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CAPÍTULO 9
No estoy segura de si debería sentir alivio o preocupación.
William está
apoyado en su Lexus,
con las piernas y los brazos cruzados. No parece muy contento. Sus
ojos
grises, que
normalmente brillan, están malhumorados, y sus rasgos se han
endurecido
de disgusto.
—¿Me estás siguiendo? —digo con tono de sorpresa y culpabilidad.
Culpabilidad por ser
una débil en lo que a Miller se refiere, y sorpresa porque no
esperaba
encontrarme a William
aquí.
—He intentado llamarte. —Se aparta del coche y se acerca con calma
hasta
que su
gigantesco cuerpo se eleva ante mí—. ¿Dónde está el teléfono que
te
compré?
—No lo he cargado —digo bajando la vista, aunque sin saber muy
bien por
qué.
Puede que tenga razón sobre Miller, pero no le debo ninguna
explicación.
El chico de
compañía más famoso de Londres tal vez resida en las tinieblas,
pero yo
las estoy iluminando.
Quiero cambiar por mí. Tengo que tomar mis propias decisiones. Soy
la
dueña de mi destino.
—Pues lo harás —me ordena—. Dime por qué fuiste a su club.
Levanto la cabeza estupefacta.
—¿Me has estado siguiendo?
—Ya te lo he dicho. Me preocupo por saber lo que sucede en este
mundo.
Cuando me
enteré de que en Ice se produjo un incidente en el que se vieron
implicados
Miller Hart y una
rubia menuda y bonita, supe de inmediato quién era la rubia menuda
y
bonita. —Me coge de la
barbilla y me levanta la cabeza—. Aléjate de él.
Al instante, los ojos se me llenan de lágrimas.
—Lo he intentado. Lo he intentado un montón de veces y no puedo.
—Sigue intentándolo, Olivia. Estás cayendo en sus tinieblas y, una
vez lo
hayas hecho, no
tendrás escapatoria. No tienes ni idea de dónde te estás metiendo.
—Lo amo —sollozo admitiendo por primera vez en voz alta que sigo
enamorada del
hombre que me tiene hecha un lío, y que ahora que ha desvelado
algunos
de sus secretos es un
misterio todavía mayor. No puedo caer en sus tinieblas si las
lleno de luz
—. Es un amor de los
que duelen.
Hace una mueca al oír mi confesión, y sé que es porque se
identifica con lo
que siento.
—El dolor se pasa, Olivia.
—¿A ti se te ha pasado?
—Yo no... —Frunce el ceño y me suelta la barbilla. Lo he pillado
por
sorpresa.
No le doy ocasión de reponerse.
—Tu vida es una agonía, un día tras otro. Dejaste marchar a tu
Gracie.
—No tenía...
—No —lo corto, y no me lo reprocha. El formidable William Anderson
cierra la boca sin
chistar—. No me digas que el tiempo lo cura todo.
Sus hombros vestidos con un traje elegante se desploman y echo a
andar en
dirección al
metro. Lo que acabo de decirle a William Anderson es una razón más
para
aceptar a Miller.
Han pasado años desde que él dejó a Gracie, y a día de hoy sigue
sufriendo.
No la ha olvidado
y no parece que vaya a hacerlo nunca. Si William se ha sentido
durante
todos estos años como
me siento yo ahora creo que prefiero la muerte.
—Sube. —William me llama desde el interior de su coche y aminora
para
ir a mi ritmo.
—No, gracias.
—¡Maldita sea, Olivia! —me grita, y dejo de andar—. ¡No me
obligues a
subirte por la
fuerza!
La amenaza me deja sin habla, incapaz de moverme. He hecho que le
hierva la sangre al
frío hombre de negocios que nunca pierde la compostura.
—Lo único que quieres hacer es darme la lata —protesto sin saber
qué otra
cosa decir.
Pone los ojos en blanco. No salgo de mi asombro.
—No soy tu padre.
—Pues deja de actuar como si lo fueras —le espeto.
La palabra padre
subraya el hecho de que no
tengo un confidente
masculino en mi vida. No
he necesitado uno en veinticuatro años. Claro que hasta ahora
tampoco
había conocido a nadie
como Miller Hart.
—¿Serías tan amable de subir y permitirme que te lleve a casa?
—¿Vas a soltarme un sermón?
Se contiene para no echarse a reír, se acerca y me abre la puerta.
—He hecho cosas muy cuestionables en la vida, Olivia, pero jamás
echo
sermones.
Lo miro de reojo, no termino de fiarme, hasta que veo que me mira
expectante. No me
cabe la menor duda de que me subirá al coche por la fuerza, así
que, para
evitar un escándalo
público, me subo al Lexus y cierro la puerta con suavidad.
—Gracias —dice relajándose en su asiento.
El conductor arranca y dejo la mochila sobre mi regazo. Jugueteo
con las
hebillas por
hacer algo que no sea esperar a que hable.
—¿Nada de lo que diga va a convencerte de que Miller no es una
buena
idea?
Suspiro, harta, y me tiro con fuerza contra el respaldo de mi
asiento.
—Dijiste que no ibas a sermonearme.
—No, dije que nunca había echado un sermón. Hay una primera vez
para
todo.
—Qué listo —murmuro—. Voy a salir a cenar con él esta noche.
—¿Por qué?
—Para hablar.
—¿De qué?
—Creo que ya lo sabes.
—¿Qué pasó en el hotel?
—Nada —digo entre dientes con la mandíbula tensa.
Estaba loca si creía que se iba a olvidar de aquello. No voy a
contárselo, a
pesar de que
sospecho que sabe perfectamente lo que pasó. Además, nunca sería
capaz
de expresarlo con
palabras. Pensar en ello ya es bastante duro.
—Nada... ¿O sea que estabas hecha un gatito asustado por nada?
—Sí —espeto. Odio que tenga sus sospechas. No se las voy a
confirmar.
—Ya —suspira—. Lo preocupante es que vas a volver a por más.
—¿Más qué?
—Más Miller Hart.
Tengo que controlarme para no gritar: «¡Aquél no era Miller
Hart!».
—¿Dónde habéis quedado? —Me observa con atención unos instantes.
—No lo sé. Me ha dado la dirección de un restaurante.
—Déjame ver.
Pierdo un poco la paciencia. Rebusco en la mochila, saco el recibo
y se lo
paso sin mirarlo.
—Ten.
Me lo quita de las manos y lo oigo gruñir pensativo.
—Bonito sitio —dice—. Yo te llevo.
—¡Ah, no! —Me echo a reír y lo miro con incredulidad—. Soy capaz
de
llegar yo solita.
No quiero que William se ponga por en medio. Ya tenemos bastantes
entrometidos, y eso
que no saben ni la mitad de la horripilante historia. Se esfuerzan
tanto por
impedirme que vea
a Miller que me dejan muy clara la resistencia a la que tendría
que
enfrentarme si estuvieran
al corriente de todo.
—Te dejaré en la puerta —insiste.
—No será necesario.
—O aceptas que te lleve o no vas. —Lo dice muy en serio.
—¿Por qué me haces esto? —pregunto, aunque sus razones saltan a la
vista
—. ¿Es para
aliviar tu sentimiento de culpa?
—¿Qué? —Se ha puesto a la defensiva, lo que aumenta mi curiosidad
y mi
cabreo.
—Gracie. A ella le fallaste, así que intentas redimirte conmigo.
—¡Qué tontería! —Se ríe y desvía la mirada.
No es ninguna tontería. Tiene mucho sentido.
—No necesito tu ayuda, William. ¡No soy como mi madre!
Vuelve lentamente su apuesto rostro hacia mí. La risa ha
desaparecido,
como si jamás
hubiera existido. Se pone solemne.
—Entonces ¿por qué fuiste a su club?
Cierro la boca un momento.
—Yo...
Enarca ligeramente las cejas grises. La pregunta y su mirada hacen
que me
encoja en el
asiento. Abro la boca para hablar pero no logro pronunciar ni una
palabra.
William se me
acerca.
—Fuiste para castigarlo, ¿verdad?
La epifanía me ha dejado inmóvil. La fría y dura verdad me ha
dejado de
piedra.
—No soy... —No puedo terminar la frase.
Él se echa entonces hacia atrás y me mira la mano: estoy
jugueteando con
mi anillo.
—Te pareces a tu madre más de lo que crees, Olivia. —Me coge la
mano y
le da vueltas a
mi anillo—. No te confundas, no es malo. Era una mujer hermosa y
apasionada con una
personalidad adictiva.
Se me hace un nudo en la garganta del tamaño de Londres y miro por
la
ventanilla para
evitar que vea las lágrimas. No quiero ser como ella. Egoísta.
Alocada.
Ingenua. No quiero ser
así.
William juguetea en silencio con mi anillo mientras yo sigo
llorando. No
dice nada más, y
yo tampoco.
Por fortuna, la abuela no está en casa. Me ha dejado una olla de
estofado y
una nota: ha
salido con George. Encuentro el móvil nuevo, le envío un mensaje
para
decirle que voy a salir
con Sylvie y me paso una hora larga arreglándome, aunque le dedico
más
tiempo a prepararme
mentalmente que a ponerme presentable.
A las seis y media recorro de nuevo el sendero del jardín, donde
me espera
el Lexus. El
conductor me abre la puerta y subo en silencio. Siento sus ojos grises
de
inmediato.
—Estás preciosa, Olivia —dice William de corazón. Está mirando mi
vestido corto negro.
Es uno de los tres de noche que tengo.
—Gracias a...
Me interrumpe el tono de un móvil que no me suena de nada. William
no
hace amago de
coger el suyo y, tras dejarlo sonar unos segundos, me doy cuenta
de que el
sonido viene de mi
bolso. Lo abro, rebusco en el interior y localizo mi iPhone nuevo.
Frunzo el
ceño y miro la
pantalla. Luego miro a William.
—Sólo quería comprobarlo —sonríe, y cuelga desde su móvil.
—¿Es que no tienes nada mejor que hacer que llevarme de un lado a
otro?
—pregunto
guardando el teléfono en el bolso.
—Tengo muchas cosas que hacer, e impedir que te lances de cabeza a
su
mundo es una de
las más importantes.
—Eres un hipócrita —lo acuso, con o sin razón. Me da igual—. Tu
mundo
es su mundo. Es
más o menos lo mismo. ¿Cómo es que dices conocerlo tan bien?
—Nuestros mundos colisionan de vez en cuando —responde al instante
sin
emoción
alguna.
—¿«Colisionan»? —pregunto un tanto confundida y con curiosidad
porque
haya usado la
palabra «colisionan» en esa frase. «Colisionar» suena a choque
frontal. No
ha dicho «se
cruzan» o «coinciden».
Se acerca a mí y me habla apenas en un susurro.
—Yo tengo sentido moral, Olivia. Miller Hart, no. Ha sido motivo
de
fricción entre
nuestros mundos. No comparto el modo en que lleva su negocio y no
me da
miedo decírselo, a
pesar de ese temperamento letal suyo.
Me echo atrás, incapaz de discutir con él. He visto cómo lleva
Miller su
negocio y también
he visto ese temperamento suyo.
—Puede cambiar —musito a sabiendas de que no he conseguido
imprimir
seguridad en mi
tono. La risa sardónica de William me indica que él lo duda tanto
como yo
—. Preferiría que
me dejaras a la vuelta de la esquina —afirmo.
Sé que a Miller no le va a gustar verme llegar en el coche de otro
hombre,
sobre todo si ese
hombre es William, y sobre todo ahora que sé que sus mundos
«colisionan» de vez en cuando.
No quiero que esta noche sea uno de esos «de vez en cuando».
—Por supuesto.
—Gracias.
—Dime, ¿cómo es que una mujer joven, dulce y estable como tú ha
podido
enamorarse de
un tipo como Miller Hart?
¿«Como Miller Hart»? ¿«Dulce y estable»? Me exprimo el cerebro en
busca de respuesta.
No encuentro ninguna, así que cito a la abuela:
—No decidimos de quién nos enamoramos.
—Puede que tengas razón.
—Sé que la tengo —aseguro. Soy la prueba viviente de ello.
—Y, con todo lo que sabes ahora, ¿sigues sintiendo lo mismo?
—Sé que no ha estado con otra mujer desde que me conoció.
—Ha tenido citas, Olivia, y, por favor, no intentes convencerme de
lo
contrario. No te
olvides de que no hay nada que no sepa.
—Entonces sabrás que no se ha acostado con ninguna de ellas
—mascullo.
Se me está
agotando la paciencia.
—Me encantaría saber cómo ha conseguido evitarlo —musita William.
No contesto, me alegro de que no me lo haya refutado.
—Tengo una pregunta —dice a continuación—. Probablemente sea la
más
importante de
todas.
—¿De qué se trata?
—¿Él te ama?
Me quedo sin fuerzas al oír su pregunta, que es de lo más
razonable. Aquí
sólo vale un
rotundo «sí». William lo sabe. Yo lo sé. Ni siquiera debería
contemplar la
idea de exponer mi
pobre corazón a más penurias sin tenerlo confirmado.
—Dice que lo fascino —respondo mirando por la ventanilla. Me
siento
joven y estúpida.
—¿La fascinación equivale al amor?
—No lo sé —murmuro en un tono apenas audible, pero sé que me ha
oído
porque me pone
la mano en la rodilla y me da un apretón cariñoso.
—Habla con él de todo cuanto tengas que hablar —dice con calma—. Y
luego piénsalo
bien.
Asiento. La caricia afectuosa de William me produce una extraña
tranquilidad. Hablaré y
pensaré, pero en realidad no creo que nada de lo que me diga
Miller
mermará la fascinación
que siento por el chico de compañía más famoso de Londres. Me gustaría
que lo hiciera, pero
estoy siendo realista. Estoy atrapada en su confuso mundo de
tinieblas y no
tengo fe en que
nada pueda devolverme la libertad. Ni siquiera William, por mucho
que lo
intente.
El chófer no me deja a la vuelta de la esquina, tal y como
habíamos
acordado, sino en la
puerta del restaurante, y William no le menciona su error. Empiezo
a
protestar, pero cuando
veo a Miller esperando en la acera y la mirada de recelo que le
está
lanzando al Lexus me doy
cuenta de que sabe a quién pertenece el coche. Lo que no sabe es
que yo
voy dentro.
—Por favor —le pido a William en pleno ataque de pánico—, dile al
conductor que pare
en la siguiente calle.
—No es necesario.
Hace caso omiso de mi preocupación y baja del coche con elegancia,
seguridad y toda la
superioridad del mundo. Quiero hacerme un ovillo debajo del
asiento y
quedarme ahí
escondida. No me he atrevido a mirar por miedo a la reacción de
Miller al
ver aparecer a
William. No necesito hacerlo. El aire se torna gélido a mi
alrededor, y eso
que todavía no me
ha visto.
—Hart —oigo decir a William, tenso.
Luego me abre la puerta, me mira y extiende la mano para que la
coja.
Quiero gritarle
hasta desgañitarme por sus artimañas. Está siendo amenazador y he
visto
cómo reacciona
Miller a las amenazas: da miedo.
Cierro los ojos, respiro hondo para infundirme seguridad y rechazo
la
mano de William.
Salgo despacio, enderezándome hasta que me envuelve el aire gélido
que
no tiene nada que ver
con el mal tiempo. Luego me vuelvo para mirar a Miller. Sus ojos
azules
se abren
sorprendidos y se le tensa la mandíbula cubierta de sombra, pero
permanece en silencio
mientras William me acompaña a su encuentro. Como siempre, está
guapo
a rabiar con un
traje gris oscuro de tres piezas, camisa azul claro, el nudo de la
corbata
perfecto y unos
zapatos Oxford de color tostado. A pesar de la sorpresa, le
brillan los ojos
cuando me acerco;
su maraña de rizos y su cuerpo, alto y esbelto, son
impresionantes. Cuando
llego junto a él, le
lanza a William una mirada feroz antes de volver a fijarla en mí y
de
deslizar la mano por mi
nuca. El aire sigue frío como el hielo, pero ahora se mezcla con
el
delicioso calor que me
inyecta su mano en la nuca. Se agacha hasta que su cara está a la
altura de
la mía y me regala
una pequeña sonrisa que me recuerda que Miller Hart tiene la
sonrisa más
bonita del mundo y
que hace mucho que no la veo.
Parpadea lentamente, otro de sus adorables rasgos, y con dulzura
posa los
labios en mi
boca. Sé que a William se lo llevan los demonios detrás de mí,
pero nada
me impedirá
empaparme de Miller. Ni siquiera yo misma.
—Le das un nuevo nombre a la perfección, mi niña preciosa. —Me da
un
beso rápido y se
aparta para mirarme a los ojos—. Gracias por venir.
Me siento estúpida hasta decir basta con William haciendo de
escolta, así
que me vuelvo y
me lo encuentro observándonos atentamente.
—Ya puedes marcharte.
Miller me rodea la cintura con el brazo y me atrae contra su
pecho. Ha
ignorado por
completo mi petición, que no podía ni tocarme ni saborearme, y yo
no he
hecho nada por
impedírselo. Está reclamando lo que es suyo, marcando su
territorio.
El hombre alto, maduro y de cabellos grises se aleja despacio sin
quitarle
los ojos de
encima a Miller hasta que llega al coche.
—Sé que careces de sentido moral, Hart —dice—, pero te pido por
las
buenas que en esta
ocasión hagas lo correcto.
Puede que William se lo esté pidiendo por las buenas, pero su tono
va
cargado de amenaza.
—No cuestiones mi sentido moral en lo que se refiere a Olivia
Taylor,
Anderson. —Miller
me sujeta con más fuerza—. No te atrevas a hacerlo jamás.
La animadversión entre estos dos poderosos hombres es
embriagadora.
Tengo la cabeza
llena de preguntas sobre relaciones y mundos que colisionan, y
éstas pasan
a encabezar la lista
que tengo preparada para Miller.
—Haz lo correcto —dice William antes de atravesarme con sus ojos
grises
—. Llámame.
Se mete en el coche sin esperar a que yo asienta. Se marcha al
instante y
me deja en la
acera, tensa y preparándome para el interrogatorio de Miller.
Transcurren unos momentos en silencio antes de que empiece a
hablar y,
cuando lo hace,
su reacción no tiene nada que ver con la que me esperaba.
—Menuda sorpresa —musita. Frunzo el ceño—. ¿Cómo es que conoces a
William
Anderson?
Me ha dejado perpleja.
—Era el chulo de mi madre —le recuerdo. Me reservo la información
que
he descubierto
recientemente. Sé que a Miller no le gustará que le recuerde que
me
encontré con William
durante mi alocada escapada, así que también omito eso—. Y ya que
sacas
el tema —disparo,
dándome la vuelta en sus brazos y separándome de su cuerpo—: ¿Cómo
es
que tú lo conoces?
Me mira juguetón.
—Ya te has saltado tu regla: ni tocar ni saborear. —Se agacha y me
roba
otro beso.
Mecachis, ni siquiera he intentado esquivarlo—. Sería una tontería
volver a
instaurarla.
Los ojos le brillan como farolas, su cara refleja una victoria sin
precedentes. Una tontería
porque estaba claro que iba a caer o una tontería porque a saber
dónde
vamos a acabar si cedo,
es decir, en la cama con Miller venerándome.
—No sería ninguna tontería —respondo resoluta. La adoración de
Miller es
la mejor forma
de escapar de mis problemas, pero debo ser fuerte, por mucho que
quiera
que me mime y me
coma a besos en su mundo de indescriptible placer—. ¿No íbamos a
cenar?
—Sí. —Señala al otro lado de la calle y, cuando miro, veo su
coche—. Las
damas primero.
Frunzo el ceño y me vuelvo hacia el restaurante. No llego muy
lejos.
—Es por aquí —se limita a decir. Me coge de la nuca y me lleva
hacia su
coche con un
pequeño giro de muñeca.
—Vamos a hablar y a cenar —le recuerdo—. Accediste a salir conmigo
para cenar y
hablar.
—Sí, y accedí a quedar contigo en un restaurante. Nunca
especificaste que
tuviésemos que
cenar y hablar en él.
Me echo a reír de los nervios, preguntándome qué planea hacer con
la cena
y la
conversación.
—No puedes manipular mis palabras.
—No he manipulado nada.
Me empuja con facilidad para que cruce la calle y me sube al
coche.
—Vamos a cenar en mi apartamento. —Cierra la puerta y echa el
cierre
centralizado.
Me está entrando el pánico. No es buena idea ir a su casa. En
realidad, es
una idea pésima.
Intento abrir la puerta, en vano, porque he oído cómo la cerraba.
Vuelvo a
oír el cierre
centralizado e intento abrirla de nuevo pero no consigo nada. Él
sube
entonces al coche.
—¡Esto es un secuestro! —protesto—. ¡No quiero ir a tu
apartamento!
—¿Por qué? —pregunta arrancando el motor y abrochándose el
cinturón de
seguridad.
—Pues... porque... para nosotros...
—¿Lo natural es hacer el amor? —Se vuelve hacia mí muy despacio, con
la mirada muy
seria.
Me bastan las palabras para que se me acelere el pulso. Tengo
calor. Le
tengo ganas. Estoy
desesperada. Es una combinación peligrosa cuando estoy con Miller
Hart.
—Hablar —musito débilmente.
Se revuelve en su asiento y apoya el brazo en el volante. Sabe que
me
muero por sus
huesos. Estoy sin aliento.
—Siempre te he prometido que nunca te haría hacer nada que supiera
que
no querías hacer.
Asiento.
Me sonríe y me arregla el pelo rubio indomable.
—¿Sabes lo mucho que me cuesta no tocarte, sobre todo cuando sé lo
mucho que deseas
que lo haga?
—Quiero que hablemos —afirmo con las fuerzas que me quedan. Si
ignora
mi petición,
estaré indefensa.
—Y yo quiero poder explicarme, pero preferiría hacerlo en la
tranquilidad
de mi hogar.
No dice nada más. Se centra en la carretera y pone el coche en
marcha. No
habla, ni
siquiera me mira. Lo único que me queda son mis propios
pensamientos y
la letra de Glory
Box de
Portishead que resuena en los altavoces.
Se me graba en la mente, hace que la cabeza me dé vueltas, y de
repente
oigo a Miller
susurrar dos palabras para sí, tan bajas que apenas si puedo
oírlas:
—Lo haré.
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