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El viernes, el profesor Emerson estaba de mal humor. Llevaba casi una semana sin ver a Julianne y el miércoles había tenido que verla marcharse con Paul al acabar la clase, sin tan siquiera una mirada en su dirección. Tenía que mantenerse a distancia cuando lo que más deseaba en el mundo era tocarla y gritar a los cuatro vientos que era suya. Mientras dormía desnudo en la oscuridad, los demonios habían ido a visitarlo y lo habían torturado con pesadillas, pesadillas que sólo Julianne lograba mantener a raya con su luz; una luz más brillante que la de cualquier estrella. Una estrella de la que pronto iba a tener que prescindir.
Sabía que iba a tener que confesarle sus secretos antes de viajar a Florencia. Por eso le molestaba especialmente haber pasado solo la que probablemente sería su última semana juntos. Había hecho reservas para dos personas, pero no estaba muy seguro de que Julia finalmente lo acompañara. Por eso había contratado un seguro de cancelación. Temía el momento en que sus grandes e inocentes ojos se oscurecieran y le dijeran que no era digno de ella. Pero por mucho que lo temiera, no iba a permitir que le entregara su inocencia a un demonio sin conocer todos los datos. No sería Cupido ni permitiría que ella fuera su Psique.
Eso sí sería auténticamente demoníaco.
Por consiguiente, cuando el viernes por la noche ella fue a cenar a su casa, la recibió con frialdad, le dio un fraternal beso en la frente y se hizo a un lado, indicándole que pasara.
«Abandonad toda esperanza», pensó.
Julia se dio cuenta en seguida de que algo iba mal y no sólo por las notas de Madama Butterfly que le llegaron desde el salón. Normalmente, Gabriel la recibía con un abrazo y varios besos apasionados antes de ayudarla a quitarse el abrigo. Pero esta vez permanecía inmóvil, esperando a que ella hablara, sin apenas mirarla.
—¿Gabriel? —Julia le tocó la mejilla—. ¿Pasa algo?
—No —mintió él, apartando la cara—. ¿Te sirvo una copa?
Resistiendo el impulso de insistir, le pidió una copa de vino. Esperaba que estuviera más hablador durante la cena.
Pero no fue así. Le sirvió la cena en silencio y, cuando Julia trató de sacar algún tema de conversación mientras comían el rosbif,
respondió con monosílabos. Ella le contó que había acabado todos los trabajos del semestre y que Katherine Picton le había confirmado que le daría la nota antes del 8 de diciembre, pero Gabriel se limitó a asentir, sin apartar la vista de la copa de vino, que pronto estaría vacía.
Julia nunca lo había visto beber tanto. La noche que lo rescató de Lobby ya estaba borracho cuando ella llegó. Esa noche era muy distinto. No estaba contento ni coqueteaba, se lo veía atormentado. Con cada nueva copa de vino que vaciaba, Julia se preocupaba más. Pero cada vez que abría la boca para decirle algo, él la miraba con tanta tristeza que no se atrevía. Estaba más frío y distante por momentos y, cuando le sirvió la tarta de manzana casera que había preparado la asistenta, Julia la apartó bruscamente y le exigió que hiciera callar a Maria Callas para que pudieran hablar.
Gabriel la miró sorprendido ya que la tarta —y la Butterfly— eran la culminación de la cena. De su Última Cena.
—¿Por qué? No pasa nada —refunfuñó, acercándose al equipo de música para quitar la ópera.
—Gabriel, no me mientas. Es obvio que estás disgustado. Dime lo que pasa, por favor.
Ver a Julianne, a la inocente Julianne, mirarlo con sus enormes ojos castaños y el cejo fruncido, era más de lo que podía soportar.
«¿Por qué tiene que ser tan dulce y generosa? ¿Por qué tiene que ser tan compasiva? ¿Era obligatorio que tuviera una alma tan hermosa?»
La culpabilidad que sentía aumentó. Era una suerte que no la hubiera seducido. El corazón de Julia se curaría antes así que si hubieran tenido relaciones. Sólo llevaban unas cuantas semanas juntos. Las lágrimas pronto se le secarían y podría encontrar un hombre bueno y constante, como Paul.
La idea le provocó náuseas.
Sin una palabra, se acercó al bufet en busca de una licorera y un vaso de cristal. Se sentó y se sirvió dos dedos de whisky escocés. Se bebió la mitad de un sorbo y dejó el vaso en la mesa bruscamente. Esperó a que se aplacara el fuego que le quemaba la garganta. Confiaba en que se le contagiara algo del valor líquido del licor, pero le iba a hacer falta mucho más que eso para calmar el dolor en su corazón.
Respiró hondo.
—Tengo que contarte algunas cosas... cosas desagradables. Sé
que cuando haya terminado, te perderé.
—Gabriel, por favor, yo...
—Déjame hablar —la interrumpió él, pasándose la mano por el pelo—, antes de que pierda el valor.
Cerrando los ojos, volvió a tomar aire. Cuando los abrió, su mirada era la de un dragón herido.
—Estás viendo a un asesino.
Julia oyó las palabras, pero le costó procesarlas. Pensó que lo había entendido mal.
—Y no un asesino cualquiera. Acabé con la vida de un ser inocente. Si puedes soportar estar en la misma habitación que yo durante unos minutos, te contaré cómo pasó. —Como ella no se movió, siguió hablando—: Como sabes, fui a hacer el doctorado a Oxford, al Magdalen College. Lo que no sabes es que allí conocí a una chica americana llamada Paulina.
Julia inspiró bruscamente y Gabriel hizo una pausa. Cada vez que ella había tratado de sacar el tema, él le había dado largas, diciéndole que no suponía una amenaza para ellos, aunque Julia no se lo había creído. Por supuesto que era una amenaza. Paulina se lo había arrebatado en medio de una cena en octubre. Y, antes de salir corriendo, Gabriel, ojeroso y demacrado, había citado a lady Macbeth. Julia sintió un escalofrío.
—Paulina todavía no había acabado la carrera. Era rubia, alta, guapa y majestuosa. Le gustaba contar que estaba emparentada con la aristocracia rusa, como una especie de Anastasia. Nos hicimos amigos y nos veíamos de vez en cuando. No había nada físico entre nosotros. Yo salía con otras chicas y ella estaba enamorada de otro hombre. —Carraspeó nervioso—. Al acabar el curso me trasladé a Harvard. Seguimos en contacto vía correo electrónico durante un año más o menos. Un día me dijo que la habían admitido en Harvard para hacer un curso de posgrado. Quería especializarse en Dostoievski. Estaba buscando un sitio para vivir y le hablé de un apartamento que se alquilaba en mi edificio. En agosto se instaló allí.
Gabriel miró a Julia, que asintió para darle ánimos.
—Ese año fue muy duro para mí. Estaba haciendo la tesis y, además, era ayudante de un profesor muy exigente. Trabajaba muchas horas y apenas podía dormir.
Bajó la vista y empezó a tamborilear en la mesa. Al cabo de un momento, continuó:
—Algunos fines de semana salía con algunos compañeros. A
veces nos metíamos en líos y acabábamos en peleas. —Se rió sin ganas—. No era un modelo de conducta, pero al menos con Simon me sirvió de algo el entrenamiento.
Se echó hacia adelante en la silla y apoyó los codos en las rodillas. Julia se fijó en que movía las piernas nervioso. Con cada nueva frase que decía se inquietaba más, como si se estuviera acercando al abismo en el fondo del cual había escondido su secreto.
—Una noche, alguien me ofreció cocaína. Me pregunté si eso me ayudaría a mantenerme despierto para poder acabar el trabajo pendiente que tenía. Así empezó todo. La usé como estimulante y la alternaba con alcohol. Creí que estar en Harvard me convertía en un consumidor de drogas ocasional y respetable. Creí que sería capaz de controlarlo. —Suspiró y bajó el tono de voz—. Me equivoqué.
»Paulina venía mucho a mi casa. Llamaba sin importarle la hora, porque sabía que siempre estaba despierto. Mientras yo escribía, ella se sentaba en el sofá o preparaba té ruso. Empezó a cocinar para mí. Con el tiempo, le di una llave. La cocaína me quitaba el hambre. Gracias a Paulina, me alimentaba de vez en cuando.
Gabriel siguió hablando, angustiado. La culpabilidad lo arañaba por dentro, tratando de salir al exterior. Al alzar la vista un momento, leyó una pregunta en los ojos de Julia y la respondió:
—Sí, ella sabía que me drogaba. Al principio se lo oculté, pero siempre estaba por allí, así que al final ya lo hacía abiertamente. No le importaba.
Bajó la vista. Parecía avergonzado.
—Paulina se había criado entre algodones. No sabía nada sobre drogas ni muchas otras cosas. Yo la corrompí. Una noche, se desnudó y me propuso que la esnifáramos el uno en el cuerpo del otro. Obviamente, yo no pensaba con claridad y ella... estaba desnuda.
Soltó el aire con fuerza y mantuvo los ojos clavados en las manos, mientras negaba con la cabeza.
—No estoy buscando excusas. Fue culpa mía. Ella era una buena chica, acostumbrada a conseguir lo que quería. Y lo que quería en aquel momento era a mí, el vecino drogadicto.
Al frotarse la barbilla con la mano, Julia se fijó en que no se había afeitado.
Gabriel cambió de postura.
—A la mañana siguiente le dije que había sido un error, que no estaba interesado en tener una relación monógama. La cocaína me hacía desear más sexo que nunca, aunque a veces me provocaba
impotencia. Cosas del karma, supongo. Estaba acostumbrado a estar con una mujer distinta cada fin de semana. Pero cuando le conté todo esto, Paulina me dijo que no le importaba. Daba igual lo que le dijera, o cómo me portara con ella, siempre regresaba. Y las cosas siguieron su camino. Ella se comportaba como si fuera mi novia y yo la usaba para desahogarme cuando no tenía a nadie más a mano. No la quería. Lo único que me importaba en aquella época era yo mismo, las drogas y la maldita tesis.
A Julia se le encogió el corazón. Sabía que a Gabriel nunca le había faltado compañía femenina. Era un hombre guapo y extremadamente sensual. Las mujeres se desvivían tratando de llamar su atención. No es que le hiciera gracia, pero lo había aceptado como parte de su pasado.
Sin embargo, lo de Paulina era distinto. Su intuición se lo dijo la primera vez que oyó su nombre. Aunque no creía que siguieran juntos, lo que le estaba contando no era una aventura de una noche. El espectro de los celos hizo su aparición, cercando el corazón de Julia y estrujándolo con fuerza.
Gabriel se levantó y empezó a caminar por el comedor.
—Las cosas se aceleraron cuando me dijo que estaba embarazada. La acusé de querer atraparme y le dije que se deshiciera del bebé. —La cara se le contrajo de dolor—. Ella se echó a llorar. Me suplicó, me dijo que estaba enamorada de mí desde Oxford y que quería tener a mi hijo. No la escuché. Le tiré dinero a la cara para que pagara el aborto y la eché de casa a patadas.
Gabriel gruñó, pero su gruñido se transformó en un gemido desgarrado que surgía de las profundidades torturadas de su alma. Se frotó los ojos con fuerza.
Julia se cubrió la boca con la mano. No había esperado esa confesión. Pero mientras su mente trataba de procesar todo lo que iba oyendo, las piezas del rompecabezas que era el profesor Emerson empezaron a encajar.
—Durante un tiempo no volví a verla. Supuse que habría abortado. En aquella época estaba tan jodido que ni me molesté en averiguarlo. Un par de meses más tarde, entré en la cocina y me encontré una ecografía pegada en la nevera, con una nota.
Gabriel, echándose hacia atrás en la silla, se sostuvo la cabeza con las manos.
—Había escrito: «Ésta es tu hija, Maia. ¿A que es preciosa?».
No pudo acabar la frase, porque un sollozo se lo impidió.
—Reconocí la línea de su cabeza, la naricita, los brazos y las piernas. Era preciosa. Un bebé diminuto y frágil. Mi niñita. Maia. —Volvió a sollozar—. No lo sabía. No era real. Hasta que vi la ecografía no existió realmente para mí.
No podía parar de llorar.
Al ver las lágrimas que le caían por las mejillas, a Julia se le encogió el corazón. Con los ojos llenos de lágrimas, se levantó para consolarlo, pero él se lo impidió levantando la mano.
—Le dije a Paulina que la ayudaría con el bebé, pero no tenía dinero. Me lo había gastado todo en drogas. De hecho, en aquella época ya estaba endeudado con mi camello. Aun sabiendo todo eso, ella seguía queriéndome. Volvió a instalarse en casa y se pasaba las horas leyendo en mi sofá mientras yo trabajaba en la tesis. Dejó de tomar drogas por el bebé. Yo también lo intenté, pero no lo conseguí. —Levantó la cabeza—. ¿Quieres oír el resto o ya has tenido bastante? ¿Quieres irte ya?
Julia no tuvo que pensarlo. Se levantó y lo abrazó.
—Por supuesto que quiero oír el resto.
Él la abrazó con fuerza durante un instante, pero luego la apartó y se secó las lágrimas. Ella permaneció a su lado, incómoda, mientras Gabriel continuaba su confesión.
—Los padres de Paulina vivían en Minnesota. No eran ricos, pero de vez en cuando le enviaban dinero. Grace también me mandaba dinero cuando se lo pedía. Como podíamos, íbamos saliendo adelante. O, al menos, íbamos retrasando lo inevitable. Pero yo casi todo me lo gastaba en la droga. —Se echó a reír amargamente—. ¿Qué clase de hombre le quita el dinero a una mujer embarazada y se lo gasta en cocaína?
»Una noche de setiembre, salí de marcha. Estuve fuera un par de días y, cuando volví, me desplomé en el sofá. Ni siquiera llegué al dormitorio. Cuando me desperté, con una resaca espantosa, vi sangre en el suelo.
Se cubrió los ojos con las manos, como si tratara de borrar esas imágenes de su mente. Julia contuvo el aliento, a la espera de la siguiente revelación.
—Siguiendo el rastro llegué hasta Paulina, que estaba en medio de un charco de sangre en el suelo del lavabo. Le busqué el pulso, pero no se lo encontré. Pensé que estaba muerta.
Guardó silencio unos minutos.
—Si hubiera ido a verla cuando llegué a casa, habría podido
llamar a una ambulancia. Pero no lo hice. Estaba borracho y colocado y me desplomé en el sofá sin preocuparme de nada ni de nadie. Cuando me dijeron que había perdido el bebé, supe que era culpa mía. Su muerte se habría podido evitar. Era como si lo hubiera matado con mis propias manos.
Levantó las manos y se las miró por delante y por detrás, como si las viera por primera vez.
—Soy un asesino, Julianne. Un adicto y un asesino.
Ella abrió la boca para contradecirlo, pero Gabriel la interrumpió:
—Paulina pasó varias semanas en el hospital, primero con problemas físicos, luego por la depresión. Yo tuve que pedir la baja. Estaba constantemente borracho o colocado y no podía trabajar. Debía miles de dólares a gente muy peligrosa y no sabía de dónde sacar el dinero. Paulina había tratado de suicidarse en el hospital y quería llevarla a una clínica psiquiátrica privada, un lugar donde la trataran bien. Cuando llamé a sus padres para pedirles ayuda, me dijeron que era un desgraciado, que había llevado la deshonra a su familia. Que primero me casara con ella y luego ya hablaríamos.
Gabriel hizo una nueva pausa.
—Lo habría hecho, pero Paulina estaba demasiado alterada como para hablar de nada. Decidí buscar un lugar donde cuidaran de ella y luego suicidarme. Eso solucionaría los problemas de todos.
Le dirigió una mirada fría, muerta.
—Ya ves, Julianne, soy uno de los condenados. Mi depravación y mi indiferencia supusieron la muerte de un bebé inocente y la destrucción de una mujer con un brillante porvenir. Habría sido preferible que me ataran una piedra al cuello y me echaran al mar.
—Fue un accidente —susurró Julia—. No fue culpa tuya.
Él se echó a reír amargamente.
—¿No fue culpa mía acostarme con Paulina y engendrar una hija con ella? ¿No fue culpa mía tratarla como a una puta, engancharla a las drogas y presionarla para que abortara? ¿No fue culpa mía llegar tan colocado a casa que ni me di cuenta de que estaba allí?
Julia le agarró las manos y se las apretó con fuerza.
—Gabriel, escúchame. Tú tuviste mucho que ver, sí, pero no fue culpa tuya. Fue un accidente. Si había mucha sangre es que algo no iba bien en el embarazo. Si no hubieras llamado a la ambulancia cuando lo hiciste, Paulina habría muerto. Tú la salvaste.
Él permaneció con la cabeza baja, pero Julia le sujetó la barbilla y lo obligó a mirarla.
—La salvaste, Gabriel. Y me acabas de decir que querías al bebé. No querías que muriera.
Él se encogió, pero ella no lo soltó.
—No eres un asesino. Fue un trágico accidente.
—No lo entiendes —replicó él, con apatía—. Soy igual que Simon. Él te usó y yo la usé a ella. Hice algo peor que usarla. La traté como si fuera un juguete. Le di drogas cuando debería haber estado cuidándola. ¿Qué clase de demonio soy?
—No te pareces en nada a Simon —exclamó Julia con los dientes apretados—. Él no se arrepiente de nada de lo que me hizo. Si pudiera, volvería a hacer lo mismo. O algo peor.
Respiró hondo y contuvo el aire, que fue expulsando poco a poco.
—Gabriel, has cometido errores y has hecho cosas terribles, pero te has arrepentido. Llevas años pagando por tus errores. ¿No crees que eso es importante?
—Ni todo el oro del mundo puede compensar la pérdida de una vida.
—Una vida que tú no arrebataste —replicó ella, con los ojos encendidos.
Él hundió la cara entre las manos. No era ésa la reacción que había esperado.
«¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué no me ha abandonado todavía?»
Julia dio un paso atrás, sin dejar de observarlo. Las oleadas de desesperación que brotaban de Gabriel eran casi visibles. Se devanó los sesos buscando la manera de alcanzarlo, de llegar a su corazón.
—¿Conoces Los miserables, de Victor Hugo?
—Por supuesto —murmuró él—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—El héroe deja de pecar y hace penitencia. Cuida de una niña como si fuera su hija. Pero durante todo ese tiempo, un policía no deja de perseguirlo, convencido de que no se ha reformado. ¿No preferirías ser el hombre que hace penitencia en vez del policía?
Gabriel no respondió.
—Porque eso es lo que estás diciendo. Que no puedes darte permiso para ser feliz. Que no puedes darte permiso para tener hijos. Crees que has perdido el alma, Gabriel, pero ¿qué me dices de la redención? ¿Y del perdón?
—No los merezco.
—¿Qué pecador los merece? —Julia negó con la cabeza—. Cuando te conté lo que me había pasado a mí, me dijiste que me perdonara y me diera permiso para ser feliz. ¿Por qué no puedes predicar con el ejemplo?
Él bajó la cara.
—Porque tú fuiste la víctima. Yo soy el asesino.
—Aceptemos que sea así. ¿Cuál sería la penitencia adecuada en ese caso? ¿Cómo crees que se haría justicia?
—Ojo por ojo —murmuró.
—Bien. Entiendo que «ojo por ojo» quiere decir que debes salvar la vida de un niño. Si eres responsable de la muerte de un bebé, la justicia reclama que devuelvas una vida. Un donativo en metálico no sirve. Debe ser una vida.
Gabriel permanecía inmóvil, pero Julia sabía que la estaba escuchando.
—Salvaste la vida de Paulina, pero sé que no vas a darte por satisfecho con eso. Así que necesitas salvar la vida de la hija de otro hombre. ¿Te ayudaría eso?
—No devolvería la vida a Maia, pero sería algo. Me convertiría en una persona menos... mala —respondió él, con los hombros hundidos y los brazos apoyados en las rodillas.
El dolor que impregnaba su voz encogió el corazón a Julia, pero no le impidió continuar.
—Vas a tener que encontrar a una niña cuya vida esté en peligro y salvarla. ¿Te serviría eso de expiación?
Gabriel asintió con un gruñido.
Ella se dejó caer de rodillas delante de él y le cogió las manos.
—¿No lo ves, Gabriel? Yo soy esa niña.
Él levantó la cabeza y la miró con los ojos inundados de lágrimas, como si estuviera loca.
—Simon me habría matado. Cuando le pegué, se enfureció tanto que rompió la puerta para vengarse. Aunque hubiera llamado a la policía, no habrían llegado a tiempo. Me habría matado antes de que llegaran.
»Pero tú me salvaste. Lo arrancaste de mi puerta y lo sacaste de la casa. Estoy viva gracias a ti. Soy la niñita de Tom, como él te dijo, y me salvaste la vida.
Gabriel permaneció mudo, se había quedado sin palabras.
—Una vida por una vida, ¿no? Estás convencido de que acabaste con una vida, pero ahora has salvado otra. Tienes que
perdonarte. Tienes que pedirle perdón a Paulina y a Dios, pero, sobre todo, tienes que perdonarte tú.
—No es suficiente —murmuró, con sus grandes ojos tristes, todavía llenos de lágrimas.
—Es verdad que eso no te devolverá a tu hija, pero piensa en el regalo que le has hecho a Tom: le has devuelto a su única hija. Convierte tu deuda en penitencia. No eres un demonio. Eres un ángel. Mi ángel.
Gabriel se la quedó mirando, observando sus ojos, sus labios, su expresión. Luego, le tendió la mano y la sentó en su regazo. La abrazó durante largo rato. Sus lágrimas caían en el hombro de Julia.
—Lo siento —susurró—. Siento haber tardado tanto en decírtelo. Siento que mi historia sea cierta. He matado tu fe en mí. Lo sé.
—Todavía te quiero.
Julia trató de calmarlo murmurándole al oído y dejando que se desahogara. Cuando dejó de llorar, le desabrochó los botones de la camisa rápidamente, antes de que pudiera preguntarle qué estaba haciendo. Abriéndosela, le acarició el tatuaje con los dedos. Luego, muy lentamente, acercó los labios a la boca del dragón y lo besó.
Cuando se echó hacia atrás, Gabriel la estaba mirando asombrado.
Luego, se quitó el pañuelo que le cubría el mordisco y levantándole la mano, se la colocó sobre la marca, que se había curado un poco, pero no del todo.
—Los dos tenemos cicatrices. Y tal vez tengas razón, tal vez nunca desaparezcan. Pero soy tu expiación, Gabriel. Mi vida es tu regalo a un padre que podría haber perdido a su única hija para siempre. Gracias.
—Soy un hipócrita —se lamentó él, con voz ronca—. Le dije a Tom que era un padre terrible. ¿Y yo? ¿Qué clase de padre soy?
—Uno joven e inexperto que no debería haber tomado drogas, pero que quería a Maia. Me lo has dicho.
Sin dejar de abrazarla, Gabriel se estremeció.
—Nada de lo que pueda decir te la devolverá. Pero creo sinceramente que tu hija está en el paraíso con los bienaventurados. Y con Grace. —Julia le secó las lágrimas—. Y estoy segura de que ambas querrían que encontraras el amor y el perdón. Creo que rezan por tu redención. Y que no creen que seas malo.
—¿Cómo puedes estar segura? —susurró él.
—Lo aprendí de ti. El canto treinta y dos de El Paraíso de Dante
describe el lugar especial que Dios reserva a los niños. «De los que son como ellos es el reino de los cielos.» Y en el paraíso sólo hay amor y perdón. No hay odio ni maldad. Sólo paz.
Gabriel la atrajo hacia sí y permanecieron así abrazados largo rato. Julia nunca se habría imaginado que ése fuera su secreto. Aunque le dolía verlo tan triste y melancólico, su sufrimiento era real y no podían obviarlo.
Ella nunca había amado a un niño que hubiera muerto. No podía hacerse una idea exacta de su dolor, pero igualmente se sentía llena de compasión hacia él. Tenía una gran necesidad de ayudarlo a reconocer su valía. Ayudarlo a aceptar que era un ser digno de ser amado, a pesar de los pecados que hubiera cometido en el pasado. Sentada en su regazo, con la blusa aún húmeda por sus lágrimas, Gabriel Emerson se le presentó con mucha más claridad. En muchos aspectos, seguía siendo un niño pequeño, un niño que tenía miedo de que no le perdonaran sus errores. Y de que no lo amaran por culpa de éstos.
Pero ella lo seguía amando.
—Gabriel, no puedes estar cómodo en esta silla.
Él le dio la razón, asintiendo contra su hombro.
—Ven. —Levantándose, le dio la mano para que la siguiera. Lo condujo hasta el sofá y lo animó a sentarse, mientras ella encendía la chimenea a gas.
Gabriel se quitó los zapatos y Julia le dijo que se tumbara, apoyándole la cabeza en su regazo. Tras acariciarle las cejas con un dedo, le pasó los dedos por el pelo hasta que él cerró los ojos.
—¿Dónde está Paulina ahora?
—En Boston. Cuando cobré la herencia, abrí un fondo de inversión a su nombre y le compré un piso. Ha estado en un centro de rehabilitación un par de veces, pero básicamente está bien cuidada. Volvió a Harvard hace un par de años, aunque se lo está tomando con calma.
—¿Qué pasó la noche que llamó mientras cenábamos?
Gabriel la miró confuso, hasta que recordó la noche en cuestión.
—Me había olvidado de que oíste esa conversación. Había bebido y tuvo un accidente de coche. Estaba histérica y pensé que iba a tener que coger un avión hasta allí. Sólo me llama cuando se mete en líos. O cuando quiere algo.
—¿Y qué pasó?
—Hice la maleta, pero antes de salir hacia el aeropuerto, llamé a
mi abogado en Boston. Fue a verla al hospital y me dijo que no estaba tan grave como me había hecho creer. Pero un par de días más tarde la acusaron de conducción temeraria y tuve que contratar a un abogado especialista para que la defendiera. Últimamente ha estado bastante tranquila, pero de vez en cuando tiene alguna crisis.
Tal vez fue el brillo de las llamas, o la tensión de haberle revelado su secreto más oscuro, pero en ese momento Gabriel le pareció viejo y cansado para tener sólo treinta y pocos años.
—¿La amas?
Él negó con la cabeza.
—Siento algo por ella, pero no lo definiría como amor. Por mucho que me avergüence admitirlo, su presencia y su contacto nunca me resultaron familiares. Pero no podía abandonarla. Y menos aún cuando su familia le dio la espalda. Yo fui el causante de sus problemas. Por mi culpa, tal vez no pueda volver a tener hijos.
Gabriel se estremeció.
—¿Por eso decidiste no tenerlos tú?
—Ojo por ojo, ¿recuerdas? Cuando me lo confesó entre lágrimas, tomé la decisión. Me costó encontrar a un médico que accediera a hacer la operación. Todos me decían que era muy joven y que cambiaría de idea. Pero finalmente encontré a uno. Curiosamente, en aquel momento fue un consuelo.
Levantando el brazo, Gabriel le acarició la mejilla.
—Le hablé a Paulina de ti. Siempre ha sido una mujer celosa, pero sabe que no puedo darle lo que quiere. Nuestra relación es... complicada. Siempre formará parte de mi vida, Julianne. Quiero que te quede claro. Siempre y cuando sigamos...
Ella lo besó en los labios.
—Por supuesto que seguiremos juntos. La ayudas cuando tiene problemas. Es lo correcto. Me parece muy noble por tu parte.
—Créeme, Julianne, yo no me definiría como una persona noble.
—¿Me... me puedes contar lo del tatuaje?
Él se sentó en el sofá y acabó de quitarse la camisa, que tiró sobre la alfombra persa. Volviendo a apoyar la cabeza en el regazo de Julia, la miró a los ojos, los suyos llenos de preocupación y resignados.
—Me lo hice en Boston, cuando salí de rehabilitación.
Julia volvió a besar el dragón con delicadeza.
Gabriel inspiró hondo al notar el contacto de sus labios contra la piel desnuda.
Ella le acarició el pelo para que se relajara.
—¿Qué representa el dragón?
—Soy yo, o las drogas. O las dos cosas. El corazón es el mío y está roto, obviamente. Maia siempre estará en mi corazón. Me imagino que te parecerá horrible que tenga algo tan macabro y feo en mi cuerpo de manera permanente.
—No, Gabriel, no me lo parece. Es... un memorial.
—Paulina estaba embarazada de unos cinco meses cuando perdió el bebé. Estaba destrozada, igual que yo, y no celebramos ningún funeral. Hace un par de años, mandé erigir una lapida en Boston en memoria de la niña. —Llevándose la mano de Julia a la boca, la besó—. Pero no está enterrada allí —añadió, con voz torturada.
—No lo estaría aunque las cosas hubieran sido distintas. Está con Grace, Gabriel.
Él la miró con agradecimiento, mientras los ojos volvían a llenársele de lágrimas.
—Muchas gracias —susurró, besándole la mano una vez más—. Mandé colocar un ángel de piedra a cada lado de la lápida. Quería que fuera bonita.
—Estoy segura de que es preciosa.
—Tú has recibido parte de su legado.
Julia lo miró sin comprender.
—La beca de estudios lleva su nombre: Maia Paulina Emerson.
Julia se secó una lágrima.
—Siento haber tratado de devolverla. No lo sabía.
Gabriel se incorporó y le besó la nariz.
—Lo sé, amor mío. En aquel momento no me sentía preparado para explicarte su trascendencia. Sólo quería que la tuvieras. No había encontrado a nadie que fuera digno de ella —añadió, con otro beso suave.
—Le pregunté a Rachel por la beca. Ella no sabía nada.
—Nadie sabe nada de Maia ni de Paulina, excepto Richard. Grace también lo sabía. Me sentía tan avergonzado... Pensamos que Rachel y Scott ya tenían bastante con estar enterados de lo de las drogas. Tampoco saben lo del tatuaje. Tú eres la única que me lo ha visto.
Julia le hundió los dedos en el pelo.
—Oír a Puccini al entrar me ha asustado —susurró.
—Me ha parecido una música adecuada.
Ella negó con la cabeza.
—Por la manera en que traté a Paulina. Ella me amó durante años y yo no pude devolverle ese amor. —Gabriel se encogió de hombros y la miró ardientemente—. Nunca te trataría como a una mariposa, ni como a un juguete. Nunca te clavaría en un corcho ni te arrancaría las alas.
Ella lo miró con tristeza.
—Gabriel, por favor. Confío en ti. No eres Pinkerton, lo sé.
Como si quisiera recalcar sus palabras, lo besó. Gabriel retuvo su boca hasta que ella tuvo que apartarse para respirar.
—No te merezco —susurró él.
—Tal vez. Tal vez no nos merezcamos el uno al otro. Pero puedo elegir a quien quiero amar. Y te he elegido a ti.
Gabriel frunció el cejo, como si le costara creerlo.
—Por favor, deja que te ame. —La voz de Julia se quebró al decir las últimas palabras.
—Como si pudiera plantearme una vida sin ti.
Gabriel la atrajo hacia él, uniéndolos con la fuerza de la desesperación de su alma torturada.
Julia le devolvió su pasión con la misma intensidad, dando y recibiendo amor del hombre que descansaba la cabeza en su regazo. Gabriel le sujetó las muñecas y le besó las venas azuladas con la boca abierta, succionándolas con delicadeza.
—Perdóname Julianne, pero te necesito. Mi dulce, dulce, Julianne. Te necesito tanto... —le suplicó con voz ronca y los ojos como hogueras azules.
Sin darse cuenta de lo que estaba pasando, Julia se encontró con que Gabriel se había sentado en el sofá y que ella estaba sentada encima de él, a horcajadas. Tenían los torsos muy juntos y las manos de él la acariciaban, resiguiendo las curvas de su trasero por encima de los pantalones de lana.
De algún lugar de su mente le llegó el recuerdo de una de las fotografías en blanco y negro que decoraban la habitación de Gabriel. En ese instante, reconoció la belleza de la pasión que retrataban, desde la óptica no del espectador, sino de los protagonistas.
Lo que sentía era la fuerza del deseo, de la necesidad, de la desesperación y de un amor incondicional y muy profundo, que se había liberado al contarse sus secretos más ocultos y oscuros.
Gabriel sintió el amor de Julia en sus besos, en sus abrazos, en cómo le acariciaba la nuca, la superficie del tatuaje y le besaba el
pecho con la boca abierta. Sabía que se lo daría todo. Haría cualquier cosa para librarlo del dolor, incluso ofrecerle su cuerpo.
«El sacrificio de Isaac.»
Con dedos temblorosos, ella se desabrochó los botones de la blusa y la dejó caer por los brazos. El grito ahogado de Gabriel fue un eco del sonido de la seda deslizándose hacia el suelo.
Julia era su redención.
32
Julia se despertó a la mañana siguiente desnuda.
O eso le pareció.
Estaban en la cama de Gabriel, con las piernas entrelazadas. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de él y uno de sus brazos alrededor de las caderas.
Recorrió la espalda de él con la mano hasta comprobar que no estaba desnudo. Al bajar la vista, vio que ella llevaba puesto el conjunto rosa de sujetador y braguitas.
En sus sueños, se habían metido en la cama desnudos y habían hecho el amor horas y horas.
Gabriel se había colocado encima de ella y la había capturado con la mirada, como si fuera un imán, mientras la penetraba lentamente hasta que se habían convertido en un solo ser. En un círculo eterno sin principio ni fin. La había adorado con su cuerpo y sus palabras. Había sido más bonito y emotivo que en sus sueños anteriores.
Pero no había sido más que eso. Otro sueño. Suspiró y cerró los ojos, recordando los acontecimientos de la noche anterior. El dolor y el alivio llenaron su corazón. Dolor por la pérdida de Gabriel y por la desesperación que lo torturaba y alivio porque ya no quedaban secretos que se interpusieran entre ellos.
Gabriel murmuró su nombre, mientras los ojos se le movían bajo los párpados muy de prisa. Estaba profundamente dormido. La noche anterior había sido agotadora para él. Se había desmoronado.
Liberándose de su abrazo con mucho cuidado, se levantó para ir al baño.
Al mirarse en el espejo, vio que tenía el pelo alborotado, el rímel corrido y los labios hinchados por los besos. Él le había dejado varias marcas en el cuello y el pecho, muy ligeras, que no le dolían en absoluto. Había sido un amante considerado pero entusiasta.
Se lavó la cara y se cepilló el pelo, recogiéndoselo en una cola alta. En vez del albornoz lila, se puso provocativamente una camisa de Gabriel. Recogió el Globe and Mail del rellano y saludó con la mano al nervioso vecino, que la miró boquiabierto con sus gafas sin montura, antes de desaparecer en su casa como un ratón asustado.
No estaba acostumbrado a ver tanta belleza tan temprano.
Además, llevaba sólo unos pantalones de pijama con dibujos de Superman.
Cuando Julia entró en la cocina, se la encontró hecha un desastre, ya que la noche anterior habían estado demasiado distraídos como para ocuparse de temas tan prosaicos. Tras darse el lujo de disfrutar de un trozo de tarta de manzana con queso cheddar de Vermont, se dedicó a devolver al apartamento de Gabriel su esplendor inicial. Le llevó más rato del que había previsto.
Cuando la cocina estuvo inmaculada y, en vista de que él seguía durmiendo, se sirvió una gran taza de café y se sentó a leer el periódico en la butaca frente al fuego. La imagen de su blusa tirada en el suelo junto a la camisa Oxford de Gabriel la hizo ruborizarse y sonreír al mismo tiempo.
«Por desgracia, eso es más de lo que podemos hacer tú o yo», pensó, recordando el poema sobre la pulga.
Gabriel se había detenido. Ella se habría entregado gustosa a él porque lo amaba. Para Julia, no se trataba de saber si se entregaría a él, sino sólo de cuándo. Pero Gabriel había murmurado algo ininteligible contra su pecho desnudo y se había detenido.
Tenía tanto miedo de que ella lo abandonara cuando descubriera su relación con Paulina y la trágica pérdida de su hija. Pero su confesión, lejos de apartarlos, los había unido aún más. Al menos, Julia había logrado convencerlo de eso.
«Y tal vez, dentro de tres días, estaremos tan unidos como puede estarlo una pareja.»
Faltaban dos días para que salieran de viaje hacia Italia y ella lo acompañaría a la conferencia como su novia. Y cuando su estancia en Florencia llegara a su fin, tal vez pudiesen visitar Venecia o la región de Umbría como amantes.
A pesar de las revelaciones de la noche anterior, se sentía muy cómoda y a gusto en la butaca de Gabriel y con su camisa. Estaba segura de que se pertenecían el uno al otro. Mientras los hados no conspiraran en su contra, serían felices juntos. O eso esperaba. Aunque saber que Paulina tenía la capacidad de poner la vida de Gabriel patas arriba con una simple llamada telefónica no era muy tranquilizador.
Una hora más tarde, él apareció en el salón, rascándose la cabeza y bostezando. El pelo le había quedado disparado en todas direcciones, excepto un rizo perfecto que se había enamorado de su frente. Llevaba unos vaqueros gastados y las gafas, nada más. Ni
siquiera calcetines. (Incluso los pies de Gabriel eran atractivos.)
—Buenos días, amor mío. —Inclinándose hacia ella, le acarició la mejilla y la besó con firmeza—. Me gusta tu ropa —comentó, con la mirada fija en la cantidad generosa de carne que asomaba bajo los faldones de la camisa.
—Y a mí la tuya. Estás tremendamente informal esta mañana, profesor.
Él le dirigió una mirada ardiente.
—Señorita Mitchell, tiene suerte de que haya decidido ponerme algo encima.
Al ver cómo se ruborizaba, se echó a reír y desapareció en la cocina.
«Oh, dioses de las vírgenes que planean acostarse con sus novios que son unos auténticos dioses del sexo —sin intención de blasfemar—, por favor, no permitáis que muera por combustión espontánea cuando por fin me lleve a la cama. Necesito que me dé antes un orgasmo. Al menos uno. Por favor. Por favor.»
Poco después, Gabriel volvió y se sentó en el sofá con una taza de café, rascándose la barba. La miró con el cejo fruncido.
—Estás muy lejos —le dijo, dándose unas palmaditas en la rodilla.
Julia sonrió y se acercó a él, dejando que la guiara, hasta quedar cómodamente sentada en su regazo. Gabriel le rodeó las caderas con un brazo, levantándole la camisa para poder apoyar la mano directamente en sus braguitas.
—¿Y cómo se encuentra la señorita Mitchell esta mañana?
—Cansada —respondió ella con un suspiro—, pero feliz. —Lo miró alarmada—. Si no te parece una falta de respeto.
—No me lo parece. Yo también estoy feliz. Y muy aliviado. —Cerrando los ojos, echó la cabeza hacia atrás y suspiró—. Estaba seguro de que iba a perderte.
—¿Por qué?
—Julianne, si alguien hiciera un análisis de costes y beneficios de mí, llegaría a la conclusión de que soy una inversión de alto riesgo, alto coste y escasos beneficios.
—Tonterías, yo no te veo así.
Él sonrió débilmente.
—Sólo porque eres la compasión personificada. Debo admitir que todavía no conoces mis principales talentos. —Con la voz ronca y los ojos brillantes, añadió—: Aunque ardo en deseos de ponerlos a tu
disposición una y otra vez. Y otra, y otra, ad infinítum, hasta que estés cansada de los dos. Y totalmente, felizmente saciada.
Julia tragó saliva. No fue fácil.
Él la besó en la frente y dejó el café en la mesa auxiliar para poder abrazarla.
—Gracias por quedarte.
—Te quiero, Gabriel. Vas a tener que aceptar que no voy a irme a ninguna parte.
Como respuesta, él la abrazó, pero guardó silencio.
—Y no tienes que conquistarme con tus proezas sexuales. Ya me has conquistado —susurró Julia—. Tu mejor cualidad está en tu corazón, no en otras partes de tu cuerpo. Tu corazón fue el culpable de que me enamorara de ti.
Guardó silencio durante tanto rato, que ella pensó que se había disgustado. O sentido insultado.
«Supongo que no es muy prudente poner en duda las proezas sexuales de un futuro amante antes de haber tenido la oportunidad de probarlas.» Abrió la boca para disculparse, pero él la interrumpió levantando la mano.
La besó con decisión, con la boca cerrada, antes de empezar a tirar de su labio inferior, a juguetear con su lengua y a acariciarla con la suya.
Cuando dejó de besarla, la abrazó y le susurró al oído:
—Me desarmas. No puedo ocultarte nada. Eres la única persona que me sigue queriendo a pesar de todos mis defectos. Sólo tú, mi amor.
Julia se había dado cuenta de que Gabriel usaba la sexualidad como un escudo para protegerse del amor y de la auténtica intimidad. Su confesión no hizo más que confirmar lo solo que debía de haberse sentido los últimos años. Solo como cuando su madre lo había ignorado o durante la difícil adaptación a ser un niño adoptado. Si a toda esa soledad le añadía el dolor por la muerte de Maia, el resultado era tan desgarrador que, aunque trató de no llorar, no lo logró.
—Chist, no llores —susurró Gabriel, secándole las lágrimas y besándola en la frente—. Te quiero. No llores por mí.
Ella se acurrucó en sus brazos y trató de reprimir las lágrimas. Él le acarició la espalda suavemente. Cuando se hubo calmado, Julia dijo:
—Te amo, Gabriel. Y creo firmemente que Grace estaría muy orgullosa de ti.
Él frunció el cejo.
—Yo no estoy tan seguro de eso. Aunque sin duda estaría muy orgullosa de ti y de todos tus logros.
Ella sonrió.
—Grace tenía el don de la misericordia.
—Es cierto. Y, curiosamente, uno de sus libros favoritos, A Severe Mercy, trataba de ese tema. Pasó años insistiéndome para que lo leyera. Tengo un ejemplar en el estudio. Tal vez debería leerlo.
—¿De qué va?
—De una pareja joven. El hombre acaba estudiando en Oxford y se convierte en el protegido de C. S. Lewis. Es una historia real.
—Me encantaría ir a Oxford a visitar los lugares donde los Inklings bebían cerveza y escribían sus historias. Katherine Picton habla mucho de Oxford.
Gabriel volvió a besarla en la frente.
—Me encantaría llevarte. Te enseñaré las estatuas del Magdalen College que inspiraron a Lewis para escribir El león, la bruja y el armario. Podemos ir en junio, si quieres.
Julia sonrió y le devolvió el beso.
—Si me prestas el libro de Grace, me lo llevaré a Italia. Será agradable tener lectura durante el viaje.
Con una sonrisa sugerente, él le dio un golpecito con el dedo en la punta de la nariz.
—¿Qué te hace pensar que tendrás tiempo para leer?
Ruborizándose, Julia murmuró una vaga respuesta, pero Gabriel siguió hablando, esta vez mucho más serio.
—Siento haberme detenido tan bruscamente anoche. Sé que no es justo provocarte de esa manera y luego... —Se calló, esperando su reacción.
Ella lo rodeó con los brazos y apretó con fuerza.
—Fue una noche llena de emociones. Me gustó poder estar a tu lado y dormirme entre tus brazos. Sólo quería consolarte. La manera me daba igual. No tienes que disculparte.
Él le sujetó la cara entre las manos.
—Julianne, tu mera presencia me consuela, pero estaba agotado y había bebido demasiado. La receta perfecta para el desastre. —Negó con la cabeza, avergonzado—. No quería que nuestra primera vez estuviera lastrada con los fantasmas de mi pasado. Quiero que vayamos a un lugar donde estemos solos, para que podamos construir nuevos recuerdos. Recuerdos felices.
—Por supuesto. Aunque debo decir que me sentía bastante feliz ayer por la noche, mientras me besabas —bromeó ella, dándole un beso suave, que él le devolvió con entusiasmo.
—¿No estás enfadada?
—Gabriel, eres un caballero y merece la pena esperar por ti. ¿Qué clase de mujer sería si te montara una escena porque decidiste parar? Si la situación hubiera sido al revés, habría confiado en que lo aceptaras sin enfadarte.
Él frunció el cejo.
—Por supuesto. Siempre puedes decirme que pare y no me enfadaré.
—Bueno, pues lo que vale para el ganso vale para la gansa.
—Ah, así que ahora soy un ganso.
—Mejor un ganso que un viejo verde.
—Ah, no, por favor —le suplicó él—. Bromas con la edad, no. Ya me cuesta bastante acostumbrarme a nuestra diferencia.
Ella se echó la coleta hacia atrás.
—Nuestras almas deben de tener la misma edad y, en cualquier caso, ¿quién lleva la cuenta?
Gabriel le dio un tironcito de pelo.
—Eres increíble. Eres inteligente, divertida y, qué demonios, preciosa. Anoche, mientras te besaba los pechos... —Le colocó una mano reverentemente sobre el corazón—. Rivalizas en belleza con la musa de Botticelli.
—¿De Botticelli?
—¿No te has dado cuenta de que en muchas de sus obras aparece la misma mujer? La he elegido como tema para la conferencia en los Uffizi.
Julia le sonrió con dulzura. Imitando su gesto, le colocó la mano sobre el corazón.
—Me muero de ganas.
—Yo también —replicó él, con voz ronca.
Después de una ducha solitaria, a Julia le costó bastante convencer a Gabriel para que la dejara ir de compras sola. Finalmente, tuvo que decirle que quería comprar lencería para que se rindiera.
—Prométeme que te quedarás conmigo hasta que salgamos de viaje.
—Tengo que hacer las maletas. Lo tengo todo en mi apartamento.
—Cuando acabes de comprar, dile al taxista que te lleve a casa,
haz las maletas y vuelve aquí. Tengo que hacer unos recados, pero ya tienes llave, así que no hay problema.
—¿Y qué recados tiene que hacer hoy el profesor Emerson?
Él esbozó una sonrisa seductora y Julia sintió que tenía las braguitas a punto de deslizársele por las caderas y caer al suelo como si tuvieran vida propia.
—Tal vez yo también tengo que ir a hacer unas compras... personales. —Inclinándose hacia ella, le susurró al oído—: Te dije que era un buen amante, Julianne. Confía en mí. Me encargaré de todos los detalles.
Ella se estremeció al sentir su aliento en el cuello, que se le coló bajo el pañuelo que aún llevaba para ocultar el mordisco. No sabía a qué se refería, pero se sintió seducida y hechizada por sus palabras.
La poseía, en cuerpo y alma.
Mientras Julia elegía conjuntos de lencería, le sonó el iPhone. Al mirar la pantalla, vio un mensaje de texto de Gabriel:
¿Qué estás mirando? G.
Ella se echó a reír y tecleó una respuesta:
Cosas diminutas. Julia
Gabriel respondió inmediatamente:
¿Cómo de diminutas? G.
P. D.: Envía fotos.
Julia puso los ojos en blanco.
Demasiado diminutas. Nada de fotos.
Estropearían la sorpresa. Te quiero, Julia
El siguiente mensaje de Gabriel tardó un poco más en llegar.
Cariño, ninguna foto podría estropear la experiencia de verte en toda tu gloria por primera vez. Eres preciosa. Todo mi amor, G.
Julia tecleó rápidamente:
Gracias, Gabriel. Te quiero mucho.
El mensaje de despedida de él le llegó mientras entraba en el probador:
Yo también te quiero mucho, cariño. Diviértete... y vuelve a casa pronto. G.
Los siguientes dos días fueron un torbellino de actividad. Gabriel entregó las notas y completó sus tareas administrativas en la facultad. El semestre llegaba a su fin.
Julia concertó cita en un centro de belleza, aunque, a causa de su bajo umbral de tolerancia al dolor y de su amor por todo lo italiano, declinó educadamente la proposición de la esteticista de que probara una depilación brasileña.
Gabriel había mantenido casi todos los preparativos en secreto para darle una sorpresa, así que una asombrada Julia entró del brazo de él en el Gallery Hotel Art un día de diciembre más cálido de lo normal. El hotel era lujoso, moderno y se encontraba muy cerca del Ponte Vecchio, el puente favorito de ella, a escasos minutos del Ponte Santa Trinitá, que aparecía en el cuadro de Holiday de Dante y Beatriz.
El conserje, Paolo, los saludó inmediatamente. Aunque Gabriel no se había hospedado antes en ese hotel, el dottore Massimo Vitali, director ejecutivo de la Galería de los Uffizi, le había dado instrucciones al hombre para que tratara con la máxima amabilidad al profesor Emerson y a su fidanzata. De hecho, Paolo los acompañó personalmente a la suite del séptimo piso, junto con el botones. Su suite se llamaba Palazzo Vecchio Penthouse.
Cuando los tres hombres se separaron como las aguas del mar Rojo para que Julia entrara en la habitación, ella ahogó una exclamación. Era la habitación más bonita que había visto nunca. El suelo, de madera oscura, contrastaba con las paredes claras. El salón estaba decorado con muebles modernos y elegantes al mismo tiempo. Una puerta corredera de cristal lo separaba del dormitorio.
Éste era espacioso. El sitio de honor lo ocupaba una gran cama ricamente cubierta con sábanas y colcha, todo inmaculadamente blanco. A pocos pasos, otra puerta de cristal daba a la terraza, lo que permitía que la luz del sol se reflejara en la cama. En uno de los
cuartos de baños había una bañera parecida a la del hotel de Filadelfia, mientras que en el otro había una ducha y dos lavabos. Tras una ojeada a la bañera, Gabriel decidió que la estrenaría con Julia esa misma noche.
Pero lo mejor de la suite era la terraza, que ofrecía impresionantes vistas del Duomo, el Palazzo y las colinas cercanas. Julia se imaginó acurrucándose junto a Gabriel en el cómodo futón que había fuera, mirando las estrellas con una copa de chianti en la mano. O tal vez, pensó ruborizándose, haciendo el amor a la luz de las velas bajo aquellas mismas estrellas.
«Orgasmos con Gabriel a la luz de la luna...»
Cuando se quedaron solos, lo abrazó con fuerza y le dio las gracias una y otra vez por haber elegido una habitación tan bonita.
—Todo es poco para ti, mi amor. —Gabriel la besó dulcemente—. Todo es poco.
Nada le habría gustado más que tumbar a Julianne sobre la cama y hacerle el amor inmediatamente, pero sabía que casi no había dormido en el avión y que estaba cansada. Mientras trataba de besarla, a ella se le escapó un bostezo y él se echó a reír.
—Tendría que pasarme por los Uffizi. ¿Te importa si te dejo aquí sola? Puedes dormir la siesta o, si lo prefieres, puedo llamar a recepción para que te den un masaje.
Los ojos de Julia se iluminaron al oír la palabra «masaje», pero sabía que tenía demasiado sueño para disfrutarlo.
—Lo de la siesta suena muy bien. Sé que no es la mejor manera de superar el jet lag, pero seré una compañía mucho más agradable durante la cena y... bueno, luego, si puedo dormir un poco...
Se ruborizó.
Gabriel le acarició la mandíbula con un dedo.
—Sólo te lo diré una vez, Julianne: no hay prisa. Podemos dedicar la noche a descansar. Aunque me gustaría que probáramos la bañera. Juntos —añadió, con una media sonrisa seductora.
—Me encantaría.
Él le besó la punta de la nariz.
—He encargado algunos productos de la Farmacia di Santa Maria Novella. Mira a ver si alguno te gusta y lo usaremos. Mientras tanto, reservaré mesa para cenar a las nueve o nueve y media.
—Perfecto. ¿Adónde iremos?
Él le dedicó una sonrisa radiante.
—Al Palazzo dell’Arte dei Giudici. ¿Lo conoces?
—He pasado por delante, pero no he entrado nunca. No sabía que hubiera un restaurante dentro.
—Tengo muchas ganas de enseñártelo. —Llevándose la mano de Julia a los labios, la besó—. He encargado una cesta de fruta y unas cuantas botellas de agua mineral. Pide lo que quieras. —Riéndose, añadió—: Pero el champán guárdalo para cuando vuelva. Nos lo tomaremos en la bañera.
Ella bajó la vista.
—Me estás malcriando.
Él le levantó la barbilla con un dedo.
—No, cariño, no te malcrío; sólo te trato como te mereces. Llevas toda la vida rodeada de idiotas. Yo, el peor de todos.
—Gabriel, eres muchas cosas, pero no eres idiota.
Poniéndose de puntillas, le dio un suave beso en los labios antes de desaparecer en el cuarto de baño para darse una ducha.
Varias horas más tarde, Gabriel regresó de una cordial reunión con su amigo Massimo Vitali.
Mientras tomaban café expreso, hablaron de la conferencia del día siguiente y de los planes para el banquete que se serviría en su honor al terminar, en la misma Galería de los Uffizi. Gabriel se sentía muy agradecido, más por Julia que por él. Se imaginaba que le encantaría participar en un acto tan festivo en su museo de arte favorito.
Al regresar a la suite, Gabriel la encontró dormida en el centro mismo de la cama, con un pijama de raso color champán. Tenía el pelo suelto alrededor de la cabeza, como un halo color caoba. Parecía una bella durmiente.
Tras observarla dormir unos segundos, la besó en la mejilla. Al ver que no se movía, se sirvió una copa y se sentó en la terraza. Era agradable tener un momento para él, para planificar y soñar con los días que tenían por delante. Tenía la sensación de que alguien lo había liberado de la pesada carga que había llevado sobre los hombros. Julia conocía la verdad sobre Paulina y Maia y lo seguía amando. Se habían librado del comité de la universidad tras sobrevivir a un semestre académico juntos. Tenía muchas cosas por las que dar gracias. Sobre todo, por tener a su Julianne para él solo durante dos semanas.
«Julia no es de esas chicas a las que uno deja tiradas después de follársela. Es de las chicas con las que uno se casa.» Las palabras de Scott le vinieron a la mente.
Scott tenía razón. Julianne era especial. Era una mujer hermosa, inteligente y compasiva, que amaba y se entregaba apasionadamente. Se merecía mucho más que una simple aventura, aunque Gabriel se negaba a calificar su relación de aventura y no le importaba lo que pensaran los demás. Comprobó que la cajita de terciopelo que había escondido en el bolsillo de la americana seguía allí. La idea de tener una relación duradera con alguien siempre le había parecido muy remota, pero ella había cambiado su manera de pensar.
Esa noche le demostraría lo mucho que la amaba. Quería adorarla. Empezaría relajándola con un baño de espuma y un masaje, para que no se sintiera incómoda con su desnudez. Julianne era tímida, pero quería que esa noche se sintiera sexy y deseable. Simon había dejado graves grietas en su confianza. Había llegado a creer incluso que era frígida. Pensaba que era torpe en temas de sexo y tenía miedo de defraudarlo.
Gabriel sabía que convencerla de que nada de eso era cierto llevaría su tiempo, un tiempo que también necesitaría para curarse las heridas. Pero estaba decidido a devolverle la confianza y a conseguir que se viera como la veía él: sexy, atractiva y apasionada.
Sólo lo lograría con paciencia y decisión. Tenía muchas ganas de demostrarle su amor y de poner sus técnicas amatorias a su servicio. Sabía que ella nunca le exigiría nada, lo que hacía que la idea de dárselo todo fuera mucho más satisfactoria.
Si Julianne no fuera tan tímida, le propondría hacer el amor en la terraza. Pensar en su suave y pálida piel brillando a la luz de las estrellas hacía que el corazón se le acelerara y el pantalón le apretara. Pero no creía que fuera buena idea hacer el amor por primera vez al aire libre. Lo último que quería era que se sintiera incómoda.
«Tendremos que volver en otra ocasión», pensó.
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El viernes, el profesor Emerson estaba de mal humor. Llevaba casi una semana sin ver a Julianne y el miércoles había tenido que verla marcharse con Paul al acabar la clase, sin tan siquiera una mirada en su dirección. Tenía que mantenerse a distancia cuando lo que más deseaba en el mundo era tocarla y gritar a los cuatro vientos que era suya. Mientras dormía desnudo en la oscuridad, los demonios habían ido a visitarlo y lo habían torturado con pesadillas, pesadillas que sólo Julianne lograba mantener a raya con su luz; una luz más brillante que la de cualquier estrella. Una estrella de la que pronto iba a tener que prescindir.
Sabía que iba a tener que confesarle sus secretos antes de viajar a Florencia. Por eso le molestaba especialmente haber pasado solo la que probablemente sería su última semana juntos. Había hecho reservas para dos personas, pero no estaba muy seguro de que Julia finalmente lo acompañara. Por eso había contratado un seguro de cancelación. Temía el momento en que sus grandes e inocentes ojos se oscurecieran y le dijeran que no era digno de ella. Pero por mucho que lo temiera, no iba a permitir que le entregara su inocencia a un demonio sin conocer todos los datos. No sería Cupido ni permitiría que ella fuera su Psique.
Eso sí sería auténticamente demoníaco.
Por consiguiente, cuando el viernes por la noche ella fue a cenar a su casa, la recibió con frialdad, le dio un fraternal beso en la frente y se hizo a un lado, indicándole que pasara.
«Abandonad toda esperanza», pensó.
Julia se dio cuenta en seguida de que algo iba mal y no sólo por las notas de Madama Butterfly que le llegaron desde el salón. Normalmente, Gabriel la recibía con un abrazo y varios besos apasionados antes de ayudarla a quitarse el abrigo. Pero esta vez permanecía inmóvil, esperando a que ella hablara, sin apenas mirarla.
—¿Gabriel? —Julia le tocó la mejilla—. ¿Pasa algo?
—No —mintió él, apartando la cara—. ¿Te sirvo una copa?
Resistiendo el impulso de insistir, le pidió una copa de vino. Esperaba que estuviera más hablador durante la cena.
Pero no fue así. Le sirvió la cena en silencio y, cuando Julia trató de sacar algún tema de conversación mientras comían el rosbif,
respondió con monosílabos. Ella le contó que había acabado todos los trabajos del semestre y que Katherine Picton le había confirmado que le daría la nota antes del 8 de diciembre, pero Gabriel se limitó a asentir, sin apartar la vista de la copa de vino, que pronto estaría vacía.
Julia nunca lo había visto beber tanto. La noche que lo rescató de Lobby ya estaba borracho cuando ella llegó. Esa noche era muy distinto. No estaba contento ni coqueteaba, se lo veía atormentado. Con cada nueva copa de vino que vaciaba, Julia se preocupaba más. Pero cada vez que abría la boca para decirle algo, él la miraba con tanta tristeza que no se atrevía. Estaba más frío y distante por momentos y, cuando le sirvió la tarta de manzana casera que había preparado la asistenta, Julia la apartó bruscamente y le exigió que hiciera callar a Maria Callas para que pudieran hablar.
Gabriel la miró sorprendido ya que la tarta —y la Butterfly— eran la culminación de la cena. De su Última Cena.
—¿Por qué? No pasa nada —refunfuñó, acercándose al equipo de música para quitar la ópera.
—Gabriel, no me mientas. Es obvio que estás disgustado. Dime lo que pasa, por favor.
Ver a Julianne, a la inocente Julianne, mirarlo con sus enormes ojos castaños y el cejo fruncido, era más de lo que podía soportar.
«¿Por qué tiene que ser tan dulce y generosa? ¿Por qué tiene que ser tan compasiva? ¿Era obligatorio que tuviera una alma tan hermosa?»
La culpabilidad que sentía aumentó. Era una suerte que no la hubiera seducido. El corazón de Julia se curaría antes así que si hubieran tenido relaciones. Sólo llevaban unas cuantas semanas juntos. Las lágrimas pronto se le secarían y podría encontrar un hombre bueno y constante, como Paul.
La idea le provocó náuseas.
Sin una palabra, se acercó al bufet en busca de una licorera y un vaso de cristal. Se sentó y se sirvió dos dedos de whisky escocés. Se bebió la mitad de un sorbo y dejó el vaso en la mesa bruscamente. Esperó a que se aplacara el fuego que le quemaba la garganta. Confiaba en que se le contagiara algo del valor líquido del licor, pero le iba a hacer falta mucho más que eso para calmar el dolor en su corazón.
Respiró hondo.
—Tengo que contarte algunas cosas... cosas desagradables. Sé
que cuando haya terminado, te perderé.
—Gabriel, por favor, yo...
—Déjame hablar —la interrumpió él, pasándose la mano por el pelo—, antes de que pierda el valor.
Cerrando los ojos, volvió a tomar aire. Cuando los abrió, su mirada era la de un dragón herido.
—Estás viendo a un asesino.
Julia oyó las palabras, pero le costó procesarlas. Pensó que lo había entendido mal.
—Y no un asesino cualquiera. Acabé con la vida de un ser inocente. Si puedes soportar estar en la misma habitación que yo durante unos minutos, te contaré cómo pasó. —Como ella no se movió, siguió hablando—: Como sabes, fui a hacer el doctorado a Oxford, al Magdalen College. Lo que no sabes es que allí conocí a una chica americana llamada Paulina.
Julia inspiró bruscamente y Gabriel hizo una pausa. Cada vez que ella había tratado de sacar el tema, él le había dado largas, diciéndole que no suponía una amenaza para ellos, aunque Julia no se lo había creído. Por supuesto que era una amenaza. Paulina se lo había arrebatado en medio de una cena en octubre. Y, antes de salir corriendo, Gabriel, ojeroso y demacrado, había citado a lady Macbeth. Julia sintió un escalofrío.
—Paulina todavía no había acabado la carrera. Era rubia, alta, guapa y majestuosa. Le gustaba contar que estaba emparentada con la aristocracia rusa, como una especie de Anastasia. Nos hicimos amigos y nos veíamos de vez en cuando. No había nada físico entre nosotros. Yo salía con otras chicas y ella estaba enamorada de otro hombre. —Carraspeó nervioso—. Al acabar el curso me trasladé a Harvard. Seguimos en contacto vía correo electrónico durante un año más o menos. Un día me dijo que la habían admitido en Harvard para hacer un curso de posgrado. Quería especializarse en Dostoievski. Estaba buscando un sitio para vivir y le hablé de un apartamento que se alquilaba en mi edificio. En agosto se instaló allí.
Gabriel miró a Julia, que asintió para darle ánimos.
—Ese año fue muy duro para mí. Estaba haciendo la tesis y, además, era ayudante de un profesor muy exigente. Trabajaba muchas horas y apenas podía dormir.
Bajó la vista y empezó a tamborilear en la mesa. Al cabo de un momento, continuó:
—Algunos fines de semana salía con algunos compañeros. A
veces nos metíamos en líos y acabábamos en peleas. —Se rió sin ganas—. No era un modelo de conducta, pero al menos con Simon me sirvió de algo el entrenamiento.
Se echó hacia adelante en la silla y apoyó los codos en las rodillas. Julia se fijó en que movía las piernas nervioso. Con cada nueva frase que decía se inquietaba más, como si se estuviera acercando al abismo en el fondo del cual había escondido su secreto.
—Una noche, alguien me ofreció cocaína. Me pregunté si eso me ayudaría a mantenerme despierto para poder acabar el trabajo pendiente que tenía. Así empezó todo. La usé como estimulante y la alternaba con alcohol. Creí que estar en Harvard me convertía en un consumidor de drogas ocasional y respetable. Creí que sería capaz de controlarlo. —Suspiró y bajó el tono de voz—. Me equivoqué.
»Paulina venía mucho a mi casa. Llamaba sin importarle la hora, porque sabía que siempre estaba despierto. Mientras yo escribía, ella se sentaba en el sofá o preparaba té ruso. Empezó a cocinar para mí. Con el tiempo, le di una llave. La cocaína me quitaba el hambre. Gracias a Paulina, me alimentaba de vez en cuando.
Gabriel siguió hablando, angustiado. La culpabilidad lo arañaba por dentro, tratando de salir al exterior. Al alzar la vista un momento, leyó una pregunta en los ojos de Julia y la respondió:
—Sí, ella sabía que me drogaba. Al principio se lo oculté, pero siempre estaba por allí, así que al final ya lo hacía abiertamente. No le importaba.
Bajó la vista. Parecía avergonzado.
—Paulina se había criado entre algodones. No sabía nada sobre drogas ni muchas otras cosas. Yo la corrompí. Una noche, se desnudó y me propuso que la esnifáramos el uno en el cuerpo del otro. Obviamente, yo no pensaba con claridad y ella... estaba desnuda.
Soltó el aire con fuerza y mantuvo los ojos clavados en las manos, mientras negaba con la cabeza.
—No estoy buscando excusas. Fue culpa mía. Ella era una buena chica, acostumbrada a conseguir lo que quería. Y lo que quería en aquel momento era a mí, el vecino drogadicto.
Al frotarse la barbilla con la mano, Julia se fijó en que no se había afeitado.
Gabriel cambió de postura.
—A la mañana siguiente le dije que había sido un error, que no estaba interesado en tener una relación monógama. La cocaína me hacía desear más sexo que nunca, aunque a veces me provocaba
impotencia. Cosas del karma, supongo. Estaba acostumbrado a estar con una mujer distinta cada fin de semana. Pero cuando le conté todo esto, Paulina me dijo que no le importaba. Daba igual lo que le dijera, o cómo me portara con ella, siempre regresaba. Y las cosas siguieron su camino. Ella se comportaba como si fuera mi novia y yo la usaba para desahogarme cuando no tenía a nadie más a mano. No la quería. Lo único que me importaba en aquella época era yo mismo, las drogas y la maldita tesis.
A Julia se le encogió el corazón. Sabía que a Gabriel nunca le había faltado compañía femenina. Era un hombre guapo y extremadamente sensual. Las mujeres se desvivían tratando de llamar su atención. No es que le hiciera gracia, pero lo había aceptado como parte de su pasado.
Sin embargo, lo de Paulina era distinto. Su intuición se lo dijo la primera vez que oyó su nombre. Aunque no creía que siguieran juntos, lo que le estaba contando no era una aventura de una noche. El espectro de los celos hizo su aparición, cercando el corazón de Julia y estrujándolo con fuerza.
Gabriel se levantó y empezó a caminar por el comedor.
—Las cosas se aceleraron cuando me dijo que estaba embarazada. La acusé de querer atraparme y le dije que se deshiciera del bebé. —La cara se le contrajo de dolor—. Ella se echó a llorar. Me suplicó, me dijo que estaba enamorada de mí desde Oxford y que quería tener a mi hijo. No la escuché. Le tiré dinero a la cara para que pagara el aborto y la eché de casa a patadas.
Gabriel gruñó, pero su gruñido se transformó en un gemido desgarrado que surgía de las profundidades torturadas de su alma. Se frotó los ojos con fuerza.
Julia se cubrió la boca con la mano. No había esperado esa confesión. Pero mientras su mente trataba de procesar todo lo que iba oyendo, las piezas del rompecabezas que era el profesor Emerson empezaron a encajar.
—Durante un tiempo no volví a verla. Supuse que habría abortado. En aquella época estaba tan jodido que ni me molesté en averiguarlo. Un par de meses más tarde, entré en la cocina y me encontré una ecografía pegada en la nevera, con una nota.
Gabriel, echándose hacia atrás en la silla, se sostuvo la cabeza con las manos.
—Había escrito: «Ésta es tu hija, Maia. ¿A que es preciosa?».
No pudo acabar la frase, porque un sollozo se lo impidió.
—Reconocí la línea de su cabeza, la naricita, los brazos y las piernas. Era preciosa. Un bebé diminuto y frágil. Mi niñita. Maia. —Volvió a sollozar—. No lo sabía. No era real. Hasta que vi la ecografía no existió realmente para mí.
No podía parar de llorar.
Al ver las lágrimas que le caían por las mejillas, a Julia se le encogió el corazón. Con los ojos llenos de lágrimas, se levantó para consolarlo, pero él se lo impidió levantando la mano.
—Le dije a Paulina que la ayudaría con el bebé, pero no tenía dinero. Me lo había gastado todo en drogas. De hecho, en aquella época ya estaba endeudado con mi camello. Aun sabiendo todo eso, ella seguía queriéndome. Volvió a instalarse en casa y se pasaba las horas leyendo en mi sofá mientras yo trabajaba en la tesis. Dejó de tomar drogas por el bebé. Yo también lo intenté, pero no lo conseguí. —Levantó la cabeza—. ¿Quieres oír el resto o ya has tenido bastante? ¿Quieres irte ya?
Julia no tuvo que pensarlo. Se levantó y lo abrazó.
—Por supuesto que quiero oír el resto.
Él la abrazó con fuerza durante un instante, pero luego la apartó y se secó las lágrimas. Ella permaneció a su lado, incómoda, mientras Gabriel continuaba su confesión.
—Los padres de Paulina vivían en Minnesota. No eran ricos, pero de vez en cuando le enviaban dinero. Grace también me mandaba dinero cuando se lo pedía. Como podíamos, íbamos saliendo adelante. O, al menos, íbamos retrasando lo inevitable. Pero yo casi todo me lo gastaba en la droga. —Se echó a reír amargamente—. ¿Qué clase de hombre le quita el dinero a una mujer embarazada y se lo gasta en cocaína?
»Una noche de setiembre, salí de marcha. Estuve fuera un par de días y, cuando volví, me desplomé en el sofá. Ni siquiera llegué al dormitorio. Cuando me desperté, con una resaca espantosa, vi sangre en el suelo.
Se cubrió los ojos con las manos, como si tratara de borrar esas imágenes de su mente. Julia contuvo el aliento, a la espera de la siguiente revelación.
—Siguiendo el rastro llegué hasta Paulina, que estaba en medio de un charco de sangre en el suelo del lavabo. Le busqué el pulso, pero no se lo encontré. Pensé que estaba muerta.
Guardó silencio unos minutos.
—Si hubiera ido a verla cuando llegué a casa, habría podido
llamar a una ambulancia. Pero no lo hice. Estaba borracho y colocado y me desplomé en el sofá sin preocuparme de nada ni de nadie. Cuando me dijeron que había perdido el bebé, supe que era culpa mía. Su muerte se habría podido evitar. Era como si lo hubiera matado con mis propias manos.
Levantó las manos y se las miró por delante y por detrás, como si las viera por primera vez.
—Soy un asesino, Julianne. Un adicto y un asesino.
Ella abrió la boca para contradecirlo, pero Gabriel la interrumpió:
—Paulina pasó varias semanas en el hospital, primero con problemas físicos, luego por la depresión. Yo tuve que pedir la baja. Estaba constantemente borracho o colocado y no podía trabajar. Debía miles de dólares a gente muy peligrosa y no sabía de dónde sacar el dinero. Paulina había tratado de suicidarse en el hospital y quería llevarla a una clínica psiquiátrica privada, un lugar donde la trataran bien. Cuando llamé a sus padres para pedirles ayuda, me dijeron que era un desgraciado, que había llevado la deshonra a su familia. Que primero me casara con ella y luego ya hablaríamos.
Gabriel hizo una nueva pausa.
—Lo habría hecho, pero Paulina estaba demasiado alterada como para hablar de nada. Decidí buscar un lugar donde cuidaran de ella y luego suicidarme. Eso solucionaría los problemas de todos.
Le dirigió una mirada fría, muerta.
—Ya ves, Julianne, soy uno de los condenados. Mi depravación y mi indiferencia supusieron la muerte de un bebé inocente y la destrucción de una mujer con un brillante porvenir. Habría sido preferible que me ataran una piedra al cuello y me echaran al mar.
—Fue un accidente —susurró Julia—. No fue culpa tuya.
Él se echó a reír amargamente.
—¿No fue culpa mía acostarme con Paulina y engendrar una hija con ella? ¿No fue culpa mía tratarla como a una puta, engancharla a las drogas y presionarla para que abortara? ¿No fue culpa mía llegar tan colocado a casa que ni me di cuenta de que estaba allí?
Julia le agarró las manos y se las apretó con fuerza.
—Gabriel, escúchame. Tú tuviste mucho que ver, sí, pero no fue culpa tuya. Fue un accidente. Si había mucha sangre es que algo no iba bien en el embarazo. Si no hubieras llamado a la ambulancia cuando lo hiciste, Paulina habría muerto. Tú la salvaste.
Él permaneció con la cabeza baja, pero Julia le sujetó la barbilla y lo obligó a mirarla.
—La salvaste, Gabriel. Y me acabas de decir que querías al bebé. No querías que muriera.
Él se encogió, pero ella no lo soltó.
—No eres un asesino. Fue un trágico accidente.
—No lo entiendes —replicó él, con apatía—. Soy igual que Simon. Él te usó y yo la usé a ella. Hice algo peor que usarla. La traté como si fuera un juguete. Le di drogas cuando debería haber estado cuidándola. ¿Qué clase de demonio soy?
—No te pareces en nada a Simon —exclamó Julia con los dientes apretados—. Él no se arrepiente de nada de lo que me hizo. Si pudiera, volvería a hacer lo mismo. O algo peor.
Respiró hondo y contuvo el aire, que fue expulsando poco a poco.
—Gabriel, has cometido errores y has hecho cosas terribles, pero te has arrepentido. Llevas años pagando por tus errores. ¿No crees que eso es importante?
—Ni todo el oro del mundo puede compensar la pérdida de una vida.
—Una vida que tú no arrebataste —replicó ella, con los ojos encendidos.
Él hundió la cara entre las manos. No era ésa la reacción que había esperado.
«¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué no me ha abandonado todavía?»
Julia dio un paso atrás, sin dejar de observarlo. Las oleadas de desesperación que brotaban de Gabriel eran casi visibles. Se devanó los sesos buscando la manera de alcanzarlo, de llegar a su corazón.
—¿Conoces Los miserables, de Victor Hugo?
—Por supuesto —murmuró él—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—El héroe deja de pecar y hace penitencia. Cuida de una niña como si fuera su hija. Pero durante todo ese tiempo, un policía no deja de perseguirlo, convencido de que no se ha reformado. ¿No preferirías ser el hombre que hace penitencia en vez del policía?
Gabriel no respondió.
—Porque eso es lo que estás diciendo. Que no puedes darte permiso para ser feliz. Que no puedes darte permiso para tener hijos. Crees que has perdido el alma, Gabriel, pero ¿qué me dices de la redención? ¿Y del perdón?
—No los merezco.
—¿Qué pecador los merece? —Julia negó con la cabeza—. Cuando te conté lo que me había pasado a mí, me dijiste que me perdonara y me diera permiso para ser feliz. ¿Por qué no puedes predicar con el ejemplo?
Él bajó la cara.
—Porque tú fuiste la víctima. Yo soy el asesino.
—Aceptemos que sea así. ¿Cuál sería la penitencia adecuada en ese caso? ¿Cómo crees que se haría justicia?
—Ojo por ojo —murmuró.
—Bien. Entiendo que «ojo por ojo» quiere decir que debes salvar la vida de un niño. Si eres responsable de la muerte de un bebé, la justicia reclama que devuelvas una vida. Un donativo en metálico no sirve. Debe ser una vida.
Gabriel permanecía inmóvil, pero Julia sabía que la estaba escuchando.
—Salvaste la vida de Paulina, pero sé que no vas a darte por satisfecho con eso. Así que necesitas salvar la vida de la hija de otro hombre. ¿Te ayudaría eso?
—No devolvería la vida a Maia, pero sería algo. Me convertiría en una persona menos... mala —respondió él, con los hombros hundidos y los brazos apoyados en las rodillas.
El dolor que impregnaba su voz encogió el corazón a Julia, pero no le impidió continuar.
—Vas a tener que encontrar a una niña cuya vida esté en peligro y salvarla. ¿Te serviría eso de expiación?
Gabriel asintió con un gruñido.
Ella se dejó caer de rodillas delante de él y le cogió las manos.
—¿No lo ves, Gabriel? Yo soy esa niña.
Él levantó la cabeza y la miró con los ojos inundados de lágrimas, como si estuviera loca.
—Simon me habría matado. Cuando le pegué, se enfureció tanto que rompió la puerta para vengarse. Aunque hubiera llamado a la policía, no habrían llegado a tiempo. Me habría matado antes de que llegaran.
»Pero tú me salvaste. Lo arrancaste de mi puerta y lo sacaste de la casa. Estoy viva gracias a ti. Soy la niñita de Tom, como él te dijo, y me salvaste la vida.
Gabriel permaneció mudo, se había quedado sin palabras.
—Una vida por una vida, ¿no? Estás convencido de que acabaste con una vida, pero ahora has salvado otra. Tienes que
perdonarte. Tienes que pedirle perdón a Paulina y a Dios, pero, sobre todo, tienes que perdonarte tú.
—No es suficiente —murmuró, con sus grandes ojos tristes, todavía llenos de lágrimas.
—Es verdad que eso no te devolverá a tu hija, pero piensa en el regalo que le has hecho a Tom: le has devuelto a su única hija. Convierte tu deuda en penitencia. No eres un demonio. Eres un ángel. Mi ángel.
Gabriel se la quedó mirando, observando sus ojos, sus labios, su expresión. Luego, le tendió la mano y la sentó en su regazo. La abrazó durante largo rato. Sus lágrimas caían en el hombro de Julia.
—Lo siento —susurró—. Siento haber tardado tanto en decírtelo. Siento que mi historia sea cierta. He matado tu fe en mí. Lo sé.
—Todavía te quiero.
Julia trató de calmarlo murmurándole al oído y dejando que se desahogara. Cuando dejó de llorar, le desabrochó los botones de la camisa rápidamente, antes de que pudiera preguntarle qué estaba haciendo. Abriéndosela, le acarició el tatuaje con los dedos. Luego, muy lentamente, acercó los labios a la boca del dragón y lo besó.
Cuando se echó hacia atrás, Gabriel la estaba mirando asombrado.
Luego, se quitó el pañuelo que le cubría el mordisco y levantándole la mano, se la colocó sobre la marca, que se había curado un poco, pero no del todo.
—Los dos tenemos cicatrices. Y tal vez tengas razón, tal vez nunca desaparezcan. Pero soy tu expiación, Gabriel. Mi vida es tu regalo a un padre que podría haber perdido a su única hija para siempre. Gracias.
—Soy un hipócrita —se lamentó él, con voz ronca—. Le dije a Tom que era un padre terrible. ¿Y yo? ¿Qué clase de padre soy?
—Uno joven e inexperto que no debería haber tomado drogas, pero que quería a Maia. Me lo has dicho.
Sin dejar de abrazarla, Gabriel se estremeció.
—Nada de lo que pueda decir te la devolverá. Pero creo sinceramente que tu hija está en el paraíso con los bienaventurados. Y con Grace. —Julia le secó las lágrimas—. Y estoy segura de que ambas querrían que encontraras el amor y el perdón. Creo que rezan por tu redención. Y que no creen que seas malo.
—¿Cómo puedes estar segura? —susurró él.
—Lo aprendí de ti. El canto treinta y dos de El Paraíso de Dante
describe el lugar especial que Dios reserva a los niños. «De los que son como ellos es el reino de los cielos.» Y en el paraíso sólo hay amor y perdón. No hay odio ni maldad. Sólo paz.
Gabriel la atrajo hacia sí y permanecieron así abrazados largo rato. Julia nunca se habría imaginado que ése fuera su secreto. Aunque le dolía verlo tan triste y melancólico, su sufrimiento era real y no podían obviarlo.
Ella nunca había amado a un niño que hubiera muerto. No podía hacerse una idea exacta de su dolor, pero igualmente se sentía llena de compasión hacia él. Tenía una gran necesidad de ayudarlo a reconocer su valía. Ayudarlo a aceptar que era un ser digno de ser amado, a pesar de los pecados que hubiera cometido en el pasado. Sentada en su regazo, con la blusa aún húmeda por sus lágrimas, Gabriel Emerson se le presentó con mucha más claridad. En muchos aspectos, seguía siendo un niño pequeño, un niño que tenía miedo de que no le perdonaran sus errores. Y de que no lo amaran por culpa de éstos.
Pero ella lo seguía amando.
—Gabriel, no puedes estar cómodo en esta silla.
Él le dio la razón, asintiendo contra su hombro.
—Ven. —Levantándose, le dio la mano para que la siguiera. Lo condujo hasta el sofá y lo animó a sentarse, mientras ella encendía la chimenea a gas.
Gabriel se quitó los zapatos y Julia le dijo que se tumbara, apoyándole la cabeza en su regazo. Tras acariciarle las cejas con un dedo, le pasó los dedos por el pelo hasta que él cerró los ojos.
—¿Dónde está Paulina ahora?
—En Boston. Cuando cobré la herencia, abrí un fondo de inversión a su nombre y le compré un piso. Ha estado en un centro de rehabilitación un par de veces, pero básicamente está bien cuidada. Volvió a Harvard hace un par de años, aunque se lo está tomando con calma.
—¿Qué pasó la noche que llamó mientras cenábamos?
Gabriel la miró confuso, hasta que recordó la noche en cuestión.
—Me había olvidado de que oíste esa conversación. Había bebido y tuvo un accidente de coche. Estaba histérica y pensé que iba a tener que coger un avión hasta allí. Sólo me llama cuando se mete en líos. O cuando quiere algo.
—¿Y qué pasó?
—Hice la maleta, pero antes de salir hacia el aeropuerto, llamé a
mi abogado en Boston. Fue a verla al hospital y me dijo que no estaba tan grave como me había hecho creer. Pero un par de días más tarde la acusaron de conducción temeraria y tuve que contratar a un abogado especialista para que la defendiera. Últimamente ha estado bastante tranquila, pero de vez en cuando tiene alguna crisis.
Tal vez fue el brillo de las llamas, o la tensión de haberle revelado su secreto más oscuro, pero en ese momento Gabriel le pareció viejo y cansado para tener sólo treinta y pocos años.
—¿La amas?
Él negó con la cabeza.
—Siento algo por ella, pero no lo definiría como amor. Por mucho que me avergüence admitirlo, su presencia y su contacto nunca me resultaron familiares. Pero no podía abandonarla. Y menos aún cuando su familia le dio la espalda. Yo fui el causante de sus problemas. Por mi culpa, tal vez no pueda volver a tener hijos.
Gabriel se estremeció.
—¿Por eso decidiste no tenerlos tú?
—Ojo por ojo, ¿recuerdas? Cuando me lo confesó entre lágrimas, tomé la decisión. Me costó encontrar a un médico que accediera a hacer la operación. Todos me decían que era muy joven y que cambiaría de idea. Pero finalmente encontré a uno. Curiosamente, en aquel momento fue un consuelo.
Levantando el brazo, Gabriel le acarició la mejilla.
—Le hablé a Paulina de ti. Siempre ha sido una mujer celosa, pero sabe que no puedo darle lo que quiere. Nuestra relación es... complicada. Siempre formará parte de mi vida, Julianne. Quiero que te quede claro. Siempre y cuando sigamos...
Ella lo besó en los labios.
—Por supuesto que seguiremos juntos. La ayudas cuando tiene problemas. Es lo correcto. Me parece muy noble por tu parte.
—Créeme, Julianne, yo no me definiría como una persona noble.
—¿Me... me puedes contar lo del tatuaje?
Él se sentó en el sofá y acabó de quitarse la camisa, que tiró sobre la alfombra persa. Volviendo a apoyar la cabeza en el regazo de Julia, la miró a los ojos, los suyos llenos de preocupación y resignados.
—Me lo hice en Boston, cuando salí de rehabilitación.
Julia volvió a besar el dragón con delicadeza.
Gabriel inspiró hondo al notar el contacto de sus labios contra la piel desnuda.
Ella le acarició el pelo para que se relajara.
—¿Qué representa el dragón?
—Soy yo, o las drogas. O las dos cosas. El corazón es el mío y está roto, obviamente. Maia siempre estará en mi corazón. Me imagino que te parecerá horrible que tenga algo tan macabro y feo en mi cuerpo de manera permanente.
—No, Gabriel, no me lo parece. Es... un memorial.
—Paulina estaba embarazada de unos cinco meses cuando perdió el bebé. Estaba destrozada, igual que yo, y no celebramos ningún funeral. Hace un par de años, mandé erigir una lapida en Boston en memoria de la niña. —Llevándose la mano de Julia a la boca, la besó—. Pero no está enterrada allí —añadió, con voz torturada.
—No lo estaría aunque las cosas hubieran sido distintas. Está con Grace, Gabriel.
Él la miró con agradecimiento, mientras los ojos volvían a llenársele de lágrimas.
—Muchas gracias —susurró, besándole la mano una vez más—. Mandé colocar un ángel de piedra a cada lado de la lápida. Quería que fuera bonita.
—Estoy segura de que es preciosa.
—Tú has recibido parte de su legado.
Julia lo miró sin comprender.
—La beca de estudios lleva su nombre: Maia Paulina Emerson.
Julia se secó una lágrima.
—Siento haber tratado de devolverla. No lo sabía.
Gabriel se incorporó y le besó la nariz.
—Lo sé, amor mío. En aquel momento no me sentía preparado para explicarte su trascendencia. Sólo quería que la tuvieras. No había encontrado a nadie que fuera digno de ella —añadió, con otro beso suave.
—Le pregunté a Rachel por la beca. Ella no sabía nada.
—Nadie sabe nada de Maia ni de Paulina, excepto Richard. Grace también lo sabía. Me sentía tan avergonzado... Pensamos que Rachel y Scott ya tenían bastante con estar enterados de lo de las drogas. Tampoco saben lo del tatuaje. Tú eres la única que me lo ha visto.
Julia le hundió los dedos en el pelo.
—Oír a Puccini al entrar me ha asustado —susurró.
—Me ha parecido una música adecuada.
Ella negó con la cabeza.
—Por la manera en que traté a Paulina. Ella me amó durante años y yo no pude devolverle ese amor. —Gabriel se encogió de hombros y la miró ardientemente—. Nunca te trataría como a una mariposa, ni como a un juguete. Nunca te clavaría en un corcho ni te arrancaría las alas.
Ella lo miró con tristeza.
—Gabriel, por favor. Confío en ti. No eres Pinkerton, lo sé.
Como si quisiera recalcar sus palabras, lo besó. Gabriel retuvo su boca hasta que ella tuvo que apartarse para respirar.
—No te merezco —susurró él.
—Tal vez. Tal vez no nos merezcamos el uno al otro. Pero puedo elegir a quien quiero amar. Y te he elegido a ti.
Gabriel frunció el cejo, como si le costara creerlo.
—Por favor, deja que te ame. —La voz de Julia se quebró al decir las últimas palabras.
—Como si pudiera plantearme una vida sin ti.
Gabriel la atrajo hacia él, uniéndolos con la fuerza de la desesperación de su alma torturada.
Julia le devolvió su pasión con la misma intensidad, dando y recibiendo amor del hombre que descansaba la cabeza en su regazo. Gabriel le sujetó las muñecas y le besó las venas azuladas con la boca abierta, succionándolas con delicadeza.
—Perdóname Julianne, pero te necesito. Mi dulce, dulce, Julianne. Te necesito tanto... —le suplicó con voz ronca y los ojos como hogueras azules.
Sin darse cuenta de lo que estaba pasando, Julia se encontró con que Gabriel se había sentado en el sofá y que ella estaba sentada encima de él, a horcajadas. Tenían los torsos muy juntos y las manos de él la acariciaban, resiguiendo las curvas de su trasero por encima de los pantalones de lana.
De algún lugar de su mente le llegó el recuerdo de una de las fotografías en blanco y negro que decoraban la habitación de Gabriel. En ese instante, reconoció la belleza de la pasión que retrataban, desde la óptica no del espectador, sino de los protagonistas.
Lo que sentía era la fuerza del deseo, de la necesidad, de la desesperación y de un amor incondicional y muy profundo, que se había liberado al contarse sus secretos más ocultos y oscuros.
Gabriel sintió el amor de Julia en sus besos, en sus abrazos, en cómo le acariciaba la nuca, la superficie del tatuaje y le besaba el
pecho con la boca abierta. Sabía que se lo daría todo. Haría cualquier cosa para librarlo del dolor, incluso ofrecerle su cuerpo.
«El sacrificio de Isaac.»
Con dedos temblorosos, ella se desabrochó los botones de la blusa y la dejó caer por los brazos. El grito ahogado de Gabriel fue un eco del sonido de la seda deslizándose hacia el suelo.
Julia era su redención.
32
Julia se despertó a la mañana siguiente desnuda.
O eso le pareció.
Estaban en la cama de Gabriel, con las piernas entrelazadas. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de él y uno de sus brazos alrededor de las caderas.
Recorrió la espalda de él con la mano hasta comprobar que no estaba desnudo. Al bajar la vista, vio que ella llevaba puesto el conjunto rosa de sujetador y braguitas.
En sus sueños, se habían metido en la cama desnudos y habían hecho el amor horas y horas.
Gabriel se había colocado encima de ella y la había capturado con la mirada, como si fuera un imán, mientras la penetraba lentamente hasta que se habían convertido en un solo ser. En un círculo eterno sin principio ni fin. La había adorado con su cuerpo y sus palabras. Había sido más bonito y emotivo que en sus sueños anteriores.
Pero no había sido más que eso. Otro sueño. Suspiró y cerró los ojos, recordando los acontecimientos de la noche anterior. El dolor y el alivio llenaron su corazón. Dolor por la pérdida de Gabriel y por la desesperación que lo torturaba y alivio porque ya no quedaban secretos que se interpusieran entre ellos.
Gabriel murmuró su nombre, mientras los ojos se le movían bajo los párpados muy de prisa. Estaba profundamente dormido. La noche anterior había sido agotadora para él. Se había desmoronado.
Liberándose de su abrazo con mucho cuidado, se levantó para ir al baño.
Al mirarse en el espejo, vio que tenía el pelo alborotado, el rímel corrido y los labios hinchados por los besos. Él le había dejado varias marcas en el cuello y el pecho, muy ligeras, que no le dolían en absoluto. Había sido un amante considerado pero entusiasta.
Se lavó la cara y se cepilló el pelo, recogiéndoselo en una cola alta. En vez del albornoz lila, se puso provocativamente una camisa de Gabriel. Recogió el Globe and Mail del rellano y saludó con la mano al nervioso vecino, que la miró boquiabierto con sus gafas sin montura, antes de desaparecer en su casa como un ratón asustado.
No estaba acostumbrado a ver tanta belleza tan temprano.
Además, llevaba sólo unos pantalones de pijama con dibujos de Superman.
Cuando Julia entró en la cocina, se la encontró hecha un desastre, ya que la noche anterior habían estado demasiado distraídos como para ocuparse de temas tan prosaicos. Tras darse el lujo de disfrutar de un trozo de tarta de manzana con queso cheddar de Vermont, se dedicó a devolver al apartamento de Gabriel su esplendor inicial. Le llevó más rato del que había previsto.
Cuando la cocina estuvo inmaculada y, en vista de que él seguía durmiendo, se sirvió una gran taza de café y se sentó a leer el periódico en la butaca frente al fuego. La imagen de su blusa tirada en el suelo junto a la camisa Oxford de Gabriel la hizo ruborizarse y sonreír al mismo tiempo.
«Por desgracia, eso es más de lo que podemos hacer tú o yo», pensó, recordando el poema sobre la pulga.
Gabriel se había detenido. Ella se habría entregado gustosa a él porque lo amaba. Para Julia, no se trataba de saber si se entregaría a él, sino sólo de cuándo. Pero Gabriel había murmurado algo ininteligible contra su pecho desnudo y se había detenido.
Tenía tanto miedo de que ella lo abandonara cuando descubriera su relación con Paulina y la trágica pérdida de su hija. Pero su confesión, lejos de apartarlos, los había unido aún más. Al menos, Julia había logrado convencerlo de eso.
«Y tal vez, dentro de tres días, estaremos tan unidos como puede estarlo una pareja.»
Faltaban dos días para que salieran de viaje hacia Italia y ella lo acompañaría a la conferencia como su novia. Y cuando su estancia en Florencia llegara a su fin, tal vez pudiesen visitar Venecia o la región de Umbría como amantes.
A pesar de las revelaciones de la noche anterior, se sentía muy cómoda y a gusto en la butaca de Gabriel y con su camisa. Estaba segura de que se pertenecían el uno al otro. Mientras los hados no conspiraran en su contra, serían felices juntos. O eso esperaba. Aunque saber que Paulina tenía la capacidad de poner la vida de Gabriel patas arriba con una simple llamada telefónica no era muy tranquilizador.
Una hora más tarde, él apareció en el salón, rascándose la cabeza y bostezando. El pelo le había quedado disparado en todas direcciones, excepto un rizo perfecto que se había enamorado de su frente. Llevaba unos vaqueros gastados y las gafas, nada más. Ni
siquiera calcetines. (Incluso los pies de Gabriel eran atractivos.)
—Buenos días, amor mío. —Inclinándose hacia ella, le acarició la mejilla y la besó con firmeza—. Me gusta tu ropa —comentó, con la mirada fija en la cantidad generosa de carne que asomaba bajo los faldones de la camisa.
—Y a mí la tuya. Estás tremendamente informal esta mañana, profesor.
Él le dirigió una mirada ardiente.
—Señorita Mitchell, tiene suerte de que haya decidido ponerme algo encima.
Al ver cómo se ruborizaba, se echó a reír y desapareció en la cocina.
«Oh, dioses de las vírgenes que planean acostarse con sus novios que son unos auténticos dioses del sexo —sin intención de blasfemar—, por favor, no permitáis que muera por combustión espontánea cuando por fin me lleve a la cama. Necesito que me dé antes un orgasmo. Al menos uno. Por favor. Por favor.»
Poco después, Gabriel volvió y se sentó en el sofá con una taza de café, rascándose la barba. La miró con el cejo fruncido.
—Estás muy lejos —le dijo, dándose unas palmaditas en la rodilla.
Julia sonrió y se acercó a él, dejando que la guiara, hasta quedar cómodamente sentada en su regazo. Gabriel le rodeó las caderas con un brazo, levantándole la camisa para poder apoyar la mano directamente en sus braguitas.
—¿Y cómo se encuentra la señorita Mitchell esta mañana?
—Cansada —respondió ella con un suspiro—, pero feliz. —Lo miró alarmada—. Si no te parece una falta de respeto.
—No me lo parece. Yo también estoy feliz. Y muy aliviado. —Cerrando los ojos, echó la cabeza hacia atrás y suspiró—. Estaba seguro de que iba a perderte.
—¿Por qué?
—Julianne, si alguien hiciera un análisis de costes y beneficios de mí, llegaría a la conclusión de que soy una inversión de alto riesgo, alto coste y escasos beneficios.
—Tonterías, yo no te veo así.
Él sonrió débilmente.
—Sólo porque eres la compasión personificada. Debo admitir que todavía no conoces mis principales talentos. —Con la voz ronca y los ojos brillantes, añadió—: Aunque ardo en deseos de ponerlos a tu
disposición una y otra vez. Y otra, y otra, ad infinítum, hasta que estés cansada de los dos. Y totalmente, felizmente saciada.
Julia tragó saliva. No fue fácil.
Él la besó en la frente y dejó el café en la mesa auxiliar para poder abrazarla.
—Gracias por quedarte.
—Te quiero, Gabriel. Vas a tener que aceptar que no voy a irme a ninguna parte.
Como respuesta, él la abrazó, pero guardó silencio.
—Y no tienes que conquistarme con tus proezas sexuales. Ya me has conquistado —susurró Julia—. Tu mejor cualidad está en tu corazón, no en otras partes de tu cuerpo. Tu corazón fue el culpable de que me enamorara de ti.
Guardó silencio durante tanto rato, que ella pensó que se había disgustado. O sentido insultado.
«Supongo que no es muy prudente poner en duda las proezas sexuales de un futuro amante antes de haber tenido la oportunidad de probarlas.» Abrió la boca para disculparse, pero él la interrumpió levantando la mano.
La besó con decisión, con la boca cerrada, antes de empezar a tirar de su labio inferior, a juguetear con su lengua y a acariciarla con la suya.
Cuando dejó de besarla, la abrazó y le susurró al oído:
—Me desarmas. No puedo ocultarte nada. Eres la única persona que me sigue queriendo a pesar de todos mis defectos. Sólo tú, mi amor.
Julia se había dado cuenta de que Gabriel usaba la sexualidad como un escudo para protegerse del amor y de la auténtica intimidad. Su confesión no hizo más que confirmar lo solo que debía de haberse sentido los últimos años. Solo como cuando su madre lo había ignorado o durante la difícil adaptación a ser un niño adoptado. Si a toda esa soledad le añadía el dolor por la muerte de Maia, el resultado era tan desgarrador que, aunque trató de no llorar, no lo logró.
—Chist, no llores —susurró Gabriel, secándole las lágrimas y besándola en la frente—. Te quiero. No llores por mí.
Ella se acurrucó en sus brazos y trató de reprimir las lágrimas. Él le acarició la espalda suavemente. Cuando se hubo calmado, Julia dijo:
—Te amo, Gabriel. Y creo firmemente que Grace estaría muy orgullosa de ti.
Él frunció el cejo.
—Yo no estoy tan seguro de eso. Aunque sin duda estaría muy orgullosa de ti y de todos tus logros.
Ella sonrió.
—Grace tenía el don de la misericordia.
—Es cierto. Y, curiosamente, uno de sus libros favoritos, A Severe Mercy, trataba de ese tema. Pasó años insistiéndome para que lo leyera. Tengo un ejemplar en el estudio. Tal vez debería leerlo.
—¿De qué va?
—De una pareja joven. El hombre acaba estudiando en Oxford y se convierte en el protegido de C. S. Lewis. Es una historia real.
—Me encantaría ir a Oxford a visitar los lugares donde los Inklings bebían cerveza y escribían sus historias. Katherine Picton habla mucho de Oxford.
Gabriel volvió a besarla en la frente.
—Me encantaría llevarte. Te enseñaré las estatuas del Magdalen College que inspiraron a Lewis para escribir El león, la bruja y el armario. Podemos ir en junio, si quieres.
Julia sonrió y le devolvió el beso.
—Si me prestas el libro de Grace, me lo llevaré a Italia. Será agradable tener lectura durante el viaje.
Con una sonrisa sugerente, él le dio un golpecito con el dedo en la punta de la nariz.
—¿Qué te hace pensar que tendrás tiempo para leer?
Ruborizándose, Julia murmuró una vaga respuesta, pero Gabriel siguió hablando, esta vez mucho más serio.
—Siento haberme detenido tan bruscamente anoche. Sé que no es justo provocarte de esa manera y luego... —Se calló, esperando su reacción.
Ella lo rodeó con los brazos y apretó con fuerza.
—Fue una noche llena de emociones. Me gustó poder estar a tu lado y dormirme entre tus brazos. Sólo quería consolarte. La manera me daba igual. No tienes que disculparte.
Él le sujetó la cara entre las manos.
—Julianne, tu mera presencia me consuela, pero estaba agotado y había bebido demasiado. La receta perfecta para el desastre. —Negó con la cabeza, avergonzado—. No quería que nuestra primera vez estuviera lastrada con los fantasmas de mi pasado. Quiero que vayamos a un lugar donde estemos solos, para que podamos construir nuevos recuerdos. Recuerdos felices.
—Por supuesto. Aunque debo decir que me sentía bastante feliz ayer por la noche, mientras me besabas —bromeó ella, dándole un beso suave, que él le devolvió con entusiasmo.
—¿No estás enfadada?
—Gabriel, eres un caballero y merece la pena esperar por ti. ¿Qué clase de mujer sería si te montara una escena porque decidiste parar? Si la situación hubiera sido al revés, habría confiado en que lo aceptaras sin enfadarte.
Él frunció el cejo.
—Por supuesto. Siempre puedes decirme que pare y no me enfadaré.
—Bueno, pues lo que vale para el ganso vale para la gansa.
—Ah, así que ahora soy un ganso.
—Mejor un ganso que un viejo verde.
—Ah, no, por favor —le suplicó él—. Bromas con la edad, no. Ya me cuesta bastante acostumbrarme a nuestra diferencia.
Ella se echó la coleta hacia atrás.
—Nuestras almas deben de tener la misma edad y, en cualquier caso, ¿quién lleva la cuenta?
Gabriel le dio un tironcito de pelo.
—Eres increíble. Eres inteligente, divertida y, qué demonios, preciosa. Anoche, mientras te besaba los pechos... —Le colocó una mano reverentemente sobre el corazón—. Rivalizas en belleza con la musa de Botticelli.
—¿De Botticelli?
—¿No te has dado cuenta de que en muchas de sus obras aparece la misma mujer? La he elegido como tema para la conferencia en los Uffizi.
Julia le sonrió con dulzura. Imitando su gesto, le colocó la mano sobre el corazón.
—Me muero de ganas.
—Yo también —replicó él, con voz ronca.
Después de una ducha solitaria, a Julia le costó bastante convencer a Gabriel para que la dejara ir de compras sola. Finalmente, tuvo que decirle que quería comprar lencería para que se rindiera.
—Prométeme que te quedarás conmigo hasta que salgamos de viaje.
—Tengo que hacer las maletas. Lo tengo todo en mi apartamento.
—Cuando acabes de comprar, dile al taxista que te lleve a casa,
haz las maletas y vuelve aquí. Tengo que hacer unos recados, pero ya tienes llave, así que no hay problema.
—¿Y qué recados tiene que hacer hoy el profesor Emerson?
Él esbozó una sonrisa seductora y Julia sintió que tenía las braguitas a punto de deslizársele por las caderas y caer al suelo como si tuvieran vida propia.
—Tal vez yo también tengo que ir a hacer unas compras... personales. —Inclinándose hacia ella, le susurró al oído—: Te dije que era un buen amante, Julianne. Confía en mí. Me encargaré de todos los detalles.
Ella se estremeció al sentir su aliento en el cuello, que se le coló bajo el pañuelo que aún llevaba para ocultar el mordisco. No sabía a qué se refería, pero se sintió seducida y hechizada por sus palabras.
La poseía, en cuerpo y alma.
Mientras Julia elegía conjuntos de lencería, le sonó el iPhone. Al mirar la pantalla, vio un mensaje de texto de Gabriel:
¿Qué estás mirando? G.
Ella se echó a reír y tecleó una respuesta:
Cosas diminutas. Julia
Gabriel respondió inmediatamente:
¿Cómo de diminutas? G.
P. D.: Envía fotos.
Julia puso los ojos en blanco.
Demasiado diminutas. Nada de fotos.
Estropearían la sorpresa. Te quiero, Julia
El siguiente mensaje de Gabriel tardó un poco más en llegar.
Cariño, ninguna foto podría estropear la experiencia de verte en toda tu gloria por primera vez. Eres preciosa. Todo mi amor, G.
Julia tecleó rápidamente:
Gracias, Gabriel. Te quiero mucho.
El mensaje de despedida de él le llegó mientras entraba en el probador:
Yo también te quiero mucho, cariño. Diviértete... y vuelve a casa pronto. G.
Los siguientes dos días fueron un torbellino de actividad. Gabriel entregó las notas y completó sus tareas administrativas en la facultad. El semestre llegaba a su fin.
Julia concertó cita en un centro de belleza, aunque, a causa de su bajo umbral de tolerancia al dolor y de su amor por todo lo italiano, declinó educadamente la proposición de la esteticista de que probara una depilación brasileña.
Gabriel había mantenido casi todos los preparativos en secreto para darle una sorpresa, así que una asombrada Julia entró del brazo de él en el Gallery Hotel Art un día de diciembre más cálido de lo normal. El hotel era lujoso, moderno y se encontraba muy cerca del Ponte Vecchio, el puente favorito de ella, a escasos minutos del Ponte Santa Trinitá, que aparecía en el cuadro de Holiday de Dante y Beatriz.
El conserje, Paolo, los saludó inmediatamente. Aunque Gabriel no se había hospedado antes en ese hotel, el dottore Massimo Vitali, director ejecutivo de la Galería de los Uffizi, le había dado instrucciones al hombre para que tratara con la máxima amabilidad al profesor Emerson y a su fidanzata. De hecho, Paolo los acompañó personalmente a la suite del séptimo piso, junto con el botones. Su suite se llamaba Palazzo Vecchio Penthouse.
Cuando los tres hombres se separaron como las aguas del mar Rojo para que Julia entrara en la habitación, ella ahogó una exclamación. Era la habitación más bonita que había visto nunca. El suelo, de madera oscura, contrastaba con las paredes claras. El salón estaba decorado con muebles modernos y elegantes al mismo tiempo. Una puerta corredera de cristal lo separaba del dormitorio.
Éste era espacioso. El sitio de honor lo ocupaba una gran cama ricamente cubierta con sábanas y colcha, todo inmaculadamente blanco. A pocos pasos, otra puerta de cristal daba a la terraza, lo que permitía que la luz del sol se reflejara en la cama. En uno de los
cuartos de baños había una bañera parecida a la del hotel de Filadelfia, mientras que en el otro había una ducha y dos lavabos. Tras una ojeada a la bañera, Gabriel decidió que la estrenaría con Julia esa misma noche.
Pero lo mejor de la suite era la terraza, que ofrecía impresionantes vistas del Duomo, el Palazzo y las colinas cercanas. Julia se imaginó acurrucándose junto a Gabriel en el cómodo futón que había fuera, mirando las estrellas con una copa de chianti en la mano. O tal vez, pensó ruborizándose, haciendo el amor a la luz de las velas bajo aquellas mismas estrellas.
«Orgasmos con Gabriel a la luz de la luna...»
Cuando se quedaron solos, lo abrazó con fuerza y le dio las gracias una y otra vez por haber elegido una habitación tan bonita.
—Todo es poco para ti, mi amor. —Gabriel la besó dulcemente—. Todo es poco.
Nada le habría gustado más que tumbar a Julianne sobre la cama y hacerle el amor inmediatamente, pero sabía que casi no había dormido en el avión y que estaba cansada. Mientras trataba de besarla, a ella se le escapó un bostezo y él se echó a reír.
—Tendría que pasarme por los Uffizi. ¿Te importa si te dejo aquí sola? Puedes dormir la siesta o, si lo prefieres, puedo llamar a recepción para que te den un masaje.
Los ojos de Julia se iluminaron al oír la palabra «masaje», pero sabía que tenía demasiado sueño para disfrutarlo.
—Lo de la siesta suena muy bien. Sé que no es la mejor manera de superar el jet lag, pero seré una compañía mucho más agradable durante la cena y... bueno, luego, si puedo dormir un poco...
Se ruborizó.
Gabriel le acarició la mandíbula con un dedo.
—Sólo te lo diré una vez, Julianne: no hay prisa. Podemos dedicar la noche a descansar. Aunque me gustaría que probáramos la bañera. Juntos —añadió, con una media sonrisa seductora.
—Me encantaría.
Él le besó la punta de la nariz.
—He encargado algunos productos de la Farmacia di Santa Maria Novella. Mira a ver si alguno te gusta y lo usaremos. Mientras tanto, reservaré mesa para cenar a las nueve o nueve y media.
—Perfecto. ¿Adónde iremos?
Él le dedicó una sonrisa radiante.
—Al Palazzo dell’Arte dei Giudici. ¿Lo conoces?
—He pasado por delante, pero no he entrado nunca. No sabía que hubiera un restaurante dentro.
—Tengo muchas ganas de enseñártelo. —Llevándose la mano de Julia a los labios, la besó—. He encargado una cesta de fruta y unas cuantas botellas de agua mineral. Pide lo que quieras. —Riéndose, añadió—: Pero el champán guárdalo para cuando vuelva. Nos lo tomaremos en la bañera.
Ella bajó la vista.
—Me estás malcriando.
Él le levantó la barbilla con un dedo.
—No, cariño, no te malcrío; sólo te trato como te mereces. Llevas toda la vida rodeada de idiotas. Yo, el peor de todos.
—Gabriel, eres muchas cosas, pero no eres idiota.
Poniéndose de puntillas, le dio un suave beso en los labios antes de desaparecer en el cuarto de baño para darse una ducha.
Varias horas más tarde, Gabriel regresó de una cordial reunión con su amigo Massimo Vitali.
Mientras tomaban café expreso, hablaron de la conferencia del día siguiente y de los planes para el banquete que se serviría en su honor al terminar, en la misma Galería de los Uffizi. Gabriel se sentía muy agradecido, más por Julia que por él. Se imaginaba que le encantaría participar en un acto tan festivo en su museo de arte favorito.
Al regresar a la suite, Gabriel la encontró dormida en el centro mismo de la cama, con un pijama de raso color champán. Tenía el pelo suelto alrededor de la cabeza, como un halo color caoba. Parecía una bella durmiente.
Tras observarla dormir unos segundos, la besó en la mejilla. Al ver que no se movía, se sirvió una copa y se sentó en la terraza. Era agradable tener un momento para él, para planificar y soñar con los días que tenían por delante. Tenía la sensación de que alguien lo había liberado de la pesada carga que había llevado sobre los hombros. Julia conocía la verdad sobre Paulina y Maia y lo seguía amando. Se habían librado del comité de la universidad tras sobrevivir a un semestre académico juntos. Tenía muchas cosas por las que dar gracias. Sobre todo, por tener a su Julianne para él solo durante dos semanas.
«Julia no es de esas chicas a las que uno deja tiradas después de follársela. Es de las chicas con las que uno se casa.» Las palabras de Scott le vinieron a la mente.
Scott tenía razón. Julianne era especial. Era una mujer hermosa, inteligente y compasiva, que amaba y se entregaba apasionadamente. Se merecía mucho más que una simple aventura, aunque Gabriel se negaba a calificar su relación de aventura y no le importaba lo que pensaran los demás. Comprobó que la cajita de terciopelo que había escondido en el bolsillo de la americana seguía allí. La idea de tener una relación duradera con alguien siempre le había parecido muy remota, pero ella había cambiado su manera de pensar.
Esa noche le demostraría lo mucho que la amaba. Quería adorarla. Empezaría relajándola con un baño de espuma y un masaje, para que no se sintiera incómoda con su desnudez. Julianne era tímida, pero quería que esa noche se sintiera sexy y deseable. Simon había dejado graves grietas en su confianza. Había llegado a creer incluso que era frígida. Pensaba que era torpe en temas de sexo y tenía miedo de defraudarlo.
Gabriel sabía que convencerla de que nada de eso era cierto llevaría su tiempo, un tiempo que también necesitaría para curarse las heridas. Pero estaba decidido a devolverle la confianza y a conseguir que se viera como la veía él: sexy, atractiva y apasionada.
Sólo lo lograría con paciencia y decisión. Tenía muchas ganas de demostrarle su amor y de poner sus técnicas amatorias a su servicio. Sabía que ella nunca le exigiría nada, lo que hacía que la idea de dárselo todo fuera mucho más satisfactoria.
Si Julianne no fuera tan tímida, le propondría hacer el amor en la terraza. Pensar en su suave y pálida piel brillando a la luz de las estrellas hacía que el corazón se le acelerara y el pantalón le apretara. Pero no creía que fuera buena idea hacer el amor por primera vez al aire libre. Lo último que quería era que se sintiera incómoda.
«Tendremos que volver en otra ocasión», pensó.
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