Capítulo
4
Examino el contenido del frigorífico. No puedo
hacer nada con un bote de
nata montada, un frasco de crema de cacao y
mantequilla de cacahuete.
Aunque Jesse sí que podría hacer un montón de
cosas, como un bocadillo
de Ava. Sacudo la cabeza y la dejo caer sobre
el hombro.
—No tienes nada en la nevera —le digo cuando
se acerca por detrás y
coge el frasco de mantequilla de cacahuete.
Acuna el frasco con el brazo, desenrosca la
tapa con la mano sana y lo
deja sobre la isleta de la cocina, antes de
encaramarse sobre un taburete y
proceder a meter el dedo y lamerlo hasta
dejarlo reluciente.
—Iré al supermercado —digo. Cierro la puerta
de la nevera y me
dirijo hacia la escalera.
—Iré contigo.
—Vale. —Sigo caminando.
—Iré porque quiero —dice con tranquilidad.
Me detengo en seco.
—Vale.
—Ava, ¿quieres mirarme? —Su tono es
impaciente. No me gusta.
Me vuelvo para poder verlo, suplicándole en
silencio que inicie la
conversación, pero él se limita a mirarme.
Casi parece enfadado.
—Voy a vestirme.
Doy media vuelta de nuevo y lo dejo en la
cocina.
Me ducho en el cuarto de baño del dormitorio
de invitados y me
quedo de pie bajo el agua caliente durante una
eternidad, como si pudiera
enjuagar todos mis problemas. Cuando por fin
salgo de la ducha, revuelvo
entre mis maletas y descubro que Kate ha
embutido un poco de todo en
ellas, literalmente. Me pongo un vestido azul
aciano de los años cincuenta
con falda de vuelo y mis bailarinas de color
crema antes de secarme el pelo
y recogérmelo con unas horquillas en la nuca.
Un toque rápido de colorete
y de máscara de pestañas y he terminado.
Me miro al espejo, pero a pesar de mis
intentos mi aspecto no ha
mejorado mucho. Tengo los ojos tan hundidos
como los de Jesse, y su
presencia no ha llenado el vacío que siento
desde el domingo. Quizá lo he
entendido todo mal. Quizá lo mejor para mí
sería marcharme, porque lo
que es seguro es que no me siento mejor por
estar aquí. Suspiro al ver mi
reflejo, intentando sonsacarle alguna
respuesta, pero sé que el único que
puede darme las respuestas que busco está
sentado en la cocina,
hinchándose a mantequilla de cacahuete. Cojo
el bolso y bajo.
Está dormido. Lo miro, sentado en el sofá, con
una pierna en alto y la
palma de la mano reposando sobre el pecho.
Tiene la boca ligeramente
entreabierta y sus pestañas parpadean. Lo
dejo, me marcho a la cocina para
tomarme la píldora y aprovecho el tiempo para
mandarle un mensaje a
Kate, para que sepa que todo va bien, aunque
no sea cierto, y luego
telefoneo a mi hermano. Con todo lo que ha
pasado, se me había olvidado
que en teoría iba a quedar hoy con él.
—¿Ava?
—¡Dan! —Cómo me alegro de oír su voz—. ¿Dónde
estás?
—Pues el hotel en el que hice la reserva me ha
fallado, así que he
dormido en casa de Harvey —bromea.
Ignoro su pulla. Le da igual haber tenido que
buscarse otro sitio donde
pasar la noche. Odiaba a Matt.
—¿Cómo están mamá y papá? —pregunto.
—Preocupados —contesta.
Sabía que iban a estarlo.
—No tienen por qué.
—Pues lo están. Y yo también. ¿Dónde estás?
«¡Mierda!»
¿Que dónde estoy? No puedo decirle dónde estoy
exactamente, y con
quién. —En casa de Kate —miento.
No es que Dan vaya a hablar con ella o a
visitarla para averiguar la
verdad. Además, mamá sabe que iba a estar en
casa de Kate, y estoy segura
de que se lo habrá dicho. ¿Me está poniendo a
prueba?
Se hace el silencio en la línea telefónica al
mencionar el nombre de
Kate.
—Ya veo —dice poco después—. ¿Todavía?
Ay, el desapego en su voz. Hace años que no se
ven, pero parece ser
que el tiempo no lo cura todo.
—Es temporal, Dan. Estoy buscando casa
mientras hablamos.
En realidad, mientras hablamos estoy sentada
en el ático del Lusso,
esperando a que el señor de La Mansión del
Sexo —que tiene una jaqueca
de caballo y de quien estoy enamorada— se
despierte para que pueda
llevarlo al hospital y le miren la mano (esa
con la que atravesó una
ventanilla porque yo lo cabreé). Empiezo a dar
vueltas alrededor de la
isleta de la cocina.
—¿Has hablado con el idiota de tu ex? —me
pregunta. Se nota el
desprecio en su voz.
—No, pero he oído que ha estado en contacto
con mamá y papá. Muy
considerado por su parte.
—Será capullo. Tenemos que hablar de eso. Mamá
me ha contado su
charla con Matt. Sé que es una sabandija, pero
mamá está preocupada, y no
ayudó que no vinieras a Newquay.
—Llamé —digo en mi defensa.
—Ya, y sé que no le has contado toda la
verdad. ¿Qué hay de ese
hombre nuevo?
Me quedo petrificada. Buena pregunta.
—Dan, hay cosas que una no puede contarles a
sus padres.
—Pero sí que se las puedes contar a tu hermano
—asegura.
—¿Puedo? —le suelto. Lo dudo mucho. Mi hermano
mayor acabaría
junto con mi padre en la sección de infartos.
Ésa es la razón por la que no
fui a Newquay: el interrogatorio y la
regañina. Tendré que hacerles frente
en algún momento, pero no ahora mismo. Nunca
me he alegrado tanto de
que mis padres vivan tan lejos.
—Sí, puedes. Así que, ¿cuándo te veo? —me
pregunta, un poco más
animado.
¿Quiere verme o sacarme información?
—¿Mañana? —digo, a ver si cuela.
—Creía que habíamos quedado hoy. —Parece muy
decepcionado.
Yo también. De verdad que tengo ganas de
verlo, pero a la vez no
quiero.—
Lo siento. Es que estoy mirando varios sitios
de alquiler, y luego
tengo que terminar una pila de dibujos —vuelvo
a mentir, pero es que no
podría reunir las fuerzas necesarias para
parecer medianamente normal en
tan poco espacio de tiempo. Tal vez mañana ya
haya conseguido salir del
agujero de la depresión y la incertidumbre. Lo
dudo mucho pero, al menos,
tendré tiempo para intentarlo.
—Genial, pasaremos el día juntos —dice
confirmando mis temores.
¿Un día entero eludiendo sus preguntas?
—Vale. Llámame por la mañana —le digo.
Secretamente, espero que
salga de juerga con sus amigos esta noche y
que tenga una resaca tan
tremenda que no pueda llamarme hasta tarde.
Necesito tiempo.
—Hecho. Mañana nos vemos, peque. —Y cuelga.
Empiezo a pensar en cómo salir de ésa pero,
después de una hora
dando vueltas por el ático, no se me ha
ocurrido nada. No puedo evitarlo
eternamente.
Suena el timbre del portero automático.
Respondo, es Clive.
—Ava, el de mantenimiento va de camino para
arreglar la puerta. Ah,
y ya está cambiada la luna del coche del señor
Ward.
—Gracias, Clive. —Cuelgo y me dirijo a la
puerta.
Le abro a un señor mayor que ya está
inspeccionando los daños.
—¿Una estampida de rinocerontes? —pregunta
rascándose la cabeza.
—Algo así —murmuro.
—Puedo asegurarla de forma provisional, pero
tendré que cambiarla.
Haré el pedido y la avisaré cuando llegue
—dice mientras deposita su caja
de herramientas en el suelo.
—Gracias.
Lo dejo cincelando trozos de madera astillada
del marco de la puerta
y, al volverme, me encuentro a Jesse medio
dormido, mirando hacia la
entrada con recelo.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
—Como tú no abrías, tu puerta principal se las
tuvo que ver con John
—lo digo con sequedad.
Arquea las cejas pero luego parece preocupado.
—Debería llamarlo.
—¿Cómo te encuentras? —pregunto mientras le
doy un repaso; veo
que está un poco más despabilado después de la
siesta de una hora que se
ha pegado.
—Mejor. ¿Y tú?
—Bien. Iré a por el bolso. —Lo esquivo cuando
paso junto a él y sigo
caminando.
Su mano vuela y me agarra del brazo.
—Ava.
Freno en seco y espero que diga algo más,
cualquier cosa que mejore
la situación, pero no consigo nada, sólo el
calor de su mano firme en mi
brazo filtrándose por mi piel. Alzo la mirada
hacia la suya y descubro que
me está observando, pero aun así no abre la
boca.
Suspiro con fuerza y me libero de su mano,
pero entonces recuerdo
que no tengo el coche aquí.
—Mierda —maldigo en voz baja.
—Vigila esa boca, Ava. ¿Qué pasa?
—Que mi coche está en casa de Kate.
—Cogeremos el mío.
—No puedes conducir con una sola mano. —Me
vuelvo para tenerlo
frente a frente. En su mejor día, su forma de
conducir ya me da bastante
miedo.—
Lo sé. Conduce tú. —Me lanza las llaves del
coche y siento una
ligera oleada de pánico. ¿Me deja conducir un
coche que vale más de
ciento sesenta mil libras?
¡Madre de Dios!
—Ava, conduces como miss Daisy. ¿Quieres
acelerar de una vez? —
se queja Jesse.
Le lanzo una mirada asesina que él ignora. El
acelerador es muy
sensible y me siento minúscula detrás del
volante. Me aterroriza arañarle
el coche.
—¡Cállate! —le suelto antes de hacer lo que me
dice y avanzar
rugiendo por la carretera. Si atropello a
alguien, será culpa suya.
—Así está mejor. —Me mira y sonríe—. Es más
fácil de manejar si
dejas de ser tan cauta con su potencia.
La frase le va que ni pintada. Tiene razón,
pero no voy a
reconocérselo. En vez de eso, voy a
concentrarme en la carretera y en que
llegue al hospital de una pieza.
Después de tres horas en urgencias y una
radiografía, el médico ha
confirmado que la mano de Jesse no está rota
pero que sí que ha sufrido
daños musculares.
—¿La ha tenido en reposo? —pregunta la
enfermera—. Si la lesión se
produjo hace varios días, ya debería haber
bajado la inflamación.
Jesse me mira con cara de culpabilidad cuando
la enfermera le venda
la mano.
—No —responde en voz baja.
No. Ha estado empinándose botellas de vodka
con ella.
—Pues debería haber hecho reposo —lo riñe la
mujer—. Y debería
mantenerla en alto.
Miro a Jesse con las cejas enarcadas y él
levanta la vista al techo
mientras la enfermera le pone el brazo en un
cabestrillo antes de
mandarnos a casa. Cuando llegamos a la puerta
del hospital, se quita el
cabestrillo y lo tira a la papelera.
—Pero ¿qué haces? —digo, alarmada, mientras él
sale a la calle.
—No pienso llevar esa cosa.
—¡Claro que lo harás! —le grito sacando el
cabestrillo de la papelera.
Me he quedado a cuadros. Ese hombre no tiene
consideración alguna para
consigo mismo. Les ha dado una paliza a sus
órganos internos a base de
litros y litros de vodka, ¿y ahora se niega a
cooperar para que la mano se le
cure en condiciones?
Lo sigo pero él no se detiene hasta que llega
al coche. Yo tengo las
llaves, aunque no pulso el botón del mando que
abre la puerta. Nos
miramos desafiantes por encima del DBS.
—¿Abres el coche?
—No. No hasta que vuelvas a ponerte esto.
—Levanto el cabestrillo
por encima de mi cabeza.
—Ya te lo he dicho, Ava. No pienso ponérmelo.
Pongo los ojos en blanco antes de entornarlos
y volver a mirarlo.
—¿Por qué? —le pregunto con sequedad. Jesse el
testarudo ha
regresado, y ése es un rasgo de su
personalidad que no me alegra volver a
ver.
—No me hace falta.
—Sí que te la hace.
—No, no me la hace —se burla.
¡Por Dios bendito!
—¡Ponte el cabestrillo de una puta vez, Jesse!
—le grito por encima
del coche.
—¡Esa puta boca!
—¡Joder! —le espeto de mala manera.
Me mira con el ceño fruncido. ¿Qué imagen
estaremos dando en
mitad del aparcamiento del hospital,
gritándonos improperios el uno al
otro por encima del techo de un Aston Martin?
Me da igual. A veces es un
cavernícola.
—¡Esa boca! —grita, y entonces se sorprende
del volumen de su
propia voz y se lleva la mano lastimada a la
cabeza—. ¡Joder!
Rompo a reír al verlo danzar en círculos,
agitando la mano y
maldiciendo como un poseso. Así aprenderá.
Eso, por ser un tonto
cabezota.
—¡Abre el puto coche, Ava! —ruge.
Uy, qué enfadado está. Aprieto los labios para
reprimir la risa.
—¿Qué tal la mano? —le pregunto con una risita
que crece y se
convierte en una carcajada. No puedo
contenerme. Qué bien sienta reír.
Cuando recupero la compostura, veo que me está
mirando hecho una
furia por encima del coche.
—Abre —exige.
—Cabestrillo —le contesto, y se lo tiro por
encima del techo.
Lo coge y lo lanza sobre el asfalto antes de
volverse de nuevo hacia
mí y dirigirme una mirada asesina.
—A veces te comportas como un niño, Jesse
Ward. No voy a abrir el
coche hasta que te pongas ese cabestrillo.
Veo cómo entorna los ojos sin dejar de mirarme
y las comisuras de su
boca se elevan y forman una sonrisa
disimulada.
—Tres —dice alto y claro.
La mandíbula me llega al suelo.
—¡No me vengas ahora con una cuenta atrás!
—chillo sin poder
creérmelo.
—Dos... —Su tono es calmado y desenfadado,
mientras que yo me he
quedado de piedra. Apoya los codos en el
techo—. Uno.
—¡Que te den! —me burlo, manteniéndome firme.
Yo sólo quiero que
se ponga el maldito cabestrillo por su bien. A
mí me da igual, pero esto es
una cuestión de principios.
—Cero —termina de contar y empieza a
desplazarse sigilosamente
hacia la parte delantera del coche, hacia mí,
mientras yo, de forma
instintiva, voy hacia la parte de atrás. Se
detiene y levanta las cejas—.
¿Qué estás haciendo? —me pregunta, y rodea el
vehículo en dirección
contraria.
Conozco esa expresión, y sé que significa «Te
la estás buscando». Sé
que no lo pensará dos veces a la hora de
tirarme al suelo y torturarme hasta
que me someta a cualesquiera que sean sus
exigencias por miedo a
hacerme pis encima. Aunque, ¿a qué voy a
someterme exactamente?
—Nada —contesto, y me aseguro de mantenerme en
el extremo
opuesto del coche. Podríamos pasarnos todo el
día en este aparcamiento.
—Ven aquí. —Su voz tiene ese tono grave, ronco
y familiar que amo.
Ha vuelto otra parte de él, pero me estoy
distrayendo.
Niego con la cabeza.
—No.
Antes de que pueda anticipar su siguiente
movimiento, arranca a
correr alrededor del coche y yo salgo pitando
en dirección contraria
mientras dejo escapar un grito. La gente nos
mira y yo corro entre los otros
coches aparcados como una loca, antes de
derrapar y detenerme en la parte
de atrás de un todoterreno. Asomo la cabeza
por la esquina para ver dónde
está.
El corazón se me sale por la boca y cae en
picado sobre el asfalto.
Jesse está doblado sobre sí mismo, abrazándose
las rodillas.
«¡Mierda!»
¿Qué demonios estoy haciendo alentando un
comportamiento tan
estúpido cuando debería estar recuperándose?
Corro hacia él y unos
cuantos transeúntes lo ven y empiezan a
acercársele.
—¡Jesse! —grito casi a su lado.
—¿Se encuentra bien, señorita? —me pregunta un
anciano mientras
corro.—
No lo... ¡¿Qué...?! —De pronto, una mano me
levanta del suelo y
me echa sobre los hombros de Jesse.
—No juegues conmigo, Ava —dice él, henchido de
orgullo—. A estas
alturas ya deberías saber que yo siempre gano.
—Busca mi falda y posa la
mano sobre el interior de mi muslo mientras
avanza a grandes zancadas
hacia el coche cargando conmigo.
Sonrío con dulzura a las personas con las que
nos cruzamos pero no
me molesto en resistirme a él. Estoy contenta
de que tenga fuerzas para
levantarme.
—Se me ven las bragas —me quejo mientras me
aliso la falda del
vestido para taparme el trasero.
—No se te ve nada.
Me baja inclinando despacio el cuerpo hasta
que mi cara está a la
altura de la suya. Va a besarme. Tengo que
parar esto.
Me revuelvo en sus brazos.
—Tenemos que ir al supermercado —digo con la
mirada fija en su
pecho mientras me escurro y consigo zafarme.
Suelta un hondo suspiro y me deja en el suelo.
—¿Cómo voy a arreglar las cosas si no haces
más que pararme los
pies?
Me compongo el vestido y le devuelvo la
mirada.
—Ése es tu problema, Jesse. Quieres solucionar
las cosas a base de
distraerme con tus caricias en vez de hablar
conmigo y darme respuestas.
No puedo permitir que vuelva a suceder.
Quito el seguro del coche, me subo y dejo a
Jesse pensativo,
mordisqueándose el labio.
Al llegar al supermercado conduzco arriba y
abajo en busca de una
plaza libre de aparcamiento. He descubierto
algo nuevo sobre Jesse hoy:
como pasajero es un horror. Me ha obligado a
adelantar, a colarme y a
cambiar de carril, todo con tal de ganar unos
miserables metros. Ese
hombre es un temerario al volante. Bueno, la
verdad es que ese hombre es
un temerario en general y punto.
—Ahí hay un sitio. —Cruza el brazo en mi campo
de visión y le doy
un manotazo para que lo aparte.
—Es una plaza reservada para padres y bebés.
—Paso de largo.
—¿Y qué?
—Pues que no veo a ningún bebé en este coche
tan bonito que tienes.
Posa la mirada en mi vientre y de repente me
siento muy incómoda.
—¿Has encontrado tus píldoras? —me pregunta
sin dejar de mirarme
el vientre.
—No —respondo mientras me meto en una plaza de
aparcamiento
libre.
Quiero culparlo por hacerme olvidar mi rutina
habitual, pero la verdad
es que soy un desastre y siempre me organizo
fatal. Tuve que ir otra vez a
la consulta de la doctora Monroe para que me
escribiera otra receta por
haber perdido dos prescripciones en una
semana. También me hice pruebas
para asegurarme de no haber contraído ninguna
enfermedad venérea
después de tanto sexo sin protección con
Jesse. Su más que activa vida
sexual no me dejó otra alternativa.
—¿Te has olvidado de tomar alguna? —pregunta
formando una línea
recta con los labios.
¿Le preocupa que pueda estar embarazada?
—Me vino la regla el domingo por la noche. —Me
gustaría añadir que
fue como una señal o algo así, pero me callo.
Apago el motor.
Permanece en silencio mientras salgo del coche
y espero a que él haga
lo mismo.
—¿No podrías haber aparcado más lejos? —gruñe
cuando baja y se
acerca hacia mí.
—Al menos he aparcado de forma legal.
Voy hacia las filas de carritos de la compra e
introduzco una moneda
de una libra para soltar uno.
—¿Has estado alguna vez en un supermercado?
—pregunto mientras
nos dirigimos a la acera cubierta por un
toldo. Jesse y un supermercado no
parecen encajar de forma natural.
Se encoge de hombros.
—Eso es cosa de Cathy. Normalmente como en La
Mansión.
Que mencione su club de sexo megapijo me pone
los pelos como
escarpias y se me quitan las ganas de darle
conversación. Noto que me
mira pero paso, y me centro en seguir
caminando.
Voy metiendo en el carro las cosas básicas,
mientras que Jesse coge
una docena de botes de mantequilla de
cacahuete, un par de botes de crema
de cacao y varios de nata montada.
—¿No tienes de nada? —pregunto echando leche
en el carro.
Se encoge de hombros y toma el control del
carrito con la mano
buena. —Cathy ha estado fuera.
Lo guío hacia el siguiente pasillo y me doy
cuenta de que, sin querer,
lo he llevado a la sección de bebidas
alcohólicas. Doy media vuelta presa
del pánico y me golpeo con el carro en la
espinilla.
—¡Joder! —exclamo con un gesto de dolor.
—Ava, ¡cuidado con esa boca!
Me froto la espinilla. Mierda, cómo duele.
—No necesitamos nada de este pasillo —suelto a
toda prisa, y empujo
el carro en su dirección.
Camina hacia atrás.
—Ava, déjalo estar.
—Lo siento. No me había dado cuenta de dónde
estábamos.
—Por el amor de Dios, mujer, no voy a
abalanzarme sobre los
estantes y a destapar todas las botellas
¿Estás bien?
Frunzo el ceño y me miro la pierna.
—Sí —digo entre dientes, cabreada por no
haberme fijado en dónde
me metía. Me agacho y me paso la mano por la
espinilla. Qué daño me he
hecho.Me pongo derecha y me quedo de piedra al
ver que Jesse está de
rodillas delante de mí. Rodea mi pierna con la
mano herida y con la mano
sana me coloca el pie sobre su rodilla antes
de plantarme un beso en la
espinilla. Estamos en mitad del supermercado
un sábado por la tarde, y él
está de rodillas besándome la pierna.
—¿Mejor? —pregunta, y levanta la vista para
mirarme—. Perdóname,
Ava. Por todo.
Observo su bello rostro sin afeitar y me
entran ganas de llorar. Los
ojos que me miran son todo sinceridad.
—Vale —le contesto en un susurro, sin saber
qué otra cosa decir.
Asiente y suspira. Luego se levanta y me
planta un beso casto en el
vientre antes de ponerse de pie. Me saca de la
sección de bebidas
alcohólicas y me lleva directamente a la de
productos de higiene personal.
Coge cuchillas y espuma de afeitar. Miro su
incipiente barba y me
pregunto si quiero que se deshaga de ella.
Cuanto más la miro, más me
gusta.
Para cuando volvemos al Lusso son las seis de
la tarde y la puerta ya
está arreglada. Jesse se tumba en el sofá,
agotado por haber salido unas
pocas horas, y yo me quedo en la cocina
después de haber guardado la
compra, sin saber qué hacer. Es sábado por la
noche y normalmente a estas
horas estoy descorchando una botella de vino y
relajándome. No hay vino y
no puedo relajarme, así que llamo a Kate.
—Hola, ¿qué haces? —le pregunto, y me siento
en un taburete con
una taza de café. Café, no vino.
—Nos pillas saliendo —dice la mar de contenta.
—¿Nos?
—Sí. No me preguntes con quién estoy, Ava, que
ya lo sabes.
Eso significa que Kate está con Sam, y que
tengo que hacer como que
no es nada del otro mundo. Sin embargo, me da
un poco de envidia.
—¿Adónde vais?
—Sam va a llevarme a La Mansión.
«¿Qué?»
Vale, la envidia ha desaparecido.
—¿A La Mansión? —suelto, incrédula. ¿Me está
tomando el pelo?
—Sí. Pero no te equivoques, se lo he pedido
yo. Siento curiosidad.
¡La madre que me trajo! El aplomo de Kate no
tiene límite. Yo me
desintegré en cuanto descubrí lo que era La
Mansión, y resulta que ella
quiere hacer vida social allí. Madre mía, no
puedo creer que Sam esté de
acuerdo. Él es socio, y eso debería asustar a Kate,
pero es evidente que no
es así. El hombre con el que salgo es el dueño
del lugar, y todavía no he
llegado al fondo del asunto. En fin, sé que ha
habido mucha diversión, pero
¿a qué nivel? A juzgar por las miradas
asesinas que me han lanzado las
socias del club las pocas veces que he estado
allí, tengo la sospecha de que
ha sido mucha. La idea me deprime y me entran
aún más ganas de
tomarme una copa de vino.
—¿Y a Sam le apetece llevarte? —Lo pregunto
con toda la
tranquilidad que puedo, pero no hay forma de
ocultar la sorpresa en mi
voz.
—Sí, me ha contado lo que ocurre allí, y
quiero verlo. —Lo dice como
si nada; es la Kate que se toma las cosas con
calma. A mí me da un ataque
sólo de pensar en el lugar. Odio que tenga una
mentalidad tan abierta.
Además, ¿qué es lo que ocurre allí?
—El sitio es bonito. —Me encojo de hombros y
le doy vueltas a mi
café sobre la encimera. ¿Qué otra cosa puedo
decir?
—¿Qué tal está Jesse? —me pregunta.
Detecto cierto nerviosismo en su voz. ¿Todavía
le cae tan bien? Está
claro que el hecho de que sea el dueño de La
Mansión no es un problema
para ella, pero no le sentó igual de bien que,
cuando dejé de llorar el
tiempo suficiente para poder hablar, le
contara la clase de capullo borracho
que me había encontrado al volver a su casa
para intentar hacer las paces.
Él parece que está bien, pero la verdad es que
yo no. ¿Qué le digo?
Me decanto por:
—Está bien. Sólo tiene daños musculares en la
mano e insiste en que
no es un alcohólico.
—Me alegro.
Su sinceridad es muy dulce, y me alegro de que
no esté soltando tacos
por el móvil y diciéndome que me largue de
aquí ahora mismo.
—Bueno, no se cae de la cama dándole un morreo
a la botella de
vodka, ¿no? —se ríe.
—¡No! Por lo visto sólo es que no sabe parar
cuando ha empezado.
Aunque sigue siendo un problema, Kate.
—Todo irá bien, Ava —me reconforta.
¿Seguro? Yo no lo tengo tan claro. Pensaba que
estando aquí con él
empezaría a solucionarse el desastre, pero no
ha sido así. Le he dicho lo
que quiero pero no parece dispuesto a dármelo.
En vez de eso intenta
distraerme, cosa que sabe hacer muy bien. He
decidido darle hasta mañana
por la mañana. Si para entonces no ha hablado
conmigo, me iré. Cederé
pronto a sus caricias si no me ando con
cuidado.
—Sí. Escucha —vuelvo a centrarme en Kate—, te
diría que te
diviertas esta noche, pero me inclino por
decirte... que mantengas la mente
abierta.
—Ava, no hay nadie con una mente más abierta
que la mía. ¡No puedo
esperar! Te llamo mañana.
—Adiós.
Cuelgo y repaso mis visitas a La Mansión
cuando pensaba que sólo
era un hotel inocente. Niego con la cabeza
ante mi ceguera. ¿Cómo no me
di cuenta cuando ahora todo resulta evidente?
No debería ser tan dura
conmigo misma. Había un hombre alto,
musculoso, con el pelo rubio
ceniza y unos ojos verdes que hipnotizan
distrayéndome. Era perfecto.
Sigue siéndolo, aunque pesa unos kilos menos y
tiene unos cuantos
problemas más.
Voy arriba a cambiarme. Me quito el vestido y
me pongo unos
pantalones cortos de algodón y una camiseta de
tirantes antes de quitarme
las horquillas del pelo.
Cuando vuelvo abajo, Jesse todavía está
dormido en el sofá. Me
entretengo un rato con el mueble del televisor
pero no consigo abrir el
dichoso armario para que aparezca la tele, así
que me arrellano en una silla
y observo a Jesse mientras duerme. Su pecho
firme sube y baja con la
mano herida encima. Pienso en pastelitos de
chocolate, en calas y en
ángeles, y finalmente me quedo dormida.
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