Capítulo
6
Cuando entro en Almundo’s recorro con la
mirada la cara de la gente que
disfruta de su desayuno de domingo y veo a Dan
sentado en un rincón, con
el rostro hundido en el periódico dominical.
Tiene un aspecto fenomenal,
bronceado y guapísimo. Cruzo el café a toda
velocidad y me echo a sus
brazos.—
¡Pero bueno! —Se echa a reír—. ¿Es que te
alegras de verme?
Me abraza a su vez mientras yo estoy
totalmente encima de él. Estoy
tan contenta de verlo que toda la
anticipación, el estrés y la emoción de las
últimas semanas vuelven a desbordarme.
—Oye, nada de eso —me regaña.
—Lo siento. —Aparto la cara de su pecho y me
siento a su lado.
Me coge la mano.
—Sécate las lágrimas, anda —me sonríe—. Es lo
mejor que te ha
podido pasar en la vida. Estás mejor sin él.
Vaya, ¿se cree que estoy llorando por Matt?
¿Dejo que siga en la
ignorancia? La alternativa sería contarle todo
lo demás, y eso no puedo
hacerlo. Nos tiraríamos aquí un mes entero. Me
seco las lágrimas.
—Lo sé. Han sido unas semanas de mierda. Estoy
bien, de veras.
—Olvídate de él y sigue con tu vida. Tienes
que recuperar el tiempo
perdido. —Me pasa la mano por el brazo con
afecto—. ¿Qué hay de ese
tipo que tiene a Matt lloriqueando?
Mierda, esperaba evitar cualquier pregunta
relacionada con Jesse. Me
hacía ilusiones, claro.
—Se llama Jesse. No es nada. Sólo es un amigo.
—¿Sólo un amigo? —Me mira en absoluto
convencido, y yo me llevo
la mano a un mechón suelto de mi recogido.
—Sólo un amigo —repito sacudiendo la cabeza—.
Kate tuvo un
momento tenso con Matt y pensó que lo haría
callar si exageraba un poco
la verdad.
—Conque hay parte de verdad... —Me observa,
inquisitivo.
—No. —Necesito cambiar de tema—. ¿Cómo están
mamá y papá?
Me dirige una mirada de advertencia.
—Amenazan con venir a visitarte y dejarte como
nueva. Mamá dijo
algo de un extraño que respondía a tu móvil la
semana pasada. Imagino que
él es esa «verdad exagerada», ¿no?
Vale, mis maniobras de distracción han
fracasado miserablemente.
—Sí, sí. ¿Podemos cambiar de tema, por favor?
—sueno molesta.
Dan levanta las manos en un gesto defensivo.
—Vale, vale. Sólo te digo que te andes con
cuidado, Ava.
Me hundo en la silla y pienso qué opinarían
mis padres de Jesse. No
les gustaría, ni siquiera aunque no tuviera
ningún problema con la bebida y
La Mansión. Es evidente que es mayor que yo.
Puede que le salgan los
billetes por las orejas, pero eso no va a
impresionar a mis padres, y el
hecho de que le guste pasar por encima de
quien sea de vez en cuando
tampoco ayuda. Me es casi imposible disimular
la frustración cuando se
porta como un crío. Aunque quizá lo rápidamente
que ha aceptado mi
negativa de acompañarlo a La Mansión esta
mañana sea el cambio que he
estado esperando.
Pedimos café, agua y unas pastas, y charlamos
sobre el trabajo de
Dan, sobre Australia y sobre sus planes para
el futuro. Le va bien. Su
amigo está ampliando la escuela de surf y
quiere que Dan sea su socio. Me
alegro por él pero, por motivos egoístas, por
dentro me siento un poco
decepcionada. No parece que vaya a volver a
Inglaterra.
—¿Qué tal está Kate? —pregunta mientras
mordisquea las esquinas
de su bollo y finge un desinterés total.
Debería abstenerme de mencionar a Sam. No creo
que a Dan le guste
ese detalle. De repente me acuerdo de que no
me he tomado la píldora, y
empiezo a rebuscar en mi bolso.
—Sigue siendo Kate —digo como si nada, a pesar
de que me siento
muy incómoda hablando de ella con Dan. No me
parece bien—. ¿Y tú?
¿Alguna chica a la vista? —pregunto arqueando
una ceja mientras dejo el
café y cojo el agua.
—No —sonríe—. Al menos, no hay ninguna
permanente.
Ya me imagino. Estoy a punto de soltarle la
charla sobre el ir de flor
en flor cuando mi móvil empieza a bailar sobre
la mesa y Sweet disposition
de Temple Trap suena a todo volumen. Sonrío.
¿Está intentando ser
gracioso? Doy las gracias porque Jesse haya
cambiado el tono asignado a
su número, pero necesito hablar con él sobre
su manía de hacer lo que le da
la gana con mi móvil.
Sólo es la una en punto. Pensé que tardaría
más, pero quizá siga en La
Mansión y sólo esté llamando para ver cómo
estoy.
—¡Me encanta esa canción! —exclama Dan—.
Déjalo sonar.
Y empieza a cantar, haciéndome reír.
—Tengo que contestar.
Me levanto de la mesa con el móvil y Dan
frunce el ceño. Sé que va a
sospechar si me retiro para atender la
llamada. Diré que era Kate.
Salgo a la luz del sol.
—Hola —digo con alegría.
—¿Dónde coño estás? —brama Jesse por teléfono.
Lo aparto de mis tímpanos. Ya está exagerando.
—Cálmate. Estoy con mi hermano.
—¿Que me calme? ¡Vuelvo a casa y me encuentro
con que has salido
huyendo!
—¡Deja de gritarme, joder! —¿De verdad es
necesario?
Ese hombre es imposible. Yo no dije que fuera
a esperarlo sentada.
Por Dios santo, estoy en caída libre, a punto
de estrellarme contra el suelo
después de que me hayan echado de mala manera
del séptimo cielo de
Jesse. Pongo los ojos en blanco de pura
desesperación.
—No he salido huyendo. He ido a ver a mi
hermano, que ha vuelto de
Australia —le cuento con calma—. Iba a quedar
con él ayer, pero me
entretuvieron en otra parte. —No era mi
intención ser sarcástica, pero me
sale solo.
—Disculpa las molestias —sisea.
—¿Perdona? —Su hostilidad me deja atónita.
—¿Cuánto vas a tardar? —Su tono de voz no ha
cambiado, sigue
siendo el de un capullo. Es posible que me
vaya a casa de Kate. No estoy
lista para que me arranquen la piel a tiras
por haber quedado con mi
hermano.
—Le he dicho que pasaría el día con él.
—¡Todo el día! —grita—. ¿Por qué no me lo has
contado?
¿Por qué? ¡Pues porque sabía que me fastidiaría
el plan!
—Tu móvil me interrumpió, y estabas muy
ocupado con los
problemas en La Mansión —le espeto.
Se hace el silencio al otro lado del auricular
pero todavía lo oigo
respirar trabajosamente. Imagino que ha estado
corriendo por el ático,
buscándome por todas partes. Demonios, esto va
a ser muy difícil. Ese
cambio que yo creía que se había producido
acaba de ser borrado del mapa
de un plumazo.
—¿Dónde estás? —Su tono se ha suavizado un
poco, aunque es
evidente que sigue molesto por mi salida
secreta.
—En una cafetería.
—¿Dónde?
¡Ni de coña se lo voy a decir! Lo tendría aquí
en un santiamén. Lo sé.
Y luego me tocaría a mí explicarle a Dan quién
es y de dónde ha salido.
—Eso no importa. Volveré a tu casa cuando
termine.
—Vuelve a mí, Ava —dice, y no me cabe duda de
que se trata de una
orden. Relajo los hombros.
—Lo haré.
Nos quedamos en silencio y de repente me
acuerdo de que hay una
pequeña parte de Jesse que me saca de quicio.
¿De verdad deseaba volver a
todo esto?
—¿Ava?
—Sigo aquí.
—Te quiero. —Lo dice con dulzura, pero suena
forzado. Sé que quiere
pelea y le gustaría arrastrarme de vuelta al
Lusso, y no puede hacerlo si no
estoy localizable.
—Lo sé, Jesse. —Cuelgo y respiro tranquila y
agotada.
Estoy empezando a desear no haber descubierto
el problema de Jesse
con la bebida, ese al que todo el mundo parece
no darle ninguna
importancia. Yo, por otra parte, me preocupo
como una idiota por temor a
empujarlo a que vuelva a empinar el codo.
Siempre he defendido que saber
es poder, pero ahora mismo preferiría lo de
que la ignorancia es una
bendición. Así podría colgarle a ese hombre
controlador y exigente y
dejarlo con su cabreo. Pero ahora lo sé, le he
colgado y me preocupa
haberlo dejado con la botella de vodka en las
manos.
—¿Va todo bien?
Me vuelvo y veo a Dan, que se acerca con mi
bolso. Le sonrío.
—Sí.
—Ya he pagado la cuenta. Ten. —Me pasa el
bolso.
—Gracias.
—¿Estás bien? —pregunta frunciendo el ceño.
Pues la verdad es que no. La «verdad
exagerada» está poniendo a
prueba mi paciencia.
—Estoy bien. —Pongo cara de alegría—. ¿Adónde
te apetece que
vayamos?
—¿Al Tussaud? —pregunta con una amplia
sonrisa.
Se la devuelvo.
—Estupendo. Vamos.
Me ofrece el brazo, se lo acepto y echamos a
andar. He perdido la
cuenta de las veces que hemos vagado por las
salas del museo de Madame
Tussaud. Es una tradición. No hay una sola
figura de cera con la que no nos
hayamos hecho una foto. Nos hemos colado en
las zonas restringidas y
hemos hecho de todo con tal de hacernos las
fotos que necesitábamos para
ir actualizando el álbum. Quizá sea infantil,
pero nos gusta.
Hemos pasado un día fantástico. Me he reído
tanto que me duelen las
mejillas. Resulta que las únicas figuras
nuevas en el museo son miembros
de la realeza. Me he hecho una foto con
Guillermo y Catalina, y Dan ha
quedado inmortalizado tocándole las tetas a la
reina. Hemos cenado en
nuestro restaurante favorito de China Town y
nos hemos tomado un par de
copas de vino en un bar. Me he sentido algo
culpable cuando he bebido el
primer sorbo, pero no iba a pedir un vaso de
agua, Dan habría hecho
preguntas. Además, una vez terminada la
primera copa, la segunda ha
entrado con facilidad.
Abrazo a Dan con todas mis fuerzas cuando nos
despedimos en el
metro. —¿Cuándo te vas?
—Dentro de un par de semanas. Mañana me voy a
Manchester a
visitar a los amigos de la universidad, pero
el domingo que viene estaré de
vuelta en Londres, nos veremos antes de que me
vaya, ¿verdad?
Lo suelto.
—Sí. Llámame en cuanto estés aquí otra vez.
—Vale. Cuídate mucho. —Me da un beso en la
mejilla—. Tendré el
móvil conectado por si me necesitas.
—Muy bien —sonrío. Está preocupado.
Se aleja a grandes zancadas y yo deseo que se
quede para siempre.
Nunca lo he necesitado tanto como ahora.
Entro en el vestíbulo del Lusso y veo que
Clive está al teléfono.
Avanzo con decisión hacia el ascensor. No
tengo ganas de hablar.
—Adiós y gracias. ¡Ava! —me grita.
Me detengo y pongo los ojos en blanco antes de
volverme.
—¿Sí?
Cuelga el teléfono y viene hacia mí.
—Ha venido una señora. He intentado llamar al
señor Ward pero no
contestaba. No podía dejarla subir. Era una
señora de mediana edad.
—¿Una señora? —Clive tiene toda mi atención.
—Sí, una mujer guapa con el pelo rubio
ondulado. Ha dicho que era
urgente, pero ya conoces las normas. —Levanta
las cejas.
Vaya si conozco las normas y, por una vez, me
alegro de que las
hiciera respetar. ¿Pelo rubio y ondulado?
Entonces seguro que no era
Sarah.—
¿De qué edad, más o menos?
Se encoge de hombros.
—Unos cuarenta y pocos.
Vale. Sarah no me cae bien, pero no aparenta
tener cuarenta años.
—¿A qué hora ha sido eso, Clive?
Mira el reloj.
—Hace como media hora.
—¿Ha dicho cómo se llamaba?
Frunce el ceño.
—No. La he detenido en la puerta. Quería subir
directamente al ático,
pero cuando no la he dejado pasar y he dicho
que tenía que llamar al señor
Ward ha empezado a contestarme con vaguedades.
—No te preocupes, Clive. Gracias.
Doy media vuelta y sigo hacia el ascensor.
Subo e introduzco el
código. ¿Una señora? ¿Una señora que no da
detalles y que pensaba que
podía subir al ático sin ser anunciada?
Se abren las puertas, salgo y me encuentro con
que la puerta de casa
de Jesse está abierta. ¿Es que no le preocupa
la seguridad? Vale que tiene
un conserje abajo que vigila quién entra y
quién sale las veinticuatro horas
y también un equipo de seguridad, pero no le
iría mal un poco de sentido
común. Cierro la puerta al entrar y me pongo
en guardia al instante. El
equipo de sonido está en marcha. No está tan
alto como la última vez, pero
es la canción lo que me pone nerviosa. Es la
misma que estaba sonando el
domingo pasado, cuando encontré a Jesse
borracho.
Angel.
Corro por el ático, sin apagar la música.
Encontrar a Jesse es más
importante que quitar la canción que me
recuerda a aquel día nefasto. Voy
directa a la terraza pero no está allí. Tiro
el bolso, subo los escalones de
dos en dos y entro en el dormitorio. Nada.
¿Dónde está?
Me entra el pánico pero entonces oigo correr
el agua en el baño. Me
precipito hasta allí y encuentro a Jesse
sentado en el suelo de la ducha.
Sólo lleva puestos los pantalones cortos de
correr, que están empapados y
pegados a sus muslos. Tiene la espalda apoyada
en la fría pared de
azulejos, la cabeza gacha, y está abrazándose
las rodillas mientras el agua
cae encima de él.
Como si notara mi presencia, levanta la cabeza
y me mira a los ojos.
Sonríe un poco pero no puede ocultar el dolor
en la mirada. ¿Cuánto
tiempo llevará así? Suspiro de alivio y de
exasperación antes de meterme
en la ducha, vestida, sentarme en su regazo y
rodearle el cuerpo empapado
con las piernas y los brazos.
Hunde la cabeza en mi cuello.
—Te quiero.
—Lo sé. ¿Cuántas vueltas has dado? —Ya ha
hecho esto antes: corre
por los parques reales para no pensar... en
mí.
—Tres.
—Eso es demasiado —lo regaño. Estamos hablando
de unos cuarenta
kilómetros, no de una carrera rápida para
aliviar el estrés. Su cuerpo no
está lo bastante fuerte para eso.
—Me puse fatal cuando vi que no estabas.
—Ya me he dado cuenta —digo sólo con una pizca
de sarcasmo.
Lleva las manos a mis caderas y va a por mi
pelvis. Doy un salto.
—Deberías habérmelo dicho —añade, muy serio.
Es posible, pero probablemente me habría
chafado los planes, y no
puede irse a correr una maratón cada vez que
estamos unas horas
separados.
—Iba a volver luego —intento darle seguridad—.
No puedo estar
siempre pegada a ti.
Deja escapar un largo suspiro y se hunde más
en mi cuello.
—Ojalá lo estuvieras —gruñe—. Has bebido.
De repente me siento rara e incómoda.
—¿Has comido? —No se me ocurre qué otra cosa
decir. Habrá
quemado un millón de calorías corriendo como
Forrest Gump.
—No tengo hambre.
—Tienes que comer, Jesse —protesto—. Te
prepararé algo.
—Luego. Estoy muy a gusto.
Así que lo dejo que se quede a gusto un rato
más. Me siento en su
regazo, con el vestido pegado al cuerpo y el
pelo mojado, y dejo que me
abrace. No puede hacerme esto cada vez que
estemos un rato separados, no
puedo aceptarlo. Lo que está claro es que no
se ha producido ningún
cambio en él y me he llevado una amarga
decepción. ¿Y ahora, qué?
—Odio esa canción —digo en voz baja después de
pasarnos una
eternidad pegados como lapas.
—A mí me encanta. Me recuerda a ti.
—A mí me recuerda a un hombre que no me gusta.
—No quiero
volver a escucharla.
—Lo siento. —Me muerde el cuello y recorre con
la lengua mi
mandíbula—. Me duele el culo —masculla.
Es la ducha más larga que me he dado en la
vida.
—Estoy muy a gusto —lo imito.
Vuelve a llevar la mano a mi cadera y yo salto
y doy un grito.
—¡Para! —chillo—. Tienes que comer.
—Cierto. Y yo quiero a mi Ava, desnuda y en
nuestra cama, para
poder darme un atracón.
Se pone de pie conmigo en brazos, rodeándole
el cuerpo, y sin apenas
esfuerzo, teniendo en cuenta la mano maltrecha
y el cuerpo exhausto.
¿«Mi Ava»? Me parece bien ¿«Nuestra cama»?
Mejor no voy a pensar
en eso por ahora.
—Me apunto, pero mi hombre tiene que comer.
—Ya he hecho que
corriera hasta caer redondo y sin una gota de
combustible en el cuerpo; no
voy a ser también la culpable de que se muera
de hambre—. Primero
comida, luego mimos.
—Mimos ahora, comida luego —contraataca
mientras sale de la
ducha conmigo en brazos y me deposita en el
lavabo doble.
—Te voy a dar de comer y punto —lo informo. Lo
digo muy en serio
—. ¿Dónde está la venda?
—Y punto, ¿eh? —Coge una toalla de baño de la
pila del estante y
empieza a secarme el pelo con la mano sana. Me
vendría bien un poco de
champú y acondicionador—. Me molestaba. —Le
resta importancia a mi
preocupación.
Empiezo a temblar. El vestido empapado me roza
el cuerpo y tengo la
carne de gallina. Jesse me envuelve con la
toalla y tira de las esquinas para
atraerme hacia él. Me besa con fuerza en los
labios. Lo veo hacer una
mueca.—
Y punto. Se me empieza a pegar la forma de ser
de mi hombre.
—Tu hombre quiere pegarse a ti —me susurra
acercando la
entrepierna a mi muslo mientras me besa con
dulzura.
—Por favor, come algo primero.
Se aparta con cara de pena.
—Vale. Primero comida y luego mimos.
¿Otra concesión? Esto sí que es hacer
progresos. Normalmente nada
se interpone en su camino a la hora de tomarme
cuándo y cómo le apetece.
—¿Qué tal va la mano?
Mira la mano que sujeta la esquina de la
toalla.
—No va mal. Fui bueno y le puse un poco de
hielo.
—¡Qué valiente!
Sonríe, me da un beso de esquimal y luego otro
en la frente.
—Vamos. Necesitas ropa seca. —Intenta
levantarme del lavabo pero
lo aparto—. ¡Oye! —protesta.
—La mano. No se te va a curar nunca si sigues
llevándome en brazos
a todas partes.
Salto del lavabo, me quito las bailarinas
mojadas y me bajo la
cremallera del vestido antes de quitármelo por
la cabeza. Entonces me
carga sobre sus hombros y me saca del cuarto
de baño.
—Me gusta llevarte en brazos —sentencia
tirándome en la cama—.
¿Dónde están tus cosas?
—En la habitación de invitados —digo
recuperándome del viaje por
las alturas.
Deja claro su desagrado con un gruñido antes
de salir del dormitorio
para volver poco después con todas mis cosas
repartidas entre su mano
sana, debajo del brazo y la boca. Lo echa todo
sobre la cama.
—Ya está.
Saco de la bolsa unas bragas limpias y mi
sudadera negra extragrande,
pero pronto me arrebata las bragas de algodón.
Frunzo el ceño cuando lo
veo rebuscar en mi bolsa y sacar unas de encaje.
Me las pasa.
—Siempre encaje —dice asintiendo con la
cabeza, y yo obedezco sin
pensar y sin quejarme.
Me pongo las bragas de encaje y la sudadera
gigante. Jesse se quita
los pantalones de correr mojados y se pone
otros de algodón azul. Puedo
ver que tiene los músculos de la espalda más
definidos cuando se agacha
para subirse los pantalones. Sentada, lo
admiro desde la cama antes de que
me coja otra vez en brazos y me lleve a la
cocina.
Lo primero que hago es apagar la música con un
pequeño escalofrío.
Luego me planto delante de la nevera para
estudiar su contenido.
—¿Qué te apetece? —Tal vez unos huevos, la
proteína le vendría
bien.
—Me da igual. Lo mismo que vayas a tomar tú.
Se acerca por detrás, coge un tarro de
mantequilla de cacahuete y me
da un beso en el cuello.
—¡Deja eso!
Intento quitarle el tarro, pero me esquiva y
hace una rápida retirada al
taburete de la isleta, se coloca el tarro bajo
el brazo para desenroscar la
tapa y mete el dedo para sacar una buena
cantidad. Me mira sonriente
mientras se lleva el dedo a la boca y sus
labios forman una O cuando lo
saca reluciente.
—¡Eres como un crío!
Me decido por el pollo fileteado y lo saco de
la nevera. Yo ya he
comido, pero voy a tener que hacer un esfuerzo
por engullir algo más con
tal de que él coma conmigo.
—¿Soy como un crío porque me gusta la
mantequilla de cacahuete?
—pregunta por encima del dedo.
—No. Eres un crío por el modo en el que comes
mantequilla de
cacahuete. Nadie con más de diez años debería
meter los dedos en los
tarros y, como no me dices tu edad, supongo
que tienes más de diez años.
—Le lanzo una mirada asqueada mientras saco el
papel de aluminio y
envuelvo los filetes en jamón de Parma. Luego
los pongo en una fuente de
horno.—
No hables sin haberlo probado antes —replica—.
Toma. —Y me
planta en las narices su dedo cubierto de
mantequilla de cacahuete.
Pongo más cara de asco aún. Odio la
mantequilla de cacahuete.
—Paso —digo metiendo el pollo en el horno. Se
encoge de hombros y
se chupa el dedo.
Saco unos guisantes tiernos y unas patatas
nuevas de la nevera y los
meto en la bandeja de cocción al vapor.
Jugueteo con los mandos y el
horno empieza a calentarse.
Me siento en la encimera y lo miro sonriente.
—¿Lo estás disfrutando?
Hace una pausa a punto de meterse el dedo en
la boca.
—Puedo comer mantequilla de cacahuete sin
parar hasta que me duela
la tripa.
Mete otro dedo en el tarro.
—¿Te duele la tripa?
—No, aún no.
—¿Quieres parar ahora que no te duele y dejar
espacio para la comida
equilibrada que te estoy preparando? —Lucho
para evitar echarme a reír.
Él no. Se ríe y, lentamente, enrosca la tapa
del tarro de mantequilla de
cacahuete.
—Nena, ¿me estás regañando?
—No, te estoy hacienda una pregunta —lo
corrijo. No quiero ser su
madre.
Empieza a morderse el labio inferior; me
observa atentamente, con
los ojos brillantes. Me estremezco de pies a
cabeza. Conozco esa mirada.
—Me gusta tu sudadera —dice con un tono suave
mientras su mirada
baja hacia mis piernas desnudas. La sudadera
es grande y me tapa el culo.
No es nada sexy—. Me gusta cómo te sienta el
color negro —añade.
—¿Ah, sí?
—Sí —afirma.
Va a distraerme otra vez. Necesito que coma
como Dios manda, y
tenemos que hablar de que mañana es lunes y
debo irme a casa y luego a
trabajar. Después del truquito de depositar un
pago desproporcionado por
adelantado en la cuenta de Rococo Union me
preocupa que todavía siga
empeñado en tenerme trabajando todos los días
en La Mansión.
—Mañana es lunes —digo en tono positivo. No sé
por qué he elegido
ese tono. ¿Por qué positivo y no otro?
—¿Y? —Se cruza de brazos.
¿Qué le digo? ¿Es mucho pedir que sea
razonable y comprenda que
debo ocuparme de otros clientes? Ha dicho a
las claras que no le gusta
compartirme, ni social ni profesionalmente.
Tamborileo con los dedos sobre la encimera.
—Nada, sólo me preguntaba qué planes tenías.
Una mirada de pánico cruza por su rostro sin
afeitar, y al instante me
preocupa que mañana vaya a ser un trauma.
—¿Tú qué planes tienes?
Lo miro como si fuera idiota.
—Ir a trabajar —respondo.
Empieza a morderse el labio inferior y los
malditos engranajes se
ponen de nuevo en movimiento. No va a poder
convencerme de que no
vaya a trabajar.
—Ni se te ocurra. Tengo reuniones importantes
a las que debo acudir
—le advierto, sin darle tiempo a decir lo que
sé que está pensando.
—¿Sólo por un día? —Me pone morritos, pero sé
que lo dice muy en
serio. Debo prepararme para una cuenta atrás o
un polvo de entrar en razón.
—No, seguro que tienes que ponerte al día en
La Mansión —afirmo
con convicción. Tiene un negocio que sacar
adelante, y se ha pasado una
semana inconsciente. No puede esperar que John
se encargue siempre de
todo.
—Supongo que sí —gruñe.
En mi mente, chillo de alegría. ¿No hay cuenta
atrás? ¿Ni polvo de
entrar en razón? Estamos haciendo progresos de
verdad.
—Ah, Clive me ha dicho que antes vino una
mujer. —Se me había
olvidado por completo.
—¿Ah, sí? —Parece sorprendido.
—Dijo que estaba intentando subir al ático,
que no le dijo su nombre y
que tú no contestabas al teléfono cuando trató
de llamarte. Rubia, de
mediana edad, pelo ondulado...
Lo observo para ver cómo reacciona, pero él se
limita a fruncir el
ceño.
—Hablaré con él. ¿Está ya lista mi comida
equilibrada?
¿Eso es todo? ¿Hablará con Clive? Yo quiero
saber quién era.
—¿Quién era? —pregunto como si tal cosa
mientras me bajo de la
encimera para ver qué tal va la comida.
—Ni idea.
Se levanta y saca unos cubiertos del cajón.
¿Está tratando de evitar el tema?
—¿Seguro que no lo sabes? —pregunto,
convencida de que sí,
mientras saco el pollo del horno y lo pongo en
la sartén para darle el toque
final.
—Ava, de verdad que no lo sé, pero te prometo
que hablaré con Clive
para ver si puedo averiguarlo. Ahora, da de comer
a tu hombre.
Se sienta con el tenedor en una mano y el
cuchillo en la otra sobre la
encimera. Si empieza a dar golpes en ella, se
los pongo por corbata.
Empiezo a servir los platos y a ofrecerle la
primera comida que he
preparado para él. Odio cocinar.
La ataca sin dilación.
—Ñam-ñam —masculla con la boca llena de
pollo—. ¿Qué tal lo has
pasado con tu hermano?
Lo habría pasado mucho mejor si él no me
hubiera interrumpido con
su numerito.
—Bien —respondo sentándome a su lado.
—¿Sólo bien? Oye, esto está muy bueno.
Me gusta verlo comer algo que no sea
mantequilla de cacahuete.
Ahora mismo es otro hombre, seguro y con
confianza en sí mismo, pero en
un abrir y cerrar de ojos se desmorona por
completo. ¿De verdad le causo
ese efecto?
—Lo hemos pasado en grande. Fuimos al museo de
Madame Tussaud
y cenamos en nuestro restaurante chino
favorito.
El pollo está realmente rico. No me puedo
creer que esté cenando otra
vez.
—¿Al Madame Tussaud?
—Sí, es lo que hacemos siempre. —Me encojo de
hombros.
—Es bonito tener costumbres. —Parece sincero—.
Pero ¿tú no habías
cenado ya? —Mira mi plato y me sonrojo—. ¿Es
que estás comiendo por
dos? —me pregunta observándome.
Casi me atraganto con una patata.
—¡No! —La comida se me sale de la boca. Ya le
he dicho que eso es
imposible. Me gustaría que dejara el tema—. No
te preocupes —gruño, y
vuelvo a mi cena.
Sigue comiendo mientras de vez en cuando
profiere sonidos de
agradecimiento con el tenedor en la boca.
Pensaría que se está burlando de
mí si no lo hubiera probado; me ha salido
bueno.
Cuando hemos terminado, cargo el lavavajillas
y empiezo a pensar en
esto y en lo otro. Me reconcome el hecho de
que le haya quitado
importancia a la visita misteriosa de ese
modo. Me molesta que haya sido
tan poco claro.
Me vuelvo para preguntarle y me doy de bruces
contra su pecho duro
y desnudo.
—¡Ay!
Es muy alto y respira con fuerza. Mis ojos
reparan en la enorme
erección que levanta una tienda de campaña en
sus pantalones cortos de
algodón.
—Quítate la sudadera —me ordena con la voz baja
y ronca.
Miro sus ojos verdes y tomo nota mental de que
no está de broma.
Quiero expresar que no me siento satisfecha
con cómo ha evitado mis
preguntas, pero sé que ahora mismo no llegaría
a ninguna parte. Además,
me encanta ver que mi hombre dominante ha
vuelto. Hacía demasiado
tiempo que no lo veía.
Cojo el bajo de la sudadera y tiro de él
despacio hacia arriba, me la
saco por la cabeza y la tiro al suelo.
Jesse admira mi cuerpo con la vista, que
recorre mis pechos desnudos
y se posa en el triángulo donde se unen mis
muslos.
—Eres de una belleza imposible, y toda mía.
Hunde los dedos en el elástico de mis bragas y
las baja lentamente por
mis piernas mientras se pone de rodillas. Me
da un golpecito en un pie para
que lo levante y luego en el otro. A
continuación rodea mis tobillos con las
manos. Quiero decirle que tenga cuidado con la
mano lastimada, pero su
caricia es tan ardiente y mi piel tan sensible
que ha desatado una tormenta
en mí y un tsunami líquido fluye de mi
entrepierna. Miro hacia abajo para
observarlo y veo que mi pecho sube y baja
cuando respiro. Jesse provoca
reacciones de lo más increíble en mí. Estoy
indefensa ante él. No hay
solución. No tengo remedio.
Su mirada encuentra la mía.
—Creo que dejaré que te corras tú primero
—dice con voz ronca—.
Luego te voy a partir en dos.
Trago saliva ante su apasionada promesa y él
recorre con las palmas
de las manos mis piernas, desde los tobillos
hasta las nalgas, y luego tira
de mí hacia su boca impaciente. Su invasión me
reduce a una montaña de
gemidos. Su lengua se pasea por todo mi ser,
de forma experta, con un
propósito. Mis manos encuentran su pelo y mis
caderas trazan círculos
hacia su boca sin que mi cerebro les diga
nada.
Echo la cabeza atrás.
—Mierda —gimo mientras mi sexo palpita y se
acelera hasta llegar a
una vibración constante.
—Esa boca —masculla contra mi piel, cosa que
sólo sirve para
acercarme un poco más al éxtasis total.
Siento una de sus manos deslizarse por mis
nalgas hasta el interior del
muslo. Introduce un dedo en mí. Con un grito
desesperado le suelto la
cabeza para apoyarme en la encimera en busca
de un punto de sujeción; su
dedo se mueve en círculos, ensanchándome y
rozando la pared delantera en
cada rotación. Estoy a punto. Mis músculos se
aferran a su dedo con
avidez.—
Dime cuándo, Ava.
Mete otro dedo y empuja la mano más adentro.
Entre eso y la
vibración de su lengua contra mi clítoris, no
puedo más.
—¡Ya está! —grito empujando mis caderas hacia
su boca, intentando
que la sensación disminuya de intensidad.
Una nueva arremetida acaba conmigo, y me
empotro contra la
encimera entre violentos temblores. El corazón
se me va a salir del pecho.
Aminora el ritmo y me acaricia con suavidad,
dejando que vague y me
tranquilice con un suspiro hondo y satisfecho.
—Tú tampoco estás mal —digo al tiempo que dejo
caer la cabeza
sobre el pecho para mirarlo.
Levanta la vista pero no aparta la boca de mí,
sigue trazando suaves
círculos e introduciéndome los dedos, sin
prisa, adentro y afuera.
—Lo sé —se vanagloria—. ¿Verdad que eres
afortunada?
Niego con la cabeza. Es un engreído. Me
deprimo al recordar, otra
vez, por qué es tan bueno. Aparto la imagen de
mi cabeza de inmediato y
borro todos los pensamientos desagradables
relacionados con Jesse y su
pasado sexual. En vez de eso, me centro en
cómo se pone de pie sin dejar
de lamerme durante su ascenso.
Llega a mi pezón, lo mordisquea ligeramente y
luego me pasa el brazo
por el culo para levantarme y hacer que
nuestros ojos queden a la misma
altura.—
¿Estás lista para que te follen como Dios
manda, nena?
«...»
—Vuélvete loco —lo desafío mientras me agarro
a sus hombros.
Me besa, posesivo, y se deleita en mi boca.
Cuando se porta como
ahora me olvido de sus momentos de debilidad,
en los que yo lo consuelo,
lo abrazo y le digo que todo irá bien. Pero
ahora mismo es dominante y
tremendamente sexy. Me encanta, y lo echaba
mucho, muchísimo de
menos.
Sin separar los labios de los míos, me saca de
la cocina y me lleva al
gimnasio.
¿El gimnasio?
Abre la puerta de una patada, me deja de pie
en el suelo y se inclina
un poco para que nuestras bocas no se
despeguen pese a la diferencia de
altura. Me muerde el labio inferior y empieza
a andar hacia adelante, por lo
que yo tengo que hacerlo hacia atrás. Se
detiene tras unos pocos pasos y me
besa la oreja. Su aliento tibio hace que todos
mis sentidos entren en
ignición. Mentalmente, le suplico que se dé
prisa.
—¿Te apetece hacer ejercicio? —susurra.
—¿Qué tienes en mente? —Froto la mejilla
contra su cuello mientras
él me mordisquea la oreja y hace que vuelvan
las palpitaciones en mi sexo,
lentas y sutiles. Se aparta de mí y la
ausencia de su cuerpo cálido me deja
helada y deseando que vuelva de inmediato.
Miro el gimnasio y me pregunto qué habrá
planeado. Luego lo miro a
él. Me observa con los ojos llenos de promesas
mientras se baja los
pantalones. Su erección queda en libertad.
Jadeo. No sé por qué, ya la he visto unas
cuantas veces, pero todavía
me corta la respiración. Deslizo la mirada
hacia arriba, más allá de la
cicatriz, y la dejo unos instantes en sus
hermosos pectorales. Nunca me
cansaré de admirar el cuerpo del hombre que
tengo delante. Nunca. Es una
obra de arte, esculpida y tallada con la más
absoluta perfección.
Con la cabeza, señala detrás de mí y yo me
vuelvo despacio, pero todo
cuanto veo es la máquina de remo y el saco de
boxeo. Me vuelvo de nuevo
para mirarlo. Tiene el rostro impasible y,
despacio, señala otra vez con la
cabeza, lo que me indica que lo que sea que
tiene en mente está, en efecto,
detrás de mí.
Entonces lo pillo. Ha dicho que iba a partirme
en dos.
«¡Madre de Dios!»
—Ah —susurro.
Avanza lentamente hacia mí y el potencial de
sus intenciones me hace
temblar. Me coge de la mano y me lleva hacia
la máquina de remo. Se
sienta en el banco. Su erección queda en
vertical respecto a su cuerpo, y el
posible escenario me hace jadear de
anticipación.
Tira de mí y me quedo de pie delante de él.
Con la mano lastimada
guía mi pierna para que me coloque a
horcajadas sobre sus caderas. Lo
miro y mi corazón late a más no poder a la
espera de instrucciones.
Me coge los pechos entre las palmas de las
manos y los masajea hasta
que se vuelven pesados y me duelen. No se me
escapa que hace una mueca
de dolor, pero no se detiene, y yo tampoco voy
a decirle que pare.
—Mmm. —Echo la cabeza atrás y abro la boca
para dejar escapar
pequeñas bocanadas de aire.
—Ava, me estás matando.
Levanto de nuevo la cabeza para que nuestras
miradas se encuentren.
—Te quiero —susurra deslizando las manos en
mis caderas.
Doy un respingo y las comisuras de sus labios
bailan.
—Me encanta cuando saltas cada vez que te toco
aquí. —Con los
índices dibuja círculos en mis puntos
sensibles.
Me cuesta mantener la compostura.
—Me encanta lo mojada que estás por mí, aquí.
—Desliza un dedo
dentro de mí, arrastra mis fluidos consigo y
luego pasa la mano por mis
labios. Gimo.
—Me encanta cómo sabes. —Introduce el dedo en
su boca y lo lame
lentamente sin dejar de mirarme. Luego vuelve
a cogerme de la mano, tira
de mí y me lleva hacia su erección expectante.
Chillo cuando me empala. Es grueso y está
duro, y me atraviesa por
completo.
Apoya la frente en la mía.
—Me encanta cómo me siento dentro de ti. —Pasa
el brazo por debajo
de mis nalgas—. Rodéame con las piernas
—ordena.
Me aferro a él por la cintura y cruzo los
tobillos a su espalda para
acercarme más a él. Se le corta la respiración
cuando me inclino hacia
adelante y le pongo las manos sobre los
hombros.
—Te quiero —afirma rotundamente cuando empieza
a moverse para
que nos deslicemos hacia adelante en el banco.
La frenada brusca al final de los raíles me
sobresalta y dejo escapar un
pequeño grito.
Cierra los ojos.
Sí, empiezo a ver las ventajas de esto. Su
penetración es profunda,
pero no harán falta muchas idas y venidas de
éstas para que le suplique que
haga que me corra.
Cuando abre los ojos, bajo los labios hacia
los suyos y él acepta mi
necesidad de contacto. Me encanta su boca. Me
encanta lo que hace con
ella. Me encantan las palabras que usa y los
tonos que emite esa boca. Me
encanta la forma en que se muerde el labio
inferior cuando delibera sobre
algo que le parece importante.
—Te quiero —digo contra sus labios.
Se aparta; su apuesto rostro está radiante.
—No sabes lo feliz que eso me hace —señala, y
hace que nos
deslicemos de nuevo al comienzo del raíl—. ¿Me
necesitas?
Me preparo para el frenazo, que sé que llegará
con el final del
trayecto, y ambos gemimos juntos cuando llega.
—Te necesito.
—Eso también me hace muy feliz. ¿Otra vez?
—pregunta, aunque ya
está empujando de nuevo hacia el final del
raíl.
—Por favor. —Frenazo—. ¡Ah! —mascullo cuando
la sensación de
mi estómago se transforma en un lento ascenso
hacia el clímax.
Viajamos de nuevo por el raíl, esta vez un
poco más de prisa.
«¡Frenazo!»
—¡Ah!
—Lo sé —susurra—. ¿Más?
—¡Sí!
Hundo la lengua con desesperación en su boca.
Hace que nos deslicemos con suavidad, pero
esta vez no deja que
lleguemos al final, sino que empuja con los
pies y vuelve a enviarnos al
inicio del raíl. Chocamos con fuerza, nuestros
cuerpos colisionan y tengo
que dejar su boca y hundir la cara en su
hombro para ahogar un grito.
—¡Mierda!
Repite el mismo delicioso movimiento.
«¡Travesía e impacto!»
Esto es muy intenso. Nunca lo había sentido
tan dentro. Poso la boca
en su hombro y me resisto al impulso de
clavarle los dientes. Mis manos se
deslizan en su nuca intentando sujetarme con
fuerza mientras nos
desplazamos de nuevo hacia el inicio del raíl,
listos para otro choque.
Mis entrañas se retuercen y noto cómo su
miembro palpita en mi
interior. Jesse hace que nos catapultemos de
nuevo al inicio y, cuando
chocamos, mis dientes se clavan en su hombro y
grito de puro placer. Es
exquisito.
—¡Joder, Ava!
Dejo de morderlo y beso las marcas que han
dejado mis dientes
mientras descendemos de nuevo.
—Vuelve a morderme en el hombro —jadea.
Ah, le gusta. Recuerdo la de veces que lo he
mordido y que le he
clavado las uñas. Hago lo que me dice y gimo
contra él mientras vuelvo a
morderlo cuando chocamos.
—¡Mierda, voy a correrme! —grita, y deja que
nos deslicemos otra
vez—. ¿Lista?
—¡Sí!
Acerco la boca a su hombro y le clavo los
dientes con suavidad,
preparada para la arremetida.
Jesse se deja ir. Se acabaron los movimientos
controlados. Hace que
nos deslicemos y choquemos sin descanso
mientras yo sigo clavándole los
dientes y las uñas en el hombro. La intensidad
con la que su poderosa
erección colisiona contra mi interior hace que
grite su nombre entre
dientes. Noto fuegos artificiales en el
vientre mientras él continúa
deslizándonos y dejándonos chocar, empujándome
hacia la detonación
final. Las palpitaciones y las embestidas
incansables de su erección,
enterrada muy dentro de mí, hacen que galope
hacia la línea de meta, y de
repente me corro, empujada al éxtasis por un
choque tremendo y un grito al
unísono. Hundo los dientes en su hombro una
vez más y Jesse levanta las
caderas y grita con fuerza.
Dios mío.
Todavía estoy palpitando y sumida en mi
orgasmo cuando, apenas
consciente, noto que me mecen con suavidad. El
leve movimiento exprime
hasta la última gota que tiene para mí.
Aparto la cara de su hombro y lo beso en la
marca que han dejado mis
dientes.
—Es usted una salvaje, señorita.
Gira la cabeza para mirarse el hombro y luego
me mira a mí.
Toma posesión de mi boca, me da un beso
profundo y yo lo aprieto
con fuerza entre mis brazos, unida a él en la
pasión del momento. Podría
quedarme así para siempre, encajada con él.
—Voy a llevarte a la cama y voy a dormir toda
la noche dentro de ti.
—Empieza a levantarse despacio, sin soltarme—.
Ahora bésame —me
ordena antes de echar a andar para salir del
gimnasio conmigo agarrada a
su cintura.
Le paso las manos por el pelo y le doy un
tirón para acercar la boca a
la suya.
—Una salvaje —dice contra mis labios.
Sonrío y abro los ojos en el momento en que
comienza a subir la
escalera. Me mira cuando nuestras lenguas se
entrelazan y bailan a su
ritmo entre nuestras bocas. Le mantengo la
mirada durante todo el camino
hasta llegar al dormitorio. Me deposita en la
cama, debajo de él. Puedo
sentir cómo se pone duro dentro de mí otra
vez. Este hombre es incansable.
Con su mano agarrándome del trasero, me
desplaza sobre la cama
hasta que mi cabeza encuentra una almohada.
Nuestras bocas y nuestros
cuerpos permanecen unidos todo el tiempo.
—Quédate conmigo —dice mientras me aparta el
pelo de la cara. Me
observa atentamente; los ojos le brillan de
satisfacción por tenerme entre
sus brazos.
—Estoy aquí.
—Vente a vivir conmigo. —Me acerca la cara y
su nariz traza círculos
sobre la mía.
¿Perdón? ¿Es que este hombre no conoce el
significado de la palabra
«gradual»? Va un poco de prisa, y todavía no
hemos hablado de las cosas
importantes, como La Mansión, el trabajo y su
forma imposible de ser.
—Te quiero aquí cuando me voy a dormir. —Lame
mi labio inferior
—. Y te quiero aquí al despertarme. Empezar y
terminar mi día contigo es
todo cuanto necesito.
Soy perfectamente consciente de que si no le
doy la respuesta que
quiere oír me espera una pataleta o un polvo
de entrar en razón, y no me
apetece estropear el momento. Necesito este
momento.
—¿No crees que es un poco pronto?
Levanta la cabeza y su expresión todavía no es
la de una pataleta, pero
está en camino.
—Está claro que para ti lo es.
—Sólo han pasado dos días —digo en un intento
de hacerlo razonar.
Frunce el ceño.
—¿Dos días desde qué?
Se incorpora y, al apartarse y apoyar los
codos sobre la cama a ambos
lados de mi cabeza, se sale un poco de mí.
Empuja hacia adelante y el
aliento se me queda atrapado en la garganta.
—Quiero esto todas las mañanas y todas las
noches. —Sonríe, sabe
perfectamente lo que me está haciendo. Me va a
echar un polvo de entrar
en razón—. Y quizá un poco entremedias.
Se aparta otro poco y vuelve a empujar con fuerza.
Cierro los ojos. No
me engaño: sé que no va a hacerme el amor.
Quizá, si le digo que sí,
consiga al Jesse galante, pero no estoy segura
de querer venirme a vivir
con él.—
Sólo me quieres por mi cuerpo.
Finjo sorpresa al quedarme sin aliento. Jadea
y me penetra lentamente
con un movimiento controlado.
—¿No te gusta esto?
Echo la cabeza hacia atrás y gimo.
—No juega usted limpio, señor Ward.
Se retira despacio.
—¡Di que sí! —grita embistiendo hacia
adelante, dejándome sin
respiración y obligándome a sujetarme a la
cabecera de la cama—. ¿Voy a
tener que echarte un polvo de entrar en razón,
Ava?
Ahí está. Va a echarme un polvo de entrar en
razón cuando no tiene
razón. ¿Que me venga a vivir con él? Es
demasiado pronto.
Se me tensan los músculos y se me calienta la
sangre, que corre por
mis venas a velocidad de vértigo. Odio que me
haga esto. Todo esto de ser
tan sensible a él es una locura de tomo y
lomo.
—¡No! —exploto, y me penetra con más ímpetu
mientras suelta un
gruñido.
Con la mano lastimada, me sujeta por la nuca y
me obliga a levantar
la cabeza para mirarlo. No estoy segura de si
tiene el ceño fruncido porque
está enfadado o porque le duele la mano.
—Dilo —me ordena, y vuelve a cargar hacia
adelante.
No voy a ceder. Es demasiado pronto, de
verdad. No va a parar, ha ido
demasiado lejos.
—No —digo con claridad y firmeza entre jadeos.
Gruñe y me embiste sin piedad. Me aferro a él
con los músculos del
vientre mientras me empuja hacia la cabecera
de la cama.
—¡Mierda, dilo de una vez, Ava! —ruge.
Una gota de sudor le cae por la sien, y la
arruga de la frente se coloca
en posición.
—¡No!
—¡Ava! —grita, y su voz resuena en la
habitación antes de que junte
la boca con la mía con furia.
Retrocedo y me repliego ante el poderío de su
cuerpo y la avidez de su
boca mientras mi orgasmo inminente se cuece a
fuego lento en mi
entrepierna.
—¿Te gusta? —jadea contra mi boca al tiempo
que persiste con sus
embestidas incesantes.
—¡Sí!
—¿Lo quieres todos los días?
—¡Sí! —grito, ¡y es verdad!
Me tira del pelo con más fuerza y mueve las
caderas con más brío.
—¡Entonces dilo! —brama.
Siento que mis dudas se disipan mientras vuelo
hacia un pozo de puro
placer bajo su cuerpo. La razón se desvanece
cuando Jesse se apodera de
mi cuerpo, de mi alma y de mi mente.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Joder, sí! —grito.
—¡Esa boca! —Su voz atronadora se hace más
aguda a medida que se
une a mi placer, y me suelta el pelo antes de
hundir el puño en el colchón.
Se adentra en mí todo lo que puede y se queda
ahí, con la cabeza echada
hacia atrás.
Ruge.
Siento su orgasmo caliente inundando mi
interior. Suelto la cabecera
de la cama y me agarro a su pecho. Deja caer
la cabeza, nuestras miradas
se encuentran y balancea las caderas para
calmarnos a los dos.
—¿A que no ha sido tan difícil? —Su voz es
seca y áspera.
Le acaricio el pecho con las palmas de las
manos.
—Estaba embriagada —respondo, y me doy una
patada mental por lo
bien que he elegido la frase.
No puede tomarme la palabra, no así. Pero
entonces caigo en la cuenta
de que es Jesse, mi hombre controlador y
exigente. Me va a tomar la
palabra, no me cabe duda.
Sonríe. Es una sonrisa amplia y gloriosa, y me
besa con ternura.
Luego se tumba en la cama, de forma que quedo
tendida sobre su pecho.
Sus dedos recorren mi columna vertebral y me
recoge el pelo. Me acurruco
feliz contra él.
Suspira.
—No puedo estar contigo las veinticuatro horas
del día —comento,
pensativa, aunque tal y como me siento ahora
mismo, la idea es tentadora.
¿Por qué no iba a querer esto por las mañanas,
por las noches y un poco
entremedias?
Deja escapar un largo suspiro, cansado.
—Ya sé que no puedes, pero ojalá fuera
posible.
—Tengo un empleo, una vida...
—Yo quiero ser tu vida.
—Lo eres —respondo con dulzura.
En ocasiones puede ser tan delicado y tan
vulnerable, y sé que yo soy
la respuesta. Dista mucho del bruto dominante
que acaba de echarme un
polvo de entrar en razón, aunque ¿esto es
entrar en razón o es locura pura y
dura?
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