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50 Sombras liberadas: Capitulo 25(Final)

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25
Apenas puedo respirar. ¿Quiero oírlo? Christian cierra los ojos y vuelve a tragar. Cuando los abre de nuevo
brillan, aunque con timidez, llenos de recuerdos perturbadores.
—Era un día caluroso de verano y yo estaba haciendo un trabajo duro. —Ríe entre dientes y niega con la
cabeza, de repente divertido—. Era un trabajo agotador el de apartar todos esos escombros. Estaba solo y
apareció Ele…, la señora Lincoln de la nada y me trajo un poco de limonada. Empezamos a charlar, hice un
comentario atrevido… y ella me dio un bofetón. Un bofetón muy fuerte.
Inconscientemente se lleva la mano a la cara y se frota la mejilla. Los ojos se le oscurecen al recordar.
¡Maldita sea!
—Pero después me besó. Y cuando acabó de besarme, me dio otra bofetada. —Parpadea y sigue
pareciendo confuso incluso después de pasado tanto tiempo—. Nunca antes me habían besado ni pegado así.
Oh. Se lanzó sobre él. Sobre un niño…
—¿Quieres oír esto? —me pregunta Christian.
Sí… No…
—Solo si tú quieres contármelo. —Mi voz suena muy baja cuando le miento sin dejar de mirarle. Mi mente
es un torbellino.
—Estoy intentando que tengas un poco de contexto.
Asiento de una forma alentadora, espero. Pero sospecho que parezco una estatua, petrificada y con los ojos
muy abiertos por la impresión.
Él frunce el ceño y busca mis ojos con los suyos, intentando evaluar mi reacción. Después se tumba boca
arriba y mira al techo.
—Bueno, naturalmente yo estaba confuso, enfadado y cachondo como un perro. Quiero decir, una mujer
mayor y atractiva se lanza sobre ti así… —Niega con la cabeza como si no pudiera creérselo todavía.
¿Cachondo? Me siento un poco mareada.
—Ella volvió a la casa y me dejó en el patio. Actuó como si nada hubiera pasado. Yo estaba absolutamente
desconcertado. Así que volví al trabajo, a cargar escombros hasta el contenedor. Cuando me fui esa tarde, ella
me pidió que volviera al día siguiente. No dijo nada de lo que había pasado. Así que regresé al día siguiente.
No podía esperar para volver a verla —susurra como si fuera una confesión oscura… tal vez porque lo es—.
No me tocó cuando me besó —murmura y gira la cabeza para mirarme—. Tienes que entenderlo… Mi vida
era el infierno en la tierra. Iba por ahí con quince años, alto para mi edad, empalmado constantemente y lleno
de hormonas. Las chicas del instituto…
No sigue, pero me hago a la idea: un adolescente asustado, solitario y atractivo. Se me encoge el corazón.
—Estaba enfadado, muy enfadado con todo el mundo, conmigo, con los míos. No tenía amigos. El
terapeuta que me trataba entonces era un gilipollas integral. Mi familia me tenía atado en corto, no lo
entendían.
Vuelve a mirar al techo y se pasa una mano por el pelo. Yo estoy deseando pasarle también la mano por el
pelo, pero permanezco quieta.
—No podía soportar que nadie me tocara. No podía. No soportaba que nadie estuviera cerca de mí. Solía
meterme en peleas… joder que sí. Me metí en riñas bastante duras. Me echaron de un par de colegios. Pero
era una forma de desahogarme un poco. La única forma de tolerar algo de contacto físico. —Se detiene de
nuevo—. Bueno, te puedes hacer una idea. Y cuando ella me besó, solo me cogió la cara. No me tocó. —
Casi no le oigo la voz.
Ella debía saberlo. Tal vez Grace se lo dijo. Oh, mi pobre Cincuenta. Tengo que meter las manos bajo la
almohada y apoyar la cabeza en ella para resistir la necesidad de abrazarle.
—Bueno, al día siguiente volví a la casa sin saber qué esperar. Y te voy a ahorrar los detalles escabrosos,
pero fue más de lo mismo. Así empezó la relación.
Oh, joder, qué doloroso es escuchar esto…
Él vuelve a ponerse de costado para quedar frente a mí.
—¿Y sabes qué, Ana? Mi mundo recuperó la perspectiva. Aguda y clara. Todo. Eso era exactamente lo
que necesitaba. Ella fue como un soplo de aire fresco. Tomaba todas las decisiones, apartando de mí toda esa
mierda y dejándome respirar.
Madre mía.
—E incluso cuando se acabó, mi mundo siguió centrado gracias a ella. Y siguió así hasta que te conocí.
¿Y qué demonios se supone que puedo decir ahora? Él me coloca un mechón suelto detrás de la oreja.
—Tú pusiste mi mundo patas arriba. —Cierra los ojos y cuando vuelve a abrirlos están llenos de dolor—.
Mi mundo era ordenado, calmado y controlado, y de repente tú llegaste a mi vida con tus comentarios
inteligentes, tu inocencia, tu belleza y tu tranquila temeridad y todo lo que había antes de ti empezó a parecer
aburrido, vacío, mediocre… Ya no era nada.
Oh, Dios mío.
—Y me enamoré —susurra.
Dejo de respirar. Él me acaricia la mejilla.
—Y yo —murmuro con el poco aliento que me queda.
Sus ojos se suavizan.
—Lo sé —dice.
—¿Ah, sí?
—Sí.
¡Aleluya! Le sonrío tímidamente.
—¡Por fin! —susurro.
Él asiente.
—Y eso ha vuelto a situarlo todo en la perspectiva correcta. Cuando era más joven, Elena era el centro de
mi mundo. No había nada que no hiciera por ella. Y ella hizo muchas cosas por mí. Hizo que dejara la
bebida. Me obligó a esforzarme en el colegio… Ya sabes, me dio un mecanismo para sobrellevar las cosas
que antes no tenía, me dejó experimentar cosas que nunca había pensado que podría.
—El contacto —susurro.
Asiente.
—En cierta forma.
Frunzo el ceño, preguntándome qué querrá decir. Él duda ante mi reacción.
¡Dímelo!, le animo mentalmente.
—Si creces con una imagen de ti mismo totalmente negativa, pensando que no eres más que un marginado,
un salvaje que nadie puede querer, crees que mereces que te peguen.
Christian… pero tú no eres ninguna de esas cosas.
Hace una pausa y se pasa la mano por el pelo.
—Ana, es más fácil sacar el dolor que llevarlo dentro…
Otra confesión.
Oh.
—Ella canalizó mi furia. —Sus labios forman una línea lúgubre—. Sobre todo hacia dentro… ahora lo
veo. El doctor Flynn lleva insistiendo con esto bastante tiempo. Pero solo hace muy poco que conseguí ver
esa relación como lo que realmente fue. Ya sabes… en mi cumpleaños.
Me estremezco ante el inoportuno recuerdo que me viene a la mente de Elena y Christian descuartizándose
verbalmente en la fiesta de cumpleaños de Christian.
—Para ella esa parte de nuestra relación iba de sexo y control y de una mujer solitaria que encontraba
consuelo en el chico que utilizaba como juguete.
—Pero a ti te gusta el control —susurro.
—Sí, me gusta. Siempre me va a gustar, Ana. Soy así. Lo dejé en manos de otra persona por un tiempo.
Dejé que alguien tomara todas mis decisiones por mí. No podía hacerlo yo porque no estaba bien. Pero a
través de mi sumisión a ella me encontré a mí mismo y encontré la fuerza para hacerme cargo de mi vida…
Para tomar el control y tomar mis propias decisiones.
—¿Convertirte en un dominante?
—Sí.
—¿Eso fue decisión tuya?
—Sí.
—¿Dejar Harvard?
—Eso también fue cosa mía, y es la mejor decisión que he tomado. Hasta que te conocí.
—¿A mí?
—Sí. —Curva los labios para formar una sonrisa—. La mejor decisión que he tomado en mi vida ha sido
casarme contigo.
Oh, Dios mío.
—¿No ha sido fundar tu empresa?
Niega con la cabeza.
—¿Ni aprender a volar?
Vuelve a negar.
—Tú —dice y me acaricia la mejilla con los nudillos—. Y ella lo supo —susurra.
Frunzo el ceño.
—¿Ella supo qué?
—Que estaba perdidamente enamorado de ti. Me animó a ir a Georgia a verte, y me alegro de que lo
hiciera. Creyó que se te cruzarían los cables y te irías. Que fue lo que hiciste.
Me pongo pálida. Prefiero no pensar en eso.
—Ella pensó que yo necesitaba todas las cosas que me proporcionaba el estilo de vida del que disfrutaba.
—¿El de dominante? —susurro.
Asiente.
—Eso me permitía mantener a todo el mundo a distancia, tener el control, mantenerme alejado… o eso
creía. Seguro que has descubierto ya el porqué —añade en voz baja.
—¿Por tu madre biológica?
—No quería que volvieran a herirme. Y entonces me dejaste. —Sus palabras son apenas audibles—. Y yo
me quedé hecho polvo.
Oh, no.
—Había evitado la intimidad tanto tiempo… No sabía cómo hacer esto.
—Por ahora lo estás haciendo bien —murmuro. Sigo el contorno de sus labios con el dedo índice. Él los
frunce y me da un beso. Estás hablando conmigo, pienso—. ¿Lo echas de menos? —susurro.
—¿El qué?
—Ese estilo de vida.
—Sí.
¡Oh!
—Pero solo porque echo de menos el control que me proporcionaba. Y la verdad es que gracias a tu
estúpida hazaña —se detiene—, que salvó a mi hermana —continúa en un susurro lleno de alivio, asombro e
incredulidad—, ahora lo sé.
—¿Qué sabes?
—Sé que de verdad me quieres.
Frunzo el ceño.
—¿Ah, sí?
—Sí, porque he visto que lo arriesgaste todo por mí y por mi familia.
Mi ceño se hace más profundo. Él extiende la mano y sigue con el dedo la línea del medio de mi frente,
sobre la nariz.
—Te sale una V aquí cuando frunces el ceño —murmura—. Es un sitio muy suave para darte un beso.
Puedo comportarme fatal… pero tú sigues aquí.
—¿Y por qué te sorprende tanto que siga aquí? Ya te he dicho que no te voy a dejar.
—Por la forma en que me comporté cuando me dijiste que estabas embarazada. —Me roza la mejilla con el
dedo—. Tenías razón. Soy un adolescente.
Oh, mierda… sí que dije eso. Mi subconsciente me mira fijamente: ¡Su médico lo dijo!
—Christian, he dicho algunas cosas horribles. —Me pone el dedo índice sobre los labios.
—Chis. Merecía oírlas. Además, este es mi cuento para dormir. —Vuelve a ponerse boca arriba.
—Cuando me dijiste que estabas embarazada… —Hace una pausa—. Yo pensaba que íbamos a ser solo tú
y yo durante un tiempo. Había pensado en tener hijos, pero solo en abstracto. Tenía la vaga idea de que
tendríamos un hijo en algún momento del futuro.
¿Solo uno? No… No, un hijo único no. No como yo. Pero tal vez este no sea el mejor momento para sacar
ese tema.
—Todavía eres tan joven… Y sé que eres bastante ambiciosa.
¿Ambiciosa? ¿Yo?
—Bueno, fue como si se me hubiera abierto el suelo bajo los pies. Dios, fue totalmente inesperado.
Cuando te pregunté qué te ocurría ni se me pasó por la cabeza que podías estar embarazada. —Suspira—.
Estaba tan furioso… Furioso contigo. Conmigo. Con todo el mundo. Y volví a sentir que no tenía control
sobre nada. Tenía que salir. Fui a ver a Flynn, pero estaba en una reunión con padres en un colegio.
Christian se detiene y levanta una ceja.
—Irónico —susurro, y Christian sonríe, de acuerdo conmigo.
—Así que me puse a andar y andar, y simplemente… me encontré en la puerta del salón. Elena ya se iba.
Se sorprendió de verme. Y, para ser sincero, yo también estaba sorprendido de encontrarme allí. Ella vio que
estaba furioso y me preguntó si quería tomar una copa.
Oh, mierda. Hemos llegado al quid de la cuestión. El corazón empieza a latirme el doble de rápido. ¿De
verdad quiero saberlo? Mi subconsciente me mira con una ceja depilada arqueada en forma de advertencia.
—Fuimos a un bar tranquilo que conozco y pedimos una botella de vino. Ella se disculpó por cómo se
había comportado la última vez que nos vimos. Le duele que mi madre no quiera saber nada más de ella (eso
ha reducido mucho su círculo social), pero lo entiende. Hablamos del negocio, que va bien a pesar de la
crisis… Y mencioné que tú querías tener hijos.
Frunzo el ceño.
—Pensaba que le habías dicho que estaba embarazada.
Me mira con total sinceridad.
—No, no se lo conté.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
Se encoge de hombros.
—No tuve oportunidad.
—Sí que la tuviste.
—No te encontré a la mañana siguiente, Ana. Y cuando apareciste, estabas tan furiosa conmigo…
Oh, sí…
—Cierto.
—De todas formas, en un momento de la noche, cuando ya íbamos por la mitad de la segunda botella, ella
se acercó y me tocó. Y yo me quedé helado —susurra, tapándose los ojos con el brazo.
Se me eriza el vello. ¿Y eso?
—Ella vio que me apartaba. Fue un shock para ambos. —Su voz es baja, demasiado baja.
¡Christian, mírame! Tiro de su brazo y él lo baja, girando la cabeza para enfrentar mi mirada. Mierda. Está
pálido y tiene los ojos como platos.
—¿Qué? —pregunto sin aliento.
Frunce el ceño y traga saliva.
Oh, ¿qué es lo que no me está contando? ¿Quiero saberlo?
—Me propuso tener sexo. —Está horrorizado, lo veo.
Todo el aire abandona mi cuerpo. Estoy sin aliento y creo que se me ha parado el corazón. ¡Esa
endemoniada bruja!
—Fue un momento que se quedó como suspendido en el tiempo. Ella vio mi expresión y se dio cuenta de
que se había pasado de la raya, mucho. Le dije que no. No había pensado en ella así en todos estos años, y
además —traga saliva—, te quiero. Y se lo dije, le dije que quiero a mi mujer.
Le miro fijamente. No sé qué decir.
—Se apartó de inmediato. Volvió a disculparse e intentó que pareciera una broma. Dijo que estaba feliz
con Isaac y con el negocio y que no estaba resentida con nosotros. Continuó diciendo que echaba de menos
mi amistad, pero que era consciente de que mi vida estaba contigo ahora, y que eso le parecía raro, dado lo
que pasó la última vez que estuvimos todos juntos en la misma habitación. Yo no podía estar más de acuerdo
con ella. Nos despedimos… por última vez. Le dije que no volvería a verla y ella se fue por su lado.
Trago saliva y noto que el miedo me atenaza el corazón.
—¿Os besasteis?
—¡No! —Ríe entre dientes—. ¡No podía soportar estar tan cerca de ella!
Oh, bien.
—Estaba triste. Quería venir a casa contigo. Pero sabía que no me había portado bien. Me quedé y acabé la
botella y después continué con el bourbon. Mientras bebía me acordé de algo que me dijiste hace tiempo: «Si
hubieras sido mi hijo…». Y empecé a pensar en Junior y en la forma en que empezamos Elena y yo. Y eso
me hizo sentir… incómodo. Nunca antes lo había pensado así.
Un recuerdo florece en mi mente: una conversación susurrada de cuando estaba solo medio consciente. Es
la voz de Christian: «Pero verla consiguió que volviera a ponerlo todo en contexto y recuperara la
perspectiva. Acerca de lo del bebé, ya sabes. Por primera vez sentí que… lo que hicimos… estuvo mal».
Hablaba con Grace.
—¿Y eso es todo?
—Sí.
—Oh.
—¿Oh?
—¿Se acabó?
—Sí. Se acabó desde el mismo momento en que posé los ojos en ti por primera vez. Pero esa noche me di
cuenta por fin y ella también.
—Lo siento —murmuro.
Él frunce el ceño.
—¿Por qué?
—Por estar tan enfadada al día siguiente.
Él ríe entre dientes.
—Nena, entiendo tu enfado. —Hace una pausa y suspira—. Ana, es que te quiero para mí solo. No quiero
compartirte. Nunca antes había tenido lo que tenemos ahora. Quiero ser el centro de tu universo, por un
tiempo al menos.
Oh, Christian…
—Lo eres. Y eso no va a cambiar.
Él me dedica una sonrisa indulgente, triste y resignada.
—Ana —me susurra—, eso no puede ser verdad.
Los ojos se me llenan de lágrimas.
—¿Cómo puedes pensarlo? —murmura.
Oh, no.
—Mierda… No llores, Ana. Por favor, no llores. —Me acaricia la cara.
—Lo siento. —Me tiembla el labio inferior. Él me lo acaricia con el pulgar y eso me calma—. No, Ana,
no. No lo sientas. Vas a tener otra persona a la que amar. Y tienes razón. Así es cómo tiene que ser.
—Bip te querrá también. Serás el centro del mundo de Bip… de Junior —susurro—. Los niños quieren a
sus padres incondicionalmente, Christian. Vienen así al mundo. Programados para querer. Todos los bebés…
incluso tú. Piensa en ese libro infantil que te gustaba cuando eras pequeño. Todavía necesitabas a tu madre.
La querías.
Arruga la frente y aparta la mano para colocarla convertida en un puño contra su barbilla.
—No —susurra.
—Sí, así es. —Las lágrimas empiezan a caerme libremente—. Claro que sí. No era una opción. Por eso
estás tan herido.
Me mira fijamente con la expresión hosca.
—Por eso eres capaz de quererme a mí —murmuro—. Perdónala. Ella tenía su propio mundo de dolor con
el que lidiar. Era una mala madre, pero tú la querías.
Sigue mirándome sin decir nada, con los ojos llenos de recuerdos que yo solo empiezo a intuir.
Oh, por favor, no dejes de hablar.
Por fin dice:
—Solía cepillarle el pelo. Era guapa.
—Solo con mirarte a ti nadie lo dudaría.
—Pero era una mala madre —Su voz es apenas audible.
Asiento y él cierra los ojos.
—Me asusta que yo vaya a ser un mal padre.
Le acaricio esa cara que tanto quiero. Oh, mi Cincuenta, mi Cincuenta, mi Cincuenta…
—Christian, ¿cómo puedes pensar ni por un momento que yo te dejaría ser un mal padre?
Abre los ojos y se me queda mirando durante lo que me parece una eternidad. Sonríe y el alivio empieza a
iluminar su cara.
—No, no creo que me lo permitieras. —Me acaricia la cara con el dorso de los nudillos, mirándome
asombrado—. Dios, qué fuerte es usted, señora Grey. Te quiero tanto… —Me da un beso en la frente—. No
sabía que podría quererte así.
—Oh, Christian —susurro intentando contener la emoción.
—Bueno, ese es el final del cuento.
—Menudo cuento…
Sonríe nostálgico, pero creo que está aliviado.
—¿Qué tal tu cabeza?
—¿Mi cabeza?
La verdad es que la tengo a punto de explotar por todo lo que acabas de contarme…
—¿Te duele?
—No.
—Bien. Creo que deberías dormir.
¡Dormir! ¿Cómo voy a poder dormir después de todo esto?
—A dormir —dice categórico—. Lo necesitas.
Hago un mohín.
—Tengo una pregunta.
—Oh, ¿qué? —Me mira con ojos cautelosos.
—¿Por qué de repente te has vuelto tan… comunicativo, por decirlo de alguna forma?
Frunce el ceño.
—Ahora de repente me cuentas todo esto, cuando hasta ahora sacarte información era algo angustioso y
que ponía a prueba la paciencia de cualquiera.
—¿Ah, sí?
—Ya sabes que sí.
—¿Que por qué ahora estoy siendo comunicativo? No lo sé. Tal vez porque te he visto casi muerta sobre
un suelo de cemento. O porque voy a ser padre. No lo sé. Has dicho que querías saberlo y no quiero que
Elena se interponga entre nosotros. No puede. Ella es el pasado; ya te lo he dicho muchas veces.
—Si no hubiera intentado acostarse contigo… ¿seguiríais siendo amigos?
—Eso ya son dos preguntas…
—Perdona. No tienes por que decírmelo. —Me sonrojo—. Ya me has contado hoy más de lo que podía
esperar.
Su mirada se suaviza.
—No, no lo creo. Me parecía que tenía algo pendiente con ella desde mi cumpleaños, pero ahora se ha
pasado de la raya y para mí se acabó. Por favor, créeme. No voy a volver a verla. Has dicho que ella es un
límite infranqueable para ti y ese es un término que entiendo —me dice con tranquila sinceridad.
Vale. Voy a cerrar este tema ya. Mi subconsciente se deja caer en su sillón: «¡Por fin!».
—Buenas noches, Christian. Gracias por ese cuento tan revelador. —Me acerco para darle un beso y
nuestros labios solo se rozan brevemente, porque él se aparta cuando intento hacer el beso más profundo.
—No —susurra—. Estoy loco por hacerte el amor.
—Hazlo entonces.
—No, necesitas descansar y es tarde. A dormir. —Apaga la lámpara de la mesilla y nos envuelve la
oscuridad.
—Te quiero incondicionalmente, Christian —murmuro y me acurruco a su lado.
—Lo sé —susurra y noto su sonrisa tímida.
Me despierto sobresaltada. La luz inunda la habitación y Christian no está en la cama. Miro el reloj y veo que
son las siete y cincuenta y tres. Inspiro hondo y hago una mueca de dolor cuando mis costillas se quejan,
aunque ya me duelen un poco menos que ayer. Creo que puedo ir a trabajar. Trabajar… sí. Quiero ir a
trabajar.
Es lunes y ayer me pasé todo el día en la cama. Christian solo me dejó ir a hacerle una breve visita a Ray.
Sigue siendo un obseso del control. Sonrío cariñosamente. Mi obseso del control. Ha estado atento, cariñoso,
hablador… y ha mantenido las manos lejos de mí desde que llegué a casa. Frunzo el ceño. Voy a tener que
hacer algo para cambiar eso. Ya no me duele la cabeza y el dolor de las costillas ha mejorado, aunque todavía
tengo que tener cuidado a la hora de reírme, pero estoy frustrada. Si no me equivoco, esta es la temporada
más larga que he pasado sin sexo desde… bueno, desde la primera vez.
Creo que los dos hemos recuperado nuestro equilibrio. Christian está mucho más relajado; el cuento para
dormir parece haber conseguido ahuyentar unos cuantos fantasmas, suyos y míos. Ya veremos.
Me ducho rápido, y una vez seca, busco entre mi ropa. Quiero algo sexy. Algo que anime a Christian a la
acción. ¿Quién habría pensado que un hombre tan insaciable podría tener tanto autocontrol? No quiero ni
pensar en cómo habrá aprendido a mantener esa disciplina sobre su cuerpo. No hemos hablado de la bruja
después de su confesión. Espero que no tengamos que volver a hacerlo. Para mí está muerta y enterrada.
Escojo una falda corta negra casi indecente y una blusa blanca de seda con un volante. Me pongo medias
hasta el muslo con el extremo de encaje y los zapatos de tacón negros de Louboutin. Un poco de rimel y de
brillo de labios y después de cepillarme el pelo con ferocidad, me lo dejo suelto. Sí. Esto debería servir.
Christian está comiendo en la barra del desayuno. Cuando me ve, deja el tenedor con la tortilla en el aire a
medio camino de su boca. Frunce el ceño.
—Buenos días, señora Grey. ¿Va a alguna parte?
—A trabajar. —Sonrío dulcemente.
—No lo creo. —Christian ríe entre dientes, burlón—. La doctora Singh dijo que una semana de reposo.
—Christian, no me voy a pasar todo el día en la cama sola. Prefiero ir a trabajar. Buenos días, Gail.
—Hola, señora Grey. —La señora Jones intenta ocultar una sonrisa—. ¿Quiere desayunar algo?
—Sí, por favor.
—¿Cereales?
—Prefiero huevos revueltos y una tostada de pan integral.
La señora Jones sonríe y Christian muestra su sorpresa.
—Muy bien, señora Grey —dice la señora Jones.
—Ana, no vas a ir a trabajar.
—Pero…
—No. Así de simple. No discutas. —Christian es firme. Le miro fijamente y entonces me doy cuenta de
que lleva el mismo pantalón del pijama y la camiseta de anoche.
—¿Tú vas a ir a trabajar? —le pregunto.
—No.
¿Me estoy volviendo loca?
—Es lunes, ¿verdad?
Sonríe.
—Por lo que yo sé, sí.
Entorno los ojos.
—¿Vas a hacer novillos?
—No te voy a dejar sola para que te metas en más problemas. Y la doctora Singh dijo que tienes que
descansar una semana antes de volver al trabajo, ¿recuerdas?
Me siento en el taburete a su lado y me subo un poco la falda. La señora Jones coloca una taza de té
delante de mí.
—Te veo bien —dice Christian. Cruzo las piernas—. Muy bien. Sobre todo por aquí. —Roza con un dedo
la carne desnuda que se ve por encima de las medias. Se me acelera el pulso cuando su dedo roza mi piel—.
Esa falda es muy corta —murmura con una vaga desaprobación en la voz mientras sus ojos siguen el camino
de su dedo.
—¿Ah, sí? No me había dado cuenta.
Christian me mira fijamente con la boca formando una sonrisa divertida e irritada a la vez.
—¿De verdad, señora Grey?
Me ruborizo.
—No estoy seguro de que ese atuendo sea adecuado para ir al trabajo —murmura.
—Bueno, como no voy a ir a trabajar, eso es algo discutible.
—¿Discutible?
—Discutible —repito.
Christian sonríe de nuevo y vuelve a su tortilla.
—Tengo una idea mejor.
—¿Ah, sí?
Me mira a través de sus largas pestañas y sus ojos grises se oscurecen. Inhalo bruscamente. Oh, Dios
mío… Ya era hora.
—Podemos ir a ver qué tal va Elliot con la casa.
¿Qué? ¡Oh! ¡Está jugando conmigo! Recuerdo vagamente que íbamos a hacer eso antes de que ocurriera el
accidente de Ray.
—Me encantaría.
—Bien. —Sonríe.
—¿Tú no tienes que trabajar?
—No. Ros ha vuelto de Taiwan. Todo ha ido bien. Hoy todo está bien.
—Pensaba que ibas a ir tú a Taiwan.
Ríe entre dientes otra vez.
—Ana, estabas en el hospital.
—Oh.
—Sí, oh. Así que ahora voy a pasar algo de tiempo de calidad con mi mujer. —Se humedece los labios y le
da un sorbo al café.
—¿Tiempo de calidad? —No puedo evitar la esperanza que se refleja en mi voz.
La señora Jones me sirve los huevos revueltos. Sigue sin poder ocultar la sonrisa.
Christian sonríe burlón.
—Tiempo de calidad —repite y asiente.
Tengo demasiada hambre para seguir flirteando con mi marido.
—Me alegro de verte comer —susurra. Se levanta, se inclina y me da un beso en el pelo—. Me voy a la
ducha.
—Mmm… ¿Puedo ir y enjabonarte la espalda? —murmuro con la boca llena de huevo y tostada.
—No. Come.
Se levanta de la barra y, mientras se encamina al salón, se quita la camiseta por la cabeza, ofreciéndome la
visión de sus hombros bien formados y su espalda desnuda. Me quedo parada a medio masticar. Lo ha hecho
a propósito. ¿Por qué?
Christian está relajado mientras conduce hacia el norte. Acabamos de dejar a Ray y al señor Rodríguez
viendo el fútbol en la nueva televisión de pantalla plana que sospecho que ha comprado Christian para la
habitación del hospital de Ray.
Christian ha estado tranquilo desde que tuvimos «la charla». Es como si se hubiera quitado un peso de
encima; la sombra de la señora Robinson ya no se cierne sobre nosotros, tal vez porque yo he decidido dejarla
ir… o quizá porque ha sido él quien la ha hecho desaparecer, no lo sé. Pero ahora me siento más cerca de él
de lo que me he sentido nunca antes. Quizá porque por fin ha confiado en mí. Espero que siga haciéndolo. Y
ahora también se muestra más abierto con el tema del bebé. No ha salido a comprar una cuna todavía, pero
tengo grandes esperanzas.
Le miro mientras conduce y saboreo todo lo que puedo esa visión. Parece informal, sereno… y sexy con el
pelo alborotado, las Ray-Ban, la chaqueta de raya diplomática, la camisa blanca y los vaqueros.
Me mira, me pone la mano en la rodilla y me la acaricia tiernamente.
—Me alegro de que no te hayas cambiado.
Me he puesto una chaqueta vaquera y zapatos planos, pero sigo llevando la minifalda. Deja la mano ahí,
sobre mi rodilla, y yo se la cubro con la mía.
—¿Vas a seguir provocándome?
—Tal vez.
Christian sonríe.
—¿Por qué?
—Porque puedo.
Sonríe infantil.
—A eso podemos jugar los dos… —susurro.
Sus dedos suben provocativamente por mi muslo.
—Inténtelo, señora Grey. —Su sonrisa se hace más amplia.
Le cojo la mano y se la pongo sobre su rodilla.
—Guárdate tus manos para ti.
Sonríe burlón.
—Como quiera, señora Grey.
Maldita sea. Es posible que con este juego me salga el tiro por la culata.
Christian sube por la entrada de nuestra nueva casa. Se detiene ante el teclado e introduce un número. La
ornamentada puerta blanca se abre. El motor ruge al cruzar el camino flanqueado por árboles todavía llenos
de hojas, aunque estas ya muestran una mezcla de verde, amarillo y cobrizo brillante. La alta hierba del prado
se está volviendo dorada, pero sigue habiendo unas pocas flores silvestres amarillas que destacan entre la
hierba. Es un día precioso. El sol brilla y el olor salado del Sound se mezcla en el aire con el aroma del otoño
que ya se acerca. Es un sitio muy tranquilo y muy bonito. Y pensar que vamos a tener nuestro hogar aquí…
Tras una curva del camino aparece nuestra casa. Varios camiones grandes con palabras CONSTRUCCIONES
GREY inscritas en sus laterales están aparcados delante. La casa está cubierta de andamios y hay varios
trabajadores con casco trabajando en el tejado.
Christian aparca frente al pórtico y apaga el motor. Puedo notar su entusiasmo.
—Vamos a buscar a Elliot.
—¿Está aquí?
—Eso espero. Para eso le pago.
Río entre dientes y Christian sonríe mientras sale del coche.
—¡Hola, hermano! —grita Elliot desde alguna parte. Los dos miramos alrededor buscándole—. ¡Aquí
arriba! —Está sobre el tejado, saludándonos y sonriendo de oreja a oreja—. Ya era hora de que vinierais por
aquí. Quedaos ahí. Enseguida bajo.
Miro a Christian, que se encoge de hombros. Unos minutos después Elliot aparece en la puerta principal.
—Hola, hermano —saluda y le estrecha la mano a Christian—. ¿Y qué tal estás tú, pequeña? —Me coge y
me hace girar.
—Mejor, gracias.
Suelto una risita sin aliento porque mis costillas protestan. Christian frunce el ceño, pero Elliot le ignora.
—Vamos a la oficina. Tenéis que poneros uno de estos —dice dándole un golpecito al casco.
Solo está en pie la estructura de la casa. Los suelos están cubiertos de un material duro y fibroso que parece
arpillera. Algunas de las paredes originales han desaparecido y se están construyendo otras nuevas. Elliot nos
lleva por todo el lugar, explicándonos lo que están haciendo, mientras los hombres (y unas cuantas mujeres)
siguen trabajando a nuestro alrededor. Me alivia ver que la escalera de piedra con su vistosa balaustrada de
hierro sigue en su lugar y cubierta completamente con fundas blancas para evitar el polvo.
En la zona de estar principal han tirado la pared de atrás para levantar la pared de cristal de Gia y están
empezando a trabajar en la terraza. A pesar de todo ese lío, la vista es impresionante. Los nuevos añadidos
mantienen y respetan el encanto de lo antiguo que tenía la casa… Gia lo ha hecho muy bien. Elliot nos
explica pacientemente los procesos y nos da un plazo aproximado para todo. Espera que pueda estar acabada
para Navidad, aunque eso a Christian le parece muy optimista.
Madre mía… La Navidad con vistas al Sound. No puedo esperar. Noto una burbuja de entusiasmo en mi
interior. Veo imágenes de nosotros poniendo un enorme árbol mientras un niño con el pelo cobrizo nos mira
asombrado.
Elliot termina la visita en la cocina.
—Os voy a dejar para que echéis un vistazo por vuestra cuenta. Tened cuidado, que esto es una obra.
—Claro. Gracias, Elliot —susurra Christian cogiéndome la mano—. ¿Contenta? —me pregunta cuando su
hermano nos deja solos.
Yo estoy mirando el cascarón vacío que es esa habitación y preguntándome dónde voy a colgar los
cuadros de los pimientos que compramos en Francia.
—Mucho. Me encanta. ¿Y a ti?
—Lo mismo digo. —Sonríe.
—Bien. Estoy pensando en los cuadros de los pimientos que vamos a poner aquí.
Christian asiente.
—Quiero poner los retratos que te hizo José en esta casa. Tienes que pensar dónde vas a ponerlos también.
Me ruborizo.
—En algún sitio donde no tenga que verlos a menudo.
—No seas así. —Me mira frunciendo el ceño y me acaricia el labio inferior con el pulgar—. Son mis
cuadros favoritos. Me encanta el que tengo en el despacho.
—Y yo no tengo ni idea de por qué —murmuro y le doy un beso en la yema del pulgar.
—Hay cosas peores que pasarme el día mirando tu preciosa cara sonriente. ¿Tienes hambre? —me
pregunta.
—¿Hambre de qué? —susurro.
Sonríe y sus ojos se oscurecen. La esperanza y el deseo se desperezan en mis venas.
—De comida, señora Grey. —Y me da un beso breve en los labios.
Hago un mohín fingido y suspiro.
—Sí. Últimamente siempre tengo hambre.
—Podemos hacer un picnic los tres.
—¿Los tres? ¿Alguien se va a unir a nosotros?
Christian ladea la cabeza.
—Dentro de unos siete u ocho meses.
Oh… Bip. Le sonrío tontorronamente.
—He pensado que tal vez te apetecería comer fuera.
—¿En el prado? —le pregunto.
Asiente.
—Claro.
Sonrío.
—Este va a ser un lugar perfecto para criar una familia —murmura mientras me mira.
¡Familia! ¿Más de un hijo? ¿Será el momento de mencionar eso?
Me pone la mano sobre el vientre y extiende los dedos. Madre mía… Contengo la respiración y coloco mi
mano sobre la suya.
—Me cuesta creerlo —susurra, y por primera vez oigo asombro en su voz.
—Lo sé. Oh, tengo una prueba. Una foto.
—¿Ah, sí? ¿La primera sonrisa del bebé?
Saco de la cartera la imagen de la ecografía de Bip.
—¿Lo ves?
Christian mira fijamente la imagen durante varios segundos.
—Oh… Bip. Sí, lo veo. —Suena distraído, asombrado.
—Tu hijo —le susurro.
—Nuestro hijo —responde.
—El primero de muchos.
—¿Muchos? —Christian abre los ojos como platos, alarmado.
—Al menos dos.
—¿Dos? —dice como haciéndose a la idea—. ¿Podemos ir de uno en uno, por favor?
Sonrío.
—Claro.
Salimos afuera a la cálida tarde de otoño.
—¿Cuándo se lo vamos a decir a tu familia? —pregunta Christian.
—Pronto —le digo—. Pensaba decírselo a Ray esta mañana, pero el señor Rodríguez estaba allí. —Me
encojo de hombros.
Christian asiente y abre el maletero del R8. Dentro hay una cesta de picnic de mimbre y la manta de
cuadros escoceses que compramos en Londres.
—Vamos —me dice cogiendo la cesta y la manta en una mano y tendiéndome la otra. Los dos vamos
andando hasta el prado.
—Claro, Ros, hazlo. —Christian cuelga. Es la tercera llamada que responde durante el picnic. Se ha
quitado los zapatos y los calcetines y me mira con los brazos apoyados en sus rodillas dobladas. Su chaqueta
está a un lado, encima de la mía, porque bajo el sol no tenemos frío. Me tumbo a su lado sobre la manta de
picnic. Estamos rodeados por la hierba verde y dorada, lejos del ruido de la casa, y ocultos de los ojos
indiscretos de los trabajadores de la construcción. Nuestro particular refugio bucólico. Me da otra fresa y yo la
muerdo y chupo el zumo agradecida, mirando sus ojos que se oscurecen por momentos.
—¿Está rica? —susurra.
—Mucho.
—¿Quieres más?
—¿Fresas? No.
Sus ojos brillan peligrosamente y sonríe.
—La señora Jones hace unos picnics fantásticos —dice.
—Cierto —susurro.
De repente cambia de postura y se tumba con la cabeza apoyada en mi vientre. Cierra los ojos y parece
satisfecho. Yo enredo los dedos en su pelo.
Él suspira profundamente, después frunce el ceño y mira el número que aparece en la pantalla de su
BlackBerry, que está sonando. Pone los ojos en blanco y coge la llamada.
—Welch —exclama. Se pone tenso, escucha un par de segundos y después se levanta bruscamente—.
Veinticuatro horas, siete días… Gracias —dice con los dientes apretados y cuelga. Su humor cambia
instantáneamente. El provocativo marido con ganas de flirtear se convierte en el frío y calculador amo del
universo. Entorna los ojos un momento y después esboza una sonrisa gélida. Un escalofrío me recorre la
espalda. Coge otra vez la BlackBerry y escoge un número de marcación rápida.
—¿Ros, cuántas acciones tenemos de Maderas Lincoln? —Se arrodilla.
Se me eriza el vello. Oh, no, ¿de qué va esto?
—Consolida las acciones dentro de Grey Enterprises Holdings, Inc. y después despide a toda la junta…
Excepto al presidente… Me importa una mierda… Lo entiendo, pero hazlo… Gracias… Mantenme
informado. —Cuelga y me mira impasible durante un instante.
¡Madre mía! Christian está furioso.
—¿Qué ha pasado?
—Linc —murmura.
—¿Linc? ¿El ex de Elena?
—El mismo. Fue él quien pagó la fianza de Hyde.
Miro a Christian con la boca abierta, horrorizada. Su boca forma una dura línea.
—Bueno… pues ahora va a parecer un imbécil —murmuro consternada—. Porque Hyde cometió otro
delito mientras estaba bajo fianza.
Christian entorna los ojos y sonríe.
—Cierto, señora Grey.
—¿Qué acabas de hacer? —Me pongo de rodillas sin dejar de mirarle.
—Le acabo de joder.
¡Oh!
—Mmm… eso me parece un poco impulsivo —susurro.
—Soy un hombre de impulsos.
—Soy consciente de ello.
Cierra un poco los ojos y aprieta los labios.
—He tenido este plan guardado en la manga durante un tiempo —dice secamente.
Frunzo el ceño.
—¿Ah, sí?
Hace una pausa en la que parece estar sopesando algo en la mente y después inspira hondo.
—Hace varios años, cuando yo tenía veintiuno, Linc le dio una paliza a su mujer que la dejó hecha un
desastre. Le rompió la mandíbula, el brazo izquierdo y cuatro costillas porque se estaba acostando conmigo.
—Se le endurecen los ojos—. Y ahora me entero de que le ha pagado la fianza a un hombre que ha intentado
matarme, que ha raptado a mi hermana y que le ha fracturado el cráneo a mi mujer. Es más que suficiente.
Creo que ha llegado el momento de la venganza.
Me quedo pálida. Dios mío…
—Cierto, señor Grey —susurro.
—Ana, esto es lo que voy a hacer. Normalmente no hago cosas por venganza, pero no puedo dejar que se
salga con la suya con esto. Lo que le hizo a Elena… Ella debería haberle denunciado, pero no lo hizo. Eso
era decisión suya. Pero acaba de pasarse de la raya con lo de Hyde. Linc ha convertido esto en algo personal
al posicionarse claramente contra mi familia. Le voy a hacer pedazos; destrozaré su empresa delante de sus
narices y después venderé los trozos al mejor postor. Voy a llevarle a la bancarrota.
Oh…
—Además —Christian sonríe burlón—, ganaré mucho dinero con eso.
Miro sus ojos grises llameantes y su mirada se suaviza de repente.
—No quería asustarte —susurra.
—No me has asustado —miento.
Arquea una ceja divertido.
—Solo me ha pillado por sorpresa —susurro y después trago saliva. Christian da bastante miedo a veces.
Me roza los labios con los suyos.
—Haré cualquier cosa para mantenerte a salvo. Para mantener a salvo a mi familia. Y a este pequeñín —
murmura y me pone la mano sobre el vientre para acariciarme suavemente.
Oh… Dejo de respirar. Christian me mira y sus ojos se oscurecen. Separa los labios e inhala. En un
movimiento deliberado las puntas de sus dedos me rozan el sexo.
Oh, madre mía… El deseo explota como un artefacto incendiario que me enciende la sangre. Le cojo la
cabeza, enredo los dedos en su pelo y tiro de él para que sus labios se encuentren con los míos. Él da un
respingo, sorprendido por mi arrebato, y eso le abre paso a mi lengua. Gruñe y me devuelve el beso, sus
labios y su lengua ávidos de los míos, y durante un momento ardemos juntos, perdidos entre lenguas, labios,
alientos y la dulce sensación de redescubrirnos el uno al otro.
Oh, cómo deseo a este hombre. Ha pasado mucho tiempo. Le deseo aquí y ahora, al aire libre, en el prado.
—Ana —jadea en trance, y sus manos bajan por mi culo hasta el dobladillo de la falda. Yo intento
torpemente desabrocharle la camisa.
—Uau, Ana… Para. —Se aparta con la mandíbula tensa y me coge las manos.
—No. —Atrapo con los dientes su labio inferior y tiro—. No —murmuro de nuevo mirándole. Le suelto
—. Te deseo.
Él inhala bruscamente. Está desgarrado; veo claramente la indecisión en sus ojos grises y brillantes.
—Por favor, te necesito. —Todos los poros de mi cuerpo le suplican. Esto es lo que hacemos nosotros…
Gruñe derrotado, su boca encuentra la mía y nuestros labios se unen. Con una mano me coge la cabeza y la
otra baja por mi cuerpo hasta mi cintura. Me tumba boca arriba y se estira a mi lado, sin romper en ningún
momento el contacto de nuestras bocas.
Se aparta, cerniéndose sobre mí y mirándome.
—Es usted tan preciosa, señora Grey.
Yo le acaricio su delicado rostro.
—Y usted también, señor Grey. Por dentro y por fuera.
Frunce el ceño y yo recorro ese ceño con los dedos.
—No frunzas el ceño. A mí me lo pareces, incluso cuando estás enfadado —le susurro.
Gruñe una vez más y su boca atrapa la mía, empujándome contra la suave hierba que hay bajo la manta.
—Te he echado de menos —susurra y me roza la mandíbula con los dientes. Noto que mi corazón vuela
alto.
—Yo también te he echado de menos. Oh, Christian… —Cierro una mano entre su pelo y le agarro el
hombro con la otra.
Sus labios bajan a mi garganta, dejando tiernos besos en su estela. Sus dedos siguen el mismo camino,
desabrochándome diestramente los botones de la blusa. Me abre la blusa y me da besos en los pechos. Gime
apreciativamente desde el fondo de su garganta y el sonido reverbera por mi cuerpo hasta los lugares más
oscuros y profundos.
—Tu cuerpo está cambiando —susurra. Me acaricia el pezón con el pulgar hasta que se pone duro y tira de
la tela del sujetador—. Me gusta —añade. Sigue con la lengua la línea entre el sujetador y mi pecho,
provocándome y atormentándome. Coge la copa del sujetador delicadamente entre los dientes y tira de ella,
liberando mi pecho y acariciándome el pezón con la nariz en el proceso. Se me pone la piel de gallina por su
contacto y por el frescor de la suave brisa de otoño. Cierra los labios sobre mi piel y succiona fuerte durante
largo rato.
—¡Ah! —gimo, inhalo bruscamente y hago una mueca cuando el dolor irradia de mis costillas
contusionadas.
—¡Ana! —exclama Christian y se me queda mirando con la cara llena de preocupación—. A esto me
refería —me reprende—. No tienes instinto de autoconservación. No quiero hacerte daño.
—No… no pares —gimoteo. Se me queda mirando con emociones encontradas luchando en su interior—.
Por favor.
—Ven. —Se mueve bruscamente y tira de mí hasta que quedo sentada a horcajadas sobre él con la falda
subida y enrollada en las caderas. Me acaricia con las manos los muslos, justo por encima de las medias—.
Así está mejor. Y puedo disfrutar de la vista.
Levanta la mano y engancha el dedo índice en la otra copa del sujetador, liberándome también el otro
pecho. Me cubre ambos con las manos y yo echo atrás la cabeza y los empujo contra sus manos expertas.
Tira de mis pezones y los hace rodar entre sus dedos hasta que grito y entonces se incorpora y se sienta de
forma que quedamos nariz contra nariz, sus ojos grises ávidos fijos en los míos. Me besa sin dejar de
excitarme con los dedos. Yo busco frenéticamente su camisa y le desabrocho los dos primeros botones. Es
como una sobrecarga sensorial: quiero besarle por todas partes, desvestirle y hacer el amor con él, todo a la
vez.
—Tranquila… —Me coge la cabeza y se aparta, con los ojos oscuros y llenos de una promesa sensual—.
No hay prisa. Tómatelo con calma. Quiero saborearte.
—Christian, ha pasado tanto tiempo… —Estoy jadeando.
—Despacio —susurra, y es una orden. Me da un beso en la comisura derecha de la boca—. Despacio. —
Ahora me besa la izquierda—. Despacio, nena. —Tira de mi labio inferior con los dientes—. Vayamos
despacio. —Enreda los dedos en mi pelo para mantenerme quieta mientras su lengua me invade la boca
buscando, saboreando, tranquilizándome… y a la vez llenándome de fuego. Oh, mi marido sabe besar…
Le acaricio la cara y mis dedos bajan hasta su barbilla, después por su garganta y por fin vuelvo a
dedicarme a los botones de su camisa, despacio esta vez, mientras él sigue besándome. Le abro lentamente la
camisa y le recorro con los dedos las clavículas siguiendo su contorno a través de su piel cálida y sedosa. Le
empujo suavemente hacia atrás para que quede tumbado debajo de mí. Me siento erguida y le miro,
consciente de que me estoy revolviendo contra su creciente erección. Mmm… Le rozo los labios con los míos
pero sigo hasta su mandíbula, y después desciendo por el cuello, sobre la nuez, hasta el pequeño hueco en la
base de la garganta. Mi guapísimo marido. Me inclino y trazo con la punta de los dedos el mismo recorrido
que antes ha hecho mi boca. Le rozo la mandíbula con los dientes y le beso la garganta. Él cierra los ojos.
—Ah —gime y echa la cabeza hacia atrás, dándome un mejor acceso a la base de la garganta. Su boca está
relajada y abierta en silenciosa veneración. Christian perdido y excitado… es tan estimulante. Y excitante
para mí.
Bajo acariciándole el esternón con la lengua y enredándola en el vello de su pecho. Mmm… Sabe tan bien.
Y huele tan bien. Es embriagador. Beso primero una de sus pequeñas cicatrices redondas y después otra.
Noto que me agarra las caderas, y mis dedos se detienen sobre su pecho mientras le miro. Su respiración es
trabajosa.
—¿Quieres esto? ¿Aquí? —jadea. Sus ojos están empañados por una enloquecedora combinación de amor
y lujuria.
—Sí —susurro y le paso los labios y la lengua por el pecho hasta su tetilla. La rodeo con la lengua y tiro
con los dientes.
—Oh, Ana —murmura.
Me agarra la cintura y me levanta, tirando a la vez de los botones de la bragueta hasta que su erección
queda libre. Me baja de nuevo y yo empujo contra él, saboreando la sensación: Christian duro y caliente
debajo de mí. Sube las manos por mis muslos parándose justo donde terminan las medias y empieza la carne,
y sus manos empiezan a trazar pequeños círculos incitantes en la parte superior de los muslos hasta que con
los pulgares me toca… justo donde quería que me tocara. Doy un respingo.
—Espero que no le tengas cariño a tu ropa interior —murmura con los ojos salvajes y brillantes.
Sus dedos recorren el elástico a lo largo de mi vientre. Después se deslizan por dentro para seguir
provocándome antes de agarrar las bragas con fuerza y atravesar con los pulgares la delicada tela. Las bragas
se desintegran. Christian extiende las manos sobre mis muslos y sus pulgares vuelven a mi sexo. Flexiona las
caderas para que su erección se frote contra mí.
—Siento lo mojada que estás. —Su voz desprende un deseo carnal.
De repente se sienta con el brazo rodeándome la cintura y quedamos frente a frente. Me acaricia la nariz
con la suya.
—Vamos a hacerlo muy lento, señora Grey. Quiero sentirlo todo de usted. —Me levanta y con una
facilidad exquisita, lenta y frustrante, me va bajando sobre él. Siento cada bendito centímetro de él
llenándome.
—Ah… —gimo de forma incoherente a la vez que extiendo las manos para agarrarle los brazos. Intento
levantarme un poco para conseguir algo de fricción, pero él me mantiene donde estoy.
—Todo de mí —susurra y mueve la pelvis, empujando para introducirse hasta el fondo. Echo atrás la
cabeza y dejo escapar un grito estrangulado de puro placer—. Deja que te oiga —murmura—. No… no te
muevas, solo siente.
Abro los ojos. Tengo la boca petrificada en un grito silencioso. Sus ojos grises me miran lascivos y
entornados, encadenados a mis ojos azules en éxtasis. Se mueve, haciendo un círculo con la cadera, pero a mí
no me deja moverme.
Gimo. Noto sus labios en mi garganta, besándome.
—Este es mi lugar favorito: enterrado en ti —murmura contra mi piel.
—Muévete, por favor —le suplico.
—Despacio, señora Grey. —Flexiona de nuevo la cadera y el placer me llena el cuerpo. Le rodeo la cara
con las manos y le beso, consumiéndole.
—Hazme el amor. Por favor, Christian.
Sus dientes me rozan la mandíbula hasta la oreja.
—Vamos —susurra y me levanta para después bajarme.
La diosa que llevo dentro está desatada y yo presiono contra el suelo y empiezo a moverme, saboreando la
sensación de él dentro de mí… cabalgando sobre él… cabalgando con fuerza. Él se acompasa conmigo con
las manos en mi cintura. He echado de menos esto… La sensación enloquecedora de él debajo de mí, dentro
de mí… El sol en la espalda, el dulce olor del otoño en el aire, la suave brisa otoñal. Es una fusión de sentidos
cautivadora: el tacto, el gusto, el olfato y la vista de mi querido esposo debajo de mí.
—Oh, Ana —gime con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta.
Ah… Me encanta esto. Y en mi interior empiezo a acercarme… acercarme… cada vez más. Las manos de
Christian descienden hasta mis muslos y delicadamente presiona con los pulgares el vértice entre ambos y yo
estallo a su alrededor, una y otra vez, y otra y otra, y me dejo caer sobre su pecho al mismo tiempo que él
grita también, dejándose llevar y pronunciando mi nombre lleno de amor y felicidad.
Me abraza contra su pecho y me acaricia la cabeza. Mmm… Cierro los ojos y saboreo la sensación de sus
brazos a mi alrededor. Tengo la mano sobre su pecho y siento el latido constante del corazón que se va
ralentizando y calmando. Le beso y le acaricio con la nariz y me digo maravillada que no hace mucho no me
habría permitido hacer esto.
—¿Mejor? —me susurra.
Levanto la cabeza. Está sonriendo ampliamente.
—Mucho. ¿Y tú? —Mi sonrisa es un reflejo de la suya.
—La he echado de menos, señora Grey. —Se pone serio un momento.
—Y yo.
—Nada de hazañas nunca más, ¿eh?
—No —prometo.
—Deberías contarme las cosas siempre —susurra.
—Lo mismo digo, Grey.
Él sonríe burlón.
—Cierto. Lo intentaré. —Me da un beso en el pelo.
—Creo que vamos a ser felices aquí —susurro cerrando los ojos otra vez.
—Sí. Tú, yo y… Bip. ¿Cómo te sientes, por cierto?
—Bien. Relajada. Feliz.
—Bien.
—¿Y tú?
—También. Todas esas cosas —responde.
Le miro intentando evaluar su expresión.
—¿Qué? —me pregunta.
—¿Sabes que eres muy autoritario durante el sexo?
—¿Es una queja?
—No. Solo me preguntaba… Has dicho que lo echabas de menos.
Se queda muy quieto y me mira.
—A veces —murmura.
Oh.
—Tenemos que ver qué podemos hacer al respecto —le digo y le doy un beso suave en los labios. Me
enrosco a su alrededor como una rama de vid. En mi mente veo imágenes de nosotros en el cuarto de juegos:
Tallis, la mesa, la cruz, esposada a la cama… Me gustan esos polvos pervertidos, nuestros polvos pervertidos.
Sí. Puedo hacer esas cosas. Puedo hacerlo por él, con él. Puedo hacerlo por mí. Me hormiguea la piel al
pensar en la fusta—. A mí también me gusta jugar —murmuro y le miro. Me responde con su sonrisa tímida.
—¿Sabes? Me gustaría mucho poner a prueba tus límites —susurra.
—¿Mis límites en cuanto a qué?
—Al placer.
—Oh, creo que eso me va a gustar.
—Bueno, quizá cuando volvamos a casa —dice, dejando esa promesa en el aire entre los dos.
Le acaricio con la nariz otra vez. Le quiero tanto…
Han pasado dos días desde nuestro picnic. Dos días desde que hizo la promesa: «Bueno, quizá cuando
volvamos a casa». Christian sigue tratándome como si fuera de cristal. Todavía no me deja ir a trabajar, así
que estoy trabajando desde casa. Aparto el montón de cartas que he estado leyendo y suspiro. Christian y yo
no hemos vuelto al cuarto de juegos desde la vez que dije la palabra de seguridad. Y ha dicho que lo echa de
menos. Bueno, yo también… sobre todo ahora que quiere poner a prueba mis límites. Me sonrojo al pensar
en qué puede implicar eso. Miro las mesas de billar… Sí, no puedo esperar para explorar las posibilidades.
Mis pensamientos quedan interrumpidos por una suave música lírica que llena el ático. Christian está
tocando el piano; y no sus piezas tristes habituales, sino una melodía dulce y esperanzadora. Una que
reconozco, pero que nunca le había oído tocar.
Voy de puntillas hasta el arco que da acceso al salón y contemplo a Christian al piano. Está atardeciendo.
El cielo es de un rosa opulento y la luz se refleja en su brillante pelo cobrizo. Está tan guapo y tan
impresionante como siempre, concentrado mientras toca, ajeno a mi presencia. Ha estado tan comunicativo
los últimos días, tan atento… Me ha contado sus impresiones de cómo iba el día, sus pensamientos, sus
planes. Es como si se hubiera roto una presa en su interior y las palabras hubieran empezado a salir.
Sé que vendrá a comprobar qué tal estoy dentro de unos pocos minutos y eso me da una idea. Excitada y
esperando que siga sin haberse dado cuenta de mi presencia, me escabullo y corro a nuestro dormitorio. Me
quito toda la ropa según voy hacia allí hasta que no llevo más que unas bragas de encaje azul pálido.
Encuentro una camisola del mismo azul y me la pongo rápidamente. Eso ocultará el hematoma. Entro en el
vestidor y saco del cajón los vaqueros gastados de Christian: los vaqueros del cuarto de juegos, mis vaqueros
favoritos. Cojo mi BlackBerry de la mesita, doblo los pantalones con cuidado y me arrodillo junto a la puerta
del dormitorio. La puerta está entornada y oigo las notas de otra pieza, una que no conozco. Pero es otra
melodía llena de esperanza; es preciosa. Le escribo un correo apresuradamente.
De: Anastasia Grey
Fecha: 21 de septiembre de 2011 20:45
Para: Christian Grey
Asunto: El placer de mi marido
Amo:
Estoy esperando sus instrucciones.
Siempre suya.
Señora G x
Pulso «Enviar».
Unos segundos después la música se detiene bruscamente. Se me para el corazón un segundo y después
empieza a latir más fuerte. Espero y espero y por fin vibra mi BlackBerry.
De: Christian Grey
Fecha: 21 de septiembre de 2011 20:48
Para: Anastasia Grey
Asunto: El placer de mi marido Me encanta este título, nena
Señora G:
Estoy intrigado. Voy a buscarla.
Prepárese.
Christian Grey
Presidente ansioso por la anticipación de Grey Enterprises Holdings, Inc.
«¡Prepárese!» Mi corazón vuelve a latir con fuerza y empiezo a contar. Treinta y siete segundos después se
abre la puerta. Cuando se para en el umbral mantengo la mirada baja, dirigida a sus pies descalzos. Mmm…
No dice nada. Se queda callado mucho tiempo. Oh, mierda. Resisto la necesidad de levantar la vista y sigo
con la mirada fija en el suelo.
Por fin se agacha y recoge sus vaqueros. Sigue en silencio, pero va hasta el vestidor mientras yo continúo
muy quieta. Oh, Dios mío… allá vamos. El sonido de mi corazón es atronador y me encanta el subidón de
adrenalina que me recorre el cuerpo. Me retuerzo según va aumentando mi excitación. ¿Qué me va a hacer?
Regresa al cabo de un momento; ahora lleva los vaqueros.
—Así que quieres jugar… —murmura.
—Sí.
No dice nada y me arriesgo a levantar la mirada… Subo por sus piernas, sus muslos cubiertos por los
vaqueros, el leve bulto a la altura de la bragueta, el botón desabrochado de la cintura, el vello que sube, el
ombligo, su abdomen cincelado, el vello de su pecho, sus ojos grises en llamas y la cabeza ladeada. Tiene una
ceja arqueada. Oh, mierda.
—¿Sí qué? —susurra.
Oh.
—Sí, amo.
Sus ojos se suavizan.
—Buena chica —dice y me acaricia la cabeza—. Será mejor que subamos arriba —añade.
Se me licuan las entrañas y el vientre se me tensa de esa forma tan deliciosa.
Me coge la mano y yo le sigo por el piso y subo con él la escalera. Delante de la puerta del cuarto de
juegos se detiene, se inclina y me da un beso suave antes de agarrarme el pelo con fuerza.
—Estás dominando desde abajo, ¿sabes? —murmura contra mis labios.
—¿Qué? —No sé de qué está hablando.
—No te preocupes. Viviré con ello —susurra divertido, me acaricia la mandíbula con la nariz y me muerde
con suavidad la oreja—. Cuando estemos dentro, arrodíllate como te he enseñado.
—Sí… Amo.
Me mira con los ojos brillándole de amor, asombro e ideas perversas.
Vaya… La vida nunca va a ser aburrida con Christian y estoy comprometida con esto a largo plazo.
Quiero a este hombre: mi marido, mi amante, el padre de mi hijo, a veces mi dominante… mi Cincuenta
Sombras.
E
Epílogo
La casa grande, mayo de 2014
stoy tumbada en nuestra manta de picnic de cuadros escoceses, mirando el claro cielo azul de verano. Mi
visión está enmarcada por las flores del prado y la alta hierba verde. El calor del sol de la tarde me calienta
la piel, los huesos y el vientre, y yo me relajo y mi cuerpo se va convirtiendo en gelatina. Qué cómodo es
esto… No… esto es maravilloso. Saboreo el momento, un momento de paz, un momento de total y absoluta
satisfacción. Debería sentirme culpable por sentir esta alegría, esta sensación de plenitud, pero no. La vida
está aquí, ahora, está bien y he aprendido a apreciarla y a vivir el momento como mi marido. Sonrío y me
retuerzo cuando mi mente vuelve al delicioso recuerdo de nuestra última noche en el piso del Escala…
Las colas del látigo me rozan la piel del vientre hinchado a un ritmo dolorosamente lánguido.
—¿Ya has tenido suficiente, Ana? —me susurra Christian al oído.
—Oh, por favor… —suplico tirando de las ataduras que tengo por encima de la cabeza. Estoy de pie, con
los ojos tapados y esposada a la rejilla del cuarto de juegos.
Siento el escozor dulce del látigo en el culo.
—¿Por favor qué?
Doy un respingo.
—Por favor, amo.
Christian me pone la mano sobre la piel enrojecida y me la frota suavemente.
—Ya está. Ya está. Ya está. —Sus palabras son suaves. Su mano desciende y da un rodeo para acabar
deslizando los dedos en mi interior.
Gimo.
—Señora Grey —jadea y tira del lóbulo de mi oreja con los dientes—, qué preparada está ya.
Sus dedos entran y salen de mí, tocando ese punto, ese punto tan dulce otra vez. El látigo repiquetea contra
el suelo y la mano pasa sobre mi vientre y sube hasta los pechos. Me ponto tensa. Están muy sensibles.
—Chis —dice Christian cubriéndome uno con la mano y rozando el pezón con el pulgar.
—Ah…
Sus dedos son suaves y provocativos y el placer empieza a bajar en espirales desde mi pecho hacia abajo…
muy abajo y profundo. Echo la cabeza hacia atrás para aumentar la presión del pezón contra su palma
mientras gimo una vez más.
—Me gusta oírte —susurra Christian. Noto su erección contra mi cadera; los botones de la bragueta se
clavan en mi carne mientras su otra mano continúa con su estimulación incesante: dentro, fuera, dentro,
fuera… siguiendo un ritmo.
—¿Quieres que te haga correrte así? —me pregunta.
—No.
Sus dedos dejan de moverse en mi interior.
—¿De verdad, señora Grey? ¿Es decisión tuya? —Sus dedos se aprietan alrededor de mi pezón.
—No… No, amo.
—Eso está mejor.
—Ah. Por favor —le suplico.
—¿Qué quieres, Anastasia?
—A ti. Siempre.
Él inhala bruscamente.
—Todo de ti —añado sin aliento.
Saca los dedos de mi interior, tira de mí para que me gire y quede de frente a él y me arranca el antifaz.
Parpadeo y me encuentro sus ojos grises oscurecidos que sueltan llamaradas, fijos en los míos. Su dedo índice
sigue el contorno de mi labio inferior y entonces me introduce los dedos índice y corazón en la boca para
dejarme degustar el sabor salado de mi excitación.
—Chupa —susurra.
Yo rodeo los dedos con la lengua y la meto entre ellos.
Mmm… Todo en sus dedos sabe bien, incluso yo.
Sus manos suben por mis brazos hasta las esposas que tengo encima de la cabeza y las suelta para
liberarme. Me gira otra vez para que quede de cara a la pared, tira de mi trenza y me atrae hacia sus brazos.
Me obliga a inclinar la cabeza a un lado y me roza la garganta con los labios y va subiendo hasta la oreja
mientras abraza mi cuerpo caliente contra el suyo.
—Quiero estar dentro de tu boca. —Su voz es suave y seductora. Mi cuerpo excitado y más que preparado
se tensa desde el interior. El placer es dulce y agudo.
Gimo. Me vuelvo para mirarle, acerco su cabeza a la mía y le doy un beso apasionado con mi lengua
invadiéndole la boca, saboreándole. Él gruñe, me pone las manos en el culo y me empuja hacia él, pero solo
mi vientre de embarazada le toca. Le muerdo la mandíbula y voy bajando dándole besos hasta la garganta.
Después bajo los dedos hasta sus vaqueros. Él echa atrás la cabeza, exponiendo la garganta a mis atenciones,
y yo sigo con la lengua hasta su torso y el vello de su pecho.
—Ah…
Tiro de la cintura de los vaqueros, los botones se sueltan y él me coloca las manos en los hombros. Me
pongo de rodillas delante de él.
Le miro entornando los ojos y él me devuelve la mirada. Tiene los ojos oscuros, los labios separados e
inhala bruscamente cuando le libero y me lo meto en la boca. Me encanta hacerle esto a Christian. Ver cómo
se va deshaciendo, oír su respiración que se acelera y los suaves gemidos que emite desde el fondo de la
garganta… Cierro los ojos y chupo con fuerza, presionando, disfrutando de su sabor y de su exclamación sin
aliento.
Me coge la cabeza para que me quede quieta y yo cubro mis dientes con los labios y le meto más
profundamente en mi boca.
—Abre los ojos y mírame —me ordena en voz baja.
Sus ojos ardientes se encuentran con los míos y flexiona la cadera, llenándome la boca hasta alcanzar el
fondo de la garganta y después apartándose rápido. Vuelve a empujar contra mí y yo levanto las manos para
tocarle. Él se para y me agarra para mantenerme donde estoy.
—No me toques o te vuelvo a esposar. Solo quiero tu boca —gruñe.
Oh, Dios mío… ¿Así lo quieres? Pongo las manos tras la espalda y le miro inocentemente con la boca
llena.
—Eso está mejor —dice sonriendo burlón y con voz ronca. Se aparta y sujetándome firmemente pero con
cuidado, vuelve a empujar para entrar otra vez—. Tiene una boca deliciosa para follarla, señora Grey.
Cierra los ojos y vuelve a penetrar en mi boca mientras yo le aprieto entre los labios y le rodeo una y otra
vez con la lengua. Dejo que entre más profundamente y que después vaya saliendo, una y otra vez, y otra.
Oigo como el aire se le escapa entre los dientes apretados.
—¡Ah! Para —dice y sale de mi boca, dejándome con ganas de más. Me agarra los hombros y me pone de
pie. Me coge la trenza y me besa con fuerza, su lengua persistente dando y tomando a la vez. De repente me
suelta y antes de darme cuenta me coge en brazos, me lleva a la cama de cuatro postes y me tumba con
cuidado de forma que mi culo queda justo en el borde de la cama—. Rodéame la cintura con las piernas —
ordena. Lo hago y tiro de él hacia mí. Él se inclina, pone las manos a ambos lados de mi cabeza y, todavía de
pie, entra en mi interior lentamente.
Oh, esto está muy bien. Cierro los ojos y me dejo llevar por su lenta posesión.
—¿Bien? —me pregunta. Se nota claramente la preocupación en su tono.
—Oh, Dios, Christian. Sí. Sí. Por favor. —Aprieto las piernas a su alrededor y empujo contra él. Él gruñe.
Me agarro a sus brazos y él flexiona las caderas, dentro y fuera, lentamente al principio—. Christian, por
favor. Más fuerte… No me voy a romper.
Gruñe de nuevo y comienza a moverse, moverse de verdad, empujando con fuerza dentro de mí, una y otra
vez. Oh, esto es increíble.
—Sí —digo sin aliento apretándole de nuevo mientras empiezo a acercarme… Gime, hundiéndose en mí
con renovada determinación… Estoy cerca. Oh, por favor. No pares.
—Vamos, Ana —gruñe con los dientes apretados y yo exploto a su alrededor. Grito su nombre y Christian
se queda quieto, gime con fuerza, y noto que llega al clímax en mi interior—. ¡Ana! —grita.
Christian está tumbado a mi lado, acariciándome el vientre con la mano, con los largos dedos extendidos.
—¿Qué tal está mi hija?
—Bailando. —Río.
—¿Bailando? ¡Oh, sí! Uau. Puedo sentirlo. —Sonríe cuando siente que Bip número dos da volteretas en
mi interior.
—Creo que ya le gusta el sexo.
Christian frunce el ceño.
—¿Ah, sí? —dice con sequedad. Acerca los labios a mi barriga—. Pues no habrá nada de eso hasta los
treinta, señorita.
Suelto una risita.
—Oh, Christian, eres un hipócrita.
—No, soy un padre ansioso. —Me mira con la frente arrugada, signo de su ansiedad.
—Eres un padre maravilloso. Sabía que lo serías. —Le acaricio su delicado rostro y él me dedica su sonrisa
tímida.
—Me gusta esto —murmura acariciándome y después besándome el vientre—. Hay más de ti.
Hago un mohín.
—No me gusta que haya más de mí.
—Es genial cuando te corres.
—¡Christian!
—Y estoy deseando volver a probar la leche de tus pechos otra vez.
—¡Christian! Eres un pervertido…
Se lanza sobre mí de repente, me besa con fuerza, pasa una pierna por encima de mí y me agarra las manos
por encima de la cabeza.
—Me encantan los polvos pervertidos —me susurra y me acaricia la nariz con la suya.
Sonrío, contagiada por su sonrisa perversa.
—Sí, a mí también me encantan los polvos pervertidos. Y te quiero. Mucho.
Me despierto sobresaltada por un chillido agudo de puro júbilo de mi hijo, y aunque no veo ni al niño ni a
Christian, sonrío de felicidad como una idiota. Ted se ha levantado de la siesta y él y Christian están
retozando por allí cerca. Me quedo tumbada en silencio, maravillada de la capacidad de juego de Christian.
Su paciencia con Teddy es extraordinaria… todavía más que la que tiene conmigo. Río entre dientes. Pero así
debe ser. Y mi precioso niño, el ojito derecho de su madre y de su padre, no conoce el miedo. Christian, por
otro lado, sigue siendo demasiado sobreprotector con los dos. Mi dulce, temperamental y controlador
Cincuenta.
—Vamos a buscar a mami. Está por aquí en el prado en alguna parte.
Ted dice algo que no oigo y Christian ríe libre y felizmente. Es un sonido mágico, lleno de orgullo
paternal. No puedo resistirme. Me incorporo sobre los codos y les espío desde mi escondite entre la alta
hierba.
Christian está haciendo girar a Ted una y otra vez y el niño cada vez chilla más, encantado. Se detiene,
lanza a Ted al aire de nuevo (yo dejo de respirar) y vuelve a cogerlo. Ted chilla con abandono infantil y yo
suspiro aliviada. Oh, mi hombrecito, mi querido hombrecito, siempre activo.
—¡Ota ves, papi! —grita. Christian obedece y yo vuelvo a sentir el corazón en la boca cuando lanza a
Teddy al aire y después lo coge y lo abraza fuerte, le da un beso en el pelo cobrizo, después un beso rápido
en la mejilla y acaba haciéndole cosquillas sin piedad. Teddy aúlla de risa, se retuerce y empuja el pecho de
Christian para intentar escabullirse de sus brazos. Sonriendo, Christian lo baja al suelo.
—Vamos a buscar a mami. Está escondida entre la hierba.
Ted sonríe, encantado por el juego, y mira el prado. Le coge la mano a Christian y señala un sitio donde no
estoy y eso me hace soltar una risita. Vuelvo a tumbarme rápidamente, disfrutando también del juego.
—Ted, he oído a mami. ¿La has oído tú?
—¡Mami!
Río ante el tono imperioso de Ted. Vaya, se parece tanto a su padre ya, y solo tiene dos años…
—¡Teddy! —le llamo mirando al cielo con una sonrisa ridícula en la cara.
—¡Mami!
Muy pronto oigo sus pasos por el prado y primero Ted y después Christian aparecen como una tromba
cruzando la hierba.
—¡Mami! —chilla Ted como si acabara de encontrar el tesoro de Sierra Madre y salta sobre mí.
—¡Hola, mi niño! —Le abrazo y le doy un beso en la mejilla regordeta. Él ríe y me responde con otro
beso. Después se escabulle de mis brazos.
—Hola, mami. —Christian me mira y me sonríe.
—Hola, papi. —Sonrío y él coge a Ted y se sienta a mi lado con su hijo en el regazo.
—Hay que tener cuidado con mami —riñe a Ted. Sonrío burlonamente; es irónico que lo diga él. Saca la
BlackBerry del bolsillo y se la da a Ted. Eso nos va a dar cinco minutos de paz como máximo. Teddy la
estudia con el ceño fruncido. Se pone muy serio, con los ojos azules muy concentrados, igual que su padre
cuando lee su correo. Christian le acaricia el pelo con la nariz y se me derrite el corazón al mirarlos: mi hijo
sentado tranquilamente (durante unos minutos al menos) en el regazo de mi marido. Son tan parecidos… Mis
dos hombres preferidos sobre la tierra.
Ted es el niño más guapo y listo del mundo, pero yo soy su madre, así que es imposible que no piense eso.
Y Christian es… bueno, Christian es él. Con una camiseta blanca y los vaqueros está tan guapo como
siempre. ¿Qué he hecho para ganar un premio como ese?
—La veo bien, señora Grey.
—Yo a usted también, señor Grey.
—¿Está mami guapa? —le susurra Christian al oído a Ted, pero el niño le da un manotazo, más interesado
en la BlackBerry.
Suelto una risita.
—No puedes con él.
—Lo sé. —Christian sonríe y le da otro beso en el pelo—. No me puedo creer que vaya a cumplir dos años
mañana. —Su tono es nostálgico y me pone una mano sobre el vientre—. Tengamos muchos hijos —me
dice.
—Uno más por lo menos. —Le sonrío y él me acaricia el vientre.
—¿Cómo está mi hija?
—Está bien. Dormida, creo.
—Hola, señor Grey. Hola, Ana.
Ambos nos giramos y vemos a Sophie, la hija de diez años de Taylor, que aparece entre la hierba.
—¡Soiii! —chilla Ted encantado de verla. Se baja del regazo de Christian y deja su BlackBerry.
—Gail me ha dado polos —dice Sophie—. ¿Puedo darle uno a Ted?
—Claro —le digo. Oh, Dios mío, se va a poner perdido.
—¡Pooo!
Ted extiende las manos y Sophie le da uno. Ya está goteando.
—Trae. Déjale ver a mami.
Me siento, le cojo el polo a Ted y me lo meto en la boca para quitarle el exceso de líquido. Mmm…
Arándanos. Está frío y delicioso.
—¡Mío! —protesta Ted con la voz llena de indignación.
—Toma. —Le devuelvo el polo que ya gotea un poco menos y él se lo mete directamente en la boca.
Sonríe.
—¿Podemos ir Ted y yo a dar un paseo? —me pregunta Sophie.
—Claro.
—No vayáis muy lejos.
—No, señor Grey. —Los ojos color avellana de Sophie están muy abiertos y muy serios. Creo que
Christian le asusta un poco. Extiende la mano y Teddy se la coge encantado. Se alejan juntos andando por la
hierba.
Christian los contempla.
—Estarán bien, Christian. ¿Qué puede pasarles aquí?
Él frunce el ceño momentáneamente y yo me acerco para acurrucarme en su regazo.
—Además, Ted está como loco con Sophie.
Christian ríe entre dientes y me acaricia el pelo con la nariz.
—Es una niña maravillosa.
—Lo es. Y muy guapa. Un ángel rubio.
Christian se queda quieto y me pone las manos sobre el vientre.
—Chicas, ¿eh? —Hay un punto de inquietud en su voz. Yo le pongo la mano en la nuca.
—No tienes que preocuparte por tu hija durante al menos otros tres meses. La tengo bien protegida aquí,
¿vale?
Me da un beso detrás de la oreja y me roza el lóbulo con los dientes.
—Lo que usted diga, señora Grey. —Me da un mordisco y yo doy un respingo—. Me lo pasé bien anoche
—dice—. Deberíamos hacerlo más a menudo.
—Yo también me lo pasé bien.
—Podríamos hacerlo más a menudo si dejaras de trabajar…
Pongo los ojos en blanco y él me abraza con más fuerza y sonríe contra mi cuello.
—¿Me está poniendo los ojos en blanco, señora Grey? —Advierto en su voz una amenaza implícita pero
sensual que hace que me retuerza un poco, pero estamos en medio del prado con los niños cerca, así que
ignoro la proposición.
—Grey Publishing tiene un autor en la lista de los más vendidos del New York Times; las ventas de Boyce
Fox son fenomenales. Además, el negocio de los e-books ha estallado y por fin tengo a mi alrededor al
equipo que quería.
—Y estás ganando dinero en estos tiempos tan difíciles —añade Christian con orgullo—. Pero… me
gustaría que estuvieras descalza, embarazada y en la cocina.
Me echo un poco hacia atrás para poder verle la cara. Él me mira a los ojos con los suyos brillantes.
—Eso también me gusta a mí —murmuro. Él me da un beso con la mano todavía sobre mi vientre.
Al ver que está de buen humor, decido sacar un tema delicado.
—¿Has pensado en mi sugerencia?
Se queda muy quieto.
—Ana, la respuesta es no.
—Pero Ella es un nombre muy bonito.
—No le voy a poner a mi hija el nombre de mi madre. No. Fin de la discusión.
—¿Estás seguro?
—Sí. —Me coge la barbilla y me mira con sinceridad y despidiendo irritación por todos los poros—. Ana,
déjalo ya. No quiero que mi hija tenga nada que ver con mi pasado.
—Vale. Lo siento. —Mierda… No quiero que se enfade.
—Eso está mejor. Deja de intentar arreglarlo —murmura—. Has conseguido que admita que la quería y me
has arrastrado hasta su tumba. Ya basta.
Oh, no. Me muevo en su regazo para quedar a horcajadas sobre él y le cojo la cabeza con las manos.
—Lo siento. Mucho. No te enfades conmigo, por favor. —Le doy un beso en los labios y después otro en
la comisura de la boca. Tras un momento él señala la otra comisura y yo sonrío y se la beso también.
Seguidamente señala su nariz. Le beso ahí. Ahora sonríe y me pone la mano en la espalda.
—Oh, señora Grey… ¿Qué voy a hacer contigo?
—Seguro que ya se te ocurrirá algo —le digo.
Sonríe y girándose de repente, me tumba y me aprieta contra la manta.
—¿Y si se me ocurre ahora? —susurra con una sonrisa perversa.
—¡Christian! —exclamo.
De pronto oímos un grito agudo de Ted. Christian se levanta con la agilidad de una pantera y corre al lugar
de donde ha surgido el sonido. Yo le sigo a un paso más tranquilo. En el fondo no estoy tan preocupada
como él; no era un grito de esos que me haría subir las escaleras de dos en dos para ver qué ha ocurrido.
Christian coge a Teddy en brazos. Nuestro hijo está llorando inconsolablemente y señalando al suelo
donde se ven los restos del polo fundiéndose hasta formar un pequeño charco en la hierba.
—Se le ha caído —dice Sophie en un tono triste—. Le habría dado el mío, pero ya me lo había terminado.
—Oh, Sophie, cariño, no te preocupes —le digo acariciándole el pelo.
—¡Mami! —Ted llora y me tiende los brazos. Christian le suelta a regañadientes y yo extiendo los brazos
para cogerle.
—Ya está, ya está.
—¡Pooo! —solloza.
—Lo sé, cariño. Vamos a buscar a la señora Taylor a ver si tiene otro. —Le doy un beso en la cabeza…
Oh, qué bien huele. Huele a mi bebé.
—Pooo —repite sorbiendo por la nariz. Le cojo la mano y le beso los dedos pegajosos.
—Tus deditos saben a polo.
Ted deja de llorar y se mira la mano.
—Métete los dedos en la boca.
Hace lo que le he dicho.
—Pooo.
—Sí. Polo.
Sonríe. Mi pequeño temperamental, igual que su padre. Bueno, al menos él tiene una excusa: solo tiene dos
años.
—¿Vamos a ver a la señora Taylor? —Él asiente y sonríe con su preciosa sonrisa de bebé—. ¿Quieres que
papi te lleve? —Niega con la cabeza y me rodea el cuello con los brazos, abrazándome con fuerza y con la
cara pegada a mi garganta—. Creo que papi quiere probar el polo también —le susurro a Ted al oído. Ted me
mira frunciendo el ceño y después se mira la mano y se la tiende a Christian. Su padre sonríe y se mete los
dedos de Ted en la boca.
—Mmm… Qué rico.
Ted ríe y levanta los brazos para que le coja Christian, que me sonríe y coge a Ted, acomodándoselo
contra la cadera.
—Sophie, ¿dónde está Gail?
—Estaba en la casa grande.
Miro a Christian. Su sonrisa se ha vuelto agridulce y me pregunto qué estará pensando.
—Eres muy buena con él —murmura.
—¿Con este enano? —Le alboroto el pelo a Ted—. Solo es porque os tengo bien cogida la medida a los
hombres Grey. —Le sonrío a mi marido.
Ríe.
—Cierto, señora Grey.
Teddy se revuelve para que Christian le suelte. Ahora quiere andar, mi pequeño cabezota. Le cojo una
mano y su padre la otra y entre los dos vamos columpiando a Teddy hasta la casa. Sophie va dando saltitos
delante de nosotros.
Saludo con la mano a Taylor que, en uno de sus poco habituales días libres, está delante del garaje, vestido
con vaqueros y una camiseta sin mangas, haciéndole unos ajustes a una vieja moto.
Me paro fuera de la habitación de Ted y escucho cómo Christian le lee:
—¡Soy el Lorax! Y hablo con los árboles…
Cuando me asomo, Teddy está casi dormido y Christian sigue leyendo. Levanta la vista cuando abro la puerta
y cierra el libro. Se acerca el dedo a los labios y apaga el monitor para bebés que hay junto a la cuna de Ted.
Arropa a Ted, le acaricia la mejilla y después se incorpora y viene andando de puntillas hasta donde yo estoy
sin hacer ruido. Es difícil no reírse al verle.
Fuera, en el pasillo, Christian me atrae hacia sí y me abraza.
—Dios, le quiero mucho, pero dormido es como mejor está —murmura contra mis labios.
—No podría estar más de acuerdo.
Me mira con ojos tiernos.
—Casi no me puedo creer que lleve con nosotros dos años.
—Lo sé… —Le doy un beso y durante un momento me siento transportada al día del nacimiento de Ted:
la cesárea de emergencia, la agobiante ansiedad de Christian, la serenidad firme de la doctora Greene cuando
mi pequeño Bip tenía dificultades para salir. Me estremezco por dentro al recordarlo.
—Señora Grey, lleva de parto quince horas. Sus contracciones se han ralentizado a pesar de la oxitocina.
Tenemos que hacer una cesárea; hay sufrimiento fetal. —La doctora Greene es firme.
—¡Ya era hora, joder! —gruñe Christian.
La doctora Greene le ignora.
—Christian, cállate. —Le aprieto la mano. Mi voz es baja y débil y todo está borroso: las paredes, las
máquinas, la gente con bata verde… Solo quiero dormir. Pero tengo que hacer algo importante primero…
Oh, sí.
—Quería que naciera por parto natural.
—Señora Grey, por favor. Tenemos que hacer una cesárea.
—Por favor, Ana —suplica Christian.
—¿Podré dormir entonces?
—Sí, nena, sí —dice Christian casi en un sollozo y me da un beso en la frente.
—Quiero ver a mi pequeño Bip.
—Lo verás.
—Está bien —susurro.
—Por fin… —murmura la doctora Greene—. Enfermera, llame al anestesista. Doctor Miller, prepárese
para una cesárea. Señora Grey, vamos a llevarla al quirófano.
—¿Al quirófano? —preguntamos Christian y yo a la vez.
—Sí. Ahora.
Y de repente nos movemos. Las luces del techo son manchas borrosas y al final se convierten en una larga
línea brillante mientras me llevan corriendo por el pasillo.
—Señor Grey, tendrá que ponerse un uniforme.
—¿Qué?
—Ahora, señor Grey.
Me aprieta la mano y me suelta.
—¡Christian! —le llamo porque siento pánico.
Cruzamos otro par de puertas y al poco tiempo una enfermera está colocando una pantalla por encima de
mi pecho. La puerta se abre y se cierra y de repente hay mucha gente en la habitación. Hay mucho ruido…
Quiero irme a casa.
—¿Christian? —Busco entre las caras de la habitación a mi marido.
—Vendrá dentro de un momento, señora Grey.
Un minuto después está a mi lado con un uniforme quirúrgico azul y me coge la mano.
—Estoy asustada —le susurro.
—No, nena, no. Estoy aquí. No tengas miedo. Mi Ana, mi fuerte Ana no debe tener miedo. —Me da un
beso en la frente y percibo por el tono de su voz que algo va mal.
—¿Qué pasa?
—¿Qué?
—¿Qué va mal?
—Nada va mal. Todo está bien. Nena, estás agotada, nada más. —Sus ojos arden llenos de miedo.
—Señora Grey, ha llegado el anestesista. Le va a ajustar la epidural y podremos empezar.
—Va a tener otra contracción.
Todo se tensa en mi vientre como si me lo estrujaran con una banda de acero. ¡Mierda! Le aprieto con
mucha fuerza la mano a Christian mientras pasa. Esto es lo agotador: soportar este dolor. Estoy tan cansada…
Puedo sentir el líquido de la anestesia extendiéndose, bajando. Me concentro en la cara de Christian. En el
ceño entre sus cejas. Está tenso. Y preocupado. ¿Por qué está preocupado?
—¿Siente esto, señora Grey? —La voz incorpórea de la doctora Greene me llega desde detrás de la
cortina.
—¿El qué?
—¿No lo siente?
—No.
—Bien. Vamos, doctor Miller.
—Lo estás haciendo muy bien, Ana.
Christian está pálido. Veo sudor en su frente. Está asustado. No te asustes, Christian. No tengas miedo.
—Te quiero —susurro.
—Oh, Ana —solloza—. Yo también te quiero, mucho.
Siento un extraño tirón en mi interior, algo que no se parece a nada que haya sentido antes. Christian mira a
la pantalla y se queda blanco, pero la observa fascinado.
—¿Qué está ocurriendo?
—¡Succión! Bien…
De repente se oye un grito penetrante y enfadado.
—Ha tenido un niño, señora Grey. Hacedle el Apgar.
—Apgar nueve.
—¿Puedo verlo? —pido.
Christian desaparece un segundo y vuelve a aparecer con mi hijo envuelto en una tela azul. Tiene la cara
rosa y cubierta de una sustancia blanca y de sangre. Mi bebé. Mi Bip… Theodore Raymond Grey.
Cuando miro a Christian, él tiene los ojos llenos de lágrimas.
—Su hijo, señora Grey —me susurra con la voz ahogada y ronca.
—Nuestro hijo —digo sin aliento—. Es precioso.
—Sí —dice Christian, y le da un beso en la frente a nuestro precioso bebé bajo la mata de pelo oscuro.
Theodore Raymond Grey está completamente ajeno a todo, con los ojos cerrados y su grito anterior olvidado.
Se ha quedado dormido. Es lo más bonito que he visto en mi vida. Es tan precioso que empiezo a llorar.
—Gracias, Ana —me susurra Christian, y veo que también hay lágrimas en sus ojos.
—¿En qué piensas? —me pregunta Christian levantándome la barbilla.
—Me estaba acordando del nacimiento de Ted.
Christian palidece y me toca el vientre.
—No voy a pasar por eso otra vez. Esta vez cesárea programada.
—Christian, yo…
—No, Ana. Estuve a punto de morirme la última vez. No.
—Eso no es verdad.
—No. —Es categórico y no se puede discutir con él, pero cuando me mira los ojos se le suavizan—. Me
gusta el nombre de Phoebe —susurra y me acaricia la nariz con la suya.
—¿Phoebe Grey? Phoebe… Sí. A mí también me gusta. —Le sonrío.
—Bien. Voy a montar el regalo de Ted. —Me coge la mano y los dos bajamos la escalera. Irradia
entusiasmo; Christian ha estado esperando este momento todo el día.
—¿Crees que le gustará? —Su mirada dudosa se encuentra con la mía.
—Le encantará. Durante unos dos minutos. Christian, solo tiene dos años.
Christian acaba de terminar de montar toda la instalación del tren de madera que le ha comprado a Teddy
por su cumpleaños. Ha hecho que Barney de la oficina modificara los dos pequeños motores para que
funcionen con energía solar, como el helicóptero que yo lo regalé a él hace unos años. Christian parece
ansioso por que salga por fin el sol. Sospecho que es porque es él quien quiere jugar con el tren. Las vías
cubren la mayor parte del suelo de piedra de la sala exterior.
Mañana vamos a celebrar una fiesta familiar para Ted. Van a venir Ray y José además de todos los Grey,
incluyendo la nueva primita de Ted, Ava, la hija de dos meses de Elliot y Kate. Estoy deseando encontrarme
con Kate para que nos pongamos al día y ver qué tal le sienta la maternidad.
Levanto la mirada para ver el sol hundiéndose por detrás de la península de Olympic. Es todo lo que
Christian me prometió que sería y al verlo ahora siento el mismo entusiasmo feliz que la primera vez. El
atardecer sobre el Sound es simplemente maravilloso. Christian me atrae hacia sus brazos.
—Menuda vista.
—Sí —responde Christian, y cuando me giro para mirarle veo que él me observa a mí. Me da un suave
beso en los labios—. Es una vista preciosa —susurra—. Mi favorita.
—Es nuestro hogar.
Sonríe y vuelve a besarme.
—La quiero, señora Grey.
—Yo también te quiero, Christian. Siempre.
Las sombras de Christian
E
Las primeras Navidades de Cincuenta
l jersey pica y huele a nuevo. Todo es nuevo. Tengo una nueva mami. Es doctora. Tiene un tetoscopio y
puedo metérmelo en las orejas y oírme el corazón. Es buena y sonríe. Sonríe todo el tiempo. Tiene los
dientes pequeños y blancos.
—¿Quieres ayudarme a decorar el árbol, Christian?
Hay un árbol grande en la habitación de los sofás grandes. Un árbol muy grande. Yo nunca había visto
uno así. Solo en las tiendas. Pero no dentro, donde están los sofás. Mi casa nueva tiene muchos sofás. No uno
solo. No uno marrón y pegajoso.
—Ven, mira.
Mi nueva mami me enseña una caja. Está llena de bolas. Muchas bolas bonitas y brillantes.
—Son adornos para el árbol.
A-dor-nos. A-dor-nos. Digo la palabra en mi cabeza. A-dor-nos…
—Y esto… —me dice sacando una cuerda con florecitas pegadas— son luces. Primero colocamos las
luces y luego decoraremos el árbol para que quede bonito.
Baja la mano y me la pone en el pelo. Me quedo muy quieto. Pero me gustan sus dedos en mi pelo. Me
gusta estar cerca de mi nueva mami. Huele bien. A limpio. Y solo me toca el pelo.
—¡Mamá!
Él la llama. Lelliot. Es grande y grita mucho. Mucho. Habla. Todo el tiempo. Yo no hablo. No tengo
palabras. Solo tengo palabras en mi cabeza.
—Elliot, cariño, estamos en el salón.
Él llega corriendo. Ha estado en el colegio. Tiene un dibujo. Un dibujo que ha hecho para mi nueva mami.
Es la mami de Lelliot también. Ella se arrodilla, le da un abrazo y mira el dibujo. Es una casa con una mami y
un papi y Lelliot y Christian. Christian es muy pequeño en el dibujo de Lelliot. Lelliot es grande. Tiene una
gran sonrisa y Christian una cara triste.
Papi también está aquí. Viene hacia mami. Yo agarro fuerte la mantita. Le da un beso a mi nueva mami y
mi nueva mami no se asusta. Sonríe. Le da un beso también. Yo aprieto mi mantita.
—Hola, Christian.
Papi tiene una voz suave y profunda. Me gusta su voz. Nunca habla alto. No grita. No grita como… Me
lee libros cuando me voy a la cama. Me lee sobre un gato y un sombrero y huevos verdes y jamón. Nunca he
visto huevos verdes. Papi se agacha y ahora ya no es alto.
—¿Qué has hecho hoy?
Le señalo el árbol.
—¿Habéis comprado un árbol? ¿Un árbol de Navidad?
Le digo que sí con la cabeza.
—Es un árbol muy bonito. Tú y mami habéis escogido muy bien. Es una tarea importante elegir el árbol
correcto.
Me da una palmadita en el pelo también y yo me quedo muy quieto y abrazo fuerte la mantita. Papi no me
hace daño.
—Papi, mira mi dibujo. —Lelliot se enfada cuando papi habla conmigo. Lelliot se enfada conmigo. Yo
pego a Lelliot cuando se enfada conmigo. Mi nueva mami se enfada conmigo si lo hago. Lelliot no me pega a
mí. Lelliot me tiene miedo.
Las luces del árbol son bonitas.
—Ven, te lo voy a enseñar. El ganchito va por el pequeño agujero y después ya puedes colgarlo del árbol.
—Mami pone el a-dor… a-dor-no rojo en el árbol—. Toma, inténtalo con la campanita.
La campanita suena. La agito. Tiene un sonido alegre. La vuelvo a agitar. Mami sonríe. Una gran sonrisa.
Una sonrisa especial para mí.
—¿Te gusta la campanita, Christian?
Digo que sí con la cabeza y vuelvo a agitar la campana. Tintinea alegremente.
—Tienes una sonrisa preciosa, querido. —Mami sonríe y se limpia los ojos con la mano. Me acaricia el
pelo—. Me encanta ver tu sonrisa. —Baja la mano hasta mi hombro. No. Me aparto y abrazo mi mantita.
Mami parece triste y después feliz. Me acaricia el pelo—. ¿Ponemos la campanita en el árbol?
Mi cabeza le dice que sí.
—Christian, tienes que avisarme cuanto tengas hambre. Puedes hacerlo. Puedes coger la mano de mami,
llevarme hasta la cocina y señalar. —Me señala con el dedo. Tiene la uña brillante y rosa. Es bonita. Pero no
sé si mi nueva mami está enfadada o no. Me he acabado toda la cena. Macarrones con queso. Estaban ricos
—. No quiero que pases hambre, cariño, ¿vale? ¿Quieres un helado?
Mi cabeza dice: ¡sí! Mami me sonríe. Me gustan sus sonrisas. Son mejores que los macarrones con queso.
El árbol es bonito. Me pongo de pie, lo miro y abrazo mi mantita. Las luces parpadean y todas tienen colores
diferentes. También los a-dor-nos son todos de colores. Me gustan los azules. Y encima del árbol hay una
estrella grande. Papi cogió a Lelliot en brazos y él puso la estrella en el árbol. A Lelliot le gusta poner la
estrella en el árbol. Yo también quiero poner la estrella en el árbol… pero no quiero que papi me coja para
levantarme. No quiero que me coja. La estrella brilla y suelta destellos.
Al lado del árbol está el piano. Mi nueva mami me deja tocar las teclas blancas y negras del piano. Blancas
y negras. Me gusta el sonido de las blancas. El sonido de las negras está mal. Pero me gusta el sonido de las
negras también. Voy de las blancas a las negras. Blancas a negras. Negras a blancas. Blanca, blanca, blanca,
blanca. Negra, negra, negra, negra. Me gusta el sonido. Me gusta mucho.
—¿Quieres que toque para ti, Christian?
Mi nueva mami se sienta. Toca las blancas y las negras y salen canciones. Pisa los pedales de abajo. A
veces se oye alto y a veces bajo. La canción es alegre. A Lelliot le gusta que mami cante también. Mami
canta algo sobre un patito feo. Mami hace un sonido de pato muy divertido. Lelliot también hace el ruido y
agita los brazos como si fueran alas y los mueve arriba y abajo como un pájaro. Lelliot es divertido.
Mami ríe. Lelliot ríe. Yo río.
—¿Te gusta esta canción, Christian? —Mami pone su cara triste-feliz.
Tengo un cal-ce-tín. Es rojo y tiene un dibujo de un hombre con un gorro rojo y una gran barba blanca. Es
Papá Noel. Papá Noel trae regalos. He visto dibujos de Papá Noel. Pero nunca me ha traído regalos. Yo era
malo. Papá Noel no les trae regalos a los niños que son malos. Ahora soy bueno. Mi nueva mami dice que
soy bueno, muy bueno. Mi nueva mami no lo sabe. No hay que decírselo a mi nueva mami… pero soy malo.
No quiero que mi nueva mami lo sepa.
Papa cuelga el cal-ce-tín en la chimenea. Lelliot también tiene un cal-ce-tín. Lelliot sabe leer lo que pone en
su cal-ce-tín. Dice «Lelliot». Hay una palabra en mi cal-ce-tín. Christian. Mi nueva mami lo deletrea: C-H-RI-
S-T-I-A-N.
Papi se sienta en mi cama. Me lee. Yo abrazo mi mantita. Tengo una habitación grande. A veces la habitación
está oscura y yo tengo sueños malos. Sueños malos sobre antes. Mi nueva mami viene a la cama conmigo
cuando tengo sueños malos. Se tumba conmigo y me canta canciones y yo me duermo. Huele bien, a suave y
a nuevo. Mi nueva mami no está fría. No como… No como… Y mis malos sueños se van cuando ella
duerme conmigo.
Ha venido Papá Noel. Papá Noel no sabe que he sido malo. Me alegro de que Papá Noel no lo sepa. Tengo
un tren y un helicóptero y un avión y un helicóptero y un coche y un helicóptero. Mi helicóptero puede volar.
Mi helicóptero es azul. Vuela alrededor del árbol de Navidad. Vuela sobre el piano y aterriza en medio de las
teclas blancas. Vuela sobre mami y sobre papi y sobre Lelliot mientras él juega con los legos. El helicóptero
vuela por la casa, por el comedor, por la cocina. Vuela más allá de la puerta del estudio de papi y por la
escalera hasta mi cuarto, el de Lelliot, el de mami y papi. Vuela por la casa porque es mi casa. Mi casa donde
vivo.
M
Conozcamos a Cincuenta Sombras
Lunes, 9 de mayo de 2011
añana —murmuro para despedir a Claude Bastille, que está de pie en el umbral de mi oficina.
—Grey, ¿jugamos al golf esta semana? —Bastille sonríe con arrogancia, porque sabe que tiene
asegurada la victoria en el campo de golf.
Se gira y se va y yo le veo alejarse con el ceño fruncido. Lo que me ha dicho antes de irse solo echa sal en
mis heridas, porque a pesar de mis heroicos intentos en el gimnasio esta mañana, mi entrenador personal me
ha dado una buena paliza. Bastille es el único que puede vencerme y ahora pretende apuntarse otra victoria en
el campo de golf. Odio el golf, pero se hacen muchos negocios en las calles de los campos de ese deporte, así
que tengo que soportar que me dé lecciones ahí también… Y aunque no me guste admitirlo, Bastille ha
conseguido que mejore mi juego.
Mientras miro la vista panorámica de Seattle, el hastío ya familiar se cuela en mi mente. Mi humor está tan
gris y aburrido como el cielo. Los días se mezclan unos con otros y soy incapaz de diferenciarlos. Necesito
algún tipo de distracción. He trabajado todo el fin de semana y ahora, en los confines siempre constantes de
mi despacho, me encuentro inquieto. No debería estar así, no después de varios asaltos con Bastille. Pero así
me siento.
Frunzo el ceño. Lo cierto es que lo único que ha captado mi interés recientemente ha sido la decisión de
enviar dos cargueros a Sudán. Eso me recuerda que se supone que Ros tenía que haberme pasado ya los
números y la logística. ¿Por qué demonios se estará retrasando? Miro mi agenda y me acerco para coger el
teléfono con intención de descubrir qué está pasando.
¡Oh, Dios! Tengo que soportar una entrevista con la persistente señorita Kavanagh para la revista de la
facultad. ¿Por qué demonios accedería? Odio las entrevistas: preguntas insulsas que salen de la boca de
imbéciles insulsos, mal informados e insustanciales. Suena el teléfono.
—Sí —le respondo bruscamente a Andrea como si ella tuviera la culpa. Al menos puedo hacer que la
entrevista dure lo menos posible.
—La señorita Anastasia Steele está esperando para verle, señor Grey.
—¿Steele? Esperaba a Katherine Kavanagh.
—Pues es Anastasia Steele quien está aquí, señor.
Frunzo el ceño. Odio los imprevistos.
—Dile que pase —murmuro consciente de que sueno como un adolescente enfurruñado, pero no me
importa una mierda.
Bueno, bueno… parece que la señorita Kavanagh no ha podido venir… Conozco a su padre: es el
propietario de Kavanagh Media. Hemos hecho algunos negocios juntos y parece un tipo listo y un hombre
racional. He aceptado la entrevista para hacerle un favor, uno que tengo intención de cobrarme cuando me
convenga. Tengo que admitir que tenía una vaga curiosidad por conocer a su hija para saber si la astilla tiene
algo que ver con el palo o no.
Oigo un golpe en la puerta que me devuelve a la realidad. Entonces veo una maraña de largo pelo castaño,
pálidas extremidades y botas marrones que aterriza de bruces en mi despacho. Pongo los ojos en blanco y
reprimo la irritación que me sale naturalmente ante tal torpeza. Me acerco enseguida a la chica, que está a
cuatro patas en el suelo. La sujeto por los hombros delgados y la ayudo a levantarse.
Unos ojos azul luminoso, claros y avergonzados, se encuentran con los míos y me dejan petrificado. Son
de un color de lo más extraordinario, un azul empolvado cándido, y durante un momento horrible me siento
como si pudieran ver a través de mí. Me siento… expuesto. Qué desconcertante. Tiene la cara pequeña y
dulce y se está ruborizando con un inocente rosa pálido. Me pregunto un segundo si toda su piel será así, tan
impecable, y qué tal estará sonrosada y caliente después de un golpe con una caña. Joder. Freno en seco mis
díscolos pensamientos, alarmado por la dirección que están tomando. Pero ¿qué coño estás pensando, Grey?
Esta chica es demasiado joven. Me mira con la boca abierta y yo vuelvo a poner los ojos en blanco. Sí, sí,
nena, no es más que una cara bonita y no hay belleza debajo de la piel. Me gustaría hacer desaparecer de esos
grandes ojos azules esa mirada de admiración sin reservas.
Ha llegado la hora del espectáculo, Grey. Vamos a divertirnos un poco.
—Señorita Kavanagh. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Otra vez ese rubor. Ahora que ya he recuperado la compostura y el control, la observo. Es bastante
atractiva, dentro del tipo desgarbado: menuda y pálida, con una melena color caoba que apenas puede
contener la goma de pelo que lleva. Una chica morena… Sí, es atractiva. Le tiendo la mano y ella balbucea
una disculpa mortificada mientras me la estrecha con su mano pequeña. Tiene la piel fresca y suave, pero su
apretón de manos es sorprendentemente firme.
—La señorita Kavanagh está indispuesta, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor
Grey. —Habla en voz baja con una musicalidad vacilante y parpadea como loca agitando las pestañas sobre
esos grandes ojos azules.
Incapaz de mantener al margen de mi voz la diversión que siento al recordar su algo menos que elegante
entrada en el despacho, le pregunto quién es.
—Anastasia Steele. Estudio literatura inglesa con Kate… digo… Katherine… digo… la señorita
Kavanagh, en la Estatal de Washington.
Un ratón de biblioteca nervioso y tímido, ¿eh? Parece exactamente eso; va vestida de una manera
espantosa, ocultando su complexión delgada bajo un jersey sin forma y una discreta falda plisada marrón.
Dios, ¿es que no tiene gusto para vestir? Mira mi despacho nerviosamente. Lo está observando todo menos a
mí, noto con una ironía divertida.
¿Cómo puede ser periodista esta chica? No tiene ni una pizca de determinación en el cuerpo. Está tan
encantadoramente ruborizada, tan dócil, tan cándida… tan sumisa. Niego con la cabeza, asombrado por la
línea que están siguiendo mis pensamientos. Le digo alguna cosa tópica y le pido que se siente. Después noto
que su mirada penetrante observa los cuadros del despacho. Antes de que me dé cuenta, me encuentro
explicándole de dónde vienen.
—Un artista de aquí. Trouton.
—Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario —dice distraída, perdida en el arte
exquisito y la técnica perfecta de mis cuadros. Su perfil es delicado (la nariz respingona y los labios suaves y
carnosos) y sus palabras han expresado exactamente lo que yo siento al mirar el cuadro: «Elevan lo cotidiano
a la categoría de extraordinario». Una observación muy inteligente. La señorita Steele es lista.
Murmuro algo para expresar que estoy de acuerdo y vuelve a aparecer en su piel ese rubor. Me siento
frente a ella e intento dominar mis pensamientos.
Ella saca un papel arrugado y una grabadora digital de un bolso demasiado grande. ¿Una grabadora
digital? ¿Eso no va con cintas VHS? Dios… Es muy torpe y deja caer dos veces el aparato sobre mi mesa de
café Bauhaus. Es obvio que no ha hecho esto nunca antes, pero por alguna razón que no logro comprender,
todo esto me parece divertido. Normalmente esa torpeza me irritaría sobremanera, pero ahora tengo que
esconder una sonrisa tras mi dedo índice y contenerme para no colocar el aparato sobre la mesa yo mismo.
Mientras ella se va poniendo más nerviosa por momentos, se me ocurre que yo podría mejorar sus
habilidades motoras con la ayuda de una fusta de montar. Bien utilizada puede domar hasta a la más
asustadiza. Ese pensamiento hace que me revuelva en la silla. Ella me mira y se muerde el labio carnoso.
¡Joder! ¿Cómo he podido no fijarme antes en esa boca?
—Pe… Perdón. No suelo utilizarla.
Está claro, nena, pienso irónicamente, pero ahora mismo no me importa una mierda porque no puedo
apartar los ojos de tu boca.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Steele. —Yo también necesito un momento para controlar
estos pensamientos rebeldes. Grey… Para ahora mismo.
—¿Le importa que grabe sus respuestas? —me pregunta con expresión expectante e inocente.
Estoy a punto de echarme a reír. Oh, Dios mío…
—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora? —Parpadea y sus ojos se
ven muy grandes y perdidos durante un momento. Siento una punzada de culpa que me resulta extraña. Deja
de ser tan gilipollas, Grey—. No, no me importa —murmuro porque no quiero ser el responsable de esa
mirada.
—¿Le explicó Kate… digo… la señorita Kavanagh para dónde era la entrevista?
—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en la
ceremonia de graduación de este año. —Y no sé por qué demonios he accedido a hacer eso. Sam, de
relaciones públicas, me ha dicho que es un honor y el departamento de ciencias medioambientales de
Vancouver necesita la publicidad para conseguir financiación adicional y complementar la beca que les he
dado.
La señorita Steele parpadea, solo grandes ojos azules de nuevo, como si mis palabras la hubieran
sorprendido. Joder, ¡me mira con desaprobación! ¿Es que no ha hecho ninguna investigación para la
entrevista? Debería saberlo. Pensar eso me enfría un poco la sangre. Es… molesto. No es lo que espero de
alguien a quien le dedico parte de mi tiempo.
—Bien. Tengo algunas preguntas, señor Grey. —Se coloca un mechón de pelo tras la oreja, y eso me
distrae de mi irritación.
—Sí, creo que debería preguntarme algo —murmuro con sequedad. Vamos a hacer que se retuerza un
poco. Ella se retuerce como si hubiera oído mis pensamientos, pero consigue recobrar la compostura, se sienta
erguida y cuadra sus delgados hombros. Se inclina y pulsa el botón de la grabadora y después frunce el ceño
al mirar sus notas arrugadas.
—Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?
¡Oh, Dios! ¿No puedes hacer nada mejor que eso? Qué pregunta más aburrida. Ni una pizca de
originalidad. Qué decepcionante. Le recito de memoria mi respuesta habitual sobre la gente excepcional que
trabaja para mí, gente en la que confío (en la medida en que yo puedo confiar en alguien) y a la que pago bien
bla, bla, bla… Pero, señorita Steele, la verdad es que soy un puto genio en lo que hago. Para mí está chupado:
compro empresas con problemas y que están mal gestionadas y las rehabilito o, si están hundidas del todo, les
extraigo los activos útiles y los vendo al mejor postor. Es cuestión simplemente de saber cuál es la diferencia
entre las dos, y eso invariablemente depende de la gente que está a cargo. Para tener éxito en un negocio se
necesita buena gente, y yo sé juzgar a las personas mejor que la mayoría.
—Quizá solo ha tenido suerte —dice en voz baja.
¿Suerte? Me recorre el cuerpo un estremecimiento irritado. ¿Suerte? Esto no tiene nada que ver con la
suerte, señorita Steele. Parece apocada y tímida, pero ese comentario… Nunca me ha preguntado nadie si he
tenido suerte. Trabajar duro, escoger a las personas adecuadas, vigilarlas de cerca, cuestionarlas si es preciso
y, si no se aplican a la tarea, librarme de ellas sin miramientos. Eso es lo que yo hago, y lo hago bien. ¡Y eso
no tiene nada que ver con la suerte! Mierda… En un alarde de erudición, le cito las palabras de mi industrial
americano favorito.
—Parece usted un maniático del control —responde, y lo dice completamente en serio.
Pero ¿qué coño…?
Tal vez esos ojos cándidos sí que ven a través de mí. Control es como mi segundo nombre.
La miro fijamente.
—Bueno, lo controlo todo, señorita Steele. —Y me gustaría controlarte a ti, aquí y ahora.
Sus ojos se abren mucho. Ese rubor tan atractivo vuelve a aparecer en su cara una vez más y se muerde de
nuevo el labio. Yo sigo yéndome por las ramas, intentando apartar mi atención de su boca.
—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te concede un
inmenso poder.
—¿Le parece a usted que su poder es inmenso? —me pregunta con voz suave y serena, pero arquea su
delicada ceja y sus ojos me miran con censura. Mi irritación crece. ¿Me está provocando deliberadamente?
¿Y me molesta por sus preguntas, por su actitud o porque me parece atractiva?
—Tengo más de cuarenta mil empleados, señorita Steele. Eso me otorga cierto sentido de la
responsabilidad… poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me interesa el negocio de las
telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil personas pasarían apuros para pagar la hipoteca en poco
más de un mes.
Se le abre la boca al oír mi respuesta. Así está mejor. Chúpese esa, señorita Steele. Siento que recupero el
equilibrio.
—¿No tiene que responder ante una junta directiva?
—Soy el dueño de mi empresa. No tengo que responder ante ninguna junta directiva —le contesto
cortante. Ella debería saberlo. Levanto una ceja inquisitiva.
—¿Y cuáles son sus intereses, aparte del trabajo? —continúa apresuradamente porque ha identificado mi
reacción. Sabe que estoy molesto y por alguna razón inexplicable eso me complace muchísimo.
—Me interesan cosas muy diversas, señorita Steele. Muy diversas. —Le sonrío. Imágenes de ella en
diferentes posturas en mi cuarto de juegos me cruzan la mente: esposada a la cruz, con las extremidades
estiradas y atada a la cama de cuatro postes, tumbada sobre el banco de azotar… ¡Joder! ¿De dónde sale todo
esto? Fíjate… ese rubor otra vez. Es como un mecanismo de defensa. Cálmate, Grey.
—Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme? —Le sonrío; esa palabra suena un poco rara viniendo de ella. Además, ¿de dónde voy a
sacar tiempo para relajarme? ¿No tiene ni idea del número de empresas que controlo? Pero me mira con esos
ojos azules ingenuos y para mi sorpresa me encuentro reflexionando sobre la pregunta. ¿Qué hago para
relajarme? Navegar, volar, follar… Poner a prueba los límites de chicas morenas como ella hasta que las
doblego… Solo de pensarlo hace que me revuelva en el asiento, pero le respondo de forma directa, omitiendo
mis dos aficiones favoritas.
—Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto?
Su pregunta me trae de vuelta al presente de una forma un poco brusca.
—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y
se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle? —Distribuyen comida por todo el planeta,
llevan mercancías a los que pueden comprarlas y a los que no y después de vuelta otra vez. ¿Cómo no me iba
a gustar?
—Parece que el que habla es su corazón, no la lógica y los hechos.
¿Corazón? ¿Yo? Oh, no, nena. Mi corazón fue destrozado hasta quedar irreconocible hace tiempo.
—Es posible, aunque algunos dirían que no tengo corazón.
—¿Y por qué dirían algo así?
—Porque me conocen bien. —Le dedico una media sonrisa. De hecho nadie me conoce tan bien, excepto
Elena tal vez. Me pregunto qué le parecería a ella la pequeña señorita Steele… Esta chica es un cúmulo de
contradicciones: tímida, incómoda, claramente inteligente y mucho más que excitante. Sí, vale, lo admito. Es
un bocado muy atractivo.
Me suelta la siguiente pregunta que tiene escrita.
—¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo?
—Soy una persona muy reservada, señorita Steele. Hago todo lo posible por proteger mi vida privada. No
suelo ofrecer entrevistas. —Haciendo lo que yo hago y viviendo la vida que he elegido, necesito privacidad.
—¿Y por qué aceptó esta?
—Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no podía sacarme de encima
a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis relaciones públicas, y admiro esa tenacidad. —Pero me
alegro que seas tú la que ha venido y no ella.
—También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
—El dinero no se come, señorita Steele, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer. —
Me la quedo mirando con cara de póquer.
—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo? —Me mira con una
expresión curiosa, como si yo fuera un enigma que tiene que resolver, pero no hay forma de que esos grandes
ojos azules puedan ver mi alma oscura. Eso no es algo que esté abierto a discusión pública. Nunca.
—Es un buen negocio. —Me encojo de hombros fingiendo aburrimiento y me imagino follándole la boca
para distraerme de esos pensamientos sobre el hambre. Sí, esa boca necesita entrenamiento. Vaya, eso me
resulta atractivo y me permito imaginarla de rodillas delante de mí.
—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste? —Vuelve a leer como un papagayo.
—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de Carnegie: «Un hombre que
consigue adueñarse absolutamente de su mente puede adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté
legalmente autorizado». Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me
rodean.
—Entonces quiere poseer cosas… —Sus ojos se abren mucho.
Sí, nena. A ti, para empezar…
—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
—Parece usted el paradigma del consumidor. —Su voz tiene un tono de desaprobación que me molesta.
Parece una niña rica que ha tenido todo lo que ha querido, pero cuando me fijo en su ropa me doy cuenta de
que no es así (va vestida de grandes almacenes, Old Navy o Walmart seguramente). No ha crecido en un
hogar acomodado.
Yo podría cuidarte y ocuparme de ti.
Mierda, ¿de dónde coño ha salido eso? Aunque, ahora que lo pienso, necesito una nueva sumisa. Han
pasado, ¿qué? ¿Dos meses desde Susannah? Y aquí estoy, babeando de nuevo por una mujer castaña. Intento
sonreír y demostrar que estoy de acuerdo con ella. No hay nada malo en el consumo; eso es lo que mueve lo
que queda de la economía americana.
—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera de ser?
¿Y eso qué narices tiene que ver con el precio del petróleo? La miro con el ceño fruncido. Qué pregunta
más ridícula. Si hubiera permanecido con la puta adicta al crack probablemente ahora estaría muerto. Le
respondo con algo que no es una verdadera respuesta, intentando mantener mi voz serena, pero insiste
preguntándome a qué edad me adoptaron. ¡Haz que se calle de una vez, Grey!
—Todo el mundo lo sabe, señorita Steele. —Mi voz es gélida. Debería saber todas esas tonterías. Ahora
parece arrepentida. Bien.
—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.
—Eso no es una pregunta —respondo.
Vuelve a sonrojarse y se muerde el labio. Pide perdón y rectifica.
—¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?
¿Y para qué querría tener una familia?
—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren. No me interesa ampliar la
familia.
—¿Es usted gay, señor Grey?
¡Pero qué coño…! ¡No me puedo creer que haya llegado a decir eso en voz alta! La pregunta que mi
familia no se atreve a hacerme (lo que me divierte)… Pero ¿cómo se ha atrevido ella? Tengo que reprimir la
necesidad imperiosa de arrancarla de su asiento, ponerla sobre mis rodillas y azotarla hasta que no lo pueda
soportar más para después follármela encima de mi mesa con las manos atadas detrás de la espalda. Eso
respondería perfectamente a su pregunta. ¡Pero qué mujer más frustrante! Inspiro hondo para calmarme. Para
mi deleite vengativo, parece muy avergonzada por su propia pregunta.
—No, Anastasia, no soy gay. —Levanto ambas cejas, pero mantengo la expresión impasible. Anastasia.
Es un hombre muy bonito. Me gusta cómo me acaricia la lengua.
—Le pido disculpas. Está… bueno… está aquí escrito. —Se coloca el pelo detrás de la oreja
nerviosamente.
¿No conoce sus propias preguntas? Tal vez es que no son suyas.
Se lo pregunto y ella palidece. Joder, es realmente atractiva, aunque de una forma discreta. Incluso diría
que es bonita.
—Bueno… no. Kate… la señorita Kavanagh… me ha pasado una lista.
—¿Son compañeras de la revista de la facultad?
—No. Es mi compañera de piso.
Ahora entiendo por qué se comporta así. Me rasco la barbilla y me debato entre hacérselo pasar muy mal o
no.
—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? —le pregunto y me recompensa con una mirada sumisa
con los ojos grandes y agobiados por mi reacción. Me gusta el efecto que tengo sobre ella.
—Me lo ha pedido ella. No se encuentra bien —explica en voz baja.
—Esto explica muchas cosas.
Llaman a la puerta y aparece Andrea.
—Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.
—No hemos terminado, Andrea. Cancela mi próxima reunión, por favor.
Andrea duda y me mira con la boca abierta. Yo me quedo mirándola fijamente. ¡Fuera! ¡Ahora! Estoy
ocupado con la señorita Steele. Andrea se pone escarlata, pero se recupera rápido.
—Muy bien, señor Grey —dice, se gira y se va.
Vuelvo a centrar mi atención en la intrigante y frustrante criatura que tengo sentada en mi sofá.
—¿Por dónde íbamos, señorita Steele?
—No quisiera interrumpir sus obligaciones.
Oh, no, nena. Ahora me toca a mí. Quiero saber si hay algún secreto que descubrir detrás de esos ojos tan
increíblemente bonitos.
—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo. —Me acomodo en el respaldo y apoyo un dedo sobre los
labios. Veo que sus ojos se dirigen a mi boca y traga saliva. Oh, sí… el efecto habitual. Es gratificante saber
que no es completamente ajena a mis encantos.
—No hay mucho que saber —me dice y vuelve el rubor. La estoy intimidando. Bien.
—¿Qué planes tiene después de graduarse?
Se encoge de hombros.
—No he hecho planes, señor Grey. Tengo que aprobar los exámenes finales.
—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas. —Joder. ¿Qué me ha poseído para decir eso? Estoy
rompiendo la regla de oro: nunca, jamás, follarse al personal. Pero, Grey, no te vas a tirar a esta chica. Parece
sorprendida y sus dientes vuelven a clavarse en el labio. ¿Por qué me resulta excitante eso?
—Lo tendré en cuenta —murmura. Y después añade—: Aunque no creo que encajara aquí.
¿Y por qué no? ¿Qué le pasa a mi empresa?
—¿Por qué lo dice? —le pregunto.
—Es obvio, ¿no?
—Para mí no. —Me confunde su respuesta.
Está nerviosa de nuevo y estira el brazo para coger la grabadora. Oh, mierda, se va. Repaso mentalmente
mi agenda para la tarde… No hay nada que no pueda esperar.
—¿Le gustaría que le enseñara el edificio?
—Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.
—¿Vuelve en coche a Vancouver? —Miro por la ventana. Es mucha distancia y está lloviendo. Mierda.
No debería conducir con este tiempo, pero no puedo prohibírselo. Eso me irrita—. Bueno, conduzca con
cuidado. —Mi voz suena más dura de lo que pretendía.
Ella intenta torpemente guardar la grabadora. Tiene prisa por salir de mi despacho, y por alguna razón que
no puedo explicar yo no deseo que se vaya.
—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —digo en un esfuerzo claro por prolongar su estancia.
—Sí, señor —dice en voz baja.
Su respuesta me deja helado: esas palabras suenan de una forma en su boca… Brevemente me imagino esa
boca a mi entera disposición.
—Gracias por la entrevista, señor Grey.
—Ha sido un placer —le respondo. Y lo digo completamente en serio; hacía mucho que nadie me
fascinaba tanto. Y eso es perturbador.
Ella se pone de pie y yo le tiendo la mano, muy ansioso por tocarla.
—Hasta la próxima, señorita Steele —digo en voz baja. Ella me estrecha la mano. Sí, quiero azotar y
follarme a esta chica en mi cuarto de juegos. Tenerla atada y suplicando… necesitándome, confiando en mí.
Trago saliva. No va a pasar, Grey.
—Señor Grey —se despide con la cabeza y aparta la mano rápidamente… demasiado rápidamente.
Mierda, no puedo dejar que se vaya así. Pero es obvio que se muere por salir de aquí. La irritación y la
inspiración me golpean a la vez cuando la veo salir.
—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Steele.
Ella se sonroja en el momento justo con ese delicioso tono de rosa.
—Muy amable, señor Grey —dice.
¡La señorita Steele tiene dientes! Sonrío mientras la observo al salir y la sigo. Tanto Andrea como Olivia
levantan la vista alucinadas. Sí, sí… La estoy acompañando a la puerta.
—¿Ha traído abrigo? —pregunto.
—Chaqueta.
Frunzo el ceño al mirar Olivia, que tiene la boca abierta, e inmediatamente ella salta para traer una chaqueta
azul marino. Se la cojo de las manos y la miro para indicarle que se siente de nuevo. Dios, qué irritante es
Olivia, siempre mirándome soñadoramente…
Mmm… La chaqueta es efectivamente de Walmart. La señorita Anastasia Steele debería ir mejor vestida.
La sostengo para que se la ponga y, al colocársela sobre los hombros delgados, le rozo la piel de la nuca. Ella
se queda helada ante el contacto y palidece. ¡Sí! Ejerzo algún efecto sobre ella. Saberlo es algo inmensamente
gratificante. Me acerco al ascensor y pulso el botón mientras ella espera a mi lado, revolviéndose, incapaz de
permanecer quieta.
Oh, yo podría hacer que dejaras de revolverte de esta forma, nena.
Las puertas se abren y ella corre adentro; luego se gira para mirarme.
—Anastasia —murmuro para despedirme.
—Christian —susurra en respuesta. Y las puertas del ascensor se cierran dejando mi nombre en el aire con
un sonido extraño, poco familiar, pero mucho más que sexy.
Joder… ¿Qué ha sido eso?
Necesito saber más sobre esta chica.
—Andrea —exclamo mientras camino decidido de vuelta a mi despacho—. Ponme con Welch
inmediatamente.
Me siento a la mesa esperando que me pase la llamada y miro los cuadros colgados de las paredes de mi
despacho. Las palabras de la señorita Steele vuelven a mí: «Elevan lo cotidiano a la categoría de
extraordinario». Eso podría ser una buena descripción de ella.
El teléfono suena.
—Tengo al señor Welch al teléfono.
—Pásamelo.
—¿Sí, señor?
—Welch, necesito un informe.
Sábado, 14 de mayo de 2011
Anastasia Rose Steele
Fecha de nacimiento: 10 de septiembre de 1989, Montesano, Washington.
Dirección: 1114 SW Green Street, Apartamento 7, Haven Heights, Vancouver, Washington 9888
Teléfono móvil: 360 959 4352
N.º de la Seguridad Social: 987-65-4320
Datos bancarios: Wells Fargo Bank, Vancouver,
Washington 98888
Número de cuenta: 309361
Saldo: 683,16 dólares
Profesión: Estudiante de la Universidad Estatal de Washington, facultad de letras, campus de Vancouver -
Especialidad: literatura inglesa.
Nota media: 4 sobre 5
Formación anterior: Instituto de Montesano
Nota en examen de acceso a la universidad: 2150
Actividad laboral: Ferretería Clayton’s
NW Vancouver Drive, Portland, Oregón (a tiempo parcial)
Padre: Franklin A. Lambert
-fecha de nacimiento: 1 de septiembre de 1969 -fallecido el 11 de septiembre de 1989.
Madre: Carla May Wilks Adams
-fecha de nacimiento: 18 de julio de 1970
-casada con Frank Lambert el 1 de marzo 1989; enviudó el 11 de septiembre de 1989
-casada con Raymond Steele el 6 de junio de 1990; divorciada el 12 de julio de 2006
-casada con Stephen M. Morton el 16 de agosto de 2006; divorciada el 31 de enero de 2007
-casada con Robbin (Bob) Adams el 6 de abril de 2009
Afiliaciones políticas: No se le conocen
Afiliaciones religiosas: No se le conocen
Orientación sexual: Desconocida
Relaciones sentimentales: Ninguna en la actualidad
Estudio el escueto informe por centésima vez desde que lo recibí hace dos días, buscando alguna pista sobre
la enigmática señorita Anastasia Rose Steele. No puedo sacármela de la cabeza y está empezando a irritarme
de verdad. Esta pasada semana, durante unas reuniones particularmente aburridas, me he encontrado
reproduciendo de nuevo la entrevista en mi cabeza. Sus dedos torpes con la grabadora, la forma en que se
colocaba el pelo detrás de la oreja, cómo se mordía el labio. Sí. Eso de morderse el labio me tiene loco.
Y ahora aquí estoy, aparcado delante de Clayton’s, la modesta ferretería en las afueras de Portland donde
ella trabaja.
Eres un idiota, Grey. ¿Por qué estás aquí?
Sabía que iba a acabar así. Toda la semana… Sabía que tenía que verla de nuevo. Lo supe desde que
pronunció mi nombre en el ascensor y desapareció en las profundidades de mi edificio. He intentado
resistirme. He esperado cinco días, cinco putos días para intentar olvidarme de ella. Y yo no espero. No me
gusta esperar… para nada. Nunca antes he perseguido activamente a una mujer. Las mujeres han entendido
siempre lo que quería de ellas. Ahora temo que la señorita Steele sea demasiado joven y no le interese lo que
tengo que ofrecer… ¿Le interesará? ¿Podría ser una buena sumisa? Niego con la cabeza. Solo hay una forma
de averiguarlo… Por eso estoy aquí como un gilipollas, sentado en un aparcamiento de las afueras en un
barrio de Portland muy deprimente.
Su informe no me ha desvelado nada reseñable. Excepto el último dato, que no abandona mi mente. Y es
la razón por la que estoy aquí. ¿Por qué no tiene novio, señorita Steele? «Orientación sexual: desconocida.»
Tal vez sea gay. Río entre dientes, pensando que es poco probable. Recuerdo la pregunta que me hizo
durante la entrevista, su vergüenza, cómo se sonrojó con ese rubor rosa pálido… Mierda. Llevo sufriendo
esos pensamientos absurdos desde que la conocí.
Por eso estás aquí.
Estoy deseando volver a verla… Esos ojos azules me persiguen, incluso en sueños. No le he hablado de
ella a Flynn, y me alegro de no haberlo hecho porque ahora me estoy comportando como un acosador. Tal
vez debería contárselo. Pongo los ojos en blanco. No quiero que me vuelva loco con su última mierda de
terapia centrada en la solución. Solo necesito una distracción… Y ahora mismo la única distracción que
quiero trabaja de cajera en una ferretería.
Ya has venido hasta aquí. Vamos a ver si la pequeña señorita Steele es tan atractiva como la recuerdas. Ha
llegado la hora del espectáculo, Grey. Salgo del coche y cruzo el aparcamiento hasta la puerta principal.
Suena una campana con un tono electrónico cuando entro.
La tienda es más grande de lo que parece desde fuera, y aunque es casi la hora de comer, el lugar está
tranquilo teniendo en cuenta que es sábado. Hay pasillos y pasillos llenos de los artículos habituales de una
tienda de esas características. Se me habían olvidado las posibilidades que una ferretería le ofrece a alguien
como yo. Normalmente compro lo que necesito por internet, pero ya que estoy aquí, voy a llevarme unas
cuantas cosas: velcro, anillas… Sí. Encontraré a la deliciosa señorita Steele y me divertiré un poco.
Solo necesito tres segundos para localizarla. Está encorvada sobre el mostrador, mirando fijamente la
pantalla del ordenador y comiendo un bagel distraída. Sin darse cuenta se quita un resto de la comisura de la
boca con el dedo, se mete el dedo en la boca y lo chupa. Mi polla se agita en respuesta a ese gesto. ¡Joder!
¿Es que acaso tengo catorce años? Mi reacción es muy irritante. Tal vez consiga detener esta respuesta
adolescente si la esposo, me la follo y la azoto con el látigo… y no necesariamente en ese orden. Sí. Eso es lo
que necesito.
Está muy concentrada en su tarea y eso me da la oportunidad de observarla. Al margen de mis
pensamientos perversos, es atractiva, bastante atractiva. La recordaba bien.
Ella levanta la vista y se queda petrificada mirándome con sus ojos inteligentes y penetrantes, del más azul
de los azules, que parecen poder ver a través de mí. Es tan inquietante como la primera vez que la vi. Solo se
queda mirando, sorprendida creo, y no sé si eso es una respuesta buena o mala.
—Señorita Steele, qué agradable sorpresa.
—Señor Grey —susurra jadeante y ruborizada. Ah… es una buena respuesta.
—Pasaba por aquí. Necesito algunas cosas. Es un placer volver a verla, señorita Steele. —Un verdadero
placer. Va vestida con una camiseta ajustada y vaqueros, nada que ver con la ropa sin forma que llevaba el
otro día. Ahora es todo piernas largas, cintura estrecha y tetas perfectas. Sigue mirándome con la boca abierta
y tengo que resistir la tentación de acercar la mano y empujarle un poco la barbilla para cerrarle la boca. He
volado desde Seattle solo para verla y con lo que tengo delante ahora creo que ha merecido la pena el viaje.
—Ana. Me llamo Ana. ¿En qué puedo ayudarle, señor Grey? —Inspira hondo, cuadra los hombros igual
que hizo durante la entrevista, y me dedica una sonrisa falsa que estoy seguro de que reserva para los clientes.
Empieza el juego, señorita Steele.
—Necesito un par de cosas. Para empezar, bridas para cables.
Sus labios se separan un poco al inhalar bruscamente.
Le sorprendería saber lo que puedo hacer con ellas, señorita Steele…
—Tenemos varias medidas. ¿Quiere que se las muestre?
—Sí, por favor. La acompaño, señorita Steele.
Sale de detrás del mostrador y señala uno de los pasillos. Lleva unas zapatillas Converse. Sin darme cuenta
me pregunto qué tal le quedaría unos tacones de vértigo. Louboutins… Nada más que Louboutins.
—Están con los artículos de electricidad, en el pasillo número ocho. —Le tiembla la voz y se sonroja…
otra vez.
Le afecto. La esperanza nace en mi pecho. No es gay. Sonrío para mis adentros.
—La sigo —murmuro y extiendo la mano para señalarle que vaya delante. Si ella va delante tengo tiempo
y espacio para admirar ese culo fantástico. La verdad es que lo tiene todo: es dulce, educada y bonita, con
todos los atributos físicos que yo valoro en una sumisa. Pero la pregunta del millón de dólares es: ¿podría ser
una sumisa? Seguro que no sabe nada de ese estilo de vida (mi estilo de vida), pero me encantaría introducirla
en ese mundo. Te estás adelantando mucho, Grey.
—¿Ha venido a Portland por negocios? —pregunta interrumpiendo mis pensamientos. Habla en voz alta,
intentando fingir desinterés. Hace que tenga ganas de reír; es refrescante. Las mujeres no suelen hacerme reír.
—He ido a visitar el departamento de agricultura de la universidad, que está en Vancouver —miento. De
hecho he venido a verla a usted, señorita Steele.
Ella se sonroja y yo me siento fatal.
—En estos momentos financio una investigación sobre rotación de cultivos y ciencia del suelo. —Eso es
cierto, por lo menos.
—¿Forma parte de su plan para alimentar al mundo? —En sus labios aparece una media sonrisa.
—Algo así —murmuro. ¿Se está riendo de mí? Oh, me encantaría quitarle eso de la cabeza si es lo que
pretende. Pero ¿cómo empezar? Tal vez con una cena en vez de la entrevista habitual. Eso sí que sería una
novedad: llevar a cenar a un proyecto de sumisa…
Llegamos a donde están las bridas, que están clasificadas por tamaños y colores. Mis dedos recorren los
paquetes distraídamente. Podría pedirle que salgamos a cenar. ¿Como si fuera una cita? ¿Aceptaría? Cuando
la miro, ella se está observando los dedos entrelazados. No puede mirarme… Prometedor. Escojo las bridas
más largas. Son las que más posibilidades tienen: pueden sujetar dos muñecas o dos tobillos a la vez.
—Estas me irán bien —murmuro y ella vuelve a sonrojarse.
—¿Algo más? —pregunta apresuradamente. O está siendo muy eficiente o está deseando que me vaya de
la tienda, una de dos, no sabría decirlo.
—Quisiera cinta adhesiva.
—¿Está decorando su casa?
Reprimo una risa.
—No, no estoy decorándola. —Hace un siglo que no cojo una brocha. Pensarlo me hace sonreír; tengo
gente para ocuparse de toda esa mierda.
—Por aquí —murmura y parece disgustada—. La cinta para pintar está en el pasillo de la decoración.
Vamos, Grey. No tienes mucho tiempo. Entabla una conversación.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? —Ya sé la respuesta, claro. A diferencia del resto de la gente, yo
investigo de antemano. Vuelve a ruborizarse… Dios, qué tímida es esta chica. No tengo ninguna oportunidad
de conseguir lo que quiero. Se gira rápidamente y camina por el pasillo hacia la sección de decoración. Yo la
sigo encantado. Pero ¿qué soy, un puto perro faldero?
—Cuatro años —murmura cuando llegamos a donde está la cinta. Se agacha y coge dos rollos, cada uno
de un ancho diferente.
—Me llevaré esta —digo. La más ancha es mucho mejor como mordaza. Al pasármela, las puntas de
nuestros dedos se rozan brevemente. Ese contacto tiene un efecto en mi entrepierna. ¡Joder!
Ella palidece.
—¿Algo más? —Su voz es ronca y entrecortada.
Dios, yo le causo el mismo efecto que el que ella tiene sobre mí. Tal vez sí…
—Un poco de cuerda.
—Por aquí. —Cruza el pasillo, lo que me da otra oportunidad de apreciar su bonito culo—. ¿Qué tipo de
cuerda busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de cáñamo, de cable…
Mierda… para. Gruño en mi interior intentando apartar la imagen de ella atada y suspendida del techo del
cuarto de juegos.
—Cinco metros de la de fibra natural, por favor. —Es más gruesa y deja peores marcas si tiras de ella… es
mi cuerda preferida.
Veo que sus dedos tiemblan, pero mide los cinco metros con eficacia, saca un cúter del bolsillo derecho,
corta la cuerda con un gesto rápido, la enrolla y la anuda con un nudo corredizo. Impresionante…
—¿Iba usted a las scouts?
—Las actividades en grupo no son lo mío, señor Grey.
—¿Qué es lo suyo, Anastasia? —Mi mirada se encuentra con la suya y sus iris se dilatan mientras la miro
fijamente. ¡Sí!
—Los libros —susurra.
—¿Qué tipo de libros?
—Bueno, lo normal. Los clásicos. Sobre todo literatura inglesa.
¿Literatura inglesa? Las Brontë y Austen, seguro. Esas novelas románticas llenas de corazones y flores.
Joder. Eso no es bueno.
—¿Necesita algo más?
—No lo sé. ¿Qué me recomendaría? —Quiero ver su reacción.
—¿De bricolaje? —me pregunta sorprendida.
Estoy a punto de soltar una carcajada. Oh, nena, el bricolaje no es lo mío. Asiento aguantándome la risa.
Sus ojos me recorren el cuerpo y yo me pongo tenso. ¡Me está dando un repaso! Joder…
—Un mono de trabajo —dice.
Es lo más inesperado que he oído salir de esa boca dulce y respondona desde la pregunta sobre si era gay.
—No querrá que se le estropee la ropa… —dice señalando mis vaqueros y sonrojándose una vez más.
No puedo resistirme.
—Siempre puedo quitármela.
—Ya. —Ella se pone escarlata y mira al suelo.
—Me llevaré un mono de trabajo. No vaya a ser que se me estropee la ropa—murmuro para sacarla de su
apuro.
Sin decir nada se gira y cruza el pasillo. Yo sigo su seductora estela una vez más.
—¿Necesita algo más? —me pregunta sin aliento mientras me pasa un mono azul. Está cohibida; sigue
mirando al suelo y se ha ruborizado. Dios, las cosas que me provoca…
—¿Cómo va el artículo? —le pregunto deseando que se relaje un poco.
Levanta la vista y me dedica una breve sonrisa relajada. Por fin.
—No estoy escribiéndolo yo, sino Katherine. La señorita Kavanagh, mi compañera de piso. Está muy
contenta. Es la responsable de la revista y se quedó destrozada por no haber podido hacerle la entrevista
personalmente.
Es la frase más larga que me ha dicho desde que nos conocimos y está hablando de otra persona, no de sí
misma. Interesante.
Antes de que pueda decir nada, ella añade:
—Lo único que le preocupa es que no tiene ninguna foto suya original.
La tenaz señorita Kavanagh quiere fotografías. Publicidad, ¿eh? Puedo hacerlo. Y eso me permitirá pasar
más tiempo con la deliciosa señorita Steele.
—¿Qué tipo de fotografías quiere?
Ella me mira un momento y después niega con la cabeza.
—Bueno, voy a estar por aquí. Quizá mañana… —Puedo quedarme en Portland. Trabajar desde un hotel.
Una habitación en el Heathman quizá. Necesitaré que venga Taylor y me traiga el ordenador y ropa. También
puede venir Elliot… A menos que esté por ahí tirándose a alguien, que es lo que suele hacer los fines de
semana.
—¿Estaría dispuesto a hacer una sesión de fotos? —No puede ocultar su sorpresa.
Asiento brevemente. Le sorprendería saber lo que haría para pasar más tiempo con usted, señorita Steele…
De hecho me sorprende incluso a mí.
—Kate estará encantada… si encontramos a un fotógrafo. —Sonríe y su cara se ilumina como un atardecer
de verano. Dios, es impresionante.
—Dígame algo mañana. —Saco mi tarjeta de la cartera—. Mi tarjeta. Está mi número de móvil. Tiene que
llamarme antes de las diez de la mañana. —Si no me llama, volveré a Seattle y me olvidaré de esta aventura
estúpida. Pensar eso me deprime.
—Muy bien. —Sigue sonriendo.
—¡Ana! —Ambos nos volvemos cuando un hombre joven, vestido de forma cara pero informal, aparece
en un extremo del pasillo. No deja de sonreírle a la señorita Anastasia Steele. ¿Quién coño es este gilipollas?
—Discúlpeme un momento, señor Grey. —Se acerca a él y el cabrón la envuelve en un abrazo de oso. Se
me hiela la sangre. Es una respuesta primitiva. Quita tus putas zarpas de ella. Mis manos se convierten en
puños y solo me aplaco un poco al ver que ella no hace nada para devolverle el abrazo.
Se enfrascan en una conversación en susurros. Mierda, tal vez la información de Welch no era correcta. Tal
vez ese tío sea su novio. Tiene la edad apropiada y no puede apartar los ojos de ella. La mantiene agarrada
pero se separa un poco para mirarla, examinándola, y después le apoya el brazo con confianza sobre los
hombros. Parece un gesto casual, pero sé que está reivindicando su lugar y transmitiéndome que me retire.
Ella parece avergonzada y cambia el peso de un pie al otro.
Mierda. Debería irme. Entonces ella le dice algo y él se aparta, tocándole el brazo, no la mano. Está claro
que no están unidos. Bien.
—Paul, te presento a Christian Grey. Señor Grey, este es Paul Clayton, el hermano del dueño de la tienda.
—Me dedica una mirada extraña que no comprendo y continúa—: Conozco a Paul desde que trabajo aquí,
aunque no nos vemos muy a menudo. Ha vuelto de Princeton, donde estudia administración de empresas.
El hermano del jefe, no su novio. Siento un alivio inmenso que no me esperaba y que hace que frunza el
ceño. Esta chica sí que me ha calado hondo…
—Señor Clayton —saludo con un tono deliberadamente cortante.
—Señor Grey. —Me estrecha la mano sin fuerza. Gilipollas y blando…—. Espera… ¿No será el famoso
Christian Grey? ¿El de Grey Enterprises Holdings? —En un segundo veo como pasa de territorial a solícito.
Sí, ese soy yo, imbécil.
—Uau… ¿Puedo ayudarle en algo?
—Se ha ocupado Anastasia, señor Clayton. Ha sido muy atenta. —Ahora lárgate.
—Estupendo —dice obsequioso y con los ojos muy abiertos—. Nos vemos luego, Ana.
—Claro, Paul —dice y él se va, por fin. Le veo desaparecer en dirección al almacén.
—¿Algo más, señor Grey?
—Nada más —murmuro. Mierda, me quedo sin tiempo y sigo sin saber si voy a volver a verla. Tengo que
saber si hay alguna posibilidad de que llegue a considerar lo que tengo en mente. ¿Cómo podría
preguntárselo? ¿Estoy listo para aceptar a una nueva sumisa, una que no sepa nada? Mierda. Va a necesitar
mucho entrenamiento. Gruño para mis adentros al pensar en todas las interesantes posibilidades que eso
presenta… Joder, entrenarla va a constituir la mitad de la diversión. ¿Le interesará? ¿O lo estoy interpretando
todo mal?
Ella se dirige a la caja y marca todos los objetos. Todo el tiempo mantiene la mirada baja. ¡Mírame, maldita
sea! Quiero volver a ver esos preciosos ojos azules para saber qué estás pensando.
Por fin levanta la cabeza.
—Serán cuarenta y tres dólares, por favor.
¿Eso es todo?
—¿Quiere una bolsa? —me pregunta pasando al modo cajera cuando le doy mi American Express.
—Sí, gracias, Anastasia. —Su nombre, un bonito nombre para una chica bonita, me acaricia la lengua.
Mete los objetos con eficiencia en la bolsa. Ya está. Tengo que irme.
—Ya me llamará si quiere que haga la sesión de fotos.
Asiente y me devuelve la tarjeta.
—Bien. Hasta mañana, quizá. —No puedo irme así. Tengo que hacerle saber que me interesa—. Ah, una
cosa, Anastasia… Me alegro de que la señorita Kavanagh no pudiera hacerme la entrevista. —Encantado por
su expresión asombrada, me cuelgo la bolsa del hombro y salgo de la tienda.
Sí, aunque eso vaya en contra de mi buen juicio, la deseo. Ahora tengo que esperar… joder, esperar… otra
vez.
Eso es todo… por ahora.
Gracias, gracias, gracias por leer este libro.
E.L. James

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