A las ocho y media de la mañana Daniela iba en el coche con su
hermano,
con su padre y su madre. Los cuatro, como una familia unida, se
dirigían
hacia la clínica donde a Daniela le tenían que dar los resultados
de unas
pruebas. Había llegado el momento: el tan temido momento.
La tensión en el coche era latente, aunque ella intentaba bromear
y
hacerles reír. Como siempre en esos casos Rachel, la madre de
Daniela, a
pesar de su imponente estatura, parecía pequeñita, era como si el
miedo la
encogiera, la atenazaba, de hecho. Aparcaron, y en el momento en
que
caminaban hacia la entrada principal, Daniela notó que le costaba
respirar,
le faltaba el aire; su padre la agarró del brazo y le susurró al
oído:
—¿Estás bien, pitufa?
—Sí, gran jefe —respondió recuperando la sonrisa y el resuello.
Aquella broma entre su padre y ella surgió cuando su hermana le
compró
una peluca azul y siempre, siempre, les hacía sonreír.
Fueron hasta la consulta de Oncología. Daniela había acudido
tantas
veces en los últimos años que algunas enfermeras eran
prácticamente
amigas. Tras despedirse con un beso de sus padres y de su hermano,
se
marchó acompañada de una enfermera. Su familia la esperaría en una
sala
privada.
Rachel vio alejarse a su hija y se hundió, no pudo más y comenzó a
llorar. Su cabeza se negaba a aceptar que todo comenzara otra vez.
Su
preciosa hija luchaba contra el miedo a volver a tener cáncer de
mama. Un
maldito tumor que se le había reproducido ya en varias ocasiones.
Daniela
llevaba dos operaciones, muchas sesiones de quimio y radioterapia
y, sobre
todo, mucho sufrimiento, pero Daniela era fuerte, una luchadora,
una
guerrera y nunca se quejaba, aunque cada seis meses había que
repetir todo
y tocaba despejar miedos.
Daniela, con la frialdad que la caracterizaba en esas ocasiones,
se
desnudó y se dejó hacer. Lo más doloroso lo había hecho tres
semanas
antes, cuando fue sola a la clínica. Aquel día la doctora solo iba
a hacerle
una exploración rutinaria pero no podía evitar sentir pánico por
si algo
volvía a ir mal.
Veinte minutos después, regresó donde estaba su familia, que la
recibió
con los brazos abiertos. Antes de que la vieran, Daniela trató de
recomponerse, intentó volver a ser la chica chispeante de siempre.
Pero el
miedo invadía todo su cuerpo y se reflejaba en sus ojos. Unos ojos
que su
familia, y sobre todo su padre, conocían muy bien y que sabían que
estaban
sufriendo a pesar de su sonrisa.
El oncólogo, acompañado de otra doctora les pidió que pasasen a la
consulta. Daniela tomó la mano de su madre, expectante. Raquel se
la
apretó dándole fuerzas. En silencio, durante unos minutos que se
hicieron
eternos, los médicos cotejaron las pruebas anteriores con las
actuales y,
tras valorarlas, anunciaron:
—Todo está bien, Daniela. Los marcadores tumorales son favorables.
Tienes que seguir con la medicación, una única toma al día de
Tamoxifeno.
—De acuerdo —asintió la joven con el corazón a mil.
—Dentro seis meses nos volvemos a ver.
Rachel, al escuchar los resultados, se tapó la cara con las manos
y
comenzó a llorar, aliviada, mientras el entrenador se levantaba
para
abrazar a su hija. Daniela, en ese momento, soltó una risotada y
su
hermano aplaudió feliz. Una vez se marcharon los doctores, cuando
la
familia se quedó a solas, abrazados los cuatro, acabaron llorando
de alivio.
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