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Millennium 1: Capitulo 21



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CAPÍ
TULO 21

Jueves, 3 de julio - Jueves, 10 de julio
Lisbeth Salander se despertó alrededor de las seis de la mañana, antes que Mikael. Puso agua a hervir para preparar café y se metió en la ducha. Cuando Mikael se levantó, a las siete y media, ella estaba en la cocina leyendo el resumen del caso Harriet Vanger en el iBook de Mikael. Entró en la cocina con una sábana alrededor de la cintura frotándose los ojos para quitarse el sueño.
—Hay café —dijo ella.
Mikael la miró de reojo por encima del hombro.
—Ese documento estaba protegido con una contraseña.
Ella giró la cabeza y levantó la mirada.
—Se tarda treinta segundos en bajar de la red un programa que rompe la protección criptográfica de Word —le respondió.
—Tenemos que hablar acerca de lo que es tuyo y lo que es mío —dijo Mikael para, acto seguido, meterse en la ducha.
Al volver, Lisbeth ya había cerrado el ordenador y lo había puesto en su sitio, en el cuarto de trabajo. Tenía encendido su propio PowerBook. Mikael estaba convencido de que Lisbeth ya habría copiado el contenido en su portátil.


Lisbeth Salander era una adicta a la información con ideas sumamente laxas sobre la moral y la ética.
Mikael acababa de sentarse a desayunar cuando llamaron a la puerta. Se levantó y fue a abrir. Martin Vanger tenía un gesto tan contenido que, por un segundo, Mikael creyó que venía a comunicarle la muerte de Henrik Vanger.
—No, Henrik está igual que ayer. Vengo por otro asunto completamente distinto. ¿Puedo pasar un momento?
Mikael lo dejó entrar y le presentó a la «colaboradora de la investigación», Lisbeth Salander, quien le echó un rápido vistazo acompañado de un breve movimiento de cabeza antes de volver a su ordenador. Martin Vanger saludó por puro reflejo, pero dio la impresión de estar tan ausente que apenas pareció reparar en su presencia. Mikael le sirvió una taza de café y le invitó a sentarse.
—¿De qué se trata?
—¿No eres suscriptor del Hedestads-Kuriren?
—No. Lo leo a veces en el Café de Susanne.
—¿Así que no lo has leído esta mañana?
—Me da la sensación de que debería haberlo hecho.
Martin Vanger depositó el Hedestads-Kuriren encima de la mesa. Le habían dedicado dos columnas en la portada y una continuación en la página cuatro. Examinó el titular:
AQUÍ SE ESCONDE EL PERIODISTA
CONDENADO POR DIFAMACIÓN
El texto estaba ilustrado con una fotografía hecha con teleobjetivo desde la iglesia; en ella se veía a Mikael justo cuando salía por la puerta de su casa.
El reportero Conny Torsson había efectuado, con gran habilidad, un malintencionado retrato de Mikael. Retomaba el caso Wennerström y subrayaba que Mikael había abandonado Millennium por vergüenza y que acababa de cumplir su condena penitenciaria. El reportaje finalizaba con la habitual afirmación de que Mikael había rechazado hacer declaraciones para el Hedestads-Kuriren. El tono era tal que difícilmente se le podría pasar por alto a ningún habitante de Hedestad que un chulo de Estocolmo tremendamente sospechoso rondaba por esos lares. Ninguna de las afirmaciones del texto se podría llevar a los tribunales, pero todo estaba enfocado de un modo que dejaba a Mikael muy mal parado; la composición de las fotografías y la tipografía seguían el mismo patrón que se utilizaba al presentar a terroristas políticos. Millennium era descrita como una «revista agitadora» de poca credibilidad, y el libro de Mikael sobre el periodismo económico se despachaba como una colección de «controvertidas afirmaciones» sobre respetados periodistas.
—Mikael..., me faltan palabras para expresar lo que siento leyendo este artículo. Es asqueroso.
—Es un encargo —contestó Mikael con tranquilidad.
Miró inquisitivamente a Martín Vanger.
—Espero que entiendas que no tengo nada que ver con esto. Se me atragantó el café del desayuno al verlo.
—¿Quién?
—He hecho unas llamadas esta mañana. Conny Torsson es un sustituto de verano. Pero lo hizo por mandato de Birger.
—¿Birger influyendo en la redacción? Pero si es político y, además, presidente del consejo municipal...
—Formalmente no tiene influencia. Pero el editor jefe es Gunnar Karlman, hijo de Ingrid Vanger, de la rama familiar de Johan Vanger. Birger y Gunnar son íntimos amigos desde hace muchos años.
—Ahora lo entiendo.
—Torsson será despedido de inmediato.
—¿Cuántos años tiene?
—Sinceramente, no lo sé. No lo conozco.
—No lo despidas. Cuando me llamó me dio la impresión de que se trataba de un reportero bastante joven e inexperto.
—Ya, pero esto no puede quedar así.
—Si quieres mi opinión, me parece un poco absurdo que el redactor jefe de un periódico perteneciente a la familia Vanger ataque a una revista de la que Henrik Vanger es socio y en cuya junta figuras tú. Por lo tanto, el redactor Karlman os está atacando a ti y a Henrik.
Martin Vanger sopesó las palabras de Mikael, pero negó lentamente con la cabeza.
—Entiendo lo que quieres decir. Debo pedir responsabilidades a quien corresponda. Karlman es copropietario del Grupo y siempre que ha tenido ocasión ha emprendido una guerra sucia contra mí, pero esto más bien parece ser la venganza de Birger sobre ti por haberle dejado con la palabra en la boca en el pasillo del hospital. Tú eres una persona non grata para él.
—Ya lo sé. Por eso creo que Torsson, a pesar de todo, es más trigo limpio que los otros. Es muy difícil que un joven sustituto se niegue a escribir lo que su jefe le ordena.
—Puedo exigir que mañana te pidan disculpas públicamente en un sitio destacado.
—No, no lo hagas. Sólo conseguiríamos prolongar la pelea y empeorar la situación.
—¿Así que no quieres que haga nada?
—No merece la pena. Karlman traerá problemas y en el peor de los casos te describirá como un canalla que, al ser dueño del periódico, intenta de manera ilegítima ejercer influencia sobre la libre creación de opinión.
—Perdóname, Mikael, pero no estoy de acuerdo. La verdad es que yo también tengo derecho a crear opinión: la mía es que ese reportaje apesta, y lo pienso dejar muy claro. Al fin y al cabo, soy el sustituto de Henrik en la junta de Millennium y, como tal, no puedo dejar impunes este tipo de insinuaciones.
—Vale.
—Voy a exigir el derecho a réplica. En ella tacharé a Karlman de idiota. La culpa es suya.
—Está bien, tienes que actuar de acuerdo con tus propias convicciones.
—También es importante para mí que sepas que no tengo nada que ver con este infame ataque.
—Te creo —contestó Mikael.
—Es más: realmente no quería sacar el tema ahora, pero esto pone de actualidad el asunto sobre el que ya hemos intercambiado nuestras opiniones. Resulta fundamental que te reincorpores a la redacción de Millennium para que podamos mostrar un frente unido. Mientras te mantengas al margen seguirán las habladurías. Creo en Millennium y estoy convencido de que, juntos, ganaremos esta batalla.
—Entiendo tu postura, pero ahora me toca a mí estar en desacuerdo contigo. No puedo romper el contrato con Henrik, y la verdad es que tampoco deseo hacerlo. ¿Sabes?, le tengo mucho aprecio, la verdad. Y esto de Harriet...
—¿Sí?
—Entiendo que te resulte difícil y sé que ha sido la obsesión de Henrik durante muchos años.
—Entre nosotros, Henrik es mi mentor y lo quiero mucho. Pero su obsesión por el caso de Harriet es tal que ha estado a punto de perder el juicio.
—Cuando empecé este trabajo, pensé que sería una pérdida de tiempo. Pero lo cierto es que, contra todo pronóstico, hemos encontrado nuevo material. Creo que hemos avanzado algo y que quizá sea posible darle una respuesta a lo sucedido.
—¿No me quieres contar lo que habéis encontrado?
—Según el contrato, no puedo hablar con nadie sobre el tema sin el expreso consentimiento de Henrik.
Martin Vanger apoyó la barbilla en la mano. Mikael vio una sombra de duda en sus ojos. Al final, Martin tomó una decisión.
—Vale. En ese caso, lo mejor es esclarecer el misterio de Harriet lo más rápidamente posible. Te lo diré de la siguiente manera: te apoyaré por completo para que puedas terminar cuanto antes el trabajo de manera satisfactoria y luego reincorporarte a Millennium.
—Muy bien. No querría verme obligado a luchar también contra ti.
—No será necesario. Tienes todo mi apoyo. Puedes acudir a mí cuando quieras si te topas con algún problema. Voy a darle su merecido a Birger para que no obstaculice tu camino ni lo más mínimo. E intentaré hablar con Cecilia para que se calme.
—Gracias. Necesito hacerle algunas preguntas y lleva ya un mes ignorando mis intentos de hablar con ella.
De repente Martin Vanger sonrió.
—Tal vez también tengáis otras cosas que aclarar. Pero eso no es asunto mío.
Se dieron la mano.


Lisbeth Salander escuchó el intercambio de palabras entre Mikael y Martin Vanger en silencio. Cuando Martin se fue, cogió el Hedestads-Kuriren y le echó un vistazo al reportaje. Acto seguido, dejó de lado el periódico sin realizar ningún comentario.
Mikael permanecía en silencio, reflexionando. Gunnar Karlman había nacido en 1948 y, por consiguiente, tenía dieciocho años en 1966. También se encontraba en la isla el día de la desaparición de Harriet.
Después del desayuno, Mikael puso a su colaboradora a estudiar la investigación policial. Seleccionó las carpetas que se centraban en la desaparición de Harriet y le pasó todas las fotos del accidente del puente, así como el largo resumen de las pesquisas personales de Henrik.
Luego, Mikael se fue a ver a Dirch Frode y le hizo redactar un contrato en el que se hacía constar que Lisbeth sería su colaboradora durante el próximo mes.
Cuando Mikael regresó a la casa de invitados, encontró a Lisbeth en la mesa del jardín, completamente enfrascada en la investigación policial. Mikael entró y calentó el café. La contemplaba a través de la ventana de la cocina. Le dio la impresión de que sólo hojeaba la investigación, pues empleaba un máximo de diez o quince segundos por página. Pasaba las hojas mecánicamente y Mikael se sorprendió al ver que, de esa manera, descuidaba la lectura; le resultaba contradictorio, ya que su propia investigación era muy profesional. Sacó dos tazas de café y se sentó con ella.
—Lo que has escrito sobre la desaparición de Harriet lo hiciste antes de descubrir que buscamos a un asesino en serie.
—Correcto. Apunté lo que me parecía importante, preguntas que quería hacerle a Henrik Vanger, entre otras cosas. Como seguramente habrás advertido, está bastante desestructurado. En realidad, hasta ahora no he hecho más que avanzar a tientas en la penumbra, intentando escribir una historia, un capítulo de la biografía de Henrik Vanger.
—¿Y ahora?
—Antes toda la investigación se centraba en la isla de Hedeby. Ahora estoy convencido de que la historia comienza en Hedestad ese mismo día, aunque un poquito antes. Eso cambia la perspectiva.
Lisbeth asintió y se quedó reflexionando un instante.
—Estuviste genial con lo de las fotografías —dijo acto seguido.
Mikael arqueó las cejas. Lisbeth Salander no daba la impresión de ser una persona pródiga en cumplidos, de modo que se sintió extrañamente halagado. Por otra parte, desde un punto de vista puramente periodístico, se trataba, de hecho, de una hazaña poco habitual.
—Ahora tienes que darme los detalles. ¿Qué pasó con aquella foto que buscabas por el norte, en Norsjö?
—¿Quieres decir que no has mirado las fotos de mi ordenador?
—No me ha dado tiempo. Prefería leer tus ideas y conclusiones.
Mikael suspiró, encendió su iBook y abrió la carpeta de fotos.
—Es fascinante. La visita a Norsjö resultó, a la vez, un éxito y una decepción total. Encontré la foto, pero no aporta gran cosa. Aquella mujer, Mildred Berggren, guardaba absolutamente todas las fotografías de sus vacaciones escrupulosamente pegadas en un álbum. Allí estaba la foto. Fue hecha con una película barata en color. Al cabo de treinta y siete años, la copia presentaba un aspecto amarillento y casi había perdido los colores, pero la señora conservaba los negativos en una caja de zapatos. Me dejó todos los que tenía de Hedestad y los he escaneado. Esto es lo que vio Harriet.
Mikael hizo clic y abrió una foto de un archivo que se llamaba HARRIET/bd-t9.eps.
Lisbeth comprendió su decepción. Vio una imagen ligeramente borrosa hecha con un gran angular donde se apreciaba a los payasos del desfile del Día del Niño. Al fondo, la esquina de la tienda de confección Sundströms Herrmode. En la acera, entre los payasos y la parte frontal del siguiente camión, había una decena de personas.
—Creo que éste es el individuo al que descubrió. En parte porque he intentado triangular lo que miraba guiándome por la orientación de su cara (he dibujado con exactitud el cruce de calles), y en parte porque es la única persona que parece dirigir la mirada directamente a la cámara. O sea, a Harriet.
Lo que vio Lisbeth fue una figura borrosa situada algo detrás de los espectadores y un poco metida en la calle perpendicular. Llevaba una cazadora oscura con una franja roja en los hombros y pantalones también oscuros, posiblemente vaqueros. Mikael hizo un zoom, de manera que la figura, de cintura para arriba, cubrió toda la pantalla. Al instante la foto se volvió aún más borrosa.
—Es un hombre de complexión normal. Mide aproximadamente un metro y ochenta centímetros. Tiene el pelo castaño, ni corto ni largo, y está afeitado. Pero resulta imposible apreciar sus rasgos faciales y, mucho menos, estimar su edad. Podría tratarse tanto de un adolescente como de un señor de mediana edad.
—Se puede manipular la imagen...
—Ya lo he hecho. Incluso mandé una copia a Millennium, a Christer Malm, que es un hacha en el tratamiento de fotografías.
Mikael hizo clic y abrió otra foto.
—Esta es la máxima calidad que he podido obtener: la cámara es mala y la distancia, demasiado grande.
—¿Se la has enseñado a alguien? Tal vez la gente reconozca la postura...
—Se la he mostrado a Dirch Frode. No tiene ni idea de quién puede ser.
—No creo que Dirch Frode sea la persona más espabilada de Hedestad.
—No, pero trabajo para él y para Henrik Vanger. Quiero enseñarle la foto a Henrik antes de empezar a difundirla.
—Tal vez sólo sea un espectador más.
—Es posible. Pero, en cualquier caso, fue capaz de desencadenar una reacción muy extraña en Harriet.


Durante la semana siguiente, Mikael y Lisbeth consagraron todo su tiempo al caso Harriet, desde la primera hora de la mañana hasta la última de la noche. Lisbeth seguía leyendo los informes de la investigación y lanzaba una pregunta tras otra; Mikael intentaba contestarlas. Sólo existía una verdad y cualquier respuesta vaga o ambigua los conducía a una discusión más profunda. Dedicaron un día entero a examinar los horarios de todos los implicados mientras tuvo lugar el accidente del puente.
A medida que pasaba el tiempo, Mikael iba encontrando cada vez más contradictoria a Lisbeth Salander. A pesar de que sólo hojeaba los textos de la investigación, siempre parecía fijarse en los detalles más oscuros y ambiguos.
Por las tardes, cuando el calor hacía insoportable la estancia en el jardín, se tomaban algún que otro descanso. Algunas veces bajaban al canal a bañarse; otras, subían andando a la terraza del Café de Susanne, quien, de buenas a primeras, empezó a tratar a Mikael con una cierta y manifiesta frialdad. Él se dio cuenta de que Lisbeth tenía el aspecto de una niña apenas mayor de edad, que, además, vivía en su casa, lo cual, a ojos de Susanne, lo convertía en un viejo verde. Era una sensación desagradable.
Mikael seguía saliendo a correr cada noche. Lisbeth no comentaba nada al respecto cuando volvía jadeando a la casa. Correr atravesando el bosque distaba bastante, al parecer, de su idea de diversión veraniega.
—He pasado de los cuarenta —le dijo Mikael—. Tengo que hacer ejercicio; si no, echaré una barriga tremenda.
—Muy bien.
—¿Tú no practicas nada?
—A veces boxeo.
—¿Boxeo?
—Sí, ya sabes, con guantes.
Mikael se metió en la ducha intentando imaginarse a Lisbeth en el cuadrilátero. Igual le estaba tomando el pelo. Bastaba con hacerle una pregunta:
—¿Y en qué categoría de peso boxeas?
—En ninguna. De vez en cuando hago de sparring para unos chicos en un club de Söder.
«¿Por qué no me sorprende?», pensó Mikael. Pero constató que, por lo menos, le había contado algo sobre sí misma. Seguía sin saber prácticamente nada de ella, cómo había empezado a trabajar para Armanskij, qué formación tenía o a qué se dedicaban sus padres. En cuanto intentaba averiguar datos de su vida privada, se cerraba como una ostra y le contestaba con monosílabos o lo ignoraba por completo.


Una tarde, Lisbeth Salander dejó súbitamente de lado una de las carpetas y miró a Mikael, frunciendo el ceño.
—¿Qué sabes de Otto Falk, el párroco?
—Poco. Conocí a la nueva reverenda en la iglesia a principios de año; me contó que Falk todavía vive, pero que está en una residencia geriátrica de Hedestad. Alzheimer.
—¿De dónde era?
—De aquí, de Hedestad. Estudió en Uppsala y regresó a su tierra natal cuando tenía unos treinta años.
—Era soltero. Y Harriet se relacionaba con él.
—¿Por qué lo preguntas?
—Me he dado cuenta de que el madero ese, Morell, no le presionaba mucho en los interrogatorios.
—En los años sesenta, los párrocos seguían disfrutando de una posición social completamente distinta a la de ahora. Que él viviera aquí, en la isla, o sea, cerca del poder, era natural.
—Me pregunto si la policía realmente registraría la casa rectoral con meticulosidad. En las fotos se ve que era una casa de madera muy grande; sin duda, habría muchos sitios para esconder un cadáver durante algún tiempo.
—Es verdad. Pero no hay nada en el material que indique que el pastor estuviera vinculado a los asesinatos en serie ni a la desaparición de Harriet.
—Sí que lo hay —dijo Lisbeth Salander, mirando con una sonrisa torcida a Mikael—. Primero, era pastor; y si alguien tiene una relación especial con la Biblia, son ellos. Segundo, fue el último que vio a Harriet y habló con ella.
—Pero bajó inmediatamente al lugar del accidente y se quedó allí durante horas. Se le ve en muchísimas fotos, especialmente durante los momentos en los que Harriet desapareció.
—Bah, yo puedo echar por tierra su coartada. Pero la verdad es que estaba pensando en otra cosa. Esta historia es la de un sádico asesino de mujeres.
—¿Sí?
—Yo estuve...; la pasada primavera tuve unos días libres y estudié el tema de los sádicos, en un contexto completamente distinto. Uno de los textos que leí pertenecía a un manual estadounidense del FBI. En él se afirmaba que una llamativa mayoría de los asesinos en serie detenidos proceden de familias disfuncionales, y que muchos de ellos se dedicaban en su infancia a torturar animales. Además, gran parte de los asesinos en serie estadounidenses también habían sido arrestados por provocar incendios intencionadamente.
—Sacrificios de animales y holocaustos, ¿es eso lo que quieres decir?
—Sí. Tanto los animales torturados como el fuego aparecen en varios de los casos de Harriet. Pero, en realidad, estaba pensando en el hecho de que la casa rectoral se quemara a finales de los años setenta.
Mikael reflexionó un rato.
—Demasiado vago —dijo finalmente.
Lisbeth Salander asintió.
—Estoy de acuerdo. Pero merece la pena tenerlo en cuenta. No encuentro nada en la investigación que hable de la causa del fuego, y sería interesante saber si hubo otros misteriosos incendios en los años sesenta. Además, deberíamos averiguar si en aquella época hubo casos de torturas o mutilaciones de animales por estas tierras.


Cuando Lisbeth se fue a la cama la séptima noche de su estancia en Hedeby, se sentía ligeramente irritada por culpa de Mikael. Durante una semana había pasado con él prácticamente cada minuto del día; en circunstancias normales, siete minutos en compañía de otra persona solían ser más que suficientes para darle dolor de cabeza.
Hacía mucho que había constatado que las relaciones sociales no eran su fuerte, y ya se había acostumbrado a ello en su solitaria vida. Se encontraba perfectamente resignada a ello, a condición de que la gente la dejara en paz y no se metiera en sus asuntos. Desgraciadamente, su entorno no se mostraba ni inteligente ni comprensivo; tenía que defenderse de los servicios sociales, los servicios de atención a menores, las comisiones de tutelaje, hacienda, los policías, los educadores, los psicólogos, los psiquiatras, los profesores y los porteros que —exceptuando a los del Kvarnen, que ya la conocían— nunca querían dejarla entrar en los bares a pesar de haber cumplido ya veinticinco años. Había todo un ejército de gente que parecía no tener nada mejor que hacer que pretender gobernar su vida y, si se les diese la oportunidad, corregir la manera que había elegido de vivirla.
Pronto aprendió que no merecía la pena llorar. También aprendió que siempre que intentaba que alguien se interesara por un aspecto de su vida, la situación no hacía más que empeorar. Por consiguiente, resolver los problemas era algo que debía hacer por sí misma, con los métodos que considerara necesarios, cosa que el abogado Nils Bjurman ya había sufrido en sus propias carnes.
Mikael Blomkvist poseía la misma irritante costumbre que todos los demás de husmear en su vida privada y formularle preguntas que a ella no le apetecía contestar. En cambio, no reaccionaba en absoluto como la mayoría de los hombres que había conocido.
Cuando Lisbeth ignoraba sus preguntas, él sólo se encogía de hombros, abandonaba el tema y la dejaba en paz. «Asombroso.»
Lo primero que hizo cuando echó mano de su iBook aquella primera mañana en la casita fue, por supuesto, transferir toda la información a su propio ordenador. De esa manera, no le importaría tanto que Mikael pudiera dejarla al margen del caso, pues tendría acceso al material de todos modos.
Luego lo había provocado intencionadamente leyendo los documentos de su iBook cuando él se despertó. Esperaba un ataque de rabia. En su lugar pareció más bien resignado, murmuró algo irónico, se metió en la ducha y luego se puso a hablar sobre lo que ella había leído. Un tío raro. Lisbeth casi estaba tentada de creer que Mikael confiaba en ella.
Pero el hecho de que conociera sus destrezas como hacker era grave. Lisbeth Salander sabía muy bien que el término jurídico para designar sus actividades, tanto en su vida profesional como en la privada, era intrusión informática ilícita, de modo que podía ser sancionada con dos años de cárcel. Se trataba de un tema delicado: no quería ser encarcelada; además, una condena, con gran probabilidad, también significaría que le quitarían sus ordenadores y con ello la privarían de lo único que hacía realmente bien. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza contarle a Dragan Armanskij, ni a nadie, de dónde sacaba la información por la que le pagaban.
A excepción de Plague y unas pocas personas en la red que, al igual que ella, se dedicaban al hacking profesionalmente —y la mayoría de ellos sólo la conocían como Wasp, no sabían quién era realmente ni dónde vivía—, sólo Kalle Blomkvist había tropezado con su secreto. La descubrió porque cometió un error que ni siquiera los principiantes de doce años cometen, lo cual constituía una señal más que evidente de que su cerebro ya estaba siendo devorado por los gusanos y de que merecía ser castigada con una buena tunda de latigazos. Sin embargo, él ni se enfureció ni puso el grito en el cielo; en su lugar la contrató.
Así que se sentía ligeramente irritada con él.
Cuando se estaban tomando un sándwich, poco antes de que ella se fuera a acostar, él le había preguntado, sin venir a cuento, si era una buena hacker. Para su propio asombro, Lisbeth contestó espontáneamente a la pregunta:
—Probablemente la mejor de Suecia. Puede que haya dos o tres personas de un nivel similar al mío.
Lisbeth no dudaba de la veracidad de su respuesta. En su día Plague fue mejor, pero hacía ya mucho tiempo que ella le había superado.
Sin embargo, le resultaba raro pronunciar esas palabras. No lo había hecho nunca. Ni siquiera había tenido a nadie con quien entablar ese tipo de conversación, y de repente encontró placentero el hecho de que él pareciera estar impresionado por sus conocimientos. Luego Mikael rompió la magia preguntando cómo había aprendido a piratear.
No supo qué contestar. «Siempre lo he sabido hacer.» En su lugar, se fue a la cama sin darle las buenas noches.
Pero para su irritación, el haberse retirado a la habitación de aquella manera no pareció provocar reacción alguna en él. Permaneció tumbada escuchando cómo Mikael se movía por la cocina, quitaba la mesa y fregaba. Él siempre se quedaba despierto hasta más tarde que ella, pero hoy, al parecer, ya se iba a acostar. Lo oyó en el cuarto de baño y al entrar en su dormitorio y cerrar la puerta. Al cabo de un rato oyó el chirrido que produjo la cama cuando se acostó, a medio metro de ella, pero al otro lado de la pared.
Durante la semana que llevaba en su casa, no había intentado ligar con ella. Trabajaban juntos, le preguntaba su opinión, la recriminaba cuando se equivocaba y le daba la razón cuando ella lo reprendía. Maldita sea, la verdad es que Mikael Blomkvist la había tratado como a una persona.
De repente, se dio cuenta de que le gustaba su compañía, tal vez, incluso, de que confiaba en él. Nunca había confiado en nadie, a excepción, probablemente, de Holger Palmgren, aunque por razones completamente diferentes. Palmgren había sido un do gooder previsible.
Se levantó, se acercó a la ventana e, inquieta, se puso a contemplar la oscuridad. Para Lisbeth, lo más difícil de todo era mostrarse desnuda ante otra persona por primera vez. Estaba convencida de que su delgaducho cuerpo resultaba repulsivo. Sus pechos eran patéticos. Prácticamente no tenía caderas. A su juicio, no podía ofrecer gran cosa. Pero aparte de eso, era una mujer normal, con exactamente el mismo deseo e instinto sexual que todas las demás. Permaneció de pie junto a la ventana casi veinte minutos antes de decidirse.
Mikael estaba en la cama leyendo una novela de Sara Paretsky cuando escuchó el picaporte de la puerta y, al levantar la mirada, vio a Lisbeth Salander. Una sábana le envolvía el cuerpo. Se quedó un rato callada en la entrada; daba la impresión de estar pensando en algo.
—¿Te pasa algo? —preguntó Mikael.
Negó con la cabeza.
—¿Qué quieres?
Se acercó a él, le cogió el libro y lo dejó sobre la mesilla de noche. Luego se inclinó y le besó en la boca. Sus intenciones no podían estar más claras. Se subió rápidamente a la cama y se quedó sentada mirándole con ojos inquisitivos. Puso una mano sobre la sábana que cubría su estómago. Como no protestó, ella se inclinó y le mordió un pezón. Mikael Blomkvist estaba completamente perplejo. Al cabo de unos segundos la cogió de los hombros y la apartó para poder ver su cara. Él no parecía indiferente.
—Lisbeth..., no sé si esto es una buena idea. Trabajamos juntos.
—Quiero acostarme contigo. Y eso no será ningún problema para trabajar juntos, pero si ahora me echas de aquí, voy a tener un problema gordo contigo.
—Pero apenas nos conocemos.
De repente se rio, secamente, como tosiendo.
—Cuando hice mi investigación sobre ti, advertí que eso nunca te ha echado para atrás. Todo lo contrario: perteneces a esa clase de hombres que son incapaces de mantenerse alejados de las mujeres. ¿Qué pasa? ¿No soy lo suficientemente sexy para ti?
Mikael negó con la cabeza intentando pensar en algo inteligente que decir. Al no contestar, ella le quitó la sábana y se puso a horcajadas encima de él.
—No tengo condones —dijo Mikael.
—A la mierda los condones.
Cuando Mikael se despertó, Lisbeth ya se había levantado. La oyó en la cocina haciendo ruido con la cafetera. Eran las siete menos algo. Sólo había dormido dos horas y se quedó en la cama con los ojos cerrados.
No alcanzaba a comprender a Lisbeth Salander. Ni en una sola ocasión le había dado a entender, ni siquiera con una mirada, que tenía el más mínimo interés por él.
—Buenos días —dijo Lisbeth desde la puerta, incluso con un asomo de sonrisa.
—Hola —contestó Mikael.
—Se nos ha acabado la leche. Subo a la gasolinera. Abren a las siete.
Se dio la vuelta tan rápidamente que Mikael no tuvo tiempo de contestar. La oyó ponerse los zapatos, coger el bolso y el casco y salir por la puerta principal. Mikael cerró los ojos. Acto seguido escuchó cómo la puerta se volvía a abrir, y un instante después estaba de nuevo en la puerta del dormitorio. Esta vez no sonreía.
—Es mejor que vengas a ver esto —dijo con una voz rara.


Mikael se levantó enseguida y se puso los vaqueros. Durante la noche, alguien se había acercado a la casa con un indeseado regalo. En el porche yacía el cadáver medio carbonizado de un gato descuartizado. Le habían cortado la cabeza y las piernas; luego fue despellejado y le extrajeron las tripas y el estómago; los restos estaban tirados junto al cadáver, que parecía haber sido asado sobre fuego. La cabeza estaba intacta y colocada encima del sillín de la moto de Lisbeth Salander. Mikael reconoció el pelaje pardo rojizo.
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