Capítulo
5
—Te quiero.
Me despierto aturdida en la oscuridad y me
froto los ojos mientras me
incorporo en la silla. Tardo unos instantes en
darme cuenta de dónde estoy
pero, cuando empiezo a centrarme, veo a un
hombre guapo y rubio en
cuclillas delante de mí.
—Hola —susurra apartándome el pelo de la cara.
Miro el amplio
espacio a mi alrededor tratando de
despertarme.
—¿Qué hora es? —pregunto, somnolienta.
Me da un beso en la frente.
—Medianoche.
¿Medianoche? He dormido como un lirón y podría
quedarme frita de
nuevo, pero me despierto del todo cuando el
escalofriante sonido de un
tono de móvil apuñala el silencio.
—¡Por Dios! —protesta Jesse.
Coge con furia el móvil de la mesita de café y
mira la pantalla.
¿Quién será a estas horas?
—John... —saluda con calma por el teléfono—.
¿Por qué?
Me mira.
—No, no pasa nada... Sí... Dame media hora.
Cuelga.
—¿Qué ocurre? —pregunto, ya despierta del
todo.
Se pone las Converse y se dirige a la puerta.
Es evidente que no está
contento.
—Problemas en La Mansión. No tardaré.
Y tal cual desaparece por la puerta.
Así que estoy despierta, son más de las doce y
Jesse acaba de irse en
plena noche. ¿Cómo va a conducir con una sola
mano? Me siento en la silla
como una muñeca rota y especulo sobre qué
habrá podido suceder en La
Mansión que sea tan urgente.
Ay, no... Kate está allí.
Corro a la cocina y cojo mi móvil para
llamarla pero no contesta. Lo
intento varias veces y no obtengo respuesta, y
con cada llamada me
preocupo más aún. Debería llamar a Jesse,
aunque parecía estar bastante
cabreado. Doy vueltas arriba y abajo, me
preparo un café y me siento en la
isleta de la cocina, llamando a Kate una y
otra vez. Si mi coche estuviera
aquí, ya estaría de camino a La Mansión. ¿De
verdad? Bueno, es fácil decir
que iría para allá, especialmente cuando no
tengo forma de ir.
Después de dar vueltas por el ático durante
una hora sin parar de
llamar a Kate, me rindo y me voy a la cama. Me
hago un ovillo entre las
sábanas suaves y esponjosas del cuarto de
invitados.
—Te quiero.
Abro los ojos y veo a Jesse junto a la cama.
Estoy entre el sueño y la
vigilia y mi boca no responde. ¿Qué hora es y
cuánto tiempo ha estado
fuera? No tengo ocasión de preguntar. Me coge
en brazos y me lleva a su
habitación.
—Tú duermes aquí —susurra mientras me deposita
en su cama.
Siento que se acuesta detrás de mí y me
aprieta contra su pecho.
Si no estuviera tan contenta le haría
preguntas, pero no digo nada. Mi
cabeza descansa sobre la almohada y el calor
de Jesse me envuelve. Me
duermo otra vez.
—Buenos días.
Abro los ojos y el embriagador perfume de agua
fresca y menta me
clava en la cama. Mi cerebro consciente está
intentando desesperadamente
convencerme de que me revuelva y me libere,
pero mi cuerpo bloquea
todas las instrucciones sensatas que envía el
cerebro.
Está sentado sobre los talones.
—Necesito hacerlo —susurra apretándome la mano
y tirando de mí
hasta que estoy sentada.
Coge el bajo de mi camiseta y tira de él hasta
que me la quita por
encima de la cabeza. Me besa el pecho y una
caricia suave con la lengua
llega describiendo círculos hasta mi garganta.
Estoy tensa.
Se aparta.
—Encaje —dice en voz baja mientras me quita el
sujetador.
Estoy entre mi cuerpo, que lo necesita
desesperadamente, y mi mente,
que lo que de verdad necesita es hablar.
Quiero aclarar las cosas antes de
que vuelvan a arrastrarme al séptimo cielo de
Jesse, donde pierdo toda
capacidad de razonar.
—Tenemos que hablar —digo con calma mientras
me besa el cuello y
se abre camino hacia mi oreja. Todas mis
terminaciones nerviosas están en
alerta, suplicándome que me calle y que lo
acepte.
—Te necesito —susurra cuando encuentra mi
boca, y hunde la lengua
en mí.—
Jesse, por favor. —Mi voz es apenas un susurro
inaudible.
—Nena, así es como yo digo las cosas. —Me coge
de la nuca y me
atrae aún más hacia sí—. Deja que te lo
muestre.
Mi cuerpo gana.
Ignoro los gritos de mi conciencia y me rindo
a él como la esclava que
soy. Me agarra por el trasero y me recuesta en
la cama, sellando nuestras
bocas por el camino. Todo mi ser cobra vida
cuando su lengua, caliente y
húmeda, se desliza entre mis labios y da
vueltas lentamente por toda mi
boca. Estamos en modo Jesse gentil y es como
si supiera que éste es el
mejor lugar al que llevarme en este momento.
Su respiración, lenta y profunda, me dice que
él tiene el control
cuando se apoya en el antebrazo y usa la mano
sana para recorrer con la
punta de los dedos desde la cresta de mi
cadera hasta mi pecho. Una oleada
de cosquilleos viaja por mi cuerpo con cada
caricia, y mi respiración se
vuelve superficial e irregular. Termina de
dibujar el contorno de mi pezón
al ritmo melancólico de nuestras lenguas.
Me agarro a sus hombros y siento que todas las
emociones perdidas
me inundan de nuevo bajo sus caricias, su
atenta boca y su cuerpo duro
flanqueando el mío. Mi miedo estaba totalmente
justificado: he vuelto a
perderme en él.
Gimoteo cuando aparta los labios y se sienta
sobre los talones antes de
quitarme los pantalones cortos con la mano
sana y llevarse las bragas con
ellos.
—Necesitas un recordatorio —dice mirándome.
—Esto no es el modo convencional.
—Así es como yo hago las cosas, Ava. —Tira mis
pantalones y mis
bragas a un lado, me levanta y junta su boca
con la mía—. Necesitamos
hacer las paces.
No puedo resistirme más. Clavo los dedos en la
goma de sus bóxeres y
lo beso con más fuerza mientras se los bajo
por las caderas. Deja escapar
un largo gemido y vuelve a tumbarme en la
cama, lo que hace que tenga
que soltar los calzoncillos, así que pongo un
pie en el elástico y estiro la
pierna para bajarlos del todo. Está medio
acostado sobre mí, con su cuerpo
duro y esbelto sobre el mío, y reclama mi
boca, apretándose con más
fuerza contra mí.
Enrosco los dedos en su pelo y saboreo la
fricción de su barba de
varios días contra mi cara. Está demasiado
larga para raspar, así que es
más bien como un cepillo suave que se desliza
por mi rostro.
Separa nuestras bocas y entierra la cara en mi
pelo mientras me coge
del sexo y asciende con la palma de la mano al
centro de mi cuerpo, pasa
despacio por mi estómago y, poco a poco, la
mueve entre mis pechos para
terminar en mi cuello.
—Te he echado de menos, nena —susurra contra
mi cuello—. Te he
echado mucho de menos.
—Yo también te he echado de menos. —Le abrazo
la cabeza. Me
siento envuelta en su energía, aunque él ahora
no esté fuerte. Me siento
segura y protegida pero soy consciente de que
en este momento la
cuidadora soy yo. También me siento abrumada,
completamente
sobrepasada por la intensidad de mis
sentimientos hacia este hombre lleno
de problemas.
Se mueve para que mis muslos lo acunen y
pronto noto la cabeza
húmeda y resbaladiza de su erección matutina
apretándose contra mí. Mi
mente es un revoltijo de pensamientos
contradictorios, pero entonces se
apoya en los brazos y me observa, como si
fuera lo único que hay en el
mundo. Nuestras miradas se funden y dicen más
de lo que las palabras
podrían expresar nunca. Cojo su bello rostro
entre mis manos.
—Gracias por volver a mí —me susurra cuando lo
miro a los ojos y
me ahogo en ellos. La emoción inunda todo mi
ser.
Le paso el pulgar por los labios húmedos y lo
deslizo en el interior de
su boca. Lo saco despacio y lo dejo en el
borde de su labio inferior. Le da
un beso en la punta y me sonríe mientras
levanta las caderas, sin dejar de
mirarme, y mi pelvis se recoloca para
recibirlo.
Suspiro de puro placer, un placer sin
remordimientos, cuando
despacio, sin prisa y con devoción, se desliza
dentro de mí. Cierro los ojos
y lo cojo de la nuca cuando me llena del todo.
Se queda quieto, palpitando
y latiendo en mi interior. Su respiración
cambia de inmediato y pasa a ser
rápida y brusca. Es un rasgo conocido; está
esforzándose por mantener el
control.
—Mírame —me exige entre jadeo y jadeo. Me
fuerzo a abrir los ojos
y gimo un poco cuando lo noto moverse dentro
de mí—. Te quiero —
susurra con la voz quebrada.
Cojo aire al oír las palabras que necesitaba
escuchar
desesperadamente desde hace tanto tiempo, pero
¿acaso cree que es eso lo
único que quiero oír? ¿Cree que con eso basta?
—No, Jesse. —Cierro los ojos y aparto las
manos de su nuca.
—Ava, mírame —me exige bruscamente. Abro los
ojos, llorosos, y
miro su rostro, serio y carente de expresión—.
Llevo todo el tiempo
diciéndote lo que siento.
—No, no lo has hecho. Me robabas el móvil e
intentabas controlarme
—respondo.
Se mueve en círculos dentro de mí y, de
inmediato, ambos soltamos
un gemido.
—Ava, nunca antes me he sentido así. —Se sale
y luego vuelve a
meterse más adentro, más hacia arriba.
Intento poner orden en mis pensamientos
dispersos pero nuevamente
se me escapa un gemido.
—Llevo toda la vida rodeado de mujeres
desnudas que no se respetan
a sí mismas. —Pone la mano en la mía y me
sujeta de las muñecas, cada
una a un lado de mi cabeza.
«Embestida.»
—¡Jesse!
—Tú no eres como ellas, Ava.
«Embestida.»
—¡Ay, Dios!
Sale y vuelve a embestir.
—¡Jesús! —Toma unas cuantas bocanadas
profundas—. Eres mía y
sólo mía, nena. Sólo para mis ojos, sólo para
mis caricias y sólo para mi
placer. Sólo mía. ¿Me has entendido?
Se retira y vuelve a entrar, lentamente, en
mí.
—¿Y qué hay de ti? ¿Tú también eres sólo mío?
—pregunto mientras
muevo las caderas para capturar la deliciosa
penetración.
—Sólo tuyo, Ava. Dime que me quieres.
—¡¿Qué?! —chillo ante sus fuertes embestidas.
—Ya me has oído —dice en voz baja—. No hagas
que te folle hasta
que lo digas, cielo.
Estoy estupefacta. Me estoy derritiendo debajo
de él, incapacitada de
placer, ¿y me exige que le diga que lo quiero?
Lo quiero pero ¿debería
confesárselo bajo presión? Aunque es justo lo
que esperaba. Ha estado
intentando convertirme en lo contrario de lo
que conoce: hacía que fuera
tapada, no me dejaba beber, insistía en que
llevara delicado encaje en vez
de frío cuero... Pero ¿qué hay del sexo?
—Ava, contéstame. —Empuja más hondo y se mueve
con firmeza.
Una gota de sudor le cruza la frente—. No te
lo guardes para ti.
Sus palabras caen como un rayo. ¿Que me lo
guardo? Ya ha intentado
sonsacarme antes lo que siento por él a base
de sexo: fue en el baño, el
sábado pasado, cuando me penetró una y otra
vez exigiéndome que lo
dijera. Creía que lo que buscaba era que le
asegurara que no iba a
marcharme. Me equivoqué. ¿Cómo lo supo?
Otra rotación perfecta y mis músculos internos
empiezan a tener
espasmos, a temblar y a abrirse camino paso a
paso hacia el epicentro de
mis terminaciones nerviosas. Se me tensan las
piernas.
—¿Cómo lo has sabido? —pregunto echando la
cabeza hacia atrás de
desesperación, mental y física.
—Maldita sea, Ava, mírame. —Otro embate, pleno
y duro, y abro los
ojos.
—¡Te quiero! —grita, y enfatiza las palabras
con una retirada lenta y
un ataque rápido y duro de sus caderas.
—¡Yo también te quiero! —grito las palabras
que me ha sacado a
golpes.
Deja de moverse por completo, nuestras
respiraciones rápidas y
frenéticas, y me sujeta las muñecas a cada
lado de la cabeza. Me mira.
—Te quiero tanto, joder. No pensé que fuera
posible.
Sus palabras me penetran hasta lo más hondo,
la intensidad de nuestra
unión me acelera el corazón, aún más cuando me
mira, con lágrimas en los
ojos.
Me sonríe un poco y se retira despacio.
—Ahora vamos a hacer el amor —dice en voz
baja, meciéndose con
suavidad dentro de mí y capturando mis labios
en un beso lento y sensual,
cargado de significado. Me suelta las muñecas
y mis manos vuelan a su
espalda, donde resbalan en su piel mojada.
Su táctica ha cambiado por completo. Despacio,
sin prisa, entra y sale
de mí, me empuja hacia una euforia total
mientras yo me aferro a su
espalda todo lo fuerte que soy capaz. El sexo
con Jesse siempre ha sido
incomparable, pero este momento tiene un poder
significativo que jamás
creí posible. Me quiere.
Lucho por mantener mis emociones a raya cuando
se aparta y pega la
cara a la mía, nariz con nariz, la mirada
llena de emoción. Me derrito. La
consistencia de sus embestidas, profundas y
controladas, hace que tiemble
y me tense, y mi sexo se convulsiona y se
aferra a su miembro con cada
penetración. El velo de sudor en su frente se
hace más denso por la
concentración, y me indica que él también está
al borde del precipicio.
Levanto un poco las caderas en una entrada y
gimo cuando me llena a más
no poder. La sensación de su tempo, rítmico y
meticuloso, hace que quiera
cerrar los ojos con fuerza, pero no puedo
apartarlos de los suyos.
—Juntos —dice. Su aliento cálido me cubre la
cara.
—Sí —jadeo, y noto cómo se expande y palpita
preparando su
descarga.
—Cielos, Ava. —Una bocanada de aire escapa de
entre sus labios y su
cuerpo se tensa, pero no aparta los ojos de
los míos.
Mi espalda se arquea en un acto reflejo cuando
la espiral de placer
llega al clímax y me envía temblando a un
huracán de sensaciones
incontrolables. Grito de desesperación y de
placer, con el cuerpo
tembloroso entre sus brazos. Cierro los ojos
para contener las lágrimas que
se han acumulado a medida que mi orgasmo
empieza a desvanecerse, lento
y perezoso, bajo sus caricias, continuadas y
uniformes.
—Los ojos —me ordena con dulzura, y yo
obedezco y los abro de
nuevo.
Lanza un profundo gemido y tenso todos los
músculos de mi sexo
para abrazarlo y extraerle su descarga. ¿Cómo
lo hace para mantener la
cabeza levantada y los ojos abiertos? Puedo
ver la batalla que está librando
con su instinto, que le dice que me penetre y
eche la cabeza hacia atrás,
pero sostiene con rienda firme el control, y
entonces casi se puede oír su
repentina descarga cuando sus mejillas se
hinchan y se introduce dentro de
mí, largo y duro, y se mantiene ahí; mis
músculos obligan a su erección
palpitante a continuar con sus constricciones
lentas mientras se vacía en mi
interior.
—Te quiero —le digo cuando me mira, con el
pecho oscilando arriba
y abajo. Ya está. Ahí lo dejo. Mis cartas
están sobre la mesa y,
técnicamente, ésa no me la ha sacado follando.
Sus labios encuentran los míos.
—Ya lo sé, nena.
—¿Cómo lo sabes? —pregunto, porque soy
consciente de que no se lo
he dicho nunca. Lo he gritado en mi cabeza mil
veces pero nunca lo he
dicho en voz alta.
—Me lo dijiste cuando estabas borracha
—sonríe—. Después de que
te enseñara a bailar.
Hago un rápido repaso mental de la noche en la
que me emborraché
como una cuba y volví a ceder ante sus
insistentes avances. Hay que tener
en cuenta que no recuerdo gran cosa desde que
Jesse me sacó del bar.
Estaba muy pedo, y eso también fue por su
culpa.
—No me acuerdo —confieso. Me siento como una
idiota.
—Ya lo sé. —Mueve las caderas.
Suspiro.
—Fue de lo más frustrante.
Todo vuelve de repente. En verdad estaba
intentando hacerme
confesar que lo quería a base de sexo. Me
observa mientras coloco las
piezas en su sitio y su boca dibuja una
pequeña sonrisa.
—Lo has sabido siempre —digo en voz baja.
«Los niños y los borrachos...»
¿He pasado días y días dándole vueltas y
resulta que él lo sabía desde
el principio? ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por
qué no habló conmigo en vez
de intentar sonsacármelo a polvos? Las cosas
habrían sido muy distintas.
Su sonrisa desaparece, la reemplaza una
expresión de estoicismo.
—Estabas borracha. Quería oírtelo decir
estando sobria. Cuando las
mujeres se emborrachan siempre me confiesan
amor eterno.
—¿De verdad?
Casi se echa a reír.
—Pues sí. —Me mira—. No estaba seguro de si
aún me querías
después de... —Se muerde con ganas el labio
inferior—. En fin, después de
mi pequeño ataque de nervios.
Me parto de risa por dentro. ¿«Pequeño ataque
de nervios»? Por Dios,
¿cómo será entonces uno grande? ¿Y las mujeres
le dicen que lo quieren?
¿Qué mujeres, y cuántas se lo han dicho?
Compongo una mueca de asco.
No me gusta nada el rencor que siento hacia cualquier
otra mujer que lo
ame o lo haya amado. Necesito quitarme esas
ideas de la cabeza cuanto
antes. No puede salir nada bueno del hecho de
enterarme de esas cosas.
—Te quiero —enfatizo mis palabras, las murmuro
casi entre dientes,
como si estuviera diciéndoselo a todas esas
mujeres que también afirman
amarlo. Siento que su cuerpo se relaja antes
de continuar trazando lentos
círculos dentro de mí.
Lo aprieto más y envuelvo su cuerpo con el
mío. Me he quitado un
peso de encima, pero entonces caigo en la cuenta:
estoy enamorada de un
hombre y no tengo ni idea de la edad que
tiene.
—¿Cuántos años tienes, Jesse?
Levanta la cabeza y veo que los engranajes de
su mente se ponen en
movimiento. Sé que está pensando si debería
decirme su edad real y parar
de una vez con las estúpidas evasivas.
—No me acuerdo. —Frunce el ceño.
Ah, creo que puedo sacar partido de esto. Creo
que estábamos ya en la
treintena.
—Estábamos en treinta y tres —lo informo.
Me sonríe.
—Deberíamos empezar otra vez.
—¡No! —Tiro de su cara y restriego la nariz
por su cuello sin afeitar
—. Íbamos por treinta y tres.
—Mientes fatal, nena. —Se ríe y me da un beso
de esquimal—. Me
gusta este juego. Creo que deberíamos empezar
otra vez. Tengo dieciocho
años.
—¡Dieciocho!
—No juegues conmigo, Ava.
—¿Por qué no me dices cuántos años tienes y
punto? —pregunto con
exasperación. De verdad que no me importa.
Tiene cuarenta años como
mucho.
—Treinta y uno.
Me revuelvo debajo de él. Se acuerda
perfectamente.
—¿Cuántos años tienes?
—Te lo acabo de decir: treinta y uno.
Lo miro enfadada y una de las comisuras de sus
labios empieza a
formar una especie de sonrisa.
—Sólo es un número —lloriqueo—. Si me
preguntas cualquier cosa
en el futuro, no te contestaré, o al menos, no
te diré la verdad —amenazo.
La especie de sonrisa desaparece en un
santiamén.
—Ya sé todo lo que necesito saber sobre ti. Sé
lo que sientes, y nada
de lo que me digas me hará sentir de otro
modo. Ojalá tú sintieras lo
mismo.
¡Eso es pasarse de la raya! No cambiaría para
nada lo que siento por
él. Tengo curiosidad, eso es todo. Ojalá me lo
dijera y ya está. Ya me
distraen bastante él y su complicada forma de
ser. Ni siquiera hemos
hablado aún, pero me siento mucho mejor. Ya no
me noto vacía.
—Dijiste que saldría corriendo si lo supiera
—le recuerdo—, pero no
voy a ir a ninguna parte.
Se ríe.
—Claro que no. —Lo dice muy seguro—. Ava, has
visto lo peor de mí
y no has salido huyendo. Bueno, saliste
huyendo pero luego volviste. —Me
besa en la frente—. ¿De verdad crees que me
preocupa mi edad?
—Entonces ¿por qué no me la dices? —pregunto,
exasperada.
—Porque me gusta este juego. —Vuelve a darme
besos de esquimal
en el cuello.
Mi pecho se levanta con un hondo suspiro y le
aprieto más el brazo,
los hombros bañados en sudor y mis muslos
alrededor de sus firmes
caderas.
—Pues a mí no —gruño, y hundo la cara en su
cuello para inhalarlo
entero. Exhalo satisfecha y recorro con los
dedos su espalda tersa.
Yacemos en silencio y completamente sumidos el
uno en el otro
durante mucho tiempo, pero de pronto noto que
su cuerpo tiembla y me
saca de mi ensimismamiento (estaba pensando en
lo que nos deparará el
futuro).
Su cuerpo tembloroso me recuerda el desafío
más difícil de todos.
—¿Estás bien? —pregunto, nerviosa. ¿Qué debo
hacer?
Me abraza con fuerza.
—Sí. ¿Qué hora es?
Buena pregunta. ¿Qué hora será? Espero no
haberme perdido la
llamada de Dan. Me revuelvo debajo de Jesse y
él gime contra mi cuello.
—Iré a ver.
—No. Estoy muy a gusto —se queja—. Y tampoco
es tan tarde.
—Tardo dos segundos.
Gruñe y se levanta ligeramente para que yo
pueda escabullirme y
luego separa el cuerpo del mío y se tumba boca
arriba sobre el colchón.
Salto de la cama y cojo mi móvil. Son las
nueve en punto, y Dan no ha
llamado. Qué alivio. Aunque tengo doce
llamadas perdidas de Jesse.
¿Eh? Vuelvo al dormitorio y veo que está
sentado en la cama, apoyado
en la cabecera, en cueros y sin ningún pudor.
Me miro. Yo también estoy
desnuda.
—Tengo doce llamadas perdidas tuyas —digo,
confusa, al tiempo que
le muestro mi teléfono.
En su rostro aparece una mirada de
desaprobación.
—No podía localizarte. Pensé que te habías
marchado. Tuve cien
infartos en diez minutos, Ava. ¿Qué hacías en
el otro dormitorio? —Me
lanza una mirada acusadora.
—No sabía en qué punto estábamos —digo; es mejor
ser sincera.
—¿Eso qué significa? —pregunta con
escepticismo.
Parece ofendido. ¿Acaso ha olvidado nuestra
pequeña discusión del
domingo?
—Jesse, la última vez que te vi, eras un
extraño que me dijo que yo
era una calientabraguetas y que te había
causado un daño indescriptible.
Perdóname por no tenerlas todas conmigo.
Su cara de ofendido desaparece al instante. La
de ahora es de
arrepentimiento.
—Lo siento. No lo decía de verdad.
—Ya —suspiro.
—Ven. —Da unas palmaditas sobre el colchón y
me meto en la cama
a su lado. Estamos de costado, mirándonos a la
cara, usando el antebrazo a
modo de almohada.
—No volverás a ver a ese hombre.
Eso espero, aunque no lo tengo tan claro como
él. Una copa y podría
encontrarme ante el bruto amenazador que, la
verdad, no me gusta un pelo.
—¿No volverás a beber nunca? —pregunto con
nerviosismo. Es tan
buen momento como cualquier otro para
conseguir la información que
necesito.
—No. —Lleva el dedo índice a mi pelvis y
empieza a dibujar círculos.
Me estremezco.
—¿Nunca?
Se detiene sin terminar de completar el
círculo.
—Nunca, Ava. Lo único que necesito es a ti y
que tú me necesites a
mí. Nada más.
Frunzo el ceño.
—Ya hiciste que te necesitara y luego me
destruiste —digo con
calma. No quiero hacer que se sienta culpable,
pero ésa es la verdad. Noto
que vuelvo a estar cerca de necesitarlo, tras
haber hecho el amor sólo una
vez, y la verdad es que yo no quería volver a
caer en eso.
Se acerca más a mí, de tal modo que las puntas
de nuestras narices
están a punto de tocarse, y su aliento, tibio
y mentolado, me cubre la cara.
—Nunca te haré daño.
—Eso ya lo dijiste antes —le recuerdo. Sí, la
última vez dijo que no
me haría daño a propósito, cosa preocupante,
pero aun así lo dijo.
—Ava, la idea de verte sufrir, emocional o
físicamente, me resulta
insoportable. No tengo palabras. Me vuelvo
loco sólo de pensarlo. Me dan
ganas de clavarme un cuchillo en el corazón
por lo que te he hecho.
—Eso es demasiado, ¿no crees? —le suelto,
atónita.
Me mira enfadado.
—Es la verdad, igual que lo es que me pongo
violento sólo de
imaginar que otro hombre te desee. —Niega con
la cabeza como si
estuviera intentando borrar las imágenes que
aparecen en su mente—. Lo
digo completamente en serio.
Ay, Dios. Es cierto: lo dice muy en serio.
Tiene la cara larga y la
mandíbula apretada.
—No puedes controlarlo todo —replico con el
ceño fruncido.
—En lo que a ti respecta, haré todo lo
posible, Ava. Ya te lo he dicho:
te he estado esperando demasiado tiempo. Eres
mi pequeño pedacito de
cielo. Nada te apartará de mi lado. —Y pega
los labios a los míos como
para rubricar su declaración—. Mientras te
tenga a ti, tendré un propósito y
una razón de ser. Por eso no voy a beber, y
por eso haré todo cuanto esté en
mi mano para mantenerte a salvo. ¿Lo
entiendes?
Pues la verdad es que creo que no, pero
asiento de todos modos. La
determinación y la convicción con que lo dice
son impresionantes, pero
ambiciosas hasta rozar lo ridículo. ¿Qué cree
que va a pasarme? No puede
llevarme pegada a sus pantalones eternamente.
Loco.
Le paso el pulgar por la línea irregular de la
cicatriz.
—¿Cómo te la hiciste? —Pruebo suerte. Soy
consciente de que no va
a contestarme y sé que es un tema tabú, pero
necesito obtener toda la
información que pueda. Ya sé lo peor de él,
así que esto no puede serlo aún
más.
Mira mi mano sobre su cicatriz y suspira.
—Estás preguntona esta mañana.
—Sí —concedo. Es verdad.
—Ya te lo dije. No me gusta hablar del tema.
—Eres tú el que se guarda cosas —lo acuso. Se
tumba sobre la
espalda con un profundo suspiro y se tapa la
cara con el brazo. Ah, no, no
va a darme la callada por respuesta esta vez.
Me monto sobre sus caderas y
le aparto el brazo—. ¿Por qué no quieres
contarme cómo te hiciste la
cicatriz?
—Porque es mi pasado, Ava, y revolcarse en el
fango no es la mejor
manera de limpiarse. No quiero que nada afecte
a mi futuro.
—No lo hará. No importa lo que me cuentes, te
seguiré queriendo. —
¿Es que no lo entiende?
Frunzo el ceño cuando sonríe.
—Lo sé —dice, un pelín demasiado confiado.
Está muy seguro de sí
mismo esta mañana—. Ya me lo dijiste cuando no
sentías las piernas —
añade.
¿Eso dije también? No me acuerdo. Ya veo que
le dije muchas cosas
cuando estaba pedo.
—Entonces ¿por qué no me lo cuentas?
Pone las manos allá donde se unen mis muslos.
—Si no va a cambiar lo que sientes por mí, no
tiene sentido llenar tu
linda cabecita de feos pensamientos. —Levanta
las cejas—. ¿No crees?
—Cuando me pidas que te cuente algo, no pienso
hacerlo —respondo,
enfadada.
—Eso ya lo has dicho.
Se sienta y une nuestros labios. Mis brazos lo
rodean de forma
mecánica, pero entonces me viene otra cosa a
la cabeza.
—¿Descubriste por qué las puertas de hierro y
principal de La
Mansión estaban abiertas? —Intento con todas
mis fuerzas que no parezca
que le doy importancia.
—¿Qué? —Se aparta de mí, perplejo.
—Cuando fui el domingo a La Mansión, las
puertas se accionaron sin
llamar al portero automático, y la puerta
principal estaba entreabierta. —
Sé que fue ella.
—Ah. Por lo visto las puertas se estropearon.
Sarah ya lo ha arreglado.
—Vuelve a besarme.
—Qué oportuno. ¿Y la puerta principal también
estaba averiada? —
inquiero con sarcasmo. Yo sé lo que pasó: la
muy viva interceptó mi
mensaje y acarició la idea de que yo
apareciera sin avisar y descubriera las
delicias de La Mansión.
—La ironía no te pega, señorita —me regaña,
pero me da igual.
Esa mujer es una hipócrita y una arpía. De
repente, me siento llena de
determinación, aunque Jesse me da un poco de
pena. ¿De verdad cree que
es su amiga? ¿Debería compartir con él mi veredicto?
—¿Qué te apetece hacer hoy? —pregunta.
¡Mierda! Hoy he quedado con Dan y no puedo
llevar a Jesse conmigo.
¿Qué impresión se llevaría? No puedo
presentárselo, dado que Dan es un
hermano mayor protector y Jesse tiene
tendencia a pisotear a la gente.
¿Cómo voy a salir de ésta?
—Pues hay algo que debo hacer...
En ese instante suena su móvil, lo que pone
fin a mi anuncio.
—Por Dios —maldice Jesse levantándome de su
regazo y dejándome
sobre la cama.
Coge el teléfono y contesta antes de salir del
dormitorio.
—¿John? —Parece un poco impaciente.
Me tumbo en la cama y visualizo las formas en
las que podría darle la
noticia de que tengo que ver a Dan. Lo
entenderá.
—Debo ir a La Mansión —dice, tajante, de
vuelta a la habitación y
camino del cuarto de baño.
¿Otra vez? Ni siquiera le he preguntado qué lo
obligó a ir anoche, y
caigo en la cuenta de que Kate no me ha
devuelto las llamadas.
—¿Va todo bien? —pregunto. Parece muy
enfadado.
—Todo irá bien. Vístete.
«¿Qué?»
¡Ah, no! ¡No pienso ir a ese lugar! Todavía
tengo que hacerme a la
idea de todo. No puede obligarme a ir. Oigo el
agua de la ducha y me
pongo de pie de un salto para explicarle mis
reticencias. Entro en el baño y
lo encuentro ya metido en la ducha. Me sonríe
y hace un gesto para que me
una a él. Entro y cojo la esponja y el jabón,
pero me los quita de las manos,
echa gel en la esponja, hace que me vuelva de
espaldas y empieza a
enjabonarme. Me quedo de pie en silencio,
rebuscando en mi cerebro una
forma de abordar el asunto, mientras él
desliza la esponja lentamente por
mi cuerpo. Espero que no le dé una rabieta
cuando le diga que no estoy
dispuesta a ir.
—¿Jesse?
Me da un beso en el omoplato.
—¿Ava?
—De verdad que no quiero ir —suelto del tirón,
y entonces me echo la
bronca a mí misma por no haber tenido un poco
más de tacto.
Hace una pausa con los círculos de espuma unos
segundos, luego
continúa.
—¿Puedo preguntarte por qué?
No puede ser que sea tan insensible como para
tener que hacerme esa
pregunta. Debería ser obvio por qué no quiero
ir. Además, antes de saber lo
que ocurría allí, tampoco quería ir, aunque
entonces era por culpa de cierta
bestia de lengua viperina y labios carnosos.
Ahora ella ya no me molesta
tanto, a pesar de que todavía no hemos hablado
de su pequeña intromisión
en la vida de Jesse. Ése es otro tema más de
los que tenemos que discutir.
—¿No puedes darme un tiempo para que me
acostumbre? —pregunto,
nerviosa. Mentalmente le suplico que lo
entienda y sea razonable.
Él suspira y me pasa el brazo por los hombros,
atrayéndome hacia su
pecho.—
Lo entiendo.
¿De verdad?
Me da un beso en la sien.
—No lo vas a evitar toda la vida, ¿verdad?
Sigo queriendo esos
diseños para mis nuevas habitaciones.
Me sorprende que sea tan razonable. Ni
preguntas, ni pasar por
encima de lo que yo quiero, ni polvo de entrar
en razón... ¿Está de acuerdo?
Eso es bueno. ¿Y el ala nueva? Ni me acordaba
de ella, pero tiene razón.
No puedo evitar ese lugar toda la vida.
—No. Además, tendré que ir a supervisar las
obras cuando hayamos
terminado con los diseños.
—Bien.
—¿Qué ocurre en La Mansión?
Me suelta los hombros y empieza a lavarme el
pelo con su champú
para hombres.
—La policía apareció anoche —dice como si no
fuera con él.
Me tenso de pies a cabeza.
—¿Por qué?
—Algún idiota que quería gastar bromas. La
policía llamó a John esta
mañana para concertar un par de entrevistas.
No puedo escaquearme.
Me da media vuelta y me coloca bajo el agua de
la ducha para
aclararme el pelo.
—Lo siento.
—No pasa nada —lo consuelo. No voy a
explicarle por qué no pasa
nada. Ahora puedo quedar con Dan sin
preocuparme por la costumbre de
Jesse de pasar por encima de la gente—. Kate
estaba en la mansión anoche.
—La preocupación es evidente en mi voz.
—Lo sé —levanta una ceja—. Fue toda una
sorpresa.
—¿Estaba bien?
—Sí. —Me besa en la nariz y me da un azote en
el trasero—. Fuera de
aquí.
Salgo de la ducha, dispuesta a secarme y a
usar el cepillo de dientes
de Jesse después de que él lo haya usado. Soy
demasiado vaga para cruzar
el descansillo y coger el mío. Entro en el
dormitorio y él ya está listo,
guapísimo con unos vaqueros viejos y una
camiseta blanca, aunque sigue
sin afeitar.
—Me voy. —Me cubre la cara de besos—. Ponte
encaje para cuando
venga.Me guiña el ojo y se va.
No pierdo un instante. Cojo mi móvil y llamo a
Dan. Quedamos en
Almundo’s, una pequeña cafetería en Covent
Garden. Cruzo corriendo el
descansillo, me visto en tiempo récord, me
seco el pelo y me lo recojo con
unas horquillas a toda velocidad, y llamo a
Clive para que me pida un taxi.
Estoy supercontenta.
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