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Lisa Swann Poseída Volumen 1 - 2


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2.Un encuentro (extra)ordinario

 

 

         A las seis menos diez ya no tenía nada más que hacer, aparte de quitar y volver a colocar mecánicamente el clip de un contrato que ya me había releído cuatro veces. Comenzaba la quinta relectura, lanzando miradas alternativas a la puerta y al reloj. ¿Vendría a las seis en punto? No me sorprendería. Tenía toda la pinta de ser ese tipo de persona. No podía evitar que mi corazón latiera más rápido de lo normal. El día se me había hecho interminable. Apenas había salido de mi oficina: tenía demasiado miedo de encontrarme con ÉL yendo al baño. Incluso le había pedido a Carole, la secretaria, que me trajera un bocadillo de la panadería para almorzar, con la excusa de que estaba desbordada de trabajo. ¿Por qué? ¿A qué se debía mi incomodidad? Era una estupidez. El futuro socio de mi bufete me había ayudado a levantarme de la acera. No había razón para montar toda una historia, ¿no? De acuerdo, sí, era súper sexy. De acuerdo también que la mera idea de que su calor corporal pudiera encontrarse con el mío… Um, me estremecí. Visto el efecto que había supuesto en mí nuestro pequeño viaje en ascensor… no me atrevía a imaginar en qué estado me pondría si llegara a tocarme. Tocarme. Oh là là. Tocarme. Pero no, ¿estaba loca o qué? ¿Y por qué me iba a tocar? ¿A mí, la insignificante becaria desaliñada? En serio, era una locura. Sacudí la cabeza, negando la posibilidad, mientras releía el tercer apartado del segundo párrafo.
         —¿Algún problema con el contrato?
          Me sobresalté y dejé escapar un pequeño grito. Él estaba allí, poderoso y radiante, en el marco de la puerta. Había logrado sorprenderme.
         —Eh, eh, sí… Bueno, no… En fin…
         —Vamos –me dijo–, en absoluto interesado por el contenido del susodicho contrato.
          Bajamos por la escalera. ¿No le habría gustado el viaje en ascensor?, pensé. Su flamante 4X4 nos esperaba sobre la acera. No tenía nada que ver con los vehículos de alquiler habituales. Iba a tirar de la manilla pero se me adelantó y me abrió la puerta. ¡Qué caballeroso! Subí y me acomodé en el asiento de cuero. Él se sentó, arrancó, se giró hacia mí y me dijo:
         —Bulevar Pereire, ¿cierto?
         —Sí –resoplé plácidamente.
          ¿Se había informado sobre mí? ¿Conocía mi dirección? ¡El presidente de uno de los mayores bufetes de abogados de Nueva York había preguntado por mí! No me atreví a decir nada. Era evidente que él tampoco tenía ganas de hablar. El trayecto transcurrió en absoluto silencio. Sin embargo, dentro del vehículo la tensión sexual era palpable… ¡Al menos para mí!
          Aparcó delante del edificio de Maddie, se bajó y dio la vuelta al coche. ¿Debía bajarme? ¿Esperar a que él me abriera la puerta? Decidí esperar. Al final, me sentí decepcionada y frustrada. Él solo quería “arreglar” el incidente de la mañana. Era un hombre tremendamente bien educado, eso era todo. No había pronunciado una sola palabra ni hecho ninguna pregunta. Obviamente. ¿Qué iba a querer de mí? Y yo… Yo no había encontrado nada que decir. Pfff... ¡Menuda película me había montado durante horas para nada!
 Él abrió la puerta, yo bajé y en ese momento sucedió todo. Me empujó contra el coche. Su fuerte cuerpo me impedía hacer el más mínimo movimiento. Con el brazo izquierdo me abrazaba y con el derecho tiraba de mi cabeza hacia atrás. Sus ojos me miraban penetrantemente, pero yo le sostenía la mirada. Su boca descendió sobre la mía con una pasión increíble. Yo, sin oponer ninguna resistencia, entreabrí los labios para que nuestras lenguas se encontraran, con una fogosidad que jamás había conocido. Ya no controlaba nada, ni mi cuerpo ni mi mente, y respondía a sus besos con un desenfreno inédito. No eran besos tiernos, eran besos sensuales, qué digo: ¡Sexuales! Todos los indicadores del deseo se habían encendido en mí. Pensé que había llegado a la cúspide de la excitación cuando sentí que su mano me desabotonaba la blusa. Me agarró el pecho derecho, deslizó la fina tela del sujetador (¡qué habilidad!) y me acarició el pezón, todo ello sin parar de besarme apasionadamente. Mi pecho, completamente a la merced de su mano, se enderezó. Arqueé la espalda, ofrecida a él. Después, tuve un último sobresalto, quizás de dignidad o lucidez, y no pude evitar mirar a mi alrededor. Una anciana nos miraba horrorizada. ¡Mierda! ¡Ojalá no viva en el mismo edificio, ni en la misma calle! Me puse tensa. ¿Sentiría Sacha mi repentina crispación?
          Al final, fue él quien dio un paso atrás y se quedó mirándome, satisfecho.
         —Y bien, señorita… ¿Élisabeth, no es así?
         —Sí, pero todo el mundo me llama Lisa –contesté, completamente roja, apresurándome a recolocar mi pecho en su sitio y a abotonarme la blusa.
         —Eh, de acuerdo, señorita Élisabeth: la llamaré Liz, por lo que a mí concierne. Hemos llegado a su destino –dijo, con un cierto aire indolente–. Disfrute de la tarde, nos vemos mañana.
          Y, acercándose, me susurró al oído:
         —Aún no he acabado con usted.
          Y se fue. Allí me dejó, delante de la puerta, jadeante. Entré en el vestíbulo de mi edificio y vi mi bici. Había hecho que la me llevaran a casa durante el día.
          Aquella noche fue memorable. No soñé con penes voladores esa vez... sino conmigo, desnuda, despeinada, revolcándome en un desenfrenó total, untada (ni idea con qué, ¡misterio!) y rodeada de hombres (sin sexo) que me lamían por todas partes. Había evitado el sexo hasta entonces, a pesar de que ya tenía 23 años, pero desde hacía algunos días, mis noches y mis días eran de una lujuria sin precedentes.
          Por la mañana, empleé todos mi esfuerzos en evitar volver a pensar en lo que había pasado... y en tratar de olvidar mi desvergonzado comportamiento, al lado del edificio de mi tía, que sin duda no era muy propio de una chica de buena familia. Tal vez había soñado la escena. ¡Últimamente me daba por soñar unas cosas tan extrañas…!
 Cuando me senté junto a Jess en la clase más aburrida de la semana, no hice ninguna alusión al bufete, ni a Sacha ni a mi accidente de bici siquiera.
 Pero Jess, siempre tan intuitiva, debió sentir que algo estaba pasando y me acosó a preguntas en la pausa de las 10.
         —Entonces, Lisa, este americano, ¿es un vejestorio? No creo, no. Si no, no te habrías vestido así.
          Jess me desnudó con la mirada, con un “um” lleno de sobreentendidos. Tenía razón: mi look no se parecía en nada al de la última vez que la había visto. Había encontrado en el armario de Maddie un vestido de lana que se ajustaba totalmente a mis curvas y lo había combinado con una americana de terciopelo. No me había atrevido a volver a ponerme los tacones, pero mis bailarinas pegaban a la perfección con el vestido. Me había enrollado un largo pañuelo de satén alrededor del cuello y me había recogido el cabello en un moño alto un poco loco, del que se escapaban algunos bucles indomables.
         —Espera… déjame adivinar. ¡Apuesto a que has cogido el metro esta mañana! ¡O esto se debe a un hombre o yo no me llamo Jess!
         —¡Qué más da! Es por mi jefe, que me quiere ver mejor vestida… y tengo muchas ganas de que me ofrezca un puesto de trabajo. Es por eso que me estoy esforzando. ¡Si quiero que me tomen más en serio, no puedo seguir vistiéndome como una chiquilla!
         —Bueno, pues menudo cambio radical, amiga. Te felicito. ¡Mírate! Con tu coco y tu cuerpo…
 –movía la cabeza de arriba abajo, abriendo desmesuradamente los ojos– …perfecto, vas a revolucionar el bufete. Lisa, cariño, siento que pronto, si es que no lo has conseguido ya, ¡encontrarás un trabajo Y te enamorarás! ¿De un abogado americano, quizás?
          Me eché a reír.
         —¿Es eso lo que te encantaría saber, eh, cotilla? Bueno, vale, sí… no es ningún vejestorio, el americano. Todo lo contrario, en realidad. Sacha es un hombre…
         —¿Sacha? ¡Joder, parece que ya sois íntimos! –me interrumpió.
         —A ver, no le voy a llamar señor… Debe tener 30-35 años, ¡como mucho!
         —¿35 años? ¿Y está a la cabeza de Goodman and Brown? ¡Es un hijo de papá, entonces! ¡O un genio! Espero por ti que sea lo segundo… ¿Y es guapo?
         —¡Increíblemente guapo!
          El timbre interrumpió nuestra discusión. De todos modos, tampoco tenía ganas de decir nada más. Las siguientes clases fueron igual de exasperantes que la primera. El reloj parecía no avanzar. Por fin, resonó el ruido estridente del último timbre y me fui pitando. Cuanto antes llegara a Foch Inversiones, mejor. Tras haber pasado por las fases de la vergüenza y la incomodidad, la emoción que me embargaba ahora era la impaciencia. Vaya, me equivoqué de metro e iba a llegar con veinte minutos de retraso (al señor Dufresne no le iba a hacer ninguna gracia), otra vez sin aliento y colorada, con el moño deshecho. Para colmo de males, se me había enganchado el vestido a un clavo medio suelto del asiento y, al levantarme de golpe (acababa de darme cuenta de que me había equivocado de línea), había rasgado el vestido y tenía una carrera en las medias! Yo, que quería dar buena impresión y demostrar que era una adulta seria y responsable, además de una mujer elegante… Agarré el bolso de manera que tapara el roto del vestido y subí al segundo piso del bufete, intentando parecer lo más relajada posible, a pesar del retraso.
          Al entrar, Carole, la secretaria, me gritó sin levantar la nariz de un expediente:
         —No te preocupes, Lisa. El señor Dufresne ha salido a ver un cliente con el señor Goodman. Estarán fuera toda la tarde.
         —¿Eh? Ah, gracias, Carole –contesté, tratando de controlar la enorme decepción que sentía de golpe.
          Entré en mi despacho contrariada. Me había imaginado de todo, salvo que no estuviera. Al día siguiente tenía clase todo el día y, al siguiente, Sacha regresaba a los Estados Unidos. ¡Y ya está! No iba a pasar nada más. Unos besos, ¡eso era todo! No cabía duda: no le iba a volver a ver. Ni siquiera tendría la oportunidad de averiguar qué quería, de saber si esos besos habían sido una locura repentina o no, si ese hombre tenía algún efecto sobre mí o no (para esa duda, todo sea dicho, ya empezaba a tener respuesta, vista mi decepción…) ¡Evidentemente, no hablaba de sentimientos! Bueno, al menos él me había besado. ¡Su presencia me había puesto en tal estado de excitación que había mojado mis braguitas! Y ya está, eso sería todo. Un pequeño tour y después se marcharía. ¡Qué frustración! Estaba pasando con rabia las páginas del Código de Procedimiento Civil, a la búsqueda de un artículo de ley, cuando Carole entró sin llamar y dejó un sobre en mi mesa.
         —Ah, es verdad, el señor Goodman ha dejado este sobre para ti.
          Señorita Élisabeth Martineau, se leía en el sobre. La letra era uniforme, ligeramente inclinada. ¡Hasta su letra era perfecta!
          Abrí la carta con ansia, febrilmente, y saqué una tarjeta en la que solo había trece palabras.
          Esté lista a las 19 h en su casa. Pasaré a recogerla. SG.
          Me dio un vuelco el corazón. Mi visión se volvió borrosa. Leí y releí la frase decenas de veces. ¿Era una broma? No, imposible. Nadie en el bufete sabía lo que había pasado entre nosotros el día antes. Además, era totalmente su estilo. El enigmático Sacha Goodman atacaba de nuevo. Podría haberme sentido molesta o incluso enfadada, al fin y al cabo, no estaba a su disposición. Su “invitación” carecía de modales. Yo no era su títere, una jovencita francesa que obedece sin rechistar… solo porque él fuera rico, extremadamente rico, y atractivo, extremadamente atractivo. Pero me sentía halagada. Sí, halagada. Y aliviada. Iba a volver a verle. No sabía cómo iba a acabar la historia, no sabía qué quería él, ni siquiera qué quería yo, no sabía si estaba bien o mal… pero todo mi cuerpo gritaba . Sí, sí, sí. Mi corazón latía más rápido, los escalofríos recorrían mi espalda, mis mejillas se habían sonrosado repentinamente… todo en mí delataba la inmensa excitación que me había causado el anuncio de la cita con Sacha Goodman, el hombre que besaba divinamente y que había conseguido en tan solo unos segundos con su lengua que me olvidara de mi propio nombre. No quería, no quería para nada, que nuestro cuerpo a cuerpo se limitara al placaje que me había hecho contra el coche. Por muy intenso que hubiera sido. Tenía ganas de más, de mucho más.
          A las 18 h en punto entraba en la boca del metro. No tenía un minuto que perder. Además, no tenía ni idea de qué me iba a poner. ¿A dónde me llevaría? ¿A un restaurante? Seguro. Pero, ¿de qué tipo? ¿Muy elegante? Él solo debía ir a los mejores sitios. Necesitaba un conjunto que se adaptara, adecuado para la noche pero sin parecer demasiado arreglada. Tenía que encontrar algo en el armario de Maddie, pero también necesitaba tiempo para ducharme, vestirme y maquillarme. ¡Y Sacha era de los puntuales! Y de los que no les gusta esperar. No, ¡nada de maquillaje! Yo nunca me maquillaba. No quería parecer una cualquiera. Simplemente, las “pinturas de guerra” no eran lo mío. Después de todo, a Sacha parecía no desagradarle mi aspecto natural. Eso me permitiría ganar algo de tiempo, pero aún tenía que peinarme y eso no era cuestión de cinco minutos. Mi voluminosa melena roja rizada era sin duda un arma de seducción, ¡pero tenía que controlarla!
          Ups. Absorta en mis pensamientos, se me olvidó bajar en mi estación. No había duda: el metro y yo no nos llevábamos bien. Llegué corriendo a casa, saqué las llaves y entré como una tromba. Maddie no estaba en casa, estaba en el club de bridge esa tarde. Eso me evitaría tener que responder a preguntas sobre Sacha. En cambio, ella podría haberme sido de gran ayuda a la hora de escoger la ropa. Tendría que apañármelas sin sus valiosos consejos. Sin embargo, al entrar en la habitación, vi que había un vestido negro estirado sobre la cama y un par de zapatos de tacón a juego. Una nota escrita a mano por Maddie me informaba de que un mensajero había traído “eso” por la tarde y que me deseaba una agradable velada.
          Levanté el vestido con precaución, como si se tratara de una joya. No me hizo falta buscar la etiqueta: la tela y los acabados indicaban que la prenda era de una gran casa de costura. No me lo podía creer. Se había encargado de que me trajeran un vestido a casa. Y con los zapatos a juego, nada menos.
          Me puse el largo vestido y ni siquiera me sorprendió comprobar que me quedaba a la perfección. ¡Sacha Goodman no era el tipo de hombre que se equivoca de talla! Di algunos pasos con el vestido, era muy cómodo y el escote tenía la profundidad perfecta. Con los zapatos, en cambio, tuve más problemas. Los tacones altos no eran mi fuerte, quedaba confirmado. Di varias vueltas a la habitación, cada vez más segura de mí misma.
          Hubiera podido gritar mi desaprobación, reivindicar mis creencias feministas, fuertemente arraigadas en mí, tratar de encontrar otro conjunto en el armario de Maddie para hacerle entender al señor Sacha Goodman que no era el tipo de chica a la se puede mandar o comprar. Pero estaba en una nube... Me había enviado un vestido a casa, lo que indicaba que había pensado en mí durante el día, y había preparado esta cita, nuestra cita. No tenía ganas de reivindicar nada. El único deseo que tenía en ese momento era el de complacerle.
          Duchada, vestida y peinada, admiré el resultado en un espejo de cuerpo entero, satisfecha. Pero ya no me podía entretener más: el reloj de pared de la entrada empezó a sonar y no me hizo falta comprobar la hora para saber que tenían que ser ya las 19 horas.
          Respiré profundamente antes de abrir la puerta. Él estaba allí, sublime, con un esmoquin sobre una camisa blanca, los primeros botones desabrochados. Elegante e informal a la vez. Se había peinado el pelo castaño hacia atrás. ¿Cómo hacía para tener tanta clase? Su mirada de jade me hipnotizó, me quedé sin recursos y no pude más que murmurar un débil “Buenas tardes”.
         —Buenas tardes, Liz –me dijo con su cálida voz–. Está usted deslumbrante. Tenga, por lo que sé las tardes parisinas aún son frescas en primavera.
          Me puso una estola sobre los hombres mientras me dirigía al ascensor, cogiéndome por la cintura. Abajo no nos esperaba el 4X4, sino un coche con chófer. ¿Haría siempre las cosas tan a lo grande cuando le gustaba una chica? Porque yo le gustaba, ¿no?
          Nos acomodamos en la parte de atrás y el coche arrancó. Yo intentaba mostrar un cierto aplomo, mirando las calles de París desfilar a través de la ventanilla. Hubiera querido hablar, entablar una conversación, pero no encontraba nada inteligente que decir. ¿De nuevo iba a volver a transcurrir el trayecto sin que intercambiáramos una sola palabra? Se resumía a eso, entonces: la atracción que sentíamos (evidente y casi palpable), era solo una atracción física. ¡No le importaba conocerme a fondo! ¿Tendría acaso ganas de oír el sonido de mi voz?
         —¿Le está gustando el paseo, Liz?
          Ciertamente, siempre sabía cómo pillarme desprevenida. ¿O es que acaso leía los pensamientos?
         —Sí, me encanta París por la tarde, lejos de la turbulencia del día. El público cambia. Los trajes de chaqueta ceden su lugar a los enamorados de la noche. Adoro este ambiente. Los edificios iluminados. El ajetreo en los restaurantes. Las colas de espera a la puerta de los teatros. Sí, me encanta –dije, girando la cabeza para mirarle a la cara.
         —A mí también –respondió él, sonriendo.
          Yo sonreía con él, completamente relajada ya. Además de todo lo demás, realmente parecía ser tan buena persona… Me moría de ganas de acurrucarme en su brazos, de que me acariciara el pelo, de oler el perfume de su cuello… En resumen, de hacer todo lo que hacen los enamorados. Pero nosotros no estábamos enamorados, ¿o sí?
          Habíamos llegado a los muelles. Nos paramos y Sacha me abrió la puerta, aunque esta vez no me empujó contra el coche. Me ofreció su brazo (era todo un caballero) y me llevó a un barco amarrado en el muelle. ¿Un barco? Me esperaba cualquier cosa menos eso. Me dejó pasar delante suyo para cruzar el pontón. Afortunadamente, mi vestido solo se ajustaba hasta la mitad de los muslos, por lo que pude subir el escalón de la entrada. Un asistente o un mayordomo, no sabría decir qué era, me tendió la mano para ayudarme a posar un pie sobre la lujosa cubierta de madera de teca de la pequeña embarcación. Sacha se acercó, atravesamos la cubierta y descendimos a un camarote acristalado por ambos lados. Dentro había muchas mesas, pero solo una estaba puesta. Mantelería blanca, cubiertos de plata, copas de cristal… el lujo formaba parte de cada detalle de la puesta en escena. Era el ejemplo perfecto de una cena romántica, con luces tenues, velas y un ramo de rosas sobre la mesa. Desde luego, Sacha no parecía ser de los que invitan a una pizzería. Nos sirvieron langosta perfectamente cocinada, ternera trufada con verduras de temporada y un soufflé helado con fresas excepcionalmente cremoso, todo ello regado con un champán exquisito. Mientras degustábamos estos manjares, el barco navegaba sobre el Sena y yo… yo navegaba al país de los cuentos de hadas, un país donde el príncipe azul tenía los ojos de jade y la princesa una cabellera de fuego.
          Tras el postre, subimos a la cubierta de madera de teca. Hacía frío, pero yo tenía calor (quizás por el champán) y rechacé la chaqueta que me ofrecía mi anfitrión. Ya habíamos visto desfilar antes nosotros algunos de los más bellos monumentos de París: el Museo del Louvre, el Grand Palais, la Torre Eiffel... y nos acercábamos a la imponente Notre Dame. Sacha insistió en que le hiciera de guía, pero yo estaba segura de que él ya conocía París tanto como yo o casi. Sin embargo, ya que yo tenía amplios conocimientos sobre la historia de la ciudad que tanto adoraba, me lancé en una diatriba apasionada sobre los momentos más sombríos de París, adornando mi relato con anécdotas divertidas. Le hablaba de mis barrios favoritos, como Ile Saint Louis; de los lugares más turísticos, que no me gustaban… Sentía la mirada de Sacha cada vez más intensa sobre mí. Su mano recorría mi espalda lentamente, dejando una oleada de escalofríos a su paso. De repente, se excusó y fue a decirle algo al mayordomo. Unos minutos más tarde, el barco se paró y descendimos. Estábamos en pleno corazón del barrio de Ile Saint Louis
         —Enséñeme su barrio favorito… ¡Quiero empaparme de todo lo que ama!
          ¡Qué capacidad tenía ese hombre de desarmarme!
          Me tomó de la mano y subimos un viejo escalón de piedra que daba a una callejuela. El barrio estaba casi desierto y apenas iluminado. Parecía un escenario de película. Habíamos dejado de hablar. Caminábamos despacio, disfrutando del momento presente. Su mano, fuerte y cálida, envolvía la mía. De repente, empezó a llover. La lluvia, al principio fina, en seguida se convirtió en una gran tormenta. Estábamos empezando a empaparnos, así que corrimos a la búsqueda de un refugio... que se materializó rápidamente en forma de un soportal. Sofocados por la carrera, entramos al oscuro peristilo. Antes de tener tiempo a recuperar el aliento, dos manos me cogieron la cara. Apenas distinguía la suya, pero sentía perfectamente sus labios y sus dientes morder mi labio inferior, mi labio superior después y, ya por fin, besar toda mi boca… para apartarse acto seguido. Estaba completamente acorralada en una esquina del soportal, dispuesta a todos sus deseos. Él me cubrió el rostro de besos: los ojos, la frente, la barbilla… mientras yo, por mi parte, intentaba besar cualquier parte de él a mi alcance. Después, se aferró a mí con una fuerza tal que me obligó a recular un poco en la esquina. Sentí su erección pegada a la parte inferior de mi vientre, atravesando la tela de mi vestido. Casi podía sentir el calor de su sexo, de tan caliente como estaba. Mi corazón había descendido hasta mi vagina y palpitaba a toda velocidad.
          Sus dedos se deslizaron expertos por la abertura de mi vestido y encontraron rápidamente el camino a mis muslos. No se quedaron allí, sino que siguieron avanzando hasta mis glúteos. Instintivamente, subí una pierna y la coloqué alrededor de su cintura, lo que le permitía agarrarme el culo a manos llenas. Sus dedos exploraron bajo de la tela de mi ropa interior, bordearon la curva de mis caderas y hurgaron después en mis partes íntimas, hasta encontrar la entrada a mi cueva, muy lubricada. Incliné la cabeza hacia atrás con un gemido, ofreciéndole mi cuello para que lo besara. Me agarró del pelo con su mano libre, mordisqueó el lóbulo de mi oreja y atrajo mi cabeza hacia él. Yo volví a gemir, sus besos se dirigían ahora a mi boca. Nuestras lenguas se reencontraron mientras su dedo acariciaba mi clítoris, duro e hinchado. Restregaba su polla, igualmente dura, contra mi muslo, casi haciéndome daño. Yo gemía, suplicándole mentalmente que me tomara en ese mismo momento y lugar, cuando, súbitamente, su dedo se apartó de mi clítoris y su boca se alejó de la mía.
         —Me muero de ganas de follar con usted, señorita Liz Martineau. Pero no ahora. No aquí.
          Me cogió de la mano y me llevó al barco.

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