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Millennium 1: Capitulo 22



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CAPÍTULO 22

Jueves, 10 de julio
Desayunaron en el jardín en silencio y sin leche para el café. Antes de que él fuera a buscar una bolsa de basura para quitar a la gata de allí, Lisbeth sacó una pequeña cámara digital Canon para hacer unas fotos del macabro espectáculo. Sin saber muy bien qué hacer con el cadáver, Mikael lo metió en el maletero del coche. Debería poner una denuncia a la policía por maltrato de animales y posiblemente también por amenazas, pero no sabía muy bien cómo explicar el motivo de esas amenazas.
A las ocho y media, Isabella Vanger pasó caminando en dirección al puente. No los vio, o fingió no verlos.
—¿Cómo estás? —le preguntó finalmente Mikael a Lisbeth.
—Bien.
Ella le observaba desconcertada. «De acuerdo. Quiere que esté indignada.»
—Cuando encuentre al cabrón que tortura y mata a una gata inocente sólo para hacernos una advertencia, cogeré un bate de béisbol y...
—¿Crees que se trata de una advertencia?
—¿Se te ocurre algo mejor? Esto significa algo.
Mikael asintió con la cabeza.
—Sea cual sea la explicación, hemos conseguido inquietar a alguien lo suficiente como para que cometa una verdadera locura. Pero también hay otro problema.
—Ya lo sé. Esto es un sacrificio animal al estilo de los de 1954 y 1960. Pero no parece probable que un asesino de hace ya cincuenta años venga ahora merodeando por aquí para dejar cadáveres de animales torturados delante de la puerta de tu casa.
Mikael asintió.
—En tal caso, los únicos sospechosos serían Harald Vanger e Isabella Vanger. Hay otros parientes mayores, también de la rama familiar de Johan Vanger, pero ninguno vive por aquí.
Mikael suspiró.
—Isabella es una cabrona muy malvada, y seguro que sería capaz de matar a una gata, pero dudo que en los años cincuenta se dedicara a asesinar en serie a mujeres. En cuanto a Harald Vanger... no sé, parece tan decrépito que apenas puede andar; me cuesta creer que haya salido a escondidas por la noche para buscar a la gata y hacer todo eso.
—A no ser que se trate de dos personas. Una mayor y otra joven.
Mikael oyó pasar un coche. Levantó la mirada y vio a Cecilia Vanger desaparecer por el puente. «Harald y Cecilia», pensó. Pero había algo que no encajaba muy bien: el padre y la hija no se veían y apenas se dirigían la palabra. A pesar de la promesa de Martin Vanger de hablar con ella, Cecilia seguía sin devolverle las llamadas.
—Tiene que ser alguien que sepa que estamos investigando y que hemos hecho avances —dijo Lisbeth Salander.
Acto seguido, se levantó y entró en la casa. Cuando salió ya llevaba puesto su mono de cuero.
—Me voy a Estocolmo. Volveré esta noche.
—¿Qué vas a hacer?
—Ir a por unos trastos. Si alguien está tan loco como para matar a una gata de esa manera, la próxima vez puede que venga a por nosotros. O que provoque un incendio mientras estamos durmiendo. Quiero que hoy mismo vayas a Hedestad y compres dos extintores y dos detectores de humos. Uno de los extintores debe ser de halón.


Sin despedirse, se puso el casco, arrancó la moto de una patada y desapareció por el puente.
Mikael tiró el cadáver en el cubo de basura de la gasolinera antes de continuar hacia Hedestad, donde compró los extintores y los detectores de humo. Los metió en el maletero del coche y se fue al hospital. Había quedado con Dirch Frode en la cafetería.
Le contó lo sucedido. Dirch Frode se puso pálido.
—Mikael, no había contado con que esta historia pudiera ser peligrosa.
—¿Por qué no? Al fin y al cabo, la tarea consistía en desenmascarar a un asesino.
—Pero quién iba a... Esto es una locura. Si tu vida y la de la señorita Salander corren peligro, debemos parar esto ya. Yo puedo hablar con Henrik.
—No. En absoluto. No quiero que sufra otro infarto.
—No deja de preguntar por ti.
—Dile que sigo intentando desenredar el ovillo.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Tengo algunas preguntas. El primer incidente ocurrió poco después del infarto de Henrik; ese día me encontraba en Estocolmo. Alguien registró mi estudio. Yo ya había descifrado el código bíblico y descubierto las fotos de Järnvägsgatan. Os lo conté a ti y a Henrik. Martin también estaba al tanto e hizo la gestión que me permitió entrar en la redacción del Hedestads-Kuriren. ¿Cuántas personas más lo sabían?
—Bueno, ignoro con quién hablaría Martin exactamente. Pero tanto Birger como Cecilia estaban al corriente; han comentado tu búsqueda de fotos. Alexander también lo sabía. Y, por cierto, Gunnar y Helena Nilsson, habían subido a ver a Henrik y se vieron metidos en la conversación. Y Anita Vanger.
—¿Anita? ¿La de Londres?
—La hermana de Cecilia. Acompañó a Cecilia en el vuelo de vuelta cuando Henrik sufrió el infarto, pero se alojó en un hotel y, que yo sepa, no ha pisado la isla. Al igual que Cecilia, no quiere ver a su padre. Pero regresó a Londres hace una semana, cuando Henrik salió de la UVI.
—¿Y dónde está Cecilia? La vi esta mañana cuando cruzó el puente, pero su casa permanece cerrada y a oscuras.
—¿Sospechas de ella?
—No, sólo me preguntaba dónde se alojaba.
—En casa de su hermano Birger, a un paso de la casa de Henrik.
—¿Y sabes dónde se encuentra ahora?
—No. De todos modos, con Henrik no está.
—Gracias —dijo Mikael, y se levantó.


Los miembros de la familia Vanger iban y venían por el hospital de Hedestad. En el vestíbulo principal, Birger Vanger se dirigía hacia los ascensores. Mikael no tenía ganas de cruzarse con él, así que esperó hasta que desapareció de su vista. En su lugar, se topó con Martin Vanger justo en la puerta del hospital, casi exactamente en el mismo sitio en el que se había encontrado con Cecilia Vanger en la anterior visita. Se saludaron y se dieron la mano.
—¿Has visto a Henrik?
—No, sólo he pasado a ver a Dirch Frode un momento.
Martin Vanger estaba ojeroso y parecía cansado. De repente, Mikael se fijó en lo mucho que había envejecido Martin desde que se conocieron, hacía ya seis meses. La lucha por salvar al imperio Vanger era costosa y la enfermedad de Henrik no le había animado mucho.
—¿Cómo te va? —preguntó Martin Vanger.
Mikael dejó claro enseguida que no tenía ninguna intención de abandonar y volver a Estocolmo,
—Bien, gracias. A medida que pasan los días esto se va poniendo cada vez más interesante. Cuando Henrik mejore, espero poder satisfacer su curiosidad.


Birger Vanger vivía en un chalé adosado de ladrillo blanco al otro lado del camino, a sólo cinco minutos andando desde el hospital. Tenía vistas al mar y al puerto de Hedestad. Cuando Mikael llamó al timbre, no abrió nadie. Telefoneó al móvil de Cecilia, pero no obtuvo respuesta. Permaneció un rato en el coche tamborileando en el volante con los dedos. Birger Vanger era una página en blanco en su colección; nació en 1939 y por lo tanto sólo tenía diez años cuando se cometió el asesinato de Rebecka Jacobsson. En cambio, tenía veintisiete cuando desapareció Harriet.
Según Henrik Vanger, Birger y Harriet apenas tuvieron relación. Birger se crio con su familia en Uppsala y se mudó a Hedestad para trabajar en el Grupo Vanger, pero al cabo de un par de años lo abandonó para dedicarse a la política. Sin embargo, se encontraba en Uppsala cuando se cometió el asesinato de Lena Andersson.
Mikael no sabía por dónde coger toda esa historia, pero el incidente de la gata le había provocado un sentimiento de amenaza inminente y la sensación de que empezaba a faltarle tiempo.


Otto Falk, el viejo pastor de Hedeby, tenía treinta y seis años cuando Harriet desapareció. Ahora tenía setenta y dos; era más joven que Henrik Vanger, pero se encontraba en unas condiciones mentales considerablemente peores. Mikael fue a verlo a la residencia Svalan, un edificio de ladrillo amarillo al otro lado de la ciudad, a orillas del canal de Hede. Mikael se presentó en la recepción y solicitó hablar con Falk. Explicó que sabía perfectamente que el reverendo sufría de Alzheimer y quiso saber si estaba lo suficientemente lúcido como para mantener una conversación. Una enfermera jefe le contestó que hacía tres años que le diagnosticaron la enfermedad y que su evolución había sido bastante agresiva. Se podía hablar con él, pero su memoria a corto plazo era pésima; no reconocía a algunos familiares y, en general, estaba a punto de adentrarse en una espesa niebla. También le advirtió de que el viejo podía sufrir ataques de angustia si se le presionaba con preguntas a las que no supiera responder.
El viejo pastor estaba sentado en un banco del jardín junto con otros tres pacientes y un enfermero. Mikael pasó una hora intentando conversar con Falk.
Falk recordaba muy bien a Harriet Vanger. Se le iluminó la cara y la describió como una chica encantadora. Sin embargo, Mikael no tardó en darse cuenta de que el pastor había olvidado que llevaba casi treinta y siete años desaparecida. Hablaba de ella como si la acabara de ver; le pidió a Mikael que le diera recuerdos de su parte y que le dijera que subiera a visitarlo. Mikael se comprometió a hacerlo.
Cuando Mikael habló de lo que había sucedido el día en el que Harriet desapareció, Otto Falk se quedó desconcertado. Al parecer, no recordaba el accidente del puente. Fue al final de la conversación cuando el pastor mencionó algo que hizo que Mikael aguzara el oído.
Mikael había conducido la charla hacia el interés de Harriet por la religión; de repente, el pastor Falk pareció pensativo, como si una nube ensombreciera su rostro. Empezó a mecerse hacia delante y atrás durante un rato.
Luego levantó la vista y, mirando a Mikael, le preguntó quién era. Mikael volvió a presentarse y el viejo se quedó meditando otro rato más. Finalmente movió negativamente la cabeza con un gesto irritado.
—Todavía está buscando la verdad. Ha de tener cuidado y tú debes advertirla.
—¿De qué?
El pastor Falk se alteró. Sacudió la cabeza con el ceño fruncido.
—Debe leer sola scriptura y entender sufficientia scripturae. Sólo de esa manera podrá mantener la sola fide. José los excluyó definitivamente. Nunca estuvieron recogidos en el canon.
Mikael no entendió nada, pero lo apuntó todo aplicadamente. Luego el pastor Falk se inclinó hacia Mikael y le susurró en tono confidencial:
—Creo que es católica. Siente fascinación por la magia y sigue sin encontrar a su Dios. Hay que guiarla.
Al parecer, la palabra «católica» encerraba un matiz negativo para el reverendo.
—Yo creía que estaba interesada por el movimiento pentecostal.
—No, no; los pentecostales no. Ella busca la verdad prohibida. No es una buena cristiana.
Acto seguido, el pastor pareció olvidarse tanto de Mikael como del tema y se puso a hablar con uno de los demás pacientes.


Pasadas las dos de la tarde, Mikael ya estaba de vuelta en la isla de Hedeby. Se acercó hasta la casa de Cecilia Vanger y llamó a la puerta sin éxito alguno. Intentó localizarla mediante el móvil, pero no obtuvo respuesta.
Instaló un detector de humos en la cocina y otro en el recibidor. Colocó un extintor junto a la cocina de hierro, al lado de la puerta del dormitorio, y el otro cerca del baño.
Después se preparó el almuerzo —café y sándwiches—, se sentó en el jardín e introdujo en su iBook las notas de la conversación mantenida con el pastor Falk. Meditó un buen rato y luego levantó la vista hacia la iglesia.
La nueva casa rectoral de Hedeby era un chalé moderno normal y corriente, situado a un tiro de piedra de la iglesia. A eso de las cuatro, Mikael llamó a la puerta de la casa de la pastora Margareta Strandh y le explicó que venía a pedirle consejo sobre un asunto teológico. Margareta Strandh, una mujer morena de su misma edad, le abrió en vaqueros y camisa de franela. Iba descalza y llevaba las uñas de los pies pintadas. Había coincidido con ella en el Café de Susanne un par de veces en las que hablaron del pastor Falk. Recibió a Mikael amablemente y le invitó a sentarse en el jardín.
Mikael le contó que acababa de ver a Otto Falk y le comentó lo que éste le había dicho, cuyo significado no entendía. Margareta Strandh escuchó y luego le pidió que repitiera con exactitud las palabras pronunciadas por Falk. Ella se quedó pensativa un instante.
—Llegué a Hedeby hace sólo tres años y la verdad es que no conozco personalmente al pastor Falk. Se jubiló varios años antes, pero tengo entendido que se trataba, en el amplio sentido de la palabra, de un hombre bastante ortodoxo. Lo que te ha dicho significa, más o menos, que hay que atenerse a las Escrituras y nada más (sola scriptura) y que la Biblia es sufficientia scripturae. Esto último es una expresión que establece la suficiencia de las Escrituras entre los creyentes muy ortodoxos. Sola fide significa «la fe única» o «la fe pura».
—Entiendo.
—Son, por decirlo de alguna manera, dogmas fundamentales. Constituyen la base de la Iglesia, y lo cierto es que no tiene nada de raro. Las palabras de Falk se traducirían simplemente como «Lee la Biblia: te da suficientes conocimientos y te garantiza la fe pura».
Mikael se sintió un poco avergonzado.
—Pero ahora debes contarme en qué contexto se ha producido esa conversación.
—Le he preguntado sobre una persona que él conoció hace muchos años y sobre la que yo escribo.
—¿Alguien que está buscando respuestas religiosas?
—Algo así.
—De acuerdo; creo que lo entiendo. Falk ha dicho dos cosas más: que «José los excluyó categóricamente» y que «nunca estuvieron recogidos en el canon». ¿Es posible que lo oyeras mal y que dijera Josefus en vez de José? En realidad, se trata del mismo nombre.
—Es posible —dijo Mikael—. He grabado la entrevista; si quieres escucharla...
—No, no creo que sea necesario. Estas dos frases determinan de manera bastante clara a qué se refería. Josefus era un historiador judío y la frase «nunca estuvieron recogidas en el canon» debe referirse a que nunca estuvieron incluidas en el canon hebreo.
—¿Y eso qué quiere decir?
Ella se rio.
—El pastor Falk te ha dicho que esta persona sentía fascinación por las fuentes esotéricas, en concreto por los apócrifos. La palabra apokryphos significa “oculto” y los apócrifos son, por lo tanto, los libros ocultos que unos tachan de muy controvertidos y que otros consideran que deben formar parte del Antiguo Testamento. Son los libros de Tobías, Judit, Ester, Baruc, la Sirácida, los Macabeos y algunos más.
—Perdona mi ignorancia. He oído hablar de los apócrifos, pero nunca los he leído. ¿Qué tienen de especial?
—En realidad, nada; tan sólo el hecho de que fueron escritos un poco más tarde que el resto del Antiguo Testamento. Por eso los apócrifos se han eliminado de la Biblia hebrea; no porque los escribas judíos desconfiaran de su contenido, sino simplemente porque se escribieron después de que las revelaciones de Dios hubieran concluido. En cambio, los apócrifos se incluyen en la vieja traducción griega de la Biblia. Para la Iglesia católica, por ejemplo, no son polémicos.
—Entiendo.
—Sin embargo, para la Iglesia protestante son sumamente controvertidos. Durante la Reforma, los teólogos volvieron a la antigua Biblia hebrea. Lutero sacó los apócrifos de la Biblia de la Reforma y más tarde Calvino declaró que los apócrifos no podían constituir, en absoluto, la base de la fe. O sea, contienen textos que contradicen o que, de alguna manera, no aceptan lo dicho en la Claritas Scripturae, la claridad de las Escrituras.
—En otras palabras: libros censurados.
—Exacto. Los apócrifos sostienen, por ejemplo, que se puede practicar la magia, que la mentira puede ser permitida en ciertos casos y afirmaciones por el estilo, cosa que, naturalmente, crispa a los exégetas dogmáticos de las Escrituras.
—Entiendo. Así que si alguien se entusiasma por la religión, no resulta del todo impensable que los apócrifos aparezcan en su lista de libros de lectura, para gran indignación de alguien como el pastor Falk.
—Exactamente. Resulta casi imposible no toparse con los apócrifos si te interesa la Biblia o la fe católica; y es igual de probable que alguien interesado en temas esotéricos los lea.
—¿No tendrás por casualidad algún ejemplar de los apócrifos?
Se volvió a reír. Una risa clara, amable.
—Naturalmente. De hecho, los apócrifos fueron publicados como un informe oficial estatal, realizado por la Comisión Bíblica en los años ochenta.


Cuando Lisbeth Salander le pidió una entrevista en privado, Dragan Armanskij se preguntó qué estaba pasando. Cerró la puerta y la invitó a sentarse. Lisbeth le comunicó que ya había acabado el trabajo que Mikael Blomkvist le encomendó y que Dirch Frode le pagaría antes de fin de mes, pero que ella había decidido seguir con la investigación. Mikael le había ofrecido un salario considerablemente más bajo.
—Trabajo como autónoma —dijo Lisbeth Salander—. Hasta ahora, respetando nuestro acuerdo, nunca había aceptado ningún encargo que no me hubieras hecho tú. Pero lo que quiero saber ahora es qué pasaría con nuestra relación profesional si cogiera un trabajo por mi cuenta.
Dragan Armanskij hizo un gesto levantando las manos.
—Eres autónoma, puedes hacer los trabajos que quieras y cobrar por ellos lo que te plazca. Me parece estupendo que ganes más dinero. En cambio, sería desleal por tu parte que nos robaras clientes que nosotros te hemos dado.
—No tengo ninguna intención de hacerlo. He llevado a cabo el trabajo según el contrato que redactamos con Blomkvist. Está terminado. Lo que ocurre es que yo quiero seguir con el caso. Lo haría gratis.
—Nunca hagas nada gratis.
—Ya sabes a lo que me refiero. Quiero averiguar adonde nos lleva toda esta historia. He persuadido a Mikael Blomkvist para que le pida a Dirch Frode un contrato complementario como ayudante de la investigación.
Le entregó el contrato a Armanskij. Éste le echó un vistazo.
—Por ese sueldo podrías hacerlo gratis; total... Lisbeth, tú tienes talento. No tienes por qué trabajar por cuatro duros. Ya sabes que ganarías mucho más conmigo a jornada completa.
—No me interesa la jornada completa. Pero mi lealtad está contigo, Dragan. Siempre me has tratado muy bien. Quiero saber si le das tu visto bueno a un contrato como éste; no quiero que haya mal rollo entre nosotros.
—Entiendo —dijo Dragan, y meditó su respuesta—. Está bien. Gracias por preguntar. Si surgen situaciones de este tipo en el futuro, quiero que me consultes para que no haya malentendidos.
Lisbeth Salander permaneció callada unos minutos mientras pensaba si faltaba añadir algo. Miró fijamente a Dragan Armanskij sin pronunciar palabra. Acto seguido, asintió con la cabeza, se levantó y se marchó; no hubo frases de despedida, como ya era habitual. Al obtener la respuesta que quería, perdió por completo el interés por Armanskij. Él sonrió sosegadamente. El hecho de que ella le hubiese consultado marcaba un nuevo hito en el proceso de socialización de Lisbeth.
Dragan abrió una carpeta que contenía un informe sobre la seguridad de un museo donde en breve se inauguraría una gran exposición sobre impresionistas franceses. Luego la cerró y dirigió la mirada hacia la puerta por la que Lisbeth Salander acababa de salir. Se quedó pensando en el día en el que la vio reírse con Mikael Blomkvist en su despacho; Dragan se preguntó si eso se debía a que ella estaba madurando o a que Blomkvist la atraía. También sintió una repentina inquietud. Nunca se había podido librar de la sensación de que Lisbeth Salander constituía una víctima perfecta. Y ahora ella estaba persiguiendo a un loco en un pueblucho perdido.


De camino al norte, Lisbeth Salander, guiada por un impulso, se desvió y pasó por la residencia de Åppelviken para ver a su madre. Exceptuando la visita que le hizo a principios de verano, no la veía desde Navidad y tenía remordimientos de conciencia por dedicarle tan poco tiempo. Una nueva visita en el transcurso de un par de semanas constituía todo un récord.
La encontró sentada en la sala de estar. Lisbeth se quedó poco más de una hora y la llevó a pasear hasta el estanque del parque que había junto al hospital. Su madre seguía confundiendo a Lisbeth con su hermana. Como de costumbre, estaba algo ausente, pero, aun así, la visita pareció inquietarla.
Cuando Lisbeth se despidió, su madre no quiso soltarle la mano. Lisbeth prometió volver pronto, pero la madre le lanzó una mirada llena de preocupación y tristeza.
Era como si hubiese tenido el presentimiento de que se avecinaba una desgracia.


Mikael pasó dos horas en el jardín trasero de su casa hojeando los apócrifos, sin llegar a otra conclusión que la de estar perdiendo el tiempo.
No obstante, se le ocurrió una idea. Se preguntó si Harriet Vanger habría sido realmente tan religiosa. Su interés por los estudios bíblicos había surgido durante el año anterior a su desaparición. Vinculó una serie de asesinatos con citas bíblicas y luego no sólo leyó la Biblia detenidamente, sino también los apócrifos; y, además, se sintió atraída por el catolicismo.
En realidad, ¿habría llevado a cabo la misma investigación a la que Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander se dedicaban ahora, treinta y siete años después? ¿Era más bien la persecución de un asesino lo que motivó su interés, y no la religiosidad? El pastor Falk había dado a entender que, desde su punto de vista, se trataba más bien de una persona en busca de algo, y no de una buena cristiana.
Una llamada de Erika al móvil interrumpió sus reflexiones.
—Sólo quería decirte que Greger y yo nos vamos de vacaciones la próxima semana. Estaremos fuera cuatro semanas.
—¿Adonde vais?
—A Nueva York. Greger tiene una exposición y luego queríamos ir al Caribe. Un amigo de Greger nos ha dejado una casa en Antigua; nos quedaremos allí dos semanas.
—Suena de maravilla. Que lo paséis bien. Y recuerdos a Greger.
—Llevo tres años sin unas verdaderas vacaciones. El nuevo número ya está, y también casi todo el siguiente. Ojalá pudieras hacerte cargo tú de la edición, pero Christer me ha prometido que él se ocupará de todo.
—Que me llame si necesita ayuda. ¿Qué tal con Janne Dahlman?
Ella dudó un instante.
—También se va de vacaciones la semana que viene. He puesto a Henry como secretario de redacción en funciones. Christer y él llevarán el timón.
—De acuerdo.
—No me fío de Dahlman. Pero de momento se porta bien. Volveré el 7 de agosto.


A eso de las siete, Mikael ya había intentado hablar por teléfono con Cecilia Vanger en cinco ocasiones. Además, le había enviado un mensaje pidiéndole que lo llamara, pero no obtuvo respuesta.
Decidido, dejó los apócrifos, se puso el chándal y cerró la puerta con llave antes de salir a correr.
Cogió el estrecho sendero que discurría en paralelo a la orilla para luego girar y adentrarse en el bosque. Se abrió camino entre la maleza tan deprisa como pudo. Saltó por encima de árboles caídos arrancados de cuajo y llegó agotado hasta La Fortificación, con el pulso demasiado acelerado. Se detuvo junto a una de las viejas trincheras para hacer estiramientos durante un par de minutos.
De repente, oyó un fuerte disparo y una bala impactó en el muro de hormigón, a pocos centímetros de su cabeza. Luego sintió un dolor en el cuero cabelludo, donde algunos fragmentos del muro le hicieron un profundo corte.
Durante lo que parecía una eternidad, Mikael permaneció paralizado, incapaz de comprender lo que había ocurrido. Acto seguido se arrojó de cabeza a la trinchera, dándose un tremendo golpe al aterrizar sobre el hombro. El segundo tiro llegó en el mismo instante en el que se lanzaba. La bala alcanzó los cimientos del muro de hormigón, justo donde acababa de estar.
Mikael se puso de pie y miró a su alrededor. Se hallaba más o menos en el centro de La Fortificación. A derecha e izquierda se extendían unos estrechos pasadizos, de un metro de profundidad, comidos por la vegetación, que conducían a unas trincheras distribuidas a lo largo de algo más de doscientos cincuenta metros. Agachado, echó a correr en dirección sur a través de aquel laberinto.
De pronto, en su interior resonó el eco de la inimitable voz del capitán Adolfsson en una maniobra invernal en la Escuela de Infantería de Kiruna: «Joder, Blomkvist, baja la cabeza si no quieres que una bala te vuele la tapa de los sesos». Veinte años después, todavía se acordaba de los ejercicios especiales que el capitán Adolfsson les solía mandar.
Con el corazón palpitando, se detuvo sesenta metros más allá para recobrar el aliento. Sólo pudo oír su propia respiración. «El ojo humano percibe los movimientos mucho antes que las formas y las siluetas. Muévete despacio cuando estés reconociendo el terreno.» Lentamente levantó la mirada un par de centímetros por encima del borde de la trinchera. El sol le daba de frente y le resultaba imposible apreciar los detalles, pero no percibió ningún movimiento.
Mikael volvió a bajar la cabeza y continuó hasta la última trinchera. «Por muy buenas armas que tenga el enemigo, si no te ve, no te podrá dar. A cubierto, a cubierto, a cubierto. Asegúrate de no ponerte nunca a tiro.»
Ahora Mikael se encontraba a aproximadamente trescientos metros de la granja de Östergården. A cuarenta metros había un bosque de maleza prácticamente impenetrable, lleno de arbustos y broza por doquier. Pero para llegar hasta allí tenía que salir de la trinchera y bajar por una pendiente en la que estaría completamente expuesto. Era la única salida. El mar quedaba a sus espaldas.
Mikael se agachó y reflexionó. De repente reparó en que le dolía la sien y descubrió que sangraba abundantemente y que su camiseta estaba empapada de sangre. Fragmentos de la bala o de los cimientos del muro de hormigón le habían producido un profundo corte en el nacimiento del pelo. «Las heridas del cuero cabelludo no dejan de sangrar nunca», pensó antes de volver a concentrarse en su situación. Le podrían haber disparado una vez por accidente, pero dos significaba que alguien intentaba matarle. No sabía si el tirador seguía allí fuera con el arma cargada esperando a que él se dejara ver.
Intentó calmarse y pensar racionalmente. La elección consistía en esperar o salir de allí de alguna manera. Si el tirador permanecía todavía en su lugar, la segunda alternativa era decididamente desaconsejable. Pero si se quedaba esperando en el mismo sitio, el tirador podría acercarse tranquilamente a La Fortificación, buscarle y pegarle un tiro de cerca.
«Él (¿o ella?) no puede saber si me he desplazado a la derecha o a la izquierda.» Tal vez se trate de una escopeta para cazar alces, probablemente con mira telescópica. Eso quería decir que, si estaba acechando a Mikael a través del objetivo, el tirador tenía un campo de visión limitado.
«Si estás en un aprieto, toma la iniciativa. Es mejor que esperar.» Aguardó aguzando el oído durante dos minutos; luego se encaramó a la trinchera, la saltó y bajó la pendiente tan de prisa como pudo.
Cuando estaba a medio camino en dirección al bosque de maleza se produjo un tercer disparo, pero impacto lejos de él. Acto seguido, se tiró de cabeza cuan largo era a través de la cortina de vegetación, y rodó por un mar de ortigas. Se levantó de inmediato y, medio agachado, empezó a correr alejándose del tirador. Cincuenta metros más allá se detuvo a escuchar. De repente oyó el crujido de una ramita que se rompía en algún sitio entre él y La Fortificación. Se dejó caer boca abajo con sumo cuidado.
«Arrastraos con los codos», había sido otra de las máximas favoritas del capitán Adolfsson. Mikael recorrió los siguientes ciento cincuenta metros pegado al suelo. Avanzaba sin hacer ruido, muy atento a ramas y ramitas. En dos ocasiones oyó repentinos crujidos dentro del bosque. El primero parecía proceder de su cercanía más inmediata, tal vez a unos veinte metros del lugar donde se encontraba. Se quedó petrificado, completamente quieto. Al cabo de un rato, levantó la cabeza con mucho cuidado y oteó el terreno sin descubrir a nadie. Durante un tiempo que se le antojó una eternidad permaneció inmóvil y en máxima alerta, preparado para emprender la huida o, tal vez, para realizar un desesperado contraataque en el caso de que «el enemigo» fuera derecho hacia él. El segundo crujido venía de más lejos. Luego silencio.
«Sabe que estoy aquí. Pero ¿se ha colocado en algún sitio y está esperando a que yo me mueva, o ya se ha retirado?»
Continuó arrastrándose a través de la vegetación hasta que llegó al cercado de los pastos de Östergården.
Aquí comenzaba el siguiente momento crítico. Una senda se extendía paralelamente al cercado por la parte exterior. Seguía tumbado boca abajo en el suelo. Recorrió el terreno con la mirada y, justo enfrente, a unos cuatrocientos metros al final de una ligera pendiente, divisó unas casas. A la derecha vio unas cuantas vacas pastando. «¿Por qué nadie ha oído los disparos y se ha acercado para averiguar qué pasaba? Es verano. Puede que no haya nadie en casa ahora mismo.»
Salir a los pastos no constituía una opción —allí estaría completamente expuesto—, pero, por otra parte, la senda paralela al cercado era el lugar donde él se habría colocado para tener el campo libre y disparar. Arrastrándose, se adentró en la maleza hasta que ésta terminó y un ralo bosque de pinos tomó el relevo.


De regreso a casa, Mikael tomó el camino más largo, rodeando los terrenos de Östergården y atravesando Söderberget. Al dejar atrás Östergården se percató de que el coche no estaba. Se detuvo en la cima de Söderberget y contempló Hedeby. En las viejas casetas de pescadores del puerto había varios veraneantes. Algunas mujeres en bañador hablaban sentadas en el embarcadero; a su lado, unos niños chapoteaban en el agua. Percibió el olor a barbacoa.
Mikael consultó su reloj: las ocho pasadas. Habían transcurrido cincuenta minutos desde los disparos. Gunnar Nilsson, en pantalones cortos y con el torso desnudo, estaba regando el césped de su casa. «¿Cuánto tiempo llevas ahí?» En la casa de Henrik Vanger no había nadie, a excepción de Anna Nygren, el ama de llaves. La casa de Harald Vanger, como siempre, daba la impresión de hallarse abandonada. De pronto descubrió a Isabella Vanger en el jardín trasero de su casa. Estaba sentada hablando con alguien. Mikael tardó un segundo en darse cuenta de que se trataba de la enfermiza Gerda Vanger, nacida en 1922, que vivía con su hijo Alexander Vanger en una de las casas situadas más allá de la de Henrik. No habían sido presentados, pero en varias ocasiones la había visto en ese mismo jardín. La casa de Cecilia Vanger parecía desierta; de repente, Mikael vio una luz encenderse en la cocina. «Está en casa. ¿El tirador había sido una mujer?» No le cabía la menor duda de que Cecilia Vanger sabía manejar una escopeta. Más allá pudo apreciar el coche de Martin Vanger en el patio de su chalé. «¿Cuánto tiempo llevas ahí?»
¿O se trataba de otra persona? ¿Alguien en el que ni siquiera había pensado todavía? ¿Frode? ¿Alexander? Demasiadas posibilidades.
Bajó de Söderberget, siguió el camino hasta el pueblo y se fue inmediatamente a su casa sin encontrarse con nadie. Lo primero que vio fue que la puerta estaba entreabierta. Se agachó casi de manera instintiva. Luego sintió el olor a café y vislumbró a Lisbeth Salander a través de la ventana de la cocina.


Lisbeth oyó a Mikael entrar en el recibidor y salió a su encuentro. Se quedó de piedra. Su rostro, manchado de sangre que había empezado a coagularse, presentaba un aspecto horrible. La parte izquierda de su camiseta blanca estaba empapada de sangre. Presionaba un trapo contra la cabeza.
—Es una herida en el cuero cabelludo que sangra que no veas, pero no pasa nada —dijo Mikael antes de que a ella le diera tiempo a abrir la boca.
Lisbeth se volvió y fue a buscar el botiquín a la despensa. Sólo contenía dos cajas de tiritas, una barrita para las picaduras de mosquito y un pequeño rollo de cinta adhesiva quirúrgica. Mikael se quitó la ropa y la dejó caer en el suelo; luego entró en el baño y se miró en el espejo.
La herida de la sien era un corte de unos tres centímetros de longitud tan profundo que Mikael pudo levantar un buen trozo de carne. Seguía sangrando y necesitaba unos puntos de sutura, pero pensó que probablemente se curaría con la cinta quirúrgica. Humedeció una toalla y se limpió la cara.
Apretó la toalla contra la sien mientras se metía bajo la ducha con los ojos cerrados. Luego golpeó con el puño los azulejos del baño con tanta fuerza que se desolló los nudillos. «Fuck you —pensó—. Te voy a coger.»
Cuando Lisbeth tocó su brazo él se retorció como si hubiera recibido una descarga eléctrica y le lanzó una mirada con tanta rabia que ella, instintivamente, dio un paso atrás. Lisbeth le entregó una pastilla de jabón y volvió a la cocina sin pronunciar palabra.
Después de ducharse, Mikael se puso tres capas de cinta quirúrgica. Entró en el dormitorio, se vistió con una camiseta y unos vaqueros limpios, y cogió la carpeta con las fotos impresas. Estaba tan enfadado que casi temblaba.
—Quédate aquí —le gritó a Lisbeth Salander.
Se dirigió a casa de Cecilia Vanger. Puso la mano en el timbre y la mantuvo durante minuto y medio hasta que ella abrió.
—No quiero verte —dijo.
Luego se fijó en su cara, en la sangre que ya empezaba a empaparle la cinta.
—¿Qué te has hecho?
—Déjame pasar. Tenemos que hablar.
Ella dudó.
—No tenemos nada de que hablar.
—Ahora sí tenernos de que hablar y lo podemos hacer aquí, en la escalera o en la cocina.
La voz de Mikael sonó con tanto aplomo que Cecilia Vanger se apartó y lo dejó entrar. Con pasos decididos se dirigió a la cocina.
—¿Qué te has hecho? —volvió a preguntar.
—Andas diciendo que mi búsqueda de la verdad sobre la desaparición de Harriet Vanger es una especie de absurdo pasatiempo terapéutico de Henrik. Es posible. Pero hace una hora alguien ha intentado volarme la cabeza de un tiro, y anoche alguien dejó una gata descuartizada encima de mi porche.
Cecilia Vanger abrió la boca, pero Mikael la interrumpió.
—Cecilia, me importan una mierda tus historias, tus traumas y por qué, de buenas a primeras, no me puedes ni ver. Jamás volveré a acercarme a ti y no tienes por qué temer que vaya a molestarte o perseguirte. Ahora mismo desearía no haber oído nunca hablar de ti ni de nadie más de la familia Vanger. Pero quiero que respondas a mis preguntas. Cuanto antes contestes, antes te librarás de mí.
—¿Qué quieres saber?
—Uno: ¿dónde estabas hace una hora?
El rostro de Cecilia se ensombreció.
—En Hedestad. Volví hace media hora.
—¿Hay alguien que pueda corroborarlo?
—No, que yo sepa. Pero tampoco tengo por qué justificarme ante ti.
—Dos: ¿por qué abriste la ventana del cuarto de Harriet Vanger el día de su desaparición?
—¿Qué?
—Ya has oído la pregunta. Durante todos estos años Henrik ha intentado averiguar quién abrió esa ventana justo durante los minutos críticos en los que ella desapareció. Todo el mundo niega haberlo hecho. Alguien miente.
—¿Y qué coño te hace creer que fui yo?
—Esto —le espetó Mikael, tirándole la borrosa foto sobre la mesa de la cocina.
Cecilia Vanger se acercó a la mesa y contempló la foto. Mikael creyó leer una mezcla de miedo y asombro en su rostro. Ella levantó la vista y lo miró. De repente Mikael sintió cómo un pequeño reguero de sangre corría por su mejilla y le goteaba sobre la camiseta.
—Aquel día había en la isla unas sesenta personas —dijo él—. Veintiocho eran mujeres. Cinco o seis tenían el pelo rubio y largo. Sólo una llevaba un vestido claro.
Ella miró fijamente la fotografía.
—¿Y tú crees que esa persona soy yo?
—Si no eres tú, estoy muy ansioso por saber quién crees que es. Hasta ahora nadie conocía la existencia de esta foto. La tengo en mi poder desde hace semanas, intentando comentarla contigo. Probablemente soy un idiota, pero no se la he enseñado a Henrik ni a nadie porque me aterraba convertirte en sospechosa o hacerte daño. Pero necesito una respuesta.
—Y la tendrás.
Sostuvo la foto en alto y, acto seguido, se la devolvió.
—Aquel día no entré en el cuarto de Harriet. No soy yo. No tuve absolutamente nada que ver con su desaparición. —Se acercó a la puerta—. Ya tienes tu respuesta. Ahora quiero que te vayas. Creo que debes ir a un médico para que te mire la herida.


Lisbeth Salander lo llevó al hospital de Hedestad. Bastaron dos puntos de sutura y una buena tirita para cerrar la herida. Le recetaron una crema con cortisona para las erupciones que las ortigas le habían provocado en el cuello y las manos.
Tras abandonar el hospital, Mikael estuvo un largo rato dándole vueltas a si debía ir a la policía o no. De pronto se imaginó los titulares: «El periodista condenado por difamación, tiroteado». Sacudió la cabeza.
—Vamos a casa —le dijo a Lisbeth.
Cuando volvieron, en la isla de Hedeby ya reinaba la oscuridad, cosa que a Lisbeth Salander le venía muy bien. Puso una bolsa de deporte encima de la mesa.
—He cogido prestado un equipo de Milton Security y ya va siendo hora de usarlo. Prepara café mientras tanto.
Colocó cuatro detectores de movimiento alrededor de la casa y le explicó que si alguien se acercara a una distancia inferior a siete metros, una señal de radio activaría una pequeña alarma instalada en el dormitorio de Mikael. Al mismo tiempo, dos cámaras de vídeo fotosensibles, colocadas en unos árboles de delante y de detrás de la casa, empezarían a emitir señales a un ordenador portátil que había metido en el armario del recibidor. Camufló las cámaras con una tela oscura, de manera que sólo pudiera verse el objetivo.
Sobre la puerta de entrada instaló una tercera cámara en una casita para pájaros. Para introducir el cable taladró la pared. El objetivo miraba hacia la calle y al camino que iba desde la verja hasta la puerta. Cada segundo hacía una foto de baja resolución que se almacenaba en el disco duro de otro portátil, también instalado en el armario.
Luego colocó en el vestíbulo un felpudo sensible a la presión. Si alguien consiguiera sortear los detectores de movimiento y se introdujera en la casa, se pondría en marcha una sirena de 115 decibelios. Lisbeth le enseñó a Mikael cómo desconectar los detectores con una llave que había que introducir en una cajita colocada en el armario. También había cogido prestados unos prismáticos nocturnos que depositó encima de la mesa del cuarto de trabajo.
—No dejas nada al azar —dijo Mikael al servirle café.
—Otra cosa. Nada de salir a correr hasta que hayamos resuelto todo esto.
—Créeme: he perdido el interés por el ejercicio.
—No es una broma. Esto empezó siendo un misterio histórico, pero esta mañana había una gata muerta en la escalera del porche y esta noche han intentado volarte la cabeza de un tiro. Estamos pisándole los talones a alguien.
Cenaron fiambre y ensalada de patatas. De repente, Mikael se sintió hecho polvo y comenzó a notar un tremendo dolor de cabeza. No tenía fuerzas para hablar y se fue a la cama.
Lisbeth Salander se quedó despierta y continuó estudiando la investigación hasta las dos de la madrugada. La misión de Hedeby había tomado el cariz de algo complicado a la vez que amenazador.Volver a Capítulos

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