como una fiera
enjaulada. Pateó a Mikael repetidas veces. Mikael no pudo hacer otra cosa que
intentar protegerse la cabeza y encajar los golpes en las partes blandas del
cuerpo. Al cabo de unos minutos, el cuerpo de Mikael presentaba un buen número
de dolorosas heridas.
Durante
la primera media hora, Martin no pronunció ni una palabra y resultó imposible
comunicarse con él. Luego pareció tranquilizarse. Fue a por una cadena, se la
puso a Mikael alrededor del cuello y la cerró con llave en torno a una argolla
del suelo. Le dejó solo durante aproximadamente un cuarto de hora. Al volver, traía
una botella de agua mineral de un litro. Se sentó en una silla observando a
Mikael mientras bebía.
—¿Me
das un poco de agua? —preguntó Mikael.
Martin
Vanger se inclinó hacia delante y le dejó beber generosamente de la botella.
Mikael tragó con avidez.
—Gracias.
—Siempre
tan educado, Kalle Blomkvist.
—¿A
qué han venido esas patadas? —preguntó Mikael.
—Es
que me cabreas mucho. Mereces ser castigado. ¿Por qué no volviste a casa? Te
necesitaban en Millennium. Yo lo decía en serio: la habríamos
convertido en una gran revista. Podríamos haber colaborado durante muchos años.
Mikael
hizo una mueca mientras intentaba poner el cuerpo en una posición más cómoda.
Estaba indefenso. Lo único que le quedaba era su voz.
—Supongo
que quieres decir que ya he perdido esa oportunidad —dijo Mikael.
Martin
Vanger se rio.
—Lo
siento, Mikael. Pero creo que sabes perfectamente que vas a morir aquí abajo.
Mikael
asintió con la cabeza.
—¿Cómo
diablos me habéis descubierto, tú y esa fantasma anoréxica a la que has metido
en todo esto?
—Mentiste
sobre lo que hiciste el día en que desapareció Harriet. Puedo probar que
estabas en Hedestad en el desfile del Día del Niño. Te sacaron una foto allí,
mirando a Harriet.
—¿Fue
eso lo que te llevó a Norsjö?
—Sí,
para buscar la foto. La hizo una pareja que se encontraba en Hedestad por pura
casualidad. Sólo realizaron una parada en el camino.
Martin
Vanger negaba con la cabeza.
—No
me lo puedo creer —dijo.
Mikael
pensó frenéticamente en qué decir para intentar, por lo menos, aplazar su
ejecución.
—¿Dónde
está la foto ahora?
—¿El
negativo? En mi caja de seguridad en Handelsbanken, aquí en Hedestad... ¿No
sabías que tenía una caja de seguridad en el banco? —dijo Mikael, mintiendo
desenfadadamente—. Las copias están un poco por todas partes. Tanto en mi
ordenador y en el de Lisbeth, como en el servidor de fotos de Millennium y
el de Milton Security, donde trabaja Lisbeth.
Martin
Vanger lo escuchaba intentando adivinar si Mikael se estaba marcando un farol o
no.
—¿Cuánto
sabe Salander de todo esto?
Mikael
dudó. De momento, Lisbeth Salander constituía su única esperanza de salvación.
¿Qué haría ella cuando llegara a casa y descubriera que había desaparecido?
Sobre la mesa de la cocina Mikael había dejado la foto de Martin Vanger vestido
con el abrigo de plumas de la franja roja. ¿Establecería Lisbeth la conexión?
¿Daría la alarma? «Ella no pertenece a ese tipo de personas que acuden a la
policía.» La pesadilla sería que le diera por acercarse a casa de Martin
Vanger, llamar a la puerta y exigir que le dijera dónde estaba Mikael.
—Contesta
—insistió Martin Vanger con voz gélida.
—Estoy
pensando. Lisbeth sabe más o menos lo mismo que yo, quizá, incluso, un poco
más. Yo diría que sabe más. Es lista. Fue ella quien te relacionó con Lena
Andersson.
—¿Lena
Andersson? —Martin Vanger se quedó perplejo.
—La
chica de diecisiete años de Uppsala a la que torturaste hasta la muerte, en
febrero de 1966. No me digas que se te ha olvidado.
La
mirada de Martin Vanger se aclaró. Por primera vez pareció un poco alterado. No
sabía que nadie hubiese hecho esa conexión: Lena Andersson no figuraba en la
agenda de Harriet.
—Martin
—dijo Mikael con la voz más firme que fue capaz de sacar—. Martin, se acabó.
Puede que me mates, pero se acabó. Hay demasiada gente que lo sabe y esta vez
te van a coger.
Martin
Vanger se puso de pie rápidamente y empezó a deambular de nuevo por la
habitación. De repente golpeó la pared con el puño. «Tengo que recordar que es
irracional. La gata. Podría haberla bajado hasta aquí, pero la llevó a la capilla
funeraria. No actúa de manera racional.» Martin Vanger se detuvo.
—Creo
que mientes. Sólo tú y Lisbeth Salander sabéis algo. No habéis hablado con
nadie si no, la policía ya estaría aquí. Un buen incendio en la casita de
invitados y las pruebas desaparecerán.
—¿Y
si te equivocas?
De
repente Martin sonrió.
—Si
me equivoco, realmente todo habrá acabado. Pero no creo. Apuesto a que te estás
marcando un farol. ¿Qué puedo hacer? —dijo, y se quedó callado reflexionando—.
Esa maldita puta es el eslabón débil. Tengo que encontrarla.
—Se
fue a Estocolmo a la hora de comer.
Martin
Vanger se rio.
—¿Ah,
sí? Entonces, ¿por qué ha pasado toda la tarde en el archivo del Grupo Vanger?
El
corazón de Mikael dio un vuelco. «Lo sabía. Lo ha sabido todo el tiempo.»
—Cierto.
Iba a pasar por el archivo antes de salir para Estocolmo —contestó Mikael con
todo el sosiego que fue capaz de reunir—. No sabía que se fuera a quedar tanto
tiempo.
—Déjalo
ya. La jefa del archivo me comunicó que Dirch Frode le había dado orden de
dejarla todo el tiempo que quisiera. Eso significa que volverá esta noche. El
vigilante me va a llamar en cuanto abandone el archivo.
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