Capítulo 6
Abro los ojos y me desperezo. Estiro el cuerpo
con ganas por toda la cama, haciendo ruido, contenta
y satisfecha. Luego sonrío y lo oigo en el baño;
está abriendo el grifo de la bañera, recogiendo los
productos de aseo que necesita, y después
remueve el agua para formar espuma. El hombre que
amaba los baños es un hombre de palabra. Vamos a
meternos juntos en la bañera y seguro que no
faltará nuestra típica conversación, aunque lo
cierto es que no sé si esto último me apetece hoy.
Me desplazo al borde de la cama gigante, llevo
mi cuerpo desnudo al baño y me apoyo en el
marco de la puerta. Está sentado en una silla
junto a la ventana, con los codos sobre las rodillas,
contemplando los jardines de La Mansión. También
está desnudo y se le marcan todos los deliciosos
músculos de la espalda. Tiene el pelo húmedo del
vapor que llena el baño. Podría pasarme todo el
día mirándolo, pero incluso desde aquí y de
espaldas, sé que los engranajes de su cabeza están
trabajando a mil por hora. Y también sé a qué le
está dando vueltas. Está pensando que estoy negando
lo evidente, y no me cabe la menor duda de que
también está rumiando cómo mantenerme en casa,
pegada a él. Mañana es lunes, por tanto, tengo
que ir a trabajar.
Mi hombre imposible, neurótico y controlador.
Mi ex donjuán.
Mi marido.
Necesito tocarlo.
Me acerco muy despacio por detrás. Mis ojos se
deleitan más y más a cada paso que doy y
siento ese familiar cosquilleo en la piel, las
chispas que aparecen cuando nuestros cuerpos están
cerca. Me he puesto tensa y también estoy
conteniendo la respiración.
—Sé cuándo estás cerca, mi preciosa mujer —dice;
ni siquiera le hace falta mirar—. Nunca vas
a conseguir pillarme por sorpresa.
Mi cuerpo se relaja, los pulmones se vacían de
aire cuando dejo de contener la respiración. Me
pongo delante de él y me siento en su regazo,
con la cara pegada a su pecho.
Me rodea con los brazos y me huele el pelo.
—¿Intentabas darme un susto?
—Pero no hay manera.
—No lo conseguirás nunca. ¿Cómo te encuentras?
Sonrío pegada a su pecho.
—Bien.
—Bien —contesta abrazándome con fuerza—. No
vayas a trabajar mañana.
Me encojo en su regazo a pesar de que sabía que
me lo iba a pedir y de que me siento aliviada
porque no ha sacado el otro tema. Acepté casarme
con él tan pronto si él aceptaba que no habría luna
de miel y que tenía que relajarse con lo de ser
tan sobreprotector y tan imposible. No obstante, la
intuición me decía que Jesse iba a ser incapaz
de cumplirlo. Lo miro y veo que me está suplicando
con la mirada.
—Necesito trabajar.
Niega con la cabeza.
—No. Necesitamos estar juntos.
—Ya estamos juntos.
—Ya sabes a qué me refiero —gruñe—. El sarcasmo
no te pega, nena.
No vamos a ninguna parte, así que me levanto y
me acerco a la bañera.
—¿Qué haces? —me pregunta cuando estoy de
espaldas a él.
No me hace falta volverme para saber que me está
lanzando una mirada asesina.
—Voy a bañarme.
Me meto en la bañera y me siento, pero casi al
instante me muevo un poco hacia adelante para
dejarle sitio. Suelta un bufido de desaprobación
y se acerca.
Se mete y se sienta detrás de mí, me atrae hacia
su pecho y se lanza directo a por mi oreja. Me
muerde el lóbulo y gruñe.
—Ya te lo he dicho: no te resistas.
—Pues deja de ser tan poco razonable —respondo,
cortante.
Me da otro mordisco, más fuerte, en el lóbulo de
la oreja.
—No hay nada poco razonable en querer mantenerte
a salvo, eso también te lo he dicho antes.
—Quieres decir en mantenerme pegada a ti. —Cierro
los ojos y dejo que mi cabeza se relaje
contra su pecho mientras mis manos le acarician
los muslos fuertes y mojados.
—No. —Sus dedos se entrelazan con los míos—. Lo
que quiero es mantenerte a salvo.
—Ésa es una excusa para poder seguir siendo
imposible.
—No. Es que me vuelves loco.
—Te vuelves loco tú solito. Mañana voy a ir a
trabajar y vas a dejarme, sin montar una escena
ni coger un berrinche. Lo prometiste. —Tengo que
recordarle que hicimos un trato, aunque sé que no
se le ha olvidado y que en el fondo le da igual
no cumplirlo.
Siento su boca en mi oreja otra vez, y uso todas
mis fuerzas para reprimir un gemido.
—Y tú has prometido obedecerme. Creo que los
votos matrimoniales pesan más que las
promesas hechas antes del matrimonio —replica
apretándose contra mi trasero—. Creo que alguien
necesita un polvo de entrar en razón.
Doy un respingo y salpico agua por todas partes.
Me encantaría que me echara un polvo de
entrar en razón, pero ni aun así voy a dar mi
brazo a torcer.
—También prometiste dejar de echarme polvos de
entrar en razón porque acordamos que su
único propósito era que yo te diera siempre la
razón. —Empiezo a arrepentirme de esa promesa. El
polvo de entrar en razón implicaba sexo duro.
—Amar, respetar y obedecer —susurra, y mi cara
se vuelve sola al oír esa voz grave, suave y
ronca. Mi boca no tarda en encontrar la suya—.
Es razonable, ¿no?
—No —suspiro—. Casi nada de lo que me pides es
razonable.
—Pero que tú y yo estemos juntos sí que tiene
sentido. —Me consume con la boca—. Dime que
tiene sentido.
—Lo tiene.
—Buena chica. Ponte derecha para que pueda
enjabonarte. —Se aleja de mi boca y me siento
abandonada. Me empuja lejos de él—. Vamos a
desayunar con tu familia y luego te llevaré a casa,
¿trato hecho?
—Trato hecho.
Me muero de ganas de irme a casa, aunque no
tengo ninguna gana de ver a Kate y a Dan. Qué
chica más tonta. Ni siquiera voy a intentar
averiguar en qué estaba pensando porque no lo entenderé
nunca, y sospecho que ni ella misma lo entiende.
¿Se acordará siquiera? Estaba como una cuba. Y
Sam. Refunfuño para mis adentros. ¿Cómo voy a
mirar a Sam a la cara sabiendo lo que sé?
—¿En qué piensas? —me pregunta Jesse
devolviéndome a la realidad.
—En Kate —respondo—. Estoy pensando en Kate y en
Sam.
—Ya te he dicho...
—Jesse, no me digas que no es asunto mío —lo
corto sin titubear—. Kate es mi mejor amiga. Es
como estar viendo a un tren descarrilar a cámara
lenta. Tengo que impedirlo.
—No, lo que necesitas es ocuparte de tus
asuntos, Ava —me riñe sin piedad—. Ya está.
Deja la esponja en el borde de la bañera y se
levanta, sale y coge una toalla.
—Lávate el pelo. —Se seca y se enrolla la toalla
alrededor de la cintura—. Quizá podrías
mostrar la misma preocupación por un pequeño
detalle de nuestra relación del que tenemos que
hablar. Me taladra con una mirada de expectación
y me olvido de Sam y de Kate en el acto, aunque no
me entusiasma su nueva pasión por hablar. Me
sumerjo en la bañera de agua jabonosa. No estoy lista,
y me doy cuenta de que su nueva pasión por
hablar sólo emerge cuando es él quien elige el tema de
conversación.
No lo estoy viendo, pero sé que ha puesto los
ojos en blanco. Como si quiere pasarse así todo el
día. Por ahora, voy a llevar el asunto a mi
manera. ¿Que cómo voy a hacerlo? Pienso enterrar la
cabeza mucho más hondo que el avestruz, ni más
ni menos.
Entramos en el restaurante de La Mansión cogidos
de la mano y nos reciben aplausos y vítores,
pero lo primero que noto, además de la
algarabía, es que Kate está hecha un asco y que, desde la otra
punta de la sala, Dan mira fijamente a Jesse.
Mi marido o bien no se da cuenta o bien decide
ignorarlos, porque me coge en brazos y camina
hacia una de las mesas, me deposita en una silla
enfrente de mamá y papá y se sienta a mi lado.
—¡Cariño! —El chillido emocionado de mi madre me
taladra los oídos—. Ayer fue un día
maravilloso, a pesar de cierto hombre imposible.
—Mira a Jesse.
—Buenos días, Elizabeth —dice él al tiempo que
le dirige una sonrisa deslumbrante a mi
madre, que pone los ojos en blanco, aunque yo sé
que está conteniendo una sonrisa afectuosa—. ¿Qué
tal, Joseph?
Mi padre saluda con la cabeza mientras corta una
salchicha.
—Perfectamente. ¿Lo pasasteis bien ayer?
—De maravilla, gracias. ¿Os están tratando bien?
—Jesse mira en derredor para comprobar que
el personal del restaurante está atendiendo a
los invitados que quedan.
—Demasiado bien —se ríe mi padre—. Nos iremos
después de desayunar, por lo que quiero
aprovechar la ocasión para agradecerte tu
hospitalidad. Fue un día realmente especial.
Sonrío ante la elegancia de mi padre. Sus buenos
modales nunca fallan. Me alegro de que se lo
hayan pasado bien.
—¿Dan va a volver con vosotros? —pregunto
intentando que suene natural.
—No, ¿no te lo ha dicho? —dice mi padre.
Jesse unta mantequilla en una tostada, coge mi
mano y deposita en ella la tostada con una
inclinación de la cabeza. Es su forma de decirme
que coma.
—¿El qué? —pregunto antes de hincar el diente en
la corteza.
—Se va a quedar una temporada en Londres
—explica ella. Luego empieza a quitarles la grasa
a las lonchas de beicon de mi padre y yo me
atraganto.
—¿Qué?
—Que va a quedarse en Londres, cariño.
Sabía que no lo había oído mal. Miro al lugar en
el que Dan está sentado con la tía Angela,
aunque es evidente que no está escuchando ni una
palabra de la cháchara de mi tía. No, sólo tiene
ojos para Kate.
—¿Por qué? Pensaba que tenía que expandir la
escuela de surf y que tenía mucho trabajo por
hacer. Son malas noticias. Dejo la tostada en el
plato y Jesse la recoge y me la vuelve a poner en la
mano.—
Dice que no hay prisa, y yo no voy a protestar.
—Mi madre acepta el café que le sirve Pete, y
luego él me ofrece una taza a mí.
—Sin chocolate y sin azúcar —confirma.
Lo miro y le sonrío con afecto.
—Gracias, Pete.
Vuelvo a dejar la tostada en el plato y Jesse la
coge de nuevo.
—Come. —Me la coloca en la mano que tengo libre.
—¡No quiero la puta tostada! —le espeto con
brusquedad, y en nuestra mesa todo el mundo deja
de cortar, comer y hablar.
—¡Ava, esa boca! —contraataca Jesse.
Mi madre y mi padre nos miran alucinados desde el
otro lado de la mesa. Yo también estoy
alucinada, pero no veo la necesidad de que me
obligue a comer, y desde luego no veo por qué Dan
tiene que quedarse y complicar una situación que
ya es complicada de por sí. ¿A qué está jugando?
No soy tan ingenua como para creer que se queda
porque Jesse no le cae bien o porque está
preocupado por mí.
Ignoro la mirada incrédula de mi marido y las
caras de sorpresa de mis padres y me levanto de
la mesa.
—¿Adónde vas?
Jesse se levanta detrás de mí.
—Ava, siéntate —dice en tono de advertencia pese
a que mis padres están delante.
Ya debería saber que le importa un pepino dónde
y con quién estemos. Se cabreará conmigo o
me hará suya donde quiera y cuando quiera. Mis
padres no son un obstáculo.
—Siéntate y desayuna, Jesse.
Intento alejarme, pero su mano es más rápida y
me coge de la muñeca.
—¿Perdona? —Se echa a reír.
Lo miro a los ojos.
—He dicho que te sientes y que termines de
desayunar.
—Sí, eso he oído. —Tira de mí para que me siente
y me coloca la tostada en la mano, luego se
me acerca y me pega la boca al oído—. Ava, no es
el momento ni el lugar para que te pongas chula, y
muestra un poco de respeto cuando tus padres
estén delante.
Su mano se posa en mi rodilla y me acaricia el
interior del muslo desnudo.
—Me gusta tu vestido —susurra.
Les sonrío con dulzura a mis padres, que han
vuelto a sus respectivos desayunos. Los tiene bien
puestos. ¿Que yo les muestre un poco de respeto?
Aprieto los dientes cuando roza la costura de mis
bragas y me sopla al oído. Estaba perdiendo la
batalla, así que me satura a caricias para recuperar el
poder. Maldito sea. Aprieto los muslos y cojo mi
taza de café con manos temblorosas mientras él
sigue derritiéndome con su aliento ardiente en
el oído y mis padres continúan desayunando tan
tranquilos. Ya han pasado un tiempo con nosotros
y se han acostumbrado a que Jesse necesite estar
tocándome constantemente.
Se aparta y me dedica una mirada de capullo
satisfecho. Sí, esta vez ha ganado, pero sólo
porque tiene toda la razón del mundo. No es ni el
momento ni el lugar, sobre todo porque mis padres
están delante. Sé que a él tampoco le habrá
gustado la noticia que acaba de darnos mi madre. Mi
marido y mi hermano no se llevan bien, y más me
vale ir acostumbrándome porque sé que ninguno de
los dos va a ofrecerle al otro una rama de
olivo.
—Jesse tiene razón, Ava —interviene mi padre, lo
que me deja de piedra—. No deberías usar
ese lenguaje.
—Sí. —Mi madre está de acuerdo—. No es propio de
una dama.
No me hace falta mirar a mi marido para saber
que todavía está más pagado de sí mismo ahora
que cuenta con el apoyo de mis padres.
—Gracias, Joseph —dice, me da un golpecito con
la rodilla por debajo de la mesa y yo se lo
devuelvo.
—¿Para cuándo la luna de miel? —pregunta mi
madre, sonriéndonos desde el otro lado de la
mesa.
—Para cuando diga mi mujer —contesta Jesse
mirando mi tostada—. ¿Cuándo crees que
podremos irnos, señorita?
Me lleno la boca con otra esquina y me encojo de
hombros.
—Cuando tenga tiempo. Tengo muchas cosas
pendientes en el trabajo, mi marido ya lo sabe. —
Lo miro, acusadora, y él me sonríe—. ¿De qué te
ríes?
—De ti.
—¿Qué tengo de gracioso?
—Todo. Tu belleza, tu forma de ser, tu necesidad
de volverme loco. —Me coloca bien el
diamante—. Y el hecho de que seas mía.
Con el rabillo del ojo veo a mi madre que
contempla embobada cómo mi hombre imposible
necesita ahogarme con su adoración.
—Ay, Joseph —suspira—, ¿te acuerdas de cómo era
estar así de enamorados?
—Pues no —contesta mi padre con una carcajada—.
Vamos, es hora de irse.
Se limpia la boca con una servilleta y se
levanta de la mesa.
—Iré al baño y a recoger las maletas.
Mi madre no le contesta. Está demasiado ocupada
sonriéndonos con afecto. Mi padre sale del
restaurante y yo miro a Kate. Está horrible,
mucho más pálida que de costumbre. Hasta sus rizos
rojos parecen haber perdido su brillo de
siempre. Está picoteando como una gallina unos cereales
mientras Sam charla animadamente, como si no se
hubiera dado cuenta de que ella está en otra parte.
Sé que tiene una buena resaca, pero salta a la
vista que el dolor de cabeza y el estómago revuelto son
sólo parte de lo que la tiene sumida en la
miseria. Sam no puede ser tan tonto. Dejo de mirarlos y
busco a Dan en el otro extremo de la sala. Sigue
sin quitarle ojo a Kate.
—¿Tú también te has dado cuenta? —me pregunta
Jesse en voz baja al ver hacia adónde estoy
mirando.
—Sí, pero me han advertido que me meta en mis
asuntos —respondo sin apartar la vista de mi
hermano.
—Cierto, pero no te dije que no pudieras darle
un toque a Dan para que la deje en paz.
Me vuelvo hacia Jesse, que no se da cuenta de la
cara de sorpresa que se me ha quedado y se
pone de pie cuando mi madre se levanta para
abandonar la mesa.
—Volveré en seguida para despedirme.
Se alisa la falda y sale del restaurante después
de darle a Kate una palmadita en la espalda. Ella
le sonríe un poco, luego me mira un instante y
rápidamente mira a otra parte. Dejo escapar un suspiro
y me pregunto qué voy a decirle a mi casi
siempre feroz amiga. Parece estar pasándolo fatal, pero no
puedo evitar estar enfadada con ella.
Rápidamente me acuerdo de lo que Jesse ha dicho
antes de que mi madre nos dejara.
—¿Quieres que le diga a mi hermano que se
esfume? —inquiero.
Me mira con cierto recelo mientras vuelve a
sentarse.
—Creo que necesita que alguien le dé un toque.
No quiero hacerlo yo y que por ello te enfades
conmigo, así que deberías ser tú la que hablara
con él.
Ya he intentado hablar con él y sé que hace
oídos sordos, pero no voy a contárselo a Jesse
porque entonces decidirá intervenir.
—Hablaré con él. —Dejo la tostada en el plato—.
Y no tengo hambre, así que no empieces.
—Tienes que comer, nena. —Intenta coger de nuevo
la tostada y le doy un manotazo.
—No tengo hambre. —Mi voz no podría sonar más
autoritaria—. Ya podemos irnos a casa.
Después de despedir a mis padres, pasar de mi
hermano y decirle a Kate que la llamaré mañana
por la mañana, me sientan en el DBS y me llevan
de vuelta al Lusso, mi hogar, el lugar en el que
Jesse y yo viviremos como marido y mujer.
Abro la puerta del coche, salgo y dejo escapar
un grito de sorpresa cuando me cogen en brazos.
—¡Que tengo piernas! —me río pasándole los
brazos por el cuello.
—Y yo tengo brazos. Estos brazos se crearon para
abrazarte. —Me besa en los labios y cierra
la puerta del coche de un puntapié antes de
echar a andar hacia el vestíbulo del edificio—. Voy a
meterte en la cama y no voy a dejar que te
levantes hasta mañana por la mañana.
—Trato hecho —accedo. Espero que tenga en mente
un poco de sexo duro, porque no me
apetece nada el rollo tierno.
Me olvido un instante de Jesse y dirijo toda la
atención al mostrador del conserje cuando éste se
detiene y nos mira con unos ojos como platos.
¿Eh?
Yo también abro mucho los ojos. Detrás del
mostrador hay un tipo con la oreja pegada al
auricular del teléfono, y no es Clive. Estoy
casi segura de que no es él. Me muerdo los labios y
sonrío para mis adentros. Esto va a poner a
Jesse en modo posesivo al estilo rinoceronte.
Permanezco en silencio mientras valoro la
situación, aunque tampoco es que haga falta valorarla
mucho. Mi marido está de pie en mitad del
vestíbulo, el nuevo conserje sigue hablando por teléfono y
los dos se miran fijamente. Luego el hombre me
mira, y casi me echo a reír cuando oigo gruñir a
Jesse. Por Dios, va a aplastar a ese pobre chico
hasta dejarlo hecho puré. Me abrazo con fuerza a sus
hombros y espero a que tome la iniciativa y siga
andando, pero parece como si hubiera echado
raíces.—
¿Dónde está Clive? —le pregunta al nuevo sin
tener en cuenta que está hablando por teléfono.
Me revuelvo para intentar que me suelte, pero él
se limita a mirarme un instante y a sujetarme con
más fuerza—. No te muevas, señorita.
—Te comportas como un troglodita.
—Cállate, Ava. —Sus fulminantes ojos verdes
vuelven a acribillar al pobre chico, que ya ha
colgado el teléfono—. Clive —insiste Jesse,
cortante.
El nuevo conserje sale de detrás del mostrador y
no puedo evitar mirarlo de arriba abajo. Es
muy mono. Tiene el pelo rubio pajizo bien
cortado, los ojos castaños rebosantes de alegría, y es alto
y esbelto. No está tan bueno como Jesse, pero
sigue siendo un hombre joven, lo que para mi marido
equivale a ser una amenaza.
—Voy a trabajar con Clive, señor. En realidad,
tendría que haberme incorporado hace algún
tiempo. —Suena asustado, y hace bien—. Por
razones personales he tenido que retrasarlo.
Se acerca y le ofrece la mano.
—Me llamo Casey, señor. Espero poder ayudarlo en
todo lo que... necesite ayuda. —Está hecho
un manojo de nervios.
Me revuelvo otra vez. Me siento como una idiota
en brazos de mi señor posesivo mientras el
nuevo conserje se presenta. Parece un chico
dulce y sincero, pero Jesse no me suelta.
—Señor Ward —replica él, cortante, ignorando la
mano que le ofrece el chico.
—Encantada de conocerte, Casey —digo entonces
ofreciéndole la mano, pero Jesse da un paso
atrás.
¡Por todos los santos! Lo miro y veo que sigue
mirando fijamente al joven. Esto es ridículo. No
me es fácil pero me suelto, doy un paso adelante
y vuelvo a ofrecerle la mano al nuevo conserje.
—Bienvenido al Lusso, Casey —sonrío y él me estrecha
tímidamente la mano. El pobre no va a
volver si no intervengo.
Clive ha estado trabajando sin parar desde que
los vecinos se mudaron. Ya no tiene quince
años, necesita un relevo.
—Gracias, Ava. Encantado de conocerla —sonríe, y
he de decir que tiene una sonrisa bonita,
pero me percato de la mirada de recelo que lanza
por encima de mi hombro—. ¿Vive en el ático?
—Sí.
—Han llamado de mantenimiento para avisar de que
ha llegado la puerta nueva de Italia.
—Fantástico. Muchas gracias.
—Que la coloquen cuanto antes —gruñe Jesse.
—Ya lo han hecho, señor —sonríe Casey con
orgullo cogiendo unas llaves de su mesa y
sosteniéndolas en el aire.
Jesse se las arrebata de las manos de un tirón
antes de arrojarle las llaves del coche de mala
manera.
—Súbenos las maletas.
Tira de mí hacia el ascensor ante mi asombro y
también el de Casey. Ya sabía yo que esto iba a
pasar. Me empuja contra la pared de espejos y me
cubre con su cuerpo, el muy controlador.
—Te desea —ruge.
—Tú crees que todo el mundo me desea.
—Porque es verdad. Pero eres mía. —Me besa con
fuerza y toma mi boca sin tregua,
levantándome del suelo con la presión de su
cuerpo.
Estoy en éxtasis. Éste no es el Jesse tierno.
Éste es el Jesse dominante, fiero y poderoso, y estoy
preparándome para todos los polvos que me he
perdido. Le echo los brazos al cuello y me abalanzo
sobre él con igual intensidad, o puede que más.
—Soy tuya —gimo entre los ataques de su lengua.
—No necesitas recordármelo.
Su mano sube por mi muslo y me cubre el sexo. Un
chorro caliente fluye de mí y en lo más
hondo siento una punzada de placer. Qué falta me
hacía. Introduce los dedos en mis bragas de encaje.
—Estás mojada —ronronea en mi boca—. Sólo
conmigo, ¿entendido?
—Entendido.
Mis músculos se cierran con fuerza cuando me
penetra con el dedo.
—Más —suplico sin pudor. Necesito más.
Separa nuestras bocas y saca el dedo para
meterme dos.
—¿Así? —Se mete bien adentro y con fuerza—.
¿Así, Ava?
Echo la cabeza hacia atrás, contra el espejo,
con la boca abierta y los ojos cerrados.
—Sí, así.
—¿O prefieres que te empale con la polla? —Su
voz es carnal, y me sorprende; se ha pasado
varias semanas haciéndose el remilgado con mi
cuerpo.
Si éste es el efecto que Casey va a producir en
mi señor, espero que dure toda la vida. Me está
reclamando y recordándome a quién pertenezco. No
es que necesite un recordatorio, pero siempre
voy a aceptarlos con gusto. Dejo caer la cabeza
y encuentro sus ojos verdes, luego alargo el brazo y
le desabrocho la bragueta. Meto la mano en su
bóxer y cojo su polla caliente y palpitante.
—No has contestado a mi pregunta —dice entre
jadeos.
—La quiero toda. —Aprieto la base y, sin aflojar
la mano, subo hasta el glande—. Te quiero
dentro de mí.
Dibuja un último círculo con los dedos antes de
sacarlos y levantarme del suelo. Le rodeo la
cintura con las piernas y mis manos buscan su
nuca.
—Sabía que eras una chica sensata.
Las puertas del ascensor se abren entonces y me
saca en brazos al vestíbulo del ático, abre la
puerta en un abrir y cerrar de ojos y me sube
por la escalera hacia el dormitorio principal.
—Te tengo tantas ganas que me haces perder la
cabeza, Ava.
Me deja en el borde de la cama, me quita el
vestido, se arranca la camiseta de un tirón, se saca
las Converse de una patada y se baja los
vaqueros junto con los calzoncillos hasta los pies. Es
verdad que me tiene muchas ganas, cosa que aún
me hace desearlo más. Va a follarme.
Me tumba en la cama, me quita las bragas y se
libra del sujetador a la misma velocidad. Trabaja
de prisa pero no lo bastante: la impaciencia y
el tenerlo desnudo tan cerca me pueden. Necesito
tocarlo. Me siento y deslizo las manos por su
culo de piedra. Lo atraigo hacia mí para colocarlo
entre mis piernas abiertas. Su abdomen está a la
altura de mis ojos y lo acaricio con la lengua. Le
beso con ternura la cicatriz, que ya no me hace
torcer el gesto. Es una imperfección gigante, una tara
en su maravilloso cuerpo, pero para mí aún lo
hace más perfecto. Mi perfecto adonis imperfecto. Mi
dios. Mi marido.
Noto sus dedos enredados en mi pelo y mis ojos
recorren sus abdominales cincelados,
ascienden por su pecho y llegan a sus ojos
verdes rebosantes de... amor. No es deseo ni lujuria, sino
amor.
No va a follarme, va a hacerme el amor con
ternura. Lo hace muy bien, pero necesito de mi
amante fiero desesperadamente, necesito que deje
de tratarme como si fuera a romperme. Mis manos
vuelven a su torso hasta que mis palmas están
casi en su cuello perfecto. Le beso el estómago antes
de empezar a subir, y me pongo de pie hasta que
llego a su nuca y tiro de él para que su boca
descienda sobre la mía. Trepo por su cuerpo y le
rodeo la cintura con las piernas. Me pasa un brazo
por debajo del culo para sujetarme y accede a mi
demanda de contacto boca con boca.
Bocas fundidas.
Bocas que se deleitan la una con la otra.
Bocas que se consumen de ardiente deseo.
No me tumba en la cama, sino que me lleva al
cuarto de baño y se sienta a horcajadas sobre el
diván, conmigo encima. Me mira.
—Tenemos que hacer las paces —dice; luego tira
de mí hacia abajo y nuestras bocas colisionan
—. Nadie podrá impedir que te haga mía, Ava
—añade mientras nuestros labios y nuestras lenguas
libran una batalla campal.
—Genial.
Le tiro del pelo intentando despertar su lado
salvaje, ese que me gusta tanto como el tierno.
Sabe lo que quiero y lo que necesito, el muy
cabrón lo sabe perfectamente, y me lo va a dar.
—Mi chica lo quiere duro.
Se aparta y esta vez soy yo la que gruñe. Me
mira, jadeante y sudoroso. Quiere dármelo, se lo
veo en la cara y en los ojos verdes. Están que
echan humo, oscuros de la desesperación. Soy yo la
que lo pone así.
Tira de mí con cuidado y se pone firme, listo
para penetrarme, pero me tenso y se lo impido. Le
tendré muchas ganas, pero debo seguir siendo
sensata, igual que lo he sido estas últimas semanas. No
lleva condón y, a juzgar por el tirón que me ha
dado, sabe exactamente por qué me estoy conteniendo.
—Jesse. —Estoy sin aliento por lo mucho que me
cuesta contener el deseo.
—Ava, voy a hacerte mía y no vas a impedírmelo
con peticiones estúpidas.
Tira de mí y se apodera de mi boca con decisión.
No me resisto, la verdad es que no quiero
resistirme. Éste podría ser el polvo salvaje que
tanto llevo esperando.
Mantiene nuestras bocas unidas, se endereza y me
penetra a la primera. Mis piernas se enroscan
instintivamente en su cintura y entrelazo los
tobillos para estar más cerca de él.
—Dios —jadea contra mi boca—. Es perfecto.
Sí que lo es. Todo es perfecto cuando no hay
barreras entre nosotros, sólo piel con piel, yo
sobre él. Jadeo con la boca contra su hombro y
le clavo las uñas en los bíceps.
—Muévete —le ordeno—. Por favor, muévete.
—Cuando sea el momento. Ahora deja que te
disfrute.
Me coge las manos y se las lleva a la nuca,
donde mis dedos se enredan en su pelo y tiran de él
por instinto. Luego, sus grandes manos
descienden por ambos lados de mi cuerpo, después por mi
pecho, y se detienen en mi cintura. Me sujeta
para que me esté quieta. Lo único que se oye son
nuestras respiraciones agitadas, cargadas de
anhelo y de deseo.
Me coge con fuerza y me levanta con un gemido
profundo antes de dejarme descender sobre él.
Cierro los ojos en la felicidad más absoluta y
jadeo. Tengo que retirar las manos de su pelo para
poder apoyarme en su pecho, firme y cálido. Me
sorprende lo duros que tiene los pectorales, la
perfección de sus músculos, que me gritan que
los acaricie, que me suplican que sienta su belleza.
Mis manos insaciables se pasean por todo su
cuerpo y se detienen en sus pectorales cuando me
levanta, me deja caer y me mueve las caderas en
círculos, lenta y meticulosamente.
—No intentes decirme que no te gusta —gime—. No
intentes decirme que no estamos como
deberíamos estar. —Sigue haciendo virguerías
dentro de mí, incansable—. Ni lo intentes.
—No te corras dentro.
Es posible que su potencia me atonte, pero una
pequeña parte de mí todavía es consciente de lo
que hace.
—No me digas lo que tengo que hacer con tu
cuerpo, Ava. Bésame.
Lo carnal de sus palabras y cómo me reclama como
suya me ciegan y mi cuerpo se niega a
rechazarlo. Él manda y lo sabe. Mi boca cae
sobre la suya y mi cuerpo se aferra al de él, invitándolo
a que me haga lo que quiera. Echa la cabeza
hacia atrás para mantener nuestras bocas unidas, vuelve
a levantarme y a dejarme caer sobre él. Gimo en
su boca, un mensaje de sumisión ronco y sensual.
No puedo pensar. Su energía me confunde y el
ritmo preciso de sus caderas me catapulta a un delirio
de lujuria.
Gimo cuando me levanta despacio y sin dificultad
una y otra vez. La presión de su polla contra
la parte más profunda de mi ser es la mismísima
encarnación del placer.
—No sabes cuánto me gusta —gimo—. Fóllame, Jesse
—suplico; necesito que no sea tan gentil.
—Esa boca, Ava —me regaña—. Vamos a hacerlo así,
justo así.
Cierra los ojos y se tensa. Está siendo
demasiado tierno. Necesito que me sorprenda, que me
deje atónita. Necesito que me lo haga como un
animal. Lleva semanas así, y sé por qué.
—¿Por qué me tratas con tanta ternura? —digo
acariciándole el cuello con la nariz entre
mordiscos y lametones.
—Sexo somnoliento —gime.
—No quiero sexo somnoliento.
No va a producir el efecto deseado. Sí, me
correré, gemiré de placer y me estremeceré en sus
brazos, pero necesito gritar de gusto. Necesito
un buen mete y saca, no que me haga cosquillas.
—Fóllame, Jesse.
Coge aire cuando me la meto hasta el fondo.
—¡Jesús, Ava! ¡Esa boca!
—¡Sí! —Me levanto y vuelvo a dejarme caer con
fuerza.
—¡Ava! —Me sujeta en lo alto—. ¡Así, no!
Lo noto palpitar en mi interior. Su pecho sube y
baja contra mi cuerpo. Estoy jadeando en su
cuello y me agarro con fuerza de su pelo.
—Deja de tratarme como si fuera de cristal.
—Para mí eres de cristal, nena. Eres muy
delicada.
—Pero no voy a romperme, ni hace dos semanas, ni
ahora. —Intento volver a levantarme, lo
necesito, pero me tiene bien sujeta. Es otra de
las razones por las que le ruego a Dios no estar
embarazada. No puedo soportarlo. Saco la cara de
su cuello y lo miro a los ojos—. Necesito que me
folles a lo bestia.
Niega con la cabeza.
—Sexo somnoliento.
—¿Por qué? —pregunto. ¿Va a reconocer lo que ya
sé?
—Porque no quiero hacerte daño —susurra.
Intento controlar el genio. ¿No quiere hacerme
daño a mí o no quiere hacérselo al bebé que tal
vez ni siquiera existe?
—No me harás daño —replico.
Se relaja un poco y aprovecho para subir y
dejarme caer con un grito de satisfacción. Él también
grita. Sé que quiere empalarme viva, poseerme
como un animal, dominarme y llevarme al éxtasis,
pero no lo va a hacer y eso me desquicia.
—¡Joder! —exclama—. ¡No, Ava!
—Hazlo. —Le cojo la cara y le devoro la boca. Si
persevero, es mío—. Hazme tuya —ordeno
arrastrando los labios por su mejilla.
Los atrapa cuando vuelven a pasar por su boca y
me mete la lengua, con premura y furia. Casi lo
tengo. Nuevamente me levanto y me dejo caer y le
arranco un fuerte gemido.
—Te gusta, ¿verdad? Dime que te gusta.
—Por Dios, Ava, para.
Arriba y abajo que voy, con más fuerza.
—Mmm... Sabes a gloria. —Lo estoy volviendo
loco, y sé que lo desea porque podría
detenerme con facilidad—. Te necesito.
Lo sabía: esas palabras son su perdición. Suelta
un grito de frustración y me releva, me coge
con firmeza de la cintura y me sube y me baja
sin piedad.
—¡¿Así?! —grita, casi enfadado, y sé que es
porque no puede resistirse a mí.
—¡Sí! —grito a mi vez.
De repente está de pie. Yo sigo con las piernas
rodeando su cintura. Cruza el baño y me empotra
contra la pared.
—¿Lo quieres duro, nena?
—¡Fóllame! —chillo enloquecida, apretando las
piernas y tirándole del pelo rubio ceniza.
—Mierda, Ava. ¡No seas tan malhablada!
Se retira y me baja, una y otra vez. Mis gritos
de satisfacción resuenan en el aire.
—¿Mejor? —ruge clavándomela muy adentro sin
miramientos—. Tú lo has querido, Ava.
¿Mejor así?
Está muy cabreado.
Estoy contra la pared, absorbiendo su violento
ataque, y quiero que lo sea aún más. He tenido
dos semanas del Jesse tierno. He tenido más que
suficiente del Jesse tierno, pero no puedo hablar.
Asiento con cada embestida, mi forma de decirle
que lo quiero aún más bestia. Lo quiero mucho más
salvaje.
—¡Responde a la puta pregunta!
—¡Más fuerte! —grito tirándole del pelo.
—¡Joder!
Me embiste repetidamente con sus caderas, le
flaquean las fuerzas, no logra mantener el ritmo,
pero yo estoy disfrutando de cada punzante
estocada. Esto me va a compensar por las dos semanas de
ternura y delicadeza.
La base del estómago me arde y mi clímax es como
una tromba rápida que me pilla por
sorpresa, sin darme tiempo para prepararme.
Exploto, cierro los ojos, echo la cabeza atrás con un
grito de desesperación.
—¡Aún no he terminado, Ava! —grita recolocando
las manos bajo mi culo y empujando como
un ariete.
Yo tampoco. El orgasmo me ha dejado mareada pero
hay otro en camino y, gracias a su potencia
incansable, no va a tardar en llegar. Encuentro
sus labios y le meto la lengua hasta la garganta.
Aprieto las piernas contra sus caderas hasta que
me duelen y mis gritos y los suyos chocan entre
nuestras bocas.
—¡Sí! —Echo la cabeza atrás—. ¡Ay, Dios!
—¡Abre los ojos! —me ordena, severo.
Obedezco de inmediato y cierro los puños entre
su pelo cuando se para en seco, sudando y
respirando agitadamente. El fuego en mi sexo
retrocede de inmediato, pero entonces ruge y vuelve a
la carga. Me preparo para otra tanda. Me
embiste, muy fuerte. Mi espalda choca contra la pared,
grito sorprendida pero él no me da tiempo para
pensar. Sale y vuelve a entrar con una gloriosa y
feroz estocada. Ha perdido el poco control que
le quedaba. Esto va a ser duro de verdad. Me agarro
con más fuerza a su pelo e intento flexionar las
piernas para darle el acceso a mí que su cuerpo me
pide.
—¿Te parece lo bastante fuerte, Ava? —dice
volviendo a clavármela.
—¡Sí! —grito. Ni en sueños querría que parara.
No tiene piedad. Entra y sale de mí, cada vez
con más fuerza. Me estoy quedando en blanco,
tengo el cuerpo flácido y estoy en la cúspide
del placer. Pero entonces noto que mi espalda se aleja
de la pared y que me llevan a la cama.
Prácticamente me tira sobre el colchón. Me pone a cuatro
patas, se coloca de pie detrás de mí y me coge
de las caderas. Vuelve a penetrarme con una
embestida brutal y un grito frenético. Con cada
embestida tira de mí para que mi culo choque contra
sus fuertes caderas. Hundo la cara en las
sábanas, las agarro con fuerza y empiezo a sudar. Estoy
empapada.
—¡Jesse! —grito, delirante, presa de una
deliciosa desesperación.
—Tú lo has querido, Ava. Ahora no te quejes.
Me penetra de nuevo, aún con más fuerza. Está
liberando toda la pasión animal que ha estado
reprimiendo durante demasiado tiempo. Ha perdido
el control, y una pequeña parte de mí se pregunta
si lo está haciendo a propósito, si está
intentando asustarme para que vuelva a desear el sexo
somnoliento. Si ése es su plan, es un fracaso
total. Mi cuerpo necesita esto. Yo necesito esto.
Obligo a mi mente a volver al presente y a
centrarse en recibir su potencia con los brazos
abiertos. La quiero toda para mí. La violenta
acumulación de presión en mi vientre se abre paso
hacia mi sexo, lista para la explosión. Estoy
segura de que me va a volar la tapa de los sesos.
—¡Más fuerte! —grito agarrándome a las sábanas.
—¡Ava! —Sus dedos se me clavan en las caderas,
pero la crudeza de sus manos no me molesta
lo más mínimo. Estoy demasiado ocupada
concentrándome en el orgasmo desgarrador que se
avecina.
Vuelve a pillarme por sorpresa y el placer es
tan tremendo que me pone en órbita. Grito, y él
grita también. Luego me desplomo sobre la cama,
Jesse cae sobre mí y quedo cubierta por su cuerpo
duro y musculoso. Respira con dificultad contra
mi oído y nuestros cuerpos bañados en sudor están
sonrojados y suben y bajan al unísono. Me siento
repleta. Estoy exhausta pero me siento muchísimo
mejor. Por fin volvemos a ser nosotros mismos.
Gruñe y mueve las caderas en círculos, todavía
muy dentro de mí. El fuego de su orgasmo me
reanima y me devuelve a la realidad. Lo echaba
de menos.
—Gracias —jadeo cerrando los ojos. Los latidos
acelerados de su corazón me golpean la
espalda y me reconfortan. Ni siquiera consigo
reunir las fuerzas suficientes para preocuparme por el
hecho de que se haya corrido dentro. Tampoco es
que importe.
No dice nada. Lo único que se oye en el enorme
dormitorio es nuestra respiración alterada. Es
fuerte, dificultosa y satisfecha. Pero entonces
se aparta de mí y la ausencia de su calor cubriendo mi
cuerpo hace que me vuelva para ver qué hace. Se
está alejando, con las manos en la cabeza, y su
espalda desnuda desaparece en el cuarto de baño.
Todavía estoy intentando bajar mis pulsaciones y
respirar a un ritmo normal, pero en vez de
sentirme satisfecha y feliz, me siento intranquila y
culpable. Le he hecho perder el control. Lo he
presionado, lo he tentado y le he hecho perder su
autocontrol, y ahora, a pesar de haberme salido
con la mía, me siento culpable. Ha estado intentando
controlar sus exigencias sobre mi cuerpo, aunque
el porqué es lo que debería preocuparme. No el
hecho de que lo haya estado haciendo, sino por
qué. Yo lo sé, y no debería sentirme culpable, pero
no va así la cosa. He aceptado el hecho de que
nunca lo entenderé del todo. He aceptado su forma de
actuar y que es un hombre imposible. Todo forma
parte del hombre al que amo profundamente, del
hombre al que me une una conexión tan poderosa
que nos vuelve locos a los dos. Compartimos una
intensidad que nos incapacita.
Aparece en el umbral del baño, todavía desnudo,
todavía empapado y todavía intentando
controlar la respiración. Lo miro. Me mira.
Me incorporo y me llevo las rodillas al pecho.
Me siento menuda y rara. No debería ser así
entre nosotros.
—Te he estado robando las píldoras —me suelta;
su mandíbula se tensa y los músculos
palpitan.
Lo dice sin remordimiento ni sentimiento de
culpa, lo que hace que abra unos ojos como platos
y que enderece la espalda como un resorte. Su
rostro está impasible y, aunque ya lo sabía, no deja de
sorprenderme. Oír cómo lo confiesa en voz alta
no hace más que acelerarme el corazón aún más.
—He dicho que te he estado robando las píldoras
—repite; parece enfadado.
No puedo ignorar este asunto por más tiempo. Sus
palabras me acaban de sacar la cabeza del
suelo y ahora me siento descubierta y furiosa.
Noto cómo la rabia latente entra en ebullición en mi
interior, intentando que la libere. Es como una
olla a presión que lleva semanas al fuego pero con la
que no sabía qué hacer. Ahora lo sé. Sabía que
había estado escondiéndome las píldoras. Su
comportamiento me lo confirmaba, aunque no
estaba enfadada porque decidí ignorarlo como una
imbécil, como si el problema fuera a
desaparecer. Mañana tendría que bajarme la regla y estoy
segura de que no lo hará. Este hombre, el loco
de mi marido, acaba de confesarme sin ninguna
vergüenza que me ha estado robando las píldoras
anticonceptivas, y ahora mi negación se ha
convertido en ira sanguinaria.
—¡Ava, por el amor de Dios! —Se lleva las manos
a la cabeza, frustrado—. ¡Te he estado
robando las putas píldoras!
Salto de la cama.
Exploto.
Ni siquiera intento hablar con Jesse porque no
hay nada de que hablar en esta situación. Camino
con decisión hacia él. Me observa atentamente,
receloso, y cuando lo tengo delante le cruzo la cara
de un bofetón. La mano me duele al instante pero
estoy demasiado cabreada para sentir el dolor. Se
le ha quedado la cara vuelta de lado, mira al suelo,
y lo único que puedo oír es el sonido de nuestra
respiración, sólo que ahora ya no es profunda y
satisfecha, sino que estoy jadeando a pleno pulmón.
Levanta la cabeza y, antes de darme cuenta, mi
mano está asestando otro golpe, sólo que esta vez me
agarra la muñeca a escasos centímetros de su
cara. La libero de un tirón y empiezo a pegarle
puñetazos en el pecho con las dos manos,
frenética de la ira. Y él se deja. Se limita a quedarse quieto
y a aceptar la paliza enajenada que le propino
en el torso. Mis puños lo golpean con insistencia
mientras le grito y le chillo. Soy patética, mis
puños débiles contra sus músculos de acero, y cuando
creo que me voy a desmayar del esfuerzo, doy un
paso atrás y pierdo el control sobre mis lágrimas y
sobre mi cuerpo.
—¡¿Por qué?! —le grito.
No intenta tocarme ni acercarse a mí. Se queda
de pie en el umbral de la puerta, todavía
impasible. Ni siquiera ha aparecido la arruga,
pero sé que debe de estar preocupado y que debe de
estar costándole mucho no sujetar a la fuerza a
la loca de su mujer.
—Estabas haciendo como si nada, Ava. Necesito
que lo aceptes. —Su tono de voz es dulce y
firme—. Necesitaba incitar algún tipo de
reacción en ti.
—No me refiero a por qué me lo has contado. ¡Eso
ya lo sé! ¡Me refiero a por qué coño lo
hiciste!
Aquí llega la arruga de la frente. Y el labio
mordido. No sé por qué lo piensa tanto. No hay
atenuantes: su plan es de locos. Él está
chiflado y yo también por haber estado haciendo como si nada
durante todo este tiempo.
—Me vuelves loco. —Niega con la cabeza—. Me
haces hacer locuras, Ava.
—¡Ah, así que resulta que es culpa mía!...
—grito—. Mis píldoras empezaron a desaparecer al
poco de conocerte.
—Lo sé. —Mira al suelo.
¡De eso, nada! Va a mirarme a la cara, no a huir
así como así. Me acerco a su pecho hecha una
furia y le agarro la mandíbula para obligarlo a
levantar la cabeza.
—No vas a huir de tus razones para hacerme esto.
Tú solo has decidido qué rumbo iba a tomar
mi vida. ¡No quiero un puto bebé! ¡Es mi cuerpo!
¡No tienes derecho a decidir por mí! —Se me
desgarra la voz entre los gritos—. ¡Dime por qué
coño me has hecho esto!
—Porque quería tenerte conmigo para siempre
—susurra.
Le suelto la mandíbula y doy un paso atrás.
—¿Querías atraparme?
—Sí —responde, agachando de nuevo la cabeza.
—Porque sabías que saldría pitando en cuanto
descubriera a qué te dedicabas y lo de tu
problema con la bebida.
—Sí. —Se niega a mirarme.
—Pero cuando descubrí lo de La Mansión y el
problema con el alcohol volví y, aun así,
seguiste robándome las píldoras.
Este hombre no tiene ni pies ni cabeza.
—No sabías nada de mi pasado.
—Ahora lo sé.
—Lo sé.
—¡Deja de decir que lo sabes! —chillo agitando
los brazos delante de él. Estoy perdiendo el
control otra vez.
Levanta un poco la vista pero no me mira. Mira a
la habitación, a todas partes menos a mí. Está
avergonzado.
—¿Qué quieres que diga? —pregunta en voz baja.
No lo sé, así que me meto en el vestidor. Llevo
casada un día con este hombre y voy a dejarlo,
no sé qué otra cosa hacer. Cojo unos vaqueros
viejos y me los pongo de un tirón.
—¿Qué estás haciendo? —Está aterrorizado, como
imaginaba. Jamás lidiará con lo que ha
hecho, y yo tampoco si me quedo. Esto me ha
caído como una bomba—. Ava, ¿qué diablos estás
haciendo? —Me arranca la bolsa de la mano—. No
vas a dejarme. —Suena a súplica y a orden.
—Necesito espacio. —Cojo la bolsa y empiezo a
llenarla de ropa.
—¿Espacio para qué? —Me coge del brazo pero me
libero de un tirón—. Ava, por favor.
—¿Por favor, qué? —Estoy metiendo la ropa en mi
bolsa como una loca, pero me temo que
volveré a mirar a Jesse si no me centro en esta
tarea, y ahora mismo no soporto mirarlo. Sé lo que
voy a ver.
Miedo.
—Ava, por favor, no te vayas.
—Me voy.
Me vuelvo, paso junto a él y lo dejo atrás,
camino del baño a por mis cosas de aseo. No intenta
detenerme y sé por qué, por lo mismo que ha sido
tan delicado conmigo durante semanas: cree que le
hará daño a su bebé.
Me pisa los talones pero yo sigo recogiendo mis
cosas, luchando contra la increíble necesidad
de pagarlo con él, pero al mismo tiempo lucho
contra la necesidad de consolarlo. Estoy hecha un lío.
—Ava, por favor, vamos a hablarlo.
Me vuelvo, incrédula.
—¿Hablarlo?
Asiente con mansedumbre.
—Por favor.
—No hay nada de que hablar. Has hecho la cosa
más sucia que se puede hacer. Nada de lo que
digas me hará entenderlo. No tienes derecho a
tomar decisiones como ésa. No tienes derecho a
controlarme hasta ese punto. ¡Es mi vida!
—Pero tú sabías que te las estaba quitando.
—¡Cierto! Pero desde que te conocí me has hecho
pasar por tantas mierdas que ni siquiera pude
pensar en lo jodido que era lo que estabas
haciendo. Esto es muy jodido, Jesse, y no hay nada que lo
justifique. Que quisieras tenerme siempre a tu
lado no es razón suficiente. ¡No puedes tomar esa
decisión tú solo!
Intento tranquilizarme pero es una batalla
perdida.
—Además, ¡¿qué hay de mí?! —le grito a la cara—.
¡¿Qué hay de lo que yo quiero?!
—Pero yo te amo.
Estoy agarrando la bolsa con tanta fuerza que se
me duermen los dedos. Estoy perdiendo el
juicio. Lo dejo atrás y bajo la escalera lo más
rápidamente que puedo.
—No te vayas, Ava. Haré lo que sea. —Sus pasos
pesados se acercan, pero está desnudo y,
aunque sé que no tiene vergüenza, también sé que
no saldría desnudo a la calle.
Cuando llego a la puerta, me vuelvo para
mirarlo.
—¿Harás lo que sea?
—Sí, ya lo sabes.
Está tan asustado que estoy a punto de
abrazarlo. Incluso ahora, cuando acaba de confesar que
me ha estado robando las píldoras, me cuesta no
caer en sus brazos. Pero si le dejo pasar ésta, estaré
sentando las bases para toda una vida de
manipulación. No puedo hacer eso. Necesitamos pasar un
tiempo separados. Esto es demasiado intenso y
tal vez debería haberlo pensado antes de casarme con
él, pero ahora es demasiado tarde. Es posible
que haya cometido el mayor error de mi vida.
—Entonces vas a darme espacio —espeto.
Y me voy.
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