Lisbeth
Salander se despertó alrededor de las seis de la mañana, antes que Mikael. Puso
agua a hervir para preparar café y se metió en la ducha. Cuando Mikael se
levantó, a las siete y media, ella estaba en la cocina leyendo el resumen del
caso Harriet Vanger en el iBook de Mikael. Entró en la cocina con una sábana
alrededor de la cintura frotándose los ojos para quitarse el sueño.
—Hay
café —dijo ella.
Mikael
la miró de reojo por encima del hombro.
—Ese
documento estaba protegido con una contraseña.
Ella
giró la cabeza y levantó la mirada.
—Se
tarda treinta segundos en bajar de la red un programa que rompe la protección
criptográfica de Word —le respondió.
—Tenemos
que hablar acerca de lo que es tuyo y lo que es mío —dijo Mikael para, acto
seguido, meterse en la ducha.
Al
volver, Lisbeth ya había cerrado el ordenador y lo había puesto en su sitio, en
el cuarto de trabajo. Tenía encendido su propio PowerBook. Mikael estaba
convencido de que Lisbeth ya habría copiado el contenido en su portátil.
Lisbeth
Salander era una adicta a la información con ideas sumamente laxas sobre la
moral y la ética.
Mikael
acababa de sentarse a desayunar cuando llamaron a la puerta. Se levantó y fue a
abrir. Martin Vanger tenía un gesto tan contenido que, por un segundo, Mikael
creyó que venía a comunicarle la muerte de Henrik Vanger.
—No,
Henrik está igual que ayer. Vengo por otro asunto completamente distinto.
¿Puedo pasar un momento?
Mikael
lo dejó entrar y le presentó a la «colaboradora de la investigación», Lisbeth
Salander, quien le echó un rápido vistazo acompañado de un breve movimiento de
cabeza antes de volver a su ordenador. Martin Vanger saludó por puro reflejo,
pero dio la impresión de estar tan ausente que apenas pareció reparar en su
presencia. Mikael le sirvió una taza de café y le invitó a sentarse.
—¿De
qué se trata?
—¿No
eres suscriptor del Hedestads-Kuriren?
—No.
Lo leo a veces en el Café de Susanne.
—¿Así
que no lo has leído esta mañana?
—Me
da la sensación de que debería haberlo hecho.
Martin
Vanger depositó el Hedestads-Kuriren encima
de la mesa. Le habían dedicado dos columnas en la portada y una continuación en
la página cuatro. Examinó el titular:
AQUÍ SE ESCONDE EL PERIODISTA
CONDENADO POR DIFAMACIÓN
CONDENADO POR DIFAMACIÓN
El
texto estaba ilustrado con una fotografía hecha con teleobjetivo desde la
iglesia; en ella se veía a Mikael justo cuando salía por la puerta de su casa.
El
reportero Conny Torsson había efectuado, con gran habilidad, un malintencionado
retrato de Mikael. Retomaba el caso Wennerström y subrayaba que Mikael había
abandonado Millennium por
vergüenza y que acababa de cumplir su condena penitenciaria. El reportaje
finalizaba con la habitual afirmación de que Mikael había rechazado hacer
declaraciones para el Hedestads-Kuriren. El tono era tal que difícilmente se
le podría pasar por alto a ningún habitante de Hedestad que un chulo de
Estocolmo tremendamente sospechoso rondaba por esos lares. Ninguna de las
afirmaciones del texto se podría llevar a los tribunales, pero todo estaba
enfocado de un modo que dejaba a Mikael muy mal parado; la composición de las fotografías
y la tipografía seguían el mismo patrón que se utilizaba al presentar a
terroristas políticos. Millennium era
descrita como una «revista agitadora» de poca credibilidad, y el libro de
Mikael sobre el periodismo económico se despachaba como una colección de
«controvertidas afirmaciones» sobre respetados periodistas.
—Mikael...,
me faltan palabras para expresar lo que siento leyendo este artículo. Es
asqueroso.
—Es
un encargo —contestó Mikael con tranquilidad.
Miró
inquisitivamente a Martín Vanger.
—Espero
que entiendas que no tengo nada que ver con esto. Se me atragantó el café del
desayuno al verlo.
—¿Quién?
—He
hecho unas llamadas esta mañana. Conny Torsson es un sustituto de verano. Pero
lo hizo por mandato de Birger.
—¿Birger
influyendo en la redacción? Pero si es político y, además, presidente del
consejo municipal...
—Formalmente
no tiene influencia. Pero el editor jefe es Gunnar Karlman, hijo de Ingrid
Vanger, de la rama familiar de Johan Vanger. Birger y Gunnar son íntimos amigos
desde hace muchos años.
—Ahora
lo entiendo.
—Torsson
será despedido de inmediato.
—¿Cuántos
años tiene?
—Sinceramente,
no lo sé. No lo conozco.
—No
lo despidas. Cuando me llamó me dio la impresión de que se trataba de un
reportero bastante joven e inexperto.
—Ya,
pero esto no puede quedar así.
—Si
quieres mi opinión, me parece un poco absurdo que el redactor jefe de un
periódico perteneciente a la familia Vanger ataque a una revista de la que
Henrik Vanger es socio y en cuya junta figuras tú. Por lo tanto, el redactor Karlman
os está atacando a ti y a Henrik.
Martin
Vanger sopesó las palabras de Mikael, pero negó lentamente con la cabeza.
—Entiendo
lo que quieres decir. Debo pedir responsabilidades a quien corresponda. Karlman
es copropietario del Grupo y siempre que ha tenido ocasión ha emprendido una
guerra sucia contra mí, pero esto más bien parece ser la venganza de Birger
sobre ti por haberle dejado con la palabra en la boca en el pasillo del
hospital. Tú eres una persona non grata para
él.
—Ya
lo sé. Por eso creo que Torsson, a pesar de todo, es más trigo limpio que los
otros. Es muy difícil que un joven sustituto se niegue a escribir lo que su
jefe le ordena.
—Puedo
exigir que mañana te pidan disculpas públicamente en un sitio destacado.
—No,
no lo hagas. Sólo conseguiríamos prolongar la pelea y empeorar la situación.
—¿Así
que no quieres que haga nada?
—No
merece la pena. Karlman traerá problemas y en el peor de los casos te
describirá como un canalla que, al ser dueño del periódico, intenta de manera
ilegítima ejercer influencia sobre la libre creación de opinión.
—Perdóname,
Mikael, pero no estoy de acuerdo. La verdad es que yo también tengo derecho a
crear opinión: la mía es que ese reportaje apesta, y lo pienso dejar muy claro.
Al fin y al cabo, soy el sustituto de Henrik en la junta de Millennium y,
como tal, no puedo dejar impunes este tipo de insinuaciones.
—Vale.
—Voy
a exigir el derecho a réplica. En ella tacharé a Karlman de idiota. La culpa es
suya.
—Está
bien, tienes que actuar de acuerdo con tus propias convicciones.
—También
es importante para mí que sepas que no tengo nada que ver con este infame
ataque.
—Te
creo —contestó Mikael.
—Es
más: realmente no quería sacar el tema ahora, pero esto pone de actualidad el
asunto sobre el que ya hemos intercambiado nuestras opiniones. Resulta
fundamental que te reincorpores a la redacción de Millennium para
que podamos mostrar un frente unido. Mientras te mantengas al margen seguirán
las habladurías. Creo en Millennium y
estoy convencido de que, juntos, ganaremos esta batalla.
—Entiendo
tu postura, pero ahora me toca a mí estar en desacuerdo contigo. No puedo
romper el contrato con Henrik, y la verdad es que tampoco deseo hacerlo.
¿Sabes?, le tengo mucho aprecio, la verdad. Y esto de Harriet...
—¿Sí?
—Entiendo
que te resulte difícil y sé que ha sido la obsesión de Henrik durante muchos
años.
—Entre
nosotros, Henrik es mi mentor y lo quiero mucho. Pero su obsesión por el caso
de Harriet es tal que ha estado a punto de perder el juicio.
—Cuando
empecé este trabajo, pensé que sería una pérdida de tiempo. Pero lo cierto es
que, contra todo pronóstico, hemos encontrado nuevo material. Creo que hemos
avanzado algo y que quizá sea posible darle una respuesta a lo sucedido.
—¿No
me quieres contar lo que habéis encontrado?
—Según
el contrato, no puedo hablar con nadie sobre el tema sin el expreso
consentimiento de Henrik.
Martin
Vanger apoyó la barbilla en la mano. Mikael vio una sombra de duda en sus ojos.
Al final, Martin tomó una decisión.
—Vale.
En ese caso, lo mejor es esclarecer el misterio de Harriet lo más rápidamente
posible. Te lo diré de la siguiente manera: te apoyaré por completo para que
puedas terminar cuanto antes el trabajo de manera satisfactoria y luego
reincorporarte a Millennium.
—Muy
bien. No querría verme obligado a luchar también contra ti.
—No
será necesario. Tienes todo mi apoyo. Puedes acudir a mí cuando quieras si te
topas con algún problema. Voy a darle su merecido a Birger para que no
obstaculice tu camino ni lo más mínimo. E intentaré hablar con Cecilia para que
se calme.
—Gracias.
Necesito hacerle algunas preguntas y lleva ya un mes ignorando mis intentos de
hablar con ella.
De
repente Martin Vanger sonrió.
—Tal
vez también tengáis otras cosas que aclarar. Pero eso no es asunto mío.
Se
dieron la mano.
Lisbeth
Salander escuchó el intercambio de palabras entre Mikael y Martin Vanger en
silencio. Cuando Martin se fue, cogió el Hedestads-Kuriren y
le echó un vistazo al reportaje. Acto seguido, dejó de lado el periódico sin
realizar ningún comentario.
Mikael
permanecía en silencio, reflexionando. Gunnar Karlman había nacido en 1948 y,
por consiguiente, tenía dieciocho años en 1966. También se encontraba en la
isla el día de la desaparición de Harriet.
Después
del desayuno, Mikael puso a su colaboradora a estudiar la investigación
policial. Seleccionó las carpetas que se centraban en la desaparición de
Harriet y le pasó todas las fotos del accidente del puente, así como el largo
resumen de las pesquisas personales de Henrik.
Luego,
Mikael se fue a ver a Dirch Frode y le hizo redactar un contrato en el que se
hacía constar que Lisbeth sería su colaboradora durante el próximo mes.
Cuando
Mikael regresó a la casa de invitados, encontró a Lisbeth en la mesa del
jardín, completamente enfrascada en la investigación policial. Mikael entró y
calentó el café. La contemplaba a través de la ventana de la cocina. Le dio la
impresión de que sólo hojeaba la investigación, pues empleaba un máximo de diez
o quince segundos por página. Pasaba las hojas mecánicamente y Mikael se
sorprendió al ver que, de esa manera, descuidaba la lectura; le resultaba
contradictorio, ya que su propia investigación era muy profesional. Sacó dos
tazas de café y se sentó con ella.
—Lo
que has escrito sobre la desaparición de Harriet lo hiciste antes de descubrir
que buscamos a un asesino en serie.
—Correcto.
Apunté lo que me parecía importante, preguntas que quería hacerle a Henrik
Vanger, entre otras cosas. Como seguramente habrás advertido, está bastante
desestructurado. En realidad, hasta ahora no he hecho más que avanzar a tientas
en la penumbra, intentando escribir una historia, un capítulo de la biografía
de Henrik Vanger.
—¿Y
ahora?
—Antes
toda la investigación se centraba en la isla de Hedeby. Ahora estoy convencido
de que la historia comienza en Hedestad ese mismo día, aunque un poquito antes.
Eso cambia la perspectiva.
Lisbeth
asintió y se quedó reflexionando un instante.
—Estuviste
genial con lo de las fotografías —dijo acto seguido.
Mikael
arqueó las cejas. Lisbeth Salander no daba la impresión de ser una persona
pródiga en cumplidos, de modo que se sintió extrañamente halagado. Por otra
parte, desde un punto de vista puramente periodístico, se trataba, de hecho, de
una hazaña poco habitual.
—Ahora
tienes que darme los detalles. ¿Qué pasó con aquella foto que buscabas por el
norte, en Norsjö?
—¿Quieres
decir que no has mirado las fotos de mi ordenador?
—No
me ha dado tiempo. Prefería leer tus ideas y conclusiones.
Mikael
suspiró, encendió su iBook y abrió la carpeta de fotos.
—Es
fascinante. La visita a Norsjö resultó, a la vez, un éxito y una decepción
total. Encontré la foto, pero no aporta gran cosa. Aquella mujer, Mildred
Berggren, guardaba absolutamente todas las fotografías de sus vacaciones
escrupulosamente pegadas en un álbum. Allí estaba la foto. Fue hecha con una
película barata en color. Al cabo de treinta y siete años, la copia presentaba
un aspecto amarillento y casi había perdido los colores, pero la señora
conservaba los negativos en una caja de zapatos. Me dejó todos los que tenía de
Hedestad y los he escaneado. Esto es lo que vio Harriet.
Mikael
hizo clic y abrió una foto de un archivo que se llamaba HARRIET/bd-t9.eps.
Lisbeth
comprendió su decepción. Vio una imagen ligeramente borrosa hecha con un gran
angular donde se apreciaba a los payasos del desfile del Día del Niño. Al
fondo, la esquina de la tienda de confección Sundströms Herrmode. En la acera,
entre los payasos y la parte frontal del siguiente camión, había una decena de
personas.
—Creo
que éste es el individuo al que descubrió. En parte porque he intentado
triangular lo que miraba guiándome por la orientación de su cara (he dibujado
con exactitud el cruce de calles), y en parte porque es la única persona que
parece dirigir la mirada directamente a la cámara. O sea, a Harriet.
Lo
que vio Lisbeth fue una figura borrosa situada algo detrás de los espectadores
y un poco metida en la calle perpendicular. Llevaba una cazadora oscura con una
franja roja en los hombros y pantalones también oscuros, posiblemente vaqueros.
Mikael hizo un zoom, de manera que la figura, de cintura
para arriba, cubrió toda la pantalla. Al instante la foto se volvió aún más
borrosa.
—Es
un hombre de complexión normal. Mide aproximadamente un metro y ochenta
centímetros. Tiene el pelo castaño, ni corto ni largo, y está afeitado. Pero
resulta imposible apreciar sus rasgos faciales y, mucho menos, estimar su edad.
Podría tratarse tanto de un adolescente como de un señor de mediana edad.
—Se
puede manipular la imagen...
—Ya
lo he hecho. Incluso mandé una copia a Millennium, a Christer Malm, que es un hacha en
el tratamiento de fotografías.
Mikael
hizo clic y abrió otra foto.
—Esta
es la máxima calidad que he podido obtener: la cámara es mala y la distancia,
demasiado grande.
—¿Se
la has enseñado a alguien? Tal vez la gente reconozca la postura...
—Se
la he mostrado a Dirch Frode. No tiene ni idea de quién puede ser.
—No
creo que Dirch Frode sea la persona más espabilada de Hedestad.
—No,
pero trabajo para él y para Henrik Vanger. Quiero enseñarle la foto a Henrik
antes de empezar a difundirla.
—Tal
vez sólo sea un espectador más.
—Es
posible. Pero, en cualquier caso, fue capaz de desencadenar una reacción muy
extraña en Harriet.
Durante
la semana siguiente, Mikael y Lisbeth consagraron todo su tiempo al caso
Harriet, desde la primera hora de la mañana hasta la última de la noche.
Lisbeth seguía leyendo los informes de la investigación y lanzaba una pregunta
tras otra; Mikael intentaba contestarlas. Sólo existía una verdad y cualquier
respuesta vaga o ambigua los conducía a una discusión más profunda. Dedicaron
un día entero a examinar los horarios de todos los implicados mientras tuvo
lugar el accidente del puente.
A
medida que pasaba el tiempo, Mikael iba encontrando cada vez más contradictoria
a Lisbeth Salander. A pesar de que sólo hojeaba los textos de la investigación,
siempre parecía fijarse en los detalles más oscuros y ambiguos.
Por
las tardes, cuando el calor hacía insoportable la estancia en el jardín, se
tomaban algún que otro descanso. Algunas veces bajaban al canal a bañarse;
otras, subían andando a la terraza del Café de Susanne, quien, de buenas a
primeras, empezó a tratar a Mikael con una cierta y manifiesta frialdad. Él se
dio cuenta de que Lisbeth tenía el aspecto de una niña apenas mayor de edad,
que, además, vivía en su casa, lo cual, a ojos de Susanne, lo convertía en un
viejo verde. Era una sensación desagradable.
Mikael
seguía saliendo a correr cada noche. Lisbeth no comentaba nada al respecto
cuando volvía jadeando a la casa. Correr atravesando el bosque distaba
bastante, al parecer, de su idea de diversión veraniega.
—He
pasado de los cuarenta —le dijo Mikael—. Tengo que hacer ejercicio; si no,
echaré una barriga tremenda.
—Muy
bien.
—¿Tú
no practicas nada?
—A
veces boxeo.
—¿Boxeo?
—Sí,
ya sabes, con guantes.
Mikael
se metió en la ducha intentando imaginarse a Lisbeth en el cuadrilátero. Igual
le estaba tomando el pelo. Bastaba con hacerle una pregunta:
—¿Y
en qué categoría de peso boxeas?
—En
ninguna. De vez en cuando hago de sparring para
unos chicos en un club de Söder.
«¿Por
qué no me sorprende?», pensó Mikael. Pero constató que, por lo menos, le había
contado algo sobre sí misma. Seguía sin saber prácticamente nada de ella, cómo
había empezado a trabajar para Armanskij, qué formación tenía o a qué se
dedicaban sus padres. En cuanto intentaba averiguar datos de su vida privada,
se cerraba como una ostra y le contestaba con monosílabos o lo ignoraba por
completo.
Una
tarde, Lisbeth Salander dejó súbitamente de lado una de las carpetas y miró a
Mikael, frunciendo el ceño.
—¿Qué
sabes de Otto Falk, el párroco?
—Poco.
Conocí a la nueva reverenda en la iglesia a principios de año; me contó que
Falk todavía vive, pero que está en una residencia geriátrica de Hedestad.
Alzheimer.
—¿De
dónde era?
—De
aquí, de Hedestad. Estudió en Uppsala y regresó a su tierra natal cuando tenía
unos treinta años.
—Era
soltero. Y Harriet se relacionaba con él.
—¿Por
qué lo preguntas?
—Me
he dado cuenta de que el madero ese, Morell, no le presionaba mucho en los
interrogatorios.
—En
los años sesenta, los párrocos seguían disfrutando de una posición social
completamente distinta a la de ahora. Que él viviera aquí, en la isla, o sea,
cerca del poder, era natural.
—Me
pregunto si la policía realmente registraría la casa rectoral con
meticulosidad. En las fotos se ve que era una casa de madera muy grande; sin
duda, habría muchos sitios para esconder un cadáver durante algún tiempo.
—Es
verdad. Pero no hay nada en el material que indique que el pastor estuviera vinculado
a los asesinatos en serie ni a la desaparición de Harriet.
—Sí
que lo hay —dijo Lisbeth Salander, mirando con una sonrisa torcida a Mikael—.
Primero, era pastor; y si alguien tiene una relación especial con la Biblia,
son ellos. Segundo, fue el último que vio a Harriet y habló con ella.
—Pero
bajó inmediatamente al lugar del accidente y se quedó allí durante horas. Se le
ve en muchísimas fotos, especialmente durante los momentos en los que Harriet
desapareció.
—Bah,
yo puedo echar por tierra su coartada. Pero la verdad es que estaba pensando en
otra cosa. Esta historia es la de un sádico asesino de mujeres.
—¿Sí?
—Yo
estuve...; la pasada primavera tuve unos días libres y estudié el tema de los
sádicos, en un contexto completamente distinto. Uno de los textos que leí
pertenecía a un manual estadounidense del FBI. En él se afirmaba que una
llamativa mayoría de los asesinos en serie detenidos proceden de familias
disfuncionales, y que muchos de ellos se dedicaban en su infancia a torturar
animales. Además, gran parte de los asesinos en serie estadounidenses también
habían sido arrestados por provocar incendios intencionadamente.
—Sacrificios
de animales y holocaustos, ¿es eso lo que quieres decir?
—Sí.
Tanto los animales torturados como el fuego aparecen en varios de los casos de
Harriet. Pero, en realidad, estaba pensando en el hecho de que la casa rectoral
se quemara a finales de los años setenta.
Mikael
reflexionó un rato.
—Demasiado
vago —dijo finalmente.
Lisbeth
Salander asintió.
—Estoy
de acuerdo. Pero merece la pena tenerlo en cuenta. No encuentro nada en la
investigación que hable de la causa del fuego, y sería interesante saber si
hubo otros misteriosos incendios en los años sesenta. Además, deberíamos
averiguar si en aquella época hubo casos de torturas o mutilaciones de animales
por estas tierras.
Cuando
Lisbeth se fue a la cama la séptima noche de su estancia en Hedeby, se sentía
ligeramente irritada por culpa de Mikael. Durante una semana había pasado con
él prácticamente cada minuto del día; en circunstancias normales, siete minutos
en compañía de otra persona solían ser más que suficientes para darle dolor de
cabeza.
Hacía
mucho que había constatado que las relaciones sociales no eran su fuerte, y ya
se había acostumbrado a ello en su solitaria vida. Se encontraba perfectamente
resignada a ello, a condición de que la gente la dejara en paz y no se metiera
en sus asuntos. Desgraciadamente, su entorno no se mostraba ni inteligente ni
comprensivo; tenía que defenderse de los servicios sociales, los servicios de
atención a menores, las comisiones de tutelaje, hacienda, los policías, los
educadores, los psicólogos, los psiquiatras, los profesores y los porteros que
—exceptuando a los del Kvarnen, que ya la conocían— nunca querían dejarla
entrar en los bares a pesar de haber cumplido ya veinticinco años. Había todo
un ejército de gente que parecía no tener nada mejor que hacer que pretender
gobernar su vida y, si se les diese la oportunidad, corregir la manera que
había elegido de vivirla.
Pronto
aprendió que no merecía la pena llorar. También aprendió que siempre que
intentaba que alguien se interesara por un aspecto de su vida, la situación no
hacía más que empeorar. Por consiguiente, resolver los problemas era algo que
debía hacer por sí misma, con los métodos que considerara necesarios, cosa que
el abogado Nils Bjurman ya había sufrido en sus propias carnes.
Mikael
Blomkvist poseía la misma irritante costumbre que todos los demás de husmear en
su vida privada y formularle preguntas que a ella no le apetecía contestar. En
cambio, no reaccionaba en absoluto como la mayoría de los hombres que había
conocido.
Cuando
Lisbeth ignoraba sus preguntas, él sólo se encogía de hombros, abandonaba el
tema y la dejaba en paz. «Asombroso.»
Lo
primero que hizo cuando echó mano de su iBook aquella primera mañana en la
casita fue, por supuesto, transferir toda la información a su propio ordenador.
De esa manera, no le importaría tanto que Mikael pudiera dejarla al margen del
caso, pues tendría acceso al material de todos modos.
Luego
lo había provocado intencionadamente leyendo los documentos de su iBook cuando
él se despertó. Esperaba un ataque de rabia. En su lugar pareció más bien
resignado, murmuró algo irónico, se metió en la ducha y luego se puso a hablar
sobre lo que ella había leído. Un tío raro. Lisbeth casi estaba tentada de
creer que Mikael confiaba en ella.
Pero
el hecho de que conociera sus destrezas como hacker era
grave. Lisbeth Salander sabía muy bien que el término jurídico para designar
sus actividades, tanto en su vida profesional como en la privada, era intrusión
informática ilícita, de modo que podía ser sancionada con dos años de cárcel.
Se trataba de un tema delicado: no quería ser encarcelada; además, una condena,
con gran probabilidad, también significaría que le quitarían sus ordenadores y
con ello la privarían de lo único que hacía realmente bien. Ni siquiera se le
había pasado por la cabeza contarle a Dragan Armanskij, ni a nadie, de dónde
sacaba la información por la que le pagaban.
A
excepción de Plague y unas pocas personas en la red que, al igual que ella, se
dedicaban al hacking profesionalmente
—y la mayoría de ellos sólo la conocían como Wasp, no sabían quién era
realmente ni dónde vivía—, sólo Kalle Blomkvist
había tropezado con su secreto. La descubrió porque cometió un error que ni
siquiera los principiantes de doce años cometen, lo cual constituía una señal
más que evidente de que su cerebro ya estaba siendo devorado por los gusanos y
de que merecía ser castigada con una buena tunda de latigazos. Sin embargo, él
ni se enfureció ni puso el grito en el cielo; en su lugar la contrató.
Así
que se sentía ligeramente irritada con él.
Cuando
se estaban tomando un sándwich, poco antes de que ella se fuera a acostar, él
le había preguntado, sin venir a cuento, si era una buena hacker. Para su propio asombro, Lisbeth
contestó espontáneamente a la pregunta:
—Probablemente
la mejor de Suecia. Puede que haya dos o tres personas de un nivel similar al
mío.
Lisbeth
no dudaba de la veracidad de su respuesta. En su día Plague fue mejor, pero
hacía ya mucho tiempo que ella le había superado.
Sin
embargo, le resultaba raro pronunciar esas palabras. No lo había hecho nunca.
Ni siquiera había tenido a nadie con quien entablar ese tipo de conversación, y
de repente encontró placentero el hecho de que él pareciera estar impresionado
por sus conocimientos. Luego Mikael rompió la magia preguntando cómo había
aprendido a piratear.
No
supo qué contestar. «Siempre lo he sabido hacer.» En su lugar, se fue a la cama
sin darle las buenas noches.
Pero
para su irritación, el haberse retirado a la habitación de aquella manera no
pareció provocar reacción alguna en él. Permaneció tumbada escuchando cómo
Mikael se movía por la cocina, quitaba la mesa y fregaba. Él siempre se quedaba
despierto hasta más tarde que ella, pero hoy, al parecer, ya se iba a acostar.
Lo oyó en el cuarto de baño y al entrar en su dormitorio y cerrar la puerta. Al
cabo de un rato oyó el chirrido que produjo la cama cuando se acostó, a medio
metro de ella, pero al otro lado de la pared.
Durante
la semana que llevaba en su casa, no había intentado ligar con ella. Trabajaban
juntos, le preguntaba su opinión, la recriminaba cuando se equivocaba y le daba
la razón cuando ella lo reprendía. Maldita sea, la verdad es que Mikael
Blomkvist la había tratado como a una persona.
De
repente, se dio cuenta de que le gustaba su compañía, tal vez, incluso, de que
confiaba en él. Nunca había confiado en nadie, a excepción, probablemente, de
Holger Palmgren, aunque por razones completamente diferentes. Palmgren había
sido un do gooder previsible.
Se
levantó, se acercó a la ventana e, inquieta, se puso a contemplar la oscuridad.
Para Lisbeth, lo más difícil de todo era mostrarse desnuda ante otra persona
por primera vez. Estaba convencida de que su delgaducho cuerpo resultaba
repulsivo. Sus pechos eran patéticos. Prácticamente no tenía caderas. A su
juicio, no podía ofrecer gran cosa. Pero aparte de eso, era una mujer normal,
con exactamente el mismo deseo e instinto sexual que todas las demás.
Permaneció de pie junto a la ventana casi veinte minutos antes de decidirse.
Mikael
estaba en la cama leyendo una novela de Sara Paretsky cuando escuchó el
picaporte de la puerta y, al levantar la mirada, vio a Lisbeth Salander. Una sábana
le envolvía el cuerpo. Se quedó un rato callada en la entrada; daba la
impresión de estar pensando en algo.
—¿Te
pasa algo? —preguntó Mikael.
Negó
con la cabeza.
—¿Qué
quieres?
Se
acercó a él, le cogió el libro y lo dejó sobre la mesilla de noche. Luego se
inclinó y le besó en la boca. Sus intenciones no podían estar más claras. Se
subió rápidamente a la cama y se quedó sentada mirándole con ojos inquisitivos.
Puso una mano sobre la sábana que cubría su estómago. Como no protestó, ella se
inclinó y le mordió un pezón. Mikael Blomkvist estaba completamente perplejo.
Al cabo de unos segundos la cogió de los hombros y la apartó para poder ver su
cara. Él no parecía indiferente.
—Lisbeth...,
no sé si esto es una buena idea. Trabajamos juntos.
—Quiero
acostarme contigo. Y eso no será ningún problema para trabajar juntos, pero si
ahora me echas de aquí, voy a tener un problema gordo contigo.
—Pero
apenas nos conocemos.
De
repente se rio, secamente, como tosiendo.
—Cuando
hice mi investigación sobre ti, advertí que eso nunca te ha echado para atrás.
Todo lo contrario: perteneces a esa clase de hombres que son incapaces de
mantenerse alejados de las mujeres. ¿Qué pasa? ¿No soy lo suficientemente sexy para
ti?
Mikael
negó con la cabeza intentando pensar en algo inteligente que decir. Al no
contestar, ella le quitó la sábana y se puso a horcajadas encima de él.
—No
tengo condones —dijo Mikael.
—A
la mierda los condones.
Cuando
Mikael se despertó, Lisbeth ya se había levantado. La oyó en la cocina haciendo
ruido con la cafetera. Eran las siete menos algo. Sólo había dormido dos horas
y se quedó en la cama con los ojos cerrados.
No
alcanzaba a comprender a Lisbeth Salander. Ni en una sola ocasión le había dado
a entender, ni siquiera con una mirada, que tenía el más mínimo interés por él.
—Buenos
días —dijo Lisbeth desde la puerta, incluso con un asomo de sonrisa.
—Hola
—contestó Mikael.
—Se
nos ha acabado la leche. Subo a la gasolinera. Abren a las siete.
Se
dio la vuelta tan rápidamente que Mikael no tuvo tiempo de contestar. La oyó
ponerse los zapatos, coger el bolso y el casco y salir por la puerta principal.
Mikael cerró los ojos. Acto seguido escuchó cómo la puerta se volvía a abrir, y
un instante después estaba de nuevo en la puerta del dormitorio. Esta vez no
sonreía.
—Es
mejor que vengas a ver esto —dijo con una voz rara.
Mikael
se levantó enseguida y se puso los vaqueros. Durante la noche, alguien se había
acercado a la casa con un indeseado regalo. En el porche yacía el cadáver medio
carbonizado de un gato descuartizado. Le habían cortado la cabeza y las
piernas; luego fue despellejado y le extrajeron las tripas y el estómago; los
restos estaban tirados junto al cadáver, que parecía haber sido asado sobre
fuego. La cabeza estaba intacta y colocada encima del sillín de la moto de
Lisbeth Salander. Mikael reconoció el pelaje pardo rojizo.
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