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Lisa Swann Poseída Volumen 1 - 3


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 3.Un hombre fuera de lo común

 

 

         Estaba temblando cuando dimos la vuelta en dirección al barco. Sin embargo, en lugar de volver a coger la embarcación, nos esperaba el coche con el chófer sobre el muelle. ¿Cómo era posible que lo hubiera planeado todo hasta ese punto? Sacha me dio su chaqueta, mucho menos mojada que mi estola, y esa vez la acepté. En el asiento trasero, me atrajo hacia él y me acarició suavemente el pelo durante todo el trayecto. Este gesto contrastaba enormemente con el vigor sexual del que había hecho gala en el soportal, tan solo unos minutos antes. Estaba desconcertada, pero solo quería dejarme llevar por ese hombre increíble. Cuando llegamos a una de las zonas más exclusivas de París y el coche aparcó delante de un hotel de lujo, ni siquiera le pregunté por qué no me acompañaba a casa. No tenía ninguna gana de volver a mi casa.
          La habitación en la que se alojaba Sacha no era propiamente una habitación. Era más bien un pequeño apartamento, con una sala de estar. Madre mía, ¡era aún más rico de lo que pensaba! O quizás estaba muy apegado a su comodidad... Todo trasmitía elegancia: los materiales nobles, la delicadeza de los tejidos y las cortinas, la iluminación perfectamente elegida.... Una cesta de frutas exóticas presidía la mesa de café. Al lado, una botella de champán se enfriaba en un cubo de plata.
         —El cuarto de baño está al lado. Dúchate, estás aterida de frío (¡por fin me hablaba de tú!). Encontrarás un albornoz sobre la cama. Voy a darle tu ropa al conserje para que se ocupe de ella.
          Obedecí y pasé a la otra habitación. Sobre la cama me esperaba un albornoz rosa, con las zapatillas a juego. ¡Era como estar en un spa! Él sabía, por tanto, que yo iba a venir a su hotel, ¿o es que acaso siempre dejaba un albornoz sobre la cama por si llevaba a alguien? No, eso no le pegaba. Sabía que yo iba a venir. Él lo premeditaba, anticipaba y organizaba todo. Pensaba en todos los detalles. ¿Y yo, entonces? ¿Tan predecible era? ¿Se creía que me tenía comiendo en la palma de su mano? Um... ¡la verdad es que le comería hasta la mano! El deseo que provocaba ese hombre en mí en aquel momento lo arrasaba todo a su paso, incluyendo mi mente. Me desnudé y entré en la ducha. El agua caliente se deslizaba sobre mis hombros y por toda mi espalda. Le saqué espuma al jabón del hotel y me dispuse a ducharme tranquilamente. Repasaba cada parte de mi cuerpo que Sacha había explorado, tratando de revivir las sensaciones de un rato antes. Me lavé el pelo, ya que era la única forma de que tuviera un aspecto decente después de la lluvia.
          Cuando salí del cuarto de baño, envuelta en mi albornoz, me di cuenta de que todas mis cosas habían desaparecido, incluyendo mi ropa interior. Ajusté un poco más el cinturón del albornoz y volví a la sala de estar.
          Sacha estaba sentado en una sillón, él también se había duchado y llevaba un albornoz (¿había otro cuarto de baño?). Había bajado la luz y la habitación estaba en penumbra. Casi podía sentir el sabor de su piel limpia en los labios. Había servido dos copas de champán. Me saludó con una sonrisa y me ofreció el sillón al lado del suyo. Sin darme tiempo a dar un sorbo, me preguntó:
         —¿Eres virgen, Liz?
         —¡No! –exclamé, casi horrorizada, aunque sin tener claro si porque se hubiera atrevido a preguntármelo o porque se hubiera creído que me podía desvirgar–. Yo… yo… yo… no he tenido muchos ligues, quiero decir, novios, pero eh… no, no… no soy… eh… no soy… eh…
         —¡Virgen! –me interrumpió, riéndose–. ¡No es una palabrota! ¿Con cuántos hombres te has acostado?
         —Pero... ¿qué son todas estas preguntas, un interrogatorio o qué?
          Me puse colorada, profundamente ofendida. ¿A qué estaba jugando?
         —Escucha, Liz: no soy un hombre común. Me gustas muchísimo, pero necesito saber exactamente quién eres antes de ir más lejos. Muy pronto descubrirás, si decides quedarte, que la relación que te propongo es un poco... especial. No te ofendas. Ni siquiera yo sé realmente a dónde quiero llegar…
          ¿De qué iba? ¿Intentaba marear la perdiz o qué?
         —Yo también podría necesitar saber con cuántas mujeres te... eh... te... ¡has acostado!
 –repliqué, desafiante.
         —¿Quieres saberlo?
          La idea de imaginar a otra mujer disfrutando de su cuerpo despertó mis celos y me hizo cambiar de opinión:
         —¡No!
         —¿Alguna vez has hecho una felación? –continuó, obviamente poco dispuesto a abandonar su lascivo interrogatorio. ¿Has tragado semen? ¿Has practicado el sexo anal? ¿Has estado con más de un hombre a la vez? ¿Utilizas juguetes sexuales? ¿Te corres con facilidad?
          Se merecía una lección. Mi rostro se volvió rojo carmesí. No daba crédito y no era capaz de pronunciar una sola palabra. ¿Se había creído que yo era una cándida palomita inocente? Le iba a demostrar que no. Posé mi copa, me levanté y me coloqué frente a él, con las piernas separadas. Desaté el cinturón de mi albornoz y lo dejé caer al suelo. Después, me senté a horcajadas sobre él, contoneándome exageradamente. Él no ofreció ninguna resistencia y no pareció sorprenderse siquiera por esta repentina toma de iniciativa; incluso me puso las manos sobre el culo, a modo de asentimiento. Besé sus párpados, sus labios, su frente, mientras sus manos subían a lo largo de mi espalda. Lamí su piel limpia y suave, hubiera querido lavar todo su cuerpo solo con mi lengua. Descendí por su cuello, le besé el pecho y le lamí los pezones. Sentía cómo se abandonaba al placer, cómo se dejaba hacer. Yo lamía y besaba todo lo que encontraba a mi paso: su dulce piel, sus definidos músculos… Él me atraía hacia él con tanta fuerza como dulzura. Mis manos preparaban la llegada de mi boca, con ellas descendían cada vez más. Me alcé, busqué su boca, le besé con fogosidad y me puse a cuatro patas ante él. Lamí su vientre y mi lengua empezó a describir círculos a lo largo de su pubis. Le cogí los testículos con una mano y apreté lo suficientemente fuerte como para sentir que se revolvía en el sillón. Con la otra mano le cogí el sexo, ya muy firme. Podía sentir cómo se agrandaba su miembro a medida que yo movía mi mano, de arriba abajo, de abajo arriba. Mi lengua partió al ataque de su polla, subiendo y bajando, jugando con el prepucio y tragándome de golpe todo el objeto de mi deseo. Sacha me cogió la cabeza para marcar el ritmo, no podía evitar querer tomar el control… Yo estaba consagrada por completo a su placer pero sentía, no obstante, una gran excitación. Mis idas y venidas se aceleraron hasta la explosión final, que recibí en la boca. Tragué sin pensar y no sentí ningún asco, era la primera vez que lo hacía. Me quedé en el suelo durante unos instantes y después Sacha me levantó, me soltó el pelo y me abrazó con tanta dulzura que me sentí más fuerte que nunca. Me quedé en sus brazos durante un rato, mientras me acariciaba los hombros. Después, me soltó, me miró fijamente los ojos y abrió la boca para hablar. Yo me adelanté:
         —Si he hecho una felación, sí. Si he tragado esperma, sí.
         —¡Pero aún no sé si te corres fácilmente! –concluyó, riéndose–. Te dejo hasta mañana para responder al resto de preguntas. Es tarde, vete a acostarte.
         —¿Pero y tú? ¿No duermes?
         —No te preocupes por mí –me contestó dulcemente–. Y descansa, necesitas dormir.
          Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, me llevó algunos segundos darme cuenta de que estaba en una habitación –perdón, una suite– de un hotel de lujo. Tanteé mecánicamente el lado vacío de la cama a mi lado, no estaba deshecho. Sacha no había dormido allí, obviamente. Miré el reloj: las 8:00. Tenía tiempo, mi primera clase empezaba a las 11. Agucé el oído y creí percibir fragmentos de una conversación desde el otro lado de la puerta. Él estaba al teléfono, ya estaba trabajando. Me estiré y decidí que lo primero que debía hacer, dadas las circunstancias, era lavarme los dientes y ducharme. Salí de la cama. Había dormido desnuda por primera vez, ya que no tenía pijama, y tenía que admitir que era muy agradable sentir las sábanas sobre la piel. ¡La noche anterior había estado llena de primeras veces!
          En el cuarto de baño encontré todos los artículos de aseo que podría necesitar una mujer como yo, sin equipaje: minicepillo y pasta de dientes, varias botellas de jabones y lociones, algodón, lima de uñas, etc. Estaba estudiando más en profundidad el contenido de todos estos accesorios de belleza, cepillándome vigorosamente los dientes, cuando encontré un gorro de ducha. ¡No pude evitar reírme! ¡Un gorro de ducha, qué cursi! ¿Quién seguía usando eso? Pero la verdad es que no tenía ninguna goma con la que atarme el pelo y mi melena no iba a recibir bien un segundo lavado en menos de 12 horas. Al final, decidí usar el gorro de ducha. ¡Que no me viera nadie! Me lo puse y entré en la enorme cabina de la ducha italiana. El agua salió de inmediato a la temperatura adecuada del cabezal de ducha en al techo y me puse a cantar.
          Strangers in the night,
 Exchanging glances
 Wondering in the night,
 What were the chances
 We'd be sharing love
 Before the night was through
          (Extraños en la noche,
 intercambiando miradas furtivas,
 preguntándose en la noche
 qué probabilidad tenían
 de compartir su amor
 antes de que acabara la noche)
          ¿Era Sacha el que me inspiraba a cantar a Sinatra? ¿O sería el gorro de baño el que me hacía vivir un “Regreso al pasado”, versión años 60? Me hubiera gustado ser una actriz de cine, adorada, adulada por su público... no, me bastaba una sola persona en la audiencia. Hubiera querido que Sacha me besara los pies, las manos, me admirara y me hiciera bailar un vals. ¿Éramos extraños? Sí y no. ¿Compartíamos el amor? Habría sido incapaz de responder a eso.
          Strangers in the night,
 Exchanging glances
 Wondering in the night,
 What were the chances
 We'd be sharing love
 Before the night was through
          Cantaba cada vez más fuerte, mi voz cubría el ruido del agua.
          Something in your eyes was so inviting
 Something in your smile was so exciting
 Something in my heart told me I must have you
          De pronto, la cálida voz de Sacha se mezcló con la mía. No le había oído entrar en el cuarto de baño ni acercarse a mí en la ducha. No me sobresalté, adormecida por el calor del agua. Sus manos se posaron sobre mis hombros y me besó la nuca. No me di la vuelta, continué, como si nada, enjabonándome los brazos.
          Él retomó la canción:
          Something in your eyes was so inviting
 Something in your smile was so exciting
 Something in my heart told me I must have you
          (Algo en tus ojos era tan atrayente
 Algo en tu sonrisa era tan excitante
 Algo en mi corazón me dijo que debía poseerte)
          Era la primera vez que le oía hablar en inglés, su lengua materna. Le hacía aún más irresistible. Cogió el jabón, me lavó los hombros, la espalda, bajó hasta mi culo. Su mano se hundió en la hendidura entre mis nalgas y tocó mi ano... ¡Nunca nadie me había tocado allí! Una lástima, porque era una zona llena de sorpresas. Me arqueé hacia fuera casi instintivamente, para que pudiera acariciarme en profundidad. Sentí algo duro contra mi cuerpo. Estaba empalmado, era indiscutible.
         —Something in your smile was so exciting, tu culo también es muy excitante –me susurró a la oreja.
          Me dio la vuelta, me quitó el gorro de ducha y mi pelo cayó en cascada sobre mis hombros. Él estaba empalmado, pero todo en mí estaba también erecto, duro e hinchado: mis pechos, mis pezones, mi clítoris.
 Todo mi cuerpo no era ya más que una fuente de placer a punto de explotar. Me pegué a la pared de la ducha, el agua seguía corriendo, pero solo caía sobre Sacha. Tomó cada uno de mis pechos en su boca, los lamió y los mordisqueó. Después, bajó por mi cuerpo. El agua corría por su cuello y formaba un surco que descendía como un río a lo largo de sus firmes músculos. Cerré los ojos para apreciar mejor las sensaciones que me invadían por todos lados. Un escalofrío muy leve acompañaba cada beso de Sacha sobre mi piel, su boca imprimía su huella en cada centímetro de mi ser, lamiendo, chupando, bebiendo el agua que goteaba de los pliegues de mi anatomía. Según iba bajando hacia mis partes íntimas, más abría yo las piernas, lista para recibir a su lengua. Cuando llegó al monte de Venus, colocó una de mis piernas sobre su hombro y metió la lengua entre mis labios. De una manera casi metódica, exploró cada rincón con su lengua y luego subió hasta mi clítoris.
          Ya no podía más. Le quería dentro de mí ya mismo. Mis gemidos y la curvatura de la parte inferior de mi cuerpo para acercar mi sexo al suyo deberían ser indicaciones suficientes. Sasha se puso de pie sin dejar de darme mordisquitos.
          Apenas unos segundos después, observé que se había puesto un condón. Pero, ¿cuándo y cómo lo había hecho? Era increíble.
          Me tiró del pelo hacia atrás, como había hecho la primera vez contra el coche, y me besó de una forma casi salvaje. Luego me levantó del suelo como si fuera una pluma con sus poderosos brazos. Pasé mis piernas alrededor de su cintura y entró en mí con tal fuerza que me quedé sin respiración. Grité. Entre el dolor y el placer, mi vagina parecía a punto de explotar e irradiaba hasta lo más profundo de mis entrañas. Perdía el aliento cada vez que me penetraba y solo podía hundir las uñas en sus hombros. El placer se apoderó de mí en oleadas cada vez más frecuentes, al poco ya no me podía controlar y disfruté dejando escapar un largo rugido gutural. Jamás me había sentido así. Me había quedado sin fuerzas, estaba agotada, exhausta. Sacha me posó suavemente en el suelo. Me temblaban las piernas, pero me las arreglé para permanecer de pie. Cogió el jabón otra vez y me lavó de nuevo. Yo era un muñeco de trapo, completamente a su merced, podía hacer conmigo lo que quisiera. Me secó, me puso el albornoz y me llevó a la cama.
          Nos quedamos tumbados uno al lado del otro, yo bocarriba y el de costado. Él me acariciaba el pelo, en absoluto silencio. Yo no pensaba en otra cosa que no fuera él, su cuerpo, yo, mi cuerpo, su calor, su presencia. No me importaba nada más.
          De repente, acariciando uno de los mechones de mi pelo, dijo:
         —Se está haciendo tarde, no deberías llegar con retraso a tu clase de las 11 (¿había pedido mi horario en la facultad?). Vístete, he hecho que te traigan ropa. Reúnete conmigo abajo, en el salón al lado de la recepción, vamos a desayunar.
          No tuve tiempo de decir ni mu, ya había desaparecido. ¿Cómo podía estar tan presente, tan cerca un momento y volverse luego tan distante al momento siguiente? Pasaba del calor al frío sin que pudiera prepararme. Además, no conseguía prever ninguna de sus reacciones. Todo en él era sorpresa, asombro, novedad. ¡Qué tipo, qué carácter, qué hombre tan diferente! Mis sentimientos era tan intensos que no podía analizarlos. Estaba bajo su hechizo, eso seguro. Él era atento, culto, divertido, interesante, guapo como un dios del Olimpo, rico (bueno, vale, eso era más accesorio)... ¡y una bestia sexual! Me había causado más sensaciones en dos días que todos mis novios y sueños eróticos juntos. Pero algo en mí, algo imperceptible, no me dejaba estar completamente tranquila. Se encendieron las lucecitas rojas de alarma, pero me apresuré a apagarlas. Tenía que coger el avión de vuelta a Nueva York... Eso era una enorme luz roja, ¿no? Pero aparté esa idea de mi cabeza inmediatamente. Ese momento aún no había llegado. Aún estaba aquí, en carne y hueso, y me estaba esperando para desayunar.
          ¿Había hecho que me trajeran ropa? ¡Obviamente, una vez más había pensado en todo! No me iba a volver a poner el vestido de la noche anterior para ir a la facultad…
          Entré en la sala de estar de la suite, vacía, y cogí la ropa colocada sobre un sillón: vaqueros, una camiseta lencera, un jersey de angora verde ópalo y ropa interior de satén. Ni siquiera quería saber de dónde la había sacado o quién había ido a comprarla. No valía la pena. Además, en realidad me daba igual. Toqué el jersey, era de una suavidad increíble. El conjunto de braguitas y sujetador era perfecto, ni demasiado sexy ni demasiado “abuela”.
 En cambio, no hay zapatos, pensé mientras me vestía. ¡No le pegaba que se le hubieran olvidado! Me puse los zapatos de la noche anterior y salí con paso vacilante.
          Enseguida encontré el salón en la que se servía el desayuno. Los camareros estaban muy atareados yendo de un lado a otro. Parecía un ballet de cafeteras, teteras y platos de colores. Sin embargo, solo una docena de mesas estaban ocupadas. Inmediatamente vi a Sacha –mi Sacha– en el fondo de la sala. Estaba de espaldas, leyendo un periódico.
          Me dirigí a la mesa y al llegar ¡me retorcí el tobillo! Me agarré al respaldo de su silla.
         —Ups, ¡los tacones no son lo mío! –dije riéndome mientras tomaba asiento.
         —Me encantan las mujeres con tacones, no se les debería permitir caminar con otra cosa en los pies –contestó sin levantar si quisiera la cabeza del periódico.
          ¿Por qué era tan duro de repente? Parecía molesto. Si quería que me pusiera tacones, me pondría tacones, si eso le hacía feliz. Me encogí de hombros. Llegó un camarero y me sirvió un té. ¿Por qué no me había propuesto café? Misterio. El señor Sacha, el maniático, ataca de nuevo, organizándolo todo a su antojo. Cogí una tostada con aire indiferente y comencé a extender mantequilla. Para hacerle ver que su actitud era bastante maleducada, exclamé:
         —¿Hay buenas noticias en el mundo esta mañana? ¿La bolsa? ¿El tiempo? ¿El horóscopo?
          Levantó la cabeza, divertido. Ya no parecía molesto en absoluto.
         —Ese verde te queda muy bien, eres muy guapa.
         —¡Ah! Gracias. Y gracias por la ropa. Te la devolveré, por descontado.
          Una vez más, frunció el ceño. Tomó un sorbo de café y plantó sus ojos de jade en los míos. Uf, ahora sí que se había puesto serio.
         —Élizabeth (vaya, ya no me llamaba Liz... no era una buena señal), regreso mañana a Nueva York, lo sabes…
          ¡Cómo no, voilà! Era de esperar, demasiado bonito para ser verdad. Ya me lo imaginaba: ha estado bien, pero no es posible, mejor dejar las cosas así, bla, bla, bla... Yo removía nerviosa mi té. Menuda idiota estaba hecha. ¡El príncipe azul! ¿Pero qué me había creído? Solo había sido para él una aventura de una noche. La pequeña parisina dócil, se le hace el truco de la gran cita y listo, ¡cae seguro! Intenté parecer lo más digna posible, pero me entró el imperioso deseo de salir corriendo y desaparecer. No tenía ninguna gana de escuchar lo que me tenía que decir ese aprovechado. Solo me había deslumbrado para follarme mejor.
         —¿Élisabeth? ¿Liz? No le has puesto azúcar al té, deja de removerlo de esa manera.
         —Ah, sí, perdón, ¿decías? Mi falsa indiferencia no debía ser muy convincente.
         —Sé que puede sonar mal, pero te prometo que no había nada premeditado (sí, claro, ¡seguro!)... Me gustas mucho... mucho (recalcó la palabra). Eres hermosa, inteligente, divertida (ahora vienen los violines)... pero (ah, ya hemos llegado al pero, no le ha faltado tiempo) ¡No soy para ti! Yo no soy un buen tipo, sabes (no hacía falta que me lo dijera, eso lo había adivinado yo solita)... Te haría daño (como si no me lo estuviera haciendo ya). Te mereces algo mejor. Elizabeth (casi susurraba), mírame, dime que soy un hijo de puta, si eso te consuela. ¡Di algo o te follo ahora mismo encima de esta mesa! (ahora había subido el volumen y todas las cabezas se habían dado la vuelta para mirarnos).
          Me puse en pie de un salto.
         —Ha sido un placer conocerle, señor Goodman, su compañía me ha resultado muy grata. Por desgracia, no creo que volvamos a encontrarnos, por lo que le deseo que tenga mucho éxito en Goodman & Brown. Adiós.
          Y me dirigí con paso inseguro hacia la salida. Por poco pierdo el equilibrio, pero no importaba, al menos no me veía la cara. Estaba llorando de rabia.
          Me fui directa a casa, no me veía capaz de ir a la facultad, de ver Jess ni de asistir a las clases. Lloré toda la tarde en mi cama hasta quedarme dormida, exhausta. Cuando me desperté, por la noche, Maddie estaba allí. No me preguntó nada, ni dónde había pasado la noche ni cuál era la causa de mis lágrimas. Había tenido una vida amorosa lo suficientemente rica como para entender sin necesidad de explicaciones. Me preparó un baño, me hizo un té y escuchamos El Cascanueces toda la noche.
          Mi corazón estaba roto en pedazos, pero todavía tenía la suficiente dignidad para sobreponerme y enfrentarme al mundo exterior. Hice un buen papel durante los días siguientes, tanto en la facultad como en Foch Inversiones, y retomé el curso de mi (triste) vida. Por las noches, en cambio, el bello rostro de Sacha Goodman regresaba para atormentarme. A veces soñaba que le lapidaba y otras, que le ofrecía mi cuerpo.
          Una semana después del desastroso desayuno, el señor Dufresne pidió verme. ¡Por fin! ¿Me ofrecería un puesto de trabajo? Llamé a la puerta y entré en su inmensa oficina, totalmente amueblada al estilo Louis Philippe. Me pidió que me sentara y me soltó, sin rodeos:
         —Élisabeth, querida, las negociaciones con el bufete Goodman & Brown están a punto de lograr una asociación que, sin duda, será muy fructífera para Foch Inversiones. Tengo que ir a Nueva York para tratar los restantes puntos de nuestro acuerdo. Sé que solo eres una becaria –por ahora, añadió– pero, por alguna razón que desconozco, Sacha Goodman insiste en que formes parte del viaje. Así que haga las maletas, nos vamos pasado mañana.

         Continuará... ¡No se pierda el siguiente volumen!

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