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Una noche enamorada - Cap. 25

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CAPÍTULO 25
Me duele todo. Estoy escocida y espatarrada en la cama de Miller, con las sábanas enrolladas en la cintura. Siento el aire frío de la habitación en la espalda. Estoy
pegajosa y seguro que tengo el pelo revuelto y enredado. No quiero abrir los ojos. Revivo cada segundo de anoche. Me lo hizo en todas partes. Dos veces. Podría
pasarme un año durmiendo pero me doy cuenta de que Miller no está a mi lado y palpo la cama por si mi radar ha fallado. Pues no. M e peleo con las mantas hasta que
me quedo sentada en la cama, apartándome la maraña rubia de la cara somnolienta. No está.
—¿Miller? —Miro hacia el baño. La puerta está abierta pero no oigo nada. Con el ceño fruncido, me acerco al borde de la cama y algo me tira de la muñeca.
—Pero ¿qué...?
Tengo un cordel blanco de algodón atado a la muñeca. Lo cojo con la otra mano y veo que uno de los extremos es muy largo, llega hasta la puerta del dormitorio.
Con una sonrisa a medias y algo extrañada me levanto de la cama.
—¿Qué estará tramando? —pregunto al vacío. Me enrollo una sábana alrededor del cuerpo y cojo el cordel con ambas manos. Sin soltarlo, empiezo a andar hacia la
puerta, la abro, echo un vistazo al pasillo y agudizo el oído.
Nada.
Hago un mohín. Sigo el cordel blanco por el pasillo, sonrío. Llego al salón de Miller pero el cordel no acaba ahí y se me borra la sonrisa de la cara al ver que me
dirige a uno de los cuadros de Miller.
No es un paisaje de Londres.
Es un cuadro nuevo.
Soy yo.
Me llevo la mano a la boca, alucinada por lo que estoy viendo.
Mi espalda desnuda.
Con la mirada recorro las curvas de mi cintura diminuta y mi culo, sentado en el sofá. Luego asciendo hasta que veo mi perfil.
Se me ve serena.
Con claridad.
Perfecta.
No hay nada abstracto. Ahí están todos los detalles de mi piel, de mi perfil, y mi pelo está impecable. Soy yo. No ha utilizado su estilo habitual y no ha
emborronado la imagen o la ha afeado.
Excepto el fondo. Más allá de mi cuerpo desnudo las luces y los edificios son manchas de color, casi todas negras con toques de gris para acentuar las luces
brillantes. Ha capturado el cristal de la ventana a la perfección y aunque parezca imposible, mi reflejo se ve claro como el día: mi cara, mi pecho desnudo, mi pelo...
Meneo la cabeza lentamente y me doy cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Me quito la mano de la boca y doy un paso al frente. El oleo brilla, no está
seco del todo. No lo toco aunque las yemas de mis dedos se mueren por dibujar mi contorno.
—Miller... —susurro, asombrada por la belleza de lo que tengo ante mí. No porque me haya pintado a mí, sino por la imagen tan bella que ha creado mi hombre,
tan apuesto y con tantos defectos. Nunca dejará de sorprenderme. Su mente compleja, su fuerza, su ternura... Su increíble talento.
Me ha pintado a la perfección, casi parece que estoy viva, pero me rodea un caos de pintura. Empiezo a comprender una cosa justo cuando me fijo en un pedazo
de papel que hay en la esquina inferior izquierda del cuadro. Lo cojo con una pizca de recelo porque Miller Hart tiene tendencia a partirme el corazón por escrito. Lo
desdoblo y me muerdo el labio inferior.
Son sólo cinco palabras.
Y me dejan sin habla.
«Sólo te veo a ti.»
Su mensaje se torna borroso porque se me llenan los ojos de lágrimas. M e las seco furiosa en cuanto caen por mis mejillas. Lo leo otra vez, entre sollozos, y miro el
cuadro para recordar su magnificencia. No sé por qué. Ya me sé la imagen y la nota de memoria. Quiero sentir fuegos artificiales bajo la piel, necesito sentirlo, verlo. M e
paso un momento suplicándole que venga a mí pero aquí sigo, sola con el cuadro.
Entonces recuerdo el cordel atado a mi muñeca. Lo cojo, sale otro de detrás del cuadro. Corto el que me une al cuadro y sigo el segundo a la cocina, de donde sale un
nuevo cabo. Mi caza del tesoro no ha terminado y Miller no está en la cocina. La mesa está hecha un asco y huele a quemado. No es propio de M iller. Me acerco
rápidamente: hay unas tijeras, restos de papel por todas partes y una olla. Miro en el interior, no puedo evitarlo, soy demasiado curiosa. Tengo que contener un grito
cuando veo los restos calcinados.
En la mesa hay páginas sueltas, rotas y cortadas. Son las páginas de una agenda. Cojo unas cuantas y las examino en busca de algo que me confirme mis sospechas.
Y lo encuentro.
La letra de Miller.
—Ha quemado la agenda de las citas —susurro y dejo que los restos de papel caigan sobre la mesa. ¿Y no los ha recogido? No sé qué me sorprende más. M e
pararía a pensar en este dilema si no fuera porque estoy viendo una foto. Vuelvo a sentir todo lo que sentí la primera vez que la vi: la pena, la desolación, la rabia y,
aunque se me llenan los ojos de lágrimas, cojo la foto de cuando Miller era pequeño y la miro un buen rato. No sé por qué, pero algo me empuja a darle la vuelta a pesar
de que sé que no hay nada escrito al dorso.
O no lo había.
Ahí está la caligrafía de Miller y yo vuelvo a estar hecha un mar de lágrimas.
Sólo tú, en la luz o en la oscuridad.
Ven a buscarme, mi dulce niña.
Me repongo y me entra el pánico pero por otro motivo. Dejo atrás el papel chamuscado y cojo el cordel. Lo sigo deprisa, sin pararme a pensar ni siquiera cuando
me conduce a la puerta del apartamento. Salgo, tapándome con la sábana, sigo el cordel... Y me paro porque de repente desaparece.
Entre las puertas del ascensor.
—Ay, Dios mío —exclamo apretando el botón de apertura como una loca. El corazón se me va a salir del pecho, late a ritmo de staccato contra mis costillas—.
Dios mío, Dios mío, Dios mío.
Los segundos me parecen siglos mientras espero impaciente que se abran las puertas del ascensor. Aprieto el botón sin parar, sé que no sirve para nada, sólo para
desahogarme.
—¡Ábrete de una vez! —grito.
¡Ding!
—¡Gracias a Dios!
El cordel que estaba suspendido en el aire cae a mis pies cuando las puertas empiezan a abrirse.
Los fuegos artificiales estallan. Es como un festival de pequeñas explosiones que me marea y me atonta. Ni siquiera veo bien.
Pero ahí está.
Me agarro a la pared para no caerme del susto. ¿O es de alivio?
Está sentado en el suelo del ascensor, con la espalda pegada a la pared, la cabeza gacha y la otra punta del cordel atada a su muñeca.
¿Qué demonios hace aquí dentro?
—¿Miller? —Me acerco, vacilante, preguntándome cómo me lo voy a encontrar y cómo voy a lidiar con esto—. ¿Miller?
Levanta la cabeza. Abre los ojos muy despacio y cuando sus penetrantes ojos azules se clavan en los míos se me corta la respiración.
—No hay nada que no haría por ti, mi dulce niña —suspira alargando la mano hacia mí—. Nada.
Ladea la cabeza para que me meta en el ascensor y obedezco sin pensármelo dos veces, lista para reconfortarlo. ¿Por qué está en el ascensor? M isterio. ¿Por qué se
tortura así? Quién sabe.
Lo cojo de la mano e intento levantarlo pero me sienta en su regazo sin darme tiempo a reaccionar y a sacarlo de este agujero.
—¿Qué haces? —le pregunto, conteniéndome para no discutir con él.
Me coloca como quiere.
—Vas a darme lo que más me gusta.
—¿Qué? —pregunto sin entender nada. ¿Quiere lo que más le gusta en un maldito ascensor? ¿Con el miedo que les tiene?
—Te lo he pedido una vez —salta impaciente. Lo dice en serio. ¿Por qué está haciendo esto?
Como no tengo nada más que decir y no me deja que lo saque de este agujero infernal, lo envuelvo entre mis brazos y lo estrecho contra mi pecho. Nos pasamos
varios minutos así, hasta que noto que deja de temblar. Y lo comprendo todo.
—¿Te has metido aquí por voluntad propia? —pregunto, porque no creo que uno tropiece y acabe por accidente en el ascensor.
No contesta. Respira pegado a mi cuello, el corazón le late a un ritmo estable contra mi pecho y no veo signos de pánico. ¿Cuánto tiempo lleva aquí dentro? Ya me
enteraré. De momento, dejo que me abrace hasta la saciedad. Las puertas se cierran y ahora sí que se le acelera el pulso.
—Cásate conmigo.
—¡¿Qué?! —grito saltando de su regazo. No le he entendido bien. Imposible. No quiere casarse. Lo miro a la cara. Aunque estoy anonadada, veo que la tiene
bañada en sudor.
—Ya me has oído —contesta sin mover un pelo. Sólo mueve los labios, que se abren muy despacio cuando habla. Sus enormes ojos azules ni parpadean y se me
clavan en la cara de pasmada.
—Cre... Creía...
—No hagas que me repita —me advierte y cierro la boca, sigo más que sorprendida. Intento decir algo coherente. No me sale. Mi mente no responde.
Me quedo mirando su rostro impasible, esperando una pista que me aclare lo que acabo de oír.
—Olivia...
—¡Dilo otra vez! —exclamo a toda prisa, con excesiva brusquedad, pero me niego a disculparme. Estoy demasiado aturdida. Normalmente me pongo borde en
cuanto él se pone borde pero hoy no. Hoy no valgo para nada.
Miller respira hondo, extiende los brazos y tira de la sábana que me cubre el pecho para atraerme hacia él. Estamos frente a frente, unos ojos azules
resplandecientes y unos ojos de color zafiro inseguros.
—Cásate conmigo, mi dulce niña. Sé mía para siempre.
Llevo tanto tiempo conteniendo el aliento que me arden los pulmones. No quería hacer el menor ruido mientras él repetía lo que yo creía que había dicho.
—Uuuuuf. —Suelto el aire acumulado en mis pulmones—. Creía que no querías casarte de manera oficial.
Me había hecho a la idea. Su palabra por escrito y su promesa me bastan. Al igual que M iller, no necesito testigos ni una religión que valide lo que tenemos.
Aprieta los labios carnosos.
—He cambiado de opinión y no hay más que hablar.
La mandíbula me llega al suelo. ¿Así, de pronto? Le preguntaría qué ha cambiado pero creo que es evidente y no voy a cuestionarlo. Me dije que M iller tenía razón
y realmente así lo creía. Tal vez porque tenía sentido, tal vez porque parecía inflexible.
—Pero ¿por qué estás en el ascensor? —Pienso en voz alta. Estoy intentando entender lo que pasa.
Pensativo, mira alrededor como si estuviera en peligro. Pero se concentra en mí.
—Soy capaz de hacer cualquier cosa por ti —dice con total seguridad.
Lo entiendo.
Si puede hacer esto, puede hacer cualquier cosa.
—En mi vida hay orden y concierto, Olivia Taylor. Ahora soy quien debo ser. Tu amante. Tu amigo. Tu marido. —Baja la vista a mi vientre, maravillado, y de sus
ojos desaparece el miedo. Ahora están sonrientes—. El padre de nuestro bebé.
Dejo que me mire la barriga durante una eternidad. Me da tiempo a asimilar que se me ha declarado. Miller Hart no es un hombre corriente. Es un hombre al que es
imposible describir. Creo que soy la única que puede hacerlo. Porque yo lo conozco. Todo el mundo, incluso yo hace mucho, utilizó adjetivos que creían adecuados
para describir a Miller.
Distante. Frío. Incapaz de amar. Imposible de amar.
Nunca ha sido ninguna de esas cosas, aunque lo ha intentado con todas sus fuerzas. Y con bastante éxito. Repelía lo positivo y recibía con brazos abiertos todo lo
malo. Como en sus pinturas, afeaba su belleza natural. Las barreras de M iller Hart eran tan altas que corría el riesgo de que nunca nadie pudiera saltarlas. Porque así era
como las quería. Yo no he derribado sola esas barreras. Él las ha desmantelado conmigo, ladrillo a ladrillo. Deseaba enseñarme el hombre que de verdad quería ser. Por
mí. Nada en el mundo me produce más placer o satisfacción que verlo sonreír. Parece muy poca cosa, lo sé, pero en nuestro mundo no lo es. Cada sonrisa que me regala
es una señal de verdadera felicidad y a pesar de su apariencia fría e impasible, siempre sabré lo que piensa. Sus ojos son un mar de emociones y soy la única que sabe
interpretarlas. He terminado el curso de iniciación a Miller Hart y he sacado matrícula de honor. Pero no me engaño, no lo he hecho sola. Nuestros mundos chocaron y
explotaron. Yo lo descifré a él y él me descifró a mí.
Antes éramos él y yo.
Ahora somos nosotros.
—Puedes ser quien tú quieras —le susurro acercándome. Necesito tenerlo más cerca.
Una paz inimaginable se refleja en su rostro cuando volvemos a mirarnos a los ojos.
—Quiero ser tu marido —dice con ternura, en voz baja—. Cásate conmigo, Olivia Taylor. Te lo suplico.
Me deja sin aliento.
—Por favor, no hagas que me repita.
—Pero...
—No he terminado. —M e tapa la boca con un dedo—. Quiero que seas mía de todas las maneras posibles, incluso ante Dios.
—Pero no eres un hombre religioso. —Le recuerdo lo evidente.
—Si él acepta que eres mía, seré lo que haga falta. Cásate conmigo.
Me derrito de felicidad y me lanzo a sus brazos. Lo que siento por mi perfecto caballero no me cabe en el pecho.
Me coge al vuelo. M e abraza. Me llena de seguridad.
—Como quieras —susurro.
Sonríe contra mi cuello y me constriñe con su abrazo de oso.
—Voy a tomármelo como un sí —dice en voz baja.
—Correcto —susurro, sonriendo contra su cuello.
—Bien. Ahora sácame de este maldito ascensor.
EPÍLOGO
Seis años después
Está torcido, por lo menos cinco milímetros.
Y me está poniendo malo. Me tiemblan las manos y tamborileo con los dedos cada vez más rápido.
«Está bien. Está bien. Está bien.»
«¡No está nada bien!», bramo para mis adentros y muevo el portátil un pelín a la izquierda. Sé que la sensación de alivio que me produce no tiene sentido, lo sé,
pero no entiendo por qué debo dejarlo tan horriblemente torcido cuando con un segundo de mi tiempo puedo colocarlo como tiene que estar. Frunzo el ceño y me pongo
cómodo en mi sillón, me siento mucho mejor. La terapia está haciendo maravillas.
Unos golpecitos hacen que me olvide del ordenador. M e invade una mezcla de felicidad y un sinfín de emociones que hacen explotar los fuegos artificiales que
siento bajo la piel cuando la tengo cerca.
Mi dulce niña. Está aquí.
Sonrío, cojo el mando a distancia y presiono el botón que hace aparecer las pantallas. Tardan una eternidad pero no me preocupa que se presente sin avisar. Tiene
el código, pero me esperará. Como hace siempre.
Las pantallas se encienden y suspiro cuando la veo en el monitor central. Su cuerpo minúsculo vestido con unos pantalones capri negros y una camisa blanca. El
pelo le cae como una cascada por los hombros. Podría poner los pies encima de la mesa, recostarme en el sillón y pasarme todo el día observándola. Pero no voy a
manchar la mesa con la mugre de mis zapatos y no hay terapia en el mundo que vaya a cambiar eso. Apoyo la cabeza en el respaldo del sillón, doy golpecitos con el
mando en el reposabrazos y sonrío al verle los pies. El color del día: coral. La verdad es que hacen que su elegante ropa de trabajo parezca menos formal, pero no
importa. Mi niña tiene por lo menos cincuenta pares y voy a añadir muchos más a la colección. No puedo evitarlo. Cada vez que veo un color nuevo, entro en la tienda
y salgo con una caja o dos bajo el brazo... A veces tres. Se le ilumina la cara cada vez que le compro unas Converse nuevas. De hecho, creo que estoy un poco
obsesionado con encontrar todos los colores habidos y por haber. Arrugo la frente. ¿Sólo un poco? Vale, sí, de vez en cuando busco en Google y me reservo un día o
dos para la busca y captura de zapatillas Converse. Pero eso no significa que esté obsesionado. Lo que pasa es que me entusiasma. Sí, me entusiasma. M e quedo con
eso y que le den al psicoterapeuta.
Asiento dándome la razón y vuelvo a concentrarme en la pantalla. Un mechón rebelde me hace cosquillas en la frente y me lo peino con la mano. Suspiro. M i
esposa es la viva imagen de la perfección. M e acaricio el labio superior con el índice pensando en todo el tiempo que me he reservado esta noche para adorarla. Y
mañana por la noche. Y pasado mañana. Sonrío preguntándome en qué planeta viví todos esos años. Sabía que una noche no iba a ser suficiente. Y estoy seguro de que
ella también lo sabía.
Lo estoy esperando.
Ya llega.
No tardará.
—Allá vamos. —Sonrío cuando mira a la cámara y deja caer el peso sobre la cadera. Ya está harta. Pero yo no. Ni me muevo, la voy a hacer esperar—. Un minuto,
mi dulce niña —musito—. Dame lo que más me gusta.
La polla me palpita en los pantalones cuando pone los ojos en blanco y cambio de postura para que deje de empujar contra mi bragueta. Le da la espalda a la
cámara. Suelto el aire que se me había quedado atascado en los pulmones e intento recobrar el aliento. No funciona.
—Señor, ayúdame.
Extiende las piernas y flexiona el torso muy despacio. Pone el culo en pompa y la tela de sus pantalones se tensa sobre sus nalgas. M i entrepierna se vuelve loca
cuando mi mujer echa la vista atrás con una minúscula sonrisa.
—¡Dios santo!
Me levanto de un salto y corro hacia la puerta. Derrapo y freno antes de que con las prisas se me olvide una cosa muy seria. Empiezo a alisarme el traje. M e
resisto a mirarlo. M e arreglo el cuello de la camisa y la corbata, estiro las mangas. No funciona.
—¡M ierda!
Echo la cabeza hacia atrás y la dejo caer sobre el hombro. El mando a distancia no está en su sitio. Tengo que volver a mi sillón, que tampoco está como tiene que
estar porque me he levantado demasiado deprisa.
«Déjalos así. Déjalos así. Déjalos así.»
No puedo. M i despacho es el único lugar sagrado que me queda.
Cojo el mando y lo guardo en el cajón superior de la mesa de escritorio.
—Perfecto —exclamo, listo para arreglar el sillón.
Toc, toc.
Giro la cabeza hacia la puerta y por alguna razón me siento muy culpable.
Hasta que oigo su voz sedosa al otro lado.
—¡Sé lo que estás haciendo! —canturrea, está a punto de echarse a reír—. No te olvides del sillón, cielo.
Cierro los ojos como si pudiera esconderme de mis crímenes.
—No hace falta que te pongas impertinente —mascullo. La amo y la odio, me conoce demasiado bien.
—Contigo nunca está de más, Miller Hart. Abre la puerta o la abro yo.
—¡No! —grito empujando el sillón contra la mesa—. Sabes que me gusta abrirte la puerta.
—Pues date prisa. Tengo que estudiar e irme a trabajar.
Me acerco a la puerta. M e arreglo el traje y me paso la mano por el pelo, enfadado. Cojo el picaporte pero no abro.
—Dime que no vas a chivarte.
Tengo que contenerme para no abrir la puerta antes de que diga que sí. Es como un imán y sólo la puerta se interpone entre nosotros.
—¿A tu psicoterapeuta? —pregunta muerta de risa. Mi polla se revuelve en mi entrepierna.
—Sí. Prométeme que no se lo vas a contar.
—Te lo prometo. —Ha sido fácil—. Quiero saborearte.
Abro la puerta y me preparo para su ataque. M e río cuando su cuerpo choca contra el mío a toda velocidad. Lo que más me gusta dura poco, me besa la sombra de
la cara y me hunde la lengua en la boca.
—Es posible que se me escape por accidente —susurra mordisqueándome y lamiéndome los labios.
Le sigo el juego. Sonrío.
—¿Cuánto va a costarme tu silencio?
—Toda una noche de adoración —afirma sin tardanza.
—Tampoco es que tengas elección.
Rodeo su estrecha cintura, me la llevo al sofá, me siento y la coloco en mi regazo sin que ella suelte mi boca ni un segundo. Es un beso maravilloso.
—No quiero tener elección. Estoy de acuerdo, esta discusión no tiene sentido.
—Chica lista. —Parezco un arrogante. Lo mismo da—. Gracias por pasarte a saludar.
Interrumpe nuestro beso. Protesto con un gruñido pero se me pasa el disgusto en cuanto veo su preciosa cara. Enrosco los dedos en los mechones rubios de su
pelo.
—M e das las gracias todos los días, como si viniera por gusto —susurra.
Arqueo las cejas.
—Nunca te hago hacer nada que sepa que no quieres hacer —le recuerdo. Me encanta cuando me mira indignada—. ¿O sí?
—No —dice alargando la palabra, al límite de su paciencia—. Pero éste es uno de esos hábitos obsesivos tuyos que interfiere con mi jornada laboral. Hablaré con
tu terapeuta para que se encargue de corregirlo.
Resoplo.
—Si lo intenta, prescindiré de sus servicios.
No puedo negar que he adquirido manías nuevas pero también me he librado de unas cuantas. No debería castigarme sino recompensarme.
Esta vez no se pone chula, aunque sé que se muere por soltarme una de sus perlas. Pero incluso mi mujer se ha dado cuenta de que por mucho que me envíe a eso
que ella llama terapia no voy a cambiar ninguno de mis hábitos relacionados con ella. Además, sé que disfruta con la mayoría de ellos. No sé por qué finge que le
molestan, que son un estorbo en su vida.
Como no dice nada tengo tiempo para comérmela con los ojos. Es un placer. No he visto nada tan perfecto en mi vida. Bueno, hasta que me acuerdo del niño más
adorable del mundo.
—¿En qué estás pensando? —pregunta ladeando la cabeza. No puede ser más guapa.
—Estoy pensando que mi hombrecito y tú sois absolutamente perfectos.
Los zafiros resplandecientes me miran mal.
—Hablando de tu hombrecito...
Se acabó lo bueno.
—¿Qué ha hecho ahora?
Se me ocurren mil cosas y rezo para que no haya dado muestras de comportamiento obsesivo.
—Le ha robado los calcetines a Missy.
Qué alivio. ¿Otra vez? Estoy intentando no reírme. De verdad.
—¿Por qué?
Yo sé por qué.
Olivia me mira como si fuera tonto.
—Porque no casaban. —A ella no le hace ninguna gracia.
—Le comprendo.
Me pega un manotazo en el hombro y me lanza puñales con la mirada. Pongo cara de que me ha hecho mucho daño y me froto el hombro.
—No tiene gracia.
Suspiro hondo. ¿Cuántas veces vamos a tener esta conversación?
—Ya se lo he dicho. Basta con que les digan a todos los niños que tienen que llevar los calcetines iguales. Es muy sencillo.
De verdad, tampoco es tan difícil.
—M iller, se planta en la puerta y hace que los demás niños le enseñen los calcetines.
Asiento.
—Es muy concienzudo.
—O muy molesto. Los pellizco si los calcetines no casan. ¿Quieres ir a explicarles a los padres por qué sus hijos vuelven del colegio sin calcetines?
—Sí y también les diré cómo solucionar el problema.
Suspira, harta. No sé por qué. Como siempre, le da mil vueltas a todo y no voy a tolerar que los padres de los compañeros de colegio de mi hijo la convenzan de
que a nuestro hombrecito le pasa algo raro.
—Ya me encargo yo —le aseguro mirando sus mechones rubios entre mis dedos. Frunzo el ceño y la miro a los ojos—. Hoy estás distinta. —No sé cómo no me he
dado cuenta antes.
Me preocupo cuando el sentimiento de culpa brilla en sus ojos de color zafiro, se levanta y se pasa una eternidad arreglándose la ropa.
Me levanto y entorno los ojos.
—Conozco a mi dulce niña a la perfección y sé que eres culpable como el pecado.
Su famoso brío entra en acción y me lanza una mirada asesina de las que asustan.
—¡Sólo han sido dos dedos!
¡Lo sabía!
—¡Te has cortado el pelo!
—¡Tenía las puntas abiertas! —me discute—. ¡Parecía pelo de rata!
—¡De eso nada! —protesto, mordiéndome el labio—. ¿Por qué me has hecho eso?
—¡No te he hecho nada! ¡Es mi pelo!
—¡Ah! —Me río, ultrajado—. ¿Conque ésas tenemos?
Arranco hacia el cuarto de baño. Sé que vendrá detrás de mí.
—¡No te atrevas a hacerlo, M iller!
—Te hice una promesa y yo siempre cumplo mis promesas.
Abro el armario y saco la maquinilla de cortar el pelo. La enchufo de mala manera. ¡Se ha cortado el pelo!
—¡Dos dedos! ¡Sólo han sido dos dedos! ¡Todavía me llega al culo!
—¡M i propiedad! —bramo llevándome la maquinilla a la cabeza con intención de cumplir mi promesa.
—De acuerdo —dice muy tranquila. No me lo esperaba—. Aféitate la cabeza. Te seguiré queriendo igual.
La miro con el rabillo del ojo. Está apoyada en el marco de la puerta, la mar de chula.
—Voy a hacerlo —la amenazo acercando la maquinilla a mi cabeza.
—Sí, eso has dicho. —M e está provocando.
—Vale. —Echo la cabeza hacia atrás. Acerco la maquinilla y me miro al espejo. Las cuchillas rozan mis rizos oscuros, que tanto me gustan. Me estoy poniendo
nervioso—. Joder —digo más tranquilo. No puedo hacerlo. Contemplo mi reflejo, vencido, intentando convencerme de que he de hacerlo hasta que veo su imagen detrás
de la mía.
—Todavía me fascinas, M iller Hart. —M e acaricia el lóbulo de la oreja sin darle importancia a su victoria—. Sólo han sido las puntas.
Suspiro. Sé que estoy exagerando pero me cuesta ser racional.
—Yo también te quiero. Déjame saborearte.
Obedece. Se coloca entre el lavabo y yo y deja que la disfrute todo el tiempo del mundo.
—Tengo que irme a trabajar —dice perturbando mi felicidad y dándome un beso en la nariz.
—Tomo nota. —La dejo marchar—. Mi hombrecito y yo iremos a ver a la abuela después del colegio.
—Estupendo.
—Y luego iremos a ver a esa dichosa terapeuta.
Sonríe de oreja a oreja y me abraza con fuerza.
—Gracias.
No discuto. Por mucho que proteste, no puedo negar que me lo paso bien allí con mi hombrecito.
—¿Bailas conmigo antes de irte?
—¿Aquí?
—No. —La cojo de la mano. M e encanta cuando se muere de curiosidad. La llevo al club.
—M iller, tengo que irme a trabajar —insiste con una sonrisa. Sé que no tiene prisa. Poco importa. No tiene elección. Ya debería saberlo. No hago caso de sus
protestas y la pongo exactamente en el centro de la pista de baile, le arreglo el pelo y me acerco a la tarima del DJ. Hay un montón de botones y de interruptores.
—¡M ierda! —maldigo por lo bajo y los toco todos hasta que se encienden los altavoces—. ¿Qué te apetece? —le pregunto buscando entre la lista interminable de
canciones que aparece en la pantalla del ordenador.
—Algo animado. M e espera un día muy largo.
—Como quieras —contesto y encuentro la canción perfecta. Sonrío, la pongo y Electric Field de M GMT suena en el club. Está sonriente. Es lo más bonito del
mundo. Pero sólo mueve la boca. Sabe que no debe mover nada más hasta que yo llegue.
Miro sus arrolladores ojos de color zafiro, bajo de la tarima y camino hacia ella. Que Dios la bendiga. Se nota que se muere por empezar a moverse al ritmo de la
música. No lo hará. Me tomo mi tiempo, como siempre. Baja la barbilla y entreabre la boca, con los ojos entornados y las pestañas largas como abanicos.
Quiere decirme que me dé prisa pero no lo hará. Saboréalo. Despacio, siempre. Saboreo cada nanosegundo que tardo en llegar a su lado, disfrutando de su belleza
natural y exquisita.
—M iller —suspira con la voz cargada de sexo, deseo, lujuria e impaciencia.
—Quiero tomarme mi tiempo contigo, mi dulce niña.
Me pego a su cuerpo, siento los latidos fuertes y constantes de su corazón.
Le rodeo la cintura con el brazo, tiro y la aprieto contra mí. Exploto de felicidad cuando me dedica una sonrisa traviesa.
—¿Lista para que te adore en la pista de baile?
—Lista.
Le devuelvo la sonrisa y la sostengo con una mano. Ella me echa los brazos al cuello y me acerca la cara a la suya mientras restriega el vientre contra mi entrepierna
al ritmo de la música. Para cuando la canción haya terminado estará desnuda en el suelo. Mi polla palpita, gritándome que me dé prisa.
Abro las piernas y flexiono un poco las rodillas para que nuestras caras estén a la misma altura. Ella sigue el ritmo de mis caderas y se asegura de que nuestras
entrepiernas no se separan.
Sonrío y la miro a los ojos. No nos movemos del sitio hasta que doy un paso atrás y ella me sigue mientras balancea el cuerpo de un lado a otro.
—Dime que vale la pena llegar tarde por esto —susurro restregándole el paquete cuando tarda en responder—. Dímelo.
Aprieta los labios y entorna los ojos.
—¿Vas a añadirlo a tu lista de costumbres obsesivas?
Sonrío.
—Tal vez.
—Eso es que sí.
Me echo a reír y damos vueltas. Nuestros cuerpos se separan y la cojo de la mano. Suelta un gritito y se ríe cuando la atraigo hacia mí hasta que estamos nariz con
nariz, sin movernos, con la música de fondo.
—Correcto.
Le planto un beso en la boca que nos deja a los dos sin aliento. Le doy una vuelta, su pelo rubio se abre como un abanico en el aire. Se ríe, sonríe y sus ojos de
color zafiro brillan como estrellas. Tengo una suerte que no me la creo. En mi mundo ya no hay oscuridad, sólo luz. Y todo gracias a esta hermosa criatura.
Estoy tan sumido en mis pensamientos que pierdo la capacidad de bailar. La atraigo de nuevo hacia mí, la abrazo. Necesito lo que más nos gusta. No la suelto en un
buen rato y ella no protesta. M i realidad a veces me golpea como un martillo y tengo que comprobar que todo a mi alrededor es de verdad y es mío. Lo que más me
gusta es la mejor manera de hacerlo. El problema es que nunca me canso de tenerla a salvo en mis brazos. Ni aunque estuviéramos así toda la eternidad.
La música se acaba pero yo sigo abrazándola con fuerza, balanceándonos a un lado y a otro. No protesta y sé que no va a pedirme que la suelte. M e armo de valor
y me separo de ella.
—Vete a trabajar, mi dulce niña —le susurro al oído y le doy una palmada en el culo a modo de despedida. Me cuesta un mundo quedarme donde estoy y no irme
con ella. Todos los días igual. Intento no hacer caso del dolor que siento en el corazón cada vez que se aleja de mí. Lo intento. Nunca lo consigo. No volveré a estar
completo hasta que vuelva a verla y me dé lo que me gusta.
Miro todos los pies que desfilan ante mí en busca de tobillos desnudos. M eneo la cabeza. Es intolerable la cantidad de niños que salen a la calle con calcetines
desparejados. ¿Qué tiene de malo que mi hombrecito quiera solucionarlo? Les está haciendo un favor.
Estoy de pie junto a la puerta, con las manos en los bolsillos. Ni me molesto en devolverles la sonrisa a todas las mujeres que pasan junto a mí con sus hijos de la
mano. Si les sonriera establecería contacto con esas extrañas, les daría pie a hablar, a hacerme preguntas, a conocerme. No, gracias. Así que mantengo mi expresión de
estoicismo y sólo permito que mis músculos faciales se muevan cuando lo veo. Sonrío al verlo salir con la mochila en la espalda, la camisa de Ralph Lauren metida en los
pantalones cortos grises sin cuidado y los calcetines marinos de rayas subidos hasta la rodilla. Lleva unas Converse grises tobilleras con los cordones desatados y los
rizos negros enmarañados le caen hasta las orejas. M i hombrecito.
—Buenas tardes, caballero —lo saludo agachándome para atarle los cordones—. ¿Has pasado un buen día?
Ha heredado los ojos de las chicas Taylor: son azul marino, resplandecientes. Indignados.
—Cinco pares, papá —me dice—. Es inaceptable.
—¿Cinco? —Sueno sorprendido porque lo estoy. Tiene que haberse metido en un buen lío. Lo miro con los ojos entornados y termino con sus cordoneras—. ¿Y
qué has hecho al respecto, Harry?
—Les he dicho que pidan calcetines como regalo de Navidad.
Me río y lo cojo de la mano.
—Tenemos una cita con la bisabuela.
Grita de emoción. M e hace reír.
—Vamos. —Lo cojo de la manita y echo a andar pero oigo que me llaman.
—¡Señor Hart!
Miro a mi niño con la cabeza ladeada pero pone cara de póquer y se encoge de hombros.
—No he podido concentrarme en clase de dibujo.
—¿Les has dicho que pidieran calcetines como regalo de Navidad y has hecho que se quitaran los calcetines desparejados?
—Correcto.
No puedo evitarlo. Sonrío y la luz blanca y brillante explota a mi alrededor cuando mi hombrecito me devuelve la sonrisa.
—¡Señor Hart!
Me vuelvo con mi niño de la mano. Su maestra camina apresuradamente hacia nosotros. Lleva una falda de flores que le llega a los tobillos. Está llena de arrugas de
la cabeza a los pies.
—Señorita Phillips —suspiro para que vea que estoy cansado antes de que empiece con el sermón.
—Señor Hart, sé que es usted un hombre ocupado...
—Correcto —la interrumpo, para que le quede claro.
Se revuelve nerviosa. ¿Se ha ruborizado? La observo con curiosidad un instante. Sí, se ha ruborizado y está hecha un manojo de nervios.
—Sí, verá... —Extiende la mano para mostrarme una pelota de trozos de punto. Calcetines—. Los he encontrado en el baño de los chicos. En la papelera.
Con el rabillo del ojo veo que mi hombrecito los mira con cara de asco.
—Ya veo... —musito.
—Señor Hart, esto empieza a ser un problema.
—A ver si la he entendido —empiezo a decir, pensativo, apartando la vista del gesto de repugnancia de Harry—. Creo que lo que ha querido decir es que empieza
a ser una molestia.
—Sí. —Asiente con decisión, mirando a mi hijo. No me sorprende cuando le cambia la cara: la frustración desaparece y le dedica a mi niño una tierna sonrisa—.
Harry, tesoro, no está bien robarles los calcetines a tus compañeros.
Harry está a punto de coger un berrinche pero intervengo antes de que tenga que explicarse... otra vez. Tiene una compulsión. Sólo una: emparejar calcetines. M e
alegro de que no tenga ninguna más pero no quiero quitarle ésa. Forma parte de él. No tengo nada que temer. El alma de Olivia ha eclipsado toda mi oscuridad.
—Señorita Phillips, a Harry le gustan los calcetines emparejados. Ya se lo he dicho otras veces. Odio repetirme pero haré una excepción. Pídales a los padres que
hagan lo correcto y les pongan a sus hijos calcetines del mismo par. No es tan difícil. Además, no entiendo cómo los dejan salir de casa con los calcetines desparejados.
Problema resuelto.
—Señor Hart, no me corresponde a mí decirles a los padres de mis alumnos cómo deben vestir a sus hijos.
—No, pero parece que sí que le corresponde venir a decirme lo que mi hijo va a tener que aguantar en el colegio.
—Pero...
—No he terminado —la interrumpo con brusquedad y levanto un dedo para que guarde silencio—. Todo el mundo le está dando demasiadas vueltas a este asunto.
Calcetines iguales. Es así de sencillo. —Rodeo los hombros de Harry con el brazo y me lo llevo—. Y será mejor que no volvamos a hablar del tema.
—Estoy de acuerdo —añade Harry. Me pasa el bracito por el muslo y se abraza a mi pierna—. Gracias, papá.
—No me des las gracias, muchachote.
Le digo en voz baja y me pregunto si se me está pegando la obsesión de Harry. A menudo me pongo a mirar los tobillos de la gente sin darme cuenta, incluso
cuando mi hijo no está conmigo. El mundo necesita librarse de los calcetines desparejados.
—¿Dónde está mi niño? —Nos recibe la voz jovial de Josephine desde la cocina. Entramos en el recibidor y Harry se quita las Converse y las deja con pulcritud
bajo el perchero.
—¡Aquí, bisabuela! —contesta colocando la mochila junto a sus zapatos.
Josephine aparece secándose las manos en un paño de cocina. Da gusto verla.
—Buenas tardes, Josephine.
Me quito la chaqueta y la cuelgo del perchero. La aliso antes de volverme hacia la extraordinaria abuela de Olivia. M e coge de las mejillas y me planta dos sonoros
besos mientras Harry espera su turno.
—¿Hoy cuántos? —pregunta.
—Cinco.
—¡Cinco! —exclama y asiento. Murmura algo sobre que es una vergüenza. Tiene razón—. M e encanta que vengáis a verme.
Me deja la cara llena de babas y mira con sus ojos azul marino a Harry. Siempre le dedica una enorme sonrisa a su bisabuela.
—¿Y cómo está mi niño guapo?
—De maravilla, gracias. —Se lanza a sus brazos abiertos y se deja achuchar encantado—. Estás guapísima hoy, bisabuela.
—¡M i chicarrón! —Se echa a reír y le pellizca las mejillas—. Eres más guapo que un sol.
Harry sigue sonriéndole a Josephine, que lo coge de la mano y se lo lleva a la cocina.
—He hecho tu tarta favorita —le dice.
—¿Tatín de piña? —Harry no cabe en sí de gozo. Se nota por la ilusión con la que lo ha dicho.
—Sí, cariño. Pero también es la tarta preferida del tío George. Tendréis que compartirla.
Los sigo sonriendo como un loco por dentro. Le dice a Harry que se siente.
—Hola, George —saluda Harry metiendo el dedo en un lateral de la tarta. No soy el único que tuerce el gesto. George está horrorizado.
El anciano deja el periódico en la mesa y mira a Josephine, que se encoge de hombros sin darle importancia. Se lo consiente todo. M e toca a mí.
—Harry, eso es de mala educación —lo riño pero me cuesta porque se está chupando los deditos con la lengua.
—Lo siento, papá. —Agacha la cabeza, avergonzado.
—Llevo veinte minutos mirando la tarta. —George coge el cuchillo de servir y se dispone a cortar un trozo para cada uno—. La bisabuela Josephine también me
riñe siempre que meto el dedo.
—¡Es que está muy rica! ¿Te apetece un poco, papá? —me pregunta Harry y acepto el plato que me pone delante. Luego se coloca la servilleta en el regazo y me
mira con sus preciosos ojos azules. Sonríe.
Me siento a su lado y le alboroto el pelo.
—M e encantaría.
—George, papá también quiere un trozo.
—Oído, muchachote.
George me sirve un trozo de la famosa tarta tatín de Josephine. Reajusto la posición de mi plato sólo un poco a pesar de que no quería hacerlo. Es una costumbre.
No puedo evitarlo. M iro a mi niño, y sonríe al ver que yo también me pongo la servilleta en el regazo.
Es perfecto.
Mi niño va adelantado en todo. Es listo y no da muestras de padecer un trastorno obsesivo-compulsivo. Todo el mundo tiene derecho a tener una peculiaridad. La
de Harry son los calcetines. No podría estar más orgulloso de él. Se me cae la baba. Le guiño el ojo y me muero de felicidad cuando se echa a reír la mar de contento e
intenta devolverme el guiño, aunque cierra los dos ojos en vez de sólo uno. Vale, puede que no vaya tan adelantado en todo.
—Adelante, apuesto caballero...
Josephine se sienta al otro lado de Harry y empuja la cuchara para invitarlo a que se lance a por la tarta. Inmediatamente ella misma se pega un manotazo y vuelve
a colocar la cucharilla donde estaba.
—¡Bisabuela Josie! —exclama escandalizado—. ¡A papá no le gusta que cambies la cucharilla de sitio!
—¡Huy, perdón! —Josephine me mira con cara de culpabilidad y me encojo de hombros. A estas alturas ya debería saberlo—. ¡Con lo bien que iba!
—No pasa nada, Harry. —Aplaco la ira de mi niño—. A papá no le importa.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Cambio el tenedor de sitio y se echa a reír. Es música para mis oídos y alivia las ganas que tengo de ponerlo donde estaba. M e contengo. No puede ver lo mucho
que me incapacita mi obsesión. Creo que mi hijo es el niño más desordenado del mundo. Me parece que Dios está intentando encontrar el equilibrio.
George también se ríe, se lleva las manos al regazo y mira a Josephine muy serio.
—Bisabuela Josephine —dice meneando la cabeza—, estás perdiendo la memoria.
—¡Y tú estás chocho! —dice por lo bajo y se disculpa en cuanto Harry yo empezamos a toser—. Perdón, muchachos.
Se levanta de la mesa y se sienta al lado de George, que parece aterrado. Hace bien.
—¡M ira, Harry! —grita entusiasmada señalando un rincón de la cocina. Harry sonríe y mira hacia donde señala la abuela. Yo también sonrío cuando la muy pícara
le da un cachete al bueno de George.
—¡Ay! —Se frota la cabeza con un mohín—. Te has pasado un poco.
No digo ni mu. No soy tan tonto como George.
—¿Ya has terminado de reñir a George, bisabuela? —pregunta Harry. Es una pregunta tan mona que todos sonreímos, incluso el pobre George—. Porque tengo
hambre.
—Ya he terminado, Harry.
Masajea el hombro de George con afecto, es su forma de hacer las paces, y toma asiento.
—Qué alivio —suspira George, que se muere por coger la cucharilla—. ¿Podemos empezar ya?
—¡No! —grita Harry, que ya puede volver a mirar a los comensales—. Tenemos que cerrar todos los ojos para bendecir la mesa.
Obedecemos al instante y hace los honores.
—Gracias, Señor, por las tartas de la bisabuela Josephine. Gracias por darme los mejores papás del mundo, y por la abuela Gracie, el abuelo William, la bisabuela
Josie, el tío Gregory, el tío Ben y el bueno de George. Amén.
Sonrío y abro los ojos pero vuelvo a cerrarlos al instante porque grita:
—¡Esperad!
Frunzo el ceño y me pregunto por quién más quiere dar las gracias. No se me ocurre nadie. Espero a que continúe.
—Y por favor, haz que las mamás y los papás de todos los niños de la tierra lleven los calcetines iguales.
Sonrío y abro los ojos.
—Amén —exclamamos todos al unísono. Todo el mundo coge su cubierto y empezamos a comer, sólo que Harry tiene mucha más hambre que yo.
—Bisabuela, ¿puedo preguntarte una cosa? —dice con la boca llena.
—¡Pues claro! ¿Qué quieres saber?
—¿Por qué papá dice que eres un diamante de veinticuatro quilates?
Josephine se echa a reír, igual que George y yo. Es una pregunta curiosa.
—Porque soy especial —dice Josephine mirándome con cariño un instante antes de volver a terminar de contestarle a mi hijo—. Eso te convierte a ti en un
diamante de treinta y seis quilates.
—M amá dice que soy muy especial.
—M amá tiene razón —confirma Josephine—. Eres muy muy especial.
—Estoy de acuerdo —añado. George se termina su primera ración. No contribuirá a la conversación mientras esté comiendo.
Se hace el silencio mientras todos saboreamos la deliciosa tarta de Josephine. Ha conseguido que a mi Harry no se le borre la sonrisa de la cara. Su madre tiene un
efecto extraño en mí pero este hombrecito ha cogido el mundo que ella llenó de luz y lo ha convertido en una belleza cegadora. Con él todo es perfecto sin necesidad de
hacer que lo sea. M ás o menos. Vale, en nuestra casa parece que ha caído una bomba de piezas de Lego. Dejamos atrás los pañales, los biberones y los malditos juguetes
ruidosos y empezamos con el lego, los platos de plástico y los cubiertos romos. Sobreviviré. Creo.
—¿Llegamos tarde?
Aparece Greg, seguido de Ben. Los dos están más contentos que de costumbre. Algo pasa.
—¡Tío Gregory! ¡Tío Ben! —Harry se levanta como un rayo y corre a saludar a sus tíos postizos.
—¡Harry! —Greg lo coge en brazos y se lo echa al hombro con elegancia—. Tenemos un notición —le dice Gregory entusiasmado y mirando a su pareja, que le
guiña el ojo antes de robarle a Harry.
Ya no cabe la menor duda: ¿un notición? M e reclino en el respaldo con los brazos cruzados.
No tengo que preguntar porque ya lo hace mi hijo. Siente tanta curiosidad como yo.
—¿Qué notición?
—El tío Ben y yo vamos a tener un bebé.
Me contengo para no atragantarme. George se ha atragantado de verdad.
—¡Que me aspen! —farfulla con la boca llena de tarta mientras Josephine se apresura a darle golpecitos en la espalda.
Me siento muy erguido. M i sorpresa se transforma en asombro cuando veo dar un paso atrás a Harry y un mechón rebelde le cae sobre la frente. Menea la cabeza
y Ben lo deja en el suelo.
—¿Y quién será la mamá, tío George?
Casi escupo la comida, igual que Josephine y George. Pero Greg y Ben sonríen con cariño al pequeño tocapelotas.
—No tendrá mamá —dice Greg acuclillándose para estar a la misma altura que mi hombrecito.
Harry frunce el ceño.
—¿El bebé crecerá en tu barriga?
—¡Harry Hart, qué cosas se te ocurren! —Greg se ríe—. Los bebés no pueden crecer en las barrigas de los hombres. Ahora te explicará el tío Ben cómo vamos a
tener un bebé.
—¿Perdona? —farfulla Ben rojo como un tomate. M e duele la barriga de tanto reír.
Greg me lanza una mirada asesina. M e encojo de hombros a modo de disculpa.
—Eso, Ben. —Me uno a la fiesta. M e meto un pedazo de tarta en la boca y mastico despacio—. ¿Cómo tienen dos hombres un bebé?
Pone los ojos en blanco, mira a Greg y él también se acuclilla junto a Harry.
—Va a ayudarnos una señorita.
—¿Qué señorita?
—Una señorita muy amable.
—¿Lleva los calcetines iguales?
Nos morimos todos de la risa, Greg y Ben inclusive.
—Sí —dice Greg —. En efecto, Harry, lleva los calcetines del mismo par.
Me río sin parar. Debería decirle que no fuera tan chulito pero no puedo hacerlo porque me paso el día diciéndole que es perfecto. Cuando se llena de barro hasta
las orejas en el parque, es perfecto. Cuando se mancha las orejas de salsa de tomate, es perfecto. Cuando parece que ha pasado un tornado por su habitación, es
perfecto.
—¡Hola!
El saludo me devuelve al mundo real. Harry sale corriendo de la cocina, ya no le interesa el notición de Greg y Ben.
—¡Bien! ¡Han llegado los abuelos! —grita desapareciendo por el pasillo.
—Felicidades —les digo a Gregory y a Ben, que se levantan del suelo—. Me alegro mucho por vosotros.
—¡Es una noticia maravillosa! —canturrea Josephine y les da un abrazo de oso—. ¡Qué maravilla!
El pobre George refunfuña y sigue con la tarta que lleva esperando comerse todo el día.
—¡Ya estoy aquí, tesoro! —dice Gracie con una sonrisa. Oigo cuerpos que chocan y sé que Harry ha hecho lo de siempre: lanzarse a los brazos de su abuela—.
¡Te he echado mucho de menos!
—Yo a ti también, abuela.
Pongo los ojos en blanco. Anoche estuvo cenando con Gracie y William. Pero sabiendo lo mucho que quiere a mi hijo, la comprendo. La semana se pasa muy
despacio.
—¡El tío Gregory y el tío Ben van a tener un bebé!
—Lo sé —contesta Gracie sonriendo afectuosamente a los futuros padres cuando entra en la cocina con mi niño en brazos. No me sorprende que lo sepa. Estos
últimos años han estado muy unidos.
—Hola, Gracie —la saludo.
—M iller. —Sonríe y se sienta a la mesa—. Hola, mamá.
—Hola, cariño. ¿Te apetece un poco de tarta?
—¡No, por favor! Se me están poniendo unos muslos enormes por culpa de tus tartas.
—Tus muslos están bien —dice William entrando en la cocina y mirando a Gracie como si estuviera mal de la cabeza.
—¿Y tú qué sabes? —responde ella.
—Yo lo sé todo —contraataca William con convicción. Sonrío y Gracie resopla. William saluda a todos con un gesto y se acerca a Harry con una bolsa de Harrods
—. M ira lo que tengo —dice para despertar su interés—. Mamá me ha dicho que la maestra te dio un premio la semana pasada por ayudar a tus compañeros. ¡Bien
hecho!M e río para mis adentros. Sí, eso fue antes de que les robara los calcetines.
—¡Sí! —Harry está tan emocionado que es contagioso. Ya sé lo que hay en la bolsa—. ¿Es para mí?
—Sí, es para ti. —Gracie aparta la bolsa y le lanza a William una mirada de advertencia. Él obedece de inmediato—. Pero primero cuéntame qué tal te ha ido en el
colegio. —¡No preguntes! —grita Josephine recogiendo algunos platos de la mesa—. ¡Calcetines desparejados por todas partes!
Gracie suspira y Harry sube y baja la cabecita, indignadísimo.
—¡Cinco pares, abuela!
—¿Cinco? —Gracie parece sorprendida. Normal. Hemos tenido uno o dos pares pero cinco es todo un récord y ha perturbado el equilibrio del mundo de mi
pequeño.
—Sí, cinco.
Harry se baja del regazo de su abuela y suspira exasperado, pero no dice nada más. Ni falta que hace. Ahora que estamos todos aquí quiere pruebas de que la cosa
no va a ir a más. George y yo nos ponemos de pie. William, Greg y Ben aún no se han sentado. Nos levantamos los pantalones para que inspeccione nuestros
calcetines. Los míos no necesita verlos, mi hijo sabe que su padre es de fiar, pero me apunto igualmente.
William me mira de reojo y me arriesgo a mirarlo, aunque sé que no me va a gustar lo que voy a encontrarme. Seguro que ha puesto cara de aburrimiento.
—Es un niño, síguele la corriente —susurro sin darle importancia a la risotada sardónica. Sé lo que está pensando. Cree que esta manía no se debe a que Harry sea
un niño, sino a que es mi hijo—. Sólo son los calcetines —le aseguro.
Mi hombrecito avanza despacio, con los labios apretados, como si se estuviera preparando para lo peor. Sé que William, Greg, Ben y yo siempre estaremos a la
altura de sus expectativas. Con George nunca se sabe.
—¡Buena elección, George! —exclama Harry muy contento, arrodillándose para verlos mejor.
George tiene el pecho henchido de orgullo.
—Gracias, Harry. Son un regalo de la bisabuela.
William y yo respiramos aliviados y miramos los tobillos de George. Lleva un par de calcetines gordos azul marino de lana. Son feos a rabiar pero iguales, así que
pasan la inspección. Josephine sonríe satisfecha. Le doy las gracias en silencio por llevar firme al anciano porque tener que verle los pies cuando Harry lo obliga a
quitarse los calcetines no es nada agradable. M e estremezco.
—¿Buena elección? —pregunta William por lo bajo, dándome un codazo—. ¿Nosotros los llevamos de seda y las monstruosidades de George se llevan todos los
cumplidos?
Me río y me suelto las perneras del pantalón. Ahora que la inspección ha terminado, Harry va a por su abuelo.
—Abuelo, ¿me das mi regalo?
William mira a Gracie, pidiéndole permiso. Ella asiente. William se sienta al lado de Harry, quien inmediatamente intenta arrebatarle la bolsa de las manos.
—¡Oye! —lo regaña apartando la bolsa y lanzándole una mirada de advertencia—. ¿Dónde están tus modales?
—Perdona, abuelo —se disculpa Harry con el rabo entre las piernas.
—M ucho mejor. ¿Sabes qué? Sólo hay un hombre en este mundo al que consiento que la abuela quiera más que a mí.
—¡A mí! —dice Harry al instante—. Pero tampoco tienes elección.
No puedo evitarlo. M e echo a reír a carcajadas, para desesperación de William. Me agarro la tripa y me seco las lágrimas.
—Perdona. —M e río y sé que tengo que controlar la risa antes de que me pegue un puñetazo.
—Te juro que a veces me asusta —gruñe William meneando la cabeza y esquivando el manotazo que Gracie intenta darle en el hombro.
—¡Oye!
—No, lo digo en serio —dice pellizcándole la mejilla a Harry con mucho cariño—. ¿Cómo es posible?
—Es perfecto —intervengo y con una servilleta le limpio a Harry los restos de tarta de los dedos.
—Gracias, papá.
—De nada. —Quiero cogerlo en brazos y darle lo que más me gusta pero me contengo—. Vamos a tener que irnos.
—Espera a que abra mi regalo —dice rebuscando en la bolsa y sacando lo que todos sabemos que hay dentro—. ¡M ira!
Es increíble la alegría que se lleva con un par de calcetines. Lo sé pero no creo que encuentre la manera de arreglarlo.
—¡Guau! —exclamo admirado. Me los enseña y los cojo—. Son muy elegantes.
—¡Y tienen caballos! —M e los quita y se los lleva al pecho—. Van a juego con mi camisa. ¡M olan mogollón!
Estoy radiante. Gracie está radiante. Todos los presentes están radiantes de felicidad. Que nadie venga a decirme que mi niño no es perfecto.
Ascensores. Hay tres ascensores mirándome. Como yo lo veo, están peleándose entre ellos por ver cuál de los tres va a tener el gusto de verme temblar de miedo,
como si fuera lo mejor de su miserable día. Gana el del centro. Las puertas se abren y se me acelera el pulso. Pero no quiero que mi hijo lo vea. No quiero que tenga que
cargar nunca con esta parte de mí. Todo el mundo sabe que no puedes dejar que tu hijo vea que tienes miedo.
¿Por qué tiene que estar el despacho de la terapeuta en la octava planta? Las piernecitas de Harry no pueden subir tantos escalones y su ego no consentiría que lo
llevase en brazos. M e toca aguantarme y subir en el maldito ascensor porque Olivia insiste en que vengamos aquí. M e pongo de mal humor.
Una manita se flexiona dentro de la mía y me saca de mi trance. Mierda, le estoy haciendo daño.
—¿Estás bien, papá? —Sus ojos azul marino ascienden por mi cuerpo hasta que encuentran los míos. Están muy preocupados y me odio por hacerlo sufrir así.
—De maravilla, hombrecito. —Me obligo a ser valiente y me repito un mantra de palabras de aliento mientras entramos en la caja de los horrores.
«Piensa en Harry. Piensa en Harry. Piensa en tu hijo.»
—¿Quieres que subamos por la escalera?
La pregunta me deja patidifuso. Nunca antes me lo había preguntado.
—¿Y por qué iba a querer hacer eso?
Se encoge de hombros.
—No lo sé. A lo mejor hoy no te gustan los ascensores.
Me siento como un idiota. Mi hijo de cinco años está intentando ayudarme. ¿Se ha acabado el tener que esconder este miedo espantoso? ¿Me habrá descubierto?
—No, vamos a coger el ascensor —afirmo apretando el botón de la octava planta, puede que con más fuerza de la necesaria. Voy a vencer este miedo.
Las puertas se cierran y Harry me aprieta la mano. Bajo la vista, me está observando detenidamente.
—¿En qué piensas? —pregunto, aunque no me apetece nada saberlo.
Me sonríe.
—En lo guapo que vas hoy, papá. A mamá le gustará este traje.
—A mamá le gusta la ropa de estar por casa —le recuerdo y me río cuando chasquea la lengua para expresar su desaprobación. Detesto pensar en la de trajes que
me he comprado durante estos años, todos exquisitos, total para que ella siempre me vea más guapo con unos vaqueros andrajosos.
Ding.
Se abren las puertas en la recepción de la consulta de la terapeuta.
—¡Ya estamos aquí!
Echa a correr y tira de mí. El corazón vuelve a latirme con normalidad y me arrastra hacia la mesa de la recepcionista.
—¡Hola! —saluda Harry alegremente.
Mi niño podría arrancarle una sonrisa a la persona más triste del mundo, estoy seguro, y la recepcionista es la persona más triste del mundo. Es temible, pero se
deshace en sonrisas con mi pequeño como si no hubiera un mañana.
—¡Harry Hart! ¡Qué alegría!
—¿Cómo estás, Anne?
—M uy contenta de verte. ¿Queréis tomar asiento?
—Por supuesto. Vamos, papá.
Me conduce a dos asientos vacíos pero a mí Anne no me sonríe con adoración, como a mi hijo. Su alegría desaparece en cuanto sus ojos se posan en mí.
—Señor Hart —dice casi con un gruñido. No da pie a más conversación, se concentra en su teclado. Parece una levantadora de pesas y se comporta como un
bulldog. No me gusta.
Me tiro de lo alto de las perneras y tomo asiento junto a Harry; me tomo mi tiempo mirando alrededor. Está todo bastante tranquilo, como siempre que venimos a
esta hora. Nuestra única compañía es una mujer, Wendy, que se niega a mirar a nadie a los ojos, ni siquiera a Harry, cuando le hablan. Harry ha dejado de intentarlo con
ella y la llama Wendy la Rara.
—Vuelvo ahora mismo —me dice Harry acercándose al rincón infantil, donde hay un montón de piezas de Lego pulcramente guardadas. No estarán así mucho
tiempo. M e relajo en mi silla y veo cómo coloca la caja boca abajo y las esparce por todas partes. M iro de reojo a Wendy la Rara cuando Anne le ladra que ya puede
pasar a ver a la doctora.
Desaparece apresuradamente. M i hombrecito y yo somos los únicos en la sala de espera, aparte de Anne.
Cierro los ojos y veo zafiros por todas partes; brillantes, luminosos, preciosos zafiros y mechones rubios salvajes. Es una belleza pura y natural que incluso se
rebela a ser mía. Pero lo es. Y cada pequeña parte de mi defectuoso ser le pertenece a ella. Lo acepto de todo corazón. Sonrío y oigo el ruido de las piezas de Lego que
llega desde la otra punta de la sala. Y él también es mío.
—¿Señor Hart?
Pego un brinco al oír una voz impaciente. Abro los ojos, tengo a Anne encima. Me pongo rápidamente de pie, no me gusta sentirme tan vulnerable con ella.
—¿Sí?
—Ya puede pasar —me informa y se va. Coge su bolso de detrás de su mesa y desaparece en uno de los ascensores.
Me estremezco y busco a Harry. Está en la puerta con la mano en el picaporte, esperándome para entrar.
—¡Corre, papá! ¡Vamos a llegar tarde!
Me pongo en acción y entro con Harry en el despacho. Hago una mueca cuando los problemas de un millón de personas me golpean en la cara. Siguen en el aire y
me dan un escalofrío. No comprendo por qué siempre me pasa esto. La habitación está decorada con gusto, es cálida y acogedora. Odio venir aquí. Pero hay un
problema: a Harry le encanta y esta mujer no para de invitarlo. Personalmente creo que disfruta estando sentada detrás de su enorme escritorio pijo y viéndome pasarlo
mal.
Gruño y me siento en la silla que hay delante de su mesa, igual que Harry, sólo que yo estoy enfadado y pongo mala cara y él sonríe la mar de contento. Me hace
sentir un poco mejor y las comisuras de mis labios esbozan una pequeña sonrisa.
—Hola, Harry —dice. Su voz es como la miel, suave y sedosa. No la veo, sólo oigo su voz, pero cuando le da la vuelta al sillón y aparece, su belleza me deja tonto
por un instante. Y la polla me baila en los pantalones.
—¡Hola, mamá! —exclama Harry encantado.
Sus ojos azules, idénticos a los de mi hijo, brillan como diamantes.
—He tenido un día maravilloso y ahora que estáis aquí es aún mejor. —M e mira con esos deliciosos ojos. Tiene las mejillas sonrosadas. Quiero abalanzarme sobre
ella y adorarla aquí mismo. Su amplia sonrisa se vuelve coqueta y cruza las piernas—. Buenas tardes, señor Hart.
Aprieto los labios y me revuelvo en mi asiento, intentando comportarme como un ser racional y no perder la cabeza delante de mi hijo.
—Buenas noches, señora Hart.
Cada bendito rayo de luz que baña nuestras vidas desde que nos conocimos choca por encima de la mesa y explota. Enderezo la espalda y se me acelera el pulso.
La belleza pura, natural e inocente de esta mujer me ha dado más placer del que creía posible. No sólo en la intimidad, sino simplemente por ser el objeto de su amor.
Soy su mundo y ella es el mío.
Harry salta de su silla y se acerca a los estantes llenos de libros.
—¿Qué tal el día? —le pregunto.
—Agotador. Y tengo que estudiar cuando lleguemos a casa.
Debo controlarme para no poner los ojos en blanco, sé que me toparé con su insolencia como se me ocurra expresar que no me hace ninguna gracia. Es sólo un
trabajo a media jornada; aunque no necesita trabajar, insiste en que es bueno para sus estudios, que le da una idea de cómo será cuando esté cualificada para ejercer de
psicoterapeuta. Yo lo único que veo es que está agotada pero no puedo negarle el gusto. Quiere ayudar a la gente.
—¿Tendrás un despacho como éste? —M iro el despacho de su socio. Se lo robamos todos los miércoles a las seis.
—Tal vez.
Vuelvo a mirarla a los ojos con una sonrisa traviesa.
—¿Podré referirme a ti como mi terapeuta cuando ejerzas de verdad?
—No. Sería un conflicto de intereses.
Frunzo el ceño.
—Pero me ayudas a desestresarme.
—¡De un modo muy poco profesional! —Se echa a reír, baja la voz y se inclina sobre el escritorio—. ¿O acaso sugieres que deje a todos mis pacientes adorarme?
Me deja de piedra.
—Nadie más puede saborearte —rujo. La sola idea me lleva a un lugar que llevo mucho tiempo evitando.
Pero me recupero cuando Harry vuelve a sentarse de un salto en su silla y me mira con curiosidad:
—¿Todo bien, papá?
Le alboroto el pelo y paso de Olivia, que se ríe de mí en su sillón.
—Todo estupendo.
—M amá, ¿nos vamos a casa?
—Aún no. —Coge el mando a distancia y me temo lo peor—. ¿Preparados? —pregunta con una sonrisa burlona.
Me quedo mirando fijamente a mi mujer pero noto que mi hijo tiene los ojos clavados en mi perfil y me vuelvo hacia él. Su carita es la viva imagen de la
exasperación.
—No creo que tengamos elección —le recuerdo, aunque él ya lo sabe.
—Está loca —suspira.
—Estoy de acuerdo. —No puedo hacer otra cosa porque tiene razón. Me tiende la mano y se la cojo—. ¿Listo?
Asiente y los dos nos ponemos de pie cuando Olivia pulsa el botón que hace que el despacho cobre vida. No nos movemos pese a que Happy de Pharrell Williams
suena a todo volumen. Contemplamos cómo la mujer de nuestra vida salta, feliz y contenta, y se quita las Converse de un puntapié.
—¡Vamos! —canturrea. Rodea la mesa y nos coge de la mano—. ¡Hora de desestresarse!
La de cosas que podría contestarle, pero me lanza una mirada de advertencia de las que no admiten réplica. Pongo cara de pena.
—Se me ocurren... —No puedo evitarlo pero no acabo la frase porque me tapa la boca con la mano.
Se acerca, sin mover la mano.
—He comprado chocolate Green & Blacks.
Se me dilatan las pupilas y la sangre se me sube a la cabeza.
—¿Fresas? —mascullo contra su mano, intentando no temblar de anticipación cuando asiente. Sonrío igual que ella y trazo mentalmente mi plan para esta noche.
Voy a adorarla. Voy a adorarla en abundancia.
—¿Vamos a bailar o qué? —pregunta Harry reclamando nuestra atención, impaciente—. Controlaos un poco —murmura.
Nos echamos a reír y nos cogemos de la mano, en corro.
—A bailar —digo preparándome para lo que tengo que aguantar, para lo que voy a hacer.
Nos miramos de reojo unos instantes, sonrientes, hasta que Harry da el primer paso. Mi hijo se pone a cantar a viva voz y parece que a su cuerpecito le esté dando
un ataque. Nos suelta, levanta los brazos, cierra los ojos y echa a correr y a saltar por el despacho como si estuviera loco de atar. Es lo más maravilloso del mundo.
—¡Venga, papá! —grita, corre hacia el sofá y se pone a saltar entre los cojines. No puedo evitar ponerme nervioso por el caos que arma sin darse cuenta pero
empiezo a disimularlo mejor. Además, siempre lo recogemos todo antes de irnos.
—Eso. —Olivia me da un codazo—. Desmelénese un poco, señor Hart.
Me encojo de hombros.
—Como quieras.
Me quito la chaqueta en un santiamén y me planto una sonrisa falsa en la cara. La chaqueta cae al suelo pero ahí se queda y corro junto a mi hombrecito,
arrastrando a Livy conmigo.
—¡Alla voy! —chillo lanzándome al sofá con él. Su risa y el brillo de felicidad en sus ojos me anima a seguir. M e he vuelto loco. M uevo la cabeza, desde lo alto del
sofá le doy vueltas a Livy como si fuera una peonza y canto con mi hijo a pleno pulmón. A saber cómo llevo el pelo.
—¡Yupiiiiiiiiiiii! —grita Harry saltando del sofá—. ¡Al escritorio, papá!
Lo cojo, echo a correr y subimos de un salto a la imponente mesa de trabajo.
—¡Tú puedes, Harry!
—¡Sí!
Sus piernas lo dan todo y los papeles salen volando de la mesa.
Y me importa un pepino.
Están lloviendo hojas de papel, estamos bailando a lo tonto y nos reímos y cantamos las estrofas que nos sabemos. Estamos en el cielo.
Mis ángeles y yo nos encontramos en nuestra burbuja de felicidad, sólo que ahora nuestra burbuja es gigantesca. Y nada puede estropearla.
La canción se acaba pero a nosotros nos queda mucha energía. Parecemos demonios de Tasmania y empieza a sonar Happiness de Goldfrapp.
—¡Anda! —grita emocionado apartándose los rizos de la frente—. ¡Mi favorita!
Me bajan de la mesa de un tirón y nos ponemos los tres otra vez en corro. Ya sé lo que viene ahora. M e voy a marear. Sólo puedo hacer una cosa para evitar lo
inevitable: mirar fijamente a Olivia mientras Harry empieza a mover los pies para que demos vueltas. Está otra vez en su mundo, así que no se da cuenta de que sólo
tengo ojos para su madre. Y ella sólo tiene ojos para mí.
Damos vueltas y más vueltas. Harry canta y Olivia y yo nos miramos intensamente.
—Te quiero —pronuncian mis labios con una media sonrisa sin emitir ningún sonido.
—M e muero por tus huesos, M iller Hart —me contesta en voz baja con una sonrisa radiante.
Gracias, Dios mío. No sé qué he hecho para merecerla.
Para cuando deja de sonar la música estoy sudando. Seguimos con nuestra tradición y nos tiramos al suelo, agotados, jadeantes e intentando recobrar el aliento.
Harry aún se ríe con su madre.
Yo sonrío mirando el techo.
—Tengo que pediros una cosa —digo sin aliento, resistiéndome a ver la carita que pone mi hombrecito al oír esas palabras—. Y sólo hay una respuesta correcta.
—Nunca dejaremos de quererte, papá —contesta a toda prisa dándome la mano.
Ladeo la cabeza para mirarlo.
—Gracias.
—Nosotros también tenemos que pedirte una cosa.
Respiro hondo y me trago el nudo que tengo en la garganta, un nudo de pura y absoluta felicidad.
—Hasta que no me quede aire en los pulmones, mi niño.
Mi mundo está en su sitio y todo vuelve a ser perfecto.
Olivia Taylor sembró el caos en mi mundo de orden y meticulosidad. Pero era real. Ella era real. Lo que yo sentía era real. Cada vez que la adoraba sentía que
purificaba un poco más mi alma. Era precioso. Significaba algo. A excepción de una noche lamentable, cuando hacíamos el amor nunca era sólo un choque violento de
cuerpos con un único objetivo.
Placer.
Alivio.
Nuestra intimidad tampoco ha sido nunca un automatismo, no en el sentido de que mi cuerpo tomaba el mando y se limitaba a... cumplir. Aunque era automático
porque nos salía solo. Era natural, no teníamos que esforzarnos.
Así era como tenía que suceder.
Una noche se convirtió en una vida.
Y ni siquiera con eso me basta. Nunca tendré suficiente Harry ni suficiente Olivia.
Me llamo Miller Hart.
Soy el chico especial.
Pero soy especial porque nunca habrá en este mundo un hombre más feliz que yo.
No hace falta que me explique.
Soy libre.


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