1.Una chica normal
Hacía
calor. Mucho calor. Entre mis pechos brotaban perlas de sudor, creando un fino
reguero de cálido líquido que se deslizaba hasta alcanzar mi vientre. Mi
vestido parecía flotar gracias a las leves sacudidas del sofocante viento
alisio, que elevaba la ligera tela y acariciaba mi piel. Pero el calor, lejos
de refrescarme, incendiaba todo mi cuerpo. Una mano completamente cubierta por
un guante de cuero negro ascendió por mi muslo, acercándose a mi entrepierna.
Separé las piernas sin pudor para dejarle el paso libre. El cuero crujía sobre
mi piel, su contacto podría haberme resultado extraño: al fin y al cabo, era un
material frío, muy poco apropiado dadas las circunstancias. Pero no. Un dedo
enguantado avanzó explorándome, separó mis labios y se introdujo en mí brusca y
repentinamente, sacándome un grito ronco desde lo más profundo de mi garganta.
Sin comprender cómo, la misma mano estaba solo un instante después en mi boca,
mientras unos labios carnosos mordisqueaban mis pezones endurecidos.
Lentamente, el fuego que me consumía el vientre volvió a subir y me abrasó
todos los poros de la piel. Los escalofríos recorrían mi cuerpo, a pesar del
calor a mi alrededor. Bajé la cabeza, pero solo alcancé a ver el tupido pelo
del hombre con los guantes de cuero. Se puso en pie, se inclinó hacia atrás y
por fin pude estudiar su musculoso físico… y la imponente erección que
deformaba su ajustado calzoncillo —curioso atuendo, pensé —. Una sonrisa lasciva
se dibujó en su rostro, medio oculto por una máscara negra. Me deslicé, con los
pechos al aire, a lo largo de su torso lampiño, mordiendo y lamiendo cada
centímetro de piel, a la búsqueda de su miembro turgente, objeto de todos mis
deseos. No tuve ningún problema en sacar a la bestia de su jaula de tela,
recorriéndola de arriba abajo con una mano y lamiendo el prepucio a la vez. Me
atreví a levantar la cabeza un segundo para observar el resultado de mi obra y
la expresión complaciente de los labios carnosos me transmitió confianza.
Usando toda mi boca ahora, deslizaba mi lengua a lo largo del glande, subiendo
y bajando. Los gemidos de mi amante acompañaban mis progresos y me excitaban
aún más. Lo sentí tensarse y esperaba su semilla como si se tratara de una
ofrenda cuando sonó un timbre estridente.
El teléfono.
Me desperté sobresaltada. Desorientada. A
medio camino entre el pavor y el goce más intenso, parpadeé, aliviada y
decepcionada al mismo tiempo al reconocer el viejo papel de flores de mi habitación
adoptiva, mi refugio durante casi cuatro años. Al otro lado de la pared, mi tía
enviaba a freír espárragos a su interlocutor. ¡No hay derecho a que molesten a
la gente tan temprano!
Mi despertador marcaba las 7:00. ¡Ay, Dios! Tenía clase en una hora. No había tiempo para pensar en ese sueño (¿o pesadilla?). ¿Qué me estaba pasando? ¿Cuero? ¿Un hombre enmascarado? ¿Sexo? ¿Yo, que nunca había experimentado otra cosa que no fuera un tranquilo misionero con los novios con los que había compartido cama? Aunque, de hecho, eso nunca me había supuesto un problema. No es que no me hubiera gustado, pero se podría decir que nunca había vibrado realmente. Sexo, sexo... Todo el mundo exageraba. No era para tanto. Además, yo tenía ocupaciones y preocupaciones más... intelectuales, digamos. Y yo me había enamorado de mis novios. ¿Pero y qué? El amor y el placer físico no tenían mucho que ver, pensaba mientras negaba con la cabeza. Debía haber bebido demasiado vino blanco la noche anterior, desde luego eso explicaría esa noche inquieta. Cuando me levanté, pude sin embargo constatar que el sueño había producido un efecto... especialmente húmedo en mis pantalones de pijama. Me sonrojé, como pillada infraganti en el delito del placer prohibido. Me metí corriendo en la ducha para evitar volver a pensar en ese hombre enmascarado... negaba de nuevo con la cabeza... ¿De dónde salía esa polla enorme que devoraba en sueños? ¡Yo, que no había hecho una felación en toda mi vida!
Mi despertador marcaba las 7:00. ¡Ay, Dios! Tenía clase en una hora. No había tiempo para pensar en ese sueño (¿o pesadilla?). ¿Qué me estaba pasando? ¿Cuero? ¿Un hombre enmascarado? ¿Sexo? ¿Yo, que nunca había experimentado otra cosa que no fuera un tranquilo misionero con los novios con los que había compartido cama? Aunque, de hecho, eso nunca me había supuesto un problema. No es que no me hubiera gustado, pero se podría decir que nunca había vibrado realmente. Sexo, sexo... Todo el mundo exageraba. No era para tanto. Además, yo tenía ocupaciones y preocupaciones más... intelectuales, digamos. Y yo me había enamorado de mis novios. ¿Pero y qué? El amor y el placer físico no tenían mucho que ver, pensaba mientras negaba con la cabeza. Debía haber bebido demasiado vino blanco la noche anterior, desde luego eso explicaría esa noche inquieta. Cuando me levanté, pude sin embargo constatar que el sueño había producido un efecto... especialmente húmedo en mis pantalones de pijama. Me sonrojé, como pillada infraganti en el delito del placer prohibido. Me metí corriendo en la ducha para evitar volver a pensar en ese hombre enmascarado... negaba de nuevo con la cabeza... ¿De dónde salía esa polla enorme que devoraba en sueños? ¡Yo, que no había hecho una felación en toda mi vida!
Eran ya las 8 en punto cuando me senté al
lado de mi amiga Jess en la última fila del aula.
—¡Bueno,
por poco no llegas! ¿Volviste bien a casa ayer? –me preguntó sin levantar la
cabeza, ocupada en copiar apuntes de la última clase.
Escribió con decisión el punto final,
satisfecha, y levantó la cabeza, sonriendo. Estaba perfectamente maquillada y
su manicura era impecable. Se giró hacia mí y, frunciendo el ceño, exclamó:
—¡Parece
que tampoco va a ser hoy el día en que te den un premio de moda!
Mis vaqueros deshilachados, mi camiseta
descolorida y mi jersey (de lana virgen, dicho sea de paso) no estaban a la
moda, pero a mí me encantaba llevar ropa cómoda. Y, además, iba en bici, ¡no
podía llevar minifalda y tacones altos!
Jess debió leerme la mente, porque replicó:
—¡Y
no me vuelvas a dar la excusa de la bici! ¡Podrías coger el metro, como todo el
mundo! Es una pena. Si te esforzaras un poquito, estarías fantástica. Mira al
moreno guapo de ahí, podrías conseguirlo con solo chasquear los dedos… ¡si no
estuvieras tan mal vestida y peinada!
Era cierto. Estaba tan alterada por mi sueño
que apenas me había peinado. Mi melena roja debía estar aún más enmarañada que
de costumbre.
Físicamente, Jess era lo opuesto a mí. Siempre
deslumbrante y de punta en blanco (incluso mientras hacía deporte), tenía una
clase natural de la que sabía sacar ventaja admirablemente: maquillaje,
peinado, ropa… todo estaba cuidadosamente estudiado y seleccionado. Tenía los
pechos bonitos, el culo redondo y unos muslos firmes que le encantaba lucir. Su
cabello rubio, siempre perfectamente liso, le daba un aire angelical, aunque su
mirada chispeante mandaba mensajes muy diferentes a los de un ángel… No, sin
duda, no había nada que no resultara atractivo de Jess. Y las miradas que le
echaban todos los chicos cuando iba por los pasillos de la facultad confirmaban
lo que yo ya sabía: que tenía un sex-appeal palpable. Un buen físico y una
cabeza bien amueblada. Tras terminar el bachiller con notas brillantes en los
Estados Unidos, su país de origen, había decidido venir a Francia para estudiar
derecho, dejando a toda su familia y amigos al otro lado del Atlántico.
—¡No
pude resistirme a París, adoro esta ciudad! Y los chicos de aquí, um, ¡están
buenísimos! –repetía ella en un francés sin ningún acento que sorprendía a todo
el mundo.
Me hubiera encantado poder tomar un café con
Jess después de la clase. No le habría descrito mi sueño en detalle, para nada,
ni siquiera le habría dicho que ese sueño era mío, pero la habría sondeado para
saber si alguna vez había vivido alguna experiencia similar. Jess tenía una
experiencia en materia de sexo, pero sobre todo en erotismo, que sobrepasaba
con creces la mía. A pesar de la clase de derecho de sociedades a la que
acababa de asistir, seguía pensando en mi sueño, tan extrañamente sensual. ¿Qué
significaba? ¿Estaba falta de sexo? ¿Tenía fantasías ocultas que ignoraba?
¿Quizás solo tenía ganas de acurrucarme en unos brazos? ¡No! Jess no le habría
encontrado ningún romanticismo a este sueño. Ella quizás habría ido corriendo a
comprarme un consolador (accesorio
indispensable de toda mujer mínimamente preocupada por su placer) si
hubiera sabido que había sido mi mente la que había creado a ese amante con un
miembro erecto.
Por el momento, tendría que seguir con todas
mis dudas y preguntas. Tenía que darme prisa, me esperaban en el bufete. Tres
días por semana, hacía prácticas en uno de los mayores bufetes de abogados de
París. Había conseguido el puesto gracias a los contactos de mi tía, que sin
duda era mi hada madrina. No había tenido hijos y volcaba en mí todo su cariño
maternal. Mi padre, notario de provincias, un hombre a la vieja usanza, no se
podía ni imaginar que su hermana me daba mucho más que alojamiento y comida.
Recogí rápidamente mis apuntes, los metí en una carpeta de cartón y le di un
beso en la mejilla a Jess, que en seguida había adoptado nuestra tradición de
saludarnos y despedirnos con besos.
—¡Salvada
por la campana! –dije con mi voz más dulce, en cuanto terminó la clase–. ¡Voy a
llegar tarde!
—¡Por
Dios, péinate! –respondió Jess, lo suficientemente alto para que toda la última
fila se diera la vuelta.
Salí del aula roja como un tomate –no había
nada que odiara más que llamar la atención- y corrí a coger la bici. El bufete
estaba a dos barrios de la facultad, no había tiempo que perder. Me puse el
bolso en bandolera y cabalgué sobre mi montura de dos ruedas. Me encantaba
moverme por las calles de París en bici. Me daba una sensación de libertad, por
mucho que le pesara a Jess, con sus tacones altos. Aceleré el ritmo, consciente
de que hiciera lo que hiciera, ese día iba a llegar tarde. Como todos los días,
había que reconocerlo. En cuanto me bajé de la bici, jadeante, la dejé en el
portabicicletas, comprobé la hora rápidamente y entré corriendo al impresionante
edificio haussmaniano del barrio alto. En el lujoso vestíbulo estuve a punto,
como casi todos los días, de empujar a la señora Lepic y a su horroroso
chihuahua, ridículamente vestido con un abriguito plateado y rosa (¡así que era
hembra!). Me disculpé mientras me dirigía a la escalera (no había tiempo de
esperar al ascensor, lento como un caracol) y subí a toda velocidad los
escalones que me separaban del segundo piso y de la imponente placa dorada con
el nombre del bufete, Foch Inversiones. Nada más atravesar la pesada puerta de
entrada, el señor Henri Dufresne, dueño del lugar, apareció de repente a mi
lado:
—Ah,
Élisabeth, querida, su informe sobre las posibilidades del mercado asiático
estaba bien documentado y era bastante completo. Mejorable, por supuesto, pero
bien hecho. Tiene usted futuro, querida. Pero, se lo suplico, ¡cuide su
aspecto! No llegará a nada con esas pintas. No olvide que mañana recibiremos a
Sacha Goodman. Póngase falda y tacones. No quiero que él piense que mis
colaboradoras son descuidadas. Ah, y además, Arnaud quiere verla.
Colaboradora, colaboradora… Me sentí halagada,
pero no olvidaba que el señor Dufresne no me había hecho aún ninguna propuesta
concreta y que faltaba poco para que acabara el curso. Estábamos en abril y ya
hacía un año y medio que repartía mi tiempo entre la facultad y este bufete… a
cambio de un sueldo de becaria. Tenía esperanzas en que mis esfuerzos acabaran
por dar resultado y me consiguieran un puesto de trabajo en Foch Inversiones
–una vez hubiera acabado mi máster, evidentemente.
Absorta en mis pensamientos, me dirigía a paso
lento hacia el despacho de Arnaud Dufresne, un ejemplo de hijo de papá en todo
su esplendor. ¿Aún estaría interesado en mí? Después de entrar en el bufete,
había intentado ligar conmigo. ¡Podía haber sucumbido! ¿Quizás ya me había
preparado una propuesta concreta? “¡Ascenso-sofá!” Pero no, yo no sucumbiría.
Sin duda, Arnaud Dufresne encarnaba todo lo que yo detestaba en un hombre. Era
arrogante y se creía divertido a pesar de que, a menudo, rozaba lo grosero (es la trivialidad social, repetía él con
una sonrisa repleta de indirectas). Era una cáscara vacía, un enchufado que
jamás habría conseguido nada si su papá no hubiera enviado un buen cheque (de
“patrocinio”) al director del colegio privado para hijos de buena familia al
que había ido, en uno de los barrios más exclusivos de la capital. Además, los
hijos de buena familia hacían alarde de sus conquistas femeninas, que contaban
a bombo y platillo con todo lujo de detalles. Qué asco. A pesar de que mi
familia era más bien acomodada (nada que ver, no obstante, con los Dufresne),
mis padres jamás habrían querido, en absoluto, que su dinero o su posición
social fuera el único recurso para que yo me abriera puertas, y mucho menos
para que llevara una vida de excesos. Me habían inculcado valores: estar
orgullosa de mí misma, trabajar para obtener lo que quería, respetarme y
respetar a los demás. De acuerdo, quizás sonara anticuado en nuestra época. Y,
después de todo, Arnaud no era más que un joven de los barrios altos, como
había otros cientos. Ni siquiera era mal tipo, en el fondo. Pero aunque
apreciaba a Dufresne padre, un hombre muy culto que había triunfado sin ayuda,
su hijo me provocaba náuseas. Afortunadamente, no hubo indirectas ni burdas
artimañas, solo quería detalles sobre un expediente. No me sorprendía en
absoluto que quisiera impresionar al gran magnate americano. Trabajé en
muchísimos expedientes aquella tarde, incluso acabé por olvidar mi sueño
erótico. Hay que decir que el bufete estaba en plena efervescencia: la posible
asociación con el gran bufete americano Goodman & Brown y la visita del
mismísimo señor Goodman tenía a todo el mundo revolucionado.
Si bien Foch Inversiones se había convertido
en uno de los bufetes de referencia en París, esta asociación aportaría una
importante dimensión internacional a la empresa. A partir del día siguiente,
podría comprobar en persona cómo era el tal Goodman. Quizás yo misma podría
hacer también carrera en el extranjero, después de todo, ¿por qué no? Pero, por
el momento, debía regresar a casa. Tenía mucho que estudiar ese fin de semana.
Al llegar al rellano, oí notas de Tchaikovsky
a través de la puerta. No me hacía falta buscar las llaves, ¡Maddie estaba
allí! Mi tía Maddie (Madeleine según el registro civil) había sido bailarina
profesional. De aquella época, conservaba una colección de zapatillas de ballet
y un gusto pronunciado por El Cascanueces,
que escuchaba con frecuencia. Pero no era por nostalgia. Maddie había
disfrutado de cada instante de su vida como si hubiera sido el último. Cuando
era una prometedora bailarina, lo había dejado todo para casarse con un rico
empresario, un tanto excéntrico, veinte años mayor que ella. ¿Un matrimonio de
conveniencia? No, en absoluto. Se había enamorado locamente de mi tío y le
había seguido por todo el mundo, incluso a países remotos en los que la vida
social se reducía al mínimo —aunque ella sabía deslumbrar en las reuniones
sociales. Había corrido un tupido velo sobre su instinto de maternidad (¿lo
había tenido realmente?) y lloró durante cuarenta y cinco días y cuarenta y
cinco noches cuando Héctor falleció debido a una bala perdida en una cacería.
Pero se sobrepuso. Reapareció, más bella que nunca, en los escenarios, y
disfrutó de la fortuna heredada para satisfacer sus propios placeres. Casada
joven y siempre fiel, tras enviudar encontró en el sexo un consuelo que nada
más le pudo ofrecer. Eso sí, siempre con gran elegancia. Elegía como amantes a
hombre jóvenes, pero cultos y finos. Ella misma tenía esa belleza atemporal que
atraía a todos los grupos de edad. Yo deseaba en secreto poder tener el mismo
aspecto a su edad, pero sin grandes esperanzas. Las dos éramos pelirrojas,
¡algo es algo!
—Ven
a sentarte -me dijo desde su sillón, con los ojos entrecerrados-. Escucha esto,
Lisa. ¿No es maravilloso? ¿Cómo te ha ido el día?
—Bueno,
nada especial: la facultad, el bufete... Mañana, en cambio, llega el jefe de la
firma de Nueva York, ya te he hablado de él. ¡El señor Dufresne quiere que me
ponga una falda y tacones!
—¡Típico
de Henry! –exclamó Maddie con una carcajada.
Se habían conocido en el instituto y siempre
mantuvieron una sólida amistad, de ahí mi puesto de prácticas en su bufete.
—¡Pero
tiene razón! -prosiguió-. Esta noche voy a salir con Antonio, coge lo que
quieras de mi armario. Tenemos la misma talla, algo encontrarás….
Antonio... No pude impedir que la sangre me
subiera a las mejillas. Recordé la escena en la cocina de unos días antes, en
medio de la noche, cuando me encontré de frente con su firme culo,
perfectamente esculpido. Estaba sirviendo dos copas de champán como Dios le
trajo al mundo y en vez de salir de puntillas murmuré un precipitado oh, ¡lo siento!... que había tenido como
consecuencia inmediata que se diera la vuelta. El estado de su erección decía
mucho sobre lo que pensaba hacer después del champán. ¡Tenía mucha sed, pero me
volví directa a mi habitación sin beber nada!
—¿Lisa?
—Eh,
¡sí, sí! Gracias, Maddie. ¡Que te diviertas!
¿Falda negra? ¿Violeta? ¿Por encima de la
rodilla? ¿Por debajo? ¿Ajustada? ¿Amplia? ¡Oh, a la porra! Cogí lo que me
pareció más simple: una falda de franela gris que me caía perfectamente sobre
las caderas, ligeramente acampanada en el bajo, y una blusa blanca, simple y eficaz,
para completar el conjunto. ¡Lista! Me miré satisfecha en el espejo, dando
vueltas de puntillas. ¡Me faltaban los zapatos! Yo tenía un par de zapatos de
salón negros, que solo me había puesto dos veces, de los que valen para todo.
¡Me sentía como si estuviera pisando de huevos, pero pensé que al señor
Dufresne no apreciaría que combinara la falda de franela con las Converse! Por
suerte, al día siguiente iría directamente a la oficina. No me habría hecho
gracia ir a la facultad vestida así. Me metí en la cama con un libro sobre los
derechos de las sociedades privadas y me quedé profundamente dormida después
del párrafo segundo, atrapada rápidamente por un sueño de penes erectos que
danzaban mi alrededor. ¡Desde luego…!
El modelito especial “Un americano en París”
tenía un problema: no era muy compatible con la bicicleta. Además, el viento
soplaba con fuerza esa mañana. Con una mano en el manillar y la otra sujetando
la falda, y los condenados zapatos que se resbalaban continuamente de los
pedales, el trayecto había sido realmente penoso. Por fin divisaba el edificio
del bufete: la tortura casi había terminado. Relajé los músculos, en tensión
desde que había salido de casa, y me disponía a frenar cuando el tacón derecho
se resbaló de nuevo. Perdí el equilibrio, tropecé contra algo y caí al suelo
todo lo larga que era. La falda se me había subido hasta la cintura. Perdí el
conocimiento durante… ¿un segundo? ¿Dos? Estaba un poco aturdida.
—¡Señorita!
¡Señorita! ¿Está bien?
La voz, dulce y firme a la vez, atravesó la
neblina en la que me encontraba. Sentí una mano que me estiraba la falda y
tiraba de mi brazo para ayudarme a ponerme en pie. Parpadeé. ¿Estaba soñando o
estaba despierta? La poderosa mano me levantó de la acera mientras yo intentaba
recuperar mi dignidad.
—Ha
sido por culpa de estos malditos zapatos –refunfuñé, recolocándome la falda y
la
camisa–. Me he resbalado y no le he visto…
camisa–. Me he resbalado y no le he visto…
—Ha
chocado con mi coche –dijo el desconocido, visiblemente desconcertado–. La
llevaré al hospital.
—No,
no vale la pena, no tengo nada...
Me volví hacia él, ahora que ya me había
recompuesto y... ¡Vaya! ¿De dónde salía ese hombre? Era enorme, con
constitución de nadador y una mirada de jade que me atravesó hasta la médula.
Me pregunté incluso si podría ver a través de mi ropa. Todo en él emanaba
testosterona. Si el mismísimo Apolo hubiera descendido a la tierra, habría
tenido su físico, sin duda. Me quedé sin habla.
—No
quiero dejarla así, déjeme acompañarla al menos, ¿a dónde iba?
Me envolvió el aura de su cálida voz. Yo
flotaba. Era una extraña sensación.
—Eh,
bueno, yo de hecho venía... –me costaba poner en orden mis ideas–. Voy allí
–dije, señalando a la puerta del edificio–. Trabajo aquí... en el segundo piso…
(¡Pero qué tonta! ¿Para qué le decía el piso?) en Foch Inversiones…
—Qué
casualidad, yo también me dirigía allí. ¿Me muestra el camino? –me dijo con una
sonrisa que mostraba sus dientes, perfectamente alineados.
Siguió mis pasos de cerca y entramos al lujoso
vestíbulo. Eché un vistazo a la escalera y abandoné inmediatamente la idea:
sentir a este hombre detrás de mí cuando aún me temblaban las piernas, y sobre
todo con esos puñeteros tacones, era una idea demasiado arriesgada. No, ni
hablar. Opté por el ascensor. Abrí la puerta y dejé que el desconocido entrara
y llenara la pequeña cabina de apenas dos metros cuadrados. Pasé a su lado
tratando de hacerme lo más pequeña posible para no tocarle. Fue en vano. Cada
parte de mi cuerpo estaba como electrizada por la proximidad del suyo. Un calor
que nunca había sentido hasta ese momento subió desde mi vagina. Sentí que se
me hinchaban los labios, como si estuvieran listos a salir de mis bragas.
Sentía un hormigueo en lo más profundo de mi ser. Apreté las piernas
instintivamente. A pesar de que no podía verlo, estaba convencida de que una
sonrisa de satisfacción se dibujaba en su hermoso rostro. Tragué saliva y
apreté el botón. ¡Menos mal que solo eran dos pisos!
Sin aparentar en lo más mínimo ser consciente
de mi avanzado estado de perturbación (o sin mostrarlo, en todo caso), el
desconocido salió a buen paso de la cabina del ascensor, mientras yo me quedaba
paralizada en el umbral de la puerta. A continuación, se dirigió al mostrador
de la secretaria y dijo en un francés impecable, apenas sin acento:
—Sacha
Goodman, tengo una cita con el señor Dufresne.
Sin esperar respuesta de la secretaria, se
giró hacia mí y añadió:
—Seré
yo quien la lleve a casa esta tarde. Esté preparada a las 18 h.
Sentí que no había nada más que hablar y
asentí con la cabeza como una niña pequeña. Un tímido “gracias” salió de mi
boca, pero él ya había entrado en la oficina de mi jefe. Ni siquiera había
esperado mi respuesta, mi aprobación. Obviamente, Sacha Goodman no estaba
acostumbrado a que sus órdenes se discutieran.
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