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03 Confesión - Mi Hombre Capítulo 33

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Capítulo 33
Hace dos semanas que no veo sus ojos. Han sido las dos semanas más largas de mi existencia.
Cualquier sentimiento de desolación o de miseria que hubiese podido tener en mi vida antes de esto
se ha visto eclipsado por los sentimientos que me asolan en estos instantes. Estoy perdida,
desamparada, añorando la parte más importante de mi ser. Mi único consuelo es ver su rostro sereno
y sentir la calidez de su piel.
Hace cuatro días que el médico le quitó el respirador, así que ahora puedo verlo mejor, con
barba y con un tono macilento. Sin embargo, se niega a despertar, a pesar de que nos sorprendió
respirando por su cuenta, aunque fuera una respiración débil y laboriosa. El filo le atravesó
limpiamente el costado y le perforó el estómago. Su pulmón dejó de funcionar durante la operación,
lo que no hizo sino complicar aún más las cosas. Ahora tendrá dos cicatrices en su torso perfecto. Al
menos, la nueva es un corte limpio, a diferencia del destrozo irregular que le hizo la vez anterior. He
visto cómo se la limpiaban a diario, y he visto cómo drenaban la sangre acumulada y la porquería
que salía de la herida. Ya me he acostumbrado, y esa imperfección será un eterno recordatorio del
peor día de mi vida, pero también una parte más que amaré de él.
No me he separado de su lado más que para ir al baño de la habitación después de aguantarme
tanto que parecía que la vejiga me iba a reventar. Me he duchado en cuestión de segundos cuando mi
madre me obligaba físicamente a hacerlo, pero todas las veces le he hecho jurarme que gritará si se
mueve. No se ha movido. Día tras día, el mismo médico y el cirujano me han dicho que es cuestión
de tiempo. Es un hombre fuerte y está sano, así que tiene todas las probabilidades de salir adelante,
aunque no he visto ninguna mejora desde que lo dejaron respirar por su cuenta. No pasa ni una hora
sin que rece para que se despierte. No pasa ni un minuto sin que lo bese en alguna parte, con la
esperanza de que el roce de mis labios sobre su piel provoque alguna reacción. No ha sido así. Día
tras día, mi corazón se va deteniendo un poco más. Me escuecen cada vez más los ojos, y mi barriga
continúa creciendo. Cada vez que miro hacia abajo por un segundo, recuerdo que es posible que mis
hijos no lleguen a conocer a su padre, y eso es una injusticia demasiado cruel como para aceptarla.
—Despiértate —le ordeno en voz baja, y me echo a llorar de nuevo—. ¡Eres un cabezota! —La
puerta se abre y, al volverme, veo a mi madre a través de mi visión borrosa—. ¿Por qué no se
despierta, mamá?
Está junto a mí en un segundo, intentando despegarme de él para abrazarme.
—Se está curando, cariño. Necesita curarse.
—Lleva así demasiado tiempo. Necesito que se despierte. Lo echo de menos. —Mis hombros
empiezan a agitarse y hundo desesperanzada la cabeza en la cama.
—Ay, Ava. —Mi pobre madre se siente totalmente inútil y no sabe qué hacer para animarme,
pero no puedo hacer que los demás se sientan bien cuando yo me estoy muriendo por dentro—. Ava,
cariño, tienes que comer —dice suavemente, animándome a incorporarme—. Vamos.
—No tengo hambre —insisto con insolencia.
—Voy a hacer una lista con todas tus desobediencias y pienso decírselas a Jesse una tras otra en
cuanto se despierte —me amenaza mientras me ofrece una ensalada preparada.
Sé que no conseguiré nada negándome, pero la estúpida idea de saber que lo complacería que
comiera es lo único que hace que abra la ensalada con una mano y empiece a picotear los tomates
cherry.—
Beatrice y Henry acaban de llegar, cariño —dice mi madre con tiento, aunque ya ni siquiera
siento desprecio por los padres de Jesse. No siento nada más que dolor—. ¿Pueden pasar?
Mi parte egoísta quiere negarse. Lo quiero sólo para mí, pero no he podido evitar que la noticia
del apuñalamiento se publicara en todos los periódicos de Londres. Las noticias viajan rápido,
incluso hasta Europa.
Llegaron dos días después de su ingreso en el hospital. Su madre y su hermana estaban
destrozadas, mientras que su padre se limitaba a observar la escena en silencio. Sentí el
arrepentimiento en su rostro inexpresivo, que se asemeja al de Jesse de un modo pasmoso. Escuché
todas sus explicaciones pero no les presté mucha atención. Durante todo este largo tiempo que he
pasado a solas aquí, sin nada que hacer más que llorar y pensar, he llegado a mi propia conclusión. Y
es una conclusión muy simple: el sentimiento de culpa de Jesse por todas las cosas trágicas que le
han pasado en la vida hizo que se distanciara de sus padres. Es posible que ellos hayan contribuido a
eso con sus imposiciones y exigencias, pero con sentido común y conociendo a mi hombre imposible
y ahora también todo lo demás, sé que es su propia cabezonería lo que ha causado este desencuentro.
Creía que distanciarse de todo aquel que le recordara sus pérdidas aliviaría la culpabilidad que
sentía, la culpabilidad que jamás debería haber sentido. No se dio la oportunidad de rodearse de la
gente que lo amaba y que podría haberlo ayudado. Esperó a que yo lo hiciera. Y puede que haya sido
demasiado tarde, porque ahora está aquí postrado, inconsciente, y aunque me tortura pensar en una
vida sin él, una vida a la que puede que tenga que enfrentarme ahora, preferiría que estuviera vivo y
bien, aunque no lo conociera. Sé que es una idea estúpida, pero desde que estoy aquí no pienso con
mucha claridad. Me duele la cabeza constantemente. El nudo en mi garganta no desaparece, y me
escuece la cara de tanto llorar. Estoy destrozada, y seguiré estándolo mientras viva si nunca vuelve a
abrir los ojos.
—¿Ava? —La voz de mi madre y su mano frotándome el hombro me devuelven a la habitación,
ahora tan familiar.
—Sólo unos minutos —accedo, y dejo a un lado la ensalada.
Elizabeth no me discute ni intenta convencerme para que les conceda más tiempo. Los he dejado
entrar cinco minutos de vez en cuando, pero nunca los he dejado a solas con él.
—De acuerdo, querida.
Sale de la habitación y, momentos después, entran los padres y la hermana de Jesse. No los
saludo. Mantengo la vista fija en mi hombre y la boca firmemente cerrada mientras se acercan a la
cama. Su madre empieza a sollozar y veo con mi visión periférica que Amalie trata de consolarla.
Esta vez su padre se frota la cara. Tres pares de ojos verdes, húmedos y cargados de dolor observan
el cuerpo inerte de mi marido.
—¿Cómo está? —pregunta Henry aproximándose desde el otro lado de la cama.
—Igual —contesto mientras acerco la mano para apartarle un mechón de pelo suelto de la frente
por si le hace cosquillas y perturba su descanso.
—¿Y tú cómo te encuentras, Ava? Tienes que cuidarte. —Me habla con voz suave pero severa.
—Estoy bien.
—¿Podemos invitarte a comer algo? —pregunta—. Aquí mismo, en el restaurante del hospital.
—No voy a dejarlo —afirmo por enésima vez. Todo el mundo lo ha intentado y todo el mundo
ha fracasado—. No quiero que se despierte y no me vea aquí.
—Lo entiendo —me tranquiliza—. ¿Y si te traemos algo?
Debe de haber visto la ensalada, pero lo intenta de todos modos. Sé que está preocupado de
verdad, pero no quiero su preocupación.
—No, gracias.
—Ava, por favor —insiste Amalie, pero yo hago caso omiso de su ruego y sacudo la cabeza con
testarudez. Jesse me obligaría a comer, y ojalá pudiera hacerlo.
Los tres suspiran de impotencia. Entonces, la puerta de la habitación se abre y entra la
enfermera del turno de noche empujando el carrito de siempre que transporta el medidor de tensión,
el termómetro y un montón de aparatos más para comprobar su estado.
—Buenas noches. —Sonríe afectuosamente—. ¿Cómo está hoy este guapetón? —Dice las
mismas palabras exactas cada vez que empieza el turno.
—Sigue dormido —contesto, apartándome ligeramente para proporcionarle acceso a su brazo.
—Vamos a ver. —Lo coge y le envuelve el bíceps con la cinta de tela. Pulsa unos cuantos
botones y ésta empieza a inflarse automáticamente. La enfermera deja que la máquina haga su trabajo.
Le toma la temperatura, comprueba la lectura del monitor cardíaco y anota todos los resultados—.
Sigue igual. Tu marido es muy fuerte y no va a rendirse, cariño.
—Lo sé —respondo, y ruego para que siga resistiendo. No ha mejorado, pero al menos tampoco
ha empeorado, y tengo que aferrarme a eso. Es lo único que tengo.
La enfermera inyecta algo de medicación a través de la vía, le cambia la bolsa de la orina, le
pone un gotero nuevo, recoge sus cosas y sale de la habitación en silencio.
—Te dejamos tranquila —dice Henry—. Ya tienes mi número.
Asiento y dejo que los tres intenten consolarme un poco. Después veo cómo se turnan para besar
a Jesse. Su madre es la última, y derrama lágrimas sobre su rostro.
—Te quiero, hijo —murmura, casi como si no quisiera que yo la oyese, como si pensara que
voy a condenarla por tener tanta cara. Jamás lo haría. Su angustia es suficiente motivo para que los
acepte. Ahora mi objetivo principal es hacer que la vida de Jesse sea como debería ser. Haré lo que
haga falta, pero no sé si él vivirá para consentirlo y apreciarlo.
Derraman más lágrimas.
Levanto la vista y veo cómo se marchan pasando junto a Kate, Sam, Drew y John, que esperan
en la puerta. Se saludan y se despiden formalmente, y yo no puedo evitar suspirar de cansancio al ver
que llega más gente. Sé que sólo están preocupados por Jesse y por mí, pero el esfuerzo que me
supone contestar a las preguntas que me hacen requiere una energía que ahora mismo no tengo.
—¿Estás bien, muchacha? —dice John con voz atronadora, y yo asiento, aunque es evidente que
no, pero me resulta más fácil mover la cabeza de arriba abajo que de un lado a otro.
Levanto la vista, le sonrío brevemente y veo que ya le han quitado el vendaje de la cabeza. Se
estuvo culpando durante días, pero ¿qué otra cosa podía haber hecho cuando el amante de Ruth
Quinn, o sea, Casey, lo llamó con un falso pretexto, lo pilló desprevenido y lo golpeó en la cabeza
con una barra de hierro en cuanto salió del ascensor?
—No voy a quedarme —continúa John—. Sólo quería que supieras que han comparecido hoy
ante el tribunal y los dos irán a la cárcel.
Debería alegrarme, pero ni siquiera tengo fuerzas para eso. He respondido a las innumerables
preguntas de la policía, y Steve me ha estado poniendo al día regularmente sobre sus averiguaciones.
Es bastante sencillo. Ruth, o Lauren, es la psicópata ex mujer de Jesse, y Casey es su fiel amante, que
haría lo que fuera con tal de complacerla.
—No quiero ser grosera, pero no tengo la energía... —Mi voz se detiene y me llevo la mano de
nuevo a los ojos doloridos para secármelos.
—Ava, vete a casa, date una ducha y descansa un poco. —Kate coloca una silla a mi lado y me
rodea los hombros agitados con sus brazos—. Nos quedaremos nosotros, y si se despierta te llamaré
de inmediato. Te lo prometo.
Niego con la cabeza. Ojalá desaparecieran. No pienso moverme de aquí a menos que Jesse lo
haga conmigo.
—Vamos, Ava. Yo te llevaré —se ofrece Drew dando un paso hacia adelante.
—Eso es. —Sam se une al grupo de persuasión—. Nos quedaremos con él y Drew te acercará a
casa para que duermas un poco.
—¡No! —Me quito a Kate de encima—. ¡No pienso irme de aquí, joder! ¡Dejadme en paz! —
Miro directamente a Jesse esperando una reprimenda por su parte, pero no dice nada—. ¡Despiértate!
—Está bien —dice mi amiga con voz suave—. No insistiremos más, pero Ava, come algo, por
favor.—
Kate —suspiro, cansada, esforzándome por no perder los nervios—. He comido un poco de
ensalada.
—Bien. —Se pone de pie, obviamente frustrada, y se vuelve hacia los demás—. Yo ya no sé
qué más hacer. —Se acurruca en los brazos de Sam cuando éste los abre para recibirla.
Drew me mira con lástima, y entonces caigo en la cuenta de que él también debe de estar
pasando un mal trago después de que aquella mujer lo utilizara para intentar atrapar a mi marido.
Kate me ha contado algo mientras trataba de distraerme con un poco de conversación, pero no
conozco toda la historia. Lo que sí sé es que Drew se ha comprometido con la situación. No con
Coral, pero sí con el bebé, lo cual lo honra, dado que ella lo engañó.
—Será mejor que nos vayamos —dice John, y se vuelve hacia los demás prácticamente
empujándolos fuera de la habitación. Se lo agradezco y consigo reunir la fuerza suficiente como para
graznarles un «adiós» cortés antes de volver a centrar toda la atención en Jesse.
Apoyo la cabeza de nuevo sobre la cama y lucho contra la pesadez de mis párpados durante
mucho rato hasta que el agotamiento se apodera de mí y comienzo a cerrarlos lentamente,
transportándome a un lugar en el que me niego a hacer las cosas que me pide sólo para que tenga que
recurrir a sus tácticas y tocarme. Me está tocando en estos momentos, acariciándome con la enorme
palma de su mano mi pelo alborotado secado al aire, aunque en mi sueño estoy perfecta, no cansada,
ni pálida, ni desaliñada, y no llevo los pantalones de estar por casa con una camiseta suya usada, la
que le pedí a mi madre que me trajera del cesto de la ropa sucia, y que no me he quitado en todo el
tiempo que llevo aquí.
Me encuentro en un lugar feliz, reviviendo cada momento con mi hombre, todas las risas, la
pasión y las frustraciones. Todas las cosas que nos dijimos y todas las caricias que intercambiamos
se reproducen en mi mente. Cada segundo, cada paso que hemos dado juntos y cada vez que nuestros
labios se han encontrado. No falta ni un momento: su cuerpo alto y musculoso levantándose en su
despacho la primera vez que lo vi, cómo aumentaba su belleza a cada paso que daba hacia mí hasta
que su aroma me inundó cuando se inclinó para besarme. Y cómo su tacto despertó todas aquellas
sensaciones maravillosas en mi interior. Lo recuerdo como si lo estuviera viviendo, de una manera
clara y dichosa. Estaba destinada a estar con él desde el día en que puse el pie en ese despacho.
—Mi chica preciosa está soñando.
No reconozco la voz pero sí sus palabras, así que sé que es él. Quiero responderle, aprovechar
la oportunidad para decirle tantas cosas... No obstante, mi desesperación sigue impidiéndome hablar,
de modo que me limito a escuchar el eco de sus palabras y a sentir su tacto continuo. Ahora me
acaricia la mejilla.
Un fuerte pitido me saca de golpe de mi feliz sueño ligero y levanto la cabeza esperanzada, pero
sus ojos siguen cerrados y sus manos están en el mismo sitio que antes: una en la mía y la otra
apoyada e inerte al otro lado de su cuerpo. Estoy desorientada y hago una mueca ante el estruendoso
sonido. Entonces veo que es el gotero, que indica que se ha agotado el fluido. Me levanto y estiro el
brazo para avisar a la enfermera, pero doy un brinco al oír un gruñido apagado. No sé por qué he
saltado, era un sonido grave y suave, nada agudo ni estridente, aunque el corazón se me ha acelerado
de todos modos. Observo su cara atentamente, pensando que tal vez lo haya imaginado.
Pero entonces sus ojos se mueven por debajo de los párpados y mi corazón se acelera todavía
más. Quiero pellizcarme para comprobar que no estoy dormida, y creo que llego a hacerlo porque
siento un repentino pinchazo a través del entumecimiento provocado por la aflicción.
—¿Jesse? —susurro. Le suelto la mano y lo agarro de los hombros para sacudirlo un poco,
aunque sé que no debería hacerlo. Gruñe de nuevo y mueve las piernas bajo la fina sábana de
algodón. Se está despertando—. ¿Jesse? —Debería llamar a la enfermera, pero no lo hago. Debería
apagar esa máquina, pero no lo hago. Debería hablarle en voz baja, pero no lo hago—. ¡Jesse! —Lo
zarandeo un poco más.
—No grites —se queja con una voz rota y áspera. Sus ojos cerrados de manera relajada
empiezan a cerrarse con fuerza.
Estiro el brazo y pulso el botón de la máquina para silenciarla.
—¿Jesse?
—¿Qué? —gruñe, irritado, y levanta la mano para llevársela a la cabeza. Todo el miedo y todo
el pesar abandonan mi cuerpo y una luz me inunda. Una luz brillante. Una luz de esperanza.
—Abre los ojos —le ordeno.
—No, me duelen.
—¡Joder! —Siento un alivio increíble, casi doloroso, que recorre mi cuerpo como un rayo,
devolviéndome a la vida—. Inténtalo —le ruego. Necesito verle los ojos.
Gruñe un poco más y veo cómo se esfuerza por obedecer mi orden irracional. No transijo ni le
digo que pare. Necesito vérselos.
Y ahí están.
No tan verdes ni tan adictivos, pero al menos tienen vida y se entornan para adaptarse a la débil
luz de la habitación.
—Joder.
Jamás había estado tan encantada de oír esa palabra. Es de Jesse y es familiar. Me abalanzo
sobre él y empiezo a besarle la cara barbada. Sólo me detengo cuando sisea de dolor.
—Lo siento —me apresuro a decir, y me aparto apoyándome en él y causándole más dolor.
—Joder, Ava. —Arruga la cara y cierra los ojos de nuevo.
—¡Abre los ojos!
Lo hace, y me siento inmensamente entusiasmada al ver que me mira mal.
—¡Pues deja de infligirme dolor, mujer!
Creo que jamás me había sentido tan feliz. Tiene un aspecto horrible, pero lo aceptaré sea como
sea. Me da igual. Puede dejarse la barba si quiere. Puede gritarme todo lo que quiera.
—Creía que te había perdido. —Siento un alivio tan tremendo que me echo a llorar de nuevo.
Hundo la cara en mis manos para esconder mi rostro arruinado.
—Nena, por favor, no llores cuando no puedo hacer nada para remediarlo. —Oigo que intenta
mover el cuerpo y al instante comienza a encadenar un montón de maldiciones—. ¡Joder!
—¡Deja de moverte! —lo reprendo, y me seco la cara antes de empujarlo suavemente por los
hombros.
No me discute. Se relaja de nuevo sobre la almohada con un suspiro cansado. Después levanta
el brazo, se fija en la vía que tiene puesta y empieza a mirar a su alrededor, confundido de ver toda la
maquinaria que lo rodea. De repente cae en la cuenta y levanta la cabeza con los ojos alarmados y
asustados.
—¿Te hizo daño? —balbucea esforzándose por incorporarse, siseando y haciendo una mueca de
dolor al intentarlo—. ¡Los niños!
—Estamos bien —le garantizo, y lo obligo a tumbarse sobre la cama. Me cuesta conseguirlo. La
repentina comprensión le ha dado fuerzas—. Jesse, los tres estamos bien. Túmbate.
—¿Estás bien? —Levanta la mano y palpa el aire hasta que alcanza mi rostro—. Por favor,
dime que estás bien.
—Estoy bien.
—¿Y los bebés?
—Me han hecho dos ecografías. —Apoyo la mano sobre la suya y lo ayudo a tocarme. Eso lo
relaja por completo, y mis palabras también ayudan. Cierra los ojos y siento el impulso de ordenarle
que los abra de nuevo, pero dejo que descanse—. Debería avisar a la enfermera.
—No, por favor. Deja que me despierte un poco antes de que empiecen a hurgarme por todas
partes. —Desliza la mano desde mi mejilla hasta mi nuca y aprieta ligeramente, indicándome en
silencio que me acerque un poco más.
—No quiero hacerte daño —protesto, resistiéndome, pero su rostro se vuelve severo y su
presión aumenta—. Jesse.
—Contacto. ¡Haz lo que te mando! —dice medio somnoliento. Incluso ahora, a pesar del
tremendo dolor, es imposible.
—¿Te duele mucho? —pregunto mientras me inclino suavemente a su lado.
—Mucho.
—Tengo que llamar a la enfermera.
—Espera un poco. Estoy a gusto.
—¡No es verdad! —Casi me echo a reír, y me apoyo con cuidado sobre él evitando la zona de
la herida. No me encuentro nada cómoda, pero él está contento, por lo que me quedo así. Le
concederé cinco minutos y después llamaré a la enfermera y, por una vez, literalmente, no podrá
hacer nada para impedírmelo.
—Me alegro de que sigas aquí —murmura, y gasta más valiosas energías para volver el rostro
hacia el mío y besarme—. Me habría rendido de no haber oído tu voz insolente constantemente.
—¿Me oías?
—Sí. Era extraño y tremendamente frustrante no poder echarte la bronca. ¿Quieres hacer el
favor de hacer lo que se te dice? —En sus palabras no hay ni un ápice de humor, y me hace sonreír.
—No.
—Eso pensaba —suspira—. Tengo explicaciones que darte.
Esas palabras me ponen tensa.
—No hace falta —espeto, e intento apartarme de él para llamar a la enfermera, pero no voy a ir
a ninguna parte.
—¡Joder! —exclama—. ¡Joder, joder, joder! —Se esfuerza por retenerme, el muy idiota, pero
soy yo la que cede temiendo más por su vida que él—. No te muevas y escúchame —me ordena
ásperamente—. No vas a ir a ninguna parte hasta que te haya hablado de Rosie.
El nombre no debería decirme nada, pero lo hace. Es sinónimo de un dolor insoportable y de
años de autotortura. Debería haberme confesado esto hace tiempo. Habría explicado en gran medida
su comportamiento neurótico.
—Lauren era hija de unos buenos amigos de mis padres —empieza, y yo me preparo para lo que
voy a oír, sabiendo que va a contarme toda la historia, no sólo la parte que quiero oír sobre su hija,
sino también la parte sobre la psicópata que casi me lo arrebata—. Te la puedes imaginar: de buena
familia, rica y muy respetada entre la arrogante comunidad que teníamos que tolerar. Nos enrollamos
una vez y se quedó preñada. Teníamos diecisiete años, éramos jóvenes y estúpidos. ¿Te imaginas el
escándalo? Esa vez la había cagado pero bien. —Se mueve, hace una mueca de dolor y maldice un
poco más.
Me lo imagino, y no es necesario que siga explicándose, pero guardo silencio y dejo que siga
narrándome sus años de tormento.
—Nuestros padres se reunieron con urgencia y su padre exigió que me casara con ella antes de
que se corriera la voz y se manchara el buen nombre de nuestras familias. Hacía poco que había
muerto Jake, y accedí a hacerlo con la esperanza de acercarme a mis padres.
Cierro los ojos con fuerza y me aferro a él un poco más, recordando nuestra visita a casa de mis
padres y su reacción cuando mi madre insinuó que se había casado conmigo porque me había dejado
embarazada.
—¿Fue un matrimonio concertado? —pregunto.
—Sí, pero nuestras familias hicieron un gran trabajo convenciendo a la comunidad de que
estábamos perdidamente enamorados.
—Ella lo estaba —susurro, sabiendo hacia adónde se dirige esta historia.
—Pero yo no —confirma—. Al cabo de un mes estaba casado y me mudé a la hacienda de sus
padres. Todo el mundo estaba contento, menos yo. —Juguetea ociosamente con mi cabello y suspira
dolorosamente antes de continuar—. Carmichael me ofreció una vía de escape, y por fin reuní el
valor para acabar con aquella diabólica farsa, pero cuando nació Rosie, estaba decidido a ejercer de
padre. Esa pequeña era la única persona en el mundo que me quería por ser quien era, sin
expectativas ni presiones, simplemente me aceptaba tal cual era en su inocencia. Me daba igual que
fuera un bebé.
Todo eso me llena de un inmenso orgullo, pero la historia no tiene un final feliz, y es algo que
me destroza.
—Era realmente la niña de mis ojos —dice con cariño—. Y sabía que nada de lo que yo hiciera
estaría mal para ella. Eso bastó para hacer que me planteara el estilo de vida que había llevado
durante el embarazo de Lauren. Carmichael buscó al mejor abogado para ayudarme a conseguir la
custodia completa porque sabía que ella era mi redentora, pero la familia de Lauren sacó a la luz
todos los trapos sucios: lo de Jake, lo de La Mansión y lo de mi breve estilo de vida desde que dejé
a Lauren hasta que Rosie nació. No tenía ninguna posibilidad.
—¿Y tus padres ya se habían mudado a España para entonces? —pregunto.
Jesse se sacude con un silbido de dolor al reírse brevemente.
—Sí, huyeron de la vergüenza a la que había sometido a la familia.
—Te abandonaron —susurro.
—Querían que me fuera con ellos. Mi madre me lo suplicó, pero yo no quería dejar a Rosie a
tiempo completo con esa familia. La tendrían en mala consideración por ser una hija ilegítima,
aunque me tuviera a mí. No era una opción.
—¿Y qué pasó?
—Rosie tenía tres años y yo había cometido el peor error de mi vida. —Se detiene y sé que se
está mordiendo el labio inferior—. Me acosté con Sarah —dice.
—¿Con Sarah? —Arrugo la frente contra su cuello. ¿Qué pinta Sarah en todo esto?
—Carmichael y Sarah estaban juntos.
—¿En serio? —Me aparto con cuidado, y esta vez me lo permite. Efectivamente, se está
mordiendo el labio, y también contiene la respiración—. ¿Sarah y Carmichael? Creía que él era un
playboy.
—Y lo era, pero tenía novia. —Se encoge de dolor mientras toma aire—. Y una hija.
—¿Qué? —Ahora me incorporo por completo—. Continúa —insisto. Esta historia no está
siguiendo la dirección que esperaba en absoluto.
Respira dolorosamente hondo de nuevo. Debería decirle que parase para descansar, pero no lo
hago.
—Carmichael nos pilló a Sarah y a mí. Se puso furioso, cogió a las niñas y se marchó.
Joder.
—¿A las niñas? —pregunto, aunque no sé por qué. Sé a qué niñas se refiere.
—A Rosie y a Rebecca.
—Tú Rosie y su Rebecca —susurro—. ¿El accidente de coche...?
Asiente suavemente, cierra los ojos y los aprieta con fuerza.
—No sólo maté a mi tío y a mi hija. También maté a la hija de Sarah.
—No. —Sacudo la cabeza—. Tú no tuviste la culpa.
—Mis malas decisiones han sido la causa de todo, Ava. La he cagado tanto y tantas veces... y he
pagado por ello, pero no puedo seguir pagando ahora que te tengo a ti. ¿Y si vuelvo a tomar una mala
decisión? ¿Y si meto la pata otra vez? ¿Y si aún no he terminado de pagar?
Eso explica sus exigencias de que lo obedezca en todo. Vive aterrorizado, pero es mucho peor
de lo que imaginaba. Se culpa por todo lo sucedido, y es posible que su irresponsabilidad
desempeñara un pequeño papel en el desarrollo de los hechos, pero él no fue el responsable directo.
Él no conducía el coche que atropelló a Jake. Y tampoco conducía el coche que llevaba a las dos
niñas dentro. Él no quería casarse, y quería ser un buen padre. Hay demasiados «y si» y demasiados
«peros». ¿Y lo de Sarah? Eso me ha dejado hecha polvo. Tuvo una hija con Carmichael pero estaba
enamorada del sobrino de su novio. Joder, qué complicado es todo. Por fin conozco la verdadera
naturaleza de la extraña relación que mantienen. Él se siente tremendamente en deuda con ella. Es
cierto que no tiene nada, y después de haber perdido a su hija y a su pareja, buscó consuelo en La
Mansión, igual que lo hizo Jesse. Dos almas torturadas que ahogaban sus penas con látigos, sexo y
alcohol, pero nunca el uno con el otro. Aunque eso fue decisión de Jesse, no de Sarah.
—Has pagado más que de sobra. —Mis ojos se centran en su estómago.
Ha pagado tanto física como mentalmente, y todo eso ha convertido a mi marido en un
controlador neurótico ahora que tiene algo que le importa otra vez.
A mí.
—¿Cuándo te hirió la vez anterior? —pregunto. Necesito esa pieza final para completar este
inmenso puzle.
—Cuando Rosie murió, hizo todo lo posible para intentar hacerme ver que nos necesitábamos el
uno al otro. Siempre había sido un poco impredecible, pero al ver que yo seguía rechazando sus
intentos, empezó a comportarse de una manera errática. Estaba obsesionada hasta el punto de ponerse
a hervir conejos.1 —Me sonríe, como insinuando que he tenido suerte de no encontrarme ningún
conejito en la olla.
Sin embargo, no le devuelvo la sonrisa. Ha intentado matarlo dos veces. Eso no tiene nada de
gracioso.
—¿Se quedó embarazada a propósito?
—Puede ser.
—¿Y te apuñaló?
—Sí.
—¿Fue a la cárcel?
—No.
—¿Por qué?
Suspira de nuevo.
—Su familia le buscó ayuda y la mantuvo alejada de mí a cambio de mi silencio.
—¡Pero mira lo que te hizo! —Señalo su vieja cicatriz—. ¿Cómo pudiste dejarle pasar eso?
—Es bastante superficial. Esta vez lo ha hecho mucho mejor. —Baja la vista para mirarse el
estómago.
—Ni siquiera fuiste al hospital, ¿verdad? —Estoy horrorizada. Es una cicatriz bastante
desagradable, y de superficial no tiene nada—. ¿Quién te cosió?
—Su padre. Era médico.
—¡Joder! —Me dejo caer en la silla—. ¿Y dónde estaban tus padres cuando sucedió todo eso?
—Parezco la típica bruja echándole la reprimenda pero, joder, ¿cuándo acaba esto?
—Ya habían vuelto a España.
—Jesse... —Cierro la boca de golpe, intentando pensar qué puedo decirle antes de soltar
cualquier tontería. Como siempre, me quedo en blanco. Este hombre me deja sin habla a todos los
niveles—. Cuando estábamos en España, tu madre dijo algo de... —sigo esforzándome— ¿una
segunda oportunidad? —Ahora veo que no se refería a Jake. Se refería a la hija que Jesse había
perdido, a una segunda oportunidad para demostrar que podía ser un buen padre.
—Ahora sí que ya lo sabes todo. —Sigue hablando con voz áspera, y sus ojos buscan los míos
sin llegar a fijarlos donde sabe perfectamente que están—. ¿Vas a dejarme?
Si ya se me partía el corazón por él antes, ahora acaba de rompérseme en mil pedazos. Esa
pregunta tan sencilla y perfectamente razonable y el tono de inseguridad con que la ha formulado
provocan al instante que unas lágrimas dolorosas inunden mis ojos.
—Mírame —le ordeno con firmeza, y él lo hace, mostrándome un pesar indescriptible. Me llega
al alma, y las lágrimas empiezan a descender por mis mejillas. Las suyas también. Sé que ahora yo
soy su salvación. Soy la clave para su redención. Soy su ángel—. Inseparables. —Sollozo, invadida
de tristeza por mi hombre. Las últimas dos semanas de vacío se han visto inundadas de felicidad,
pero esta felicidad no ha tardado en ser reemplazada por un inmenso pesar.
Lanza un grito ahogado, pero no sé si es de dolor o de alivio.
—Abrázame —me ruega extendiendo débilmente el brazo hacia mí. La falta de contacto debe de
estar matándolo, especialmente ahora que depende de mí para satisfacer su necesidad.
Me acerco a la cama con cuidado y me coloco entre los tubos y los vendajes. Él me estrecha con
fuerza.—
Jesse, ten cuidado.
—Duele más cuando no te toco.
La punta de su dedo alcanza mi barbilla y levanta mi rostro hacia el suyo. Le seco una lágrima y
le acaricio la cara por encima de la barba.
—Te quiero —digo, y aprieto los labios suavemente contra los suyos.
—Me alegro.
—No digas eso. —Me aparto y le lanzo una mirada de decepción—. No quiero que digas eso.
Su confusión es evidente.
—Pero es verdad.
—Eso no es lo que sueles decir —susurro, y le doy un pequeño tirón de advertencia en el pelo
demasiado largo que tiene ahora.
Sus labios se curvan ante mi brutalidad.
—Dime que me quieres —me ordena, probablemente empleando demasiadas energías para
sonar lo bastante severo.
—Te quiero —obedezco al instante y él me regala una sonrisa completa, esa gloriosa sonrisa
reservada sólo para mí. Es la más increíble de las visiones, a pesar de que las lágrimas la
acompañan y de que está demacrado.
—Lo sé. —Me besa con dulzura. Entonces sisea, se detiene por un instante y supera el dolor
para besarme de nuevo.
—Voy a llamar a la enfermera —le digo con determinación—. Necesitas analgésicos.
—Te necesito a ti —gruñe—. Tú eres mi cura.
Libero sus labios a regañadientes, me incorporo y le cojo la cara entre las manos.
—Entonces ¿por qué sigues poniéndote tenso y silbas de dolor?
—Porque duele, joder —admite.
Lo beso una vez más y despego mi cuerpo del suyo antes de colocarle las sábanas de nuevo
sobre la cintura. Aunque es difícil verlo tan débil e indefenso, la idea de cuidarlo y de atenderlo
hasta que se cure me llena de alegría. Podré cuidar yo de él para variar, y no podrá hacer nada al
respecto.
—¿Por qué sonríes? —pregunta levantando los brazos para dejar que lo arrope.
—Por nada. —Estiro la mano y aprieto por fin el botón para llamar a la enfermera.
—Vas a disfrutar esto, ¿verdad?
Me detengo mientras le ahueco la almohada y sonrío ampliamente al ver su cara de fastidio. Es
un hombre grande y fuerte, y ahora está débil y herido. Para él va a ser muy duro.
—Yo tengo el poder.
—No te acostumbres —gruñe justo cuando la puerta se abre y la enfermera entra corriendo.
—¡Ay! ¡Ay, Dios mío! —Se acerca a la cama y comprueba las máquinas en un segundo,
moviéndose apresuradamente. También le toma el pulso—. Bienvenido de vuelta, Jesse —dice, pero
él sólo gruñe un poco más y mira al techo. Va a odiar todo esto—. ¿Te sientes algo mareado?
—Mucho —confirma—. ¿Cuándo me puedo ir a casa?
Pongo los ojos en blanco y la enfermera se echa a reír.
—No nos precipitemos. A ver esos ojos. —Se saca la linterna del bolsillo y espera a que el
gruñón de mi señor baje la mirada hacia ella. Cuando lo hace, se queda un momento petrificada y
luego continúa con sus labores médicas—. Tu mujer me había dicho que tenías unos ojos fascinantes
—dice apuntando con la luz de uno a otro—. Y no mentía.
Sonrío orgullosa y me pongo de puntillas para asomarme por encima de su cuerpo inclinado, y
veo que él sonríe de oreja a oreja.
—¿Es eso lo único que te dijo, enfermera? —pregunta con descaro.
La alegre mujer enarca una ceja de advertencia.
—No, también me habló de esa sonrisa de pícaro. Vamos a lavarte.
Él se aparta y, al hacerlo, esboza una mueca de dolor. Me echo a reír.
—No, me ducharé —espeta, y me mira con cara de horror.
—De eso, nada, jovencito. No hasta que el médico te haga un chequeo y te quitemos la sonda.
—La enfermera lo pone en su sitio con firmeza.
Su expresión de pánico aumenta y la mujer levanta el soporte de la bolsa para demostrarle el
obstáculo. Su cara de humillación, dibujada en su atractivo rostro barbado, es todo un poema.
—Joder —masculla, y deja caer la cabeza sobre la almohada y cierra los ojos para ocultar la
vergüenza.
—Iré a llamar al médico —dice la mujer con tono burlón mientras sale de la habitación y me
deja de nuevo a solas con mi pobre marido dependiente.
—Sácame de aquí, nena —me ruega.
—De eso, nada, Ward. —Vierto un poco de agua en un vaso de plástico, meto en él una pajita y
se lo acerco a los labios resecos—. Bebe.
—¿Es agua embotellada? —pregunta mirando la jarra que tiene al lado.
—Lo dudo. No seas tan tiquismiquis con el agua y bebe.
Obedece mi orden y da unos pocos tragos.
—No dejes que esa enfermera me bañe en la cama.
—¿Por qué no? —pregunto dejando el vaso en el mueble que hay junto a la cama—. Es su
trabajo, Jesse, y ha estado haciéndolo muy bien durante las últimas dos semanas.
—¡¿Dos semanas?! —exclama—. ¿He estado inconsciente dos semanas?
—Sí, pero a mí me han parecido doscientos años. —Me apoyo en el borde de la cama, lo cojo
de la mano y empiezo a girar su anillo de casado pensativamente—. No vuelvas a decirme en tu vida
que has tenido un día muy largo.
—Vale —asiente—. Pero no me habrá estado pasando la esponja esa mujer, ¿verdad?
Sonrío.
—No. Lo he hecho yo.
Me quedo pasmada al ver que le brillan los ojos y que me pone morritos juguetonamente.
¿Cómo es posible que ya esté pensando en eso?
—Entonces, mientras yo estaba desnudo e inconsciente, ¿tú estabas... toqueteándome?
—¡No! Te estaba lavando.
—¿Y no me tocaste ni un poquito?
—Claro. —Coloco las dos manos a ambos lados de su cara y me acerco pare decirle a su rostro
engreído—: Tenía que levantarte la polla flácida y los huevos mustios para limpiarte.
Soy incapaz de reprimir una sonrisa, sobre todo cuando abre los ojos como platos y después los
entorna con fiereza. Mi hombre se enorgullece de sus habilidades físicas y sexuales. No debería
tomarle el pelo de esa manera.
—Estoy en el infierno —masculla—. En el puto infierno en la tierra. Llama a un médico. Me
voy a casa.
—No vas a ir a ninguna parte.
Le doy un pico y lo dejo farfullando taciturno en la cama mientras voy un segundo al baño. Es la
primera vez en semanas, y puede que en toda mi vida, que realizo esta tarea tan mundana con una
enorme sonrisa en la cara. El corazón me late con fuerza en el pecho. Puede que les esté dando dolor
de cabeza a los pequeños.
Cuando salgo de nuevo a la habitación, el doctor está examinándolo. Espero en silencio a un
lado mientras escucho las preguntas y las respuestas monosilábicas que intercambian los dos
hombres. Tomo notas mentales y observo detenidamente cómo el médico vuelve a vendarle la herida
y le quita los drenajes. Parece satisfecho con la evolución y contento de ver lo espabilado que está
Jesse. Sin embargo, prefiere no quitarle todavía la sonda y, tras cinco minutos de discusión, sigue
pensando lo mismo.
—Quizá mañana —dice tratando de apaciguar a Jesse—. Mañana comprobaremos si puede
andar. Acaba de despertarse, Jesse.
—¿Y qué hay de esto? —Se señala la vía en el brazo, pero el médico sacude la cabeza y él
gruñe, disgustado.
Tras llevar a cabo sus observaciones, el médico se marcha y yo me siento de nuevo en la silla.
—Cuanto más colabores, antes te darán el alta.
—Pareces cansada —dice cambiando de tema y desviando la preocupación hacia mí—. ¿Estás
comiendo?
—Sí. —Mis dedos traicioneros se dirigen directos a mi pelo y me delatan por completo.
—Ava —protesta—. Vete ahora mismo a comer algo.
—Mi madre me ha traído una ensalada. No tengo hambre.
Abre unos ojos como platos al oírme mencionar a mi madre. Sé lo que viene a continuación.
—¿Qué les has contado?
—Todo —admito. No paraba de sollozar y gimotear durante todo el discurso mientras mi madre
me tranquilizaba y me reconfortaba. Ha sido bastante tolerante con el tema, fue muy raro—. Excepto
lo de los cuatro días en que desapareciste.
Él asiente con aire reflexivo a modo de aceptación. Debe de imaginarse que no había forma
humana de evitar decírselo.
—De acuerdo —dice—. Ahora vete a comer algo.
—No tengo ham...
—Que no tenga que repetírtelo, señorita —me interrumpe—. Porque con bolsa de orina o sin
ella, te llevaré al puto restaurante yo mismo y te obligaré a tragar.
Decido que es mejor no seguir discutiendo. Es verdad que no tengo hambre, pero sé que es
capaz de cumplir su amenaza, así que levanto mi cuerpo exhausto de la silla y cojo el billete de
veinte que me ha dejado mi padre en la mesilla junto a la cama.
—Te traeré algo a ti también.
—Yo no tengo hambre —replica sin mirarme siquiera. Está sumido en sus pensamientos. Se
siente avergonzado, aunque no tiene por qué. Yo no lo estoy, así que él tampoco debería estarlo.
Oculto mi mirada de extrañeza ante su seca respuesta. No voy a discutir con él porque no
conseguiría nada más que estresarlo. Le traeré algo igualmente y lo alimentaré a la fuerza si se niega
a hacerlo por su cuenta.
A pesar de todo, su repentino mal humor y mi sensación de agravio no consiguen en absoluto
eclipsar la alegría que me invade. La presencia de su arrogancia y su carácter imposible son señal de
que mi Jesse ha vuelto. Y es así como lo quiero.

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