Me despierto con Jesse dentro de mí, con su
pecho contra mi espalda. Me
está sujetando por la cintura y me penetra con
decisión. Mi cerebro no es lo
único que se despierta. Mi cuerpo da la alarma
y enrosco los dedos en su
pelo, arqueo la espalda y vuelvo la cabeza
hasta encontrar su boca.
Lo dejo que se apodere de la mía. Nuestras lenguas
se retuercen como
salvajes mientras él entra y sale a toda
velocidad. Empujo hacia él con
cada penetración y me lleva cada vez más
lejos.
—Ava, no me canso de ti —jadea contra mi
boca—. Prométeme que
no me dejarás nunca.
¡Ni loca!
—No te dejaré. —Lo cojo del pelo y tiro para
que su boca vuelva a la
mía. Me encanta su boca, incluso cuando se
pone imposible y quiero
cosérsela.
Jesse necesita que le diga constantemente que
no me voy a ir a
ninguna parte. ¿Me lo hará jurar siempre? Mi
respuesta no va a cambiar,
pero lo que quiero es que lo crea y que no
tenga que preguntármelo cada
dos por tres.
Me aparto para mirar a mi hombre inseguro.
Muestra una confianza
en sí mismo apabullante en todo menos en eso.
—Créeme, por favor.
Mantiene los embates firmes y fuertes mientras
me mira pero no dice
nada. Necesito saber que me cree. Me ofrece
una pequeña sonrisa antes de
volver a fundir nuestras bocas y aumentar el
ritmo de sus embestidas aún
más.
Lo intento con todas mis fuerzas pero no puedo
seguir con la boca
pegada a la suya cuando me está penetrando con
tanta intensidad. Lo
suelto, agacho la cabeza y me agarro al
colchón para no caerme mientras
tira de mí sin parar.
El hilo se tensa y se rompe y los dos gritamos
al mismo tiempo. Entra
y sale de mí a un ritmo frenético y me lanza a
un abismo sin fin de placer
absoluto. Intento recobrar el aliento, mi
corazón lucha por recuperar el
control y mi cuerpo se convulsiona a su aire.
Jesse maldice y se arquea una
vez más; luego, la ardiente sensación de su
orgasmo me inunda.
—Por Dios santo —suspira saliendo de mí y
echándose de espaldas.
Me doy la vuelta y me subo encima de él, con
las piernas abiertas
sobre sus caderas y tumbada sobre su pecho.
Hundo la cara en su cuello.
—Eso no ha sido sexo soñoliento —digo mientras
beso la vena
palpitante de su cuello.
—¿No? —jadea.
—No. Eso ha sido un puto polvo soñoliento
—hago una mueca al
percatarme de que acabo de soltar un taco y ni
siquiera me he levantado
todavía.
—Por el amor de Dios, Ava, ¡no digas más
tacos! —masculla,
frustrado.
Tengo que averiguar qué le pasa a mi boca.
Normalmente nunca digo
tacos. ¡Es culpa suya!
—Perdona. —Le doy un mordisco en el cuello y
succiono un poco.
—¿Estás intentando marcarme? —pregunta sin
detenerme.
—No, sólo te estaba saboreando.
Me mira, me besa en la boca y sus enormes
brazos me rodean la
espalda.
—¿Desayunamos?
Tengo hambre y quiero que Jesse coma algo,
pero la verdad es que no
me apetece moverme de la cama. Le doy un
rápido beso en los labios y me
deslizo por su cuerpo hasta que estoy recostada
bajo su axila.
—Estoy muy a gusto —digo. La punta de mi dedo
lo acaricia desde el
pecho hasta la cicatriz, de arriba abajo y
vuelta a empezar.
—Te quiero, señorita. —Flexiona una rodilla y
me deja salirme con la
mía. Qué novedad.
—Lo sé.
—¿De verdad? —pregunta, no muy seguro
La pregunta me pilla por sorpresa. Pues claro
que lo sé. Me lo dice a
todas horas, y si me quiere tanto como yo a
él, me quiere muchísimo.
Infinito, en realidad. Por favor, no me digas
que también duda de eso. Lo
miro.
—Sí.
Me sube encima de él y luego me pone de
espaldas contra el colchón.
Me sujeta por las muñecas y me mira desde
arriba.
—No sé si lo sabes —replica. Su mirada es
ardiente y está muy serio.
¿A qué viene esto ahora?
—Me lo dices siempre. Claro que lo sé.
—Intento soltarme las
muñecas para poder cogerle la cara pero no me
libera.
—Las palabras no bastan, Ava. —Está muy, muy
serio.
—¿Por eso me pones a prueba con tu forma
imposible de ser? —
pregunto para intentar animarlo.
No me gusta lo abatido que parece. Ojalá no se
preocupara pensando
que voy a abandonarlo, intentando que lo
quiera y preguntándose si sé lo
mucho que él me quiere. Todo eso quedó claro
hace tiempo.
—Todo lo que hago es porque estoy locamente
enamorado de ti.
Nunca antes me había sentido así. Nunca. —Casi
me está echando la
bronca, como si lo cabreara sentirse de ese
modo—. Me vuelvo loco sólo
de pensar que puedo perderte. Se me va la
cabeza por completo. Créeme,
soy plenamente consciente. —Me besa en los
labios—. Te saco de tus
casillas, ¿no?
¡Dios del cielo! ¿Está reconociendo que es
imposible?
—Eres un poco difícil, pero eres mi hombre
difícil y te quiero, así que
vale la pena la frustración.
—Tú también eres difícil, señorita —declara,
tajante.
Abro unos ojos como platos.
—¿Yo?
¡Este tío está como una regadera!
—Pero yo también te quiero, y vales con creces
todos los dolores de
cabeza.
Qué a gusto le llevaría la contraria. En
cuanto me da lo que quiero —
el hecho de reconocer cómo es—, destroza el
momento acusándome de ser
aún peor que él.
¿Difícil, yo?
Empiezo a defenderme pero me hace callar con
sus labios carnosos y
me distraigo al instante. Sabe lo que se hace.
Relajo la lengua (la tengo
dolorida de tanto usarla) y me abandono al
ritmo de sus caricias. Aún no
me ha soltado las muñecas. Su boca es lo más
maravilloso del mundo.
Me da un pico.
—Sabía que eras la mujer de mi vida en cuanto
te vi.
¿La mujer de su vida? Esto me interesa.
Perseveró de tal manera e
insistió tanto al comienzo de nuestra relación
en que debíamos estar juntos
y que yo era suya que me tenía intrigadísima.
Me acaricia la oreja con la nariz.
—La mujer que iba a devolverme a la vida —dice
con tono de que es
evidente, ese que usa cuando dice algo que
sólo él entiende. ¿Es que estaba
muerto?
—¿Cómo lo supiste? —Parece que hoy tiene ganas
de hablar, así que
debo aprovechar y sonsacarle toda la
información que pueda.
Me mira directamente a los ojos. Es una mirada
cargada de
significado.
—Porque mi corazón volvió a latir —susurra.
Se me hace un nudo en la garganta. Me ha
dejado de piedra. Lo que ha
dicho es muy serio y muy profundo, y estoy
algo abrumada. No sé qué
decir. Este hombre devastador me mira como si
fuera lo único que hay en
el universo.
Tiro de las muñecas hasta que me suelta y lo
abrazo como si no
hubiera nada ni nadie más en el mundo.
Para mí, no hay nadie más.
No sé cuáles son los porqués ni los detalles
que hay detrás de esa
afirmación, pero el poder de esas palabras lo
dice todo. No puede vivir sin
mí. Yo tampoco podría vivir sin él. Este
hombre es mi mundo.
Permanece muy quieto encima de mí y me deja
abrazarlo hasta que
me duele el cuerpo.
—¿Puedo darte de comer? —pregunto cuando mis
muslos empiezan a
protestar a gritos.
Me levanta de la cama, todavía aferrada a él,
me saca del dormitorio y
me baja por la escalera.
—Se me va a olvidar cómo usar las piernas
—digo cuando llegamos
abajo y se dirige a la cocina.
—Entonces te llevaré en brazos a todas partes.
—Ya quisieras. —Sería la excusa perfecta para
tenerme todo el día
pegada a él.
—Me encantaría. —Me sonríe y me deja sobre el
mármol.
El frío se extiende por mi trasero y me
recuerda que los dos estamos
en pelota picada. Admiro su culo perfecto
cuando se acerca a la nevera y
coge varias cosas de desayuno y un tarro de
mantequilla de cacahuete.
Me bajo de la isleta.
—Se suponía que iba a prepararte yo el
desayuno —digo apartándolo
de en medio—. Siéntate —le ordeno a
continuación, muy digna.
Me sonríe y coge el tarro de mantequilla de
cacahuete antes de
retorcerme el pezón y salir corriendo hacia un
taburete.
—¿Qué te apetece? —pregunto metiendo el pan en
la tostadora. Me
vuelvo y veo que ya tiene un dedo dentro del
tarro.
—Huevos fritos —dice con el dedo en la boca
mientras intenta
reprimir la risa.
Miro mi cuerpo desnudo. Debería vestirme si
quiere cualquier tipo de
frito. Vuelvo a mirarlo y compruebo que ha
perdido la batalla contra la
sonrisa. Está encantado.
—Tú preparas el mío y yo preparo el tuyo.
Recorro su torso desnudo con la mirada y
arqueo las cejas.
Se saca el dedo de la boca.
—Salvaje.
Volvemos la cabeza hacia la puerta de la
cocina al oír la puerta
principal. Miro a Jesse con unos ojos como
platos. Tiene el dedo cubierto
de mantequilla de cacahuete suspendido en el
aire y la misma cara de
sorpresa que yo.
Salta y, al mismo tiempo, el bote de
mantequilla de cacahuete cae de
la isleta y se hace añicos contra el suelo,
llenándolo todo de cristales. Me
entra el pánico.
—¡Mierda! ¡Es Cathy!
«¡Dios del cielo, ayúdame!»
¡Anoche le arranqué la cabeza y ahora la voy a
recibir desnuda! Y,
para colmo, su lasaña quemada todavía está en
un rincón de la cocina... Me
va a odiar. No hay forma de salir de la cocina
sin que nos vea. Jesse está
petrificado, tan atónito como yo. Seguro que a
Cathy no le importa pillarlo
como su madre lo trajo al mundo. Aterrizo en
la realidad. Dejo de mirar
con ojos golosos a mi hombre y corro al otro
lado de la cocina.
—¡Mierda! —chillo al sentir un dolor agudo en
el pie—. ¡Ay, ay, ay!
—Sigo andando, pese al dolor.
Jesse viene detrás de mí, riéndose a mandíbula
batiente mientras los
dos subimos corriendo la escalera.
—¡Esa boca! —dice dándome un azote en el culo.
—¡Santo Dios! —oigo que dice Cathy cuando
llegamos a lo alto de la
escalera.
¿Qué pensará de nosotros? Corro en pelota
picada al dormitorio y me
escondo debajo de las mantas. Me quiero morir.
No voy a poder mirarla a
la cara nunca más.
Jesse se sienta en la cama.
—¿Dónde estás? —dice buscando entre las
sábanas hasta que
encuentra mi cabeza debajo de una almohada—.
Te pillé.
Me da la vuelta y hunde la cara entre mis
tetas.
—Has hecho enfadar al conserje y ahora has
dejado pasmada a mi
asistenta.
—¡No te rías! —Me tapo la cara con las manos
en un gesto de
absoluta desesperación.
Jesse se ríe a carcajadas.
—Enséñame esa herida. —Se sienta sobre los
tobillos y me agarra el
pie.
—Duele —protesto cuando me pasa el dedo por el
talón.
—Te has clavado un cristal, nena. —Me besa el
pie y salta de la cama
—. ¿Tienes unas pinzas?
Me quito un brazo de la cara y señalo en
dirección al cuarto de baño.
—En el neceser del maquillaje —gruño.
No me puedo creer que la asistenta de Jesse me
haya pillado desnuda.
Es horrible, soy lo peor. Necesito una bata de
estar por casa.
La cama se hunde por el peso de Jesse. Me coge
el pie.
—No te muevas —me ordena con dulzura.
Contengo la respiración y me tapo la cara sólo
con las manos, pero
toda la vergüenza desaparece cuando siento la
lengua ardiente de Jesse
lamiendo la sangre que brota de mi pie. Su
caricia me hace estremecer y
aparto las manos para poder mirarlo. Se me
tensan los muslos. Me sonríe,
porque sabe lo que me pasa, y le brillan los
ojos. Coge el trozo de cristal
con los labios.
—¿Qué haces?
—Voy a sacarlo —dice con la boca pegada a mi
pie. Me succiona el
talón, se aparta antes de coger las pinzas y
se centra en lo que tiene entre
manos .
Sonrío al ver cómo la arruga hace su
aparición.
—Ya está. —Me da un beso en el pie y lo
suelta. La verdad es que
apenas me ha dolido—. ¿De qué te ríes?
—De tu arruga de la frente.
—No tengo ninguna arruga en la frente
—replica, ofendido.
—Sí que la tienes.
Se me echa encima.
—Señorita O’Shea, ¿me está usted diciendo que
tengo arrugas?
Ahora la sonrisa me llega de oreja a oreja.
—No. Sólo te sale cuando te concentras o
cuando estás preocupado.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Vaya. —Frunce el ceño—. ¿La ves ahora?
Me río y me muerde una teta. Me hago una bola
debajo de él.
—Vístete —dice, y me besa en los labios—. Iré
a ver si Cathy ya ha
dejado de gritar.
Se me hiela la sonrisa en la cara cuando Jesse
menciona a la pobre
asistenta, que acaba de ver mi culo en primer
plano.
—Vale.
—Te veo abajo. —Me da un último beso en la
boca—. No tardes.
—Vale —refunfuño como la niña pequeña y
gruñona que soy.
Se levanta y se pone un pantalón de pijama de
cuadros. Luego me deja
para ir a tranquilizar a la asistenta.
Me doy una ducha para dejar de pensar en la pobre
mujer y me pongo
un vestido de flores —que seguro que es
demasiado corto— y unas
sandalias planas. Me hago una coleta y lista.
Entro en la cocina nerviosa, avergonzada y
temblorosa. Jesse me mira
por encima de su plato —un bagel con huevos
revueltos y salmón—, y me
dedica una de sus sonrisas. Su pecho desnudo
hace que me olvide de que
soy lo peor y me percato de que pone mala cara
al ver lo corto que es mi
vestido. Paso de él.
—Aquí está. Cathy, te presento a Ava, el amor
de mi vida —dice
dando palmaditas en el taburete a su lado.
Cathy se vuelve desde la nevera para mirarme.
Me pongo como un tomate y le pido disculpas
con la mirada. Me
siento mucho mejor cuando veo que ella también
se ruboriza. He estado tan
preocupada por sentirme tan avergonzada que había
olvidado que ella
también se ha llevado un buen susto. Me siento
junto a Jesse, que me sirve
un poco de zumo de naranja.
—Me gusta tu vestido —sonríe —. Un poco corto
pero de fácil
acceso. Nos lo quedamos.
Lo miro horrorizada y le pego una patada en la
espinilla. Él se echa a
reír y le hinca los dientes al bagel. Su
comportamiento me tiene
anonadada, pero me alegro de que no me haya
hecho subir a cambiarme ni
haya proscrito al pobre vestido para siempre.
—Encantada de conocerte, Ava. ¿Quieres
desayunar? —me dice
Cathy. Su voz es cálida y amable. No me lo
merezco.
—Igualmente, Cathy. Me gustaría mucho,
gracias.
—¿Qué te apetece? —Me sonríe. Tiene un rostro
muy dulce.
—Tomaré lo mismo que Jesse, por favor.
No me sorprendería si se da la vuelta y me
dice que me meta el bagel
por el culo, pero no lo hace. Asiente y sigue
con lo suyo.
Cojo mi vaso de zumo y a continuación miro a
Jesse. Está muy
satisfecho. Me alegro de que mi vergüenza le
haga tanta gracia. Seguro que
no estaría tan tranquilo si Cathy fuera un
hombre. Acerco la mano a su
regazo, la meto por debajo del pantalón y le
cojo la polla. Da un salto, se
golpea la rodilla con el mármol y se atraganta
con la comida. Cathy se da
la vuelta, asustada de ver a Jesse
atragantándose, y corre a ofrecerle un
vaso de agua. Él lo coge y hace un gesto de
agradecimiento.
—¿Estás bien? —pregunto muy preocupada
mientras le acaricio la
polla erecta muy despacio.
—Sí, estoy bien. —Su voz es aguda y forzada.
Cathy se va a preparar mi desayuno y yo sigo
siendo mala con la
entrepierna de él. Deja el bagel, respira
hondo y me mira con los ojos muy
abiertos.
Ignoro su cara de sorpresa y le paso el pulgar
por el glande húmedo
antes de volver a la base. La siento latir en
mi mano y está húmeda por el
semen que escapa por la punta. Lo recojo y lo
deslizo arriba y abajo por su
erección de acero.
Lo miro.
—¿Bien? —digo, y sacude la cabeza de
desesperación.
Estoy en mi salsa. Esto no había pasado nunca.
Debe de tenerle mucho
respeto a Cathy, porque sé que, con cualquier
otra persona delante, a estas
alturas ya me habría sacado en brazos de la
cocina.
—Aquí tienes, Ava. —Cathy me sirve mi
desayuno.
Suelto a Jesse como si fuera una brasa y me
meto el pulgar en la boca
antes de centrarme en mi desayuno. Él coge
aire y me clava la mirada.
—Gracias, Cathy —digo alegremente.
Le doy un gran mordisco a mi bagel.
—Cathy, esto está delicioso —le digo mientras
ella mete los platos en
el lavavajillas. Me mira y sonríe.
Los ojos de Jesse siguen clavados en mí
mientras disfruto de mi
bagel, así que me vuelvo despacio para
enfrentarme a él y me encuentro
con que su cara es una mezcla de horror y
sorpresa.
Enarca las cejas y, con un gesto de la cabeza,
señala la puerta de la
cocina.—
Arriba, ahora —dice levantándose—. Gracias por
el desayuno,
Cathy. Voy a ducharme. —Me mira y yo asiento.
—De nada —responde Cathy—. ¿Tienes la lista de
mis tareas de hoy?
Estoy falta de práctica y veo que no has hecho
nada de nada, salvo romper
puertas y agujerear paredes. —Se seca las
manos en un trapo de cocina y le
dedica a Jesse una mirada de desaprobación.
Él no se vuelve para mirarla a la cara porque
está ocultando la enorme
tienda de campaña que la erección levanta en
sus pantalones. Mentalmente,
me anoto un tanto. Qué bueno...
—¡Ava te lo dirá en cuanto me haya ayudado con
una cosa que debo
hacer arriba! —grita por encima del hombro
antes de desaparecer.
¿Yo? No sé qué es lo que hace Cathy ni qué
quiere él que haga hoy, y
tampoco tengo la menor intención de seguirlo
escaleras arriba y terminar
lo que he empezado.
Me quedo sentada en mi sitio y respiro hondo
para reunir la confianza
en mí misma que necesito.
—Cathy, quería disculparme por lo de ayer y
por lo de antes.
Pone cara de no darle importancia.
—No te preocupes, cariño. De verdad.
—Ayer fui una maleducada, y antes... en fin...
No sabía que iba a venir
nadie. —Me arden las mejillas mientras me como
el último bocado de
bagel.—
Ava, de verdad, no te preocupes. Jesse me dijo
que habías tenido un
día horrible y que olvidó decirte que iba a
venir hoy. Lo entiendo. —Me
sonríe y se sacude el polvo del delantal. Es
una sonrisa sincera. Me cae
bien Cathy. Tiene aspecto de buena persona,
con el pelo corto y gris, sus
faldas de flores y su cara dulce.
—No volverá a ocurrir —digo. Llevo el plato al
lavavajillas y, cuando
voy a abrirlo, ella me lo quita de las manos
antes de que haya podido
meterlo.
—Ya me encargo yo. Tú sube y ayuda a mi chico
con lo que sea que
necesite de ti.
Sé exactamente para qué me necesita y no
pienso ir a ninguna parte.
Que se las arregle solito. Me mata decirle que
no, pero su cara era para
morirse.
—Ya se las apañará.
—De acuerdo. ¿Repasamos mi lista de tareas?
Tengo un día para cada
cosa, pero he estado fuera tanto tiempo que
más vale empezar de cero. —
Saca un cuaderno y un lápiz del bolsillo del
delantal y se prepara para
tomar notas—. Debería comenzar por lavar y
planchar la ropa.
—La verdad es que no lo sé. —Me encojo de
hombros—. No vivo del
todo aquí —le susurro.
Me gustaría añadir que he sido secuestrada y
me han obligado a
mudarme en contra de mi voluntad.
—¿Ah, no? —Está perpleja—. Mi chico ha dicho
que sí.
—Es una conversación que tenemos pendiente —le
explico—. No le
gusta que le digan que no. Al menos, que yo le
diga que no.
La frente brillante de la mujer se llena de
arrugas.
—¿Qué me dices? ¡Pero si mi chico es un amor!
Me atraganto.
—Sí, eso me han dicho. —Si alguien más me dice
que es un amor, un
tío que se toma las cosas con calma y tal, voy
a vomitar.
—Es muy agradable tener a una mujer en casa
—dice cogiendo un
limpiador de debajo del fregadero—. Mi chico
necesita una chica —añade
para sí.
Sonrío al ver el afecto con el que Cathy habla
de Jesse. Me pregunto
cuánto hace que trabaja para él. Jesse dijo
que era la única mujer sin la que
no podía vivir, aunque sospecho que las cosas han
cambiado.
Rocía el mármol con limpiador antibacterias y
le pasa el trapo.
—Si lo prefieres, esperaré a Jesse.
—Sí, gracias —digo—. Tengo que hacer unas
llamadas. —Mi móvil
se está cargando, pero no veo mi bolso—.
Cathy, ¿has visto mi bolso?
—Te lo he guardado en el armario ropero,
cariño. Ah, y le he pedido a
Clive que se encargue de la puerta del
ascensor.
Qué vergüenza.
—Gracias.
Cojo el móvil y voy a buscar mi bolso. Seguro
que piensa que, además
de maleducada, soy una desordenada, una
vándala y una exhibicionista.
Encuentro el bolso y miro el móvil. Tengo dos
llamadas perdidas de
mamá y un mensaje de texto de Matt. Qué
pesadez. Debería borrarlo, pero
me puede la curiosidad.
No sé qué me pasó. Lo siento. Bss.
Se me ponen los pelos de punta y borro el mensaje.
Sólo me faltaría
que lo viera Jesse. Ya me ha pedido perdón
otras veces, y lo que me tiene
mosca es cómo se ha enterado de que estoy
saliendo con Jesse. Debería
llamar a mi madre antes que nada, pero tengo
una amiga que tiene mucho
que contarme. Tarda en contestar. Sé que
estará mirando la pantalla y
preguntándose qué decir.
—¡Eres socia! —la acuso directamente cuando
contesta.
—¿Y? —Va a hacer como que no tiene
importancia, pero sé que la
pregunta le molesta.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque no es asunto tuyo.
—¡Gracias! —Estoy muy ofendida. Nos lo
contamos todo.
—Es pura diversión, Ava. —La noto impaciente.
Ya he oído eso antes pero sé que no es toda la
verdad. Sé que le gusta
Sam, y no entiendo cómo el hecho de sumergirse
en su estilo de vida va a
ayudarla a conseguir lo que quiere. Es un
desastre en potencia.
—No te lo crees ni tú. ¿Por qué no quieres
admitir que hay más?
—¿Qué quieres decir? —Parece sorprendida,
sorprendida de que me
haya atrevido a hacer la pregunta del millón.
—Que Sam te gusta de verdad —le digo, ya
harta.
Se burla.
—¡No!
—No tienes arreglo.
¿Por qué no se traga el orgullo y lo admite?
¿Qué daño va a hacerle?
A mí me lo puede contar.
—Hablando de no tener arreglo, ¿qué tal Jesse?
Joder, Ava, ¡ese
hombre tiene un buen gancho!
Me echo a reír.
—Ya ves. Matt intentó besarme antes de que
llegara él. Luego le dijo
a Jesse que nos habíamos besado. Estoy segura
de que Matt se ha
despertado con un ojo morado.
—¡Me alegro! —Kate se ríe, y yo no puedo
evitar la sonrisita de
satisfacción que brilla en mi cara. Se lo
tenía merecido.
—Sabe lo de Jesse con la bebida —añado, y
ahora ya no me río.
—¿Cómo? —inquiere; está tan sorprendida como
yo.
—Ni idea. Oye, tengo que llamar a mi madre. Te
veo luego.
—¡Claro! —Está emocionada. A mí, en cambio, no
me hace ninguna
ilusión la cena de esta noche—. ¡Allí nos
vemos!
—Adiós. —Cuelgo y marco el número de mi madre
antes de que
mande una partida de búsqueda.
—¿Ava? —Su voz chillona me hiere los tímpanos.
—¡Mamá, no grites!
—Perdona. Matt ha vuelto a llamar.
«¿Qué?»
Voy a la sala de estar y me siento. Cualquier
esperanza de que mi
madre me animara acaba de irse al infierno.
—Ava, dice que te has ido a vivir con un
alcohólico empedernido que
tiene muy mal carácter. ¡Le pegó una paliza a
Matt!
Me hundo en una silla y levanto la vista al
cielo tremendamente
cabreada. ¿Por qué no puede ese gusano de
mierda volver al agujero oscuro
del que salió y morirse de una vez?
—Mamá, por favor, no vuelvas a hablar con él
—suplico.
No se puede ser más rastrero, mira que
soltarles esa mierda a mis
padres. Lo único que ha conseguido es que me
reafirme en mis
conclusiones: es una serpiente mentirosa.
—Pero ¿es verdad? —insiste ella, y me la puedo
imaginar
compartiendo una mirada de preocupación con mi
padre.
—No exactamente. —No puedo mentir del todo.
Algún día averiguará
dónde estoy—. No es como dice Matt, mamá.
—Entonces ¿qué pasa?
No puedo contárselo por teléfono. Hay
demasiadas explicaciones que
dar y no quiero que juzgue a Jesse. Quiero
matar a Matt.
—Mamá, tengo que irme a trabajar —digo. Una
mentirijilla no la
matará.
—Ava, estoy muy preocupada por ti.
Ya lo noto. Odio a Matt por hacerme esto, pero
su mensaje decía que
lo sentía. ¿Eso fue antes o después de llamar
a mis padres y ponerlos al
corriente de mi vida amorosa? Debería enviar a
Jesse a que le partiera la
cara otra vez.
—Mamá, no te preocupes, por favor. Matt quería
que volviera con él.
Se me echó encima mientras recogía las cosas
que aún tenía en su casa y la
cosa se puso muy fea cuando lo rechacé. Jesse
sólo me estaba protegiendo.
—Intento darle los titulares y omito a
propósito las partes que lo pueden
dejar mal. Hay unas cuantas.
—¿Jesse? ¿No es ése el hombre con el que
estabas cuando te llamé el
fin de semana pasado?
—Sí —suspiro.
—Entonces no es sólo un amigo. —Lo dice en
tono de reproche. Ha
descubierto mi mentira piadosa y no le ha
hecho ninguna gracia.
—Hace poco que salimos. No es nada serio.
—Intento quitarle
importancia y me río para mis adentros. Ni yo
misma me creo lo que acabo
de decir.
—¿Y es alcohólico?
Doy un suspiro de hastío que sé que no le
gusta un pelo.
—No es alcohólico, mamá. Matt está despechado,
no le hagas ni caso
y no vuelvas a cogerle el teléfono.
—Esto no me gusta nada. Cuando el río suena,
agua lleva, Ava.
La verdad es que se la oye disgustada, y lo
entiendo. Nunca me he
alegrado tanto de que vivan tan lejos. No creo
que pudiera mirarla a la
cara.
—Tu hermano estará pronto en Londres —añade
amenazante. Sé que
en cuanto me cuelgue va a llamar a Dan para
contarle las novedades.
—Lo sé. Tengo que dejarte —insisto.
—Vale. Te llamo el fin de semana —dice de un
tirón—. Cuídate
mucho —añade con más dulzura. Nunca le gusta
terminar mal una
conversación.
—Lo haré. Os quiero.
—Nosotros a ti también, Ava.
Dejo el teléfono sobre mi regazo y me quedo
mirando las musarañas.
¿Va a seguir jodiéndome la vida? La tentación
de llamar a la madre de
Matt es enorme. Nunca he sido de su agrado ni
ella del mío. Su precioso
hijito adorado lo hace todo bien, así que
llamarla para contarle la de
cuernos que me ha puesto sería inútil. Dios, a
mis padres les va a dar un
ataque.
Cierro los ojos e intento borrar de mi mente a
los ex novios odiosos y
a los padres preocupados. Nada, no funciona.
Cuando vuelvo a abrirlos,
Jesse me está mirando con las manos apoyadas
en los reposabrazos de la
silla.
Su enorme sonrisa desaparece en cuanto ve mi
expresión.
—¿Qué ocurre? —pregunta, muy preocupado.
No quiero decírselo. Lo último que necesito es
volver a lo que pasó
ayer.
—Cuéntamelo. No más secretos.
—Vale —digo cuando se pone en cuclillas para
que nuestros ojos
queden a la misma altura.
Me coge la mano.
—Venga, cuéntamelo.
No quiero empezar el día a malas con la furia
de Jesse.
—Matt llamó a mis padres y les ha contado que
estoy viviendo con un
alcohólico empedernido que le pegó una paliza
—suelto lo más rápido que
puedo, y me preparo para la tormenta.
Se demuda y se muerde el labio inferior. He
cambiado de opinión, no
quiero que Jesse le haga una cara nueva a
Matt. Por la mirada que tiene,
creo que lo mataría.
Espero pensativa a que sopese lo que sea que
está sopesando.
—No soy alcohólico —masculla.
—Lo sé —digo con toda la convicción de que soy
capaz, aunque creo
que mi tono parece condescendiente.
No le gusta que lo llamen alcohólico, y ahora
me pregunto si tiene
razón o si está en modo negación. Parece muy
enfadado. Ojalá no le
hubiera dicho nada.
—Jesse, ¿cómo lo sabe? —inquiero.
Se pone de pie.
—No lo sé, Ava. Tenemos que hablar con Cathy.
¿Eso es todo? ¿No va a indagar y a
averiguarlo?
—¿Por qué tenemos que hablar con Cathy?
—pregunto secamente.
—Hace tiempo que no viene. Hay cosas que
necesita saber. —Me
tiende la mano y dejo que me ayude a
levantarme.
—¿Como qué?
—No lo sé. Por eso tenemos que hablar con
ella. —Me arrastra a la
cocina.
Le suelto la mano.
—No. Tú tienes que hablar con ella. Es tu casa
y tu asistenta —replico
negando con la cabeza. Acabo de ganarme una
buena.
—¡Nuestra! —Me agarra por el culo y me atrae
hacia sí—. Se te da
muy bien tocarme las pelotas. Lo que me
recuerda —me restriega la
entrepierna— que lo de antes ha sido cruel y
en absoluto razonable.
Arquea una ceja.
—Te he estado esperando arriba y no has
aparecido.
Se me escapa la risa.
—¿Y qué has hecho?
—¿Tú qué crees?
Me echo a reír a carcajadas al pensar en mi
pobre hombre teniendo
que recurrir a una paja rápida porque yo soy
una cría y una
calientabraguetas. Se me pasa la risa en
cuanto vuelve a restregarme la
entrepierna. Lo miro a los ojos. Le brillan de
felicidad. Conozco su
jueguecito y, estando Cathy en la cocina, sé
que no va a terminar lo que
empiece. Me revuelvo en sus brazos y me
enderezo.
—Lo siento —digo con una sonrisa, aunque lo
cierto es que no lo
siento en absoluto.
Me mira mal con sus ojazos verdes. La ira ha
desaparecido, gracias a
Dios.
—Ya lo creo que lo vas a sentir. —Me atrapa—.
No vuelvas a hacerlo.
Me da un señor morreo y se va. Me quedo
mareada y desorientada.
Le lanzo una mirada asesina.
—Ve a hablar con tu asistenta —digo; se me da
fatal fingir que no me
afecta.—
¡Nuestra! ¡Por todos los santos, mujer! —Aprieta
la mandíbula de
la frustración—. ¡Eres imposible!
«¿Yo?»
—Ve a hablar con la asistenta. Necesito hacer
las paces con Clive. —
Lo dejo enfadarse a gusto—. Adiós, Cathy —digo
al salir del ático.
Bajo tímidamente del ascensor. Ya me he ganado
a Cathy, ahora tengo
que recuperar al conserje. Necesito purgar mi
alma. Me río por dentro.
Unas míseras disculpas no van a bastar, y
Clive ya está al tanto de lo de la
puerta del ascensor. Debe de estar muy
enfadado conmigo.
Lo pillo recogiendo el correo.
—Buenos días, Clive.
Cierra el buzón y alza la mirada. Me odia.
—Ava —contesta con cero amabilidad. Es más que
formal. Está muy,
muy cabreado.
—Clive, lo siento mucho.
—Me has causado muchos problemas —dice negando
con la cabeza
de vuelta a su mostrador—. Y no sé qué le ha
pasado a la puerta del
ascensor. Eres un torbellino, Ava.
¿Yo? Pongo los ojos en blanco. No voy a
defenderme.
—Lo sé. ¿Cómo puedo compensarte?
Me apoyo con los codos en el mostrador y pongo
mi cara más
angelical.
—No me mires así, jovencita —me recrimina.
Le dedico una caída de ojos y él intenta no
sonreír, pero las comisuras
de los labios lo delatan. Ya casi lo tengo.
—¿Cuál es tu bebida favorita? —A los jubilados
les encanta el
whisky.
Levanta la vista del correo. «¡Bingo!»
—Un Glenmorangie Port Wood Finish —dice
mientras se le ilumina
la cara.—
Hecho —digo. Y Clive sonríe—. Y de verdad que
lo siento mucho.
No sé qué me pasó.
Lo sé perfectamente: Jesse Ward. Eso me pasó.
—Está olvidado. Ten, tu correo. —Me da un par
de sobres.
—Gracias, Clive.
Salgo a la luz del día, me pongo las gafas y
meto los sobres en el
bolso. Hace un día precioso y tengo muchas
ganas de pasarlo con don
Imposible.
—Vas a tener que hablar con Cathy —dice Jesse
saliendo del Lusso
detrás de mí—. Quiere saber cuáles son nuestros
platos favoritos,
productos de higiene personal y no sé qué más.
—Está claro que el tema lo
supera.
Lo veo acercarse, con su metro noventa de puro
músculo. Sonrío.
Nunca me cansaré de mirarlo. Lleva los
vaqueros gastados colgando de las
caderas y una camiseta blanca que le marca un
poco los bíceps. Lleva
puestas las Wayfarer y no se ha afeitado. Está
para comérselo.
—¿De qué te ríes? —pregunta la mar de
contento.
—¿No te parece raro no saber esas cosas? —Mi
voz es crítica, porque
tengo razón. Es absurdo que ignoremos esas
cosas tan básicas el uno del
otro.
Me coge de la mano y sigue andando.
—¿Adónde quieres llegar?
—Pues que no sabemos nada el uno del otro. —No
me lo puede negar.
Es la pura verdad.
Se detiene.
—¿Cuál es tu comida favorita?
Frunzo el ceño.
—El salmón ahumado.
—Lo sabía —sonríe—. ¿Qué marca de desodorante
usas?
Pongo los ojos en blanco.
—Vaseline.
Levanta la vista al cielo y suelta un falso
suspiro de alivio.
—Ahora ya te conozco mucho mejor —se burla—.
¿Contenta?
Se cree muy listo. Lo que no quiere es admitir
que no es normal no
saber esas cosas.
—¿Vamos a ir en coche? —pregunto cuando me
abre la puerta del
acompañante.
—No vamos a ir andando, y no uso el transporte
público. Sí: vamos a
ir en coche. Además, tenemos que pasar un
momento por La Mansión para
comprobar que todo está listo para esta noche.
Creo que voy a disimular un gruñido. Genial,
me pido la jornada libre
para estar con Jesse y me arrastran a La
Mansión día y noche. Me subo al
coche y espero a que Jesse se siente a mi
lado.
Nos dirigimos a la ciudad. El tráfico de la
hora punta no parece
molestar a Jesse. Oasis canta Morning glory, y
Jesse la tararea mientras
tamborilea con los dedos sobre el volante.
Como siempre, conduce como
un loco y sin la menor consideración. Éste es
el Jesse que se toma las cosas
con calma, ese del que me habla todo el mundo.
Ante los últimos
descubrimientos, siento como si me hubieran
quitado un peso de encima.
Sé que tiene un pasado, uno muy sórdido, pero
es su pasado. Me quiere. De
eso no me cabe duda.
—¿Qué? —Me pilla con una sonrisa estúpida en
la cara.
—Estaba pensando en lo mucho que te quiero.
—Lo digo como si
nada mientras bajo un poco la ventanilla. Hace
calor aquí dentro.
—Lo sé. —Me acaricia la rodilla—. ¿Adónde
vamos?
Fácil.
—A Oxford Street. Todas las tiendas que me
gustan están en Oxford
Street. Hace una mueca de desaprobación.
—¿Todas las tiendas?
—Sí.
Pero ¿qué le pasa?
—¿No hay una a la que vayas siempre?
¿Sólo una? ¿Cree que voy a encontrar un
vestido en la primera tienda
que pise?
—También quiero unos zapatos nuevos. Y puede
que un bolso. No
vamos a encontrarlo todo en una sola tienda.
—¡Yo sí! —Se ha quedado de piedra al saber que
pretendo arrastrarlo
por más de una tienda. No me imagino a Jesse
comprando ropa. Los
hombres lo tienen mucho más fácil que las
mujeres. Si está esperando una
experiencia similar, lo tiene crudo.
—¿Tú adónde sueles ir?
—A Harrods. Zoe me viste siempre. Es rápido e
indoloro.
—Sí, porque pagas por un servicio —respondo,
cortante.
—No hay nada mejor, y es dinero bien
invertido. Son los mejores —
afirma, convencido—. Además, como no vas a
pagar tú los vestidos, puedo
elegir cómo vamos a comprar.
—Un vestido, Jesse. Me debes un vestido —le
recuerdo. Se encoge de
hombros y no me hace ni caso—. Un vestido
—repito.
—Muchos vestidos —dice por lo bajo.
¡No! No va a comprarme la ropa. Ya fui de
compras con él una vez y
casi le da un ataque de epilepsia al ver el
largo del vestido. Sí, sólo compré
aquel trapo tan caro para vengarme de él, pero
fue porque el muy dictador
pretendía decirme qué me podía poner y qué no.
Quiere comprarme ropa
para poder elegirla él.
—¡No vas a comprarme ropa! —digo con todo el
enfado que siento.
Me mira como si tuviera dos cabezas.
—¡Ya lo creo que sí!
—Va a ser que no.
—Ava, esto no es negociable y punto. —Retira
la mano de mi rodilla
para cambiar de marcha.
—Cierto, no es negociable. Mi ropa me la
compro yo.
Pongo la música a todo volumen para ahogar su
respuesta. No voy a
ceder. ¡Mi ropa me la compro yo y punto!
Oasis llena el silencio el resto del camino.
Jesse se está mordiendo el
labio inferior y los engranajes de la cabeza
se mueven tan de prisa que casi
puedo oírlos. Sonrío porque, si no
estuviéramos en un lugar público, me
echaría un polvo de entrar en razón ahora
mismo. Como no puede ser, tiene
que maquinar otra cosa para salirse con la
suya.
Aparca y me mira.
—Tengo una propuesta —me dice, confiado.
Los engranajes. No me cabe duda de que el
resultado de la propuesta
será que él se saldrá con la suya.
—No voy a negociar contigo, y no puedes
echarme un polvo de entrar
en razón, ¿verdad? —digo muy segura al salir
del coche.
Jesse salta del asiento y viene junto a mí. Me
clava la mirada.
—¡Esa boca! Ya me debes un polvo de
represalia.
—¿Perdona?
—Por tu pequeño numerito del desayuno.
Sabía que no iba a salir impune.
—Digas lo que digas, no vas a comprar mi ropa
—replico, altanera.
Me viene a la mente el comentario de Jesse
acerca de comprar sólo
vestidos. Lo decía en serio.
—Escúchame —protesta—. Mi oferta te va a
gustar —sonríe. Su
confianza en sí mismo ha vuelto, y me pica la
curiosidad. Lo estudio un
instante y sonríe aún más. Sabe que ha llamado
mi atención.
—¿Qué? —pregunto. ¿Con qué va a cautivarme?
Los ojos le brillan de satisfacción.
—Si me dejas que te regale las compras —me dice
poniéndome un
dedo en la mandíbula para cerrarme la boca
cuando ve que voy a poner
peros—, te diré cuántos años tengo.
Cierra el trato con un beso.
«¿Qué?»
Lo dejo que me bese hasta dejarme sin más
pegas, ahí, en mitad de las
aceras de Londres. Una vez más, estoy poseída
por este hombre que me
pone un dedo encima y me deja inconsciente.
Gime en mi boca, se separa y
me coge en brazos.
—Ya sé cuántos años tienes —digo pegada a sus
labios.
Se aparta un poco y me mira fijamente.
—¿Estás segura?
La mandíbula me llega al suelo.
—¡Me mentiste!
¿No tiene treinta y siete años? ¿Cuántos
tiene, entonces? ¿Más?
—Dímelo —exijo, muy seria.
—No. Primero las compras y luego las
confesiones. De lo contrario,
puede que te rajes. Sé que las chicas guapas
juegan sucio. —Sonríe y me
deja en el suelo.
—¡No! —Es obvio que voy a jugar sucio—. ¡No me
puedo creer que
me mintieras!
Me lanza una mirada inquisitiva.
—No me puedo creer que me esposaras a la cama.
Ya. Yo tampoco, pero parece que todo el
esfuerzo fue inútil. Me coge
de la mano y cruzamos la calle en dirección a
la tienda.
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