Me siento a mi mesa soñando despierta, con la mente ocupada en The One
y en los distintos tipos de polvo. Si —en mi pequeño mundo
perfecto—
acabo teniendo una relación con Jesse, ¿será siempre así? ¿Él dará
las
órdenes y yo a obedecer? Es eso, o que me folle con diferentes
propósitos o
que me someta a una cuenta atrás y me torture hasta que ceda o me
supere
físicamente y me obligue a hacer lo que él quiere. No niego que en
la cama
tiene su gracia, pero ha de haber cierto toma y daca, y no estoy
segura de
que Jesse sepa dar, a menos que se trate de sexo. La verdad es que
en eso es
muy bueno. Me encrespo cuando llego a la conclusión de que, sin
duda, se
debe a que ha tenido mucha práctica. Rompo el lápiz. ¿Qué? Miro el
trozo
de madera partido en dos que tengo en la mano. Huy.
—Qué pronto has llegado, Ava.
Sally entra en la oficina y me echo a reír para mis adentros. Ayer
vi a
una Sally que no conocía.
—Sí, me he levantado temprano. —Me quedo con ganas de añadir que
es porque un capullo neurótico me hizo ponerme un jersey de
invierno para
dormir y me he despertado sudando a mares.
Se sienta a su mesa.
—Intenté llamarte ayer después de que te fueras.
—¿Sí?
Frunzo el ceño, pero entonces me doy cuenta de que debí de borrar
la
llamada perdida de Sally junto con las decenas de llamadas
perdidas de
Jesse.—
Sí. El hombre furibundo vino a la oficina al poco de que te
marcharas.
—¿Vino?
Debí de imaginármelo.
—Sí, y no estaba de mejor humor.
Me hago una idea. Sonrío.
—¿Le diste un achuchón?
Suelta una carcajada y se deja caer hacia atrás en la silla sin
parar de
reír. No puedo evitar unirme a ella y me río a gusto. Se está
desternillando
en su mesa.
Patrick llega y nos mira a las dos, exasperado, antes de entrar en
su
despacho y cerrar la puerta tras de sí.
«¡Mierda!»
—¿Estaba Patrick? —pregunto.
Se quita las gafas y las limpia con la manga de su blusa marrón de
poliéster.
—¿Cómo? ¿Cuándo vino el lunático? No, estaba recogiendo a Irene en
la estación de tren.
Dejo escapar un suspiro de alivio. Pero ¿en qué estaba pensando
Jesse? Es un cliente. No puede venir a mi oficina y usar su
influencia para
mangonear a todo el mundo. A duras penas puedo excusar su
comportamiento como la clásica queja de un cliente. Ya me ha
sacado una
vez a rastras de la oficina.
La puerta del despacho se abre y la repartidora de flores entra
con
dificultad —otra vez la chica del Lusso— con dos voluminosos
ramos.
—¿Entrega para Ava y Sally?
Sally casi se desmaya en su mesa. Apuesto a que nadie le ha
enviado
flores nunca. Aunque yo ya sé de parte de quién son. Es un cabrón
lisonjero.
—¿Para mí? —dice Sally cuando coge el colorido ramo de las manos
de la chica de reparto. Lo agita en dirección a mi despacho.
—Gracias —sonrío, y cojo el ramo de calas antes de firmar por las
dos. Sal tiene cara de que va a pasarse el resto del día soñando
despierta.
—¿Qué dice la tarjeta, Sal? —le pregunto cuando veo que la recorre
de izquierda a derecha con la mirada.
Se reclina y se pone la mano en el corazón.
—Dice: «Por favor, acepta mis disculpas. Esa mujer me vuelve
loco.»
¡Ay, Ava! —Me mira emocionada—. ¡Cómo me gustaría a mí volver así
de loco a un hombre!
Pongo los ojos en blanco y saco de entre las flores la tarjeta dirigida
a
mí. Apuesto a que no es una disculpa. Sally no opinaría lo mismo
si tuviera
que aguantar el comportamiento neurótico e irracional de Jesse.
¿Que yo lo
vuelvo loco? Es de traca.
Abro la tarjeta.
ERES LA MUJER A LA QUE LLEVO ESPERANDO TANTO TIEMPO...
UN BESO, J.
Mi lado cursi babea un poco, pero la parte sensata de mi cerebro
—la
que no está completamente loca por Jesse— grita en seguida que la
mujer
de su vida es la que se pone de rodillas y cumple todas sus
órdenes,
instrucciones y exigencias. Soy consciente de que, aunque eso es
exactamente lo que he hecho en muchas ocasiones, también he de
mantener
mi identidad y mi forma de pensar. Es tremendamente duro, porque
este
hombre me afecta muchísimo. Ya se he hecho con mi cuerpo... Más
bien,
se ha apoderado de él.
Suena el teléfono e ignoro la punzada de decepción que siento
cuando
oigo el tono estándar, pero no puedo pasar por alto la de pánico
cuando veo
el nombre de Matt en la pantalla. ¿Qué querrá?
—Hola —saludo con todo el aburrimiento que quería aparentar.
—Ava, pensaba que no lo cogerías. —Su tono es de cautela, como no
podría ser de otra manera después de la que me armó. Ni yo sé por
qué he
contestado.
—¿Y eso? —Mi voz destila sarcasmo. El gusano tiene agallas para
llamarme, después de lo que me dijo y de cómo se portó.
—Perdona, Ava. Me pasé mucho. Fue un cúmulo de cosas. Mi jefe me
dijo que van a recortar personal y, en fin, me puse de los
nervios.
Adorable. ¿Por eso quería volver conmigo? ¿Quería tener
estabilidad
económica por si perdía su trabajo? ¡Capullo insolente! ¿Es
consciente de
lo que me ha dicho?
—Lamento la situación —contesto con sequedad.
—Gracias. He puesto las cosas en perspectiva. Te he perdido y
ahora
quizá pierda el trabajo. Todo está patas arriba. —La voz le
tiembla de
emoción.
Suspiro.
—Todo irá bien —intento consolarlo—. Eres muy bueno en tu trabajo.
Lo es. Tiene la confianza en sí mismo —demasiada confianza en sí
mismo— que debe tener un comercial.
—Ya. En fin, sólo quería hacer las paces contigo.
Me parece bien siempre y cuando no empiece otra vez con el
discurso
de «quiero que vuelvas conmigo». ¿En qué estaba pensando?
—Está bien. No te preocupes. Ya nos veremos, ¿vale?
—Sí. Podríamos volver a comer juntos... Como amigos —añade a
toda velocidad—. Todavía tengo algunas cajas con tus cosas.
—Las recogeré la semana que viene. Cuídate, Matt. —Ignoro su
sugerencia de quedar para comer.
—Tú también.
Cuelgo y lanzo el teléfono sobre la mesa. Por muy cretino que sea,
no
le deseo que se quede en paro. Le irá bien. Me quito a Matt de la
cabeza y
me concentro en sacar algo de trabajo adelante. Finjo que no miro
el móvil
cada diez minutos para comprobar que está encendido y con el
volumen
alto. ¿Por qué no me ha llamado?
Voy caminando por nuestra calle después de haber comprado una
botella de vino y diviso a Kate a lo lejos, saltando en medio de
la calzada
como la loca pelirroja que es. Al acercarme, me fijo bien.
Aparcada junto a
Margo hay otra furgoneta rosa chillón, pero nuevecita y reluciente. ¡Por
fin
ha invertido en una furgo nueva! Ya era hora.
—Bonita furgo —le digo cuando me aproximo.
Se da la vuelta, los ojos azules le bailan y tiene las mejillas
pálidas
sonrojadas.
—¿Tú sabes algo de esto?
«¿Yo?»
—¿Por qué iba a saber algo?
—Acabo de llegar a casa y estaba ahí aparcada. Me he quedado un
rato contemplándola, luego he entrado en casa y he tropezado con
las
llaves junto a la puerta. Mira.
Me pone las llaves delante de las narices, lo que me obliga a
mirar la
nota que cuelga de un hilo en el llavero.
NI UN MORATÓN MÁS EN EL CULO, POR FAVOR.
«¡No!» No habrá sido capaz. Recuerdo lo tremendo de su reacción al
ver mis maltrechas posaderas.
—¿Has hablado con Sam? —pregunto.
—Sí. Dice que hable con Jesse.
—¿Por qué te habrá dicho eso? —quiero saber.
—Está claro: porque cree que Jesse es el comprador misterioso. —
Pone los ojos en blanco—. Si el señor me ha comprado una furgoneta
para
que no vuelvas a hacerte cardenales en el culo, pues... ¡tengo que
decir que
me encanta que tengas la piel tan delicada como un melocotón!
Esto no está bien.
—Kate, no puedes aceptarla.
Me mira disgustada y sé que no habrá forma humana o divina de
obligarla a que devuelva la furgoneta. Su mirada dice que está
encantada.
—¡Ni de coña! No intentes hacer que la devuelva. Ya la he
bautizado.
—¿Qué? —A mi voz le falta mucha paciencia.
Pasa los dedos, largos y pálidos, por el capó.
—Te presento a Margo
Junior.
Se recuesta sobre la furgoneta y acaricia el metal rosa.
Sacudo la cabeza, exasperada, y me voy a casa. Ahora todavía le
gusta
más ese tonto imposible. ¿De qué va? ¿Flores para Sally y una
furgoneta
para Kate? Ah, ¿y qué hay de arrojar las divisas de su majestad la
reina de
Inglaterra sobre la mesa de la cocina como si fueran trapos de
cocina?
—¡Me la llevo a dar una vuelta! —grita Kate.
No le contesto, sino que subo la escalera y me voy directa a la
cocina
para meter las flores en un jarrón y descorchar la botella de
vino. Me
termino la primera copa y me voy a la ducha. ¿Le ha comprado una
furgoneta a Kate?
Me tomo mi tiempo para quitarme el día de encima y me dejo la
crema suavizante en el pelo cinco minutos mientras me paso la
cuchilla.
Cierro el grifo, escucho la canción de The Stone Roses que llevo
todo el
día desesperada por oír y casi me parto el cuello al salir de la
ducha para
echar a correr por el descansillo. El teléfono deja de sonar y la
pantalla se
ilumina: ocho llamadas perdidas.
No, no, no. Debe de estar tirándose de los pelos. Lo llamo
mientras
cruzo el descansillo hacia el salón. Miro por la ventana para ver
si Kate ha
vuelto.
No está, pero Jesse sí está dando vueltas por el sendero del
jardín con
el mismo aspecto divino de siempre. Lleva vaqueros y un jersey
fino azul
marino. Sonrío, un hormigueo me recorre el cuerpo de pies a cabeza
con
sólo mirarlo. Pulsa los botones del teléfono como un poseso y, tal
y como
esperaba, mi móvil se me ilumina en la mano.
«¡Ajá!»
—¡Hola! —digo tranquila y como si no pasara nada.
—¿Dónde diablos estás? —me ladra por teléfono. No hago caso de su
tono de voz.
—¿Y dónde estás tú? —contraataco. Por supuesto, sé perfectamente
dónde está. Me quedo de pie junto a la ventana, viendo cómo se
pasa la
mano por el pelo. Pero entonces desaparece de mi vista en el
rellano de la
puerta principal.
—Estoy en casa de Kate, echando la puerta abajo a patadas. ¿Es
mucho pedir que me cojas el teléfono a la primera?
—Estaba ocupada con otra cosa. ¿Por qué no me has llamado en todo
el día? —pregunto mientras bajo hasta la puerta principal.
—Porque, Ava, ¡no quiero que sientas que te estoy agobiando! —Está
totalmente exasperado y eso me hace sonreír. Me encantan todos y
cada
uno de sus rasgos de locura.
—Pero aun así me estás gritando —le recuerdo. Miro por la mirilla
y
me derrito cuando lo veo apoyarse contra la pared.
—Lo sé —dice ya más tranquilo—. Me estás volviendo loco. ¿Dónde
estás?
Lo veo deslizarse hacia abajo por la pared hasta que toca el suelo
con
el culo. Deja las rodillas dobladas e inclina la cabeza a un lado.
Ay, no
puedo verlo así.
Abro la puerta.
—Aquí.
Me mira y suelta el teléfono, pero no intenta levantarse. Sólo me
mira, con el rostro inundado de alivio. Salgo y me deslizo por la
pared de
enfrente, de tal modo que quedamos sentados uno frente al otro,
rodilla con
rodilla. Esperaba que me cogiera y me obligase a entrar en casa,
ya que voy
medio desnuda, pero no lo hace, sino que alarga el brazo y me pone
la
mano en la rodilla. No me sorprende que provoque chispas de fuego
en
todo mi ser.
—Estaba en la ducha.
—La próxima vez, llévate el móvil al baño —me ordena.
—Vale. —Le hago un saludo militar.
—¿Y tu ropa? —Me recorre el cuerpo, cubierto por una toalla, con
la
mirada.
¡Ja! No iba a tenerlo esperando mientras me vestía. Me lo habría
encontrado muerto de un ataque al corazón.
—En mi armario —respondo con sequedad.
Su mano desaparece bajo la toalla, me coge por encima de la cadera
para hacerme cosquillas y la toalla se afloja.
—¡Amigo mío!
Miro hacia el sendero y veo a Sam. Cuando vuelvo a mirar a Jesse,
parece como si... En fin, como si fuera a darle un ataque. Se pone
de pie y
tira de mí. No sé cómo lo hace, pero consigue mantenerme cubierta
con la
toalla.—
¡Sam, no te muevas, joder! —le grita.
Me coge en brazos y cruzamos la puerta a la velocidad de la luz.
Oigo
a Sam reírse a nuestras espaldas mientras Jesse sube la escalera
corriendo
conmigo en brazos y murmurando algo acerca de arrancar los ojos a
los
curiosos. Me arroja sobre la cama.
—Vístete, vamos a salir.
Levanto la cabeza de golpe. No pienso ir a La Mansión. Me pongo de
pie, sin la toalla, y me dirijo al tocador.
—¿Adónde?
Recorre con la mirada mi cuerpo desnudo.
—He salido a correr y mientras tanto se me ha ocurrido que aún no
te
he llevado a cenar. Tienes unas piernas increíbles. Vístete.
Señala mi armario con la cabeza.
Si se refiere a cenar en La Mansión, yo paso. Evitaré el lugar a
toda
costa si ella va a estar allí y, dado que ya sabemos que trabaja
para él, lo
más probable es que esté.
—¿Adónde? —vuelvo a preguntar mientras empiezo a aplicarme
manteca de coco en las piernas.
—A un pequeño italiano que conozco. Anda, vístete antes de que me
cobre mi deuda.
De pie, me masajeo lentamente con la crema.
—¿Qué deuda?
Levanta las cejas.
—Me debes una.
—¿Cómo que te debo una? —Frunzo el ceño, pero sé exactamente a
qué se refiere.
—Claro que me la debes. Te espero fuera, no sea que me dé por
cobrármela antes de tiempo. —Me lanza una sonrisa picarona—. No
quiero
que pienses que es sólo sexo.
Me deja con ese pequeño comentario antes de irse.
Ah, ¿no es sólo sexo? Esas palabras me han alegrado el día. Quizá
esta
noche descubra qué trama esa maravillosa y compleja cabecita suya.
De
repente, me inunda la esperanza.
Tras darle muchas vueltas a qué voy a ponerme —me sorprende que
no lo haya decidido por mí—, me decanto por unos pantalones capri
beige,
una camisa de seda en nude y unas bailarinas color
crema. Me aseguro de
ponerme un conjunto de ropa interior de encaje color coral; le
encanta
verme vestida de encaje. Me hago un recogido informal, me pinto
los ojos
ahumados y termino con un brillo de labios sin apenas color.
Salgo al descansillo y me encuentro a un Jesse irritado dando vueltas
de un lado a otro. Frunzo el ceño.
—Tampoco he tardado tanto.
Levanta la vista y me dedica una sonrisa gloriosa, reservada sólo
para
mujeres, y vuelvo a sentirme segura. Me acerco a él y me mira de
arriba
abajo con satisfacción. En cuanto estoy lo bastante cerca, tira de
mí hacia
su cuerpo musculoso.
—¿Cómo es posible que seas tan bonita? —susurra en mi pelo.
—Lo mismo digo. ¿Dónde está Sam?
—Kate le está dando un paseo en la furgoneta.
Ah, casi me había olvidado de Margo Junior. Me aparto y
le lanzo una
mirada llena de sospecha.
—¿Le has comprado tú esa furgoneta a Kate?
Sonríe satisfecho.
—¿Estás celosa?
«¿Qué?»
—¡No!
Se pone serio.
—Sí, se la he comprado yo.
—¿Por qué?
¿Acaso no le parece raro? ¿Está intentando sobornar a mi amiga
para
que pase por alto su comportamiento irracional?
—Pues, Ava, porque no quiero que vayas dando tumbos en esa
chatarra sobre ruedas, por eso. Y no tengo por qué darte
explicaciones —
me bufa, y cruza los brazos para mantenerse alejado de mí.
Me entra la risa.
—¿Le has comprado una furgoneta a mi mejor amiga para que no me
lastime cuando sujete una tarta? —Es para morirse.
Me mira y adopta una expresión muy digna.
—Como ya he dicho, no tengo por qué darte explicaciones. Vámonos.
Me coge de la mano y me conduce hasta abajo, al coche.
—Le has alegrado el día a Sally —comento mientras corro para poder
seguir el ritmo de sus largas zancadas.
—¿Quién es Sally?
—La criatura desvalida de mi oficina —le recuerdo. Empiezo a
sopesar si la mala memoria es también un síntoma de la edad.
—Ah, ¿me ha perdonado?
—Del todo —musito.
Kate nos ve y se lanza a los brazos de Jesse.
—¡Gracias! —le repite una y otra vez en la cara.
Jesse se abraza a ella con la mano que tiene libre y ella continúa
lanzando grititos de emoción junto a su oído. Pongo los ojos en
blanco y
miro a Sam, que sacude la cabeza. Me reconforta saber que él
también
opina que se ha pasado un poco.
—El que sale ganando soy yo, Kate, no tú —le dice.
Ella lo suelta.
—¡Lo sé! —Sonríe y me mira con sus brillantes ojos azules—. ¡Lo
adoro!—
Eh, ¿y a mí no? —grita Sam. Kate va corriendo a abrazarlo.
Pongo los ojos en blanco otra vez. Estoy rodeada de locos.
Aparcamos en la puerta de un pequeño restaurante italiano del West
End. Salgo del coche y Jesse viene a por mí. Me coge de la mano y me
lleva a lo que sólo puede describirse como una sala de estar. La
iluminación es tenue y todo está lleno de trastos italianos. Es
como si me
hubiera trasladado en el tiempo a la Italia de la década de los
ochenta.
—Señor Jesse, me alegro de verlo —dice un hombrecillo italiano que
se acerca a nosotros de inmediato. Luce una expresión de felicidad
natural.
Jesse le estrecha la mano con afecto.
—Luigi, yo también me alegro de verte.
—Venga, venga. —Luigi nos hace gestos para que nos adentremos
más en la estancia.
Nos sienta a una pequeña mesa en un rincón. El mantel es de color
crema y lleva bordado la «Italia Turrita». Es muy bonito.
—Luigi, ésta es Ava. —Jesse nos presenta.
El italiano me hace una reverencia con la cabeza.
—Un nombre precioso para una dama preciosa, ¿sí? —Es tan directo
que me siento un poco avergonzada—. ¿Qué desea el señor Jesse?
—¿Me permites? —me pregunta Jesse señalando el menú con la
cabeza.
¿Me está pidiendo permiso?
—Es lo que sueles hacer —murmuro.
Arquea una ceja y pone morritos, como diciéndome que no tiente mi
suerte. Lo dejo a lo suyo. Está claro que sabe cuáles son los
mejores platos
del menú.
—Muy bien, Luigi. Tomaremos dos de fettuccini con calabaza,
parmesano y salsa de limón con nata, una botella de Famiglia
Anselma
Barolo 2000 y agua. ¿Lo tienes todo?
Luigi toma nota a toda velocidad en su cuaderno y da un paso
atrás.
—Sí, sí, señor Jesse. Ahora me voy.
Jesse sonríe con afecto.
—Gracias, Luigi.
Miro el restaurante, que está lleno de trastos.
—A esto sí que se le llama mierda italiana —murmuro pensativa.
Cuando mi mirada se encuentra con la de Jesse, veo una sonrisa de
oreja a
oreja sobre un labio mordido—. ¿Vienes a menudo?
Su sonrisa se hace más amplia y entramos en el territorio de las
rodillas que se vuelven de gelatina.
—¿Estás intentando seducirme?
—Por supuesto —sonrío, y él cambia de postura en su silla.
—Mario, el barman de La Mansión, insistió en que lo probara y eso
hice. Luigi es su hermano.
—¿Luigi y Mario? —suelto, más bien con poca educación. Jesse
levanta las cejas y me lanza una mirada—. Lo siento. ¡Es que ésa
sí que no
me la esperaba!
—Ya lo veo. —Frunce el ceño cuando Luigi se acerca con las
bebidas.
Jesse me sirve vino a mí y agua para él.
—¿No habrás pedido una botella entera para mí? —le suelto—. ¿Tú
no vas a beber nada?
Por Dios, voy a acabar como una cuba.
—No. Tengo que conducir.
—¿Y a mí me permites beber?
Aprieta los labios hasta convertirlos en una línea recta, pero veo
que
está intentando reprimir una sonrisa ante mi descaro.
—Te lo permito.
Sonrío, cojo la copa y bebo con cuidado mientras él me observa. El
vino está espectacular.
Cuando miro al hombre guapísimo y neurótico que tengo al otro lado
de la mesa, al que me ha jodido los planes pero bien, mi cerebro
sufre de
repente un bombardeo de preguntas.
—Quiero saber qué edad tienes —digo segura de mí misma. Ese
asunto de la edad se está convirtiendo en una estupidez.
Acaricia el borde de la copa con la punta del dedo y me mira.
—Veintiocho. Háblame de tu familia.
¿Eh? ¡Ah, no, no, no!
—Yo he preguntado primero.
—Y yo te he contestado. Háblame de tu familia.
Sacudo la cabeza de desesperación y me resigno ante el hecho de
que
estoy enamorada de un hombre cuya edad desconozco, y posiblemente
nunca la sepa.
—Se jubilaron y viven en Newquay desde hace unos años —suspiro
—. Mi padre dirigía una empresa de construcción y mi madre era ama
de
casa. Mi padre tuvo un amago de infarto, cogió la jubilación
anticipada y
se fueron a Cornualles. Mi hermano está viviendo sus sueños en
Australia.
—Ahí tiene los titulares—. ¿Por qué no hablas de los tuyos? —le
pregunto.
Sé que me estoy metiendo en terreno pantanoso, sobre todo después
de lo
que contestó la última vez que le pregunté.
Espero con cautela, casi con recelo, su reacción. Me deja más que
sorprendida cuando bebe un sorbo de agua y se lanza a responder.
—Viven en Marbella. Mi hermana también está allí. No hablo con
ellos desde hace años. No aprobaron que Carmichael me dejara La
Mansión y todas sus posesiones.
¿Eh?
—¿Te lo dejó todo a ti? —Entiendo que eso pueda causar una reyerta
familiar, y más cuando también hay una hermana de por medio.
—Eso es. Estábamos muy unidos y no se hablaba con mis padres. No
les gustaba.
—¿No les gustaba vuestra relación?
—No. —Empieza a mordisquearse el labio.
—¿Había algo reprobable? —Ahora sí que siento curiosidad.
Suspira.
—Cuando dejé la universidad me pasaba todo el tiempo con
Carmichael. Mi madre, mi padre y Amalie se fueron a vivir a España
y yo
me negué a irme con ellos. Tenía dieciocho años y me lo estaba
pasando
como nunca. Me fui a vivir con Carmichael cuando se marcharon. No
les
hizo mucha gracia. —Se encoge de hombros—. Tres años después,
Carmichael murió y yo me hice cargo de La Mansión. —Lo cuenta sin
emoción. Bebe otro trago de agua—. La relación se resintió después
de
aquello. Me exigieron que vendiera La Mansión, pero yo no podía,
era el
legado de Carmichael.
Jesús. He descubierto más sobre este hombre en cinco minutos que
en
todo el tiempo que ha pasado desde que lo conozco. ¿Por qué está
tan
hablador esta noche? Decido aprovecharme, no sé cuándo volverá a
presentarse la ocasión.
—¿Qué sueles hacer para divertirte?
Sus ojos verdes se iluminan y sonríe con malicia.
—Follarte.
Abro los ojos como platos y trago saliva con dificultad. ¿Me
considera una diversión? Ahora me siento como una mierda. Me
revuelvo
en la silla y doy un sorbo al vino para apartar la mirada. Odio
este bajón
que me entra de vez en cuando últimamente. Un instante estoy en el
séptimo cielo de Jesse y, al siguiente, cualquier comentario hace
que me dé
de bruces contra la cruda realidad. No puedo con tantas señales
contradictorias.
—Te gusta el poder en el dormitorio —le digo sin sonrojarme ni un
poquito. Estoy orgullosa de mí misma. Su habilidad y la influencia
que
tiene sobre todo mi ser me ponen nerviosa.
—Sí. —Contemplo su rostro impasible cuando mi mirada vuelve a la
suya.
—¿Eres un dominante? —Suelto, y me clavo mentalmente en las
posaderas el elegante tenedor plata. ¿De dónde ha salido eso?
Se atraganta y está a punto de escupirme el agua encima. ¿Por qué
habré preguntado eso?
Deja la copa sobre la mesa, coge la servilleta, se limpia la boca
y
sacude la cabeza con una media sonrisa.
—Ava, no necesito esa clase de arreglo para conseguir que una
mujer
haga lo que yo quiero en el dormitorio. No tengo ni tiempo ni
ganas de
practicar ese tipo de mierda.
Me relajo un poco.
—Parece que me estás dedicando mucho tiempo.
—Supongo que sí.
Comienza a mirar al vacío, pensativo.
—Eres muy controlador —afirmo con frialdad sin apartar la vista de
mi copa. Voy a poner también ese tema sobre la mesa.
—Mírame —exige con suavidad y, como la esclava que soy, lo miro.
Sus ojos verdes se han suavizado. Se reclina, relajado, en la
silla—. Sólo
contigo.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Se da un breve mordisco en el labio—. Me vuelves
loco.
¿Qué? En fin, eso lo aclara todo. ¿Se cree que necesito una
especie de
padre? Estoy hecha un lío. Suspiro en el interior de la copa de
vino. ¿Que
lo vuelvo loco? «¡Lo mismo te digo, Ward!»
—Aquí está tu pasta —dice. Alzo la vista y veo a Luigi, que se
acerca
cantando. He perdido el apetito.
—Gente encantadora —coloca dos generosos cuencos ante nosotros
—, buon appetito!
—Gracias, Luigi —sonríe Jesse con educación. Me lanza una mirada
inquisitiva, pero la ignoro y sonrío agradecida a Luigi. Es
igualito que
Mario.
Revuelvo la pasta con el tenedor. Huele a gloria, pero estoy tan
confusa que se me ha cerrado el estómago. Jugueteo con ella un
momento
y luego pruebo un bocado.
—¿Está buena? —pregunta Jesse.
Asiento poco convencida, a pesar de que está deliciosa. Comemos un
rato en silencio, mirándonos de vez en cuando. La comida es
maravillosa, y
me siento culpable por no estar disfrutándola como se merece.
—¿Cuándo compraste el ático? —pregunto.
Detiene el tenedor de camino a su boca.
—En marzo —me contesta. Se toma el último bocado y aparta el
cuenco antes de coger el vaso de agua.
—Nunca me has dicho por qué pediste que fuera yo personalmente
quien se encargara de la ampliación de La Mansión.
Me rindo con la pasta y aparto el cuenco.
Jesse mira mi plato a medias y luego me mira a mí.
—Compré el ático y me encantó lo que habías hecho con él. Te
garantizo que no esperaba que aparecieras contoneando tu silueta
perfecta,
con esa piel aceitunada y esos ojazos marrones. —Sacude la cabeza
como
intentando borrar el recuerdo.
Me siento mejor sabiendo que se quedó tan sorprendido de verme
como yo de verlo a él.
—No eras exactamente el señor de La Mansión que me esperaba —le
digo. Yo también me estremezco al recordar el efecto que me
produjo; el
efecto que todavía tiene sobre mí—. ¿Cómo sabías dónde estaba
aquel
lunes al mediodía, cuando tropecé contigo en el bar?
Se encoge de hombros.
—Tuve suerte.
—Ya, claro.
Me seguiste, más bien.
Alzo la vista y detecto una sonrisa en la comisura de sus
deliciosos
labios.—
Cuando te fuiste de La Mansión no podía pensar en otra cosa.
—Así que me perseguiste sin descanso —le respondo con calma.
—Tenías que ser mía.
—Y ya lo soy. ¿Siempre consigues lo que deseas?
Me observa desde el otro lado de la mesa y se inclina hacia
adelante,
muy serio.
—No puedo contestar a eso, Ava, porque nunca he deseado nada lo
suficiente como para perseguirlo sin descanso. No del modo en que
te
deseaba a ti.
Habla en pasado.
—¿Aún me deseas?
Se reclina en la silla y me estudia mientras acaricia su copa.
—Más que a nada.
Se me escapa un pequeño suspiro. No sé si es de alivio o de deseo.
Ya
no sé nada.
—Soy tuya —digo con decisión.
Ya está. Acabo de ponerle el corazón en bandeja a este hombre.
Se pasa la lengua lentamente por el labio inferior.
—Ava, eres mía desde que apareciste por La Mansión.
—¿Sí?
—Sí. ¿Pasarás la noche conmigo?
—¿Es una pregunta o una orden?
—Una pregunta, pero si das la respuesta equivocada estoy seguro de
que pensaré en algo para hacerte cambiar de idea. —Sonríe un poco.
—Pasaré la noche contigo.
Asiente con aprobación.
—¿Y la noche de mañana?
—Sí.
—Tómate el día libre —me ordena.
—No.
Entorna los ojos.
—¿Y el viernes por la noche?
—He quedado con Kate para salir el viernes por la noche —le
informo. Resisto la tentación de alargar la mano, cogerme un
mechón de
pelo y retorcerlo entre los dedos. No puede esperar que esté
siempre a su
disposición. Confío en que Kate no tenga planes.
Sus ojos, entrecerrados, se oscurecen.
—Cancélalo.
Esto es algo que tengo que aclarar cuanto antes: sus neurosis son
poco
razonables.
—Voy a tomar unas cuantas copas con mis amigos. No puedes
impedirme que los vea, Jesse.
—¿Cuántas copas son unas cuantas?
Noto que frunzo el ceño.
—No lo sé. Depende de cómo me encuentre. —Lo miro, acusadora.
Sospecho que es posible que el viernes esté hecha polvo si sigue
portándose como un loco. Me da dolor de cabeza y hace que el
cuerpo me
duela de deseo.
Empieza a mordisquearse el labio inferior otra vez, la cabeza le
va a
mil por hora. Está intentando averiguar cómo salirse con la suya.
Con la
que pillé el sábado pasado no me he hecho ningún favor. Fue culpa
suya.
¿Debería decírselo?
—No quiero que salgas a beber sin mí —dice con firmeza.
—Pues qué mala suerte. —Dios, estoy siendo valiente ¿Qué
graduación tiene este vino?
—Ya veremos —dice para sí.
Permanecemos sentados en silencio, mirándonos el uno al otro, él
enfadado y yo ocultando una sonrisilla. A los pocos instantes, se
reclina en
su silla como si nada, un poco de lado, con una intención clara en
la
mirada. No me aparto tímidamente de ella, sino que igualo su
intensidad.
Es un desafío a cara descubierta. Lo deseo con desesperación a
pesar de
que es un tanto difícil.
Luigi se acerca para recoger los platos e interrumpe el momento.
—¿Les ha gustado? —dice señalando los platos.
Jesse no rompe la conexión.
—Estupendo, Luigi. Gracias. —Su voz es gutural y está dando
golpecitos en la mesa con el dedo corazón. Noto que me roza la
pierna con
la suya y no hace falta más para que se me acelere la respiración
y mis
terminaciones nerviosas cobren vida. Estoy ardiendo de pies a
cabeza... Y
lo sabe.
—Luigi, la cuenta, por favor. —Su tono amigable ha pasado a ser
apremiante.
Parece que el italiano capta el mensaje porque no nos ofrece la
carta
de postres. Se marcha y vuelve, casi de inmediato, con un plato
negro con
caramelos de menta y un trozo de papel. Sin siquiera mirarla,
Jesse se
levanta, saca un fajo de billetes del bolsillo de sus vaqueros y
deja varios
encima de la mesa.
Estira el brazo hacia mí y me coge de la mano.
—Nos vamos.
Me levanta de la silla y apenas me da tiempo a coger el bolso y a
dejar
la servilleta encima de la mesa. Me lleva a toda velocidad hacia
la puerta.
—¿Tienes prisa? —pregunto mientras me conduce hacia el coche por
el codo.
No hace el menor intento de aminorar el paso.
—Sí.
Cuando llegamos al coche, me da la vuelta y me empuja contra la
puerta. Su frente encuentra la mía y nuestros alientos, profundos,
se funden
en el escaso espacio que separa nuestras bocas. Su erección
resulta
dolorosamente dura contra la parte inferior de mi abdomen.
Por Dios, lo quiero aquí y ahora. Me da igual si a la gente le da
por
mirar.—
Voy a follarte hasta que veas las estrellas, Ava. —Su voz es
áspera
cuando mueve las caderas contra las mías. Lanzo un gemido—. Mañana
no
vas a ir a trabajar porque no vas a poder ni andar. Sube al coche.
Lo haría, pero ya me cuesta andar. El suspense me ha dejado
inmóvil.
Pasan unos segundos y sigo sin poder convencer a mis piernas de
que
se muevan, así que me aparta, abre la puerta y, con cuidado, me
deposita en
el asiento del copiloto.
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