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Una noche traicionada - Cap. 7

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CAPÍTULO 7
El cansancio y la mirada de determinación en sus ojos me impiden
resistirme. No tengo
energía para discutir con él, así que dejo que me saque del taxi.
—Sube —me ordena cuando llegamos a su coche, que está aparcado en una
zona
prohibida.
Hago lo que me dice y cierra la puerta. Sube al coche y me sorprendo al ver
que intenta
arreglarse el traje, que está para el arrastre.
—Qué desastre —masculla mirándome con el rabillo del ojo.
El muy idiota acaba de darse cuenta de mi penoso estado. Niega con la
cabeza, arranca el
Mercedes y salimos del hospital demasiado deprisa pero no digo nada.
Sería una estupidez.
Parece un loco peligroso, completamente fuera de sí. Y me da miedo.
—¿Estás bien? —pregunta cogiendo una curva muy cerrada a la izquierda,
hacia la vía
principal.
Miro al frente y no le contesto. La respuesta salta a la vista.
—Te he hecho una pregunta.
Permanezco en silencio, asimilando la furia incesante que emana de su
desaliñado ser.
—¡Maldita sea, Olivia! —Le pega un puñetazo a la ventanilla y casi toco el
techo del salto
que doy—. ¿Dónde coño están tus modales?
Lo miro con recelo. Está sudando, tiene el ceño fruncido y un mechón
rebelde le tiembla
en la frente.
—Estoy bien —susurro.
Respira hondo para calmarse y mira por el retrovisor.
—¿Por qué tienes el móvil apagado?
—Está roto.
Me mira, vuelve a mirar el retrovisor, parpadea y coge otra curva en el
último momento.
—¿Cómo?
—Lo estampé contra la pared cuando me enviaste un mensaje de texto. —
No dudo en
contárselo—. Porque estaba muy cabreada contigo.
Me mira y estudia mi cara inexpresiva durante lo que se me antoja una
eternidad. Luego
suelta la palanca de cambios y, muy despacio, acerca la mano a mi rodilla.
Traza círculos
perezosos sobre ella hasta que la aparto y vuelvo a mirar al frente. Él deja
la mano en el
asiento de cuero, junto a mi pierna. Maldice en voz baja y con el rabillo del
ojo lo veo mirar
otra vez por el retrovisor. Tengo que agarrarme a la puerta cuando toma
otra curva peligrosa
para internarse en un callejón oscuro y maldice otra vez. ¿Creerá que
alguien nos está
siguiendo?
Estoy a punto de decir algo cuando el coche frena con un chirrido. Miller
sale, me abre la
puerta y me ofrece la mano.
—Cógela —ordena, y yo la acepto de mala gana. Su tono es apremiante.
Me saca del coche y me agarra de la nuca como siempre.
—¿Qué haces? —pregunto mientras ando a toda velocidad para poder
seguir el ritmo que
marcan sus zancadas—. ¿Miller?
—He bebido demasiado. No estoy en condiciones de conducir.
Se zafa de mi pregunta y se dirige a una boca de metro que hay al cruzar la
calle, mirando
constantemente a un lado y a otro.
—No es momento para que te pongas rebelde, Olivia.
—¿Por qué? —Me ha puesto nerviosa y yo también miro a un lado y a otro.
—¿Confías en mí?
Está nervioso y me está asustando.
—¿Qué has hecho para merecértelo?
—Todo —responde de inmediato.
Lo miro con el ceño fruncido mientras mis piernas continúan intentando
seguir el ritmo de
sus largas zancadas.
Entramos en la estación de metro y me suelta un momento para saltar el
torniquete con
facilidad. No está dispuesto a perder el tiempo con la máquina
expendedora de billetes. Se
vuelve, me coge y me pasa por encima de la barrera, sin preocuparse de mi
seguridad ni de que
nos mire la gente. Reclama de nuevo mi nuca y empezamos a descender
hacia las entrañas de
Londres a toda velocidad por la escalera mecánica.
—Miller, por favor —le suplico. Los pies me están matando, y la cabeza
me va a explotar.
Entonces se detiene, me mira y me coge en brazos.
—Perdona que te haya hecho andar.
La proximidad y la deslumbrante luz artificial me permiten verle la cara
con claridad.
Tiene la mejilla morada y el labio partido, pero sigue siendo arrebatador. Y
mi reacción a su
belleza y a su contacto físico salta a la vista. Me tiene hipnotizada. El
corazón me late
violentamente y no es por el paseo. No me gusta cómo respondo a él. Es
peligroso.
El andén está vacío y no tenemos que seguir andando pero no me baja, sino
que prefiere
mantenerme a salvo en sus brazos.
Un silbido agudo rompe el silencio para indicar la llegada de un tren. Las
puertas se abren,
Miller entra en el vagón y se apoya en uno de los respaldos que hay al
fondo. Por fin me deja
en el suelo, abre las piernas y me coloca entre ellas, pecho contra pecho.
Las chispas saltan por
todas partes. Su respiración cambia cuando me acaricia la nuca y me
estrecha contra sí, como
si intentara que nos fundiéramos en uno solo. Me abraza de tal manera que
ni siquiera intento
escapar. ¿Acaso quiero? Siento una tranquilidad que no es normal, y menos
aún si tenemos en
cuenta el extraño comportamiento de Miller, pero mi subconsciente está
haciendo horas extras
para recordármelo... todo. Al mismo tiempo, Miller está intentando que
olvide, y su táctica
consiste en sumergirme en su cuerpo y colmarme de atenciones. Me está
venerando.
—Déjame saborearte otra vez. Te lo suplico —me susurra contra el cuello
al tiempo que
empieza a besarme en dirección a mi mandíbula.
La familiaridad del lento movimiento de sus labios me hace cerrar los ojos
y rezar para ser
fuerte.
—Olvídate del mundo y quédate conmigo para siempre —dice.
—No puedo olvidar —respondo en voz baja. Mi cara se frota contra su
boca
automáticamente.
—Yo puedo hacerte olvidar. —Llega a mis labios y los roza con los suyos.
Sus ojos se
hunden en los míos—. Accediste a que nadie más te probara.
No hay ni rastro de arrogancia en su tono, y se separa un poco. Veo su
maraña de rizos y
demasiados lugares bellos en los que perderme.
—No sabía con quién estaba hablando.
—Con el hombre sin el que no puedes vivir —dice con voz dulce y ronca
sin apartar la
vista de mis labios.
No tiene sentido negar sus palabras cuando son una versión de lo que yo le
dije en vivo y
en directo. Nuestra separación no ha hecho más que demostrarlo.
—Estamos hechos el uno para el otro. Encajamos a la perfección. Seguro
que tú también lo
has notado, Olivia.
No me da tiempo a asentir ni a disentir. Se acerca lentamente, con cuidado,
conteniéndose.
Levanto los brazos y lo rodeo con ellos, mi cuerpo se rinde al suyo y cierro
los ojos de
felicidad. Nos besamos durante una eternidad, despacio, con delicadeza,
entregados. Siento
cómo nuestros pedazos se recomponen. Lo bueno de nuestra unión cancela
todo lo malo de
nuestra relación maldita. Puedo besarlo. Puedo tocarlo.
El tren aminora, llegamos a una parada y las puertas se abren. Abro un ojo
un instante
mientras nos besamos. Nadie se baja y nadie sube.
Puedo besarlo. La sola idea y el sonido de las puertas que comienzan a
cerrarse me sacan
del curioso mundo de Miller Hart y me llevan a un lugar en el que todo
es... imposible. Ha
estado en Madrid. Ha estado con clientas al mismo tiempo que estaba
conmigo.
Me escapo de entre sus brazos por el diminuto hueco que queda para salir y
aterrizo en el
andén antes de haber procesado mi hábil maniobra. Miro hacia el vagón, el
tren arranca y
Miller golpea el cristal y grita como un demente, presa de la locura y del
pánico. Yo me quedo
quieta como una muerta. La última vez que lo veo, está echando la cabeza
atrás y lanzando un
temible rugido mientras le pega puñetazos al cristal.
El tiempo empieza a transcurrir más despacio. Estoy aturdida y repaso
todas las razones
por las que debo mantenerme alejada de Miller Hart mientras me paso los
dedos por los
labios. Todavía siento su boca. También siento su cuerpo contra el mío y el
calor que su
mirada deja en mi piel. Se me ha metido muy adentro y me aterra no poder
sacármelo.
La puerta principal se abre cuando aún estoy en el sendero del jardín y la
abuela me
observa perpleja en camisón desde el umbral.
—¡Olivia! ¡Por Dios! —Corre a mi encuentro, me coge del codo y me lleva
a casa—. Dios
mío, ¿qué te ha pasado? ¡Ay, la Virgen!
—Estoy bien —murmuro.
El cansancio se apodera de mí y no me deja hablar. Debería hacer un
esfuerzo porque a la
abuela parece que va a darle algo. Lleva el pelo revuelto, ella, que siempre
va tan bien
peinada, y parece haber envejecido de golpe. Necesita oírme decir que
estoy bien.
—Prepararé un té.
Me conduce a la cocina pero me quedo petrificada en la puerta cuando
siento que se me
eriza el vello de la nuca.
—¿Dónde está?
La abuela choca contra mi espalda, no se esperaba mi frenazo.
No me contesta, sino que me empuja hacia la cocina.
—Ven. Vamos a tomarnos un té —repite intentando evitar responder a mi
pregunta.
—Abuela, ¿dónde está? —pregunto sin dejar que me mueva del sitio.
—Olivia, estaba fuera de sí...
De un empujón, me mete en la cocina y entonces lo veo. Miller está
sentado junto a la
mesa, hecho una pena y cabreadísimo. Y, sin embargo, el enfado y el
desagrado que me
produce no me impide desear que vuelva a besarme como lo hizo antes en
el metro.
He perdido.
Se levanta y me lanza una mirada de advertencia. Me la repampinfla. No
tiene escrúpulos;
mira que utilizar a una anciana para conseguir lo que quiere... Ella no tiene
ni idea del horror
que ha sido nuestra relación ya nuestra y, en consecuencia, mi corazón
muerto. Me dispongo a
gritarle cuatro cosas a la cara en un intento desesperado de mostrarle lo
mucho que me
cabrean sus sucias tácticas cuando, sin darme tiempo a reunir fuerzas, un
pinchazo agudo me
atraviesa la sien. Me llevo las manos a la cabeza, aúllo de dolor y me
derrumbo sobre los
talones.
—Olivia, por Dios.
Lo tengo a mi lado en un segundo, acariciándome la cara, besándome por
todas partes,
farfullando palabras incoherentes y maldiciendo en voz baja.
Estoy demasiado cansada para quitármelo de encima, así que espero hasta
que ha
terminado de colmarme de mimos y me aparto. Entonces le lanzo una
mirada fría y
penetrante.
—Abuela, acompaña a Miller a la puerta.
—Olivia —me rebate ella con dulzura—, Miller ha estado muy preocupado
por ti. Ya te
dije que tenías que comprarte un móvil nuevo.
—No voy a comprármelo porque no quiero hablar con él —digo en un tono
de voz tan frío
como mi mirada—. Abuela, ¿es que ya no te acuerdas de cómo he estado
estas últimas
semanas?
No me puedo creer que haya vuelto a acorralarme así. No tiene vergüenza.
—Claro que me acuerdo, pero Miller me lo ha explicado todo. Está muy
arrepentido, dice
que es todo un malentendido. —Saca a toda velocidad tres tazas del
armario, decidida a servir
el té, como si eso fuera a apaciguarme. O como si beberse una buena taza
de té inglés lo
resolviera todo.
—¿Un malentendido? —Lo miro y ahí está la mirada azul impasible. Qué
ironía: la
encuentro reconfortante después de haber pasado la noche con un
energúmeno. Me resulta
familiar, y eso seguro que es malo—. Dime, ¿qué es lo que no he entendido
bien?
Miller da un paso hacia mí y yo retrocedo instintivamente.
—Livy...
Se pasa la mano por los rizos oscuros, frustrado, e intenta arreglarse el
traje, que está
destrozado.
—¿Podemos hablar? —dice con la mandíbula tensa.
—Venga, Livy. Sé razonable —intercede la abuela.
A Miller se le tensa aún más la mandíbula.
—Ni lo sueñes.
Doy media vuelta y dejo a dos almas en pena en la cocina. Aunque nadie
está más desolado
que yo: me estoy desmoronando, desintegrando. Tengo la cabeza como un
bombo cuando subo
la escalera, incapaz de procesar todo lo sucedido. Nunca me he sentido tan
confusa, tan
desesperada, tan enfadada y tan frustrada.
—Livy. —Su voz me sobresalta en mitad de la escalera y saco fuerzas de
flaqueza para
enfrentarme al némesis de mi corazón. Tiene los ojos vidriosos y los
hombros caídos, pero
todavía lo rodea esa aura de seguridad en sí mismo—. Has subestimado lo
decidido que estoy
a que nos arreglemos.
—No tenemos arreglo.
—Te equivocas.
Me agarro a la barandilla. Su réplica rebosa seguridad y confianza.
—Ya te lo he dicho, yo no puedo arreglarte y no puedo arriesgarme a que
me destroces del
todo. —Me falla la voz antes de terminar mi parlamento. Me enfurece no
poder acabar con el
mismo valor con el que lo empecé.
Ya estoy en ruinas. No estoy rota, sino en ruinas. Lo que está roto se puede
arreglar. Lo
que está en ruinas no tiene arreglo. Para lo que está en ruinas no hay
esperanza.
—Buenas noches —digo.
—Me confundes con un hombre que se rinde con facilidad.
—No, te confundí con un hombre en el que podía confiar.
Consigo llegar a mi habitación y desnudarme antes de desplomarme en la
cama y
esconderme bajo las sábanas. Sé que estoy haciendo lo sensato, pero la
fuerza de voluntad que
necesito para hacerlo acabará conmigo. Él acabará conmigo.
Me duermo enseguida, más que nada porque pensar es una agonía y mi
cerebro se retira
para protegerse, se cierra y me concede unas pocas horas de paz antes de
afrontar otro día en
las tinieblas.
Tengo calor, pero no puedo moverme ni destaparme. Entonces oigo
respirar a alguien y no
soy yo. También noto algo duro contra la espalda, pero algo se interpone
entre mi cuerpo
desnudo y el músculo que se me clava. Tela cara. Tela de traje. Tela de
traje hecho a medida.
Si pudiera, me movería, pero es peor que una camisa de fuerza, como si
tuviera miedo de
que me escapara mientras él echa una cabezada.
—Miller. —Le doy un codazo y gime, me abraza más fuerte—. ¡Miller!
—Quiero «lo que más me gusta» —susurra medio dormido hundiendo la
nariz en mi
cuello—. Espera.
La sensación de estar rodeada por su cuerpo es maravillosa, pero mi
cerebro consciente
opina que está mal.
—¡Miller, por favor!
Me suelta y retrocede, dejándome espacio para reincorporarme y apartarme
el pelo de la
cara. Tuerzo el gesto y ahogo un grito en cuanto me paso la mano por el
corte sin cuidado y el
dolor me recuerda que anoche me lastimé.
—Olivia...
Está a mi altura en un instante sujetándome por los brazos, pero consigo
liberarme.
—¿Te has hecho daño? —pregunta en voz baja dándome el espacio que
necesito.
Me permito levantar la vista para mirarlo a la cara. Sé que es mala idea,
pero sus ojos son
como un potente imán. Sigue siendo guapísimo, pese a tener cara de
cansado y llevar el pelo
revuelto. Tiene los ojos apagados y lleva el traje arrugado a más no poder.
Su piel bronceada
parece pálida.
—No más del que me has hecho tú —medio sollozo intentando combatir
las lágrimas—.
¡Fuera de aquí!
Agacha la cabeza, me levanto de la cama y huyo en dirección a la ducha.
No quiero mirarlo
porque no podré contenerme.
Cuando me meto bajo el chorro de agua, es como si mil dagas me cayeran
en la cabeza. Me
lavo el pelo con cuidado y luego aplico un poco de acondicionador en las
puntas sin dejar de
repetirme mentalmente todo lo que William me dijo. Me tomo mi tiempo,
no tengo prisa por
empezar el día y, para cuando he terminado, espero que Miller se haya
marchado. Sin
embargo, cuando vuelvo al dormitorio con la cabeza envuelta en una toalla,
ahí está, sentado a
los pies de mi cama. Sigue hecho unos zorros y tiene una taza de té en la
mano.
—¿Sabe la abuela que estás aquí?
—Sí.
«Claro que lo sabe», me digo. ¿Quién, si no, prepara té como si no hubiera
mañana?
—No tenías derecho a invadir mi cama. —Doy un portazo para mayor
efecto, aunque no
parece tener resultado.
Miller sigue tan pancho en la cama, sin inmutarse.
—Te necesitaba entre mis brazos. No me habrías dejado abrazarte estando
despierta, así
que tomé la iniciativa.
No da muestras de arrepentirse ni un ápice por sus sucios trucos. Bebe té
mientras yo lo
miro patidifusa, atónita, luchando contra el instinto de mi cuerpo, que
quiere reaccionar a esos
labios en movimiento.
—¿Vas a colarte aquí cada noche y a violar mi intimidad?
—Si no hay más remedio...
Estoy pisando terreno pantanoso. He sido el objeto de su determinación
más de una vez.
Tengo que ser fuerte. Los recuerdos del Miller cariñoso que me adoraba
empiezan a
desvanecerse tras haber visto al retrasado emocional.
—¿Cómo es que todavía estás aquí?
Me acerco a mi silla y hago lo que puedo para ponerme una camiseta y
unas bragas sin que
se me caiga la toalla.
—¿Por qué te has vuelto tan pudorosa de repente?
Me vuelvo y me encuentro con sus ojos viajeros recorriendo mis piernas.
Está orgulloso y
se lo ve triunfante, y eso me hace sentir... derrotada.
—Quiero que te vayas.
—Y yo quiero que me des la oportunidad de hablar, pero no siempre
conseguimos todo lo
que queremos —replica.
Se levanta y se acerca.
—Quieto ahí o te abofetearé.
Me entra el pánico y doy un paso atrás. Mierda, me va a acorralar contra la
pared para
tenerme a su merced pero, para mi sorpresa, se pone de rodillas y levanta
la cabeza. La
arrogancia desaparece, y en su lugar sólo hay verdadero arrepentimiento.
—Estoy de rodillas, Olivia. —Sus manos me levantan la camiseta y se
deslizan debajo,
hacia mi trasero, como si estuviera esperando que le grite que pare. Lo
haría si pudiera
encontrar mi lengua. Sus ojos azules me observan, se acerca y posa los
labios en la tela que me
cubre el vientre—. Déjame arreglar lo que he roto.
—A mí —mascullo—. Me has roto a mí.
—Yo puedo arreglarte, Olivia, y necesito que tú también me arregles a mí.
Me tiembla la barbilla al oír la convicción con la que lo dice.
—Es culpa tuya —sollozo resistiendo el impulso de tocarle el pelo
enmarañado, a
sabiendas de que me proporcionaría el consuelo que no debería buscar en
él.
—Acepto mi responsabilidad. —Me besa en el vientre otra vez y desliza
las manos por mis
nalgas—. Estamos aún más rotos el uno sin el otro. Deja que vuelva a
juntarnos. Te necesito,
Olivia, con desesperación. Haces que mi mundo sea luminoso.
La palabra que quiero pronunciar casi consigue salir por mi boca, pero hay
mucho más que
decir. Demasiado, me temo, para que nada de esto sea lo correcto. Tira de
mí hasta que me
tiene de rodillas y bajo sus labios suaves y sensuales. La habitual sensación
de plenitud inunda
mis sentidos.
—Miller... —Me aparto y lo mantengo todo lo lejos que me permiten mis
brazos—. ¿Crees
que me resulta fácil?
Frunce su impresionante ceño y estudia mi expresión.
—Le estás dando demasiadas vueltas.
No puedo evitar poner los ojos en blanco ante su débil argumento.
—Tenemos que hablar.
—Vale, hablemos.
La frustración se apodera de nuevo de mí.
—Necesito tiempo para pensar —digo.
—La gente tiende a darles demasiadas vueltas a las cosas, Livy. Ya te lo he
dicho.
Es un hombre inteligente. Seguro que es consciente de lo que dice.
—¿Y darle más importancia de la que tienen? —pregunto con un ligero
toque de sarcasmo
como colofón.
—No es necesario que te pongas insolente.
Suspiro.
—Ya te lo he dicho, Miller Hart: contigo sí es necesario.
—¿Durante cuánto tiempo? —No tiene contestación para eso.
—No lo sé. Nunca he tenido una relación y quería tenerla contigo. ¡Luego
descubrí que te
ganas la vida follándote a otras mujeres!
—¡Livy! —grita—. ¡Por favor, no seas soez!
—Perdona, ¿he herido tus sentimientos?
Espero una reprimenda pero, en cambio, su voz es calmada y su expresión,
muy seria.
—¿Qué demonios le ha pasado a mi niña? —dice. Enarca las cejas y se me
eriza el vello de
la nuca—. Se emborracha, se ofrece a otros hombres...
—¡Tú! ¡Es culpa tuya!
Sí, me emborraché, pero sólo para mitigar el dolor que él me había
causado.
—No quiero que nadie más te saboree.
—¡Lo mismo digo! —grito.
Miller da un brinco sobresaltado y luego ruge. Debería sorprenderme su
falta de
contestación, pero no es así. Me preocupa. Sin embargo, de repente me
acuerdo de una cosa.
—Vi el periódico.
Su hostilidad desaparece al instante. Ahora está incómodo a más no poder
y no salta a
defenderse, lo que confirma mis sospechas. Diana Low no cambió el titular
por su cuenta:
Miller se lo pidió.
El tintineo de los cacharros de cocina me distrae y echo la cabeza atrás con
un gemido de
frustración.
—¿Qué le has contado a mi abuela?
Debo tenerlo muy claro porque se me echará encima como un buitre en
cuanto Miller se
vaya.
—Sólo que discutimos, que confundiste a mi socia, con la que estaba
reunido, con otra
cosa.
El cuello me cruje cuando vuelvo a levantar la cabeza. Miller se encoge de
hombros y
apoya el trasero en los talones.
—¿Qué otra cosa debería haberle contado?
No se me ocurre nada. Debería estarle agradecida por haber sido tan
rápido, pero le ha
soltado una mentira tan descarada a mi abuela que no siento ni pizca de
gratitud.
—Ya te llamaré —suspiro.
—¿Qué significa «Ya te llamaré»? —No le ha gustado un pelo—. ¡Si no
tienes móvil!
—Has estado en el extranjero con otra mujer —replico, y me pongo en pie,
mucho más
cansada que antes.
—No me he acostado con ella, Livy. No me he acostado con nadie desde
que te conocí, lo
juro.
Debería sentirme aliviada, pero no es así. Estoy a cuadros.
—¿Con nadie?
—Con nadie.
Es chico de compañía. Lo he visto con otras mujeres. Ha estado de viaje...
Su mirada sonríe.
—Da igual cómo lo preguntes, la respuesta siempre será la misma: con
nadie.
—Y ¿qué has estado haciendo en Madrid? ¿Y con aquella mujer de
Quaglino’s?
—Ven a sentarte. —Se levanta y trata de llevarme a la cama, pero me
escabullo.
—No.
Me dirijo a la puerta del dormitorio y la abro. Nada de lo que diga
arreglará este embrollo,
y aunque encontrara las palabras adecuadas, seguiría siendo un chico de
compañía que emplea
unas tácticas muy rastreras. Tengo que hacer caso de William.
No mueve un músculo. Está claro que su mente maravillosa trabaja a toda
velocidad.
—Vamos a salir a cenar, y no puedes negarte porque es de mala educación
rechazar la
invitación de un caballero cuando éste te invita a comer y a beber. —
Asiente en aprobación de
sus propias palabras—. Pregúntaselo a tu abuela.
—La semana que viene —sugiero para intentar sacarlo de aquí antes de
que me haga ceder.
Me pregunto si alguna vez estaré lista para oponerme a él. No sé de dónde
ha sacado la idea de
que soy lo bastante fuerte para ayudarlo.
Él abre unos ojos como platos pero mantiene la compostura.
—¿La semana que viene? Me temo que no. Esta noche. Vamos a salir a
cenar esta noche.
—Mañana —respondo sin darme cuenta, y me sorprendo a mí misma.
—¿Mañana? —pregunta calculando mentalmente cuántas horas faltan.
Suelta un profundo
suspiro—. Prométemelo —pronuncian sus labios muy despacio—.
Prométemelo.
—Te lo prometo —susurro atraída por su boca, pensando que ella podría
hacer que todo
fuera mejor.
—Gracias. —Se acerca, alto y arrugado, y se detiene en el umbral—.
¿Puedo besarte?
Me sorprenden sus modales. Normalmente se le olvidan en momentos
como éste.
Niego con la cabeza. Sé que me despistará y sin duda acabaré en la cama
debajo de él.
—Como quieras.
Está muy ofendido.
—Respetaré tus deseos por ahora, pero no por mucho tiempo —me
advierte, y sus zapatos
caros recorren el pasillo de mal humor—. Mañana —subraya antes de
desaparecer escaleras
abajo.
Cierro la puerta. Me siento aliviada, perdida y orgullosa de mí misma, todo
a la vez.

Pero sigo deseando a Miller Hart.


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