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Capítulo 24
Sigo mirando al techo de mi habitación cuando rompe el alba. No tiene
solución. Si me duermo, tengo pesadillas. Si permanezco despierta, las sufro en
directo. Sin embargo, yo no he decidido nada de todo eso. No puedo dormir. Mi
pobre cerebro no puede parar y padece un bombardeo constante de imágenes del
pasado. No estoy en condiciones de enfrentarme al mundo. Tal y como me temía,
estoy más aislada y recluida de lo que estaba antes de conocer a Miller Hart.
Mi móvil suena en la mesilla de noche. Lo cojo sabiendo que sólo pueden ser
dos personas, pero, a juzgar por la expresión de derrota de Miller anoche, creo que
será Gregory. Querrá saberlo todo sobre mi fin de semana con el tipo que odiaba mi
café. Bingo. Rechazo la llamada y no me siento culpable. Que deje un mensaje en el
contestador. No tengo fuerzas para hablar.
Le mandaré un sms.
Llego tarde al trabajo. Te llamo luego. Espero que estés bien. Bss.
Puede que llegue tarde, no estoy segura, pero tampoco importa porque no
pienso ir a ninguna parte, me quedaré bajo el edredón, donde se está oscuro y en
silencio. Oigo crujir el suelo y la voz cantarina de la abuela. Eso hace que se me
llenen los ojos de lágrimas otra vez, pero me las enjugo cuando entra en mi cuarto y
me mira con unos ojos azul marino más felices que las perdices.
—¡Buenos días! —dice la mar de contenta lista para abrir las cortinas.
La luz de la mañana me hace daño en los ojos.
—¡Abuela! ¡Corre las cortinas!
Me entierro bajo el edredón para escapar de la luz pero, sobre todo, para
escapar de la cara de felicidad de mi abuela. Me está matando por dentro.
—Vas a llegar tarde.
—Hoy no tengo que ir a trabajar —digo en piloto automático. Necesito una
excusa para seguir en la cama y, con suerte, librarme de la abuela—. Tengo que
trabajar el viernes por la noche, así que Del me ha dado el día libre. Voy a
aprovechar para dormir un poco.
Sigo escondida bajo el edredón y, aunque no puedo verla, sé que la abuela
está sonriendo.
—¿Miller te ha tenido despierta este fin de semana? —Lo dice tan contenta
que me mata.
—No.
No puede estar bien que hable de este tipo de cosas con mi abuela, pero sé
que es el único modo de que se quede tranquila y me deje en paz... al menos por
ahora. Ni siquiera tengo fuerzas para sentirme culpable por mentirle de esta
manera.
—¡Qué bien! —exclama—. Voy a salir a comprar con George.
Noto que me frota la espalda por encima del edredón un instante antes de
marcharse y cerrar con cuidado la puerta de mi habitación.
Tendré que esperar a encontrar una razón plausible que justifique que he
roto con Miller antes de reunir las fuerzas para contárselo a mi abuela. No se va a
conformar a menos que le dé una explicación razonable. No es que le guste Miller
Hart, lo que le gusta es la idea de verme feliz y en una relación estable. Pero ¿y si me
equivoco y sí que le gusta Miller? Eso podría arreglarlo en un pispás, pero no voy a
hacerlo. Lo único que conseguiría mi reciente descubrimiento sería despertar
también los viejos fantasmas del pasado de la abuela. Tiene agallas, pero sigue
siendo una anciana. Este mal trago lo voy a pasar sola.
Me relajo en la cama e intento conciliar de nuevo el sueño. Espero no tener
más pesadillas.
Mi gozo en un pozo. Mi sueño ha sido inquieto. Me veía caminar, sudar, sin
aliento, enfadada. Me rindo al caer la tarde. Me obligo a ducharme y me tumbo
envuelta en una toalla encima de la cama, intentando no pensar en Miller Hart,
buscando desesperada algo con lo que entretenerme. Cualquier cosa que no sea él.
Debería apuntarme a un gimnasio. Salto de la cama. Ya me he apuntado a un
gimnasio.
—¡Joder!
Cojo el teléfono y veo que tengo cuarenta minutos para llegar a la prueba.
Puedo hacerlo, y será la distracción perfecta. Dicen que el ejercicio alivia el estrés y
promueve la secreción de endorfinas que te hacen sentir bien. Es justo lo que
necesito. Soy un torbellino de actividad.
Meto unas mallas, una camiseta gigante y mis Converse blancas en una
mochila. Se nota que soy una aficionada de tercera porque no tengo ropa deportiva
de verdad pero, por ahora, tendrá que bastar. Ya saldré de compras. Me recojo el
pelo con una goma, salgo de mi habitación y me dispongo a bajar cuando el
teléfono anuncia que tengo un mensaje de texto. Lo leo mientras bajo la escalera, y
el corazón se me cierra en un puño al ver que es de él.
Estaré en la brasería Langan, en Stratton Street a las 20.00 h. Quiero mis
cuatro horas.
Me caigo de culo en mitad de la escalera y me quedo mirando el mensaje. Ya
ha tenido más de cuatro horas. ¿Qué intenta demostrar? Se empeña en hacerme
cumplir un trato que hicimos semanas atrás y que demasiados encuentros y
demasiados sentimientos han anulado.
Él mismo dijo que era un acuerdo ridículo. Lo era. Y sigue siéndolo.
No tiene derecho a pedirme nada, y eso me cabrea. Voy a explotar. He
luchado contra años de tortura. Me he matado intentando entender qué había
encontrado mi madre que para ella fuera más importante que mis abuelos y yo. He
visto el daño que les hizo a mis abuelos y yo misma he estado al borde del abismo, a
punto de causar daños aún mayores. Todavía podría causarlos si la abuela llegara a
descubrir dónde estuve realmente durante mi desaparición. Se lo he contado todo a
corazón abierto, me ofreció toda su compasión, y resulta que él es el rey de la
degradación. Leo otra vez su mensaje. ¿Se cree que volviendo a ser un cabrón
arrogante, mandón y borde voy a caer de nuevo rendida a sus pies? Lo cierto es que
no veo nada más allá del cabreo que llevo encima, ni siquiera las preguntas que me
gustaría hacerle o las respuestas que necesito encontrar. No voy a ir al gimnasio a
descargar mi dolor en la cinta o con el saco de boxeo. Lo reservo todo para Miller.
Corro de nuevo al dormitorio y descuelgo de un tirón el tercer y último
vestido de mi expedición de compras con Gregory. Lo inspecciono y llego
rápidamente a la conclusión de que se va a desintegrar al verme. Joder, es letal. No
sé cómo dejé que mi amigo me convenciera para comprarlo, pero me alegro mucho
de haberlo hecho. Es rojo, con la espalda descubierta, es corto y es... muy atrevido.
Me tomo mi tiempo para ducharme otra vez, me paso la maquinilla por todas
partes y me echo crema de la cabeza a los pies. Me meto en el vestido. El diseño no
me permite llevar sujetador, pero eso no me supone ningún problema porque no
tengo un pecho muy abundante.
Echo la cabeza hacia abajo y la subo con energía para que mis rizos rubios
campen a sus anchas. Luego me maquillo un poco, que quede natural, como a él le
gusta. Me pongo los tacones negros nuevos, cojo el bolso de mano y decido que una
chaqueta estropearía el efecto.
Bajo la escalera mucho más deprisa de lo que debería.
La puerta se abre entonces y aparecen George y la abuela. Dejan de hablar en
cuanto me ven corriendo hacia ellos.
—¡Repámpanos! —exclama George. Luego se disculpa profusamente al
recibir una mirada asesina de la abuela—. Perdona, es que no me lo esperaba, eso es
todo.
—¿Has quedado con Miller? —me pregunta la abuela como si acabara de
tocarle la lotería.
—Sí. —Me apresuro a salir.
—¡Jesús, María y José! —canturrea—. ¿Has visto lo bien que le sienta el rojo,
George?
No oigo la respuesta de George pero, a juzgar por su reacción, seguro que es
un «sí»
rotundo.
Empiezo a sudar en mitad de la calle, así que decido andar más despacio. Lo
correcto por mi parte es llegar un poco tarde, hacerlo esperar. Me detengo en la
esquina unos minutos. Es irónico, me siento como una fulana. Consigo parar un taxi
e indicarle adónde voy.
Me retoco el maquillaje en el retrovisor, me atuso el pelo y me aliso el vestido.
No quiero que esté arrugado. Voy a ser tan perfeccionista como Miller, aunque
apuesto a que él no siente mariposas en el estómago. Me maldigo por tener todo un
jardín botánico revoloteando por el mío.
Cuando el taxi gira en Piccadilly en dirección a Stratton Street, le echo un
vistazo al reloj del salpicadero. Son las ocho y cinco. No llego lo bastante tarde, y
necesito un cajero automático.
—Aquí está bien —digo rebuscando en mi monedero y entregándole las
únicas veinte libras que llevo encima—. Gracias.
Me bajo con toda la elegancia que puedo y camino hacia Piccadilly. Voy
ridícula para ser un día entre semana. Soy muy consciente de mi aspecto, pero me
acuerdo de lo que me dijo Gregory y me esfuerzo por parecer segura de mí misma,
como si me vistiera así a diario.
Encuentro un cajero, saco dinero y doblo la esquina para meterme en Stratton
Street. Son las ocho y cuarto. Llego justo un cuarto de hora tarde. Perfecto. Me abren
la puerta y respiro hondo. Entro aparentando seguridad y confianza en mí misma,
aunque por dentro me pregunto qué coño estoy haciendo.
—¿Ha quedado con alguien? —me pregunta el maître dándome un repaso.
Parece impresionado, pero detecto una ligera desaprobación. Le doy un tirón
al bajo del vestido y de inmediato me echo una bronca mental por haberlo hecho.
—Con Miller Hart —lo informo con seguridad; así compenso el tirón al bajo.
—Ah, con el señor Hart —dice.
Es evidente que lo conoce, lo cual no me hace ninguna gracia. ¿Sabe a qué se
dedica? ¿Me toma por una clienta? La rabia consume mis nervios.
Me sonríe y me indica que lo siga. Intento no mirar alrededor en busca de
Miller.
Pasamos junto a mesas dispuestas al azar y comienzo a sentir que la piel me
arde como sólo lo hace cuando el enemigo de mi corazón me está mirando. No sé
dónde está, pero sé que me ha visto. Levanto la vista y entonces yo también lo veo.
No puedo hacer nada para evitar que se me acelere el pulso ni que se me altere la
respiración. Puede que sea el equivalente a una prostituta de lujo, pero sigue siendo
Miller y sigue siendo impresionante y sigue siendo...
perfecto. Se levanta y se abrocha la chaqueta. La sombra de la barba realza su
hermoso rostro y sus ojos azules brillan cuando me acerco. No vacilo. Lo miro con
la misma seguridad, sé lo que me espera. Tiene ese aire de determinación que ya
conozco. Va a intentar seducirme otra vez. Me parece bien, pero esta vez no va a
tener a su niña.
Asiente en dirección al maître para indicarle que ya se encarga él. Luego
rodea la mesa y me aparta la silla para que me siente.
—Por favor —dice haciendo un gesto en dirección a la silla.
—Gracias.
Me siento y dejo mi bolso sobre la mesa. Casi me relajo hasta que Miller me
pone la mano en el hombro y acerca la boca a mi oído.
—Estás tan bonita que creo que estoy soñando.
Acto seguido me recoge el pelo, lo aparta de ese hombro y me roza detrás de
la oreja con los labios. No puede verme, por lo que no importa si cierro los ojos,
pero cuando inclino el cuello en sentido contrario para dejarlo hacer queda muy
claro el efecto que tiene en mí.
—Exquisita —susurra, y me entran escalofríos.
Me libera de su caricia y aparece de nuevo ante mis ojos. Se desabrocha la
chaqueta y toma asiento. Mira su reloj caro y enarca las cejas para darme a entender
sin pronunciar palabra que he llegado tarde.
—Me he tomado la libertad de pedir por ti.
Arqueo yo también una ceja.
—Estabas muy seguro de que iba a venir.
—Y has venido, ¿no es así?
Coge la botella de vino blanco que hay en una cubitera de pie que está junto a
la mesa y nos sirve a los dos. Las copas son más pequeñas que las de vino tinto que
usamos ayer, y me pregunto qué hace Miller para no enloquecer con el modo en
que los cubiertos están dispuestos en la mesa de un restaurante. Nada está como él
lo tiene en casa, pero no parece molestarlo. No está nervioso, y eso me pone
nerviosa a mí. Casi me dan ganas de volver a meter el vino en la botella, que es
donde debería estar.
Obligo a mi mente a regresar al hombre que tengo delante. Observo su
prestancia. Luego hablo: —¿Por qué me has pedido que viniera?
Levanta la copa y remueve lentamente el vino antes de llevársela a esos
labios arrebatadores y bebérselo muy despacio, asegurándose de que no me pierdo
un solo detalle.
Sabe lo que se hace.
—No recuerdo habértelo pedido.
Casi pierdo la compostura.
—¿No querías que viniera? —pregunto más chula que un ocho.
—Si mal no recuerdo, te he enviado un mensaje en el que decía que estaría
aquí a las ocho.
También he expresado mi interés por algo, pero no te he pedido nada. —Bebe
lentamente otro sorbo—. Aunque, ya que estás aquí, imagino que te gustaría darme
lo que deseo.
Su arrogancia ha regresado en todo su esplendor. Me vuelve más descarada,
y ahora sé que Miller recela de mi descaro. Le gusta que sea su niña. Cojo el bolso
de mano y saco el dinero en efectivo que he retirado del cajero. Se lo arrojo sobre el
plato que tiene delante y me relajo en mi silla, osada pero calmada.
—Quiero que me entretengas durante cuatro horas.
La copa de vino flota entre sus labios y la mesa mientras mira fijamente el
montón de dinero. He hecho un uso diabólico de mi cuenta de ahorros para
conseguirlo. En esa cuenta está hasta el último penique que me dejó mi madre, y
nunca la he tocado por principios. Es irónico que ahora gaste parte del dinero en
que... me entretengan. He conseguido que reaccione, que es justo lo que quería, y
las palabras que me dijo una vez vuelven a mi mente y me impulsan a actuar:
«Prométeme que nunca más volverás a degradarte así».
¿Quién, yo? Y ¿qué hay de él?
Está mudo. Mira fijamente el dinero y veo que la mano que sostiene la copa
empieza a temblar. La superficie del vino se ondula para demostrarlo.
—¿Qué es esto? —pregunta tenso, dejando la copa en la mesa.
No me sorprende nada ver cómo la recoloca antes de acribillarme con sus
airados ojos azules.
—Mil libras —respondo sin que me intimide su ira—. Sé que el famoso Miller
Hart suele pedir más, pero sólo son cuatro horas, y ya sabes lo que vas a ganar con
este trato, así que imagino que mil libras es un precio justo.
Cojo mi copa y bebo sin prisa. Trago y me relamo exagerando un poco. Las
pupilas de sus ojos azules están más dilatadas que de costumbre. Es probable que
nadie más se percate de que está estupefacto, pero yo conozco esos ojos y sé que
casi todas sus muestras de emoción proceden de ellos.
Respira hondo y retira despacio el dinero del plato. Lo ordena en un montón,
coge mi bolso y vuelve a meterlo en él.
—No me insultes, Olivia.
—¿Te parece un insulto? —Me echo a reír con ganas—. ¿Cuánto dinero has
ganado entregándote a esas mujeres?
Se inclina hacia mí, le tiembla la mandíbula. Estoy haciendo que salgan sus
emociones.
—Lo bastante para comprar un club de lujo —dice fríamente—, y no me
entrego a esas mujeres, Olivia. Les doy mi cuerpo y nada más.
Pongo cara de asco y sé que lo ha visto, pero reconozco que cuando lo oigo
hablar así se me revuelve el estómago.
—A mí tampoco me has dado mucho más —digo, aunque sé que no es justo.
Me ha dado algo más que su cuerpo, y cuando se echa un poco atrás sé que él
también lo sabe. Le ha dolido —. Cómprate una corbata nueva.
Saco el dinero de nuevo y lo tiro sobre su lado de la mesa. Me sorprende mi
mala leche, pero es su forma de reaccionar la que me hace seguir, la que alimenta mi
necesidad irracional de demostrarle algo, aunque no sé muy bien qué conseguiré
con mi frialdad. Sin embargo, no puedo parar. He puesto el piloto automático.
Le palpitan las mejillas.
—Y ¿en qué se diferencia de lo que tú hacías? —dice entre dientes.
Intento ocultar mi asombro.
—Yo entré en ese mundo por una razón —escupo—. No disfrutaba con los
lujos ni me ganaba la vida vendiéndome.
Cierra la boca y baja la cabeza. Luego se pone en pie y se abrocha la chaqueta.
—¿Qué te ha pasado?
—Ya te lo he dicho, Miller Hart. Lo que me ha pasado es haberte conocido.
—No me gustas así. Me gusta la chica que...
—Pues haberme dejado en paz —digo alto y claro, arrancándole más
emociones a este hombre impasible. Apenas puede contenerlas. No sé si está a
punto de gritar o de echarse a llorar.
El camarero nos interrumpe para servirnos un plato con hielo y ostras. No
hace ningún comentario ni pregunta si queremos algo más. Desaparece en cuanto
puede, consciente de la tensión. Me quedo mirando el plato sin poder creérmelo.
—Ostras.
—Sí, disfrútalas. Yo me voy —dice dándome la espalda.
—Soy una clienta —le recuerdo cogiendo una de las conchas y sacando la
carne con un cuchillo.
Se vuelve para mirarme.
—Me haces sentir insignificante.
«Así me gusta», pienso. Los trajes caros y una vida de lujos no lo hacen
aceptable.
—Y ¿las demás mujeres no? —pregunto—. ¿Acaso debería haberte regalado
un Rolex?
Me llevo la ostra lentamente a los labios y dejo que se deslice por mi garganta.
Me limpio la boca con el dorso de la mano sin dejar de sostenerle la mirada y luego
me relamo, seductora.
—No te pases, Livy.
—Fóllame —respondo inclinándome hacia él en la silla.
Siento un subidón de adrenalina al verlo dudar porque no sabe qué hacer
conmigo. No se esperaba esto cuando me ha enviado el mensaje. Estoy dándole la
vuelta a la tortilla.
Se toma un momento para pensar antes de apoyarse en la mesa y de acercar
su cara a la mía.
—¿Quieres que te folle? —pregunta olvidando sus modales de caballero pese
a la cercanía de otros comensales.
Me las apaño para controlar las ganas que tengo de rajarme ante el regreso de
su aplomo, aunque no digo nada.
Se me acerca un poco más. Está muy serio. El dolor, la rabia y la sorpresa
parecen haber desaparecido.
—Te he hecho una pregunta, y ya sabes lo poco que me gusta tener que
repetirme.
Por razones que jamás comprenderé, no lo dudo ni por un instante.
—Sí —digo. Mi voz es apenas un susurro y, a pesar de que me resisto con
todas mis fuerzas, mi cuerpo responde.
Su mirada ardiente me atraviesa.
—Levántate —me ordena.
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Capítulo 24
Sigo mirando al techo de mi habitación cuando rompe el alba. No tiene
solución. Si me duermo, tengo pesadillas. Si permanezco despierta, las sufro en
directo. Sin embargo, yo no he decidido nada de todo eso. No puedo dormir. Mi
pobre cerebro no puede parar y padece un bombardeo constante de imágenes del
pasado. No estoy en condiciones de enfrentarme al mundo. Tal y como me temía,
estoy más aislada y recluida de lo que estaba antes de conocer a Miller Hart.
Mi móvil suena en la mesilla de noche. Lo cojo sabiendo que sólo pueden ser
dos personas, pero, a juzgar por la expresión de derrota de Miller anoche, creo que
será Gregory. Querrá saberlo todo sobre mi fin de semana con el tipo que odiaba mi
café. Bingo. Rechazo la llamada y no me siento culpable. Que deje un mensaje en el
contestador. No tengo fuerzas para hablar.
Le mandaré un sms.
Llego tarde al trabajo. Te llamo luego. Espero que estés bien. Bss.
Puede que llegue tarde, no estoy segura, pero tampoco importa porque no
pienso ir a ninguna parte, me quedaré bajo el edredón, donde se está oscuro y en
silencio. Oigo crujir el suelo y la voz cantarina de la abuela. Eso hace que se me
llenen los ojos de lágrimas otra vez, pero me las enjugo cuando entra en mi cuarto y
me mira con unos ojos azul marino más felices que las perdices.
—¡Buenos días! —dice la mar de contenta lista para abrir las cortinas.
La luz de la mañana me hace daño en los ojos.
—¡Abuela! ¡Corre las cortinas!
Me entierro bajo el edredón para escapar de la luz pero, sobre todo, para
escapar de la cara de felicidad de mi abuela. Me está matando por dentro.
—Vas a llegar tarde.
—Hoy no tengo que ir a trabajar —digo en piloto automático. Necesito una
excusa para seguir en la cama y, con suerte, librarme de la abuela—. Tengo que
trabajar el viernes por la noche, así que Del me ha dado el día libre. Voy a
aprovechar para dormir un poco.
Sigo escondida bajo el edredón y, aunque no puedo verla, sé que la abuela
está sonriendo.
—¿Miller te ha tenido despierta este fin de semana? —Lo dice tan contenta
que me mata.
—No.
No puede estar bien que hable de este tipo de cosas con mi abuela, pero sé
que es el único modo de que se quede tranquila y me deje en paz... al menos por
ahora. Ni siquiera tengo fuerzas para sentirme culpable por mentirle de esta
manera.
—¡Qué bien! —exclama—. Voy a salir a comprar con George.
Noto que me frota la espalda por encima del edredón un instante antes de
marcharse y cerrar con cuidado la puerta de mi habitación.
Tendré que esperar a encontrar una razón plausible que justifique que he
roto con Miller antes de reunir las fuerzas para contárselo a mi abuela. No se va a
conformar a menos que le dé una explicación razonable. No es que le guste Miller
Hart, lo que le gusta es la idea de verme feliz y en una relación estable. Pero ¿y si me
equivoco y sí que le gusta Miller? Eso podría arreglarlo en un pispás, pero no voy a
hacerlo. Lo único que conseguiría mi reciente descubrimiento sería despertar
también los viejos fantasmas del pasado de la abuela. Tiene agallas, pero sigue
siendo una anciana. Este mal trago lo voy a pasar sola.
Me relajo en la cama e intento conciliar de nuevo el sueño. Espero no tener
más pesadillas.
Mi gozo en un pozo. Mi sueño ha sido inquieto. Me veía caminar, sudar, sin
aliento, enfadada. Me rindo al caer la tarde. Me obligo a ducharme y me tumbo
envuelta en una toalla encima de la cama, intentando no pensar en Miller Hart,
buscando desesperada algo con lo que entretenerme. Cualquier cosa que no sea él.
Debería apuntarme a un gimnasio. Salto de la cama. Ya me he apuntado a un
gimnasio.
—¡Joder!
Cojo el teléfono y veo que tengo cuarenta minutos para llegar a la prueba.
Puedo hacerlo, y será la distracción perfecta. Dicen que el ejercicio alivia el estrés y
promueve la secreción de endorfinas que te hacen sentir bien. Es justo lo que
necesito. Soy un torbellino de actividad.
Meto unas mallas, una camiseta gigante y mis Converse blancas en una
mochila. Se nota que soy una aficionada de tercera porque no tengo ropa deportiva
de verdad pero, por ahora, tendrá que bastar. Ya saldré de compras. Me recojo el
pelo con una goma, salgo de mi habitación y me dispongo a bajar cuando el
teléfono anuncia que tengo un mensaje de texto. Lo leo mientras bajo la escalera, y
el corazón se me cierra en un puño al ver que es de él.
Estaré en la brasería Langan, en Stratton Street a las 20.00 h. Quiero mis
cuatro horas.
Me caigo de culo en mitad de la escalera y me quedo mirando el mensaje. Ya
ha tenido más de cuatro horas. ¿Qué intenta demostrar? Se empeña en hacerme
cumplir un trato que hicimos semanas atrás y que demasiados encuentros y
demasiados sentimientos han anulado.
Él mismo dijo que era un acuerdo ridículo. Lo era. Y sigue siéndolo.
No tiene derecho a pedirme nada, y eso me cabrea. Voy a explotar. He
luchado contra años de tortura. Me he matado intentando entender qué había
encontrado mi madre que para ella fuera más importante que mis abuelos y yo. He
visto el daño que les hizo a mis abuelos y yo misma he estado al borde del abismo, a
punto de causar daños aún mayores. Todavía podría causarlos si la abuela llegara a
descubrir dónde estuve realmente durante mi desaparición. Se lo he contado todo a
corazón abierto, me ofreció toda su compasión, y resulta que él es el rey de la
degradación. Leo otra vez su mensaje. ¿Se cree que volviendo a ser un cabrón
arrogante, mandón y borde voy a caer de nuevo rendida a sus pies? Lo cierto es que
no veo nada más allá del cabreo que llevo encima, ni siquiera las preguntas que me
gustaría hacerle o las respuestas que necesito encontrar. No voy a ir al gimnasio a
descargar mi dolor en la cinta o con el saco de boxeo. Lo reservo todo para Miller.
Corro de nuevo al dormitorio y descuelgo de un tirón el tercer y último
vestido de mi expedición de compras con Gregory. Lo inspecciono y llego
rápidamente a la conclusión de que se va a desintegrar al verme. Joder, es letal. No
sé cómo dejé que mi amigo me convenciera para comprarlo, pero me alegro mucho
de haberlo hecho. Es rojo, con la espalda descubierta, es corto y es... muy atrevido.
Me tomo mi tiempo para ducharme otra vez, me paso la maquinilla por todas
partes y me echo crema de la cabeza a los pies. Me meto en el vestido. El diseño no
me permite llevar sujetador, pero eso no me supone ningún problema porque no
tengo un pecho muy abundante.
Echo la cabeza hacia abajo y la subo con energía para que mis rizos rubios
campen a sus anchas. Luego me maquillo un poco, que quede natural, como a él le
gusta. Me pongo los tacones negros nuevos, cojo el bolso de mano y decido que una
chaqueta estropearía el efecto.
Bajo la escalera mucho más deprisa de lo que debería.
La puerta se abre entonces y aparecen George y la abuela. Dejan de hablar en
cuanto me ven corriendo hacia ellos.
—¡Repámpanos! —exclama George. Luego se disculpa profusamente al
recibir una mirada asesina de la abuela—. Perdona, es que no me lo esperaba, eso es
todo.
—¿Has quedado con Miller? —me pregunta la abuela como si acabara de
tocarle la lotería.
—Sí. —Me apresuro a salir.
—¡Jesús, María y José! —canturrea—. ¿Has visto lo bien que le sienta el rojo,
George?
No oigo la respuesta de George pero, a juzgar por su reacción, seguro que es
un «sí»
rotundo.
Empiezo a sudar en mitad de la calle, así que decido andar más despacio. Lo
correcto por mi parte es llegar un poco tarde, hacerlo esperar. Me detengo en la
esquina unos minutos. Es irónico, me siento como una fulana. Consigo parar un taxi
e indicarle adónde voy.
Me retoco el maquillaje en el retrovisor, me atuso el pelo y me aliso el vestido.
No quiero que esté arrugado. Voy a ser tan perfeccionista como Miller, aunque
apuesto a que él no siente mariposas en el estómago. Me maldigo por tener todo un
jardín botánico revoloteando por el mío.
Cuando el taxi gira en Piccadilly en dirección a Stratton Street, le echo un
vistazo al reloj del salpicadero. Son las ocho y cinco. No llego lo bastante tarde, y
necesito un cajero automático.
—Aquí está bien —digo rebuscando en mi monedero y entregándole las
únicas veinte libras que llevo encima—. Gracias.
Me bajo con toda la elegancia que puedo y camino hacia Piccadilly. Voy
ridícula para ser un día entre semana. Soy muy consciente de mi aspecto, pero me
acuerdo de lo que me dijo Gregory y me esfuerzo por parecer segura de mí misma,
como si me vistiera así a diario.
Encuentro un cajero, saco dinero y doblo la esquina para meterme en Stratton
Street. Son las ocho y cuarto. Llego justo un cuarto de hora tarde. Perfecto. Me abren
la puerta y respiro hondo. Entro aparentando seguridad y confianza en mí misma,
aunque por dentro me pregunto qué coño estoy haciendo.
—¿Ha quedado con alguien? —me pregunta el maître dándome un repaso.
Parece impresionado, pero detecto una ligera desaprobación. Le doy un tirón
al bajo del vestido y de inmediato me echo una bronca mental por haberlo hecho.
—Con Miller Hart —lo informo con seguridad; así compenso el tirón al bajo.
—Ah, con el señor Hart —dice.
Es evidente que lo conoce, lo cual no me hace ninguna gracia. ¿Sabe a qué se
dedica? ¿Me toma por una clienta? La rabia consume mis nervios.
Me sonríe y me indica que lo siga. Intento no mirar alrededor en busca de
Miller.
Pasamos junto a mesas dispuestas al azar y comienzo a sentir que la piel me
arde como sólo lo hace cuando el enemigo de mi corazón me está mirando. No sé
dónde está, pero sé que me ha visto. Levanto la vista y entonces yo también lo veo.
No puedo hacer nada para evitar que se me acelere el pulso ni que se me altere la
respiración. Puede que sea el equivalente a una prostituta de lujo, pero sigue siendo
Miller y sigue siendo impresionante y sigue siendo...
perfecto. Se levanta y se abrocha la chaqueta. La sombra de la barba realza su
hermoso rostro y sus ojos azules brillan cuando me acerco. No vacilo. Lo miro con
la misma seguridad, sé lo que me espera. Tiene ese aire de determinación que ya
conozco. Va a intentar seducirme otra vez. Me parece bien, pero esta vez no va a
tener a su niña.
Asiente en dirección al maître para indicarle que ya se encarga él. Luego
rodea la mesa y me aparta la silla para que me siente.
—Por favor —dice haciendo un gesto en dirección a la silla.
—Gracias.
Me siento y dejo mi bolso sobre la mesa. Casi me relajo hasta que Miller me
pone la mano en el hombro y acerca la boca a mi oído.
—Estás tan bonita que creo que estoy soñando.
Acto seguido me recoge el pelo, lo aparta de ese hombro y me roza detrás de
la oreja con los labios. No puede verme, por lo que no importa si cierro los ojos,
pero cuando inclino el cuello en sentido contrario para dejarlo hacer queda muy
claro el efecto que tiene en mí.
—Exquisita —susurra, y me entran escalofríos.
Me libera de su caricia y aparece de nuevo ante mis ojos. Se desabrocha la
chaqueta y toma asiento. Mira su reloj caro y enarca las cejas para darme a entender
sin pronunciar palabra que he llegado tarde.
—Me he tomado la libertad de pedir por ti.
Arqueo yo también una ceja.
—Estabas muy seguro de que iba a venir.
—Y has venido, ¿no es así?
Coge la botella de vino blanco que hay en una cubitera de pie que está junto a
la mesa y nos sirve a los dos. Las copas son más pequeñas que las de vino tinto que
usamos ayer, y me pregunto qué hace Miller para no enloquecer con el modo en
que los cubiertos están dispuestos en la mesa de un restaurante. Nada está como él
lo tiene en casa, pero no parece molestarlo. No está nervioso, y eso me pone
nerviosa a mí. Casi me dan ganas de volver a meter el vino en la botella, que es
donde debería estar.
Obligo a mi mente a regresar al hombre que tengo delante. Observo su
prestancia. Luego hablo: —¿Por qué me has pedido que viniera?
Levanta la copa y remueve lentamente el vino antes de llevársela a esos
labios arrebatadores y bebérselo muy despacio, asegurándose de que no me pierdo
un solo detalle.
Sabe lo que se hace.
—No recuerdo habértelo pedido.
Casi pierdo la compostura.
—¿No querías que viniera? —pregunto más chula que un ocho.
—Si mal no recuerdo, te he enviado un mensaje en el que decía que estaría
aquí a las ocho.
También he expresado mi interés por algo, pero no te he pedido nada. —Bebe
lentamente otro sorbo—. Aunque, ya que estás aquí, imagino que te gustaría darme
lo que deseo.
Su arrogancia ha regresado en todo su esplendor. Me vuelve más descarada,
y ahora sé que Miller recela de mi descaro. Le gusta que sea su niña. Cojo el bolso
de mano y saco el dinero en efectivo que he retirado del cajero. Se lo arrojo sobre el
plato que tiene delante y me relajo en mi silla, osada pero calmada.
—Quiero que me entretengas durante cuatro horas.
La copa de vino flota entre sus labios y la mesa mientras mira fijamente el
montón de dinero. He hecho un uso diabólico de mi cuenta de ahorros para
conseguirlo. En esa cuenta está hasta el último penique que me dejó mi madre, y
nunca la he tocado por principios. Es irónico que ahora gaste parte del dinero en
que... me entretengan. He conseguido que reaccione, que es justo lo que quería, y
las palabras que me dijo una vez vuelven a mi mente y me impulsan a actuar:
«Prométeme que nunca más volverás a degradarte así».
¿Quién, yo? Y ¿qué hay de él?
Está mudo. Mira fijamente el dinero y veo que la mano que sostiene la copa
empieza a temblar. La superficie del vino se ondula para demostrarlo.
—¿Qué es esto? —pregunta tenso, dejando la copa en la mesa.
No me sorprende nada ver cómo la recoloca antes de acribillarme con sus
airados ojos azules.
—Mil libras —respondo sin que me intimide su ira—. Sé que el famoso Miller
Hart suele pedir más, pero sólo son cuatro horas, y ya sabes lo que vas a ganar con
este trato, así que imagino que mil libras es un precio justo.
Cojo mi copa y bebo sin prisa. Trago y me relamo exagerando un poco. Las
pupilas de sus ojos azules están más dilatadas que de costumbre. Es probable que
nadie más se percate de que está estupefacto, pero yo conozco esos ojos y sé que
casi todas sus muestras de emoción proceden de ellos.
Respira hondo y retira despacio el dinero del plato. Lo ordena en un montón,
coge mi bolso y vuelve a meterlo en él.
—No me insultes, Olivia.
—¿Te parece un insulto? —Me echo a reír con ganas—. ¿Cuánto dinero has
ganado entregándote a esas mujeres?
Se inclina hacia mí, le tiembla la mandíbula. Estoy haciendo que salgan sus
emociones.
—Lo bastante para comprar un club de lujo —dice fríamente—, y no me
entrego a esas mujeres, Olivia. Les doy mi cuerpo y nada más.
Pongo cara de asco y sé que lo ha visto, pero reconozco que cuando lo oigo
hablar así se me revuelve el estómago.
—A mí tampoco me has dado mucho más —digo, aunque sé que no es justo.
Me ha dado algo más que su cuerpo, y cuando se echa un poco atrás sé que él
también lo sabe. Le ha dolido —. Cómprate una corbata nueva.
Saco el dinero de nuevo y lo tiro sobre su lado de la mesa. Me sorprende mi
mala leche, pero es su forma de reaccionar la que me hace seguir, la que alimenta mi
necesidad irracional de demostrarle algo, aunque no sé muy bien qué conseguiré
con mi frialdad. Sin embargo, no puedo parar. He puesto el piloto automático.
Le palpitan las mejillas.
—Y ¿en qué se diferencia de lo que tú hacías? —dice entre dientes.
Intento ocultar mi asombro.
—Yo entré en ese mundo por una razón —escupo—. No disfrutaba con los
lujos ni me ganaba la vida vendiéndome.
Cierra la boca y baja la cabeza. Luego se pone en pie y se abrocha la chaqueta.
—¿Qué te ha pasado?
—Ya te lo he dicho, Miller Hart. Lo que me ha pasado es haberte conocido.
—No me gustas así. Me gusta la chica que...
—Pues haberme dejado en paz —digo alto y claro, arrancándole más
emociones a este hombre impasible. Apenas puede contenerlas. No sé si está a
punto de gritar o de echarse a llorar.
El camarero nos interrumpe para servirnos un plato con hielo y ostras. No
hace ningún comentario ni pregunta si queremos algo más. Desaparece en cuanto
puede, consciente de la tensión. Me quedo mirando el plato sin poder creérmelo.
—Ostras.
—Sí, disfrútalas. Yo me voy —dice dándome la espalda.
—Soy una clienta —le recuerdo cogiendo una de las conchas y sacando la
carne con un cuchillo.
Se vuelve para mirarme.
—Me haces sentir insignificante.
«Así me gusta», pienso. Los trajes caros y una vida de lujos no lo hacen
aceptable.
—Y ¿las demás mujeres no? —pregunto—. ¿Acaso debería haberte regalado
un Rolex?
Me llevo la ostra lentamente a los labios y dejo que se deslice por mi garganta.
Me limpio la boca con el dorso de la mano sin dejar de sostenerle la mirada y luego
me relamo, seductora.
—No te pases, Livy.
—Fóllame —respondo inclinándome hacia él en la silla.
Siento un subidón de adrenalina al verlo dudar porque no sabe qué hacer
conmigo. No se esperaba esto cuando me ha enviado el mensaje. Estoy dándole la
vuelta a la tortilla.
Se toma un momento para pensar antes de apoyarse en la mesa y de acercar
su cara a la mía.
—¿Quieres que te folle? —pregunta olvidando sus modales de caballero pese
a la cercanía de otros comensales.
Me las apaño para controlar las ganas que tengo de rajarme ante el regreso de
su aplomo, aunque no digo nada.
Se me acerca un poco más. Está muy serio. El dolor, la rabia y la sorpresa
parecen haber desaparecido.
—Te he hecho una pregunta, y ya sabes lo poco que me gusta tener que
repetirme.
Por razones que jamás comprenderé, no lo dudo ni por un instante.
—Sí —digo. Mi voz es apenas un susurro y, a pesar de que me resisto con
todas mis fuerzas, mi cuerpo responde.
Su mirada ardiente me atraviesa.
—Levántate —me ordena.
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