Cuando llego a Madrid, nadie sabe
de mi llegada. Nadie me recibe. No he llamado a nadie. Contrato una furgoneta
en el aeropuerto y meto todas mis cajas en ella. Cuando salgo de la T-4 intento
sonreír. ¡Vuelvo a estar en Madrid!
Pongo la radio, y las voces de
Andy y Lucas cantan:
Te entregaré un
cielo lleno de estrellas, intentaré darte una vida entera
en la que tú
seas tan feliz, muy cerquita estés de mí.
Quiero que
sepas..., lelelele.
Intento cantar, pero mi voz está
apagada. No puedo hacerlo. Simplemente soy incapaz. Cuando llego a mi barrio,
la alegría me inunda, aunque luego, cuando tengo que ocuparme de las veinte
cajas yo solita, la alegría se convierte en mala leche. ¿He metido piedras?
Una vez que acabo, cierro la
puerta de mi casa y me siento en el sofá. De vuelta en el hogar. Levanto el
teléfono decidida a llamar a mi hermana. Al final, lo cuelgo. No me apetece dar
explicaciones todavía, y mi hermana será un hueso duro de roer. Enchufo el
frigorífico y bajo a comprar algo de comida al Mercadona. Cuando regreso y
coloco lo que he comprado, la soledad me come. Me carcome.
Tengo que llamar a mi hermana y a
mi padre.
Lo pienso, lo pienso, lo pienso.
Al final decido comenzar por mi hermana y, como era de esperar, a los diez
minutos de colgar la tengo en la puerta de mi casa. Cuando abre con su llave,
estoy sentada en el sofá y, al verme, murmura:
—Cuchuuuuuu, pero ¿qué te ha
pasado, cariño?
Ver a mi hermana, su embarazo y
su mirada es el colmo de todo, y cuando me abraza lloro, lloro y lloro. Me tiro
llorando dos horas en las que ella me acuna y me dice una y otra vez que no me
preocupe por nada. Que haga lo que haga estará bien. Cuando me tranquilizo, la
miro y pregunto:
—¿Dónde está Luz?
—En casa de su amiga. No le he
dicho que estás aquí o ya sabes...
Eso me hace sonreír y murmuro:
—No le digas nada. Mañana me
quiero ir a Jerez a ver a papá. Cuando regrese la visitaré, ¿vale?
—Vale.
Con mimo le paso la mano por su
abultada barriga, y antes de que yo pueda decir nada, suelta:
—Jesús y yo nos estamos
separando.
Sorprendida, la miro. ¿He oído
bien? Y con una frialdad que no sabía que existía en mi hermana, me explica:
—Le dije a papá y a Eric que no
te dijeran nada por no preocuparte. Pero ahora que estás aquí, creo que lo
tienes que saber.
—¡¿Eric?!
—Sí, cuchu..., y...
—¿Eric lo sabía? —grito,
descolocada.
Mi hermana, que no entiende nada,
me toma las manos y murmura:
—Sí, cariño. Pero le prohibí que
te lo contara. No vayas a enfadarte con él por eso.
No doy crédito. ¡No doy crédito!
Él se enfada conmigo porque le
oculto cosas cuando él me las esconde también, ¿increíble?
Cierro los ojos. Intento
tranquilizarme. Mi hermana tiene un problemón, e intentando olvidarme de Eric y
nuestros problemas, pregunto:
—Pero... Pero ¿qué ha pasado?
—Me la estaba pegando con medio
Madrid —afirma tan fresca—. Ya te lo dije hace tiempo, aunque no me creyeras.
Durante horas hablamos. Esta
noticia me ha dejado totalmente noqueada. No me esperaba esa traición por parte
del tonto de mi cuñado. ¡Para que te fíes de los tontos...! Pero lo que me
tiene totalmente sin palabras es mi hermana. Ella, que es tan llorona, de
pronto está centrada y tranquila. ¿Será el embarazo?
—¿Y Luz? ¿Cómo lo lleva ella?
Mueve la cabeza con resignación.
—Bien. Ella lo lleva bien. Se
disgustó mucho cuando le dije que me iba a separar de su padre, pero, desde que
Jesús se fue hace mes y medio de casa, la veo feliz y me lo demuestra todos los
días cuando la veo sonreír.
Hablamos, hablamos y hablamos, y
tras comprobar por mí misma lo fuerte que es mi hermana y, en especial, que
está bien a pesar del disgusto y el embarazo, pregunto:
—¿Mi coche está en el parking?
—Sí, cielo. Funciona de maravilla.
Lo he estado utilizando yo estos meses.
Asiento. Me retiro el pelo de la
cara, y entonces, susurra:
—No me cuentes lo que ha pasado
con Eric. No quiero saberlo. Yo sólo necesito saber que tú estás bien.
Agradezco que diga eso y,
mirándola, afirmo como puedo:
—Lo estoy, Raquel. Estoy bien.
Nos volvemos a abrazar y me
siento en casa. Cuando esa noche se va y me quedo sola por fin puedo respirar.
Me he desahogado. He llorado como deseaba y me siento mucho mejor. Aunque estoy
más enfadada con Eric. ¿Cómo ha podido ocultarme algo así?
Decido no llamar a mi padre. Voy
a sorprenderlo. A las siete de la mañana me levanto y voy al garaje. Miro a mi Leoncito
y sonrío. ¡Qué bonito es! Tras meterme en él arranco y pongo dirección a
Jerez. En el camino, tengo momentitos para todo. Para la risa. Para el llanto.
Para cantar o para maldecir y acordarme de todos los antepasados de Eric.
Al llegar a Jerez voy directa al
taller de papá. Cuando aparco el coche en la puerta lo veo hablando con dos
amigos suyos y, de pronto, al verme, se paraliza. Sonríe, y corre
hacia mí para abrazarme. Su
abrazo candoroso me hace saber que me va a mimar y, cuando nos separamos, mira
alrededor y pregunta:
—¿Dónde está Eric?
No contesto. Los ojos se me
llenan de lágrimas y al ver mi gesto susurra:
—¡Oh, morenita! ¿Qué ha pasado,
mi vida?
Conteniendo el llanto, lo vuelvo
a abrazar. Necesito los mimos de mi papi.
Esa noche, después de cenar,
estoy mirando las estrellas cuando mi padre se sienta en el sofá?
—¿Por qué no me dijiste lo de
Raquel y Jesús? —le preguntó con tristeza.
—Tu hermana no quería
preocuparte. Ella lo habló con Eric y le pidió que no te lo contara.
—¡Vaya, qué bien! —siseo deseosa
de arrancarle la cabeza a Eric por ser tan falso conmigo.
—Escucha, morenita, tu hermana
sabía que si te decía algo, vendrías a Madrid. Sólo hice lo que ella me pidió.
Pero, tranquila, ella está bien.
—Lo sé, papá, lo he visto con mis
propios ojos y me ha dejado sin palabras.
Mi padre asiente.
—Me entristece mucho lo que ha
ocurrido, pero si Jesús no valoraba a mi niña como debía hacerlo, mejor que la
deje en paz. ¡Menudo sinvergüenza! —cuchichea—. Con suerte, mi niña encontrará
un hombre que la valore, la quiera y, sobre todo, haga que vuelva a sonreír.
Con una dulce sonrisa, lo miro.
Papá es un romántico empedernido.
—Raquel es un bombón de mujer
—prosigue, y yo sonrío—. ¡Ojú, morenita!, sinceramente, no me esperaba
que Jesús pudiera hacer lo que ha hecho. Ha jugado con los sentimientos de mi
niña y mi nietecilla, y eso no se lo voy a perdonar.
Asiento, y mientras abro la lata
de coca-cola que ha dejado delante de mí, pregunta:
—Y tú, ¿me vas a contar qué ha
pasado con Eric?
Me siento junto a él y, tras dar
un trago, murmuro:
—Somos incompatibles, papá.
Menea la cabeza y cuchichea:
—Ya sabes, tesoro, que los polos
opuestos se atraen. Y antes de que digas nada, vosotros no sois Jesús y Raquel.
No tenéis nada que ver con ellos. Pero déjame decirte que cuando estuve para tu
cumpleaños os vi muy bien. Te vi feliz, y a Eric, totalmente enamorado de ti. ¿Por
qué de pronto esto?
Espera una explicación, y hasta
que la consiga no va a parar, por lo que, dispuesta a darla, musito:
—Papá, cuando Eric y yo retomamos
nuestra relación, nos prometimos que nunca nos ocultaríamos cosas y seríamos
sinceros al cien por cien. Pero yo no he cumplido la promesa, aunque por lo que
veo él tampoco.
—¿Tú no la has cumplido?
—No, papá...Yo...
Se lo cuento todo: lo del curso
de paracaidismo de Marta y Sonia, lo de la moto, mis salidas con Jurgen y sus
amigos, enseñar a Flyn a montar en skate y patines, la caída del pequeño
y que le sobé el morro a una ex de Eric que nos hacía la vida imposible.
Con los ojos como platos, mi
padre me escucha y murmura:
—¿Que tú pegaste a una mujer?
—Sí, papá. Se lo merecía.
—Pero, hija, ¡eso es horrible!
Una señorita como tú no hace esas cosas.
Cabeceo. Asiento y aseguro
convencida de que lo volvería a hacer.
—Simplemente le di su merecido
por perra.
—Morenita, ¿quieres que te lave
la boca con jabón?
Me entra la risa al escucharlo y
él al final se ríe. No es para menos, y dándome unos toquecitos en la mano, me
recuerda:
—Yo no te enseñé a comportarte
así.
—Lo sé, papá, pero ¿qué querías
que hiciera? Ella me ha provocado, y ya sabes que soy demasiado impulsiva.
Divertido, da un trago a su
cerveza y señala:.
—Vale, hija. Entiendo que lo
hicieras, pero oye ¡que no se vuelva a repetir! Nunca has sido una camorrista y
no quiero que lo seas.
Sus palabras me hacen reír, lo
abrazo y susurra en mi oreja:
—¿Conoces el dicho «si tienes un
pájaro debes dejarlo volar»? Si vuelve, es tuyo; si no, es que nunca te
perteneció. Eric regresará. Ya lo verás, morenita.
No contesto. No tengo fuerzas
para responder ni pensar en refranes.
A la mañana siguiente arranco mi
moto y me desfogo saltando como un kamikaze por los campos de Jerez. Es mi
mejor medicina. Arriesgo, arriesgo y arriesgo y, al final, me caigo. Pedazo de
leñazo que me meto. En el suelo pienso en cómo Eric se preocuparía por mi caída
y, cuando me levanto, toco mi dolorido trasero y maldigo.
Por la tarde, mientras estoy
viendo la televisión, me suena el móvil. Es Fernando. Su padre, el Bicharrón,
le ha contado que estoy en Jerez sin Eric y se preocupa por mí. Dos días
después, aparece por Jerez. Cuando me ve nos abrazamos y me invita a comer.
Hablamos. Le comento que Eric y yo hemos roto, y sonríe. El muy idiota sonríe y
me dice:
—Ese alemán no te va a dejar
escapar.
Sin querer hablar más del tema le
pregunto por su vida y me sorprendo cuando me cuenta que está saliendo con una
chica de Valencia. Me alegro por él y más cuando me confiesa que está total y
completamente colgado por ella. Eso me encanta. Quiero verlo feliz.
Los días pasan y mi humor tan
pronto es alegre como depresivo. Echo en falta a Eric. No se ha puesto en
contacto conmigo, y eso es una novedad. Lo quiero. Lo quiero demasiado como
para olvidarlo tan pronto. Por las noches, cuando estoy en la cama cierro los
ojos y casi lo siento a mi lado mientras en el iPod escucho las canciones que
he disfrutado a su lado. Mi nivel de masoquismo sube por días. Me he traído una
camiseta suya y la huelo. Su olor me encanta. Necesito olerlo para dormir. Es
una mala costumbre, pero no me importa. Es mi mala costumbre.
Cuando llevo una semana en Jerez,
llamo a Sonia a Alemania. La mujer se pone muy contenta al recibir mi llamada,
y yo me sorprendo cuando sé que Flyn está allí con ella. Eric está de viaje.
Estoy tentada de preguntar si es a Londres, pero decido que no. Bastante me
martirizo. Durante un buen rato hablo con el crío. Ninguno de los dos
mencionamos a su tío, y cuando el teléfono lo vuelve a coger Sonia, murmura:
—¿Estás bien, tesoro?
—Sí. Estoy con mi padre en Jerez
y aquí me mima como necesito.
Sonia sonríe y cuchichea:
—Sé que no lo quieres escuchar,
pero te lo voy a decir: está insoportable. Ese hijo mío, con ese carácter que
se gasta, es intratable.
Sonrío con tristeza. Imagino cómo
está. Sonia murmura:
—No dice nada, pero te añora
mucho. Lo sé. Soy su madre y, aunque no me lo dice ni se deja mimar, lo sé.
Hablamos durante quince minutos.
Antes de colgar le pido que por favor no le digan a Eric que yo he llamado. No
quiero que piense que le quiero poner en contra de su familia.
Tras diez días en Jerez con mi
padre y sentir su calorcito y su amor, decido regresar a Madrid. Él viaja
conmigo. Quiere ver a mi hermana y comprobar que ambas estamos bien. Lo primero
que hacemos nada más llegar es ir a ver a mi sobrina. La pequeña al verme me
abraza y me come a besos, pero rápidamente pregunta por su tito Eric.
Después de comer, y tras el acoso
y derribo de mi sobrina preguntando por su tito, decido hablar con ella a
solas. No sé cómo le puede afectar la separación de su madre y ahora la mía.
Cuando nos quedamos a solas me pregunta por el chino. Le regaño por no llamar a
Flyn por su nombre, aunque, cuando no me ve, me río. Esta niña es tremenda.
Cuando le cuento que Eric y yo ya no estamos juntos, protesta y se enfada. Ella
quiere a su tito Eric. La mimo e intento hacerle entender que Eric la sigue
queriendo, y al final asiente. Pero de pronto me mira a los ojos y me pregunta:
—Tita, ¿por qué mis padres ya no
se quieren?
¡Vaya preguntita! ¿Qué le
respondo?
Pero mientras le peino su bonito
pelo oscuro, contesto:
—Tus papis se van a querer toda
la vida. Lo que pasa es que se han dado cuenta de que son más felices viviendo
por separado.
—¿Y por qué si se quieren
discutían tanto?
Con cariño le doy un beso en la
cabeza.
—Luz, las personas aunque
discutan se quieren. Yo misma, si estoy mucho tiempo con tu mami, discuto,
¿verdad? —La pequeña asiente, y añado—: Pues nunca dudes de que aunque discuta
con ella la quiero muchísimo. Raquel es mi hermana y es una de las personas más
importantes de mi vida. Lo que pasa es que los adultos tenemos opiniones
diferentes en muchas cosas y discutimos. Y por eso tus papis se han separado.
—¿Por eso ya no estás con el tito
Eric? ¿Por opiniones diferentes?
—Se puede decir que sí.
Luz clava sus ojillos en mí y
vuelve a preguntar:
—Pero ¿todavía le quieres?
Suspiro. ¡Luz y sus preguntas!
Pero incapaz de no contestar, respondo:
—Claro que sí. Las personas no se
dejan de querer de un día para otro.
—¿Y él te quiere a ti todavía?
Pienso, pienso, pienso y, tras
meditar mi respuesta, digo:
—Sí. Estoy convencida de que sí.
La puerta se abre y aparece mi
hermana. Está guapísima con su vestido de premamá; tras ella va mi padre.
Menuda papeleta que tiene el hombre con nosotras dos...
—¿Estáis preparadas para irnos a
tomar algo al parque?
—Sí —aplaudimos Luz y yo.
Mi padre coge la cámara de fotos.
—Poneos un momento, que os voy a
hacer una foto. Estáis guapísimas. —Cuando hace la fotografía, murmura—. ¡Ojú,
qué orgulloso estoy! ¡Vaya tres mujeres más guapas que tengo!
40
Una mañana, tras mil
indecisiones, llamo por teléfono a las oficinas de Müller y hablo con Gerardo.
El hombre, encantado de hablar conmigo, me indica que esperaba mi llamada. Le
pregunto por Miguel y me dice que está de viaje y regresa el lunes. Después
hablamos de trabajo y me pregunta qué día me voy a reincorporar. Es miércoles.
Decido comenzar a trabajar el lunes. Él acepta. Cuando cuelgo, el corazón me
late acelerado. Voy a regresar al lugar donde todo empezó.
El viernes voy al local de
tatuajes de mi amigo Nacho. Cuando me ve en la puerta, abre los brazos, y yo
corro a su encuentro. Esa noche nos vamos de copeteo y terminamos a las tantas.
El domingo por la noche no
duermo. Al día siguiente regreso a Müller. Cuando el despertador suena, me
levanto. Me ducho y después cojo mi coche y me dirijo a la empresa. En el
parking mi corazón comienza a bombear con fuerza, pero cuando, tras pasar por
personal, regreso a mi despacho, el corazón se me sale por la boca. Estoy
nerviosa. Muy nerviosa.
Varios compañeros, al verme,
corren a
saludarme. Todos parecen felices
por el reencuentro y yo les agradezco esa deferencia. Cuando me quedo sola,
miles de recuerdos llegan a mí. Me siento a mi mesa, pero mis ojos vuelan a mi
derecha, al despacho de Eric, de mi loco y sexy señor Zimmerman. Sin querer
remediarlo me dirijo a él, abro la puerta y miro a mi alrededor. Todo está como
el día que me fui. Paseo mi mano por la mesa que él ha tocado y, cuando entro
en el archivo, siento ganas de llorar. Cuántos buenos, bonitos y morbosos
momentos he pasado con él aquí.
Cuando escucho ruido en el
despacho de al lado presupongo que ha llegado mi jefe. Con cuidado salgo del
archivo por el antiguo despacho de Eric y regreso a mi mesa. Me estiro la
chaqueta de mi traje azul, levanto el mentón y decido presentarme. Llamo a la
puerta y al entrar con los ojos como platos susurro:
—¡¿Miguel?!
Sin importarme quién nos pueda
ver, me acerco a él y lo abrazo. Esa sorpresa sí que no me la esperaba. Mi
antiguo compañero, el guaperas de Miguel, ¡es mi jefe! Tras el efusivo abrazo
que nos damos, Miguel me mira y en mofa dice:
—Ni lo sueñes, preciosa. Yo no
tengo líos con mi secretaria.
Eso me hace reír. Me siento en la
silla y él se sienta al lado.
—Pero ¿desde cuándo eres el jefe?
—pregunto, alucinada.
Miguel, que sigue tan guapo como
siempre, responde:
—Desde hace un par de meses.
—¿En serio?
—Sí, preciosa. Tras echar a la
jefa y, a los dos días, a su tonta hermana, tiraron de mí porque era el único
que conocía el funcionamiento de este departamento. Y cuando vi que los tenía
cogidos por los huevillos, les pedí el puesto y, por lo visto, el señor
Zimmerman accedió.
Eso me sorprende. Eric nunca me
lo comentó. Pero feliz por Miguel, murmuro:
—Dios, Miguel, no sabes cuánto me
alegro. Estoy muy feliz por ti.
Mi amigo me mira y, tras pasar su
mano por mi cara, susurra:
—No puedo decir lo mismo yo de
ti. Sé que te marchaste a vivir a Múnich con Zimmerman. —Eso me vuelve a
sorprender. No tiene por qué saberlo nadie, y me aclara—: Tranquila. Me
encontré un día con tu hermana y me lo comentó. Nadie lo sabe. Pero ¿qué ha
pasado? ¿Qué haces de nuevo aquí?
Consciente de que tengo que dar
una explicación, le comunico:
—Hemos roto.
—Lo siento, preciosa —dice con
pesar.
Me encojo de hombros.
—No salió bien. El señor
Zimmerman y yo somos demasiado diferentes.
Miguel me mira y, ante lo que he
dicho, opina:
—Diferentes sois. Eso fijo. Pero
ya sabes que los polos opuestos se atraen.
Eso me hace reír. Es lo mismo que
dijo mi padre.
Diez minutos después estamos en
la cafetería. Miguel ha avisado a mis locos amigos Raúl y Paco de mi regreso, y
los cuatro, como hacíamos meses atrás, hablamos y nos contamos confidencias.
Pasamos un buen rato en la
cafetería, donde nos ponemos al día. Cuando ya estoy en el despacho de Miguel y
éste me está entregando unos documentos, suenan unos golpecitos en la puerta.
Miguel y yo miramos, y un mensajero con gorra roja pregunta:
—Por favor, ¿la señorita Judith
Flores?
Asiento y me quedo parada cuando
me entrega un ramo de flores multicolores. Sonrío. Miro a Miguel, y éste dice,
levantando los brazos:
—Yo no he sido.
Cuando abro la tarjetita, el
corazón me da un vuelco al leer:
Estimada
señorita Flores:
Bienvenida a la
empresa.
Eric Zimmerman
Cierro los ojos. Miguel se acerca
a mí y tras leer por encima de mi hombro la tarjetita dice:
—¡Vaya con el jefazo! Para haber
roto con él, qué informado está de tu regreso.
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