Recupero la consciencia con Jesse acostado entre mis piernas y
frotándome
la nariz con la suya. Me obligo a abrir los ojos.
—Buenos días, señorita.
Refunfuño y me desperezo a gusto. Qué bien he dormido. Cuando me
despierto, noto la erección matutina de Jesse entre las piernas.
Una sonrisa
asoma en las comisuras de sus labios.
Me contoneo debajo de él.
—Buenos días.
Con un solo movimiento, se adentra en mí. Por lo que se ve, hoy ya
es
un gran día. Me agarro a sus bíceps tensos y él se apoya en los
antebrazos y
marca un ritmo firme y constante.
Abre los ojos.
—Me encanta el sexo soñoliento contigo.
Contemplo su rostro tranquilo y sereno y dejo que me arrastre al
paraíso. Me despierta de golpe cuando me da la vuelta, sin salir
de mí, y de
repente estoy a horcajadas sobre él. La gravedad me hace más
sensible a su
invasión.
—Móntame, Ava. —Tiene la voz ronca y los ojos hambrientos le
brillan con la luz de la mañana. Me coge de las caderas y yo
planto las
palmas de las manos en sus pectorales.
Lo miro.
—¿Mando yo?
Sonríe.
—A ver qué se te ocurre, nena.
Levanta las caderas para ponerme en movimiento.
¡De acuerdo! Lo miro fijamente a los ojos parduzcos y medio
dormidos y, con cuidado, me aparto de sus caderas. Me mantengo
unos
segundos en el aire para provocarlo un poco y observo incendiarse
su cara,
ansiosa de fricción. Entonces, despacio, bajo de nuevo con igual
precisión
para que me penetre hasta el fondo, lo más adentro posible, hasta
que noto
que me toca el útero. La sensación hace que Jesse entre en
barrena.
Echa la cabeza atrás y gime con tanta fuerza que rebota en el
dormitorio. Sonrío para mis adentros. Es mi oportunidad de
recuperar el
poder y voy a aprovecharla al máximo.
—¿Otra vez? —pregunto llena de confianza en mí misma. Esto va a
encantarme.
—¡Sí, joder! —jadea.
—Cuidado con esa boca —me burlo, y vuelvo a levantarme y a caer
con total precisión mientras me restriego en círculos contra él.
Repito el
tortuoso movimiento una y otra vez observando cómo se desmorona
debajo
de mí. Levanta las manos para acariciarme los pechos, traza
pequeños
círculos con los pulgares alrededor de los pezones duros. Vuelvo a
levantarme y hago una pausa en el punto álgido. Tiene los ojos
cerrados y
la boca entreabierta. Me cuesta mantener el control encima de él.
—¿Bajo?
—Sí, por Dios.
Desciendo de nuevo y veo cómo se le deforma el rostro, un síntoma
claro de su sufrimiento. No va a poder soportarlo mucho más
tiempo.
Percibo el esfuerzo en su mandíbula tensa y en la frente arrugada.
Gime y
me aprieta los pechos con más fuerza, lo cual logra enviar una
sensación
punzante y dolorosa a mi sexo. Yo sí que no voy a poder soportarlo
mucho
más tiempo. Estoy a punto de correrme y necesito que él también lo
esté
cuando descienda.
Me alejo de nuevo y observo cómo espera que vuelva a descender
despacio. No lo hago. En vez de eso, lo dejo sin aliento y caigo
con fuerza,
empalándome hasta el fondo en su sexo. Muevo las caderas en
círculo, con
fuerza, más adentro.
—¡Por Dios bendito! —ruge y al instante gotas de sudor le perlan
la
frente. Recoloco las caderas para asegurarme la penetración
perfecta y me
aprieto contra él con más intensidad. Sí, voy a hacer que me
supliques.
—Joder, joder, joder, Ava. ¡Voy a correrme!
—Espera —ordeno.
Abre los ojos sorprendido. Están llenos de desesperación. Vuelvo a
mover las caderas, él cierra los párpados con fuerza y la arruga
de su ceño
se hace más profunda que nunca. Le está costando la vida. Sólo
necesito
uno más...
—Ava, no puedo —me implora.
—¡Mierda! Espera.
—¡Esa boca! —grita con los ojos todavía cerrados para poder
concentrarse mejor. Lo está matando.
—¡Que te den, Jesse!
Abre los ojos de golpe a modo de advertencia ante mi lenguaje
vulgar,
pero me importa un carajo. Apoyo las manos con fuerza en las suyas
y uso
los músculos de las piernas para levantarme otra vez, quedar
suspendida
sobre él y hundirme de golpe para que se clave del todo en mí.
Vuelvo a levantarme
—¡Ahora! —grito, y me dejo caer con todas mis fuerzas. Mi cuerpo
explota y entro directamente en órbita. Apenas soy consciente de
los
gemidos ahogados de Jesse cuando noto que me invade un líquido
tibio que
calienta todo mi ser. Caigo sobre su pecho hecha un ovillo
exhausto.
Misión cumplida.
Me quedo derrumbada sobre él, derritiéndome al ritmo de sus dedos,
que me acarician la espalda. Su erección en retroceso palpita de
manera
constante en mi interior. Los latidos de ambos corazones chocan
entre
nuestros pechos mientras intentamos recobrar el aliento. Los dos
estamos
repletos.
—Me encanta el sexo soñoliento contigo —susurro.
Me besa en la coronilla.
—Excepto por esa boca tan sucia que tienes. —Su voz está llena de
desaprobación.
Me río y lo miro. Le paso los dedos por la mejilla sin afeitar. Me
encanta cuando no se ha afeitado. Inclina la cabeza hacia mi
caricia, me
besa los dedos y me devuelve la sonrisa.
—No creo que podamos llamar a esto sexo soñoliento, nena.
—¿No?
—No. Tendremos que pensar en un nombre nuevo.
—Vale —accedo, completamente satisfecha. Vuelvo a apoyar la
mejilla en su pecho y dibujo espirales alrededor de su pezón
dorado.
—¿Cuántos años tienes, Jesse?
—Veintinueve.
Me río con sorna, pero de repente se me ocurre que no tendré forma
de saber cuándo llegaremos a su verdadera edad. Yo apuesto por
treinta y
cuatro. Son ocho años más que yo, puedo vivir con eso.
Suspiro.
—¿Qué hora es?
Una hora más me vendría de perlas.
Me aparta de su pecho.
—Me olvidé el reloj abajo. Iré a ver.
—Necesitas un reloj aquí —gruño cuando se levanta de la cama y me
deja helada y desnuda sin él.
—Me quejaré a la decoradora.
No le hago ni caso. Doy media vuelta y me acurruco abrazada a la
almohada. Ésta es la cama más cómoda en la que haya dormido nunca.
Hice un buen trabajo.
—Las siete y media —lo oigo gritar desde abajo.
Me levanto de un brinco.
—¡Mierda!
Salto de la cama y corro a la cocina.
—Tienes que acercarme a casa.
Se sienta, tranquilo y relajado, en un taburete de la barra de
desayuno.
Está en cueros y comiendo mantequilla de cacahuete directamente
del tarro
con el dedo.
—Tengo cosas que hacer hoy —dice sin mirarme.
¡Me pone enferma! Sin duda, es una estratagema para retenerme
aquí.
Al fin y al cabo, dijo que no iba a poder andar y sí que puedo.
Cogeré el
metro y solucionado. Busco mi ropa por el suelo, donde la tiré
anoche: ni
rastro.—
Jesse, ¿dónde está mi ropa?
Se mete un dedo cubierto de mantequilla de cacahuete en la boca,
lo
chupa y se lo saca despacio con un pequeño «pop».
—No tengo ni idea —dice muy serio y como si la cosa no fuera con
él.
¿Dónde la habrá escondido, el muy traidor? No puede estar lejos.
Busco por el apartamento levantando, apartando, abriendo puertas
de
armarios y mirando detrás de los muebles. Vuelvo a la cocina y me
lo
encuentro ahí sentado todavía, desnudo y tan guapo que hasta me
cabrea.
Mi frenesí no le afecta lo más mínimo.
No tengo tiempo para esto. No puedo llegar tarde a trabajar.
—¿Dónde está mi puta ropa? —grito.
—¡Esa puta boca!
Lo miro y sacudo la cabeza. Lo siguiente que hará será lavarme la
boca con jabón.
—Jesse, nunca había dicho tacos hasta que te conocí... Tiene
gracia,
¿no crees? Necesito ir a casa para poder arreglarme e ir a
trabajar.
—Ya lo sé.
Y se mete en la boca otro dedo cubierto de mantequilla de
cacahuete.
—¿Dónde está mi ropa? —Intento preguntarlo con calma, pero si no
me la devuelve ya mismo voy a volver al modo cabreo. No puedo
llegar
tarde. —Está... por ahí. —Sonríe con el dedo en la boca.
—¿Dónde es por ahí? —pregunto mientras pienso lo mal que me cae
hoy el Jesse travieso.
—Si te lo digo, tendrás que darme algo a cambio.
¡La mujer cabreada está aquí!
—¿Qué? —le grito.
—No bebas mañana por la noche. —No hay emoción en su rostro.
Lo miro con furia y lo veo luchar para controlarse y no echarse a
reír.
¡Cerdo conspirador! Me tiene acorralada, desnuda, llego tarde a
trabajar y
necesito que me lleve a casa.
De pie, considero el trato. Si soy sincera, no pensaba
emborracharme
mucho, especialmente después de mi actuación del sábado pasado. Ni
siquiera le he preguntado todavía a Kate si está libre, pero no
quiero que
don Controlador piense que puede dictar todos y cada uno de mis
movimientos. Como dar la mano y que te tomen el brazo.
—¡De acuerdo!
Total, ¿cómo va a enterarse de si me tomo una copa?
Parece sorprendido.
—Ha sido más fácil de lo que creía. ¿Comemos juntos?
—Vale, pero ¡dame mi ropa!
—¿Quién manda aquí, Ava? —pregunta.
No tengo tiempo para llevarle la contraria.
—Tú. ¡Ahora tráeme mi ropa!
—Correcto.
Camina pavoneándose hacia la nevera —con un toque de arrogancia
extra dedicado a mí— y abre la puerta.
—Aquí tienes, señorita.
¿Estaba en el frigorífico? En fin, nunca se me habría ocurrido
buscar
ahí. Se la quito de las manos y me levanta una ceja en señal de advertencia.
Me da igual. Voy a llegar tardísimo. Observa cómo me pongo los
pantalones capri a tirones y dando saltitos como una loca. Doy un
respingo
cuando la tela fría me roza la piel.
—¿Me da tiempo a ducharme? —Lo pregunta en serio.
—¡No!
Se ríe, me da una palmada en el trasero y sale a paso lento de la
cocina.
Jesse me lleva a casa con su estilo de conducción habitual: tan
rápido
que da miedo y sin ninguna paciencia, pero hoy doy gracias.
Me espera en el coche haciendo llamadas mientras yo me ducho y me
arreglo en tiempo récord. Me pongo unos pantalones pitillo negros,
una
camisa blanca y mis bailarinas rojas de Dune. Lista para correr.
Mi pelo
está ingobernable porque anoche no me lo sequé con secador, así
que me
hago un recogido informal. Ya me maquillaré en el coche.
Corro por el descansillo y choco con Sam. Está medio desnudo. ¿Es
que ahora vive con nosotras? «¡Ponte algo de ropa encima!»
—Siempre vas corriendo, chica —se ríe. Paso junto a él como un
rayo
de camino a la cocina para coger un vaso de agua y tomarme la
píldora.
—¿Has pasado una buena noche?
Asiento mientras me bebo el agua. Él sigue de pie, sin ningún
pudor,
en la puerta de la cocina, hecho un desastre. No voy a preguntarle
si él
también ha pasado una buena noche. Está clarísimo.
—¿Dónde está Kate? —pregunto.
Sonríe.
—La he atado a la cama.
Abro los ojos como platos. No tengo ni idea de si lo dice en serio
o no.
Es un bromista.
—Dile que la llamo luego.
Espero a que Sam se aparte y me deje salir.
—Hasta luego —me despido ya corriendo escaleras abajo.
—¡Oye, dile a Jesse que no podré ir a correr hoy! —grita desde la
cocina.
Avanzo a toda velocidad por el sendero que lleva a la calle, donde
Jesse está mal aparcado y quitándose de encima a un guardia de
tráfico que
bloquea la puerta del copiloto. Espero a que el guardia termine de
leerle la
cartilla a Jesse, pero parece que tiene mucho que decir.
—Apártese para que la señorita pueda entrar en el coche —gruñe
Jesse. El guardia no le hace caso y empieza a soltar un discurso
sobre el
abuso verbal y la falta de consideración hacia otros usuarios de
la vía.
—Disculpe —intervengo. A ver si la educación funciona, ya que la
agresividad de Jesse parece no hacerlo. Pasa de mí. Maldición, voy
a llegar
supertarde.
—¡Por el amor de Dios! —Jesse abre la puerta, rodea el coche a
grandes zancadas y planta cara al guardia de pie sobre el asfalto.
El pobre
hombre empequeñece con claridad ante la presencia de Jesse y se
aparta a
toda prisa.
Me abre la puerta, espera a que me siente en el coche antes de
cerrarla
de un portazo, maldice un poco más y se sienta detrás del volante.
Salimos
rugiendo calle abajo, demasiado rápido.
—Sólo está haciendo su trabajo. —Bajo el espejo y empiezo a sacar
el
maquillaje.
—Fracasados hambrientos de poder incapaces de entrar en la Policía
—gruñe. Me mira y sonríe—. Estás preciosa.
Me río.
—Mira a la carretera. Ah, Sam dice que hoy no puede salir a correr
contigo.
—Cabrón perezoso. ¿Sigue allí? —pregunta mientras adelanta a un
taxi.
Me agarro a un lateral de mi asiento. El maquillaje va a acabar
esparcido por todas partes.
—Tiene a Kate atada a la cama —murmuro a la vez que me aplico la
máscara de pestañas.
—Es probable.
Me vuelvo hacia él con el cepillo para pestañas suspendido ante
mis
ojos.
—No pareces sorprendido.
—Porque no lo estoy. —Me mira con el rabillo del ojo.
¿No está sorprendido? ¿A Sam le van los rollos raros?
—No quiero saberlo —farfullo, y vuelvo a centrarme en el espejo.
—No, no quieres saberlo —dice tan pancho.
Paramos cerca de mi oficina, pero lo bastante lejos como para que
nadie me vea bajar del Aston Martin de Jesse. Sigo intentando
adivinar
cómo se tomaría Patrick todo esto. Jesse no ha mencionado la
ampliación
desde el domingo, y no creo que a mi jefe le haga gracia que le
diga que no
estoy diseñando nada para el señor Ward, sino que me lo estoy
tirando.
—¿A qué hora sales a comer? —pregunta. Me acaricia el muslo, lo
que me provoca las habituales punzadas de placer. No es momento de
ponerse cachonda, y eso es precisamente lo que consigue esa
caricia.
—A la una —digo con un gritito.
Dibuja círculos en mi muslo. Me tenso un poco.
—Entonces estaré aquí a esa hora.
—¿Justo aquí? —jadeo.
—Sí, justo aquí. —Detiene la mano entre mis piernas.
—Jesse, para. —Cierro los ojos e intento combatir las sacudidas de
placer.Mueve la mano hacia arriba y la sitúa justo en mi sexo, por
encima de
los pantalones.
Gimo.
—No puedo quitarte las manos de encima —dice con ese tono de voz
grave e hipnótico, ese que me nubla el sentido y la razón—. Y no
vas a
detenerme, ¿verdad?
Pues no. ¡Maldita sea!
Se inclina hacia mí, me coge por la nuca, me acerca a él y aumenta
las
caricias en mi núcleo. Cuando encuentra mi boca con los labios,
gimo. Me
arrastra hacia un ritmo celestial mientras me acaricia la lengua
con la suya,
lento pero seguro, para garantizarme el máximo placer. No puedo
creerme
que le esté dejando hacer esto en su coche a plena luz del día,
pero ha
provocado algo y no puedo entrar en la oficina con el anhelo de un
orgasmo abandonado y a la espera dentro de mí. Necesito aliviarme
o no
podré concentrarme en todo el día.
Las espirales de deseo se extienden e intensifican y la
preocupación
de que nos pillen desaparece sin más. Estoy loca por él. Logra
causarme
ese efecto de mil formas diferentes.
—No lo reprimas, Ava —dice en mi boca—. Te quiero en esa oficina
pensando en lo que puedo hacerte.
Llego al clímax y grito cuando aprieta los labios con fuerza sobre
los
míos; ahoga mis gemidos y suaviza la presión de su mano para
calmarme
otra vez. Suspiro contra sus labios.
—¿Mejor? —pregunta mientras me da pequeños besos en la boca.
Sí, mucho mejor. El Jesse molesto, travieso y enfurruñado de hace
una
hora ha desaparecido por completo.
—Ya puedo trabajar tranquila —suspiro.
Se ríe y me suelta.
—Bueno, me voy a casa a pensar en ti y a resolver esto. —Se pone
la
mano en la zona en que sus pantalones cortos de correr parecen una
tienda
de campaña.
Sonrío, me acerco a él y le planto un beso casto en los labios.
—Yo podría encargarme de eso —me ofrezco mientras acaricio su
erección con la palma de la mano. Abre unos ojos brillantes de
placer
cuando le meto la mano en los pantalones y saco su masculinidad
palpitante, aprieto la base y subo y bajo con la mano un par de
veces,
despacio.
Deja caer la cabeza hacia atrás contra el reposacabezas del
asiento.
—Joder, Ava. Qué gusto.
Sí que da gusto, pero en mi boca te gustaría aún más. Pero ¿qué me
pasa? Sigo con unas cuantas caricias controladas y la punta
comienza a
destellar. Jesse se tensa y gime en el asiento. No debe de
faltarle mucho.
Bajo la cabeza hacia su regazo y paso la lengua por la cabeza
vibrante de la
gloriosa polla. Trazo círculos en la punta húmeda. ¿Cuánto
aguantará?
Lanza un gemido grave, largo y profundo. Está claro que no le
falta
mucho.
Sin prisa, deslizo la lengua húmeda por el tronco, lo que hace que
se
agite un poco más. Después le envuelvo la punta con los labios y
me la
llevo lentamente hasta el final de la garganta.
Jadea.
—Eso es, nena. Hasta el fondo.
Me paro, noto que el tronco palpita contra mi lengua, exhalo
lentamente y vuelvo a la punta. Suspira agradecido.
—Sigue, justo así —me anima al tiempo que me pasa la mano por la
nuca.
Sonrío, suelto su erección y la dejo chocar contra su duro
abdomen.
Abre los ojos y yo me enderezo en el asiento y me limpio la boca.
—Me encantaría, pero ya me has hecho llegar bastante tarde al
trabajo. —Salgo del coche de un salto y chillo cuando intenta
cogerme.
—Ava, pero ¿qué coño haces?
Cruzo la calle de prisa, y de repente se me ocurre que quizá me
persiga y me cargue sobre los hombros. ¿Será capaz?
Me doy la vuelta cuando llego a la acera. Está de pie junto al
coche,
frotándose la entrepierna con una sonrisa siniestra dibujada en la
cara. No
puedo expresar mi alivio.
—¿Cuántos años tienes, Jesse? —le pregunto desde la otra acera.
—Treinta. Eso no ha estado bien, pequeña provocadora.
Le lanzo un beso y hago una pequeña reverencia. Él estira la mano
para cogerlo, pero la sonrisa maquiavélica no ha desaparecido.
Incluso
desde aquí puedo ver que la cabeza le echa humo, maquinando. Me
doy la
vuelta y me voy meneando el culo, satisfecha de mí misma, al menos
por
ahora. Al fin y al cabo, el que manda es él.
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