—¡Coño! —Kate está en la puerta de mi cuarto, con la boca y los
ojos
abiertos de par en par—. ¿Qué ha pasado aquí?
Me meto la camisa negra por dentro de los piratas y me sorprende
ver
lo fácil que es encontrar mis tacones de ante negro y el cinturón
dorado.
Hoy estoy siendo muy ordenada.
—¿Qué tal tu abuela? —pregunto mientras me paso el cinturón por
las
trabillas del pantalón.
—Sigue senil. ¿Qué has hecho mientras no estaba? —pregunta al
tiempo que ahueca una almohada de mi cama.
Yo señalo el cuarto con cara de «¿tú qué crees?», y omito el hecho
de
que Matt me ha llamado y yo he accedido a ir a comer con él. Ah, y
también me reservo que Jesse me llamó ayer y pasé de mal humor la
mayor parte del día. ¡Qué tontería!
—¿A qué hora volviste? —pregunto. Me cansé de esperar y me bebí la
mitad del vino reservada para ella después de llamarla y de que me
dijera
que estaba en un atasco en la intersección diecinueve de la M1.
—A las diez. Los trabajadores que volvían a la ciudad tenían todas
las
carreteras congestionadas. La próxima vez iré en tren. ¿Puedes
quedar
después de trabajar?
—Claro, ¿para qué?
—Tengo que entregar una tarta y necesito ayuda —dice.
—Vale. Recógeme en la oficina a las seis.
Cojo mi bolso negro del armario recién ordenado y empiezo a
guardar
en él las cosas del bolso que llevaba la semana pasada.
—Muy bien. ¿Has sabido algo del dios?
Levanto de inmediato la cabeza y veo que Kate está sonriendo de
oreja a oreja. mientras, dobla la manta de mi cama. La miro con
recelo y
me acerco al espejo para ponerme el brillo de labios.
—¿Te refieres al señor? Me llamó ayer —revelo como si tal cosa y,
al
juntar los labios para extender bien el brillo, veo su reflejo en
el espejo.
Sigue sonriendo con sorna—. ¿Qué? —pregunto a la defensiva.
—¿Ya hemos determinado su edad?
Me echo a reír.
—No. No paro de preguntarle y él no para de mentirme. Está claro
que
le supone un problema.
—Bueno, el pobre está con una mozuela de veintiséis y todavía debe
de estar dando gracias por la suerte que ha tenido. Tendrá treinta
y cinco,
como mucho.
—No está conmigo. Es sólo sexo —la corrijo con voz poco
convincente. Cojo mi bolso y dejo a Kate alisando la cama. Me
dirijo a la
cocina, me sirvo un zumo y desconecto el móvil del cargador.
Kate llega a la cocina cuando me estoy tomando la píldora.
Enciende
la hervidora de agua.
—No hay nada mejor que un buen polvo con un adonis para superar
una relación. Es tu polvo de recuperación.
Suelto una carcajada. Sí, eso es justo lo que es. Aunque tampoco
es
que necesitase distracción alguna para superar lo de Matt. Eso fue
bastante
fácil.
—Exacto —coincido—. Te veo después del trabajo.
Ella se apoya sobre la barandilla y yo bajo la escalera.
—¡A las seis en punto!
Es una mañana de lunes como otra cualquiera, pero lo raro es que
hoy
ha venido todo el mundo. Al menos uno de nosotros está siempre
fuera de
la oficina, visitando a algún cliente o algún emplazamiento en el
que
estemos trabajando. Estoy en la cocina con Patrick, poniéndolo al
día sobre
los avances en la nueva casa de la señora Kent.
—¿Le has preguntado alguna vez si quiere cambiar de estilo? Puede
que sea eso lo que haga que no sienta la casa como su hogar. Puede
que le
ahorres una fortuna al señor Kent —ríe Patrick—. Aunque yo no me
quejo,
claro. Por mí puede mudarse todos los años que le queden de vida
siempre
y cuando siga contratándote a ti para que le apañes la casa.
Frunzo el ceño.
—¿Para que se la apañe? Hago mucho más que eso, Patrick. No sé.
Insiste en que lo quiere todo moderno, pero no estoy segura de si
es lo que
encaja con ella. Creo que se aburre. Eso, o que le encanta estar
rodeada de
obreros —digo al tiempo que enarco las cejas y me echo a reír.
—Ah, pues puede ser —bromea también él—. Esa pájara tiene unos
setenta años. Quizá debería buscarse un amante joven. El señor
Kent tiene
muchas jovencitas distribuidas por todo el mundo. Y lo sé de una
fuente
muy fiable. —Me guiña un ojo y yo le sonrío con cariño.
Sé que Patrick se refiere a su mujer, Irene. Se entera de todo lo
que
pasa. Ella misma se considera una entrometida, sabelotodo y
cotilla. Si hay
algo que no sepa, es que no tiene interés. No sé cómo Patrick la
aguanta.
Debe de ser agotador tener que escucharla a diario. Por suerte,
sólo se deja
caer por la oficina una vez a la semana, antes de ir a la
peluquería. Asentir
sin parar durante la media hora que se pasa poniéndonos al día
sobre su
ajetreada vida social —y la de los demás— es soportable. Yo hago
todo lo
posible por quedar con mis clientes los miércoles sobre las doce,
que es
cuando sé que Irene va a venir. Patrick es simpático y agradable;
lo adoro.
Irene es horrible. Me da pavor.
—¿Cómo está Irene? —pregunto por cortesía. La verdad es que me da
igual. Él levanta las manos con desesperación.
—Me saca de quicio. Esa mujer tiene la misma capacidad de
concentración que un niño de dos años. Estaba obsesionada con el bridge, y
ahora me dice que se ha apuntado a bailar kumba o no se qué. No
consigo
seguirle el ritmo.
—¿Quieres decir zumba?
—Eso. —Me señala con su barrita de chocolate digestiva—. Parece
que está muy de moda.
Yo me echo a reír al imaginarme a Irene ataviada con unas mallas
de
leopardo y saltando con su generoso trasero arriba y abajo.
—Ah, Van Der Haus quiere verte el miércoles —me informa Patrick
guiñándome el ojo—. Te quieren a ti, flor.
—¿En serio?
Él se echa a reír.
—Eres demasiado modesta, mi niña. He comprobado tu agenda y te lo
he apuntado a las doce y media. Se hospeda en el Royal Park. ¿Te
parece
bien?
—Claro. —No necesito comprobar si tengo un hueco porque Patrick
ya se ha tomado la libertad de hacerlo por mí. Y si además evito
tener que
soportar las novedades de Irene de esta semana, mejor que mejor.
Bajo el
culo de la encimera de la cocina y me dirijo a mi mesa—. Voy a
terminar
unos bocetos y a mandar correos electrónicos a unos cuantos
contratistas.
Su móvil empieza a sonar.
—¿Qué querrá ahora? —lo oigo farfullar.
Justo cuando me dispongo a ir al indio a por algo de comer, Tom
aparece en mi mesa.
—¡Entrega para Ava! —me grita, y deja una caja sobre el
escritorio.
¿Qué es esto? No espero ningún catálogo.
—Gracias, Tom. ¿Qué tal fue el viernes?
Lanza un grito y sonríe.
—He conocido a un científico. Pero ¡madre mía!, es divino.
«¡No tan divino como el mío!» Me reprendo para mis adentros por
tener esos pensamientos. ¿A qué ha venido eso?
—Entonces ¿fue bien? —insisto.
—Sí. Cuéntame, quién era ese hombre. —Pone las manos sobre mi
mesa y se inclina hacia mí.
—¿Qué hombre? —repongo demasiado de prisa. Retrocedo con la
silla para poner algo de distancia entre la presencia
interrogadora de mi
amigo gay y cotilla y yo.
—Tu reacción lo dice todo. —Me mira con los ojos entrecerrados y
yo
me pongo como un tomate.
—Sólo es un cliente —digo, y me encojo de hombros.
La mirada inquisidora de Tom se desvía hacia mis dedos, que
juguetean con un mechón de mi pelo. Lo suelto y agarro rápidamente
un
boli. Tengo que mejorar mi capacidad para mentir. Se me da fatal.
Se pasa
la lengua por el interior de la mejilla, se pone de pie y se
marcha de mi
mesa. Pero ¿qué me pasa? ¡Sí! Me he tirado a un atractivo madurito
de
treinta y tantos. ¿O son cuarenta y tantos? Es mi polvo de
recuperación.
Abro la caja y me encuentro una única cala encima de un libro
envuelto en
papel de seda.
Giuseppe
Cavalli. 1936-1961
¡Vaya! Lo abro y veo una nota.
AVA:
ERES COMO UN LIBRO QUE NO PUEDO DEJAR DE LEER. NECESITO SABER MÁS.
UN BESO,
J.
«¡Joder!» ¿Qué más quiere saber? No hay nada que saber. No soy más
que una chica corriente de veintitantos años. Él sí que debería
empezar a
decirme algunas cosas, como su edad, por ejemplo. ¿Es normal
enviarle
regalos a la persona que te estás tirando? Tal vez para los
maduritos sí lo
sea. Ahora mismo no tengo tiempo de pensar en esto. Tengo un
montón de
correos electrónicos que responder, tengo que acudir a recibir
unas
entregas de muebles. Meto el libro en el bolso, guardo la cala en
el primer
cajón de mi mesa y me marcho al indio a por algo de comer antes de
continuar.
A las seis en punto, Margo llega traqueteando y se
detiene delante de
la acera para recogerme. Me peleo con el tirador oxidado de la
puerta y me
encaramo al asiento tras apartar una docena de revistas de tartas
y tirar al
suelo unos vasos vacíos de Starbucks.
—Necesitas una furgoneta nueva —gruño.
Teniendo en cuenta lo ordenada que es Kate en casa, Margo está
hecha un asco.
—Chis, vas a herir sus sentimientos —dice riendo—. ¿Qué tal el
día?
—me pregunta con cautela.
Tengo los hombros totalmente caídos. No he conseguido hacer nada
en el trabajo. Me he pasado todo el día pensando en cierta
criatura
maravillosa de edad desconocida. Saco el libro y la nota del bolso
y se los
paso. Ella los coge y una expresión de incertidumbre baña sus
bonitas y
pálidas facciones cuando abre la tapa y la nota cae sobre su
regazo. La
recoge, lee lo que dice y me mira con la boca abierta.
—Lo sé —digo en consonancia con su cara de asombro.
Vuelve a leer la nota y cierra la boca hasta que su gesto se
transforma
en una sonrisa.
—¡Vaya! El señor nos ha salido profundo.
Me devuelve el libro y se adentra en el tráfico.
—Eso parece. —Mi mente se traslada a nuestras conversaciones
íntimas, pero me obligo a dejar de pensar en ello de inmediato.
—¿Hasta qué punto es bueno en la cama? —pregunta Kate como si tal
cosa, sin apartar la vista de la carretera.
Me vuelvo hacia ella de inmediato, pero no me devuelve la mirada.
—Más de lo que puedas imaginar —respondo. ¡El mejor, fantástico,
alucinante! ¡No pararía de hacerlo con él jamás!
—¿Va a convertirse en una relación de despecho?
Suspiro.
—Sí, creo que sí. Y no sólo por el sexo.
Estira el brazo, me aprieta la rodilla y sonríe con
condescendencia.
Entiende perfectamente por lo que estoy pasando.
Aminoramos la marcha en la entrada de una calle residencial y Kate
detiene la furgoneta.
—Vale, vete atrás —ordena.
—¿Qué?
—¡Vete atrás, Ava! —repite la orden dándome palmaditas en la
pierna.—
¿Para qué? —Sé que estoy frunciendo el ceño. ¿Para qué narices
quiere que me vaya a la parte de atrás?
Kate señala la calle y entonces lo entiendo todo. La miro con los
ojos
abiertos de par en par.
Al menos tiene la decencia de parecer algo arrepentida.
—La he protegido, acolchado y sujetado, pero esta calle es una
puta
pesadilla. Me ha llevado dos semanas hacer esta tarta. Si le pasa
algo,
estoy jodida.
Desvío mi expresión boquiabierta de Kate y miro la vía de tres
carriles con coches aparcados a ambos lados. Sólo el del medio
permite
que circule el tráfico. Pero no es eso lo que me preocupa, sino
los horribles
badenes de caucho negro que hay cada veinte metros. Madre mía, voy
a dar
más vueltas que un penique en una secadora.
—¿No podemos llevarla en brazos? —pregunto con desesperación.
—Tiene cinco pisos y pesa una tonelada. Tú sujeta la caja. Todo
irá
bien.
Resoplo y me desabrocho el cinturón.
—No puedo creerme que me estés haciendo esto —protesto mientras
paso a la parte trasera de la furgoneta para sujetar la enorme
caja de la tarta
entre los brazos—. ¿No podías montarla allí?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no. ¡Tú sujeta la puta tarta! —grita con impaciencia.
Me agarro a la caja con más fuerza, separo las piernas para
mantener
el equilibrio y apoyo la mejilla contra ella. Estamos en la
entrada de la
calle con el motor en marcha y parece que nos hayan sacado de una
escena
cómica.
—¿Lista? —pregunta.
Oigo que mete la primera marcha con un fuerte tirón.
—Venga, arranca de una vez, ¿quieres? —le espeto. Ella sonríe y el
vehículo empieza a traquetear hacia adelante. Detrás, un coche
empieza a
hacer sonar el claxon con impaciencia.
—¡Vete a la mierda, gilipollas! —grita Kate al tiempo que nos
topamos con el primer badén.
Mis pies dejan de tocar el suelo y aplasto la cara contra la caja.
Cuando vuelvo a bajar, se me resbalan los tacones.
—¡Kate! —chillo, y aterrizo sobre mi trasero.
—¡No sueltes la caja!
Vuelvo a ponerme de pie a duras penas sin soltar la tarta, pero
entonces las ruedas traseras rebotan al subir el montículo.
—¡Más despacio!
—¡No puedo! ¡Si no, no los sube! —exclama, y llega a otro badén.
—¡Joder! —Vuelvo a salir volando por los aires y aterrizo con un
fuerte golpe seco—. ¡Kate!
Se está partiendo de risa, lo que no hace sino cabrearme todavía
más.
—¡Lo siento! —grita.
—¡Mentirosa! —digo entre dientes cuando vuelvo a levantarme.
Me quito los tacones para intentar tener más equilibrio.
—Mierda.
Me aparto el pelo de la cara.
—¿Qué pasa?
—¡No pienso dar marcha atrás, caballero! —sisea.
Un Jaguar viene hacia nosotras y, con sólo una vía disponible y
sin
sitio para parar, no hay nada que hacer. Una orquesta de fuertes
pitidos
empieza a sonar a nuestro alrededor. Kate continúa hacia adelante,
y yo
sigo dando vueltas en la parte trasera de Margo.
—Te voy a embestir —le advierte al del Jaguar mientras aprieta el
claxon varias veces—. ¿Qué tal la tarta?
—¡Bien! ¡No dejes que nos gane! —grito, y vuelvo a aterrizar sobre
mi trasero—. ¡Mierda!
—¡Aguanta! ¡Sólo quedan dos!
—¡Nooo!
Tras dos sacudidas más y, probablemente dos moratones más en el
culo, aparcamos en doble fila y descargamos la estúpida tarta de
cinco
pisos. El del Jaguar no para de pitar, de insultarnos y de
hacernos gestos
con la mano, pero no le hacemos ni caso. Aún descalza, ayudo a
Kate a
trasladar la tarta hasta la inmensa cocina de la señora Link, que
va a
celebrar el decimoquinto cumpleaños de su hija por todo lo alto.
Dejo a
Kate a su aire y regreso a la furgoneta para esperarla. Hago como
que no
oigo los persistentes pitidos de los coches y busco los zapatos en
la parte
trasera. Podrían estar en cualquier parte.
Noel Gallagher invade mis tímpanos con Sunday Morning Call desde
el asiento del copiloto y mi corazón, que ya está agitado por el
reciente
esfuerzo, empieza a martillearme con fuerza el pecho. Abandono la
búsqueda de los tacones y gateo hasta la parte delantera para
responder a la
llamada. Decido ignorar los motivos por los que tengo tantas ganas
de
hablar con él.
—Hola —jadeo, y salgo de Margo y me desplomo contra un
lateral
del vehículo. ¡Estoy exhausta!
—Vale, esta vez no he sido yo quien te ha dejado cansada, así que
¿te
importaría decirme quién te tiene jadeando como si no hubieses
parado de
follar en una semana? —Sonrío. Su voz me causa mucha alegría
después
del desastre de los últimos veinte minutos—. ¿Qué son todos esos
pitidos?
—pregunta.
—He venido con Kate a entregar una tarta y estamos bloqueando la
carretera —explico, pero me distrae un hombre de negocios
rechoncho,
medio calvo y de mediana edad que se acerca con cara de pocos
amigos.
—¡Aparta la furgoneta, pedazo de imbécil! —brama mientras hace
aspavientos con los brazos.
«Mierda. ¡Kate, date prisa!»
—¿Quién coño es ése? —grita Jesse desde el otro lado de la línea.
—Nadie —contesto.
El gordo pelón da una patada a la rueda de Margo.
—¡Apártate, zorra!
Maldita sea, es un hombre de mediana edad con alopecia y está muy
cabreado.
Jesse gruñe.
—Dime que no ha dicho lo que acabo de oír. —Su voz se ha tornado
agresiva.
—Tranquilo. Kate ya viene de camino —miento rápidamente.
—¿Dónde estás?
—No lo sé, en alguna parte de Belgravia. —La verdad es que no me
he fijado mucho. Estaba demasiado ocupada rodando por Margo como para
fijarme en los nombres de las calles.
El gordo calvo me empuja.
—¿Estás sorda, zorra estúpida?
Mierda, va a atizarme. Jesse hiperventila al otro lado del
teléfono y,
de repente, desaparece. Miro la pantalla y veo que ha finalizado
la llamada.
Levanto la vista y miro hacia los escalones que llevan a casa de
la señora
Link, pero la puerta está totalmente cerrada. Don Calvorota me
empuja
dentro de la furgoneta.
—Por favor, deme cinco minutos —le ruego al capullo iracundo. Si
Kate estuviera aquí, ya habría mordido el suelo.
—¡Mueve esta puta chatarra, gilipollas! —me ruge en la cara. Yo
retrocedo.
Corro hasta la acera, pisando todas las piedrecitas sueltas que
hay por
el camino, y subo la escalera hasta la entrada principal de la
señora Link.
—¡Kate! —llamo con urgencia, y me vuelvo y sonrío dulcemente al
calvorota agresivo. El hombre me espeta otro aluvión de
improperios. Está
claro que necesita unas sesiones de control de la ira—. ¡Kate!
—vuelvo a
gritar mientras aporreo la puerta de nuevo. Los cláxones no paran
de sonar,
y tengo al hombre más enfadado con el que me haya topado jamás
insultándome sin parar. ¡Me duele el culo y las putas piedras me
están
apuñalando los pies!—. ¡¡¡KATE!!! —Vale, ahora también me duele la
garganta.
Entonces me paro a pensar. ¿Ha dejado las llaves en la furgoneta?
Bajo los escalones y regreso para comprobar el contacto; rodeo la
furgoneta por detrás para esquivar al calvo.
Pero parece ser que no está dispuesto a dejar que me libre de él,
así
que choco contra su cuerpo gordo y sudoroso cuando llego a la
puerta del
conductor.
—¡Ay! —grito, y me alcanza una bocanada de rancio olor corporal.
Me agarra del brazo y me aprieta con fuerza.
—Como no muevas este puto trasto ahora mismo voy a darte hasta
hartarme.
Me apoyo contra la furgoneta y él sigue apretando hasta que me
duele
tanto que siento ganas de llorar. ¡Es un puto psicópata! Va a
darme una
paliza en una preciosa calle arbolada del pijo barrio de
Belgravia; saldré en
todos los informativos matinales de mañana. No pienso volver a hablar
a
Kate en la vida. Los ojos se me llenan de lágrimas de terror y
sigo pegada a
la puerta de Margo
sin saber qué hacer. Es un
tipo muy agresivo, seguro
que maltrata a su mujer.
—¡Quítale las manos de encima!
El rugido que inunda el aire bloquea el sonido del tráfico de
Londres y
los pitidos de los coches. También hace que se me doblen las
rodillas de
alivio. Me vuelvo hacia la voz más oportuna que jamás hubiera
esperado
oír y veo a Jesse corriendo por la carretera vestido con un traje
y con cara
de asesino.
«¡Gracias a Dios!» No sé de dónde ha salido, y lo cierto es que me
da
igual. Siento un alivio tremendo. Nunca me había alegrado tanto de
ver a
nadie en mi vida, y el hecho de que sea un hombre al que conozco
desde
hace apenas una semana debería significar algo para mí.
La cabeza gorda y espantosa de don Calvorota se vuelve hacia Jesse
y
una expresión de pánico profundo se apodera al instante de sus
sudorosas
facciones. Ha dejado de apretar. Me suelta, se aparta de Margo y empieza a
evaluar la montaña alta y musculosa que avanza como un rayo hacia
nosotros. Su feo rostro delata su intención de salir pitando, pero
no lo
consigue. Jesse lo golpea antes de que logre mover sus cortas
piernas y lo
hace salir volando por los aires hasta que aterriza contra el asfalto.
¡Madre mía! Me equivocaba. El calvorota no es el hombre más
agresivo que haya visto en la vida. Jesse le propina un puñetazo
en la cara
y a continuación le da una patada en el estómago. El hombre lanza
un grito.
—Levanta ese culo gordo del suelo y discúlpate. —Lo alza de la
carretera y lo planta delante de mí—. ¡Discúlpate! —ruge.
Miro al calvo, que no para de resollar. Tiene la nariz rota y la
sangre
le gotea sobre el traje. Sentiría pena por él si no supiera que es
un capullo
asqueroso. ¿Qué clase de hombre trata así a una mujer?
—Lo... lo siento —tartamudea totalmente aturdido.
Jesse lo sacude sin dejar de agarrarlo de la chaqueta.
—Como vuelvas a ponerle un dedo encima, te arrancaré la cabeza —
le advierte con voz amenazadora—. Y ahora, lárgate.
Suelta con violencia al hombre magullado, me agarra y me estrecha
contra su pecho.
Yo me desmorono y empiezo a temblar y a llorar sobre el costoso
traje de Jesse, que me cobija en su torso firme y cálido.
—Debería haber matado a ese cabrón —gruñe—. Oye, deja de llorar o
me cabrearé.
Me acaricia la cabeza con la palma de la mano y suspira sobre mi
cabello.
—¿De dónde has salido? —musito contra su pecho. No me importa,
me alegra inmensamente que esté aquí.
—Estaba por aquí, y no era muy difícil encontrarte con todo este
jaleo. ¿Y Kate?
Eso, ¿y Kate? Se ha desatado el caos y ella sigue sin aparecer.
¡Voy a
matarla! Cuando me haya recompuesto en brazos de Jesse, voy a
matarla.
—Huy, ¿qué pasa aquí?
Saco la cabeza de mi escondite y veo a Kate delante de Margo,
totalmente desconcertada.
—Creo que será mejor que muevas la furgoneta, Kate —le aconseja
Jesse con diplomacia. Ni siquiera ha derramado una gota de sudor.
—Ah, vale —responde, ajena por completo a la situación.
Jesse se aparta y me observa de arriba abajo.
—¿Y tus zapatos? —pregunta con el ceño fruncido. Los ojos se le
vuelven a ensombrecer de ira al pensar que los he perdido en la
reyerta con
el calvorota.
—Están dentro de Margo —digo, y me sorbo los mocos—.
En la
furgoneta —explico al ver que no sabe a qué me refiero.
Me coge en brazos, me lleva hasta la acera y me deja junto a la
pared
de la casa de la señora Link.
—Ni siquiera voy a preguntarte cómo han llegado hasta ahí.
—¡Yo los cojo! —grita Kate. Más le vale. Viene corriendo con los
tacones en la mano—. ¿Qué ha pasado?
—¿Dónde estabas? —le pregunto secamente.
Pone los ojos en blanco.
—Me ha obligado a subir a ver el vestido para la fiesta. Era
demasiado pequeño, ha sido horrible. Han tardado diez minutos en
embutirla en él. —Se detiene y mira a Jesse, que ha ido a coger mi
bolso
del asiento delantero de Margo—. ¿Qué ha pasado? —pregunta
susurrando
—. Parece furioso.
—El del Jaguar me ha agredido —contesto. Me sacudo la gravilla de
las doloridas suelas de los pies y me pongo los tacones—. Estaba
hablando
con Jesse justo cuando ha empezado todo. No sé de dónde ha salido.
—Ava, lo siento mucho. —Se apoya contra la pared y me rodea con el
brazo—. Menos mal que estaba por aquí el señor, ¿eh? —Advierto el
tonillo de insinuación de su voz.
—Kate, mueve la furgoneta antes de que estalle una guerra. —Jesse
se
acerca con mi bolso y yo me incorporo. Me duelen mucho las
plantas, así
que vuelvo a sentarme. Hago una mueca de dolor. Vaya, el culo
también
me duele. Jesse pone mala cara al ver mis gestos—. Ava se viene conmigo
—dice observando cómo muevo mi dolorido trasero.
—¿Ah, sí? —pregunto.
Enarca las cejas.
—Sí —responde con un tono que no da pie a objeciones.
—Tranquilo, puedo irme con Kate —sugiero de todos modos.
Probablemente ya haya interrumpido con mi escenita vespertina lo
que
fuera que estuviera haciendo.
—No, te vienes conmigo. —Subraya cada una de las palabras y sus
labios forman una línea recta.
Vale. No voy a discutir por esto.
Kate nos mira como si estuviera viendo un partido de tenis y
finalmente se levanta.
—Te veo en casa. —Me da un beso en la sien y otro bien grande a
Jesse en la mejilla. A él se le salen los ojos de las órbitas, y
yo me quedo
boquiabierta.
¿A qué ha venido eso? Se aleja hacia Margo, sin ninguna prisa, se
vuelve, sonríe y me guiña un ojo. Le lanzo una mirada de
advertencia que
ignora por completo.
Me vuelvo hacia la bestia alta y atractiva que tengo delante de mí
—
con un aspecto de lo más apetecible con un traje gris y una camisa
blanca
inmaculada— y veo que me está mirando con los ojos verdes
entornados.
—¿Qué te duele? —pregunta.
Me levanto y hago otra mueca cuando mis pies acusan el peso de mi
cuerpo.
—El culo —digo mientras me froto el maltratado trasero y estiro la
mano para cogerle el bolso—. Estaba sujetándole la tarta a Kate en
la parte
de atrás de la furgoneta.
—¿No llevabas puesto el cinturón?
—No, no hay cinturones en las partes traseras de las furgonetas,
Jesse.
Él sacude la cabeza, me levanta, me acuna entre sus fuertes brazos
y
echa a andar por la calle. Yo exhalo con intensidad y le dejo
hacer lo que
quiera. Apoyo la cabeza contra su hombro y le rodeo el cuello con
los
brazos. —No me has llamado. Te dije que me llamaras —me reprende
con un
gruñido.
Suspiro con resignación.
—Lo siento.
—Yo también —dice suavemente.
—¿El qué?
—No haber llegado antes.
—¿Cómo ibas a saberlo?
—Bueno, si me hubieras llamado, habría sabido que ibas a hacer una
tontería y te lo habría prohibido. La próxima vez, haz lo que se
te manda.
Frunzo el ceño apoyada en su hombro y él me mira como si se hubiese
percatado de mi reacción ante su regañina. Sonríe y me acaricia la
frente
con los labios. Cierro los ojos. Es innegable. No cabe duda de que
hay algo
entre nosotros. Y está haciendo que me replantee la idea de seguir
soltera.
Cuando llegamos al final de la calle, alzo la vista y veo el Aston
Martin de Jesse abandonado en un punto desde el que está claro que
no
podía avanzar a causa del atasco. Unos cuantos peatones revolotean
a su
alrededor admirando el vehículo. Me deja en el asiento del
copiloto y
cierra la puerta. Pasa por delante del coche, se sienta tras el
volante,
arranca y deja atrás todo el caos. Yo me acomodo y admiro su
perfil
mientras él sortea el tráfico. Lo ha dejado todo para venir
corriendo a
rescatarme. Mentiría si dijera que no agradezco lo que ha hecho.
Me mira y me pone una mano en la rodilla.
—¿Estás bien, nena?
Sonrío. Siento que cada minuto que paso con él me muero por sus
huesos un poco más. Y no sé si eso es bueno o malo. Maldito seas,
Jesse
Ward, de edad desconocida.
Detiene el coche delante de casa de Kate. No me sorprende ver que
Margo no ha llegado todavía. Este tío conduce como un loco. Salgo del
coche y no tarda en cogerme en brazos y llevarme por el camino
hasta la
entrada.
—Puedo andar —protesto, pero hace como que no me oye.
Al llegar a la puerta, me coge las llaves de la mano, abre y la
cierra de
una patada una vez que entramos. Empiezo a revolverme y me deja en
el
suelo, me rodea la cintura con una mano y me atrae hacia él.
Me levanta hasta que mis pies dejan de tocar el suelo y mis labios
alcanzan los suyos. Suspiro, le rodeo el cuello con los brazos y
dejo que su
lengua entre en mi boca lenta y suavemente. La llevo clara si creo
que
puedo resistirme a él. Pero bien clara.
—Gracias por el libro —le digo pegada a su boca.
Se aparta, me mira y sus ojos verdes brillan de júbilo.
—De nada —responde, y me da un beso casto en los labios.
—Gracias por salvarme.
Entonces esboza esa sonrisa descarada y arrogante.
—Cuando quieras, nena.
La puerta de casa se abre de repente y Kate irrumpe con una prisa
exagerada; nos pilla abrazados.
—Perdón —se disculpa, y sube corriendo al piso por la escalera.
Jesse se ríe y mueve las caderas contra mí, lo cual despierta un
delicioso ardor en mi vientre. Mi respiración se intensifica
cuando apoya
su frente contra la mía. Libera un largo suspiro y su aliento
fresco me
invade la nariz.
—Si estuviéramos solos, te pondría ahora mismo contra esa pared y
te
follaría viva. —Vuelve a adelantar la cadera. El ardor desciende
hasta mi
sexo y me obliga a gemir. Maldigo mentalmente a Kate.
—Podemos hacerlo en silencio —susurro—. Te dejo que me
amordaces.
Él sonríe con malicia.
—Créeme, ibas a gritar tanto que ninguna mordaza lo ocultaría. —Me
estremezco físicamente al pensarlo—. Mañana —dice con firmeza—.
Quiero solicitar una cita.
¿Qué? ¿Una cita para follarme? Esto... ¡no hace ninguna falta
solicitar
cita!
Se echa a reír. Debe de haber notado mi confusión.
—Quiero que vuelvas a La Mansión para darte la información que
necesitas para empezar a trabajar en serio en algunos diseños.
Abro la boca y él se inclina, me mete la lengua dentro y me ataca
con
vehemencia. Dejo que me haga lo que quiera, y me tiemblan las
rodillas
cuando menea de nuevo esas benditas caderas.
Se aparta jadeante, con los ojos cerrados con fuerza.
—No pido cita para follar contigo, Ava. Eso lo haré cuando me
plazca.
«Ah, vale.»
Da la sensación de que hace acopio de todas sus fuerzas antes de
soltarme y dejarme donde estoy. Me siento abandonada y débil.
Aparta su
mirada sombría de la mía y la dirige hacia la escalera. Sé que él
también
está maldiciendo a Kate por estar en casa. No puedo creer que
acabe de
tentarme con esos movimientos deliciosos para luego dejarme así.
He
pasado de hacerme la dura a suplicar mentalmente.
—En La Mansión, a las doce —exige, y me acaricia la mejilla con el
dedo. Yo asiento—. Buena chica.
Sonríe, me posa los labios en la frente, da media vuelta y se
marcha.
Yo me quedo ahí plantada contra la pared, tratando de recobrar el
aliento.
—¿Se ha ido ya el señor?
Alzo la mirada y veo a Kate apoyada en la barandilla y moviendo
una
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