Señor Rodríguez, ¿qué ha pasado? —Tengo la voz
ronca y un poco pastosa por las lágrimas no
derramadas. Ray, mi querido Ray. Mi padre.
—Ha tenido un accidente de coche.
—Vale, voy… Voy para allá ahora mismo. —La
adrenalina me corre por todo el cuerpo y me llena de
pánico a su paso. Me cuesta respirar.
—Le han trasladado a Portland.
¿A Portland? ¿Por qué demonios le han llevado a
Portland?
—Le han llevado en helicóptero, Ana. Yo ya
estoy de camino. Hospital OHSU. Oh, Ana, no he visto el
coche. Es que no lo vi… —Se le quiebra la voz.
El señor Rodríguez… ¡no!
—Te veré allí —dice el señor Rodríguez con voz
ahogada y cuelga.
Un pánico oscuro me atenaza la garganta y me
abruma. Ray… No. No. Inspiro hondo para calmarme, cojo
el teléfono y llamo a Roach. Responde al
segundo tono.
—¿Sí, Ana?
—Jerry, tengo un problema con mi padre.
—¿Qué ha ocurrido, Ana?
Se lo explico apresuradamente, sin apenas
detenerme para respirar.
—Vete. Debes irte. Espero que tu padre se ponga
bien.
—Gracias. Te mantendré informado. —Cuelgo de
golpe sin darme cuenta, pero ahora mismo eso es lo que
menos me importa.
—¡Hannah! —grito, consciente de la ansiedad que
hay en mi voz. Un segundo después ella asoma la
cabeza por la puerta mientras voy metiendo las
cosas en mi bolso y guardando papeles en mi maletín.
—¿Sí, Ana? —pregunta frunciendo el ceño.
—Mi padre ha sufrido un accidente. Tengo que
irme.
—Oh, Dios mío…
—Cancela todas mis citas para hoy. Y para el
lunes. Tendrás que acabar tú de preparar la presentación del
libro electrónico. Las notas están en el
archivo compartido. Dile a Courtney que te ayude si te hace falta.
—Muy bien —susurra Hannah—. Espero que tu padre
esté bien. No te preocupes por los asuntos de la
oficina. Nos las arreglaremos.
—Llevo la BlackBerry, por si acaso.
La preocupación que veo en su cara pálida me
emociona.
Papá…
Cojo la chaqueta, el bolso y el maletín.
—Te llamaré si necesito algo.
—Claro. Buena suerte, Ana. Espero que esté
bien.
Le dedico una breve sonrisa tensa, esforzándome
por mantener la compostura y salgo de la oficina. Hago
todo lo que puedo por no ir corriendo hasta la
recepción. Sawyer se levanta de un salto al verme llegar.
—¿Señora Grey? —pregunta, confundido por mi
repentina aparición.
—Nos vamos a Portland. Ahora.
—Sí, señora —dice frunciendo el ceño, pero abre
la puerta.
Nos estamos moviendo, eso es bueno.
—Señora Grey —me dice Sawyer mientras nos
apresuramos hacia del aparcamiento—, ¿puedo
preguntarle por qué estamos haciendo este viaje
imprevisto?
—Es por mi padre. Ha tenido un accidente.
—Entiendo. ¿Y lo sabe el señor Grey?
—Le llamaré desde el coche.
Sawyer asiente y me abre la puerta de atrás del
Audi todoterreno para que suba. Con los dedos temblorosos
cojo la BlackBerry y marco el número de
Christian.
—¿Sí, señora Grey? —La voz de Andrea es
eficiente y profesional.
—¿Está Christian? —le pregunto.
—Mmm… Está en alguna parte del edificio,
señora. Ha dejado la BlackBerry aquí cargando a mi cuidado.
Gruño para mis adentros por la frustración.
—¿Puedes decirle que le he llamado y que
necesito hablar con él? Es urgente.
—Puedo tratar de localizarle. Tiene la
costumbre de desaparecer por aquí a veces.
—Solo procura que me llame, por favor —le
suplico intentando contener las lágrimas.
—Claro, señora Grey. —Duda un momento—. ¿Va
todo bien?
—No —susurro porque no me fío de mi voz—. Por
favor, que me llame.
—Sí, señora.
Cuelgo. Ya no puedo reprimir más mi angustia.
Aprieto las rodillas contra el pecho y me hago un ovillo en
el asiento de atrás. Las lágrimas aparecen
inoportunamente y corren por mis mejillas.
—¿Adónde en Portland exactamente, señora Grey?
—me pregunta Sawyer.
—Al OHSU —digo con voz ahogada—. Al hospital
grande.
Sawyer sale a la calle y se dirige a la
interestatal 5. Yo me quedo sentada en el asiento de atrás repitiendo
en mi mente una única plegaria: por favor, que
esté bien; por favor, que esté bien…
Suena mi teléfono. «Your Love Is King» me
sobresalta e interrumpe mi mantra.
—Christian —respondo con voz ahogada.
—Dios, Ana. ¿Qué ocurre?
—Es Ray… Ha tenido un accidente.
—¡Mierda!
—Sí, lo sé. Voy de camino a Portland.
—¿Portland? Por favor dime que Sawyer está
contigo.
—Sí, va conduciendo.
—¿Dónde está Ray?
—En el OHSU.
Oigo una voz amortiguada por detrás.
—Sí, Ros. ¡Lo sé! —grita Christian enfadado—.
Perdona, nena… Estaré allí dentro de unas tres horas.
Tengo aquí algo entre manos que necesito
terminar. Iré en el helicóptero.
Oh, mierda. Charlie Tango vuelve
a estar en funcionamiento y la última vez que Christian lo cogió…
—Tengo una reunión con unos tíos de Taiwan. No
puedo dejar de asistir. Es un trato que llevamos meses
preparando.
¿Y por qué yo no sabía nada de eso?
—Iré en cuanto pueda.
—De acuerdo —le susurro. Y quiero decir que no
pasa nada, que se quede en Seattle y se ocupe de sus
negocios, pero la verdad es que quiero que esté
conmigo.
—Lo siento, nena —me susurra.
—Estaré bien, Christian. Tómate todo el tiempo
que necesites. No tengas prisa. No quiero tener que
preocuparme por ti también. Ten cuidado en el
vuelo.
—Lo tendré.
—Te quiero.
—Yo también te quiero, nena. Estaré ahí en
cuanto pueda. Mantente cerca de Luke.
—Sí, no te preocupes.
—Luego te veo.
—Adiós.
Tras colgar vuelvo a abrazarme las rodillas. No
sé nada de los negocios de Christian. ¿Qué demonios
estará haciendo con unos taiwaneses? Miro por
la ventanilla cuando pasamos junto al aeropuerto
internacional King County/Boeing Field.
Christian debe tener cuidado cuando vuele. Se me vuelve a hacer
un nudo el estómago y siento náuseas. Ray y
Christian. No creo que mi corazón pudiera soportar eso. Me
acomodo en el asiento y empiezo de nuevo con mi
mantra: por favor, que esté bien; por favor, que esté
bien…
—Señora Grey —la voz de Sawyer me sobresalta—,
ya hemos llegado al hospital. Estoy buscando la zona
de urgencias.
—Yo sé dónde está. —Mi mente vuelve a mi última
visita al hospital OHSU, cuando, en mi segundo día
de trabajo en Clayton’s, me caí de una escalera
y me torcí el tobillo. Recuerdo a Paul Clayton cerniéndose
sobre mí y me estremezco ante ese imagen.
Sawyer se detiene en el espacio reservado al
estacionamiento y salta del coche para abrirme la puerta.
—Voy a aparcar, señora, y luego vendré a
buscarla. Deje aquí su maletín, yo se lo llevaré.
—Gracias, Luke.
Asiente y yo camino decidida hacia la recepción
de urgencias, que está llena de gente. La recepcionista me
dedica una sonrisa educada y en unos minutos
localiza a Ray y me manda a la zona de quirófanos de la
tercera planta.
¿Quirófanos? ¡Joder!
—Gracias —murmuro intentando centrar mi
atención en sus indicaciones para encontrar los ascensores. Mi
estómago se retuerce otra vez y casi echo a
correr hacia ellos.
Por favor, que esté bien; por favor, que esté
bien…
El ascensor es agónicamente lento porque para
en todas las plantas. ¡Vamos, vamos! Deseo que vaya más
rápido y miro con el ceño fruncido a la gente
que entra y sale y que está evitando que llegue al lado de mi
padre.
Por fin las puertas se abren en el tercer piso
y salgo disparada para encontrarme otro mostrador de
recepción, este lleno de enfermeras con
uniformes azul marino.
—¿Puedo ayudarla? —me pregunta una enfermera
con mirada miope.
—Estoy buscando a mi padre, Raymond Steele.
Acaban de ingresarle. Creo que está en el quirófano 4. —
Incluso mientras digo las palabras desearía que
no fueran ciertas.
—Deje que lo compruebe, señorita Steele.
Asiento sin molestarme en corregirla mientras
ella comprueba con eficiencia en la pantalla del ordenador.
—Sí. Lleva un par de horas en el quirófano. Si
quiere esperar, les diré que está usted aquí. La sala de
espera está ahí. —Señala una gran puerta blanca
identificada claramente con un letrero de gruesas letras
azules que pone: SALA DE ESPERA.
—¿Está bien? —le pregunto intentando controlar
mi voz.
—Tendrá que esperar a que uno de los médicos
que le atiende salga a decirle algo, señora.
—Gracias —digo en voz baja, pero en mi interior
estoy gritando: «¡Quiero saberlo ahora!».
Abro la puerta y aparece una sala de espera
funcional y austera en la que están sentados el señor Rodríguez
y José.
—¡Ana! —exclama el señor Rodríguez. Tiene el
brazo escayolado y una mejilla con un cardenal en un
lado. Está en una silla de ruedas y veo que
también tiene una escayola en la pierna. Le abrazo con cuidado.
—Oh, señor Rodríguez… —sollozo.
—Ana, cariño… —dice dándome palmaditas en la
espalda con la mano sana—. Lo siento mucho —
farfulla y se le quiebra la voz ya de por sí
ronca.
Oh, no…
—No, papá —le dice José en voz baja,
regañándole mientras se acerca a mí. Cuando me giro, él me atrae
hacia él y me abraza.
—José… —digo. Ya estoy perdida: empiezan a
caerme lágrimas por la cara cuando toda la tensión y la
preocupación de las últimas tres horas salen a
la superficie.
—Vamos, Ana, no llores. —José me acaricia el
pelo suavemente. Yo le rodeo el cuello con los brazos y
sollozo. Nos quedamos así durante un buen rato.
Estoy tan agradecida de que mi amigo esté aquí… Nos
separamos cuando Sawyer llega para unirse a
nosotros en la sala de espera. El señor Rodríguez me pasa un
pañuelo de papel de una caja muy
convenientemente colocada allí cerca y yo me seco las lágrimas.
—Este es el señor Sawyer, miembro del equipo de
seguridad —le presento.
Sawyer saluda con la cabeza a José y al señor
Rodríguez y después se retira para tomar asiento en un
rincón.
—Siéntate, Ana. —José me señala una de los
sillones tapizados en vinilo.
—¿Qué ha pasado? ¿Sabéis cómo está? ¿Qué le
están haciendo?
José levanta las manos para detener mi
avalancha de preguntas y se sienta a mi lado.
—No sabemos nada. Ray, papá y yo íbamos a
pescar a Astoria. Nos arrolló un jodido imbécil borracho…
El señor Rodríguez intenta interrumpir para
volver a disculparse.
—¡Cálmate, papá! —le
dice José—. Yo no tengo nada, solo un par de costillas magulladas y un golpe en
la cabeza. Papá… bueno, se ha roto la muñeca y
el tobillo. Pero el coche impactó contra el lado del
acompañante, donde estaba Ray.
Oh, no. No… El pánico me inunda el sistema
límbico. No, no, no… Me estremezco al pensar lo que estará
pasando en el quirófano.
—Lo están operando. A nosotros nos llevaron al
hospital comunitario de Astoria, pero a Ray lo trajeron en
helicóptero hasta aquí. No sabemos lo que le
están haciendo. Estamos esperando que nos digan algo.
Empiezo a temblar.
—Ana, ¿tienes frío?
Asiento. Llevo una camisa blanca sin mangas y
una chaqueta negra de verano, y ninguna de las dos
prendas abriga demasiado. Con mucho cuidado,
José se quita la chaqueta de cuero y me envuelve los
hombros con ella.
—¿Quiere que le traiga un té, señora? —Sawyer
aparece a mi lado. Asiento agradecida y él sale de la
habitación.
—¿Por qué ibais a pescar a Astoria? —les
pregunto.
José se encoge de hombros.
—Se supone que allí hay buena pesca. Íbamos a
pasar un fin de semana de tíos. Quería disfrutar un poco
de tiempo con mi viejo padre antes de volver a
la academia para cursar el último año. —Los ojos de José
están muy abiertos y llenos de miedo y arrepentimiento.
—Tú también podrías haber salido herido. Y el
señor Rodríguez… podría haber sido peor. —Trago saliva
ante esa idea. Mi temperatura corporal baja
todavía más y vuelvo a estremecerme. José me coge la mano.
—Dios, Ana, estás helada.
El señor Rodríguez se inclina hacia delante y
con su mano sana me coge la otra.
—Ana, lo siento mucho.
—Señor Rodríguez, por favor… Ha sido un
accidente —Mi voz se convierte en un susurro.
—Llámame José —me dice. Le miro con una sonrisa
débil, porque es todo lo que puedo conseguir.
Vuelvo a estremecerme.
—La policía se ha llevado a ese gilipollas a la
cárcel. Las siete de la mañana y el tipo ya estaba totalmente
borracho —dice José entre dientes con
repugnancia.
Sawyer vuelve a entrar con una taza de papel
con agua caliente y una bolsita de té. ¡Sabe cómo tomo el té!
Me sorprendo y me alegra la distracción. El
señor Rodríguez y José me sueltan las manos y yo cojo la taza
agradecida de manos de Sawyer.
—¿Alguno de ustedes quiere algo? —les pregunta
Sawyer al señor Rodríguez y a José. Ambos niegan con
la cabeza y Sawyer vuelve a sentarse en el
rincón. Sumerjo la bolsita de té en el agua y después la saco,
todavía temblorosa, para tirarla en una pequeña
papelera.
—¿Por qué tardan tanto? —digo para nadie en
particular y doy un sorbo.
Papá… Por favor, que esté bien; por favor, que
esté bien…
—Sabremos algo pronto, Ana —me dice José para
tranquilizarme.
Asiento y doy otro sorbo. Vuelvo a sentarme a
su lado. Esperamos… y esperamos. El señor Rodríguez
tiene los ojos cerrados porque está rezando,
creo, y José me coge de la mano y le da un apretón de vez en
cuando. Voy bebiendo mi té poco a poco. No es
Twinings, sino una marca barata y mala, y está asqueroso.
Recuerdo la última vez que me senté a esperar
noticias. La última vez que pensé que todo estaba perdido,
cuando Charlie Tango desapareció.
Cierro los ojos y rezo una oración internamente para que mi marido tenga
un viaje seguro. Miro el reloj: las 2.15 de la
tarde. Debería llegar pronto. El té está frío, ¡puaj!
Me levanto y paseo un poco. Después me siento
otra vez. ¿Por qué no han venido los médicos a verme?
Le cojo la mano a José y él vuelve a
apretármela tranquilizador. Por favor, que esté bien; por favor, que esté
bien…
El tiempo pasa muy despacio.
De repente se abre la puerta y todos miramos
expectantes. A mí se me hace un nudo en el estómago otra
vez. ¿Ya está?
Christian entra en la sala. Su cara se oscurece
momentáneamente cuando ve que José me está cogiendo la
mano.
—¡Christian! —exclamo y me levanto de un salto
a la vez que le doy gracias a Dios por que haya llegado
sano y salvo. Le rodeo con los brazos, entierro
la nariz en su pelo e inhalo su olor, su calidez, su amor. Una
pequeña parte de mí se siente más tranquila,
más fuerte, más capaz de resistir porque él está aquí. Oh, su
presencia me ayuda a recuperar la paz mental.
—¿Alguna noticia?
Niego con la cabeza. No puedo hablar.
—José —le saluda con la cabeza.
—Christian, este es mi padre, José.
—Señor Rodríguez… Nos conocimos en la boda. Por
lo que veo usted también estaba ahí cuando ocurrió
el accidente.
José vuelve a resumir la historia.
—¿Y se encuentran lo bastante bien para estar
aquí? —pregunta Christian.
—No queremos estar en ninguna otra parte —dice
el señor Rodríguez con la voz baja y llena de dolor.
Christian asiente. Me coge la mano, me obliga a
sentarme y se sienta a mi lado.
—¿Has comido? —me pregunta.
Niego con la cabeza.
—¿Tienes hambre?
Niego otra vez.
—Pero tienes frío —dice al verme con la
chaqueta de José.
Asiento. Se revuelve en la silla pero no dice
nada.
La puerta se abre de nuevo y un médico joven
con un uniforme azul claro entra en la sala. Parece cansado.
Me pongo de pie. Toda la sangre ha abandonado
mi cara.
—¿Ray Steele? —susurro. Christian se pone de
pie a mi lado y me rodea la cintura con el brazo.
—¿Son parientes? —pregunta el médico. Sus ojos
azules son casi del mismo color que su uniforme y en
otras circunstancias incluso me parecería
atractivo.
—Soy su hija, Ana.
—Señorita Steele…
—Señora Grey —le corrige Christian.
—Disculpe —balbucea el doctor, y durante un
segundo tengo ganas de darle una patada a Christian—.
Soy el doctor Crowe. Su padre está estable,
pero en estado crítico.
¿Qué significa eso? Me fallan las rodillas y el
brazo de Christian, que me está sujetando, es lo único que
evita que me caiga redonda al suelo.
—Ha sufrido lesiones internas graves —me dice
el doctor Crowe—, sobre todo en el diafragma, pero
hemos podido repararlas y también hemos logrado
salvarle el bazo. Por desgracia, sufrió una parada cardiaca
durante la operación por la pérdida de sangre.
Hemos conseguido que su corazón vuelva a funcionar, pero
todavía hay que controlarlo. Sin embargo, lo
que más nos preocupa es que ha sufrido graves contusiones en
la cabeza, y la resonancia muestra que hay
inflamación en el cerebro. Le hemos inducido un coma para que
permanezca inmóvil y tranquilo mientras
mantenemos en observación esa inflamación cerebral.
¿Daño cerebral? No…
—Es el procedimiento estándar en estos casos.
Por ahora solo podemos esperar y ver la evolución.
—¿Y cuál es el pronóstico? —pregunta Christian
fríamente.
—Señor Grey, por ahora es difícil establecer un
pronóstico. Es posible que se recupere completamente,
pero eso ahora mismo solo está en manos de
Dios.
—¿Cuánto tiempo van a mantener el coma?
—Depende de la respuesta cerebral. Lo normal es
que esté así entre setenta y dos y noventa y seis horas.
¡Oh, tanto…!
—¿Puedo verle? —pregunto en un susurro.
—Sí, podrá verle dentro de una media hora. Le
han llevado a la UCI de la sexta planta.
—Gracias, doctor.
El doctor Crowe asiente, se gira y se va.
—Bueno, al menos está vivo —le digo a
Christian, y las lágrimas empiezan a rodar de nuevo por mis
mejillas.
—Siéntate —me dice Christian.
—Papá, creo que deberíamos irnos. Necesitas
descansar y no va a haber noticias hasta dentro de unas
horas —le dice José al señor Rodríguez, que
mira a su hijo con ojos vacíos—. Podemos volver esta noche,
cuando hayas descansado. Si no te importa, Ana,
claro —dice José volviéndose hacia mí con tono de súplica.
—Claro que no.
—¿Os alojáis en Portland? —pregunta Christian.
José asiente.
—¿Necesitáis que alguien os lleve a casa?
José frunce el ceño.
—Iba a pedir un taxi.
—Luke puede llevaros.
Sawyer se levanta y José parece confuso.
—Luke Sawyer —explico.
—Oh, claro. Sí, eso es muy amable por tu parte.
Gracias, Christian.
Me pongo de pie y les doy un abrazo al señor
Rodríguez y a José en rápida sucesión.
—Sé fuerte, Ana —me susurra José al oído—. Es
un hombre sano y en buena forma. Las probabilidades
están a su favor.
—Eso espero. —Le abrazo con fuerza, después le
suelto y me quito su chaqueta para devolvérsela.
—Quédatela si tienes frío.
—No, ya estoy bien. Gracias. —Miro
nerviosamente a Christian de reojo y veo que nos observa con cara
impasible, pero me coge la mano.
—Si hay algún cambio, os lo diré inmediatamente
—le digo a José mientras empuja la silla de su padre
hacia la puerta que Sawyer mantiene abierta.
El señor Rodríguez levanta la mano para
despedirse y los dos se paran en el umbral.
—Lo tendré presente en mis oraciones, Ana —dice
el señor Rodríguez con voz temblorosa—. Me ha
alegrado mucho recuperar la conexión con él
después de todos estos años y ahora se ha convertido en un
buen amigo.
—Lo sé.
Y tras decir eso se van. Christian y yo nos
quedamos solos. Me acaricia la mejilla.
—Estás pálida. Ven aquí.
Se sienta en una silla y me atrae hacia su
regazo, donde me rodea con los brazos. Yo le dejo hacer. Me
acurruco contra su cuerpo sintiendo una
opresión por la mala suerte de mi padre, pero agradecida de que mi
marido esté aquí para consolarme. Me acaricia
el pelo y me coge la mano.
—¿Qué tal Charlie Tango?
—le pregunto.
Sonríe.
—Oh, muy brioso —dice con cierto orgullo en su
voz.
Eso me hace sonreír de verdad por primera vez
en varias horas y le miro perpleja.
—¿Brioso?
—Es de un diálogo de Historias de Filadelfia. Es la película favorita de Grace.
—No me suena.
—Creo que la tengo en casa en Blu-Ray. Un día
podemos verla y meternos mano en el sofá. —Me da un
beso en el pelo y yo sonrío de nuevo—. ¿Puedo
convencerte de que comas algo? —me pregunta.
Mi sonrisa desaparece.
—Ahora no. Quiero ver a Ray primero.
Él deja caer los hombros, pero no me presiona.
—¿Qué tal con los taiwaneses?
—Productivo —dice.
—¿Productivo en qué sentido?
—Me han dejado comprar su astillero por un
precio menor del que yo estaba dispuesto a pagar.
¿Acaba de comprar un astillero?
—¿Y eso es bueno?
—Sí, es bueno.
—Pero creía que ya tenías un astillero aquí.
—Así es. Vamos a usar este para hacer el
equipamiento exterior, pero construiremos los cascos en Extremo
Oriente. Es más barato.
Oh.
—¿Y los empleados del astillero de aquí?
—Los vamos a reubicar. Tenemos que limitar las
duplicidades al mínimo. —Me da un beso en el pelo—.
¿Vamos a ver a Ray? —me pregunta con voz suave.
La UCI de la sexta planta es una sala sencilla,
estéril y funcional, con voces en susurros y máquinas que
pitan. Hay cuatro pacientes, cada uno encerrado
en una zona de alta tecnología independiente. Ray está en un
extremo.
Papá…
Se le ve tan pequeño en esa cama tan grande,
rodeado de todas esas máquinas… Me quedo impresionada.
Mi padre nunca ha estado tan consumido. Tiene
un tubo en la boca y varias vías pasan por goteros hasta las
agujas, una en cada brazo. Le han puesto una
pinza en el dedo y me pregunto vagamente para qué servirá.
Una de sus piernas descansa encima de las
sábanas; lleva una escayola azul. Un monitor muestra el ritmo
cardiaco: bip, bip, bip. El latido es fuerte y
constante. Al menos eso lo sé. Me acerco lentamente a él. Tiene el
pecho cubierto por un gran vendaje inmaculado
que desaparece bajo la fina sábana que le cubre de la cintura
para abajo.
Me doy cuenta de que el tubo que le sale de la
boca va a un respirador. El sonido que emite se entremezcla
con el pitido del monitor del corazón, creando
una percusión rítmica. Extraer, bombear, extraer, bombear,
extraer, bombear… siguiendo el compás de los
pitidos. Las cuatro líneas de la pantalla del monitor del
corazón se van moviendo de forma continua, lo
que demuestra claramente que Ray sigue con nosotros.
Oh, papá…
Aunque tiene la boca torcida por el respirador,
parece en paz ahí tumbado y casi dormido.
Una enfermera menuda está de pie en un lado de
la sala, comprobando los monitores.
—¿Puedo tocarle? —le pregunto acercando la
mano.
—Sí. —Me sonríe amablemente. En su placa de identificación
pone KELLIE RN y debe de tener unos
veintipocos. Es rubia con los ojos muy, muy
oscuros.
Christian se queda a los pies de la cama,
observando mientras cojo la mano de Ray. Está
sorprendentemente caliente y eso es demasiado
para mí. Me dejo caer en la silla que hay junto a la cama,
coloco la cabeza sobre el brazo de Ray y
empiezo a llorar.
—Oh, papá. Recupérate, por favor —le susurro—.
Por favor.
Christian me pone la mano en el hombro y me da
un suave apretón.
—Las constantes vitales del señor Steele están
bien —me dice en voz baja la enfermera Kellie.
—Gracias —le dice Christian. Levanto la vista
justo en el momento en que ella se queda con la boca
abierta. Acaba de ver bien por primera vez a mi
marido. No me importa. Puede mirar a Christian con la boca
abierta todo el tiempo que quiera si hace que
mi padre vuelva a ponerse bien.
—¿Puede oírme? —le pregunto.
—Está en un estado de sueño profundo, pero
¿quién sabe?
—¿Puedo quedarme aquí sentada un rato?
—Claro. —Me sonríe con las mejillas sonrosadas
por culpa de un rubor revelador. Incomprensiblemente
me encuentro pensando que el rubio no es su
color natural de pelo.
Christian me mira ignorándola.
—Tengo que hacer una llamada. Estaré fuera. Te
dejo unos minutos a solas con tu padre.
Asiento. Me da un beso en el pelo y sale de la
habitación. Yo sigo cogiendo la mano de Ray, sorprendida
de la ironía de que ahora, cuando está
inconsciente, es cuando más ganas tengo de decirle cuánto le quiero.
Ese hombre ha sido la única constante en mi
vida. Mi roca. Y no me había dado cuenta de ello hasta ahora.
No es carne de mi carne, pero es mi padre y le
quiero mucho. Las lágrimas vuelven a rodar por mis mejillas.
Por favor, por favor, ponte bien.
En voz muy baja, como para no molestar a nadie,
le cuento cómo fue nuestro fin de semana en Aspen y el
fin de semana pasado volando y navegando a
bordo del Grace. Le cuento cosas sobre la nueva casa, los
planos, nuestra esperanza de poder hacerla
ecológicamente sostenible. Prometo llevarle a Aspen para que
pueda ir a pescar con Christian y le digo que
el señor Rodríguez y José también serán bienvenidos allí. Por
favor, sigue en este mundo para poder hacer
eso, papá, por favor.
Ray permanece inmóvil; su única respuesta es el
ruido del respirador bombeando y el monótono pero
tranquilizador pi, pi, pi de la máquina que
vigila su corazón.
Cuando levanto la vista encuentro a Christian
sentado a los pies de la cama. No sé cuánto tiempo lleva ahí.
—Hola —me dice. Sus ojos brillan de compasión y
preocupación.
—Hola.
—¿Así que voy a ir de pesca con tu padre, el
señor Rodríguez y José? —me pregunta.
Asiento.
—Vale. Vamos a comer algo y le dejamos dormir.
Frunzo el ceño. No quiero dejarle.
—Ana, está en coma. Les he dado los números de
nuestros móviles a las enfermeras. Si hay algún cambio,
nos llamarán. Vamos a comer, después nos
registramos en un hotel, descansamos y volvemos esta noche.
La suite del Heathman está exactamente igual
que como yo la recuerdo. Cuántas veces he pensado en aquella
primera noche y la mañana siguiente que pasé
con Christian Grey… Me quedo de pie en la entrada de la
suite, paralizada. Madre mía, todo empezó aquí.
—Un hogar fuera de nuestro hogar —dice
Christian con voz suave dejando su maletín junto a uno de los
mullidos sofás—. ¿Quieres darte una ducha? ¿Un
baño? ¿Qué necesitas, Ana? —Christian me mira y sé que
no sabe qué hacer. Mi niño perdido teniendo que
lidiar con cosas que están fuera de su control… Lleva
retraído y contemplativo toda la tarde. Se
encuentra ante una situación que no puede manipular ni predecir.
Esto es la vida real sin paliativos, y ha
pasado tanto tiempo manteniéndose al margen de esas cosas que ahora
se encuentra expuesto e indefenso. Mi dulce y
demasiado protegido Cincuenta Sombras…
—Un baño. Me apetece un baño —murmuro sabiendo
que mantenerle ocupado le hará sentir mejor, útil
incluso. Oh, Christian… Estoy entumecida,
helada y asustada, pero me alegro tanto de que estés aquí
conmigo…
—Un baño. Bien. Sí. —Entra en el dormitorio y
desaparece de mi vista al entrar en el enorme baño. Unos
momentos después el ruido del agua al salir por
los grifos para llenar la bañera resuena en la habitación.
Por fin consigo obligarme a seguirle al
interior del dormitorio. Miro alucinada varias bolsas del centro
comercial Nordstrom que hay sobre la cama.
Christian sale del baño con las mangas de la camisa remangadas
y sin chaqueta ni corbata.
—He enviado a Taylor a por unas cuantas cosas.
Ropa de dormir y todo eso —me dice mirándome con
cautela.
Claro. Asiento para hacerle sentir mejor.
¿Dónde está Taylor?
—Oh, Ana —susurra Christian—. Nunca te he visto
así. Normalmente eres tan fuerte y tan valiente…
No sé qué decir. Solo puedo mirarle con los
ojos muy abiertos. Ahora mismo no tengo nada que ofrecer.
Creo que estoy en estado de shock. Me abrazo
intentando mantener a raya al frío, aunque sé que es un
esfuerzo inútil porque el frío sale de dentro.
Christian me atrae hacia él y me abraza.
—Nena, está vivo. Sus constantes vitales son
buenas. Solo tenemos que ser pacientes —me dice en un
susurro—. Ven. —Me coge la mano y me lleva al
baño. Con mucha delicadeza me quita la chaqueta y la
coloca en la silla del baño. Después empieza a
desabrocharme los botones de la blusa.
El agua está deliciosamente caliente y huele
muy bien; el aroma de la flor de loto llena el aire húmedo y
caldeado del baño. Estoy tumbada entre las
piernas de Christian, con la espalda apoyada en su pecho y los
pies descansando sobre los suyos. Los dos
estamos callados e introspectivos y por fin entro en calor. Christian
me va besando el pelo intermitentemente
mientras yo jugueteo con las pompas de jabón. Me rodea los
hombros con un brazo.
—No te metiste en la bañera con Leila, ¿verdad?
La vez que la bañaste, quiero decir… —le pregunto.
Se queda muy quieto, ríe entre dientes y me da
un suave apretón con la mano que descansa sobre mi
hombro.
—Mmm… no. —Suena atónito.
—Eso me parecía. Bien.
Me tira un poco del pelo, que tengo recogido en
un moño improvisado, haciéndome girar la cabeza para
que pueda verme la cara.
—¿Por qué lo preguntas?
Me encojo de hombros.
—Curiosidad insana. No sé… Porque la hemos
visto esta semana.
Su expresión se endurece.
—Ya veo. Pues preferiría que fueras menos
curiosa. —Su tono es de reproche.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir apoyándola?
—Hasta que pueda valerse por sí misma de nuevo.
No lo sé. —Se encoge de hombros—. ¿Por qué?
—¿Hay otras?
—¿Otras?
—Otras ex a las que hayas ayudado.
—Hubo una. Pero ya no.
—¿Oh?
—Estudiaba para ser médico. Ahora ya está
graduada y además tiene a alguien en su vida.
—¿Otro dominante?
—Sí.
—Leila me dijo que adquiriste dos de sus
cuadros.
—Es cierto, aunque no me gustaban mucho.
Estaban técnicamente bien, pero tenían demasiado color para
mí. Creo que se los quedó Elliot. Como los dos
sabemos bien, Elliot carece de buen gusto.
Suelto una risita y Christian me rodea con el
otro brazo, lo que hace que se derrame agua por un lado de la
bañera.
—Eso está mejor —me susurra y me da un beso en
la sien.
—Se va a casar con mi mejor amiga.
—Entonces será mejor que cierre la boca —dice.
Me siento más relajada después del baño.
Envuelta en el suave albornoz del Heathman me fijo en las bolsas
que hay sobre la cama. Vaya, aquí debe de haber
algo más que ropa para dormir… Le echo un vistazo a una.
Unos vaqueros y una sudadera con capucha azul
claro de mi talla. Madre mía… Taylor ha comprado ropa
para todo el fin de semana. ¡Y además sabe la
que me gusta! Sonrío y recuerdo que no es la primera vez que
compra ropa para mí cuando hemos estado en el
Heathman.
—Aparte del día que viniste a acosarme a
Clayton’s, ¿has ido alguna vez a una tienda a comprarte tus
cosas?
—¿Acosarte?
—Sí, acosarme.
—Tú te pusiste nerviosa, si no recuerdo mal. Y
ese chico no te dejaba en paz. ¿Cómo se llamaba?
—Paul.
—Uno de tus muchos admiradores.
Pongo los ojos en blanco y él me dedica una
sonrisa aliviada y genuina y me da un beso.
—Esa es mi chica —me susurra—. Vístete. No
quiero que vuelvas a coger frío.
—Lista —digo. Christian está trabajando en el
Mac en la zona de estudio de la suite. Lleva vaqueros
negros y un jersey de ochos gris y yo me he
puesto los vaqueros, una camiseta blanca y la sudadera con
capucha.
—Pareces muy joven —me dice Christian cuando
levanta la vista de la pantalla con los ojos brillantes—. Y
pensar que mañana vas a ser un año más mayor…
—Su voz es nostálgica. Le dedico una sonrisa triste.
—No me siento con muchas ganas de celebrarlo.
¿Podemos ir ya a ver a Ray?
—Claro. Me gustaría que hubieras comido algo.
Apenas has tocado la comida.
—Christian, por favor. No tengo hambre. Tal vez
después de ver a Ray. Quiero darle las buenas noches.
Cuando llegamos a la UCI nos encontramos con
José que se va. Está solo.
—Hola, Ana. Hola, Christian.
—¿Dónde está tu padre?
—Se encontraba demasiado cansado para volver.
Ha tenido un accidente de coche esta mañana. —José
sonríe preocupado—. Y los analgésicos le han
dejado KO. No podía levantarse. He tenido que pelearme con
las enfermeras para poder ver a Ray porque no
soy pariente.
—¿Y? —le pregunto ansiosa.
—Está bien, Ana. Igual… pero todo bien.
El alivio inunda mi sistema. Que no haya
noticias significa buenas noticias.
—¿Te veo mañana, cumpleañera?
—Claro. Estaremos aquí.
José le lanza una mirada a Christian y después
me da un abrazo breve.
—Mañana.
—Buenas noches, José.
—Adiós, José —dice Christian. José se despide
con un gesto de la cabeza y se va por el pasillo—. Sigue
loco por ti —me dice Christian en voz baja.
—No, claro que no. Y aunque lo estuviera… —Me
encojo de hombros porque ahora mismo no me
importa.
Christian me dedica una sonrisa tensa y se me
derrite el corazón.
—Bien hecho —le digo.
Frunce el ceño.
—Por no echar espuma por la boca.
Me mira con la boca abierta, herido pero
también divertido.
—Yo no echo espuma por la boca… Vamos a ver a
tu padre. Tengo una sorpresa para ti.
—¿Una sorpresa? —Abro mucho los ojos, alarmada.
—Ven. —Christian me coge la mano y empujamos
para abrir las puertas de la UCI.
De pie junto a la cama de Ray está Grace,
enfrascada en una conversación con Crowe y otra doctora, una
mujer que no había visto antes. Al vernos Grace
sonríe.
Oh, gracias a Dios.
—Christian —le saluda y le da un beso en la
mejilla. Después se vuelve hacia mí y me da un abrazo
cariñoso.
—Ana, ¿cómo lo llevas?
—Yo estoy bien. Es mi padre el que me preocupa.
—Está en buenas manos. La doctora Sluder es una
experta en su campo. Nos formamos juntas en Yale.
Oh…
—Señora Grey —me saluda formalmente la doctora
Sluder. Tiene el pelo corto y es menuda y delicada,
con una sonrisa tímida y un suave acento
sureño—. Como médico principal de su padre me alegra decirle que
todo va sobre ruedas. Sus constantes vitales
son estables y fuertes. Tenemos fe en que pueda conseguir una
recuperación total. La inflamación cerebral se
ha detenido y muestra signos de disminución. Es algo muy
alentador teniendo en cuenta que ha pasado tan
poco tiempo.
—Eso son buenas noticias —murmuro.
Ella me sonríe con calidez.
—Lo son, señora Grey. Le estamos cuidando
mucho. Y me alegro de verte de nuevo, Grace.
Grace le sonríe.
—Igualmente, Lorraina.
—Doctor Crowe, dejemos a estas personas para
que pasen un tiempo con el señor Steele. —Crowe sigue a
la doctora Sluder hacia la salida.
Miro a Ray y, por primera vez desde el
accidente, me siento esperanzada. Las palabras de la doctora Sluder
y de Grace han avivado esa esperanza.
Grace me coge la mano y me da un suave apretón.
—Ana, cariño, siéntate con él. Háblale. Todo
está bien. Yo me quedaré con Christian en la sala de espera.
Asiento. Christian me sonríe para darme
seguridad y él y su madre se van, dejándome con mi querido
padre dormido plácidamente con el ruido del
respirador y del monitor del corazón como nana.
Me pongo la camiseta blanca de Christian y me
meto en la cama.
—Pareces más contenta —me dice Christian
cautelosamente mientras se pone el pijama.
—Sí. Creo que hablar con tu madre y con la
doctora Sluder ha cambiado las cosas. ¿Le has pedido tú a
Grace que venga?
Christian se mete en la cama, me atrae hacia
sus brazos y me gira para que quede de espaldas a él.
—No. Ella quiso venir a ver cómo estaba tu
padre.
—¿Cómo lo ha sabido?
—La he llamado yo esta mañana.
Oh.
—Nena, estás agotada. Deberías dormir.
—Mmm… —murmuro totalmente de acuerdo. Tiene
razón. Estoy muerta de cansancio. Ha sido un día
lleno de emociones. Giro la cabeza y le miro un
segundo. ¿No vamos a hacer el amor? Me siento aliviada. De
hecho lleva todo el día tratándome con cierta
distancia. Me pregunto si debería sentirme alarmada por esa
circunstancia, pero como la diosa que llevo
dentro ha abandonado el edificio y se ha llevado mi libido con
ella, creo que mejor lo pienso por la mañana.
Me vuelvo a girar y me acurruco contra Christian, entrelazando
una pierna con las suyas.
—Prométeme algo —me dice en voz baja.
—¿Mmm? —Estoy demasiado cansada para articular
una pregunta.
—Prométeme que vas a comer algo mañana. Puedo
tolerar con dificultad que te pongas la chaqueta de otro
hombre sin echar espuma por la boca, pero Ana…
tienes que comer. Por favor.
—Mmm —concedo. Me da un beso en el pelo—.
Gracias por estar aquí —murmuro y le beso el pecho
adormilada.
—¿Y dónde iba a estar si no? Quiero estar donde
tú estés, Ana, sea donde sea. Estar aquí me hace pensar
en lo lejos que hemos llegado. Y en la primera
noche que pasé contigo. Menuda noche… Me quedé
mirándote durante horas. Estabas… briosa —dice
sin aliento. Sonrío contra su pecho—. Duerme —murmura,
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