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01 Seduccion - Mi hombre Capítulo 25


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Capítulo 25
Nuestro viaje de vuelta al Lusso es el más largo de mi vida. La tensión
sexual que reina en el coche es realmente insoportable y Jesse se pone casi
violento cuando un conductor dominguero le bloquea el paso.
—A algunos no deberían darles el carnet. ¡Muévete!
Hace una maniobra ilegal y adelanta al otro coche en una calle de un
solo carril.
Se toca a menudo la entrepierna, y bajo la luz tenue del DBS veo el
sudor que brilla en su frente. Es un hombre con una misión. Derrapa, se
detiene ante las puertas electrónicas del Lusso y pulsa el mando a distancia
para abrirlas. Tamborilea con los dedos en el volante mientras espera
impaciente a que empiecen a moverse.
Sonrío.
—Te va a dar un ataque si no te tranquilizas.
El tamborileo cesa y me mira. Echa humo.
—Ava, me ha dado un puñetero ataque todos los días desde que te
conocí.—
Estás diciendo muchos tacos —murmuro cuando las puertas se
abren y avanza hacia el aparcamiento a toda velocidad y sin ningún
cuidado.
—Y tú vas a gritar mucho. —Lo dice sin una pizca de humor—. Fuera
—me ordena.
No me cabe duda de que así será, pero me encanta verlo tan frenético.
Me tomo mi tiempo para salir del coche y, cuando ya estoy erguida,
levanto la vista y veo que lo tengo enfrente.
—¿Qué haces? —pregunta sin poder creerse la calma con la que me lo
estoy tomando.
Miro el cielo negro de la noche y los muelles.
—¿Te apetece ir a dar un paseo?
Abre la boca de forma exagerada.
—¿Que si me apetece ir a dar un paseo?
—Sí. Hace una noche preciosa. —Vuelvo a mirarlo, pero no logro
esconder una sonrisa tonta.
—No, Ava. Lo que me apetece es follarte hasta que me supliques que
pare.
Se agacha, me coge por detrás de los muslos, me carga sobre los
hombros y cierra de una patada la puerta de su carísimo coche.
—¡Jesse! —El estómago se me sale por la boca a causa del
movimiento brusco—. ¡Puedo andar!
Entra a grandes zancadas en el vestíbulo del Lusso.
—No lo bastante rápido. Buenas noches, Clive.
Me abrazo a las lumbares de Jesse y levanto la cabeza. Clive me
observa mientras atravieso la sala tirada sobre el hombro de Jesse. ¿Qué
pensará de mí? La última vez que entré en el Lusso también me llevaban
en brazos...
—¡No estoy borracha! —grito antes de que Jesse me meta en el
ascensor. Introduce el código con furia y Clive desaparece de mi campo de
visión. En un momento de osadía, deslizo las manos bajo sus vaqueros, van
directas a su duro y fantástico trasero. Siento que sus músculos se tensan y
relajan bajo su piel suave y cálida cuando sale del ascensor.
—Nada de jueguecitos. Quiero estar dentro de ti. Como te pongas a
hacer tonterías te juro por Dios que... —Va muy en serio.
—Eres un romántico.
—Tenemos todo el tiempo del mundo para el romanticismo, señorita.
«¿Ah sí?»
Irrumpe en el ático y da un portazo a su espalda. Estoy un pelín
desorientada cuando me deja de pie en la cocina. Me quedo inmóvil ante
él, con las manos apoyadas en sus hombros, intentando recomponerme.
—¿Sabes? Es cierto que mañana no vas a estar en condiciones de
trabajar. —Su aliento cálido extiende una capa de condensación sobre mi
cara—. Desnúdate.
Estoy temblando descaradamente. Ordeno a mis manos que se aparten
de sus hombros, pero no me hacen ni caso. Intento controlarme, aunque me
resulta imposible cuando me mira de esa manera. Siento que me cubre las
manos con las suyas y las despega de su cuerpo. Me las pone sobre el
estómago.
—Empieza por la camisa. —Su voz es ronca, teñida por un dejo de
desesperación.
Puedo hacerlo, puedo ser atrevida.
—Entonces ¿yo estoy al mando? —pregunto, mientras me preparo
internamente para sus burlas.
No se mofa. Me mira. La sorpresa ante mi pregunta es evidente, pero
no se ríe. No puede tener el control continuamente.
—Si eso te hace feliz... —Se quita el Rolex y lo deja sobre la isla.
Pues sí, me hace muy feliz. Me suelto una arenga mental. Puedo
hacerlo. Puedo hacerlo. Respiro hondo y, mirándolo a los ojos sin ningún
pudor, me llevo las manos al primer botón de la camisa intentando que mis
dedos cooperen. Con cada botón que me desabrocho, más se tensa su rostro
y más atrevida me vuelvo yo. Si esto no es andarse con tonterías, no sé lo
que es.Me abro la camisa, la dejo así y observo cómo me recorre el torso con
la mirada mientras se pasa la lengua por el labio inferior. Saboreo su
reacción y me llevo las manos a los hombros para quitarme la camisa.
Acentúo el movimiento de mis pechos cuando la dejo deslizarse por mis
brazos. Como la diablilla hambrienta de sexo que soy, la mantengo a un
lado durante unos segundos mientras sus ojos vagan por mi cuerpo.
Entonces, cuando nuestras miradas vuelven a encontrarse, abro las palmas
de las manos con un gesto dramático y la dejo caer al suelo. Mis brazos
permanecen inertes a los costados. La mirada le arde y tiene la frente
húmeda. Lo estoy haciendo muy bien.
—Me encanta cómo te queda el encaje —susurra.
Sonrío. Estoy en racha. Bajo las manos con firmeza hacia el cierre de
los pantalones y, como quien no quiere la cosa, desabrocho un botón detrás
de otro mientras él me observa. Se le acelera la respiración con cada
segundo que pasa, y su autocontrol está tan mermado que tiene que
morderse el labio con mucha fuerza. Va a hacerse sangre.
Una vez desabrochados todos los botones del pantalón y con la
bragueta bien abierta, me quedo de pie con las manos metidas por ella,
lista para bajármelos. Pero no lo hago. Estoy fascinada con la reacción que
le provoca mi descarado striptease. Se han invertido los papeles.
Alza la mirada y me percato de que sus ojos arden de desesperación.
—Te los arrancaría en dos segundos.
—Pero no lo harás —digo con voz ronca y seductora. Mi presunción
me tiene alucinada—. Vas a esperar.
Me quito los zapatos de un puntapié. Salen volando unos metros más
allá.
Sigue su trayectoria antes de mirarme con las cejas levantadas.
—¿No lo estás llevando demasiado lejos?
Sonrío con dulzura mientras, centímetro a centímetro, me bajo los
capri por las piernas y los tiro lejos. Estoy de pie en ropa interior color
coral y de encaje delante de este hombre y he perdido todas la inhibiciones.
Es revelador. ¿Quién iba a pensar que yo podía ser tan atrevida? ¡Me gusta
estar al mando!
Acerca la mano para acariciarme el pecho.
—No —le digo con firmeza. Su mano queda flotando sobre mi
esternón. No llega a tocarme, pero el calor que emana de ella me lleva al
borde de la hiperventilación. Aquí estoy yo, diciéndole que espere, y tan
desesperada como él. Mi autocontrol vacila, pero la verdad es que me
encanta la sensación de poder.
—Que te jodan —farfulla cuando deja caer la mano.
—Adelante.
Sonríe con suficiencia.
—Suplícamelo.
¿Que suplique? ¿Cómo le ha dado la vuelta a la tortilla tan rápido? Va
a ser que no.
—Paso.
—Deja de tocarte el pelo, Ava. —Sus ojos se oscurecen aún más. Me
suelto el pelo y él baja la mirada—. Todavía llevas la ropa interior puesta.
Me miro.
—¿Y qué vamos a hacer al respecto?
—Yo no voy a hacer nada. —Se encoge de hombros—. A menos que
me lo supliques.
—No pienso hacerlo —digo con frialdad. No voy a rajarme ahora.
—Puede que nos quedemos así un rato, entonces.
—Eso parece.
—Quizá sigamos así hasta el sábado.
¡El muy tramposo! No puede dejarlo estar, ¿verdad? Lo miro mal y él
enarca las cejas. Así que estamos en tablas y ninguno de los dos quiere
hacer el primer movimiento. ¡Le toca a él! Él es quien ha dejado bien claro
que no toleraría ningún jueguecito...
¿Qué hago? ¿Qué hago? Entonces, se me ocurre:
—Lo siento, no puedo andarme con tonterías. Mañana tengo que
trabajar.
Doy media vuelta, dispuesta a marcharme, y oigo ese gruñido familiar
que tanto me gusta. Me rodea la cintura con el brazo y me levanta del
suelo. Me parto en dos sobre su antebrazo. No puedo evitarlo... Me da la
risa.
Se dirige a la isla de la cocina, me da la vuelta y me sienta sobre el
frío granito. Sus ojos transmiten el descontento que le ha producido mi
pequeña broma.
—¿Cuándo vas a escucharme, señorita? Nunca vas a ir a ninguna
parte. —Me abre de piernas, las mantiene separadas con su cuerpo y me
coloca las manos en la cintura. Está muy serio.
Aún estoy recobrándome del ataque de risa, pero me callo de
inmediato cuando tira de mí para acercarme a su entrepierna y su erección
da en el punto exacto. Gimo y le rodeo el cuello con los brazos.
—Y vigila esa boca —gruñe; la concentración-barra-preocupación no
le sienta bien a su frente. Esta vez es preocupación. ¿Va en serio lo de que
no vaya nunca a ninguna parte?
¿Qué? ¿Nunca?
—Lo siento —lo digo con sinceridad.
No debería jugar con él así. Está claro que tiene un problema con la
desobediencia.
—Sabes cómo sacarme de mis casillas —murmura—. A partir de
ahora haremos las cosas a mi manera.
—Siempre hacemos las cosas a tu manera.
—Cierto. A ver si te lo aprendes de una vez.
Se planta delante de mí, se quita el jersey y los Grenson de dos
patadas, y en un abrir y cerrar de ojos se deshace de los vaqueros y de los
bóxeres. Permanezco pacientemente sentada, más que contenta de ver
cómo se desnuda. Este hombre es un dios. Recorro con la mirada todas sus
maravillas, me detengo un instante en la cicatriz y me quedo mirando su
erección, gruesa y pulsante.
—Quedarse mirando es de mala educación —me dice suavemente.
Levanto los ojos de golpe hacia los suyos. No estoy muy segura de si
se refiere a que le mire la cicatriz o su hermosa virilidad. No me lo aclara.
Vuelve a mí, me rodea con los brazos para desabrocharme el sujetador y,
lentamente, me lo baja por los brazos y lo tira al suelo a sus espaldas.
Apoya las manos en el borde de la encimera, me observa mientras se
agacha y me coge un pezón con la boca. Traza círculos y lo acaricia
despacio con la lengua.
En un estado de deleite absoluto, suspiro y enredo los dedos en su pelo
mientras él divide la atención entre un pecho y otro. Echo la cabeza hacia
atrás y cierro los ojos para concentrarme en su atenta boca. La verdad es
que no me importa dejar que tome el control. Me encanta.
Su boca inicia un ascendente viaje de placer por el centro de mi
cuerpo que termina con un beso suave en mi barbilla.
—Levanta —me ordena agarrándome las bragas.
Me apoyo en la encimera y dejo que las deslice por mis piernas.
—Ahora vuelvo. Tengo hambre.
De mala gana, le suelto el pelo y se dirige a la nevera como su madre
lo trajo al mundo, sin ningún pudor. Me fascina más allá de lo
humanamente posible la visión de su culo duro, de esas piernas esbeltas y
de la espalda suave y poderosa. Sus andares son todavía mejores cuando
está en cueros.
—¿Disfrutando de las vistas?
Levanto la mirada y veo que está observándome. No sé cuánto tiempo
llevo soñando despierta. Podría pasarme la vida contemplándolo. Lleva un
bote de nata montada en la mano y sonríe antes de destaparlo, agitarlo
ligeramente y echarse un poco del contenido en la boca. Lo observo con
atención. Está muy orgulloso de sí mismo.
—¿Y eso en tu mundo es un alimento básico?
Vuelve junto a mí agitando el bote.
—Pues claro —dice muy serio mientras vuelve a colocarse entre mis
piernas y me levanta la barbilla con la punta de un dedo—. Abre.
Abro la boca y me apoya el tubo en la lengua. Presiona el seguro y
deposita una bola de nata en mi boca. La cierro y la nata se derrite en mi
lengua al instante.
Coloco las manos tras de mí y me apoyo sobre ellas mientras él me
recorre el torso con la mirada.
—A ver qué se le ocurre, señor Ward —lo reto.
Se le iluminan los ojos y me lanza una sonrisa arrebatadora.
—Está un poco fría —me avisa, y traza un sendero recto y
descendente por el centro de mi cuerpo. Doy un respingo ante la frialdad
inicial de la nata, que me cubre desde el cuello hasta donde comienza la
pelvis. Sonríe y echa un poco más justo allí. Miro el largo sendero de
bolitas blancas y siento que los pezones se me endurecen ante la
proximidad del frío. Da un paso atrás y sus ojos bailan de felicidad.
—Un poco típico, ¿no? —Miro su rostro satisfecho.
Se echa un poco más de nata en la boca.
—Los clásicos son los mejores.
Vuelve a marcharse. ¿Adónde va? Sigo sentada en la barra de
desayuno cubierta de nata y lo veo rebuscar por los armarios de la cocina.
—Aquí está —sentencia.
¿Aquí está qué? Abre un cajón, saca una espátula y vuelve a mi lado
dando golpecitos maliciosos a un tarro de crema de cacao. Se coloca otra
vez entre mis piernas, desenrosca la tapadera y la tira sobre la bancada de
mármol.
Arqueo una ceja, inquisitiva, aunque sé perfectamente qué está
tramando. Hunde la espátula en el tarro, saca una buena cantidad de crema
de cacao y me pega con la espátula en el pecho.
—¡Ay! —Me duele la teta del golpe.
Sonríe y empieza a trazarme círculos de chocolate alrededor del
pezón. El dolor combinado con los remolinos rítmicos hace que ronronee
desde lo más profundo de mi ser. La arruga de la frente de Jesse aparece en
cuanto empieza a morderse el labio. Continúa esparciendo la crema de
cacao por mi cuerpo, a ambos lados de la nata, dibujando círculos y
untándome allá por donde pasa.
Cuando vacía el tarro y ha cubierto todo mi torso a su gusto, deja los
instrumentos de trabajo a un lado y retrocede para admirar su obra. La
sonrisa que aparece en su hermoso rostro hace que quiera abalanzarme
sobre él y tirarlo al suelo. Está verdaderamente satisfecho consigo mismo.
—Mi pastelito de Ava —dice relamiéndose los labios.
Miro mi cuerpo embadurnado y luego sus ojos danzarines.
—Supongo que, ahora que ya te has divertido, debería ir a ducharme.
Hago ademán de moverme, pero en un abrir y cerrar de ojos me
detiene abrazándome, tal y como suponía que haría. Estoy pegada a él y
resbalo. Mis pechos se mueven cuando me río y se los restriego por el
torso, pero no en plan gilipollas.
—Qué lista —murmura, y se aparta. Hay hebras de chocolate y nata
entre nuestros cuerpos. Me toma las manos y me empuja con suavidad
hasta que estoy recostada del todo sobre la espalda, mirándolo—. Ni
siquiera he empezado aún a divertirme, señorita.
Sonrío.
—Estoy sucia.
—Ah, cómo me gusta esa sonrisa. No estarás sucia mucho más
tiempo. —Se agacha sobre mí y me pasa la erección por el sexo. Con el
dedo índice, dibuja un sendero de chocolate que comienza en mi pezón. No
aparta la mirada de la mía cuando se lo lleva a los labios y lo lame con el
deleite más espectacular.
—Hummm. Cacao, nata y sudor —dice con voz ronca.
Me estremezco bajo sus ojos penetrantes y siento el clítoris encendido
mientras me retuerzo contra la encimera bajo su embriagadora mirada.
Levanto los brazos para atraerlo hacia mí. Necesito tocarlo. Me deja
cogerlo, sus labios caen sobre los míos y apoya el pecho en mí, de modo
que nos restregamos y nos embadurnamos otra vez. La calidez de su cuerpo
sobre el mío me catapulta directamente al séptimo cielo de Jesse.
Mediante pequeños lametones, lo persuado para que saque la lengua y
sonrío contra sus labios cuando gime. Desliza un brazo bajo mis nalgas y
me levanta de la encimera, me sujeta mientras me tiene en alto y reclama
mi boca. Continúo con los brazos alrededor de su cuello y los dedos
enroscados en su pelo. Él sigue volviéndome loca de placer y yo estoy
retorciéndome bajo sus caricias.
Se aparta de mis labios y comienza a besarme desde la mejilla hasta la
oreja, rozando con sus adorables labios cada milímetro del camino e
intensificando la sensación de pesadez que se acentúa en mi entrepierna.
Lanzo un gemido grave y largo y mis dedos se enredan con fuerza en su
pelo cuando me muerde el lóbulo y tira de él con los dientes. Joder, voy a
levitar de placer.
—Jesse —jadeo, y arqueo la espalda.
—Lo sé —murmura en tono bajo junto a mi oído—. ¿Quieres que me
ocupe de ello?
—¡Sí! —grito.
Me da un beso tierno en el hueco de la oreja y me suelta con cuidado
hasta que quedo tumbada de nuevo boca arriba.
Con la parte superior del cuerpo y un brazo pegados a mí, me aparta
con suavidad el pelo de la cara. Lo observo estudiarme con atención,
percibo la marea de sus ojos verdes, su mente dando vueltas.
—Todo es mucho más llevadero contigo, Ava —afirma en voz baja
mientras busca algo en mis ojos.
Absorbo sus palabras. Su confesión me ha dejado de piedra. ¿Qué es
más llevadero? No puedo soportar la vaguedad de la frase, especialmente
ahora. Este hombre es más de lo que parece a simple vista, es más que
confianza en sí mismo y riqueza, más que alguien posesivo, gentil,
controlador y dominante. Podría seguir así toda la vida. Pero hay más.
Lo miro. Quiero hacerle preguntas pero, cuando tomo aliento para
hablar, deja caer la cabeza sobre mi pecho y pasea la lengua por mi ya
endurecido pezón, trazando círculos y lamiendo la crema de cacao. Me
aparto cuando lo muerde, la puñalada de dolor me hace arquear la espalda
y propulsar el pecho hacia él, lo cual lo obliga a retroceder un poco para
hacerme sitio.
—¿Te gusta? —pregunta.
—¡Sí!
—¿Quieres más de mi boca?
—¡Jesús, Jesse!
Emite un gruñido de satisfacción y divide la atención entre mis dos
pechos, recogiendo, mordiendo y chupando el chocolate de forma gradual y
meticulosa.
Gimo. Estoy sudada y pegajosa. Mis dedos continúan enredados en su
pelo mientras me estremezco bajo su lengua experta. Una caricia en mi
sexo bastaría para lanzarme a un estado de estupor desesperado.
—Ya estás limpia —dice mientras se aparta de mi cuerpo y entrelaza
la mirada con la mía—. Pero ella quiere más de mi boca.
Se lame los labios, se aparta de mí y el estómago me da un vuelco.
Dios mío, no voy a durar ni un segundo.
Me mira directamente al punto donde se unen mis caderas. Me coloca
las palmas de las manos en los muslos y los separa un poco más.
—Joder, Ava, estás chorreando.
Respira hondo y observo que el subir y bajar de su pecho se acelera.
Me lanza una breve mirada antes de agacharse de forma provocativa.
Cierro los ojos, tenso todo el cuerpo y espero la ráfaga del primer contacto.
Y ahí está. Una pasada de su lengua directamente por el centro de mi
sexo y una pequeña danza sobre mi clítoris para rematarlo.
—Ah... ¡Dios! —rujo. Me recompensa metiéndome dos dedos hasta el
fondo. Doy un respingo y me aparto un poco de forma involuntaria, pero
Jesse me pone un brazo en la barriga para mantenerme quieta.
—¿Quieres que pare? —Su voz es grave y mi reacción violenta.
Vuelve rápidamente a mi sexo, me penetra de nuevo con los dedos y me
acaricia levemente el clítoris con la lengua.
Al cabo de unos segundos noto una explosión que se cierne en el
horizonte y, tras un último lametón en el centro de mi punto más sensible,
me hago pedazos. Estoy perdida. Sacudo la cabeza a un lado y a otro, se me
escapa el aire de los pulmones en un suspiro largo y pacífico y mi corazón
galopante recupera un ritmo calmado y seguro.
Me lame con cuidado para ayudarme a cabalgar las últimas
pulsaciones del orgasmo y me deja caer hacia atrás con delicadeza
mientras gimo de pura satisfacción. Tiene una boca increíble.
En mi estado subliminal, siento que cambia de postura entre mis
piernas y me mete los dedos en la boca para que pueda lamer las gotas de
mi estallido.
—¿Has visto lo bien que sabes, Ava? —murmura mientras traza
movimientos circulares con el dedo en mi boca. Luego se lo lleva a la suya
y se asegura de saborearme entera con la lengua. Inclina la cabeza cuando
se acerca a mi cara y me mira a los ojos antes de posar con suavidad sus
labios sobre los míos y recorrerlos de un lado a otro—. Eres asombrosa.
Necesito estar dentro de ti.
Cambia de postura con rapidez, tira de mí y me clava su excitación
expectante. Grito ante la invasión inesperada y mi clímax en recesión
resucita.
«¡Jesús!»
—Me toca a mí —jadea, y sale y entra otra vez. Grito y estiro los
brazos por encima de la cabeza cuando él se aferra a mis caderas para
poder moverme adelante y atrás sobre el mármol de la cocina al ritmo de
sus arremetidas. Abro los ojos y veo que está sudando y tiene la mandíbula
apretada.
Los restos de nata y chocolate hacen que me deslice con facilidad
hacia él y una sensación hormigueante me invade la entrepierna; las
deliciosas embestidas de su potente cuerpo amenazan con hacerme
explotar el cerebro.
«¡Joder, joder, joder!»
—¿Te gusta, Ava? —grita entre mis gemidos.
—Dios, sí.
—No vas a volver a huir de mí, ¿verdad?
—¡No!
«¡Nunca!»
Me levanta hacia su cuerpo, se vuelve y mi espalda choca contra la
pared. Se me escapa un grito de sorpresa. He mentido. No estoy
acostumbrada a él, para nada. Y no sé si llegaré a acostumbrarme. Tiene
tanta potencia, tanta fuerza... y es tan grande. Soporto sus embestidas
decididas e incesantes mientras me empotra una y otra vez contra la pared.
Emito un grito tras otro.
En mi desesperación por controlar mi orgasmo inminente, encuentro
su hombro, me aferro a él con la boca y le clavo los dientes.
—¡Joder! —ruge. Oigo que su frente choca contra la pared detrás de
mí y sus caderas empujan hacia adelante con todas sus fuerzas.
Ya está.
Le suelto el hombro, echo la cabeza hacia atrás con un grito áspero y
exploto en un segundo orgasmo que me hace mil pedazos.
Se queda inmóvil de repente, con la respiración entrecortada y
violenta, y entonces lanza una última y potente estocada.
—¡Jesús! —gruñe y se sacude contra mí, dentro y fuera. Convulsiono
entre sus brazos y respiro de manera irregular intentando que llegue algo
de aire a mis pulmones.
«Terror y pavor. ¡Joder!»
Me aferro a él con los brazos y las piernas, cierro los ojos y me derrito
en su cuerpo.
Apenas soy consciente de que me lleva de vuelta a la isla de la cocina.
El movimiento hace que los restos de su erección me rocen la pared del
útero mientras sigo colgada de él deleitándome con su calor. Me tumbo
sobre la espalda cuando me baja y disfruto de la seguridad que me da su
pecho firme sobre el mío. Por instinto, paso los brazos alrededor de su
espalda cuando me baña la cara de besos tiernos.
Ay, Dios, estoy tan abrumada. Nunca me había sentido tan necesitada
ni deseada. El tiempo que he pasado con Jesse, el bueno y el malo, las
rabietas y el afecto, ha arrasado con cualquier otro sentimiento que haya
experimentado y no ha dejado ni rastro. Abro los ojos, sé que me está
mirando.
—Tú y yo —me susurra mientras me observa.
Cierro los párpados pesados y tiro de él para enterrar la cara en su
cuello. Me pierdo por completo en él.
—Necesitamos una ducha.
Abro los ojos con gran esfuerzo. Me está levantando de la barra de
desayuno. Sigo aferrada a Jesse y no tengo intención de soltarme.
—Quiero quedarme aquí —murmuro soñolienta. Estoy muy cansada.
Se ríe.
—Tú agárrate, que ya me encargo yo.
Y eso hago. Me agarro fuerte, con las piernas a su cintura y los brazos
a sus hombros, mientras me lleva por el ático, escaleras arriba, hacia el
cuarto de baño.
—Méteme en la cama —refunfuño cuando me deja sobre el lavabo
doble.—
Estás pegajosa, y yo también. Nos lavaremos los dos y luego ya
podremos meternos en la cama y acurrucarnos. ¿Trato hecho?
Se va a abrir el grifo de la ducha.
Lo miro con ojos soñolientos.
—No. Méteme en la cama —gruño.
—Ava, eres adorable cuando estás medio dormida.
Me recoge del lavabo doble y me mete en la ducha. Apoyo la cabeza
en el hueco de su cuello y no intento separarme de su cálido cuerpo. El
agua es una bendición.
—Te voy a soltar —me dice.
Me agarro a él con más fuerza. Se ríe.
—No puedo enjabonarte con las manos ocupadas.
—Quiero seguir pegada a ti.
Suspira y se apoya en la pared de azulejos conmigo abrazada a él. Me
mira y me da un beso tierno en la frente. Gime contra mi piel. A pesar de
que estoy muy dormida, respondo a su beso acariciándole el cuello con la
nariz y con un pequeño suspiro de satisfacción.
Aparta uno de los brazos de mí. Levanta la rodilla para sujetarme el
trasero mientras se inclina para coger el gel de ducha de una estantería. Lo
deja en el suelo antes de hacer lo mismo con el champú. Baja la rodilla,
vuelve a colocarme el brazo debajo de las rodillas flexionadas y, despacio,
se desliza pared abajo sujetándome con fuerza. Noto la firmeza del suelo
de la ducha cuando ambos quedamos sentados.
Sé que restrinjo sus movimientos, pero yo no me muevo y él no se
queja. Trabaja conmigo encima, sujetándome con un brazo. Me enjabona y
me enjuaga el pelo con la mano libre lo mejor que puede. Se toma su
tiempo a la hora de eliminar los restos de nata y crema de cacao de mi
cuerpo. Su mano se desliza con ternura y cuidado trazando círculos lentos
que me transportan a un estado de duermevela. Sigo abrazada a él. No
quiero soltarme nunca.
—Voy a cuidar de ti para siempre —susurra, y después aprieta los
labios contra mi sien.
Le quito una mano del cuello y se la paso por el pecho y los
abdominales; dibujo círculos lentos alrededor de su ombligo.
—Vale —concedo.
Por mí perfecto. No puedo pensar en nada que me resulte más natural,
ni ahora ni nunca.
Deja escapar una bocanada de aire, está agotado.
—Venga, vamos a secarte.
Me separo de él. Me cuesta mantenerme en pie. Estoy hecha polvo. Le
tiendo la mano y él la acepta de buena gana, aunque no lo ayudo nada
cuando se incorpora. Veo que aún tiene restos de crema de cacao en el
pecho, así que me agacho, cojo el gel de ducha y me echo un poco en la
mano.Me observa formar espuma entre las palmas y apoyarlas contra su
pecho. Luego las muevo a lo largo de su cuerpo. Tiene el pelo rubio ceniza
pegado a los firmes músculos del cuello.
Cuando termino, me inclino para darle un beso casto en el centro del
pecho. Levanto la mirada y veo que tiene los ojos cerrados y la cara
levantada hacia el techo. Me pongo de puntillas y le beso la garganta para
llamar su atención, pero tarda varios segundos en bajar el rostro hacia el
mío.
Le sonrío y me devuelve una pequeña sonrisa. No me convence y me
pregunto qué le está causando tanta angustia.
—¿Qué te pasa? —pregunto nerviosa.
—Nada. Todo va bien.
Me cubre las mejillas con las manos y me ofrece una sonrisa a
medias. Estudia mi rostro antes de cerrar el grifo de la ducha y salir de
ella. Se envuelve una toalla alrededor de la estrecha cintura.
Camino detrás de él y de inmediato me encuentro cubierta por una
toalla de baño. Me seca de pies a cabeza y elimina el exceso de humedad
de mi pelo.
—¿Quieres que te lleve en brazos? —me pregunta.
La verdad es que sí. Qué perezosa. Asiento y sonríe con aprobación.
Alza mi cuerpo desnudo entre sus brazos y me lleva a la cama. Me meto
bajo las sábanas y respiro hondo cuando apoyo la cabeza en la almohada.
El delicioso aroma a Jesse inunda mis sentidos. Qué bien voy a dormir
aquí.
Deja caer la toalla. Retiro las sábanas a modo de invitación y, en
cuanto lo tengo lo bastante cerca, me acurruco en su pecho y entierro la
cara bajo su barbilla. Mi aliento cálido rebota contra su cuello y vuelve a
mi cara. Flexiono una rodilla y coloco una pierna entre sus muslos.
Estoy envuelta en él y es el lugar más tranquilo y agradable del
mundo.
—Eres demasiado cómodo —susurro en su garganta.
—¿Sí?
—Sí.
—Me alegro. A dormir, pequeña. —Me da un beso en la coronilla y
me aprieta contra él. No hay lugar para la distancia entre nosotros.

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