Desayunaron
en el jardín en silencio y sin leche para el café. Antes de que él fuera a
buscar una bolsa de basura para quitar a la gata de allí, Lisbeth sacó una
pequeña cámara digital Canon para hacer unas fotos del macabro espectáculo. Sin
saber muy bien qué hacer con el cadáver, Mikael lo metió en el maletero del
coche. Debería poner una denuncia a la policía por maltrato de animales y
posiblemente también por amenazas, pero no sabía muy bien cómo explicar el
motivo de esas amenazas.
A
las ocho y media, Isabella Vanger pasó caminando en dirección al puente. No los
vio, o fingió no verlos.
—¿Cómo
estás? —le preguntó finalmente Mikael a Lisbeth.
—Bien.
Ella
le observaba desconcertada. «De acuerdo. Quiere que esté indignada.»
—Cuando
encuentre al cabrón que tortura y mata a una gata inocente sólo para hacernos
una advertencia, cogeré un bate de béisbol y...
—¿Crees
que se trata de una advertencia?
—¿Se
te ocurre algo mejor? Esto significa algo.
Mikael
asintió con la cabeza.
—Sea
cual sea la explicación, hemos conseguido inquietar a alguien lo suficiente
como para que cometa una verdadera locura. Pero también hay otro problema.
—Ya
lo sé. Esto es un sacrificio animal al estilo de los de 1954 y 1960. Pero no
parece probable que un asesino de hace ya cincuenta años venga ahora merodeando
por aquí para dejar cadáveres de animales torturados delante de la puerta de tu
casa.
Mikael
asintió.
—En
tal caso, los únicos sospechosos serían Harald Vanger e Isabella Vanger. Hay
otros parientes mayores, también de la rama familiar de Johan Vanger, pero
ninguno vive por aquí.
Mikael
suspiró.
—Isabella
es una cabrona muy malvada, y seguro que sería capaz de matar a una gata, pero
dudo que en los años cincuenta se dedicara a asesinar en serie a mujeres. En
cuanto a Harald Vanger... no sé, parece tan decrépito que apenas puede andar;
me cuesta creer que haya salido a escondidas por la noche para buscar a la gata
y hacer todo eso.
—A
no ser que se trate de dos personas. Una mayor y otra joven.
Mikael
oyó pasar un coche. Levantó la mirada y vio a Cecilia Vanger desaparecer por el
puente. «Harald y Cecilia», pensó. Pero había algo que no encajaba muy bien: el
padre y la hija no se veían y apenas se dirigían la palabra. A pesar de la
promesa de Martin Vanger de hablar con ella, Cecilia seguía sin devolverle las
llamadas.
—Tiene
que ser alguien que sepa que estamos investigando y que hemos hecho avances
—dijo Lisbeth Salander.
Acto
seguido, se levantó y entró en la casa. Cuando salió ya llevaba puesto su mono
de cuero.
—Me
voy a Estocolmo. Volveré esta noche.
—¿Qué
vas a hacer?
—Ir
a por unos trastos. Si alguien está tan loco como para matar a una gata de esa
manera, la próxima vez puede que venga a por nosotros. O que provoque un
incendio mientras estamos durmiendo. Quiero que hoy mismo vayas a Hedestad y
compres dos extintores y dos detectores de humos. Uno de los extintores debe
ser de halón.
Sin
despedirse, se puso el casco, arrancó la moto de una patada y desapareció por
el puente.
Mikael
tiró el cadáver en el cubo de basura de la gasolinera antes de continuar hacia
Hedestad, donde compró los extintores y los detectores de humo. Los metió en el
maletero del coche y se fue al hospital. Había quedado con Dirch Frode en la
cafetería.
Le
contó lo sucedido. Dirch Frode se puso pálido.
—Mikael,
no había contado con que esta historia pudiera ser peligrosa.
—¿Por
qué no? Al fin y al cabo, la tarea consistía en desenmascarar a un asesino.
—Pero
quién iba a... Esto es una locura. Si tu vida y la de la señorita Salander
corren peligro, debemos parar esto ya. Yo puedo hablar con Henrik.
—No.
En absoluto. No quiero que sufra otro infarto.
—No
deja de preguntar por ti.
—Dile
que sigo intentando desenredar el ovillo.
—¿Y
ahora qué hacemos?
—Tengo
algunas preguntas. El primer incidente ocurrió poco después del infarto de
Henrik; ese día me encontraba en Estocolmo. Alguien registró mi estudio. Yo ya
había descifrado el código bíblico y descubierto las fotos de Järnvägsgatan. Os
lo conté a ti y a Henrik. Martin también estaba al tanto e hizo la gestión que
me permitió entrar en la redacción del Hedestads-Kuriren. ¿Cuántas personas más lo sabían?
—Bueno,
ignoro con quién hablaría Martin exactamente. Pero tanto Birger como Cecilia
estaban al corriente; han comentado tu búsqueda de fotos. Alexander también lo
sabía. Y, por cierto, Gunnar y Helena Nilsson, habían subido a ver a Henrik y
se vieron metidos en la conversación. Y Anita Vanger.
—¿Anita?
¿La de Londres?
—La
hermana de Cecilia. Acompañó a Cecilia en el vuelo de vuelta cuando Henrik
sufrió el infarto, pero se alojó en un hotel y, que yo sepa, no ha pisado la
isla. Al igual que Cecilia, no quiere ver a su padre. Pero regresó a Londres
hace una semana, cuando Henrik salió de la UVI.
—¿Y
dónde está Cecilia? La vi esta mañana cuando cruzó el puente, pero su casa
permanece cerrada y a oscuras.
—¿Sospechas
de ella?
—No,
sólo me preguntaba dónde se alojaba.
—En
casa de su hermano Birger, a un paso de la casa de Henrik.
—¿Y
sabes dónde se encuentra ahora?
—No.
De todos modos, con Henrik no está.
—Gracias
—dijo Mikael, y se levantó.
Los
miembros de la familia Vanger iban y venían por el hospital de Hedestad. En el
vestíbulo principal, Birger Vanger se dirigía hacia los ascensores. Mikael no
tenía ganas de cruzarse con él, así que esperó hasta que desapareció de su
vista. En su lugar, se topó con Martin Vanger justo en la puerta del hospital,
casi exactamente en el mismo sitio en el que se había encontrado con Cecilia
Vanger en la anterior visita. Se saludaron y se dieron la mano.
—¿Has
visto a Henrik?
—No,
sólo he pasado a ver a Dirch Frode un momento.
Martin
Vanger estaba ojeroso y parecía cansado. De repente, Mikael se fijó en lo mucho
que había envejecido Martin desde que se conocieron, hacía ya seis meses. La
lucha por salvar al imperio Vanger era costosa y la enfermedad de Henrik no le
había animado mucho.
—¿Cómo
te va? —preguntó Martin Vanger.
Mikael
dejó claro enseguida que no tenía ninguna intención de abandonar y volver a
Estocolmo,
—Bien,
gracias. A medida que pasan los días esto se va poniendo cada vez más
interesante. Cuando Henrik mejore, espero poder satisfacer su curiosidad.
Birger
Vanger vivía en un chalé adosado de ladrillo blanco al otro lado del camino, a
sólo cinco minutos andando desde el hospital. Tenía vistas al mar y al puerto
de Hedestad. Cuando Mikael llamó al timbre, no abrió nadie. Telefoneó al móvil
de Cecilia, pero no obtuvo respuesta. Permaneció un rato en el coche tamborileando
en el volante con los dedos. Birger Vanger era una página en blanco en su colección;
nació en 1939 y por lo tanto sólo tenía diez años cuando se cometió el
asesinato de Rebecka Jacobsson. En cambio, tenía veintisiete cuando desapareció
Harriet.
Según
Henrik Vanger, Birger y Harriet apenas tuvieron relación. Birger se crio con su
familia en Uppsala y se mudó a Hedestad para trabajar en el Grupo Vanger, pero
al cabo de un par de años lo abandonó para dedicarse a la política. Sin
embargo, se encontraba en Uppsala cuando se cometió el asesinato de Lena
Andersson.
Mikael
no sabía por dónde coger toda esa historia, pero el incidente de la gata le
había provocado un sentimiento de amenaza inminente y la sensación de que
empezaba a faltarle tiempo.
Otto
Falk, el viejo pastor de Hedeby, tenía treinta y seis años cuando Harriet
desapareció. Ahora tenía setenta y dos; era más joven que Henrik Vanger, pero
se encontraba en unas condiciones mentales considerablemente peores. Mikael fue
a verlo a la residencia Svalan, un edificio de ladrillo amarillo al otro lado
de la ciudad, a orillas del canal de Hede. Mikael se presentó en la recepción y
solicitó hablar con Falk. Explicó que sabía perfectamente que el reverendo
sufría de Alzheimer y quiso saber si estaba lo suficientemente lúcido como para
mantener una conversación. Una enfermera jefe le contestó que hacía tres años
que le diagnosticaron la enfermedad y que su evolución había sido bastante
agresiva. Se podía hablar con él, pero su memoria a corto plazo era pésima; no
reconocía a algunos familiares y, en general, estaba a punto de adentrarse en
una espesa niebla. También le advirtió de que el viejo podía sufrir ataques de
angustia si se le presionaba con preguntas a las que no supiera responder.
El
viejo pastor estaba sentado en un banco del jardín junto con otros tres
pacientes y un enfermero. Mikael pasó una hora intentando conversar con Falk.
Falk
recordaba muy bien a Harriet Vanger. Se le iluminó la cara y la describió como
una chica encantadora. Sin embargo, Mikael no tardó en darse cuenta de que el
pastor había olvidado que llevaba casi treinta y siete años desaparecida.
Hablaba de ella como si la acabara de ver; le pidió a Mikael que le diera
recuerdos de su parte y que le dijera que subiera a visitarlo. Mikael se
comprometió a hacerlo.
Cuando
Mikael habló de lo que había sucedido el día en el que Harriet desapareció,
Otto Falk se quedó desconcertado. Al parecer, no recordaba el accidente del
puente. Fue al final de la conversación cuando el pastor mencionó algo que hizo
que Mikael aguzara el oído.
Mikael
había conducido la charla hacia el interés de Harriet por la religión; de
repente, el pastor Falk pareció pensativo, como si una nube ensombreciera su
rostro. Empezó a mecerse hacia delante y atrás durante un rato.
Luego
levantó la vista y, mirando a Mikael, le preguntó quién era. Mikael volvió a
presentarse y el viejo se quedó meditando otro rato más. Finalmente movió
negativamente la cabeza con un gesto irritado.
—Todavía
está buscando la verdad. Ha de tener cuidado y tú debes advertirla.
—¿De
qué?
El
pastor Falk se alteró. Sacudió la cabeza con el ceño fruncido.
—Debe
leer sola scriptura y
entender sufficientia scripturae. Sólo de esa manera podrá mantener la sola
fide. José
los excluyó definitivamente. Nunca estuvieron recogidos en el canon.
Mikael
no entendió nada, pero lo apuntó todo aplicadamente. Luego el pastor Falk se
inclinó hacia Mikael y le susurró en tono confidencial:
—Creo
que es católica. Siente fascinación por la magia y sigue sin encontrar a su
Dios. Hay que guiarla.
Al
parecer, la palabra «católica» encerraba un matiz negativo para el reverendo.
—Yo
creía que estaba interesada por el movimiento pentecostal.
—No,
no; los pentecostales no. Ella busca la verdad prohibida. No es una buena cristiana.
Acto
seguido, el pastor pareció olvidarse tanto de Mikael como del tema y se puso a
hablar con uno de los demás pacientes.
Pasadas
las dos de la tarde, Mikael ya estaba de vuelta en la isla de Hedeby. Se acercó
hasta la casa de Cecilia Vanger y llamó a la puerta sin éxito alguno. Intentó
localizarla mediante el móvil, pero no obtuvo respuesta.
Instaló
un detector de humos en la cocina y otro en el recibidor. Colocó un extintor
junto a la cocina de hierro, al lado de la puerta del dormitorio, y el otro
cerca del baño.
Después
se preparó el almuerzo —café y sándwiches—, se sentó en el jardín e introdujo
en su iBook las notas de la conversación mantenida con el pastor Falk. Meditó
un buen rato y luego levantó la vista hacia la iglesia.
La
nueva casa rectoral de Hedeby era un chalé moderno normal y corriente, situado
a un tiro de piedra de la iglesia. A eso de las cuatro, Mikael llamó a la
puerta de la casa de la pastora Margareta Strandh y le explicó que venía a
pedirle consejo sobre un asunto teológico. Margareta Strandh, una mujer morena
de su misma edad, le abrió en vaqueros y camisa de franela. Iba descalza y
llevaba las uñas de los pies pintadas. Había coincidido con ella en el Café de
Susanne un par de veces en las que hablaron del pastor Falk. Recibió a Mikael
amablemente y le invitó a sentarse en el jardín.
Mikael
le contó que acababa de ver a Otto Falk y le comentó lo que éste le había
dicho, cuyo significado no entendía. Margareta Strandh escuchó y luego le pidió
que repitiera con exactitud las palabras pronunciadas por Falk. Ella se quedó
pensativa un instante.
—Llegué
a Hedeby hace sólo tres años y la verdad es que no conozco personalmente al
pastor Falk. Se jubiló varios años antes, pero tengo entendido que se trataba,
en el amplio sentido de la palabra, de un hombre bastante ortodoxo. Lo que te
ha dicho significa, más o menos, que hay que atenerse a las Escrituras y nada
más (sola scriptura) y que la Biblia es sufficientia
scripturae.
Esto último es una expresión que establece la suficiencia de las Escrituras
entre los creyentes muy ortodoxos. Sola fide significa
«la fe única» o «la fe pura».
—Entiendo.
—Son,
por decirlo de alguna manera, dogmas fundamentales. Constituyen la base de la
Iglesia, y lo cierto es que no tiene nada de raro. Las palabras de Falk se
traducirían simplemente como «Lee la Biblia: te da suficientes conocimientos y
te garantiza la fe pura».
Mikael
se sintió un poco avergonzado.
—Pero
ahora debes contarme en qué contexto se ha producido esa conversación.
—Le
he preguntado sobre una persona que él conoció hace muchos años y sobre la que
yo escribo.
—¿Alguien
que está buscando respuestas religiosas?
—Algo
así.
—De
acuerdo; creo que lo entiendo. Falk ha dicho dos cosas más: que «José los
excluyó categóricamente» y que «nunca estuvieron recogidos en el canon». ¿Es
posible que lo oyeras mal y que dijera Josefus en vez de José? En realidad, se
trata del mismo nombre.
—Es
posible —dijo Mikael—. He grabado la entrevista; si quieres escucharla...
—No,
no creo que sea necesario. Estas dos frases determinan de manera bastante clara
a qué se refería. Josefus era un historiador judío y la frase «nunca estuvieron
recogidas en el canon» debe referirse a que nunca estuvieron incluidas en el
canon hebreo.
—¿Y
eso qué quiere decir?
Ella
se rio.
—El
pastor Falk te ha dicho que esta persona sentía fascinación por las fuentes
esotéricas, en concreto por los apócrifos. La palabra apokryphos significa
“oculto” y los apócrifos son, por lo tanto, los libros ocultos que unos tachan
de muy controvertidos y que otros consideran que deben formar parte del Antiguo
Testamento. Son los libros de Tobías, Judit, Ester, Baruc, la Sirácida, los
Macabeos y algunos más.
—Perdona
mi ignorancia. He oído hablar de los apócrifos, pero nunca los he leído. ¿Qué
tienen de especial?
—En
realidad, nada; tan sólo el hecho de que fueron escritos un poco más tarde que
el resto del Antiguo Testamento. Por eso los apócrifos se han eliminado de la
Biblia hebrea; no porque los escribas judíos desconfiaran de su contenido, sino
simplemente porque se escribieron después de que las revelaciones de Dios
hubieran concluido. En cambio, los apócrifos se incluyen en la vieja traducción
griega de la Biblia. Para la Iglesia católica, por ejemplo, no son polémicos.
—Entiendo.
—Sin
embargo, para la Iglesia protestante son sumamente controvertidos. Durante la
Reforma, los teólogos volvieron a la antigua Biblia hebrea. Lutero sacó los
apócrifos de la Biblia de la Reforma y más tarde Calvino declaró que los
apócrifos no podían constituir, en absoluto, la base de la fe. O sea, contienen
textos que contradicen o que, de alguna manera, no aceptan lo dicho en la Claritas
Scripturae,
la claridad de las Escrituras.
—En
otras palabras: libros censurados.
—Exacto.
Los apócrifos sostienen, por ejemplo, que se puede practicar la magia, que la
mentira puede ser permitida en ciertos casos y afirmaciones por el estilo, cosa
que, naturalmente, crispa a los exégetas dogmáticos de las Escrituras.
—Entiendo.
Así que si alguien se entusiasma por la religión, no resulta del todo
impensable que los apócrifos aparezcan en su lista de libros de lectura, para
gran indignación de alguien como el pastor Falk.
—Exactamente.
Resulta casi imposible no toparse con los apócrifos si te interesa la Biblia o
la fe católica; y es igual de probable que alguien interesado en temas
esotéricos los lea.
—¿No
tendrás por casualidad algún ejemplar de los apócrifos?
Se
volvió a reír. Una risa clara, amable.
—Naturalmente.
De hecho, los apócrifos fueron publicados como un informe oficial estatal,
realizado por la Comisión Bíblica en los años ochenta.
Cuando
Lisbeth Salander le pidió una entrevista en privado, Dragan Armanskij se
preguntó qué estaba pasando. Cerró la puerta y la invitó a sentarse. Lisbeth le
comunicó que ya había acabado el trabajo que Mikael Blomkvist le encomendó y
que Dirch Frode le pagaría antes de fin de mes, pero que ella había decidido
seguir con la investigación. Mikael le había ofrecido un salario
considerablemente más bajo.
—Trabajo
como autónoma —dijo Lisbeth Salander—. Hasta ahora, respetando nuestro acuerdo,
nunca había aceptado ningún encargo que no me hubieras hecho tú. Pero lo que
quiero saber ahora es qué pasaría con nuestra relación profesional si cogiera
un trabajo por mi cuenta.
Dragan
Armanskij hizo un gesto levantando las manos.
—Eres
autónoma, puedes hacer los trabajos que quieras y cobrar por ellos lo que te
plazca. Me parece estupendo que ganes más dinero. En cambio, sería desleal por
tu parte que nos robaras clientes que nosotros te hemos dado.
—No
tengo ninguna intención de hacerlo. He llevado a cabo el trabajo según el
contrato que redactamos con Blomkvist. Está terminado. Lo que ocurre es que yo
quiero seguir con el caso. Lo haría gratis.
—Nunca
hagas nada gratis.
—Ya
sabes a lo que me refiero. Quiero averiguar adonde nos lleva toda esta
historia. He persuadido a Mikael Blomkvist para que le pida a Dirch Frode un
contrato complementario como ayudante de la investigación.
Le
entregó el contrato a Armanskij. Éste le echó un vistazo.
—Por
ese sueldo podrías hacerlo gratis; total... Lisbeth, tú tienes talento. No
tienes por qué trabajar por cuatro duros. Ya sabes que ganarías mucho más
conmigo a jornada completa.
—No
me interesa la jornada completa. Pero mi lealtad está contigo, Dragan. Siempre
me has tratado muy bien. Quiero saber si le das tu visto bueno a un contrato
como éste; no quiero que haya mal rollo entre nosotros.
—Entiendo
—dijo Dragan, y meditó su respuesta—. Está bien. Gracias por preguntar. Si
surgen situaciones de este tipo en el futuro, quiero que me consultes para que
no haya malentendidos.
Lisbeth
Salander permaneció callada unos minutos mientras pensaba si faltaba añadir
algo. Miró fijamente a Dragan Armanskij sin pronunciar palabra. Acto seguido,
asintió con la cabeza, se levantó y se marchó; no hubo frases de despedida,
como ya era habitual. Al obtener la respuesta que quería, perdió por completo
el interés por Armanskij. Él sonrió sosegadamente. El hecho de que ella le
hubiese consultado marcaba un nuevo hito en el proceso de socialización de
Lisbeth.
Dragan
abrió una carpeta que contenía un informe sobre la seguridad de un museo donde
en breve se inauguraría una gran exposición sobre impresionistas franceses.
Luego la cerró y dirigió la mirada hacia la puerta por la que Lisbeth Salander acababa
de salir. Se quedó pensando en el día en el que la vio reírse con Mikael
Blomkvist en su despacho; Dragan se preguntó si eso se debía a que ella estaba
madurando o a que Blomkvist la atraía. También sintió una repentina inquietud.
Nunca se había podido librar de la sensación de que Lisbeth Salander constituía
una víctima perfecta. Y ahora ella estaba persiguiendo a un loco en un
pueblucho perdido.
De camino
al norte, Lisbeth Salander, guiada por un impulso, se desvió y pasó por la
residencia de Åppelviken para ver a su madre. Exceptuando la visita que le hizo
a principios de verano, no la veía desde Navidad y tenía remordimientos de
conciencia por dedicarle tan poco tiempo. Una nueva visita en el transcurso de
un par de semanas constituía todo un récord.
La
encontró sentada en la sala de estar. Lisbeth se quedó poco más de una hora y
la llevó a pasear hasta el estanque del parque que había junto al hospital. Su
madre seguía confundiendo a Lisbeth con su hermana. Como de costumbre, estaba
algo ausente, pero, aun así, la visita pareció inquietarla.
Cuando
Lisbeth se despidió, su madre no quiso soltarle la mano. Lisbeth prometió
volver pronto, pero la madre le lanzó una mirada llena de preocupación y
tristeza.
Era
como si hubiese tenido el presentimiento de que se avecinaba una desgracia.
Mikael
pasó dos horas en el jardín trasero de su casa hojeando los apócrifos, sin
llegar a otra conclusión que la de estar perdiendo el tiempo.
No
obstante, se le ocurrió una idea. Se preguntó si Harriet Vanger habría sido
realmente tan religiosa. Su interés por los estudios bíblicos había surgido
durante el año anterior a su desaparición. Vinculó una serie de asesinatos con
citas bíblicas y luego no sólo leyó la Biblia detenidamente, sino también los
apócrifos; y, además, se sintió atraída por el catolicismo.
En
realidad, ¿habría llevado a cabo la misma investigación a la que Mikael
Blomkvist y Lisbeth Salander se dedicaban ahora, treinta y siete años después?
¿Era más bien la persecución de un asesino lo que motivó su interés, y no la
religiosidad? El pastor Falk había dado a entender que, desde su punto de
vista, se trataba más bien de una persona en busca de algo, y no de una buena
cristiana.
Una
llamada de Erika al móvil interrumpió sus reflexiones.
—Sólo
quería decirte que Greger y yo nos vamos de vacaciones la próxima semana.
Estaremos fuera cuatro semanas.
—¿Adonde
vais?
—A
Nueva York. Greger tiene una exposición y luego queríamos ir al Caribe. Un
amigo de Greger nos ha dejado una casa en Antigua; nos quedaremos allí dos
semanas.
—Suena
de maravilla. Que lo paséis bien. Y recuerdos a Greger.
—Llevo
tres años sin unas verdaderas vacaciones. El nuevo número ya está, y también
casi todo el siguiente. Ojalá pudieras hacerte cargo tú de la edición, pero
Christer me ha prometido que él se ocupará de todo.
—Que
me llame si necesita ayuda. ¿Qué tal con Janne Dahlman?
Ella
dudó un instante.
—También
se va de vacaciones la semana que viene. He puesto a Henry como secretario de
redacción en funciones. Christer y él llevarán el timón.
—De
acuerdo.
—No
me fío de Dahlman. Pero de momento se porta bien. Volveré el 7 de agosto.
A eso de
las siete, Mikael ya había intentado hablar por teléfono con Cecilia Vanger en
cinco ocasiones. Además, le había enviado un mensaje pidiéndole que lo llamara,
pero no obtuvo respuesta.
Decidido,
dejó los apócrifos, se puso el chándal y cerró la puerta con llave antes de
salir a correr.
Cogió
el estrecho sendero que discurría en paralelo a la orilla para luego girar y
adentrarse en el bosque. Se abrió camino entre la maleza tan deprisa como pudo.
Saltó por encima de árboles caídos arrancados de cuajo y llegó agotado hasta La
Fortificación, con el pulso demasiado acelerado. Se detuvo junto a una de las
viejas trincheras para hacer estiramientos durante un par de minutos.
De
repente, oyó un fuerte disparo y una bala impactó en el muro de hormigón, a
pocos centímetros de su cabeza. Luego sintió un dolor en el cuero cabelludo,
donde algunos fragmentos del muro le hicieron un profundo corte.
Durante
lo que parecía una eternidad, Mikael permaneció paralizado, incapaz de
comprender lo que había ocurrido. Acto seguido se arrojó de cabeza a la
trinchera, dándose un tremendo golpe al aterrizar sobre el hombro. El segundo
tiro llegó en el mismo instante en el que se lanzaba. La bala alcanzó los
cimientos del muro de hormigón, justo donde acababa de estar.
Mikael
se puso de pie y miró a su alrededor. Se hallaba más o menos en el centro de La
Fortificación. A derecha e izquierda se extendían unos estrechos pasadizos, de
un metro de profundidad, comidos por la vegetación, que conducían a unas
trincheras distribuidas a lo largo de algo más de doscientos cincuenta metros.
Agachado, echó a correr en dirección sur a través de aquel laberinto.
De
pronto, en su interior resonó el eco de la inimitable voz del capitán Adolfsson
en una maniobra invernal en la Escuela de Infantería de Kiruna: «Joder,
Blomkvist, baja la cabeza si no quieres que una bala te vuele la tapa de los
sesos». Veinte años después, todavía se acordaba de los ejercicios especiales
que el capitán Adolfsson les solía mandar.
Con
el corazón palpitando, se detuvo sesenta metros más allá para recobrar el
aliento. Sólo pudo oír su propia respiración. «El ojo humano percibe los
movimientos mucho antes que las formas y las siluetas. Muévete despacio cuando
estés reconociendo el terreno.» Lentamente levantó la mirada un par de
centímetros por encima del borde de la trinchera. El sol le daba de frente y le
resultaba imposible apreciar los detalles, pero no percibió ningún movimiento.
Mikael
volvió a bajar la cabeza y continuó hasta la última trinchera. «Por muy buenas
armas que tenga el enemigo, si no te ve, no te podrá dar. A cubierto, a
cubierto, a cubierto. Asegúrate de no ponerte nunca a tiro.»
Ahora
Mikael se encontraba a aproximadamente trescientos metros de la granja de
Östergården. A cuarenta metros había un bosque de maleza prácticamente
impenetrable, lleno de arbustos y broza por doquier. Pero para llegar hasta
allí tenía que salir de la trinchera y bajar por una pendiente en la que
estaría completamente expuesto. Era la única salida. El mar quedaba a sus
espaldas.
Mikael
se agachó y reflexionó. De repente reparó en que le dolía la sien y descubrió
que sangraba abundantemente y que su camiseta estaba empapada de sangre.
Fragmentos de la bala o de los cimientos del muro de hormigón le habían
producido un profundo corte en el nacimiento del pelo. «Las heridas del cuero
cabelludo no dejan de sangrar nunca», pensó antes de volver a concentrarse en
su situación. Le podrían haber disparado una vez por accidente, pero dos significaba
que alguien intentaba matarle. No sabía si el tirador seguía allí fuera con el
arma cargada esperando a que él se dejara ver.
Intentó
calmarse y pensar racionalmente. La elección consistía en esperar o salir de
allí de alguna manera. Si el tirador permanecía todavía en su lugar, la segunda
alternativa era decididamente desaconsejable. Pero si se quedaba esperando en
el mismo sitio, el tirador podría acercarse tranquilamente a La Fortificación,
buscarle y pegarle un tiro de cerca.
«Él
(¿o ella?) no puede saber si me he desplazado a la derecha o a la izquierda.»
Tal vez se trate de una escopeta para cazar alces, probablemente con mira
telescópica. Eso quería decir que, si estaba acechando a Mikael a través del
objetivo, el tirador tenía un campo de visión limitado.
«Si
estás en un aprieto, toma la iniciativa. Es mejor que esperar.» Aguardó
aguzando el oído durante dos minutos; luego se encaramó a la trinchera, la
saltó y bajó la pendiente tan de prisa como pudo.
Cuando
estaba a medio camino en dirección al bosque de maleza se produjo un tercer
disparo, pero impacto lejos de él. Acto seguido, se tiró de cabeza cuan largo
era a través de la cortina de vegetación, y rodó por un mar de ortigas. Se
levantó de inmediato y, medio agachado, empezó a correr alejándose del tirador.
Cincuenta metros más allá se detuvo a escuchar. De repente oyó el crujido de
una ramita que se rompía en algún sitio entre él y La Fortificación. Se dejó
caer boca abajo con sumo cuidado.
«Arrastraos
con los codos», había sido otra de las máximas favoritas del capitán Adolfsson.
Mikael recorrió los siguientes ciento cincuenta metros pegado al suelo.
Avanzaba sin hacer ruido, muy atento a ramas y ramitas. En dos ocasiones oyó repentinos
crujidos dentro del bosque. El primero parecía proceder de su cercanía más
inmediata, tal vez a unos veinte metros del lugar donde se encontraba. Se quedó
petrificado, completamente quieto. Al cabo de un rato, levantó la cabeza con
mucho cuidado y oteó el terreno sin descubrir a nadie. Durante un tiempo que se
le antojó una eternidad permaneció inmóvil y en máxima alerta, preparado para
emprender la huida o, tal vez, para realizar un desesperado contraataque en el
caso de que «el enemigo» fuera derecho hacia él. El segundo crujido venía de
más lejos. Luego silencio.
«Sabe
que estoy aquí. Pero ¿se ha colocado en algún sitio y está esperando a que yo
me mueva, o ya se ha retirado?»
Continuó
arrastrándose a través de la vegetación hasta que llegó al cercado de los
pastos de Östergården.
Aquí
comenzaba el siguiente momento crítico. Una senda se extendía paralelamente al
cercado por la parte exterior. Seguía tumbado boca abajo en el suelo. Recorrió
el terreno con la mirada y, justo enfrente, a unos cuatrocientos metros al
final de una ligera pendiente, divisó unas casas. A la derecha vio unas cuantas
vacas pastando. «¿Por qué nadie ha oído los disparos y se ha acercado para
averiguar qué pasaba? Es verano. Puede que no haya nadie en casa ahora mismo.»
Salir
a los pastos no constituía una opción —allí estaría completamente expuesto—,
pero, por otra parte, la senda paralela al cercado era el lugar donde él se
habría colocado para tener el campo libre y disparar. Arrastrándose, se adentró
en la maleza hasta que ésta terminó y un ralo bosque de pinos tomó el relevo.
De
regreso a casa, Mikael tomó el camino más largo, rodeando los terrenos de
Östergården y atravesando Söderberget. Al dejar atrás Östergården se percató de
que el coche no estaba. Se detuvo en la cima de Söderberget y contempló Hedeby.
En las viejas casetas de pescadores del puerto había varios veraneantes.
Algunas mujeres en bañador hablaban sentadas en el embarcadero; a su lado, unos
niños chapoteaban en el agua. Percibió el olor a barbacoa.
Mikael
consultó su reloj: las ocho pasadas. Habían transcurrido cincuenta minutos
desde los disparos. Gunnar Nilsson, en pantalones cortos y con el torso
desnudo, estaba regando el césped de su casa. «¿Cuánto tiempo llevas ahí?» En
la casa de Henrik Vanger no había nadie, a excepción de Anna Nygren, el ama de
llaves. La casa de Harald Vanger, como siempre, daba la impresión de hallarse
abandonada. De pronto descubrió a Isabella Vanger en el jardín trasero de su
casa. Estaba sentada hablando con alguien. Mikael tardó un segundo en darse
cuenta de que se trataba de la enfermiza Gerda Vanger, nacida en 1922, que
vivía con su hijo Alexander Vanger en una de las casas situadas más allá de la
de Henrik. No habían sido presentados, pero en varias ocasiones la había visto
en ese mismo jardín. La casa de Cecilia Vanger parecía desierta; de repente,
Mikael vio una luz encenderse en la cocina. «Está en casa. ¿El tirador había
sido una mujer?» No le cabía la menor duda de que Cecilia Vanger sabía manejar
una escopeta. Más allá pudo apreciar el coche de Martin Vanger en el patio de
su chalé. «¿Cuánto tiempo llevas ahí?»
¿O
se trataba de otra persona? ¿Alguien en el que ni siquiera había pensado
todavía? ¿Frode? ¿Alexander? Demasiadas posibilidades.
Bajó
de Söderberget, siguió el camino hasta el pueblo y se fue inmediatamente a su
casa sin encontrarse con nadie. Lo primero que vio fue que la puerta estaba
entreabierta. Se agachó casi de manera instintiva. Luego sintió el olor a café
y vislumbró a Lisbeth Salander a través de la ventana de la cocina.
Lisbeth
oyó a Mikael entrar en el recibidor y salió a su encuentro. Se quedó de piedra.
Su rostro, manchado de sangre que había empezado a coagularse, presentaba un
aspecto horrible. La parte izquierda de su camiseta blanca estaba empapada de
sangre. Presionaba un trapo contra la cabeza.
—Es
una herida en el cuero cabelludo que sangra que no veas, pero no pasa nada
—dijo Mikael antes de que a ella le diera tiempo a abrir la boca.
Lisbeth
se volvió y fue a buscar el botiquín a la despensa. Sólo contenía dos cajas de
tiritas, una barrita para las picaduras de mosquito y un pequeño rollo de cinta
adhesiva quirúrgica. Mikael se quitó la ropa y la dejó caer en el suelo; luego
entró en el baño y se miró en el espejo.
La
herida de la sien era un corte de unos tres centímetros de longitud tan
profundo que Mikael pudo levantar un buen trozo de carne. Seguía sangrando y
necesitaba unos puntos de sutura, pero pensó que probablemente se curaría con
la cinta quirúrgica. Humedeció una toalla y se limpió la cara.
Apretó
la toalla contra la sien mientras se metía bajo la ducha con los ojos cerrados.
Luego golpeó con el puño los azulejos del baño con tanta fuerza que se desolló
los nudillos. «Fuck you —pensó—. Te voy a coger.»
Cuando
Lisbeth tocó su brazo él se retorció como si hubiera recibido una descarga
eléctrica y le lanzó una mirada con tanta rabia que ella, instintivamente, dio
un paso atrás. Lisbeth le entregó una pastilla de jabón y volvió a la cocina
sin pronunciar palabra.
Después
de ducharse, Mikael se puso tres capas de cinta quirúrgica. Entró en el
dormitorio, se vistió con una camiseta y unos vaqueros limpios, y cogió la
carpeta con las fotos impresas. Estaba tan enfadado que casi temblaba.
—Quédate
aquí —le gritó a Lisbeth Salander.
Se
dirigió a casa de Cecilia Vanger. Puso la mano en el timbre y la mantuvo
durante minuto y medio hasta que ella abrió.
—No
quiero verte —dijo.
Luego
se fijó en su cara, en la sangre que ya empezaba a empaparle la cinta.
—¿Qué
te has hecho?
—Déjame
pasar. Tenemos que hablar.
Ella
dudó.
—No
tenemos nada de que hablar.
—Ahora
sí tenernos de que hablar y lo podemos hacer aquí, en la escalera o en la
cocina.
La
voz de Mikael sonó con tanto aplomo que Cecilia Vanger se apartó y lo dejó
entrar. Con pasos decididos se dirigió a la cocina.
—¿Qué
te has hecho? —volvió a preguntar.
—Andas
diciendo que mi búsqueda de la verdad sobre la desaparición de Harriet Vanger
es una especie de absurdo pasatiempo terapéutico de Henrik. Es posible. Pero
hace una hora alguien ha intentado volarme la cabeza de un tiro, y anoche
alguien dejó una gata descuartizada encima de mi porche.
Cecilia
Vanger abrió la boca, pero Mikael la interrumpió.
—Cecilia,
me importan una mierda tus historias, tus traumas y por qué, de buenas a
primeras, no me puedes ni ver. Jamás volveré a acercarme a ti y no tienes por
qué temer que vaya a molestarte o perseguirte. Ahora mismo desearía no haber
oído nunca hablar de ti ni de nadie más de la familia Vanger. Pero quiero que
respondas a mis preguntas. Cuanto antes contestes, antes te librarás de mí.
—¿Qué
quieres saber?
—Uno:
¿dónde estabas hace una hora?
El
rostro de Cecilia se ensombreció.
—En
Hedestad. Volví hace media hora.
—¿Hay
alguien que pueda corroborarlo?
—No,
que yo sepa. Pero tampoco tengo por qué justificarme ante ti.
—Dos:
¿por qué abriste la ventana del cuarto de Harriet Vanger el día de su
desaparición?
—¿Qué?
—Ya
has oído la pregunta. Durante todos estos años Henrik ha intentado averiguar
quién abrió esa ventana justo durante los minutos críticos en los que ella
desapareció. Todo el mundo niega haberlo hecho. Alguien miente.
—¿Y
qué coño te hace creer que fui yo?
—Esto
—le espetó Mikael, tirándole la borrosa foto sobre la mesa de la cocina.
Cecilia
Vanger se acercó a la mesa y contempló la foto. Mikael creyó leer una mezcla de
miedo y asombro en su rostro. Ella levantó la vista y lo miró. De repente
Mikael sintió cómo un pequeño reguero de sangre corría por su mejilla y le
goteaba sobre la camiseta.
—Aquel
día había en la isla unas sesenta personas —dijo él—. Veintiocho eran mujeres.
Cinco o seis tenían el pelo rubio y largo. Sólo una llevaba un vestido claro.
Ella
miró fijamente la fotografía.
—¿Y
tú crees que esa persona soy yo?
—Si
no eres tú, estoy muy ansioso por saber quién crees que es. Hasta ahora nadie
conocía la existencia de esta foto. La tengo en mi poder desde hace semanas,
intentando comentarla contigo. Probablemente soy un idiota, pero no se la he
enseñado a Henrik ni a nadie porque me aterraba convertirte en sospechosa o
hacerte daño. Pero necesito una respuesta.
—Y
la tendrás.
Sostuvo
la foto en alto y, acto seguido, se la devolvió.
—Aquel
día no entré en el cuarto de Harriet. No soy yo. No tuve absolutamente nada que
ver con su desaparición. —Se acercó a la puerta—. Ya tienes tu respuesta. Ahora
quiero que te vayas. Creo que debes ir a un médico para que te mire la herida.
Lisbeth
Salander lo llevó al hospital de Hedestad. Bastaron dos puntos de sutura y una
buena tirita para cerrar la herida. Le recetaron una crema con cortisona para
las erupciones que las ortigas le habían provocado en el cuello y las manos.
Tras
abandonar el hospital, Mikael estuvo un largo rato dándole vueltas a si debía
ir a la policía o no. De pronto se imaginó los titulares: «El periodista
condenado por difamación, tiroteado». Sacudió la cabeza.
—Vamos
a casa —le dijo a Lisbeth.
Cuando
volvieron, en la isla de Hedeby ya reinaba la oscuridad, cosa que a Lisbeth
Salander le venía muy bien. Puso una bolsa de deporte encima de la mesa.
—He
cogido prestado un equipo de Milton Security y ya va siendo hora de usarlo.
Prepara café mientras tanto.
Colocó
cuatro detectores de movimiento alrededor de la casa y le explicó que si
alguien se acercara a una distancia inferior a siete metros, una señal de radio
activaría una pequeña alarma instalada en el dormitorio de Mikael. Al mismo
tiempo, dos cámaras de vídeo fotosensibles, colocadas en unos árboles de
delante y de detrás de la casa, empezarían a emitir señales a un ordenador
portátil que había metido en el armario del recibidor. Camufló las cámaras con
una tela oscura, de manera que sólo pudiera verse el objetivo.
Sobre
la puerta de entrada instaló una tercera cámara en una casita para pájaros.
Para introducir el cable taladró la pared. El objetivo miraba hacia la calle y
al camino que iba desde la verja hasta la puerta. Cada segundo hacía una foto
de baja resolución que se almacenaba en el disco duro de otro portátil, también
instalado en el armario.
Luego
colocó en el vestíbulo un felpudo sensible a la presión. Si alguien consiguiera
sortear los detectores de movimiento y se introdujera en la casa, se pondría en
marcha una sirena de 115 decibelios. Lisbeth le enseñó a Mikael cómo
desconectar los detectores con una llave que había que introducir en una cajita
colocada en el armario. También había cogido prestados unos prismáticos
nocturnos que depositó encima de la mesa del cuarto de trabajo.
—No
dejas nada al azar —dijo Mikael al servirle café.
—Otra
cosa. Nada de salir a correr hasta que hayamos resuelto todo esto.
—Créeme:
he perdido el interés por el ejercicio.
—No
es una broma. Esto empezó siendo un misterio histórico, pero esta mañana había
una gata muerta en la escalera del porche y esta noche han intentado volarte la
cabeza de un tiro. Estamos pisándole los talones a alguien.
Cenaron
fiambre y ensalada de patatas. De repente, Mikael se sintió hecho polvo y
comenzó a notar un tremendo dolor de cabeza. No tenía fuerzas para hablar y se
fue a la cama.
Lisbeth
Salander se quedó despierta y continuó estudiando la investigación hasta las
dos de la madrugada. La misión de Hedeby había tomado el cariz de algo
complicado a la vez que amenazador.Volver a Capítulos
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