Capítulo 9
La sensación de vacío es inevitable. La
sensación de miseria y desolación, también. No obstante, no
esperaba el abrumador sentimiento de culpa. He
luchado contra las punzadas aquí y allá, cuando lo
tenía delante, derrotado, pero ahora me consume.
Y estoy furiosa por sentirme así. El no haberme
hecho la ecografía aún también me está volviendo
loca.
Es viernes, el cuarto día sin Jesse. Mi semana
ha sido una tortura, y sé que la cosa no va a
mejorar nunca. Se me está partiendo lentamente
el corazón. Las grietas son más profundas cada día
que pasa, y sé que probablemente dejaré de ser
funcional. Estoy a punto. Aunque lo que más me duele
es la falta de contacto, el no saber si él se
está ahogando en vodka, lo que significa también que se
está ahogando en mujeres. Salto de mi mesa y
corro al cuarto de baño. Vomito al instante pero no
creo que sean náuseas matutinas o náuseas a
cualquier hora del día. Es la pena.
—Ava, deberías irte a casa. Llevas mala toda la
semana. —La voz preocupada de Sally me
llega desde el otro lado de la puerta del baño.
Me levanto con un suspiro, tiro de la cadena,
salgo y me lavo la cara y las manos.
—Un maldito virus anda suelto —murmuro.
Contemplo la falda lápiz de color gris y la
blusa negra de Sal. Se ha transformado por completo.
Las faldas rectas sosas y las camisetas de
cuello alto son un recuerdo lejano. No se lo he preguntado
pero, a juzgar por el nuevo vestuario, su vida
amorosa va viento en popa.
—¿Sigues saliendo con aquel chico que conociste
en internet? —pregunto. No sé su nombre, así
que no sé cómo llamarlo.
—¿Mick? —se ríe—. Sí.
—¿Y marcha bien? —Me vuelvo y me apoyo en el
lavabo. Se pone como un tomate, baja la
vista y se arregla la coleta.
—¡Sí! —chilla, y me da tal susto que doy un
brinco—. Es el hombre perfecto, Ava.
Sonrío.
—¿A qué se dedica?
—No sé, a un rollo profesional. Ni siquiera
intento entenderlo.
Me echo a reír.
—Me alegro. —Iba a añadir que fuera ella misma,
pero creo que es un poco tarde. Desde luego,
ya no es la Sal de antes. Mi teléfono grita
entonces desde mi nueva mesa—. Disculpa, Sal —digo, y
la dejo delante del espejo retocándose el
carmín.
Me acerco a mi mesa nueva de madera en forma de
ele y procuro ignorar la decepción que
siento porque no es Angel. Lo que no consigo ignorar es la exasperación que me entra cuando
veo
que la que llama es Ruth Quinn, mi clienta
entusiasta a la que le he dedicado demasiado tiempo esta
semana.
—Hola, Ruth.
—Ava, parece que todavía te encuentras mal.
Lo sé. Probablemente también tenga un aspecto
horrible.
—Me encuentro mucho mejor, Ruth. —Eso es porque
acabo de vaciar el contenido de mi
estómago otra vez.
—Me alegro; ¿podemos reunirnos? —De pronto, ya
no parece estar muy preocupada por mí.
—¿Es que hay algún problema? —pregunto esperando
que no lo haya. Estoy intentando que este
proyecto vaya como la seda porque, aunque Ruth
parece muy maja, sé reconocer a un cliente
quisquilloso cuando lo veo.
—No, sólo quiero aclarar unas cosas.
—Eso podemos hacerlo por teléfono —propongo.
—Preferiría que nos viéramos —insiste.
Me encojo en mi silla. Era de esperar. Siempre
prefiere que nos veamos. Le va a llegar una
factura astronómica. Una hora por aquí, dos
horas por allá, se va a gastar más dinero en verme que en
pagar las obras.
—Hoy —añade.
Me encojo aún más con un gruñido. No voy a
terminar mi semana de mierda con Ruth Quinn.
Prácticamente la empecé con Ruth el martes y
tuvimos un encuentro a media semana el miércoles.
¿Acaso se cree que es mi única clienta? No me
importaría, pero es que se pasa diez minutos
aclarando cosas que ya habíamos aclarado y luego
se tira una hora sirviéndome tazas de té y tratando
de convencerme de que salgamos de copas.
—Ruth, de verdad que hoy no puedo.
—¿No puedes? —parece molesta.
—¿El lunes? —¿Por qué habré dicho eso? Voy a
empezar la semana con Ruth Quinn otra vez.
—El lunes, pues. ¿A las once?
—Vale. —Paso las páginas de mi agenda y anoto la
cita.
—Estupendo —responde. Ya vuelve a ser la Ruth
animada de siempre—. ¿Tienes planes para
el fin de semana?
Dejo de escribir. De repente estoy muy incómoda.
No tengo planes para el fin de semana, salvo
pasarlo con mi corazón roto, pero antes de que
pueda pensar en una respuesta, abro la boca y digo:
—No gran cosa.
—Yo tampoco. —Va a hacerlo otra vez, lo sé—.
¡Deberíamos salir a tomar unas copas!
Mi frente golpea la superficie de la mesa. O no
puede o no quiere captar la indirecta. Levanto la
cabeza, que pesa como el plomo.
—Ruth, la verdad es que voy a pasar el fin de
semana con mis padres en Cornualles. No es gran
cosa.
Se ríe.
—¡Que no te oigan tus padres!
Me obligo a reírme con ella.
—No lo harán.
—Disfruta del fin de semana, aunque lo pases con
tus padres y no sea gran cosa. Nos vemos el
lunes.—Gracias, Ruth. —Cuelgo y miro el reloj.
Dentro de una hora podré irme.
Estoy molida cuando llego al apartamento de
Kate. Subo por la escalera y me meto en la cocina.
Abro la nevera y me encuentro con una botella de
vino. Me quedo mirándola. No sé cuánto tiempo
me paso así. Cuando oigo una voz conocida aparto
la vista. Me vuelvo y veo a mi amiga, pero ésa no
es la voz que ha llamado mi atención. Entonces
entra Dan. Los dos parecen más culpables que el
pecado.
—¿Qué pasa? —pregunto cerrando la puerta de la
nevera.
Kate parpadea pero no dice nada. Mi hermano no
se corta.
—No es asunto tuyo —me espeta.
Rodea la cintura de Kate con el brazo y le da un
beso en la mejilla. Es la primera vez que lo veo
o hablo con él desde la boda, y no parece que
vaya a ser un feliz reencuentro. Frunce el ceño.
—¿Qué tal si te pregunto a ti lo que pasa? ¿Qué
haces aquí?
Me quedo petrificada y miro a Kate con unos ojos
como platos. Ella niega con la cabeza de
forma imperceptible. No se lo ha contado.
—Quería pasarme por aquí un rato después del trabajo
—digo volviendo a mirar a Dan—.
¿Cuándo regresas a Australia?
—No lo sé. —Se encoge de hombros y pasa de mi
pregunta—. Me voy.
—Adiós —siseo dando media vuelta y abriendo la
nevera para coger la botella de vino.
No debería hacerlo, dado el estado de mis
propios asuntos, pero no puedo evitar meterme. Kate
se está buscando problemas y mi hermano me cae
cada día peor. Nunca pensé que me gustaría verlo
desaparecer. Ignoro el intercambio de adioses
que se está produciendo detrás de mí y me centro en
servirme un vaso de vino.
Para cuando me he bebido la mitad, oigo pasos en
la escalera y me vuelvo hacia mi estúpida
amiga pelirroja.
—¿Es que se te ha ido la olla? —le espeto
agitando el vaso en su dirección.
—Probablemente —masculla sentándose en una silla
y haciéndome un gesto para que le sirva
vino—. ¿Qué tal te encuentras?
—¡Bien! —Cojo otro vaso, le sirvo y se lo dejo
en la mesa—. Te estás metiendo en una buena.
Se mofa y le da un trago rápido.
—Ava, ¿no deberíamos plantear bien la situación?
Tú eres la que lleva casada menos de una
semana, ha dejado a su marido y está preñada.
Me achico ante su crudeza y entonces ella mira
el vaso que tengo en la mano. Me pongo a la
defensiva.
—Sólo estoy de unas semanas. Algunas mujeres no
lo saben hasta que están de tres meses. —
Intento mitigar la culpa que me reconcome por
dentro.
Se levanta, se sienta en la encimera y enciende
un pitillo.
—Un par de copas no te harán daño, y tampoco
importa —dice abriendo la ventana de la cocina
y apoyándose en el borde.
—¿Tampoco importa? —Frunzo el ceño y bebo, un
poco reticente.
—Bueno, te vas a deshacer de él, ¿no? —me espeta
mirándome con las cejas enarcadas.
Sus palabras son tan insensibles que me hieren,
pero sigo bebiendo. Creo que estoy más en
negación que nunca.
—Sí —farfullo dejándome caer en una silla. Tengo
la cabeza en otra parte.
—¡Venga! —El tono asertivo de Kate me saca de mi
ensimismamiento—. ¡Vamos a salir!
—¿En serio? —Es lo último que me apetece hacer.
—Sí. No voy a dejar que te quedes aquí
lloriqueando ni un segundo más. ¿Te ha llamado? —Le
da una calada al cigarrillo y me mira
expectante.
Ojalá pudiera decir que sí.
—No.
Aprieta los labios y sé que ella también piensa
que es extraño.
—Date una ducha. Nos vamos de copas, en plan
tranquilo. Pero sólo una o dos. —Mira mi vaso
—. Aunque imagino que tampoco importa.
—No creo. —Niego con la cabeza. Lo que acaba de
decir es la puntilla. Suspira y apaga el
cigarrillo en la ventana antes de cerrarla y
bajarse de la encimera.
—Venga, Ava. Hace semanas que no salimos juntas.
Nos tomamos una copa, charlamos un rato
de otra cosa que no sea ni Jesse, ni Sam, ni
Dan. Solas las dos, como en los viejos tiempos, antes de
que los hombres se interpusieran entre nosotras.
—Se refiere al período entre Matt y Jesse. Nos lo
pasamos muy bien durante esas cuatro semanas,
antes de que el señor de La Mansión del Sexo
pusiera mi vida patas arriba.
—Vale. —Me levanto de la silla—. Tienes toda la
razón. Lo único que consigo quedándome en
casa es llenarme la cabeza de tonterías. Iré a
arreglarme.
—¡Fabuloso!
—Gracias por no contarle a Dan por qué estoy
aquí.
Me sonríe y vamos a arreglarnos para salir a
tomar una copa y charlar.
No se me va de la cabeza. Estoy haciendo lo
posible por ponerlo en segundo plano, pero cuando
entramos en el Baroque y la primera persona a la
que veo es Jay, el portero, me rindo. Me frunce el
ceño al pasar y deja de hablar con el otro
portero, pero yo me dirijo al bar sin decirle nada al cabeza
rapada, que evidentemente siente curiosidad.
—¿Vino? —pregunta Kate abriéndose paso hacia la
barra.
—Sí, por favor. —Escaneo nuestro garito
preferido y no tardo en ver a Tom y a Victoria. Ni
siquiera me siento mal por la decepción que me
invade al verlos aquí. Le doy a Kate un golpecito en
el hombro y ella se vuelve—. ¿Sabías que iban a estar
aquí?
—¿Quiénes? —me pregunta.
Señalo con la cabeza a mi amigo gay y a mi
colega insolente y un poco tonta. Están bailando. No
tienen ni idea de lo que está ocurriendo en mi
vida.
—Barbie y Kent —respondo secamente.
Ella pone los ojos en blanco, no los había
visto.
—¡Me encanta ese vestido! —canturrea Tom
acariciándome la cintura.
Miro el vestido ajustado de punto que me ha
prestado Kate.
—Gracias —digo aceptando la copa que me pasan
por encima del hombro de Kate—. ¿Estás
bien? —le pregunto a Victoria.
Se atusa el pelo y se lo recoge sobre un hombro.
—Fantástica.
Anda. Ni genial, ni bien. Está fantástica.
—¿Tanto? —pregunto deseando que me pase un poco.
—Sí, tanto. —Se echa a reír.
—Está enamorada de nuevo. —Tom le da un codazo y
la rubia guapa le lanza una mirada
asesina.
—No es verdad, y mira quién fue a hablar, ¡el
adicto a los hombres!
Tom parece sorprendido y, por primera vez en
días, me estoy riendo. Qué bien sienta. Kate se
une a nosotros y, al no haber mesas libres, nos
quedamos de pie cerca de la barra, charlando. Sigo
teniéndolo en mente, pero mi astuta amiga sabe
cómo distraerme.
Hasta que lo veo.
No es que se me acelere el pulso..., es que se
me para el corazón. No lo he visto desde el lunes,
y está más irresistible que nunca, si es que eso
es posible. Estoy segura de que Jay lo ha llamado y sé
que, probablemente, me sacará a rastras del bar,
pero eso no me impide recorrer con la mirada sus
vaqueros, ascender a su camiseta blanca y seguir
con su cuello y su cara, esa que me vuelve loca de
placer incluso cuando estoy cabreada con él. No
parece estar enfadado y tampoco parece que haya
estado bebiendo. Se lo ve descansado, sano y tan
espectacular como siempre. Y lo mismo opinan
todas las mujeres que hay en el bar. Se han
percatado de la presencia de ese espécimen arrebatador
que se pasea por el local. Algunas incluso lo
siguen. Está acentuando los andares. Sus ojos verdes se
posan en mí un instante y mi corazón vuelve a
latir... muy, muy de prisa. Tiene el rostro impasible y
me mira unos segundos antes de apartar la vista
sin siquiera saludarme. Luego sigue andando,
seguido por un grupo de mujeres.
Estoy destrozada. La cabeza me da vueltas y
busco una explicación para su ausencia de cuatro
días. ¿Dónde ha estado? ¿Qué ha estado haciendo?
Salta a la vista que no está llorando la pérdida. Se
lo ve arrogante, seguro de sí mismo y guapo
hasta dar asco, igual que el día que lo conocí. Son
rasgos familiares pero, ahora mismo, acentuados.
Sabe el efecto que tiene en mí y en todas las
mujeres que le lamen los talones.
La incertidumbre y los celos me están matando, y
sigo sin poder dejar de mirarlo, observando
cómo noquea a las mujeres que lo rodean con esa
puta cara. Se deshacen a sus pies.
Sí, ahí está. Mi marido. Parece como si acabara
de aterrizar del planeta de los hombres
perfectos. Entorno los ojos al ver a una mujer
morena vestida de rojo acariciándole el brazo, y tengo
que contenerme para no ir a arrancárselo. Lo
dejo estar. Es evidente que no le molestan. Me río para
mis adentros. ¿Que me necesita? Sí, ya lo veo.
Soy consciente del silencio que reina en nuestro
grupo. Desvío la mirada del bastardo de mi
marido y veo que Kate no me quita los ojos de
encima. Tom está babeando, como todas las demás, y
Victoria está arañando el suelo del bar con sus
tacones de infarto. Es un silencio incómodo. Niego
con la cabeza, me río y bebo un buen trago de
vino. Llevaba toda la noche dándole sorbitos. Miro de
reojo en su dirección. Sabe que lo estoy
observando. Si quiere jugar, que se prepare.
—Vamos a bailar —digo.
Me bebo lo que queda de mi vino, dejo la copa
sobre la barra con estruendo y me abro paso
entre los pequeños grupos hasta que estoy en la
pista de baile. Cuando me vuelvo, compruebo que
mis tres leales amigos se han unido a mí.
Kate está nerviosa. Intento cogerle la copa pero
se la bebe.
—No seas tonta, Ava —me advierte, muy seria—. Sé
que todavía estás embarazada.
Intento encontrar algo con lo que contraatacar,
pero no se me ocurre nada. Así que, por hacer
una estupidez como una casa, me vuelvo cabreada
al bar. Sé que Jesse me está mirando. Y Kate,
también. Pero eso no me impide pedir otra copa y
bebérmela de un trago antes de volver a la pista de
baile.
—¡¿Qué intentas demostrar?! —me grita mi amiga—.
Si quieres que piense que eres imbécil, lo
estás consiguiendo.
Si no hubiera bebido, sus palabras me habrían
tocado la fibra sensible. Me da igual.
Tom suelta entonces un chillido que hace que me
olvide de mi cabreada amiga. Le brillan los
ojos cuando el DJ pincha Clubbed to Death de Rob D. Se me abalanza.
—¡Dame un silbato, unos pantalones cortos y
súbeme a la tarima! ¡Ibiza!
Pongo la mente en blanco y dejo de pensar en mi
hombre imposible. La música se apodera de
mí, mi cuerpo se mueve al ritmo de la canción.
Levanto los brazos por encima de la cabeza y cierro
los ojos. Estoy en mi mundo. Sólo soy consciente
de la música a todo volumen.
Estoy perdida.
Atontada.
Destrozada.
Pero él está cerca.
Puedo sentirlo. Puedo oler su agua fresca
acercándose y luego me toca. Mis brazos caen cuando
su mano se desliza por mi vientre, su
entrepierna contra mi culo, su aliento en mi oreja. Me rodea y,
aunque sé que debería rechazarlo, no puedo
hacerlo. Mi mente sigue en blanco y empiezo a moverme
con él cuando me besa el cuello. Su polla dura
se me clava en la espalda. Estoy indefensa, no puedo
evitar ladear la cabeza para que me bese. Tengo
el cuello tenso, hipersensible a su lengua
implacable, que sigue su trayectoria hasta el
oído. Su respiración es ardiente, lenta y controlada. No
puedo contenerme. Gimo y me aprieto contra su
cuerpo.
La música parece sonar más alto ahora. Me sujeta
con más fuerza que antes y, cuando abro los
ojos, veo que me está sacando de la pista de
baile. Podría intentar detenerlo pero no lo hago. Lo sigo,
me lleva por el pasillo que conduce a los baños.
Todo parece moverse a cámara lenta, borroso. Lo
único que veo con claridad son sus anchas
espaldas. Nos acercamos al final del pasillo, echo la vista
atrás y veo que Jay nos está mirando. Luego
Jesse se vuelve y asiente antes de abrir la puerta de un
baño para discapacitados y empujarme adentro. La
puerta se cierra rápidamente. Echa el pestillo en
un segundo y con su cuerpo me empuja contra la
pared. La música resuena con fuerza. Hay unos
altavoces integrados en el techo pero me obliga
a bajar la cabeza. Nuestras miradas se cruzan. Sus
ojos son verde oscuro, completamente turbios, y
tiene la boca entreabierta. Jadeo, me coge por las
muñecas, me levanta los brazos y los clava a
ambos lados de mi cabeza antes de morderme el labio
inferior y apartarse sin soltarlo. He perdido el
control sobre mi cuerpo. El estómago se me revuelve
y envía las punzadas que martillean dentro de mí
hacia abajo, hacia mi sexo. Lo necesito con
desesperación pero, con las manos clavadas en la
pared y su cuerpo duro contra el mío, lo único que
puedo mover es la cabeza. Así que intento
atrapar su boca pero me esquiva. Va a poner condiciones.
Cuando acerca los labios a pocos milímetros de
los míos, confirma mis sospechas. Su aliento,
ardiente y mentolado, me llega a la cara pero entonces
se aparta. Está jugando conmigo. Espero a que
me pregunte si lo deseo. Tengo mi respuesta más
que preparada.
Una voz ronca escapa entonces de mi garganta:
—Bésame. —Se lo estoy suplicando, lo sé, pero no
me importa. Lo deseo y lo necesito dentro
de mí. Su rostro sigue impasible pero me sujeta
las muñecas con más fuerza y su cuerpo se aprieta más
contra el mío. Me acerca la cara, despacio. Sus
ojos verdes me penetran por completo y me hace
cosquillas con los labios. Gimo e intento
besarlo pero se aparta otra vez, todavía con cara de póquer,
todavía bajo control. Yo ya he perdido el mío y
estoy a punto de enloquecer de desesperación.
—Bésame —le ordeno con brusquedad.
No me hace ni caso y junta mis muñecas para
poder sujetarlas por encima de mi cabeza con una
sola mano. La otra desciende y me pone un dedo
en la rodilla. Lentamente, comienza la tortura de ir
subiéndolo por mi muslo, la cadera, por las
costillas, mi pecho, arriba, arriba, hasta que me tiene
agarrada del cuello, con el pulgar en la nuez y
los otros dedos en la nuca. Se me ha acelerado el
pulso, el corazón se me va a salir del pecho y
mis rodillas van a ceder en cualquier momento. Y
durante todo este tiempo me ha estado taladrando
con sus adictivos ojos verdes. Quiero gritar de
frustración. Seguro que eso es lo que quiere.
Trato de capturar de nuevo su boca pero esquiva mis
labios sin inmutarse y me hunde la cara en el
pecho. Baja el escote del vestido con la barbilla y me
muerde una teta. Está repasando su marca.
Recuesto la cabeza contra la pared con los ojos
cerrados, indefensa. La sensación punzante que
siento entre las piernas es insoportable, y
tengo miedo de que me deje así. Ya lo ha hecho otras
veces. Está pasando por encima de mí. No tiene
ningún derecho, pero yo tampoco se lo impido. Me
muero por sus caricias, por tocarlo, y ahora que
ha empezado no quiero que pare.
La música es atronadora, tanto que uno pensaría
que ahoga cualquier ruido, pero no. Mi
respiración febril es densa y jadeante. La de
Jesse, en cambio, es lenta, superficial y controlada. Sus
tácticas lo mantienen tranquilo y bajo control.
Sabe lo que se hace.
Estoy a punto de gritar de frustración, pero
entonces hace que me dé la vuelta y me empotra
contra la pared. Mi cuerpo choca contra los
azulejos. Ladeo la cara y apoyo la mejilla en la
superficie fría. Con la rodilla, me abre de
piernas. Coge mis manos y las pone contra la pared
brillante. No necesita ordenarme que no las
mueva. La firmeza con que las ha colocado en su sitio y
lo despacio que me ha soltado me dicen lo que se
espera de mí. Eso, y que me ha pegado los labios
al oído. Cuando sus manos se posan en mis muslos
y cogen el bajo del vestido, se me acelera aún
más la respiración. Luego se baja la bragueta y
los pantalones. Impaciente, saco el culo, invitándolo.
Me da un azote en las nalgas y dejo escapar un
grito de dolor.
—¡Joder! —jadeo, y me gano otro azote—. ¡Jesse!
Apoyo la frente contra los azulejos y mi aliento
empaña de vaho la superficie negra y brillante.
¿Cuánto tiempo se va a pasar así? ¿Cuánto tiempo
va a hacerme sufrir? Entonces tira de mis caderas,
me arranca las bragas y me la clava. Grito,
sorprendida ante la repentina invasión, pero él permanece
en silencio, ni siquiera jadea, ni siquiera
tiembla un poco. Se aparta despacio y se queda quieto un
instante antes de embestirme de nuevo. Se me
tensa el estómago, la cabeza me da vueltas y mi frente
va de un lado a otro por los azulejos. No sé qué
hacer. Vuelve a penetrarme, rápido y sin piedad, y
grito pero la música ahoga los sonidos que salen
de mi boca. Se retira, despacio, y su mano abandona
mi cadera y se desliza por mi cuerpo hasta que
me coge por la nuca. Me gira el cuello para que
vuelva la cabeza y entonces arremete contra mi
boca. Gimo aceptando el beso y deleitándome con la
familiaridad. No me da ni la mitad de lo que
necesito. Sólo era una muestra de lo que me he estado
perdiendo. Me deja con ganas de mucho más.
Se queda quieto como un muerto durante un par de
segundos, luego mueve los pies y se prepara
para perder el control. Tira de mí para que vaya
a su encuentro una y otra vez, cada estocada fuerte y
castigadora acercándome un poco más a mi
objetivo. La gran explosión. Y justo cuando puedo
tocarla con la punta de los dedos, Jesse sale de
mí y me da la vuelta. Me levanta para que le rodee la
cintura con las piernas. Me la mete directamente
y me abrazo a él mientras carga hacia adelante,
rescatando así mi orgasmo en ebullición. Echo la
cabeza atrás y el calor de su boca me acaricia la
garganta. Me muerde, me lame y me chupa. Me echo
a temblar cuando las oleadas que se expanden
por mi cuerpo se abren paso hacia mi clítoris,
todas a la vez. Empiezo a gritar antes incluso de llegar
al clímax. Luego la presión se dispara y me
catapulta a un abismo de placer embriagador y me hago
añicos, gritando a pleno pulmón, y sé que él
también se ha corrido, aunque permanece en silencio. Mi
cabeza cae sobre el pecho y veo que su cara está
empapada en sudor. Los ojos verdes miran al frente,
inmóviles, carentes de emoción. Me desconcierta.
Enredo las manos en su pelo y tiro de él pero se
resiste. Lleva las manos a mis piernas y me
baja. Estoy de pie, relativamente estable gracias a que
puedo apoyarme contra la pared. Desliza la mano
por dentro de mis bragas, recogiendo nuestros
fluidos, y luego me la pasa por el pecho. Se
enjuga la frente, se abrocha los pantalones y se va.
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