Capítulo 8
Es lunes. Me despierto al alba y voy al baño a
ver qué tal va la regla. Por supuesto, todo sigue limpio
y seco, y me echo a llorar en silencio. Podría
darle unos días, pero siempre he sido como un reloj,
así que sólo estaría posponiendo lo inevitable.
Tengo que ver a la doctora Monroe.
Salgo de la estación de metro de Green Park en
dirección a Piccadilly y me detengo unos
instantes para asimilar el borrón de gente en la
hora punta. Lo echo de menos. Echo de menos el caos
del metro y caminar unas pocas manzanas hasta mi
oficina, todo el ir y venir, el hecho de esquivar
cuerpos, y las voces, los gritos al móvil. Eso y
el chirrido de los coches y los autobuses, las bocinas
impacientes y el timbre de las bicicletas. El
ambiente me dibuja una sonrisa que me dura hasta que
me empujan por detrás y se burlan de mí por
obstaculizar la circulación del río de peatones. Me
arrancan de mi ensimismamiento y echo a andar
hacia Berkeley Street.
—Buenos días, flor —me saluda Patrick saliendo
de su despacho en dirección a mi mesa.
Me siento y giro la silla.
—Buenos días —digo. Necesito fingir una alegría
exagerada que no siento.
Toma asiento en el borde de mi mesa, que suelta
su crujido habitual, y yo me tenso como
siempre. Un día no va a poder más.
—¿Cómo está la novia? —Me da un afectuoso
pellizco en la mejilla y me guiña el ojo.
—Perfectamente —sonrío y me río para mis
adentros. Tengo la habilidad de escoger la palabra
opuesta a cómo me siento. Podría haber dicho
«bien», o «genial», pero no... Voy y digo que
perfectamente. Perfectamente mal, así es como
estoy.
—Fue una boda preciosa. Gracias.
—De nada. —Le quito importancia al
agradecimiento de mi jefe—. ¿Dónde está todo el mundo?
—pregunto desesperada por cambiar de tema y
dejar en paz mi boda caótica, y posiblemente mi
caótico matrimonio.
—Sal está haciendo limpieza en el almacén, y Tom
y Victoria ya deberían estar aquí. —Mira el
reloj de pulsera—. ¿Qué hay de Van Der Haus?
—Ahora me mira a mí, y me cuesta parecer tranquila
y relajada cuando menciona a mi cliente danés—.
¿Ya se ha puesto en contacto contigo?
—No. —Enciendo el ordenador y muevo el ratón
para que la pantalla cobre vida. No se me
olvida que hoy es mi último día para contarle a
mi jefe lo de la venganza de Mikael pero, tal y como
están las cosas y teniendo en cuenta que he
dejado a Jesse, no creo que mi señor me presione—. Dijo
que me avisaría en cuanto volviera a Inglaterra.
—Está bien.
Patrick cambia de postura sobre mi mesa. Me
gustaría pedirle que al menos tuviera el detalle de
estarse quieto mientras la tortura.
—¿Alguna novedad con tus otros clientes? Los
Kent, la señora Quinn..., el señor Ward. —Se ríe
de su propio chiste, y aunque no estoy contenta
con mi marido me alegro de que Patrick acepte
nuestra relación... Si es que vuelve a haberla.
—Todo en orden. Los Kent van viento en popa; las
obras en casa de la señora Quinn empiezan
mañana, y el señor Ward quiere que encargue las
camas para las nuevas habitaciones cuanto antes.
Podrían tardar meses.
Patrick se echa a reír.
—Ava, flor, no hace falta que llames a tu marido
«señor Ward».
—La costumbre —gruño. Podría llamarlo de todo en
este momento.
—¿Te refieres a esas maravillosas camas de
hierro forjado?
—Sí.
Saco uno de los diseños del cajón y se lo enseño
a Patrick.
—Impresionantes —dice sin más—. Apuesto a que
cuestan un dineral.
¿Impresionantes? Sí. ¿Caras? Muchísimo. Pero
Patrick no se da cuenta de las ventajas que
ofrecen esas camas en un lugar como La Mansión.
Para el oso de peluche que tengo por jefe, La
Mansión sigue siendo un encantador hotel de
campo.
—Se lo puede permitir —digo encogiéndome de
hombros.
Me devuelve el diseño y lo guardo. Lo estoy
metiendo en el cajón cuando el agudo sonido de la
madera al partirse retumba en el silencio de la
oficina y me quedo horrorizada al ver cómo Patrick
aterriza en el suelo con cara de susto. No sé
por qué: se lo tiene merecido. Tengo el regazo cubierto
de astillas, y doy gracias por no haber tenido
las piernas debajo. Me las habría partido.
—¡Por todos los santos! —grita Patrick entre
trozos de madera rota y restos de papel y material
de oficina que había sobre mi mesa, entre ellos
la pantalla plana de mi ordenador. No sé si correr a
ayudarlo o echarme a reír, pero tengo la risa
nerviosa en la garganta, así que será lo último, porque
no voy a poder contenerme. Esto tiene demasiada
gracia.
Finalmente pierdo la batalla. Una enorme
carcajada sale de mi boca y de repente estoy
paralizada de la risa. Es imposible que Patrick
se levante del suelo sin ayuda, pero no creo que yo le
sirva de mucho. Debe de pesar como seis veces
más que yo.
—¡Lo siento! —exclamo recobrando el control de
mi cuerpo, que se convulsiona a causa de la
risa—. Ven. —Le ofrezco la mano, se estira para
cogerla y parece que su camisa no puede más,
revienta y llueven botones por todas partes. La
barriga de Patrick queda al descubierto y a mí me da
otro ataque de risa.
—¡Porras! —maldice sin soltar mi mano—.
¡Repámpanos!
—¡Ay, Dios! —grito sujetándome el vientre para
no mearme de la risa—. Patrick, ¿estás bien?
—Sé que está bien, no estaría rodando por el
suelo y soltando exclamaciones si hubiera resultado
herido.—
No, no estoy bien. ¿Vas a controlarte y a
echarme una mano? —Me da un tirón.
—¡Lo siento!
Esto es imparable. Estoy llorando de la risa, y
seguro que se me ha corrido la máscara de
pestañas.
Tiro con todas mis fuerzas para levantar a
Patrick del suelo. Lo hago tan rápido como puedo
para poder llegar al cuarto de baño, cosa que
hago en cuanto consigo ponerlo en pie.
—¡Disculpa! —Corro entre carcajadas al baño de
señoras y por el camino me cruzo con Sal,
que no entiende nada.
Cuando he terminado y he conseguido dejar de
reírme, vuelvo al despacho. Tom y Victoria ya
han llegado, y Sal está de rodillas recogiendo
un millón de clips del suelo.
—¿Qué ha pasado? —susurra Victoria.
—Mi mesa ha cedido —sonrío intentando contener
otro ataque de risa. Si empiezo, no pararé.
—¡Me lo he perdido! —grita Tom sin poder
creérselo—. ¡Mierda! —Cuelga la mariconera en
el respaldo de su silla—. ¡Amor! ¿Cómo está la
novia?
—Bien —contesto.
—¡Es verdad! —exclama Victoria—. Cuando me case,
quiero una boda como la tuya, aunque no
en un club de sex...
Le lanzo una mirada asesina a mi compañera de
trabajo y cae en la cuenta de su casi error.
Cierra la boca y se va a su mesa.
Me arrodillo para ayudar a Sal.
—Fue precioso, Ava —dice con tono soñador—. Eres
muy afortunada.
Las dulces palabras de Sal sólo me ponen de peor
humor, hasta que mi móvil empieza a sonar
en mi bolso. Me quedo mirándolo, sentada entre
el caos de los restos de mi mesa. No puedo hablar
con él. Me sorprende un poco que haya tardado
tanto en llamarme, y más aún que no insistiera
anoche. Está claro que sabe que se ha pasado de
la raya. No puedo ni imaginarme cómo se encuentra.
Seguro que ha salido a correr mil veces por los
parques.
Sal me mira expectante pero me limito a sonreír
y a seguir recogiendo clips. Me pregunto por
qué, de todas las cosas que hay en el suelo,
estamos recogiendo las más pequeñas.
—Ahora lo llamo —le digo a Sal mientras pienso
que en realidad esto es muy terapéutico.
Cuando hemos terminado, ella se levanta y va a
la cocina a preparar café, mientras que yo me
levanto y voy al despacho de mi jefe. Llamo a la
puerta y me asomo. Está sentado en su sillón, a su
mesa, un poco colorado, peinándose.
—¿Estás bien, Patrick? —pregunto mordiéndome el
labio cuando veo que se ha abrochado la
chaqueta para que no se le vea la barriga.
—Sí, sí, estoy bien —dice guardando el peine en
el bolsillo interior de la chaqueta—. Creo que
Irene lo va a interpretar como una señal de que
debo perder peso. —Sonríe un poco y me siento
mejor por haberme reído de él. Yo también
sonrío—. Me complace haberte alegrado el día, flor.
—Lo siento, pero tendrías que haber oído cómo
crujía la mesa cada vez que te sentabas.
—Lo sé. ¡La muy traidora!
—Ya te digo —respondo muy seria. Era una buena
mesa—. ¿Te apetece un café?
—No —gruñe—. Tengo que ir a casa a cambiarme.
—Vale.
Salgo de su oficina y vuelvo a mi pila de leña.
Rebusco entre los escombros hasta que encuentro
mi bolso, saco el teléfono y borro la llamada
perdida de Jesse. Luego llamo a la consulta de mi
médico.
—¿Se encuentra bien? —pregunta Tom echándose a
reír. Victoria también se apunta.
—Está bien, pero no os riáis cuando se vaya a
casa. Ha reventado la camisa y tiene que
cambiársela —sonrío.
—¿Se le han saltado los botones? —Victoria se
ríe y se echa el pelo hacia atrás.
Tom la mira y se echa a reír también.
—¡Qué mala suerte! ¡Lo que daría por volver
atrás en el tiempo para poder verlo!
Me las apaño para contener la risa y me escondo
en el almacén para llamar por teléfono.
Después de hablar con la recepcionista, consigo
cita para las cuatro.
El día pasa bastante rápido, con tan sólo unas
pocas llamadas perdidas de mi señor. Me
esperaba las llamadas, pero no que se rindiera
tan pronto. No ha telefoneado a la oficina, no ha
venido y no ha usado a un tercero. No sé si
debería estar satisfecha por haber conseguido que
accediera a mi petición de espacio o si debería
preocuparme que me esté dando el espacio que
necesito. Han pasado más de veinticuatro horas
sin verlo, y mentiría si dijera que no lo echo de
menos, pero necesito poner fin a esto. Necesito
ponerme en mi sitio y la única forma de hacerlo es no
verlo y no hablar con él. Me asusta lo que me
hace cuando decido no dar mi brazo a torcer, y
normalmente son sus caricias las culpables, así
que es vital guardar las distancias.
Cojo mi bolso y me levanto de mi mesa
improvisada, una mesa con caballetes que teníamos
guardada en la parte de atrás.
—Me voy. Hasta mañana —digo despidiéndome de mis
compañeros de trabajo—. Ya lo he
hablado con Patrick.
No quiero que sepan adónde voy porque sin duda
me harían preguntas. La privacidad en esta
oficina es todo un lujo.
Recibo un coro de adioses al cerrar la puerta y corro
al metro. Angel empieza a sonar cuando
llego a la estación, pero no saco el móvil del
bolso. No necesito pensar en él allá adonde voy. No
necesito pensar en él pero es difícil cuando su
canción favorita, la que me recuerda a él, suena a todo
volumen desde las profundidades de mi bolso.
Para unos nanosegundos y vuelve a empezar. Paso.
Voy a centrarme en la estación.
Doy un salto del susto cuando un muro alto,
musculoso y de ojos verdes se interpone en mi
camino. Me llevo la mano al pecho, al corazón. Se
me ha cortado la respiración. Luego me enfado.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto, seca.
—No contestas al teléfono. —Señala mi bolso—. No
sabía si lo oías.
Lo observo y me encuentro una mirada acusadora.
Sabe perfectamente que sí lo oía.
—Me estabas siguiendo —le espeto; yo también sé
ser acusadora.
—¿Adónde vas?
Se acerca y retrocedo. No puedo permitir que me
toque. Mierda, ¿adónde iba?
—A ver a un cliente —respondo.
—Yo te llevo.
—Te he dicho que necesito espacio, Jesse.
Soy consciente de que estamos molestando a los
demás peatones. Algunos gruñen, otros nos
lanzan miradas asesinas, pero ni a Jesse ni a mí
nos preocupan. Se queda mirándome, espectacular
con un traje gris y una camisa azul.
—¿Cuánto espacio y por cuánto tiempo? Me casé
contigo el sábado y me dejaste el domingo. —
Se acerca y me coge el antebrazo, desliza la
mano hasta mi muñeca y me coge de la mano.
Como siempre, hace que se me ponga la carne de
gallina y noto un escalofrío. Está mirando
nuestras manos entrelazadas y mordiéndose el
labio inferior.
—Lo estoy pasando fatal, Ava. —Levanta la vista
y me deslumbra con sus ojos verdes—. Lo
estoy pasando fatal sin ti.
Se me parte el corazón y entonces cierro los
ojos, mientras lucho desesperadamente contra el
impulso de acercarme a él y abrazarlo. Si no se
sale con la suya gracias a los distintos tipos de polvo
o a las cuentas atrás, recurre a romperme el
corazón con sus palabras. No puede ser tan malo, pero sé
que siente cada sílaba. Me está incapacitando de
nuevo.
—Tengo que irme.
Me odio a mí misma por dejarlo así. Me vuelvo
esperando que me detenga, pero me suelta y
sigo andando, sorprendida y bastante preocupada.
—Nena, por favor. Haré lo que sea. No me dejes,
por favor. —Su voz suplicante hace que me
pare en el acto y el dolor me parte en dos. Sigo
muy enfadada con él—. Deja al menos que te lleve.
No quiero que cojas el metro. Sólo te pido diez
minutos.
—El metro es más rápido —digo en voz baja entre
el ruido de la multitud. Me vuelvo para
mirarlo.
—Pero quiero llevarte.
—No llegaremos a tiempo en... —No digo más. Si
Jesse conduce, sí que llegaré a tiempo. Se
nota que está pensando lo mismo porque ha
arqueado una ceja.
No puedo decirle adónde voy, le daría un ataque.
Rebusco en mi agotado cerebro y encuentro la
solución. Le pido que me deje en la esquina de
la consulta. Hay varias casas cerca, no notará la
diferencia.
Suspiro.
—¿Dónde tienes el coche?
Pone cara de alivio y yo me siento aún más
culpable, aunque no sé por qué. Me coge de la mano
con cuidado y me lleva hacia un hotel y luego al
aparcamiento. El aparcacoches le entrega las llaves
y sólo me suelta cuando llegamos junto al DBS
para que pueda entrar.
Salimos a Piccadilly y conduce respetando a los
demás conductores. Incluso cambia las
marchas con delicadeza. Su estilo de conducción
encaja con su estado de ánimo: apagado.
Busco en mi cerebro el nombre de la calle
perpendicular a la consulta y sólo se me ocurre uno:
—Jardines de Luxemburgo, Hammersmith —digo
mirando por la ventanilla.
—Vale —contesta en voz baja.
Sé que me está mirando. Debería volverme y
plantarle cara, obligarlo a que se explique mejor,
pero me puede el abatimiento. Más le vale no
confundirlo con sumisión. No voy a ceder en esto.
Necesito llegar a la consulta sin Jesse y poner
remedio a mi espantosa situación.
Sale a Jardines de Luxemburgo y conduce despacio
por la calle bordeada de árboles.
—Déjame aquí. —Señalo a la izquierda y él para
el coche. Rezo para que no se empeñe en
quedarse—. Gracias —digo abriendo la puerta.
—De nada —farfulla.
Sé que, si lo miro, veré los engranajes
trabajando a miles de revoluciones por minuto y una
arruga en su hermosa frente, así que no lo hago.
Bajo del coche.
—¿Cenamos juntos esta noche? —pregunta con
premura, como si supiera que va a perder la
ocasión.
Respiro hondo y me vuelvo.
—Me acabas de pedir diez minutos, te los he dado
y no me has dicho ni mu —replico.
Lo dejo con cara de desesperación y cruzo la
calle, pero me detengo al caer en la cuenta de que
no tengo ninguna casa de ningún cliente en la
que desaparecer. Debo retroceder como un kilómetro, y
no hay forma de hacerlo con Jesse observándome
desde el coche. Abro el bolso y finjo estar
buscando algo mientras rezo para que se vaya. Me
esfuerzo por oír el rugido del motor, o tal vez un
ronroneo del DBS y, pasada una eternidad, por
fin llega a mis oídos. Es un ronroneo. Miro por
encima del hombro y veo desaparecer el coche por
la calle bordeada de árboles antes de desandar lo
andado. Tengo náuseas pero lo achaco a los
nervios. No estoy segura de cómo abordar esto. Después
de muchas visitas a nuestro médico de familia,
en busca de más píldoras anticonceptivas
acompañadas de su correspondiente sermón, me
enfrento a una charla mucho peor sobre no llevar
cuidado. Pensará que me merezco el castigo, y
creo que tiene razón.
Informo de mi llegada y cojo una revista de la
sala de espera; luego me paso veinte minutos
fingiendo leerla. Estoy nerviosa y doy
tironcitos a mi ropa intentando tranquilizarme. Tengo muchas
ganas de vomitar y me estoy poniendo peor. De
repente, como si fuera una señal, me topo con un
artículo sobre los argumentos a favor y en
contra del aborto. Una risa desesperada brota de mis
labios.—
¿Qué te hace tanta gracia?
Me quedo helada en la silla de la sala de espera
cuando la voz de Jesse me envuelve, y cierro la
revista de golpe.
—¿Me has seguido? —pregunto atónita volviéndome
para mirarlo.
—Mientes de pena, cariño —afirma con dulzura.
Tiene razón, se me da fatal, pero necesitaré
mejorar si voy a seguir con este hombre. ¿Si voy a
seguir? ¿De verdad acabo de pensarlo?
—¿Vas a decirme por qué has venido al médico y
por qué me has mentido al respecto? —Deja
la mano en mi rodilla desnuda y dibuja círculos
mientras me observa atentamente.
Tiro la revista sobre la mesa. No hay forma de
escapar de este hombre.
—Tengo revisión —farfullo en dirección a mi
rodilla, intentando no mirarlo a la cara.
—¿Una revisión? —Su tono ha cambiado por
completo. Ya no es dulce ni reconfortante, sino
que tiene un punto de ira.
Su mano me aprieta la rodilla. No puede decidir
esto.
—Sí.
—¿No crees que deberíamos entrar juntos?
—pregunta.
¿Juntos? De la sorpresa vuelvo la cabeza para
que mis ojos furiosos encuentren los suyos, que
me reciben verdes y llenos de curiosidad.
Examino su cara y él hace lo propio con la mía. Su mano
afloja la presión que ejerce sobre mi rodilla.
Aparto la pierna.
—¿Como la decisión que tomaste de intentar
dejarme embarazada? ¿Hicimos eso juntos?
—No —responde en voz baja, apartando la cara.
Me quedo mirando su perfil perfecto. No quiero
ceder y agachar la mirada. Ha tenido el valor
de venir aquí, y mi abatimiento ha sido
reemplazado por la rabia que sentía antes, sólo que corregida
y aumentada.
—No puedes ni mirarme a los ojos, ¿verdad? Sabes
que lo que has hecho está mal. Rezo a Dios
para no estar embarazada, Jesse, porque no
castigaría ni a mi peor enemigo con la mierda por la que
me has hecho pasar, y mucho menos a mi bebé.
Ahora es él quien se ha quedado atónito. Entorna
los ojos y el pelo de las sienes se le humedece
cuando empieza a sudar.
—Sé que estás embarazada, y sé cómo será.
—¿Ah, sí? —No me molesto en contener la risa—.
¿Y me lo vas a contar?
Su expresión se suaviza y se me para el corazón
cuando me acaricia lentamente la mejilla.
Entreabro la boca y desliza el pulgar por mi
labio inferior sin quitarme el ojo de encima.
—Será perfecto —susurra.
Nuestras miradas se mantienen fijas unos
instantes pero despierto de su hechizo cuando oigo mi
nombre y rápidamente recuerdo dónde estoy y por
qué. La rabia también vuelve a apoderarse de mí.
No será perfecto. Puede que para él sí, pero para
mí será una tortura. No voy a ofrecerme voluntaria.
Me levanto y le quito la mano que tiene en mi
rodilla y la que tiene en mi mejilla y, para mi sorpresa,
Jesse también se levanta. ¡Ah, no! No va a
entrar conmigo. Bastante horrible va a ser esto sin que mi
señor neurótico entre en escena. La doctora
Monroe seguro que tendrá algo que decir cuando le
explique que quiero abortar, y eso que no sabe
que estoy casada. Me pediría mil explicaciones y no
quiero dárselas. Además, si estoy embarazada, no
quiero que Jesse lo sepa. No me dejaría abortar, y
odio pensar a qué extremos sería capaz de llegar
con tal de impedírmelo. Puedo mentir un poco
mejor cuando algo es importante. No tengo
elección. Es la única opción.
—¡No te atrevas! —gruño entre dientes, y
retrocede—. ¡Siéntate! —Señalo una silla y le pongo
la cara más amenazadora que puedo. Me cuesta,
voy a vomitar en cualquier momento. Me encuentro
muy mal y tengo muchísimo calor.
Para mi sorpresa, se sienta de mala gana. Parece
asombrado por mi arrebato. Me vuelvo y lo
dejo con cara de haber recibido una azotaina en
el trasero. Respiro hondo y entro en la consulta de
mi médico.
—¡Ava! Me alegro de verte.
La doctora Monroe es una de las mujeres más
amables que conozco. Tiene unos cincuenta y
pocos, un poco de barriguita, y lleva el pelo
rubio a lo garçon. Normalmente te dedica todo el
tiempo del mundo..., aunque no estaba muy
contenta cuando aparecí por tercera vez para pedirle otra
receta porque había perdido mis píldoras
anticonceptivas.
—Igualmente, doctora —respondo, nerviosa,
mientras me siento en el borde de una silla.
Parece preocupada.
—¿Te encuentras bien? Estás lívida.
—Estoy bien, sólo tengo el estómago revuelto.
Debe de ser el calor. —Me doy aire en la cara.
Aquí dentro hace aún más calor.
—¿Estás segura? —inquiere, preocupada.
Me tiembla la barbilla y noto que aumenta su
preocupación.
—¡Estoy embarazada! —disparo—. Sé que me va a
regañar por lo de las píldoras, pero de
verdad que no hace falta. Por favor, no me haga
sentir aún peor. Sé que soy una estúpida.
Su preocupación se torna simpatía al instante.
—Ay, Ava. —Me da la mano y creo que podría
llorar todavía más fuerte. Su empatía no hace
más que hacerme sentir aún más tonta.
»Ten. —Me ofrece un pañuelo de papel y me sueno
los mocos a gusto—. ¿Cuándo tendría que
haberte venido la regla?
—Hoy —respondo rápidamente.
Pone cara de sorpresa.
—¿Hoy? —añade.
Asiento.
—Ava, ¿por qué estás tan segura? Es posible que
sólo sea un retraso, del mismo modo que a
veces se adelanta.
—Creáme, lo sé. —Me sorbo los mocos. Ya no niego
lo evidente, voy a hacerle frente a esto.
Tengo las emociones fuera de control.
Frunce el ceño y abre un cajón.
—Ve al baño —dice entregándome un test de
embarazo.
Casi le pregunto si puedo hacerme la prueba en
su consulta, pero allí no hay retrete, así que
salgo, me asomo a la sala de espera desde el
pasillo y veo a Jesse de espaldas. Sigue sentado pero
está echado hacia adelante, con los codos sobre
las rodillas y la cabeza entre las manos. No me
regodeo en su desesperación y corro al servicio de
señoras que hay frente a la puerta de la consulta
de la doctora Monroe.
Cinco minutos después estoy otra vez con mi
médica, mirando la prueba, que está en la otra
punta de su mesa. Escribe en el teclado mientras
yo doy golpecitos en el suelo con el pie sin parar.
Contengo la respiración cuando coge el test, le
echa un vistazo y me mira.
—Es positivo —dice sin más, acercándomelo para
que yo lo vea.
Sabía que iba a dar positivo, pero la
confirmación lo hace aún más real, y también exacerba el
dolor y la locura que me han llevado a este
momento de mi vida.
Sin embargo, no puedo llorar.
—Quiero abortar —declaro simple y llanamente
mirando a la doctora a los ojos—. Por favor,
¿podría encargarse de los preparativos?
Se revuelve en su sillón.
—Ava, es evidente que tú decides, pero mi deber
es ofrecerte alternativas.
—¿Cuáles son?
—La adopción, el apoyo familiar. Hay muchas
madres solteras que salen adelante y, con el
apoyo de tus padres, estoy segura de que estarás
bien cuidada.
Aprieto los dientes.
—Quiero abortar —repito sin hacer caso de sus
consejos y de su sinceridad, aunque tiene toda
la razón. Mis padres cuidarían bien de mí... si
estuviera soltera. Pero no lo estoy. Estoy casada.
—Bien —suspira—. Necesitas una ecografía para
ver cuán avanzado está el embarazo. —
Vuelve a teclear, y yo me siento pequeña y
estúpida—. Voy a recetarte más píldoras anticonceptivas
para que, después del procedimiento, te asegures
de usar protección. El hospital te proporcionará
toda la información sobre efectos secundarios y
los posteriores cuidados.
—Gracias —farfullo cogiendo la receta. No la
suelta de inmediato y levanto la vista para
mirarla.
—Sabes dónde encontrarme, Ava. —Me mira
inquieta, es evidente que cuestiona mi decisión,
así que le ofrezco una pequeña sonrisa para indicarle
que estoy bien y que he tomado la decisión
correcta.
—Gracias —repito, porque no sé qué otra cosa
decir.
—Cuídate mucho, Ava.
Salgo de la consulta y me apoyo contra la pared
del pasillo. De repente las náuseas son mucho
peores.—
Ava, ¿qué ocurre? —Jesse está a mi lado al
instante y habla nervioso, con voz aguda. Se
agacha un poco delante de mí para poder mirarme
a los ojos—. Por Dios, Ava.
Tengo la frente empapada en sudor y la boca
llena de saliva. Sé que voy a vomitar. Corro por el
pasillo y me meto en el baño de señoras, donde
procedo a evacuar el contenido de mi estómago en el
primer váter que encuentro. Me abrazo a la taza
e ignoro el impulso de lavarme de inmediato. La
mano grande y tibia de Jesse me acaricia la
espalda en círculos y me recoge el pelo mientras yo me
entrego a las arcadas.
—Estoy b... —Mi estómago se convulsiona de nuevo
y suelto otra descarga.
Me pongo en cuclillas y me desplomo sobre el
inodoro, con la cabeza apoyada en el brazo. ¿Por
qué coño lo llaman náuseas matutinas cuando aparecen
a cualquier hora del día? Alguien abre
entonces la puerta del baño.
—Ay, señor, ¿te traigo un vaso de agua? —Es la
doctora Monroe. Si tuviera fuerzas, me
preocuparía que me haya visto con Jesse en el
baño.
—Por favor —contesta él.
La puerta se cierra y Jesse se sienta detrás de
mí, rodeándome con los brazos.
—¿Has terminado? —pregunta con dulzura.
—No lo sé —digo, puesto que aún tengo náuseas.
—No pasa nada, podemos quedarnos así. ¿Estás
bien?
—Sí —respondo con arrogancia.
No dice nada más. Coge el vaso de agua que me
trae la doctora y le asegura que estoy en buenas
manos. No lo dudo. Siempre me he sentido a salvo
a su lado. Si no fuera porque es astuto y
manipulador, sería perfecto. Seríamos perfectos.
Permanece en cuclillas detrás de mí, sujetándome
el pelo y ofreciéndome agua de vez en cuando
mientras me recupero.
—Estoy bien —le aseguro al tiempo que me limpio
la boca con un trozo de papel. Sé que no
voy a echar nada más. Me siento vacía.
—Ven. —Me levanta y deja caer mi pelo sobre mi
espalda—. ¿Quieres más agua?
Le cojo el vaso y voy a lavarme las manos. Le
doy un trago y escupo para enjuagarme la boca.
Me miro al espejo y veo a Jesse detrás de mí.
Parece preocupado. Me paso la mano por las mejillas
y me atuso el pelo.
—Deja que te lleve a casa —dice acercándose.
—Jesse, estoy bien, de verdad.
Me acaricia la mejilla con la mano.
—Déjame cuidar de ti.
De repente me doy cuenta de que quiere que lo
necesite. Se siente inútil, y mi ausencia seguro
que lo ha empeorado. ¿Soy capaz de negárselo?
—Estoy bien. —Retrocedo y recojo el bolso del
suelo.
—No es verdad, Ava.
—Me ha sentado mal algo, eso es todo. —Me
tiembla la mano.
—¡Por el amor de Dios, señorita! ¡Estás en el
médico, así que no me vengas con que te
encuentras bien! —Se tira del pelo mientras grita
y se aparta de mí, frustrado.
—¡No estoy embarazada! —le espeto. Y de
inmediato contemplo la espantosa posibilidad de
que deje de quererme si no lo estoy. El corazón
se me constriñe en el pecho. Vuelvo a sentir náuseas.
—¿Qué? —Se vuelve a toda velocidad, con los ojos
muy abiertos, temblando. Me quiere
embarazada, de todas, todas.
Lucho contra mi impulso natural e intento
mantener las manos en los costados.
—Me lo acaban de confirmar, Jesse.
—Entonces ¿por qué estás vomitando?
—He pillado una gripe intestinal. —Mi excusa es
una mierda pero, por la cara que pone, que no
voy a confundir con la de devastación, se lo ha
tragado—. Has fracasado. Me ha bajado la regla.
No sabe qué decir. Mira a todas partes y sigue
temblando. Su reacción a mi mentira aumenta mis
peores miedos. Estoy confusa, agotada, y tengo
el corazón roto. Sin bebé no hay Jesse. Ahora lo veo
todo claro.
—Esto no me gusta. Voy a llevarte a casa para
poder tenerte controlada.
Me coge de la mano pero tiro de ella para
soltarme; su comentario me ha puesto los pelos como
escarpias. ¿Que no le gusta? ¿Que quiere tenerme
controlada? ¿Para qué?, ¿para ver si de verdad
estoy manchando?
—Soy yo la que no te gusta —replico mirándolo a
la cara—. Siempre hago algo que te molesta.
¿Has pensado que tal vez estarías menos a
disgusto sin mí?
—¡No! —parece horrorizado—. Estoy preocupado,
eso es todo.
—Pues no te preocupes. Estoy bien —le espeto
saliendo del baño de señoras como una
exhalación.
Salgo de la consulta y voy directa a la farmacia
que hay al lado. Entrego la receta y me siento en
una silla mientras Jesse anda arriba y abajo
fuera, con las manos en los bolsillos. El farmacéutico me
mira de tanto en tanto. Creo que piensa que me
como las píldoras. La tentación de explicarme es tan
fuerte que casi me levanto, pero me llama y me
acerco a recoger la bolsa de papel.
—Gracias. —Le sonrío antes de huir, pero fuera
me encuentro con mi hombre pensativo.
—¿Qué es eso? —inquiere sin quitarle ojo a la
bolsa.
—Píldoras anticonceptivas —le siseo en la cara—.
Ahora que sabemos que no estoy
embarazada, querría seguir sin estarlo.
Los hombros pierden el vigor y agacha la cabeza.
Estoy luchando contra el sentimiento de culpa
ante su reacción, pero tengo que ignorarlo. Lo
dejo atrás y sigo andando. Me tiemblan un poco las
piernas y el corazón me late desbocado.
—¡No vas a venir a casa, ¿no?! —me grita desde
atrás.
Me trago el nudo que tengo en la garganta y sigo
andando. No, no voy a ir a casa, y el plan era
alejarme durante cinco días, más o menos, para
que no descubra mi mentira. Ya me preocuparé más
adelante de la cita en el hospital. Sin embargo,
sus palabras parecen definitivas, y lo que más me
intranquiliza es que no me está ordenando que me
quede con él. Si elimino a este bebé de mi vida, es
evidente que también estaré eliminando a Jesse.
La sola idea me tiene hecha pedazos. ¿Cómo voy a
vivir sin él?
Camino contra la brisa con el rostro bañado en
lágrimas.
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