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03 Confesión - Mi Hombre Capítulo 11

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Capítulo 11
Pasamos casi todo el sábado haciendo las paces. He disfrutado con el sexo soñoliento y no he estado
de acuerdo con casi nada de lo que Jesse decía para que me echara un polvo de entrar en razón.
Luego he olvidado a qué había accedido durante el polvo de entrar en razón para ganarme un polvo
de recordatorio. También hemos echado un polvo al fresco en la terraza después de comer, seguido
de un polvo de represalia cuando él ha decidido que era lo justo por haber roto mi promesa. Pero sé
que en realidad quería tenerme esposada y, la verdad, me lo merecía. Me ha follado de todas las
formas, posturas y lugares posibles y he disfrutado cada segundo, aunque ahora estoy un poco
escocida. Estoy de vuelta en el séptimo cielo de Jesse. Ahora que no hay embarazo, ha vuelto a
follarme cuando, donde y como quiere. Ayer recibí con creces la dosis del Jesse dominante que me
había perdido las últimas semanas. No podría ser más feliz. Pero lo cierto es que el embarazo sigue
ahí.
Kate me llamó, y estoy segura de haber oído a mi hermano de fondo, pero lo negó y pasó a
preguntarme si Jesse y yo habíamos hecho las paces. Sí. También me preguntó si le había contado
que estoy embarazada. No. Después de haberlo disfrutado todo el día y de que las cosas hayan vuelto
a la normalidad, como debería ser, estoy segura de que es la decisión correcta.
—¿Vas a quedarte ahí tirada todo el día o vas a vestirte para que podamos pasarnos por La
Mansión? —inquiere. Está en la puerta del baño como su madre lo trajo al mundo, secándose los
rizos rubio ceniza con una toalla.
Me incorporo y me arrastro hacia los pies de la cama, luego me pongo boca abajo, apoyo los
codos sobre el colchón y la barbilla en las manos. Sé lo que me hago, y él también, a juzgar por cómo
me miran esos ojos verdes. No es que no quiera ir a La Mansión. Me gusta mucho más desde que
cierta bruja con látigo ya no está.
—No lo sé. —Mi voz es ronca e insinuante, justo como yo quiero—. Se te ha puesto dura —
digo señalando su entrepierna con la cabeza mientras lo miro a los ojos. Me cuesta contener la risa.
Me muerdo el labio y me quedo observándolo.
—Eso es porque te estoy mirando.
Se echa la toalla sobre los hombros y se apoya en el marco de la puerta.
Empiezo a babear. Está para chuparse los dedos. Sonrío.
—Lo tienes todo de piedra.
—Excepto esto —dice en plan profundo golpeándose el pecho—. Por dentro soy un blando.
Pero sólo contigo.
Sonrío de oreja a oreja.
—A veces tienes el corazón de piedra —murmuro tumbándome de espaldas con la cabeza
colgando fuera de la cama.
—Es usted una seductora, señora Ward.
Boca abajo, observo cómo su cuerpo se acerca hasta que lo tengo justo encima de mí. Su polla
de acero me roza los labios. Saco la lengua para probar la punta húmeda, pero la aparta.
—Pídemelo por favor.
—Por favor. —Le acaricio el pecho con el extremo de los dedos, gime, y lleva la polla de
vuelta a mi boca. La abro y observo su expresión de anticipación. Luego la rodeo con los labios.
—Ava, qué boca tienes —gime cerrando los ojos.
—¿Debería parar? —Le doy un pequeño mordisco y deslizo los dientes por su piel suave—.
¿Quieres que pare?
—Quiero que te calles y que te concentres en lo que estás haciendo.
Sonrío y lo suelto. Me siento en el borde de la cama, entre sus muslos. Cojo su polla y la
aprieto... fuerte.
—Deja de jugar conmigo, señorita. —Me coge del pelo y tira con fuerza para que me la meta en
la boca.
No ofrezco resistencia. Me encanta hacerlo así. Mi cabeza sube y baja y le clavo las uñas en su
firme trasero para acercármelo más.
—¡Joder! —ruge sujetándome la cabeza—. No te muevas.
Se frota contra mi garganta y lucho para que no se me revuelva el estómago. Permanezco en
silencio mientras se convulsiona dentro de mí, con la cabeza echada hacia atrás y tirándome del pelo.
Tengo que mantener el control. No puedo vomitar. No se lo voy a contar, así que me concentro en mi
boca, completamente llena con su polla. Me concentro únicamente en no echar la pota. Cierro los
ojos y respiro por la nariz. ¿Qué me pasa? Si el embarazo hace que la hombría de Jesse me dé asco,
no quiero volver a estar embarazada.
Me relajo un poco cuando la saca y la dejo caer de mis labios antes de trepar por su cuerpo y
enroscarle las piernas alrededor de la cintura. Tengo que hacerlo bien, y más teniendo en cuenta la
cara de incredulidad que me pone. No le gusta que lo deje a medias. Ésa es su decisión. Le muerdo el
labio.—
Te quiero dentro de mí.
—Estaba muy bien donde estaba —dice con escepticismo. Me hace gracia—. Me alegro de que
te parezca tan divertido, Ava.
—Perdona. —Lo beso con fuerza. Tengo que convencerlo de que lo necesito. Es mi única salida
—. Te necesito dentro de mí. Ahora.
Se aparta y me mira con aire de sospecha. Me preocupa. Pero entonces me deslumbra con su
sonrisa, la que está reservada sólo para mí.
—No tienes que decírmelo dos veces, nena —replica. Me deja sobre la cama y se coloca
encima de mí—. Quítame la toalla.
La cojo y la lanzo a la otra punta de la habitación.
—Enrosca los dedos en mi pelo —me ordena.
Obedezco en el acto y mis manos se pierden entre su cabello húmedo.
—Tira.
Me lame los labios, gimo y le tiro del pelo.
—Bésame, Ava. —Su tono firme hace que lo necesite aún más.
Ataco su boca con decisión y desesperación.
—Para —me ordena.
Lo hago, aunque no quiero.
—Bésame con ternura —susurra.
Suspiro y deslizo la lengua por su boca, muy despacio. Es el paraíso.
—Ya basta —dice bruscamente.
Vuelvo a parar.
Se aparta y me da un beso amoroso en los labios.
—¿Por qué no puedes obedecerme en todo sin chistar?
Sonrío y reclamo su boca.
—Porque eres adicto al poder, y todo se pega menos la hermosura.
Se echa a reír y me coloca sobre sus caderas.
—Todo tuyo, nena.
—Muy bien —acepto de inmediato. Me levanto e intenta bajarme de nuevo sobre su entrepierna.
Lo aparto de un manotazo—. Si me disculpas...
—Perdona —sonríe—, pero no te andes con jueguecitos, ¿vale?
—Se te olvida, dios —digo cogiendo su erección y guiándola hacia mi cuerpo—, que me has
cedido el poder.
Desciendo con cuidado, y la sonrisa desaparece. Ahora mismo me está dando las gracias.
Gime y me agarra de los muslos.
—Es posible que te ceda el poder más a menudo.
Asciendo y vuelvo a descender muy despacio mientras le acaricio el pecho.
—¿Te gusta?
—Me encanta.
Me mira y me desliza las manos por mis muslos.
—Eres tan guapo.
Vuelvo a ascender y a descender con un suspiro.
—Lo sé.
—Y tan arrogante.
—Lo sé. Arriba.
Arqueo las cejas.
—¿Quién manda aquí?
—Tú, pero no por mucho tiempo si abusas del poder. Arriba.
Reprime una sonrisa y yo le lanzo una mirada asesina, pero me levanto.
—Buena chica —jadea—. Más rápido.
Vuelvo a descender y muevo las caderas en círculos.
—Pero a mí me gusta así.
—Más de prisa, Ava.
—No. Mando yo.
Asciendo pero no tengo ocasión de descender, puesto que me tumba de espaldas sobre la cama y
me sujeta las manos.
—Has perdido tu oportunidad, señorita —replica al tiempo que me penetra con decisión—.
Ahora mando yo.
¡Bam!
Chillo y me abro de piernas.
¡Bam!
—¡Joder! —grito cuando noto que me llega al útero.
¡Bam!
—¡Jesse!
—Has tentado la suerte, nena —gruñe sujetándome las muñecas con menos fuerza y
embistiéndome una y otra y otra vez. Cierro los ojos—. ¡Mírame!
Obedezco del susto.
—Buena chica.
El sudor le cae a chorros de la cara y aterriza en mis mejillas. Tengo que agarrarme a él. Tengo
que morderlo y arañarlo, pero estoy indefensa, como a él le gusta.
—¡Deja que te abrace! —grito intentando soltarme mientras él arremete contra mí.
—¿Quién manda?
—¡Tú, maldito controlador!
—¡Cuidado...
¡Bam!
—... con esa...
¡Bam!
—... puta...
¡Bam!
—... boca!
Grito.
—¡Joder! —chilla—. ¡Córrete para mí, Ava!
No puedo. Estoy intentando concentrarme en el orgasmo que siento muy adentro, en alguna parte,
pero cada vez que creo haberlo capturado, me clava las caderas y lo echa hacia atrás. Cierro los ojos
y no puedo hacer más que aceptar el asedio al que somete a mi cuerpo.
—Por Dios, Ava, ¡voy a correrme!
Y, con eso, grita, se aprieta contra mí y se desploma. Me suelta las manos. Respira
descontroladamente y su cuerpo palpita bañado en sudor. Yo estoy igual, salvo que sin orgasmo.
—No te has corrido —jadea en mi cuello.
No puedo hablar, así que niego con la cabeza, con los brazos laxos a los lados.
—Lo siento, nena.
Asiento con la cabeza y trato de levantar los brazos para acunarlo y que así sepa que estoy bien,
pero mis músculos no obedecen. Me ha dejado incapacitada de verdad. Nuestros pechos sudorosos
están pegados y los dos respiramos con fuerza. Estamos destrozados. Quiero quedarme en la cama
pero entonces noto que me falta su peso y que me está levantando en brazos. Protesto entre dientes
cuando me lleva al cuarto de baño.
Abre el grifo de la ducha, coge una toalla, la pone en el suelo y me deja encima. Estoy a punto
de reunir las fuerzas suficientes para mirarlo mal cuando se sienta conmigo en el suelo y me abre de
piernas.
—Vamos a resucitarte.
Abre el agua fría y se coloca entre mis piernas. Luego me despierta de verdad con una caricia
larga, suave y delicada en el centro mismo de mi sexo.
Arqueo la espalda. Mis brazos sin vida vuelven a funcionar y recupero la voz.
—¡Ay, Dios!
Lo cojo del pelo húmedo y lo aprieto contra mí. El orgasmo profundo que no ha acabado de
salir ahora parece estar a punto de hacerlo. Ni siquiera intento controlarlo. Empiezo a jadear, se me
tensan los músculos del abdomen y levanto la cabeza. El agua fría recorre mi cuerpo. Jesse está en
todas partes, lamiendo, mordiendo, chupando, dándome besos en el interior de los muslos y
penetrándome con la lengua.
—¿Ya te has despertado? —masculla con mi clítoris en la boca. Le da un mordisco.
—¡Más! —exijo tirándole del pelo.
Lo oigo reírse. Luego cumple con mis demandas, sella la boca en mi sexo y chupa hasta que me
corro. Exploto. Veo las estrellas. Gimo y me llevo las manos a la cabeza. Es demasiado. Es
increíble, es alucinante. Palpito contra su boca y me relajo por completo. El agua fresca es una
gozada y el ruido constante de la ducha es de lo más relajante. No voy a moverme del suelo, por nada
ni por nadie. Que me lleve de vuelta a la cama.
—Me encanta sentirte palpitar, de verdad.
Me besa por todo el cuerpo hasta que encuentra mis labios y les dedica especial atención. Sólo
respondo con la boca. No logro convencer a mis músculos de que se muevan, aunque lo cierto es que
tampoco lo estoy intentando con mucho empeño.
—¿Me he redimido?
Asiento contra sus labios y se echa a reír. Se aparta para verme mejor. Mis ojos todavía
funcionan. Es más guapo que un sol y lo sabe, el muy engreído.
—Te quiero —digo; me ha costado pronunciar las palabras con la respiración entrecortada.
Él me deslumbra con su sonrisa..., mi sonrisa.
—Lo sé, nena —repone, y se levanta demasiado de prisa para mi gusto—. Vamos. Ya he
cumplido con mis obligaciones divinas y ahora tenemos que ir a La Mansión.
Me coge de la mano y me levanta sin esfuerzo. Y eso que no lo ayudo. Me hago el peso muerto
para protestar, aunque ni siquiera lo nota.
—¿Tengo que ir? —refunfuño cuando me echa champú en el pelo y empieza a lavármelo.
—Qué raro. Normalmente siempre quieres venir. —Me sonríe y pongo los ojos en blanco—. Sí,
tienes que venir. Tenemos que recuperar el tiempo perdido. Cuatro días, ni más, ni menos.
Lo ignoro y dejo que sus manos grandes y fuertes me masajeen la cabeza. Luego me la aclara.
—He terminado contigo, señorita. Sal —dice, y me da una palmada en el trasero para que salga
mientras él termina de ducharse.
Miro la cama con ojos golosos pero, aunque me está llamando, me resisto a la tentación y me
meto en el vestidor. Es verdad que tenemos que recuperar cuatro días y mucho de que hablar. Hemos
pasado la peor parte, razón de más para que ponga remedio a la situación que sin duda hará que Jesse
vuelva a tratarme como si fuera de cristal: sigo estando embarazada.
Entro en la cocina y veo que está rebuscando en los armarios como un poseso. Con los brazos
en alto, su espalda aún parece más ancha. Lleva un polo blanco que acentúa sus músculos, y la vasta
extensión de los mismos hace que me den ganas de pellizcarme para confirmar que es real. Sonrío.
Es de carne y hueso y es todo mío.
—¿Qué haces? —pregunto haciéndome un moño en lo alto de la cabeza.
Se vuelve y me mira, alarmado.
—No queda mantequilla de cacahuete.
—¿Qué? —suelto una carcajada al verlo tan agobiado—. ¿No hay mantequilla de cacahuete?
—¡No tiene gracia! —Cierra la puerta del armario de golpe, abre la nevera y rebusca entre un
sinfín de botellas de agua—. ¡¿A qué coño juega Cathy?! —ruge para sí.
No puedo evitarlo. Me parto de la risa. Una persona normal no se comporta así. No es que le
guste, es que es adicto a la mantequilla de cacahuete. Mi señor es adicto a la mantequilla de
cacahuete y es posible que le dé un ataque si no se toma pronto su dosis. Me estoy muriendo de la
risa cuando oigo que cierra la puerta de la nevera. Enderezo la espalda y no consigo borrar la sonrisa
de mi cara. Tengo que morderme el labio para no soltar una carcajada.
—¿De qué te ríes? —inquiere mirándome de muy mal humor.
—¿A qué vienen tantas ansias de comer mantequilla de cacahuete? —pregunto lo más
rápidamente que puedo para volver a morderme el labio.
Se cruza de brazos. Sigue de mal humor.
—Me gusta.
—¿Te gusta?
—Sí, me gusta.
—Pues estás histérico, no parece que sólo te guste. —Se me escapa el labio de entre los
dientes. No puedo contener la risa más tiempo.
—No estoy histérico —me discute medio riéndose—. No es para tanto.
—Ya. —Me encojo de hombros sin dejar de reír. ¡Si le va a dar algo!
Atraviesa la cocina y se me acerca. Abre unos ojos como platos cuando me ve las piernas.
—¿Qué es eso? —farfulla.
Me miro y luego miro sus sorprendidos ojos verdes.
—Son unos pantalones cortos.
—Querrás decir unas bragas.
Me echo a reír nuevamente.
—No, quiero decir pantalones cortos. —Me subo los bajos de los pantalones cortos vaqueros
—. Si fueran unas bragas, serían así.
Traga saliva al tiempo que estudia la prenda ofensora.
—Ava, mujer, sé razonable.
—Jesse —suspiro—, ya te lo he dicho: si lo que quieres son faldas largas y suéteres de cuello
vuelto, búscate a alguien de tu edad.
Me arreglo los shorts y me arrodillo para atarme los cordones de mis Converse haciendo caso
omiso de los gruñidos y los bufidos que emite mi hombre imposible.
—Tal vez me bañe en la piscina de La Mansión —suelto de pronto. Lo miro y su expresión
gruñona pasa a ser de terror absoluto.
—¿En biquini?
Me río.
—No, en mono de esquí. Pues claro que en biquini. —Estoy tentando mi suerte y lo sé.
—Lo estás haciendo a propósito.
—Me apetece nadar.
—Y a mí me apetece estrangularte. ¿Por qué me haces esto?
—Porque eres un capullo imposible y tienes que relajarte. Puede que tú seas un vejestorio, pero
yo sólo tengo veintiséis años. Deja de comportarte como un troglodita. ¿Qué pasaría si nos fuéramos
de vacaciones a la playa?
—Pensaba que iríamos a esquiar. —Ahora es él quien se burla de mí—. Podría enseñarte lo
bien que se me dan los deportes extremos.
Sonrío cuando repite lo que dijo la primera vez que nos vimos. Luego me abalanzo sobre su
cuerpo y hundo la nariz en su cuello.
—Hueles a gloria.
Inhalo su delicioso aroma mientras me lleva al coche. Con los pantalones cortos puestos.
Llegamos a La Mansión. Me abre la puerta del coche y tira de mí por la escalera de la puerta de
entrada y por el vestíbulo. Oigo las lejanas conversaciones del bar y sonrío al ver a John acercarse a
nosotros. Sigue siendo enorme, y da mucho miedo.
—Ava, ¿te apetece nadar? —masculla Jesse cuando John se une a nosotros y echa a andar a la
misma velocidad que él. Yo casi tengo que correr para poder seguirlos.
El grandullón me mira con las cejas enarcadas.
—¿Te apetece, muchacha?
Asiento.
—Hace calor.
La sonrisa que le cruza la cara me dice que sabe perfectamente lo que me traigo entre manos. Sí,
voy a intentar quitarle las manías a mi hombre imposible, y éste es el lugar perfecto para empezar: el
paraíso sexual de mi señor, donde la piel desnuda es el pan nuestro de cada día. No pienso
despelotarme y pasearme por ahí para que me vea todo el mundo. Empezaré por darme un baño en
biquini, uno recatado. Si es capaz de soportarlo aquí, lo soportará en cualquier parte.
Pasamos junto al bar y encontramos a Sam. No le veo la cara, pero está tirado en un taburete y
está claro cómo se siente. Mi mejor amiga es idiota. Está huyendo de algo bueno sólo para retomar
algo muy, muy malo. Puede que Sam la haya arrastrado al lado oscuro, pero no se merece que lo trate
así.
Cuando entramos en la oficina de Jesse, él me suelta la mano y se va directo a la nevera. Coge
un tarro de mantequilla de cacahuete, desenrosca la tapa y sumerge todo un dedo. John ni parpadea,
se sienta en la silla opuesta a la de Jesse mientras yo observo con una sonrisa en el rostro. Se dirige
a su silla y se sienta, se mete el dedo en la boca y suspira. ¿Le gusta?
—¿Cómo va todo? —le pregunta Jesse a John con el dedo en la boca.
—La cámara tres está fuera de combate. La compañía de seguridad va a venir a arreglarla.
John se revuelve en su asiento y se saca el móvil del bolsillo.
—Voy a llamarlos —dice. Luego teclea en el teléfono, se lo lleva al oído, se levanta y camina
hasta la ventana.
—Nena, ¿estás bien? —me pregunta Jesse. Parece preocupado.
—Sí, muy bien. —Caigo en la cuenta de que estoy de pie en la puerta de su despacho, así que
me acerco a la mesa y me siento en la silla que hay junto a la de John—. Sólo estaba soñando
despierta.
Vuelve a meterse los dedos en la boca.
—¿Con qué soñabas?
Sonrío.
—Nada. Estaba viendo cómo devorabas tu mantequilla de cacahuete.
Mira el tarro y pone los ojos en blanco.
—¿Quieres?
—No. —Arrugo la nariz, asqueada, y se echa a reír. Le brillan los ojos y se le marcan las patas
de gallo cuando cierra el tarro y lo deja sobre su mesa. Ya se ha tomado su dosis—. ¿Qué tal está
Sam?
—Hecho una mierda. No quiere hablar del tema. ¿Y Kate?
—No muy bien. —Es verdad, no está bien.
—¿Qué te ha dicho? ¿Por qué ha cortado con él?
Me encojo de hombros intentando disimular.
—Creo que por este sitio. —Me resisto al impulso de sentarme sobre las manos. No me atrevo
a mencionar a mi hermano—. Seguro que es lo mejor.
Él asiente, pensativo.
—¿Quieres ir a nadar o prefieres quedarte conmigo?
Sé lo que quiere oír.
—¿Tú qué vas a hacer? —pregunto mirando las montañas de papeles que tiene sobre la mesa.
Nunca la había visto tan desordenada, y sé por qué. Sarah ya no está. No obstante, no voy a sentirme
ni un pelín culpable. Me da igual que parezca que ha caído una bomba en la mesa de Jesse.
Él también mira las montañas de papeles y da un suspiro.
—Esto es lo que voy a hacer. —Ojea una de las montañas.
—¿Por qué no contratas a alguien?
—Ava, las cosas no son tan sencillas en este tipo de trabajo. Tienes que conocer a alguien y
confiar en él. No puedo llamar a la oficina de empleo y pedirles que envíen a alguien que sepa
escribir a máquina.
Vale, ahora me siento un poco culpable. Tiene razón. Estamos hablando de personas de la alta
sociedad, con trabajos importantes, de responsabilidad. Jesse me ha contado que investigan las
cuentas, el historial médico y criminal de la gente. Imagino que la confidencialidad es importante.
—Yo puedo ayudar —me ofrezco de mala gana, aunque no sabría ni por dónde empezar. Verlo
tan abrumado por la cantidad ingente de papeles me está haciendo sentir muy culpable.
Me mira, perplejo.
—¿De verdad?
Me encojo de hombros y cojo el primer papel que pillo.
—En los ratos libres.
Echo un vistazo al texto y retrocedo. Es un extracto bancario. Al menos, eso creo. Los dígitos
parecen más bien números de teléfono internacionales, así que podría ser una factura telefónica. Lo
miro y veo que sonríe.
—Somos muy ricos, señora Ward.
—¡La madre que me trajo!
—Ava...
—Lo siento, pero... —Intento concentrarme en todas las cifras pero no puedo—. Esto no debería
estar danzando por la mesa de tu despacho, Jesse. —Aparece el número de su cuenta y todo—. Un
momento... ¿Sarah se encargaba de tus finanzas?
—Sí —dice tan tranquilo.
Se me ponen los pelos como escarpias. No me fío de esa mujer.
—¿Sabes dónde tienes el dinero? ¿Cuánto tienes? —inquiero dejando el papel sobre la mesa.
—Sí, mira —dice cogiendo el papel, y señala con el dedo—. Esto es lo que tengo y está en este
banco.—
¿Sólo tienes una cuenta? ¿No tienes cuenta de empresa, de ahorro, de pensiones?
Me mira un poco asustado, casi molesto.
—No lo sé.
Lo observo, boquiabierta.
—¿Ella se encargaba de todo? ¿Llevaba todas tus cuentas?
La idea no me gusta un pelo.
—Ya no —gruñe tirando el papel sobre la mesa—. ¿Me vas a ayudar? —Vuelve a sonreír.
¿Cómo no voy a ayudarlo? Este hombre es rico y no tiene ni idea de cómo ni dónde guardan su
dinero.—
Sí, te ayudaré.
Cojo una pila de papeles y empiezo a estudiarlos, pero me doy cuenta de una cosa que me
preocupa. Levanto la cabeza y veo que Jesse me mira la mar de contento.
—He dicho que te ayudaré, eso es todo. En los ratos libres, Jesse.
Quiere que sustituya a Sarah.
Mis palabras le caen como un jarro de agua fría.
—Pero sería la solución ideal.
—¡Para ti! ¡La solución ideal para ti! Yo tengo una carrera. ¡No voy a dejarla para venir aquí
todos los días a encargarme de tu papeleo!
Qué cabrón. Quiere que sustituya a Sarah y me convierta en su secretaria. ¡De eso, nada!
—Además... —Dejo la pila sobre la mesa y me pongo de pie—. Yo no sé manejar un látigo, así
que no creo estar lo bastante cualificada. —No sé por qué he dicho eso. No era necesario y ha sido
de mal gusto.
Se queda de piedra y veo que se reclina en su sillón con una mezcla de incredulidad y enfado.
—Eso ha sido muy infantil, ¿no te parece?
—Perdona. —Cojo mi bolso—. No ha sido a propósito.
John vuelve con nosotros y rompe el incómodo silencio.
—Estarán aquí dentro de una hora —anuncia al tiempo que se guarda el teléfono en el bolsillo
—. Antes de que se me olvide, otros tres socios han solicitado cancelar su suscripción.
Jesse arquea las cejas, siente curiosidad.
—¿Tres?
—Tres —confirma John de camino a la puerta—. Tres mujeres —añade saliendo del despacho.
Jesse apoya los codos sobre la mesa y hunde la cara entre las manos. Me siento fatal. Suelto el
bolso, camino hasta él, hago que se recline en el respaldo y me siento encima de la mesa, frente a él.
Me observa y se muerde el labio.
—Yo me encargaré de esto —digo señalando los papeles que hay por todas partes—. Pero
tienes que contratar a alguien. Es un trabajo a tiempo completo.
—Ya lo sé. —Me coge los tobillos y tira para que apoye los pies en sus rodillas—. Ve a nadar.
Yo voy a ponerme con esto, ¿vale?
—Vale —asiento. Escruto su rostro y él me observa atentamente.
—Adelante, mi preciosa mujer. Suéltalo —dice sonriendo.
—Quieren dejar de ser socias porque ya no estás disponible para fo... —Me muerdo la lengua
—. Para acostarte con ellas.
Es algo que me hace tremendamente feliz, y salta a la vista.
—Eso parece —contesta mirándome con recelo—. Y veo que mi mujer está encantada.
Me encojo de hombros pero no puedo ocultar lo feliz que me hace la noticia.
—¿Cuál es la proporción de hombres y mujeres?
—¿Socios?
—Sí.
—Treinta, setenta.
Me quedo boquiabierta. Recuerdo que Jesse dijo que había unos mil quinientos socios. Eso son
mil mujeres detrás de mi marido.
—En fin —intento olvidar mi estupor—, es posible que tengas que convertir La Mansión en un
club para gays.
Se echa a reír y me quita los pies de la mesa.
—Vete a nadar.
Los vestuarios están vacíos. Me pongo el biquini, me quito el diamante, vuelvo a recogerme el
pelo y meto mis cosas en una taquilla de madera de nogal. No he usado nunca el spa ni las
instalaciones deportivas, pero me han dicho que no está permitido nadar desnudo, así que voy a
estrenarlas y a poner a Jesse a prueba al mismo tiempo. Paseo por la zona en busca de alguna señal
de vida, pero todo está vacío. Es domingo y la hora de comer. Pensaba que a estas horas era cuando
los socios disfrutaban de esta parte de La Mansión.
Entro en el enorme edificio de cristal. Los jacuzzis, la piscina y el solárium están vacíos. Está
todo tan tranquilo que hasta da repelús. Lo único que se oye es el sonido de las bombas de agua.
Dejo mi toalla en una tumbona pija de madera, me meto en el agua y suspiro. Está tibia. Maravilloso.
Bajo los escalones y empiezo a nadar hasta el otro lado de la piscina.
Estoy disfrutando de la paz y la tranquilidad y sigo nadando un largo detrás de otro. Nadie se
acerca, nadie viene a bañarse en los jacuzzis y nadie se tumba en el solárium. Entonces oigo
movimiento y me detengo a mitad de un largo para ver quién aparece por la entrada de los vestuarios.
Mis ojos van del de mujeres al de hombres hasta que aparece Jesse con un bañador negro puesto. Se
me cae la baba al verlo y me ciega con su sonrisa antes de tirarse de cabeza al agua, sin apenas
salpicar ni hacer ruido. Yo estoy flotando en el centro de la piscina y observo cómo su cuerpo
esbelto se me acerca bajo el agua hasta que lo tengo delante, pero permanece sumergido.
Luego me coge por el tobillo, chillo y tira de mí para meterme bajo el agua. Sólo he podido
coger un poco de aire antes de desaparecer, y cierro los ojos. Sus labios atrapan los míos, me rodea
con los brazos, nuestras pieles resbalan la una contra la otra y nuestras lenguas bailan, salvajes.
Esto es muy bonito, pero se me da de pena aguantar la respiración, y él, que lleva más tiempo
que yo sumergido, también debe de necesitar oxígeno. Lo pellizco para indicarle que me he quedado
sin aire y mis pulmones le dan las gracias a gritos cuando emergemos. Mis piernas siguen rodeando
su cintura y mis brazos hacen lo propio con sus hombros. Intento recuperar el aliento y abrir los ojos
y, cuando lo consigo, una enorme sonrisa picarona me da la bienvenida. Sé que no llega al fondo, así
que debe de estar agitando las piernas como un loco para poder mantenernos a flote. Aunque nadie lo
diría. Y eso si es que está moviendo las piernas, porque parece que flota sin esforzarse.
Le aparto el pelo mojado de la cara y le devuelvo la sonrisa.
—Has cerrado la piscina.
—No sé de qué me hablas. —Se me echa a la espalda y empieza a nadar hacia un lateral—. No
suele haber nadie a estas horas.
—No te creo —replico apoyando la mejilla en su hombro—. No podías soportar que nadie me
viera en biquini. Confiésalo.
Conozco de sobra a mi señor.
Llegamos al borde de la piscina y me pone con la espalda contra la pared.
—Me encanta imaginarte en biquini.
—Pero sólo para tus ojos.
—Ya te lo he dicho, Ava. No te comparto con nada ni con nadie, ni siquiera con sus ojos.
Desliza las manos por mis costados, hasta mis caderas.
—Sólo puedo tocarte yo —susurra, y no puedo evitar apretarlo con los muslos cuando me besa
con dulzura antes de observarme con atención—. Sólo para mis ojos.
Desliza un dedo por el interior de la parte de abajo de mi biquini y contengo la respiración
cuando me acaricia.
—Sólo para darme placer a mí, nena. Sé que lo entiendes.
—Sí. —Me recoloco bajo su cuerpo y le paso los brazos por los hombros.
—Muy bien. Bésame.
Me lanzo a por su boca y le demuestro mi gratitud con un beso largo, apasionado y ardiente que
nos hace gemir a ambos. Me sujeta por la cintura con sus grandes manos y nos besamos durante una
eternidad en la piscina, solos él y yo, ahogándonos el uno en el otro, consumiéndonos, amándonos.
Todo lo que sucede entre nosotros es el resultado del amor, fiero y a veces venenoso, que
compartimos. Nos deja tontos, nos empuja a comportarnos de forma irracional e imprevisible. En
realidad, estamos más o menos igual de locos, aunque puede que yo lo haya superado. La verdad es
que siento que me he vuelto loca. Lo que estoy planeando me sitúa en esa categoría. Y si descubre lo
que la loca de su mujer está planeando, no me cabe duda de que lo dejaré al borde de perder la razón.
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