Capítulo
7
Estoy helada. Hago una mueca de dolor ante la
luz que ataca mis ojos, los
abro de golpe y me incorporo de un salto.
¿Dónde está?
Me aparto el pelo de la cara, salto de la cama
y corro al cuarto de
baño. No está. Presa del pánico, vuelo
escaleras abajo y no paro hasta
llegar a la puerta de la cocina.
—Buenos días. —Deja su taza de café y se
acerca hacia mí. Es como
si estuviera mirando a otro hombre. ¿He estado
soñado los últimos dos
días?
Lleva puesto un traje gris marengo, una camisa
blanca reluciente y
una corbata rosa claro. Se ha afeitado y se ha
peinado la maraña rubia
ceniza a un lado. Sus ojos verdes brillan
encantadores. Está impresionante.
—Bu... buenos días —tartamudeo. Estoy confusa.
Se acerca y me rodea la cintura con el brazo,
luego me levanta del
suelo y me aproxima a su boca.
—¿Has dormido bien? —pregunta rozándome los
labios con los
suyos.—
Mmm —murmuro. Me he quedado estupefacta.
Estaba segura de
que esta mañana iba a tener que librar una
batalla campal con don Difícil.
—¿Ves? Por eso te quiero aquí mañana, tarde y
noche —musita.
—¿Por qué? —Frunzo el ceño. ¿Para que pueda
hacer esto todas las
mañanas? Tal vez lo de mudarme con él no sea
tan mala idea, después de
todo.
Me sienta sobre sus rodillas y se aparta para
poder verme mejor. Se
pasa la mano lastimada por la barbilla recién
afeitada, levanta una ceja y
me dirige una media sonrisa.
«¡Mierda! ¡Pero si estoy en pelotas!»
—¡Joder! —Me vuelvo e inicio una rápida
retirada hacia la escalera.
No llego muy lejos. Me pilla a medio camino, me
rodea la cintura con
el brazo y me levanta del suelo.
—¡Cuidado con esa boca!
Me lleva de vuelta a la cocina y me sienta
sobre la isleta.
—¡Ay! —grito al notar el frío del mármol en mi
trasero.
Se echa a reír y me separa los muslos antes de
meterse entre ellos.
—Quiero que bajes a desayunar así todos los
días. —Su índice se
pasea desde mi rótula hasta la ingle. Ahora
estoy más que despierta. Y
tensa.—
Estás muy seguro de que voy a estar aquí todas
las mañanas —digo
con toda la tranquilidad con la que una mujer
puede hablar cuando un dios
le está pasando el dedo por el vello púbico.
Estoy intentando mantener el control y
comportarme como si nada,
pero lo cierto es que estoy tiesa como un palo
y él lo sabe. De todos modos,
no puede obligarme a cumplir lo que he
prometido en mitad de un
orgasmo.
Lucha por contener una sonrisa.
—Lo estoy porque tú aceptaste. Lo que dijiste
exactamente fue...
Mira al techo como si se estuviera
concentrando mucho y luego me
mira a mí.
—Ah, ya me acuerdo. Dijiste: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Joder,
sí!» —Pierde la
batalla por contener la risa y las comisuras
de sus labios se levantan
picaronas mientras introduce un dedo en mi
interior.
Me tenso todavía más.
—¡Fue en un momento de debilidad! —No puedo
ocultar el deseo en
mi voz. Me ha pillado.
Traza círculos con el pulgar sobre mi clítoris
y empiezan a dolerme
los músculos de las piernas. Cambio de postura
sobre la encimera para
facilitarle el acceso. Soy una chica fácil.
—¿Tengo que recordarte por qué fue una buena
decisión? —Me besa
en los labios e introduce un segundo dedo en
mí. De repente, soy puro
deseo. No, no hace falta. No tiene sentido
pero quiero el recordatorio. Lo
cojo de la chaqueta, aprieto los puños y gimo
en su boca. Noto cómo se ríe
contra mis labios antes de soltarlos y
tumbarme sobre la isla de la cocina.
El frío del mármol se extiende por mi cuerpo,
pero en estos momentos no
me importa lo más mínimo. Lo necesito... otra
vez.
Su mirada me quema. Se desabrocha el cinturón
y los pantalones a
toda prisa y luego se baja los calzoncillos y
deja en libertad su erección
matutina. Con un par de movimientos bien
coordinados, me coge por
debajo de los muslos y tira de mí hacia su
polla expectante.
—¡Éste es otro motivo! —ruge retirándose y
volviendo a adentrarse
en mí.
—¡Ay, Dios! ¡Jesse! —Echo la cabeza atrás
sobre el mármol y arqueo
la espalda para volver a él.
Por el amor de Dios, este hombre sabe moverse.
Marca un ritmo
estremecedor que me tiene agarrada al borde de
la encimera con todas mis
fuerzas, o me caería al suelo.
—¡Joder, eres perfecta, nena! —Se introduce en
mí de nuevo, con
fuerza. Se me escapa un gemido de
desesperación.
No sé qué hacer. Es incansable y carga una y
otra vez. Estoy mareada.
Me coge una teta con la mano y la masajea con
fuerza sin perder el ritmo
de sus contundentes estocadas.
—¿Te refresca la memoria? —ruge, pero soy
incapaz de responder.
Me he quedado muda. Cada una de sus poderosas
arremetidas me acerca
más y más al final.
Cojo aire y contengo la respiración cuando
llego al borde del
orgasmo.
—Respóndeme, Ava —me ordena—. ¡Ahora!
—¡Sí!
—¿Vas a vivir conmigo? —Me aprieta la teta con
más fuerza. Sus
caderas siguen embistiéndome sin descanso.
—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¡Jesse!
—¡Responde a la puta pregunta, Ava!
Las continuas estocadas me están volviendo
loca, la cabeza me da
vueltas y mi vientre tiembla sin control.
—¡Sí! —chillo mientras suelto todo el aire que
tenía en los pulmones
y me catapulto a una sensación de plena
satisfacción que me hace temblar
de pies a cabeza y me arquea la espalda. Mi
cuerpo se sacude
repetidamente con violentos espasmos.
—¡Sí! —Él se derrumba sobre mí y me aprisiona
contra el mármol.
Dejo caer los brazos por encima de la cabeza
con una exhalación de
agotamiento y permito que mis músculos se
contraigan de forma natural a
su alrededor mientras yacemos jadeando y
sudorosos en la isleta de la
cocina. Estoy hecha polvo. Podría volver a la
cama pero tengo que ir a
trabajar y, aunque no se lo confesaré nunca a
Jesse, la verdad es que no
tengo ningunas ganas de ir. Preferiría que me
llevara en brazos al
dormitorio y me hiciera el amor todo el día, y
quizá también toda la noche.
—Buenos días —jadeo.
Él levanta la cabeza para mirarme.
—Dios, no sabes cuánto te quiero.
—Lo sé. Te has afeitado —suspiro.
Necesito volver a acostarme. Me siento como si
acabara de correr una
de sus maratones.
—¿Quieres que me deje barba?
Le acaricio con la palma de la mano su nuevo
rostro suave y limpio.
—No, me gusta verte la cara.
Me besa la mano, se levanta y me da otro beso
en el estómago antes
de salir de mí y arreglarse los pantalones.
Me observa mientras se abrocha el cinturón y
luego se seca los labios
húmedos y lascivos con el dorso de la mano.
—Tengo que irme. Sal de mi vista antes de que
vuelva a poseerte. —
Me coge de la mano y tira para levantarme del
mármol; luego me da un
beso largo y sensual en los labios—. Corre.
Sopeso la posibilidad de no moverme ni un
milímetro. Quiero más,
pero él parece satisfecho con continuar su día
sin mí, y eso debe de ser
bueno. No quiero descarriarlo, así que me
marcho, en cueros, y consciente
de que me está mirando. Me detengo en el arco
de la entrada y me vuelvo.
Está de pie con las manos en los bolsillos,
las piernas un poco abiertas y
los ojos brillantes. Me observa con atención.
—Que tengas un buen día —sonrío, me paso el
dedo por la raja
húmeda y luego me lo llevo a la boca. Sí, soy
toda una tentación.
—Que te den, Ava —me espeta.
Me río, doy media vuelta y subo escaleras
arriba. ¡Soy un zorrón!
Pero me da igual. Esta mañana está muy
contento y eso me tiene
gratamente sorprendida. Me estaba preparando
para una batalla campal,
para intentar salir del ático sin Jesse y
sumergirme en mi jornada laboral.
Esto es hacer progresos. Estoy feliz.
Es lunes y tengo un montón de cosas que hacer.
Me siento poderosa y
necesito un vestido acorde con mi actitud.
Gracias a Dios, Kate tuvo la
iniciativa de meter algo de ropa de trabajo en
la bolsa y... mi vestido negro
sin mangas con falda lápiz.
Me ducho y hago lo que puedo con el pelo antes
de embutirme en el
vestido y coger los tacones rojos para bajar
la escalera, pero me detengo en
seco en el umbral de la puerta.
¡Mierda!
No tengo el coche aquí y necesito las carpetas
que están en el interior.
Salgo del ático a toda velocidad. Clive está
en el vestíbulo, recogiendo un
paquete. Corro hacia la luz del día y me
dirijo a él mientras me pongo las
gafas de sol.
—¡Clive, necesito un taxi!
—Ava, ¿qué tal estás? —me sonríe, feliz—. Tu
coche te está
esperando.
—¿Mi coche?
Señala un Range Rover negro y veo a John, que
está sentado sobre el
capó hablando por el móvil. Lleva puestas las
gafas de sol y el traje negro
de rigor. Me dirige una inclinación de la
cabeza, su saludo habitual.
Empiezo a caminar hacia él pero me acuerdo de
algo. Me vuelvo hacia
Clive.—
¿Ha hablado Jesse contigo sobre la visita de
ayer?
—No, Ava.
Clive vuelve a su mesa.
Hum, ya me lo imaginaba. Me acerco a John y
oigo el final de su
conversación:
—La tengo al lado, Jesse. Llegaré en seguida.
—Su voz grave hace
que siempre parezca estar de mal humor. Cuelga
y con la cabeza señala el
coche. Eso significa que quiere que suba.
Me dirijo hacia el asiento del acompañante. Si
no tuviera tanta prisa,
protestaría.
—¿Por qué estás aquí? —pregunto mientras subo
al coche.
—Jesse me pidió que te llevara a trabajar. —No
parece impresionado.
No quiero causarle molestias. Jesse debe de
haberse dado cuenta antes
que yo de que mi coche no estaba aquí, pero
soy perfectamente capaz de
coger un taxi. No hacía falta que lo arreglara
para que alguien me llevara.
Además, ¿por qué no se ha quedado y me ha
llevado él?
—Necesito que me lleves donde está mi coche,
¿te importa? Está en
casa de Kate, en Notting Hill.
Asiente, baja la ventanilla y apoya el codo en
el marco. Tiene pinta de
ser un tío duro, un cabrón de armas tomar. Me
pregunto cómo se
conocieron Jesse y él. Sí, trabaja para Jesse,
pero parece saber lo de su
problema con la bebida (o que no tiene ningún
problema con la bebida, lo
que sea). Tengo un millón de preguntas en la
punta de la lengua pero me
resisto. Si he aprendido algo sobre el
grandullón de John es que no es muy
hablador. Entonces se me escapa una pregunta.
—¿Has arreglado ya la puerta de entrada?
Se vuelve despacio hacia mí y veo que frunce
ligeramente el ceño. Le
sostengo la mirada pero él sigue sin
contestar.
—Las puertas de la entrada de La Mansión
—insisto—, las que se
estropearon el domingo.
Asiente un par de veces y vuelve a mirar a la
carretera.
—Todo arreglado, muchacha.
Seguro que sí. ¿Sabrá lo que estoy pensando?
Realizamos el trayecto en silencio, salvo esa
especie de zumbido
constante que emite él. Me deja en casa de
Kate.
—Gracias, John.
—No hay de qué —masculla, y acto seguido
desaparece.
Son las ocho. Tengo tiempo, así que corro por
el sendero que lleva a
casa de mi amiga.
Entro y me la encuentro batiendo un cuenco
enorme de azúcar y
mantequilla.
—Hola. —Meto el dedo en el cuenco.
Lo aparta con la cuchara.
—¡Fuera! ¡Tengo mucho que hacer! Ayer no hice
nada de nada. —
Está nerviosa, lo que no es nada habitual en
ella, que siempre parece estar
tranquila y tenerlo todo bajo control. ¿Qué la
habrá puesto así?
—¿Ah, sí? —me río.
—Muy divertido —me suelta mientras echa harina
en la balanza.
Tomo la sensata decisión de dejarlo estar.
—¿Qué tal tu hermano? —me pregunta.
Vaya, hemos pasado de «Dan» a «hermano».
—Está bien —digo simplemente; no voy a entrar
en detalles.
—¿Y Jesse? —pregunta con la lengua fuera
mientras se inclina para
calibrar la balanza.
—Sí. —Me siento en uno de los sillones.
Se endereza y me mira inquisitiva. No he
tenido tiempo de darle
detalles, hay demasiadas cosas sobre las que
quiero saber su opinión.
—¿Ava?
Suspiro.
—Quiere que me vaya a vivir con él. He dicho
que sí, pero sólo
porque me echó lo que él llama un polvo de
entrar en razón cuando le dije
que no, seguido de un polvo de recordatorio
esta mañana. —Me encojo de
hombros.
Me mira boquiabierta.
—¡Caray!
Me echo a reír.
—Ya.
—¿No es un poco pronto?
La pregunta me sorprende pero me alegro de que
sea de la misma
opinión que yo.
—Eso creo yo también. Me quiere por la mañana,
por la noche y un
poco entremedias. Ya es bastante terrible, con
todas sus exigencias, su
manía de controlarlo y preocuparse por todo.
Podría perder mi identidad.
—Pues claro. ¿Se lo has dicho a él? —Echa la
harina en el cuenco y
comienza a batir la mezcla otra vez.
—No. Oye, ¿qué pasó en La Mansión el sábado
por la noche, y por
qué no contestaste a ninguna de mis llamadas?
—inquiero.
Me clava sus brillantes ojos azules.
—¡Nada! —me ladra a la defensiva—. Se me
olvidó devolverte las
llamadas.
Sospecho de inmediato.
—Me refería a lo de la policía —digo con una
ceja levantada. Le ha
faltado tiempo para decirme que nada. ¿Qué
habrá estado haciendo?
—¡Ah! —Se pone nerviosa y temblorosa y vuelve
a batir la masa para
tartas con demasiada fuerza—. Pues no sé.
Jesse apareció y la policía se
fue poco después.
—¡Hola, nena!
La voz cantarina de Sam procede de la puerta,
y las dos alzamos la
vista a la vez.
Toso, mirando hacia todas partes menos a él.
—Hola —digo levantando la mano para saludarlo.
Me he puesto roja
como un tomate e, incómoda a más no poder;
miro a Kate, suplicándole en
silencio que haga algo con ese cabroncete
descarado.
—Samuel, ponte algo de ropa encima —lo riñe
ella con una pequeña
sonrisa.
—Venía a ayudar —replica.
Sigo mirando a todas partes menos a él. Jesse
tenía razón: es un
exhibicionista. Está en cueros. Lo único que
lleva puesto es uno de los
diminutos delantales de Cath Kidston de Kate.
Pasa junto a mí y mis ojos
vagan hacia su trasero, prieto y al
descubierto.
—Ya has hecho que me retrase bastante —gime
Kate dándole un
azote en el culo con una espátula cubierta de
masa para tartas.
—Espero que la tires —digo, y me echo a reír.
Ella también ríe y empieza a lamer la espátula
con una sonrisa de
oreja a oreja. Disfruta viéndome tan incómoda.
Sam se vuelve hacia mí con la sonrisa más
grande que he visto nunca
en su rostro picarón. Es obvio que él también
disfruta viendo lo incómoda
que estoy. Entonces se inclina un poco hacia
adelante y le planta el culo en
la cara a Kate.
—Ahora vas a tener que lamerlo todo.
Azorada, salto de inmediato del sillón.
—Mejor me voy —suelto a toda velocidad con una
vocecita aguda y
chillona. No quiero presenciar la «operación
limpieza del culo cubierto de
masa para tartas de Sam».
—¡Hasta luego! —Kate se ríe a carcajadas al
ver cómo salgo huyendo.
—Oye, ¿cómo está mi colega? —pregunta Sam.
No vuelvo la cabeza por miedo a lo que pueda
ver.
—¡Bien! —grito cerrando la puerta al salir.
En mi mente no dejo de darles vueltas a las
respuestas breves y
cortantes de Kate a mis preguntas sobre La
Mansión. Ni siquiera quiero
imaginar lo que estoy pensando.
Voy en coche a trabajar. Podría haber cogido
mis carpetas y haberme
metido en el metro, pero tengo intención de
recoger el resto de mis
pertenencias de casa de Matt cuando salga de
la oficina. He estado
posponiéndolo toda la semana porque llamó a
mis padres. No he hablado
con él del tema y creo que no voy a hacerlo.
¿Para qué? No quiero entrar en
el juego de dimes y diretes. La verdad es que
ni siquiera tengo ganas de
volver a verlo, al menos hoy no.
Llego a la oficina a tiempo de ver un ramo
enorme de calas sobre mi
mesa. Suspiro. ¿Cómo consigue que envíen las
flores tan de prisa?
Busco la tarjeta.
ERES UNA SALVAJE Y UNA CALIENTABRAGUETAS.
ME VUELVES LOCO.
TE QUIERO.
BSS, J.
¿Que yo lo vuelvo loco a él? Ese hombre
delira. Le mando un mensaje
rápido.
Lo sé. Las flores son preciosas. Gracias por
llevarme al... trabajo. Bss, A.
Arreglo mi mesa y abro el correo electrónico y
la lista de tareas
pendientes, pero me distraigo en seguida del
trabajo cuando me acuerdo de
que no me he tomado la píldora. Cojo el bolso
del suelo. Rebusco en su
interior durante unos cuantos minutos.
Finalmente, pongo el bolso boca
abajo y vacío el contenido sobre la mesa.
—¡Mierda, mierda, mierda! —Por favor, otra vez
no.
—Buenos días, flor. —Patrick entra en mi
despacho.
—Buenos días —digo sin levantar la vista,
sumida en mi búsqueda
inútil. Me merezco una medalla por ser tan
descuidada—. ¿Has tenido un
buen fin de semana? —pregunto recogiendo un
puñado de tickets olvidados
que procedo a embutir en la papelera.
Patrick gruñe un par de veces.
—Pues no, la verdad es que no. ¡Mira!
Me fijo en eso que se supone que debo mirar y
me olvido de la
montaña de basura que hay esparcida sobre mi
mesa.
—¿Qué? —pregunto.
Se señala la cabeza con el dedo, así que me
levanto de la silla y me
inclino hacia adelante de puntillas, pero sigo
sin ver nada.
—¿Qué, Patrick?
—Eso. Ahí. ¡Mira!
—Patrick, ¿qué se supone que tengo que ver?
—La calvicie incipiente —me dice, molesto.
Recorro con la mirada su mata de pelo gris
plateado en busca de algún
indicio de calvicie, pero que me aspen si veo
alguno.
—Patrick, no tienes ninguna calva —intento
tranquilizarlo.
—La tendría si no me tomara mis vitaminas
—gruñe—. Bonitas
flores.—
Ah, sí. Son de mi hermano —contesto a toda
velocidad. Tengo que
hablar con Jesse acerca de esto de enviarme
flores.
—Qué dulce —sonríe, y se va a su despacho.
Mi móvil empieza a bailar sobre la mesa para
avisarme de que tengo
un mensaje de texto.
Eres preciosa y sé que lo sabes. ¡Descarada!
Te echo de menos. Bss, J.
Me echa de menos. Me derrito sobre el
contenido de mi bolso. Yo
también lo echo de menos, pero ahora mismo me
preocupa más tener que ir
a la consulta de la doctora Monroe por tercera
vez. Es ridículo.
Ya que tengo el móvil en la mano, decido hacer
la llamada que no me
apetece en absoluto hacer. Llamo a Matt, que
espera dos tonos antes de
contestar.
—¿Ava? —Parece contento de oírme. Quiero
borrarle la sonrisa de la
cara cuanto antes.
—Hola, quiero ir a recoger mis cosas. —Voy
directa al grano. Si no
necesitara mis cosas, ni me molestaría en
llamarlo. Sólo de pensar en él, se
me pone la carne de gallina; hablar con él me
da urticaria. Estuve con Matt
cuatro años. ¿Qué me ha pasado?
—Por supuesto. —Lo dice como si lo estuviera
deseando, y no me
sienta bien.
—¿Puedo pasarme cuando salga del trabajo? ¿Más
o menos a las seis?
—Claro, me parece perfecto —responde con
entusiasmo.
Quiero escupirle por teléfono y decirle
exactamente lo que pienso de
él, pero sé que espera que lo ataque de alguna
manera y no voy a darle el
gusto. Lo que hago y con quién lo hago no es
asunto suyo.
«¿Por qué llamaste a mis padres, cucaracha?»
—Genial. Te veo luego. —¿Por qué he dicho eso?
No es genial para
nada. Quizá a él le parezca perfecto, pero a
mí no. En cuanto tenga el resto
de mis cosas no pienso volver a verlo nunca.
Un escalofrío me recorre de pies a cabeza, y
cuelgo. Si pudiera,
enviaría a Kate a buscar mis cosas, pero sé
que eso terminaría en llanto y
chirriar de dientes y, posiblemente, en
intervención policial. Será entrar y
salir. Puedo resistirme a la tentación de
matarlo durante los escasos
minutos que tardaré en recogerlo todo y
largarme.
—¿Te apetece un café, Ava?
Levanto la vista y veo a Sally retorciéndose
la coleta con los dedos.
Hay algo distinto en ella.
—Sí, por favor. ¿Has pasado un buen fin de
semana, Sal? —¿Por qué
se la ve tan distinta? Se pone colorada hasta
las orejas, y entonces caigo en
la cuenta de que ha cambiado las blusas de
cuello alto por una camiseta
con un pronunciado escote redondo. ¡Caramba!
¡Sal tiene unas tetas
estupendas! ¿Quién lo habría imaginado?
—Sí. Gracias por preguntar, Ava —responde, y
trota hacia la cocina.
Sonrío para mis adentros. Es posible que
nuestra Sal, sosa y aburrida,
haya estado de juerga con un hombre este fin
de semana. Dejo el móvil en
la mesa y empiezo a trabajar y a revisar mis
archivos para preparar mi
reunión del miércoles con el señor Van Der
Haus.
Sobre las diez y media, cojo mis cosas y me
dispongo a hacer algunas
visitas.—
Sal, dile a Patrick que me he ido a visitar
clientes. Volveré hacia las
cuatro y media.
—Muy bien —responde con entusiasmo mientras
archiva recibos. Sí,
definitivamente ha habido un hombre en su vida
este fin de semana. ¿De
verdad los hombres tienen semejante impacto en
las mujeres?
Camino de la puerta paso junto a Tom y
Victoria.
—¿Qué tal el fin de semana, corazón? —me
pregunta Tom.
—Genial —digo recogiendo el beso que me
lanza—. Tengo que
darme prisa. Volveré a las cuatro y media.
—Disculpa. —Victoria me empuja para pasar.
—¿Qué mosca le ha picado? —le pregunto a Tom.
Él pone los ojos en blanco.
—Que me aspen si lo sé. Me llamó el sábado
para decirme que estaba
enamorada y esta mañana me la encuentro con
cara de haber desayunado
cristales rotos.
—¿Drew? —pregunto. ¿Qué habrá salido mal?
Tom se encoge de hombros.
—No quiere hablar del tema, cosa que no es
buena señal. Veré si
puedo sonsacarle algo. Hablamos luego.
De camino al metro me paro en la farmacia para
comprar brillo de
labios, que se me ha terminado. Me siento
tentada de comprar vitaminas
cuando recuerdo haber leído algo sobre
déficits vitamínicos mientras
investigaba sobre el alcoholismo. Me leo las
cajas de un millón de frascos
y al final decido hablar con el farmacéutico.
Después de hablar un rato con él, aunque sin
entrar en detalles, me
recomienda un par de cosas y me aconseja que
acuda a un médico si el
tema me preocupa. ¿Me preocupa? Jesse insiste
en que no es alcohólico y
que no siente unas ganas irresistibles de
beberse hasta el agua de los
floreros. Aun así, compro las vitaminas.
Total, no van a hacerle daño.
Estoy en Kensington High Street, y Ain’t no
sunshine suena en mi
bolso. Ja, seguro que se cree muy gracioso. No
lo pienso dos veces antes de
contestar. No me gustaría que le entrara el pánico
por un par de llamadas
perdidas y me telefoneara como un loco
mientras estoy visitando a mis
clientes. Necesito mantenerlo estable, y si
eso implica una conversación
rápida por teléfono, pues adelante.
—Hola —lo saludo.
Suspira.
—Dios, cómo te echo de menos. —Parece muy
triste. Sólo han pasado
unas pocas horas desde que me tuvo abierta de
piernas sobre la encimera
de la cocina.
—¿Por qué has enviado a John a recogerme?
—Porque no tenías tu coche —dice como si fuera
tonta por preguntar
algo tan obvio.
—¿Por qué no me has llevado tú a trabajar? —Mi
tono es de
acusación. Me ha salido solo.
—¿Te habría gustado más?
—Pues claro, pero no era necesario. —Estoy
llegando a mi destino.
Necesito poner fin a la conversación—. ¿Dónde
estás?
—En La Mansión. Todo está bajo control. Aquí
no hago falta. ¿A ti te
hago falta?
No puedo verlo, pero sé que está poniéndome
morritos.
—Siempre —digo, ya que sé que eso es lo que
quiere oír.
—¿Y ahora?
—Jesse, estoy trabajando. —Intento no sonar
irritada, pero me espera
un día de lo más ajetreado y no quiero tener
que estar diciéndole todo el
rato lo que necesita oír para sobrellevar su
día.
—Lo sé —dice, abatido—. ¿Qué estás haciendo
ahora mismo?
¿Por qué quiere saberlo?
—Voy a visitar a un cliente, acabo de llegar,
así que tengo que colgar.
—Puede que a él no lo necesiten en su trabajo,
pero yo tengo una agenda
que cumplir.
—Ah, vale. —Suena tan desolado que me siento
culpable por estar
intentando librarme de él.
Paro en la puerta y alzo la vista al cielo.
—Esta noche duermo en tu casa —digo con la
esperanza de animarlo
un poco.
Profiere un sonido burlón.
—Eso espero, ¡vives allí!
Pongo los ojos en blanco. Cómo no.
—Te veo luego.
—¿A qué hora? —me presiona.
—Más o menos a las seis.
—Más o menos —repite—. Te quiero, nena.
«...»
—Lo sé.
Cuelgo y subo los escalones que llevan a la
puerta principal del nuevo
hogar del señor y la señora Kent. Estoy
demasiado ocupada como para que
mi hombre complicado me distraiga con su
complicada forma de ser.
—Bonitas flores.
Levanto la vista y veo a Victoria delante de
mi mesa. Está menos
naranja pero no menos triste que esta mañana.
—¿Te encuentras bien?
Me pregunto si Tom ha conseguido tirarle de la
lengua.
—La verdad es que no.
—¿Te apetece desahogarte?
Se encoge de hombros.
—La verdad es que no.
Intento no poner cara de aburrimiento pero es
muy difícil. Es el típico
momento en que uno se muere por desahogarse
pero a la vez quiere que
alguien le suplique y le dé coba hasta que
suelte la información. He tenido
el día más largo de mis veintiséis años de
vida. No me queda energía para
tirarle de la lengua a nadie. Me levanto y voy
a la cocina a por unas
galletas. Necesito un chute de glucosa.
Sally está lavando los platos.
A ella sí que me apetece sonsacarle. Me muero
por saber por qué tiene
esa sonrisa de oreja a oreja en la cara y qué
ha hecho aparecer en escena los
cuellos redondos pronunciados.
—¿Qué has hecho este fin de semana, Sal? —Intento
que parezca la
pregunta más normal del mundo y cojo la caja
de galletas.
Se pone colorada otra vez. Creo que mis
sospechas van bien
encaminadas. Si me dice que ha estado haciendo
punto de cruz y limpiando
las ventanas, me ahorco.
—Salí a tomar una copa, ya sabes. —Ella
también intenta decirlo
como si fuera lo más normal del mundo, pero
fracasa estrepitosamente.
¡Lo sabía!
—Qué bien. ¿Con quién? —Finjo desinterés. Me
cuesta mucho. Me
muero por descubrir que nuestra Sal, más sosa
que hecha por encargo, que
sólo lleva faldas escocesas y blusas
abotonadas hasta el cuello, la que es la
burra de carga de la oficina, es una especie
de dominatrix o algo así.
—Tuve una cita —responde, y vuelve a fracasar
a la hora de decirlo
en tono casual.
—¿De verdad? —exclamo. Eso ha sonado fatal. No
quería parecer
sorprendida pero lo estoy.
—Sí, Ava. Lo conocí por internet.
¿Por internet? Sólo he oído desastres al
respecto. Todos parecen
modelos de ropa interior en las fotos de sus
perfiles pero, en la vida real,
más bien tienen el aspecto de un asesino en
serie. Aunque a Sal se la ve
contenta.
—¿Y fue bien? —pregunto mientras me llevo a la
boca una galleta
integral de chocolate.
—¡Sí! —grita. Casi me atraganto con la
galleta. Nunca la había visto
tan animada—. Es perfecto, Ava. Hemos quedado
otra vez mañana.
—Sal, me alegro mucho por ti.
—¡Y yo! —suspira—. He de irme. ¿Necesitas algo
antes de que me
marche?
—No, no, vete. Hasta mañana.
Sale bailando de la cocina y yo me quedo
apoyada en la encimera y
me como otras tres galletas integrales de
chocolate. Deberían ser vino. Ha
sido un día de locos y no tengo ningunas ganas
de ir a casa de Matt a
recoger el resto de mis cosas, pero será un
trabajo bien hecho y Jesse no
tiene por qué enterarse nunca. No se me olvida
que me ordenó que no
volviera a ver a mi ex.
Aparco y lo primero que hago es buscar el
coche de Matt. No puede
habérsele olvidado: lo he llamado esta misma
mañana. No pienso
quedarme aquí esperándolo porque Jesse no
tardará en llamarme para
preguntarme dónde estoy. Saco el móvil del
bolso y llamo a Matt.
—¿Ava?
—Matt, estoy en la puerta de tu casa —digo
molesta.
—Ava, lo siento. Debería haberte llamado pero
estaba en una reunión
de la que no he podido escaparme. Tardaré al
menos una hora.
Echo la cabeza hacia atrás contra el asiento.
No puedo esperarlo una
hora.
—Vale, ¿y mañana?
—Estaré en Birmingham mañana y pasado. ¿Qué
tal el jueves?
Estoy que muerdo por dentro. Quería resolver
esto ya.
—Vale. El jueves a la misma hora.
Cuelgo y tiro el móvil al asiento del
acompañante, cabreada. Cabrón
tocapelotas.
Cuando me acerco al Lusso las puertas se abren
al instante. El coche
de Jesse no está, cosa que explica que no me
haya llamado para ver por qué
no estoy en su casa.
Entro en el vestíbulo, cargada de flores y
bolsas, y veo a Clive
apretando varios botones de su sistema de
seguridad de tecnología
avanzada. Ahora me tocará sentarme en uno de
los cómodos sillones de
cuero y esperar. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Hola, Clive.
Levanta la vista y sonríe.
—Hola, Ava, ¿qué tal estás?
¡De pena! He tenido un día de locos, quiero
ducharme, ponerme ropa
cómoda y beberme una copa de vino. No puedo
hacer ninguna de esas
cosas y estoy muy cabreada porque Jesse
insistió en que estuviera puntual
en casa y ahora resulta que él no ha llegado.
—Agotada —mascullo en dirección a un enorme
sofá. Es posible que
me quede dormida.
—Toma. El señor Ward te ha dejado esto.
Levanto la cabeza y veo que Clive tiene en la
mano una llave rosa.
¿Me ha dejado una llave? Así que sabía que no
iba a estar en casa y ni
siquiera me ha telefoneado para decírmelo.
Me acerco a él para cogerla.
—¿A qué hora se ha marchado? —pregunto.
Clive sigue pulsando botones y estudiando las
imágenes de los
monitores.
—Pasó por aquí a eso de las cinco para dejarte
la llave.
—¿Dijo a qué hora iba a volver? —¿Pretende que
me quede aquí
esperándolo?
—No dijo nada, Ava. —Clive ni siquiera se
molesta en mirarme.
—¿Te ha preguntado por la mujer que vino el
otro día?
—No, Ava. —Lo dice casi con tono de
aburrimiento. No, claro que no
lo ha hecho. Ya me imaginaba yo que no iba a
hacerlo porque él sabe quién
cojones es. Y me lo va a decir.
Dejo a Clive jugando con su equipo y subo al
ático. Abro con mi llave
rosa y me meto directa en la cocina. Abro la
puerta de la nevera y me
encuentro con botellas y más botellas de agua
mineral. Lo que daría por
una copa de vino. Vuelvo a cerrarla con más
fuerza de la necesaria; la
nevera no tiene la culpa de que no haya vino.
¿Podré volver a tomarme una
copa algún día?
Me siento en un taburete y miro la inmensa
cocina que yo diseñé. Me
encanta, y ni en un millón de años habría
imaginado que iba a tener la
oportunidad de vivir aquí. Y ahora que la
tengo, no estoy segura de que me
apetezca. Quiero a Jesse, pero me da miedo que
vivir con él refuerce su
forma de ser, controladora y difícil. ¿O quizá
mejore su carácter? ¿Se
volvería más razonable?
Mi estómago ruge y me recuerda que debería
comer algo. Sólo he
picoteado unas galletas en todo el día. No me
sorprende que me encuentre
tan fatigada.
Estoy a punto de obligarme a levantar mi culo
cansado del taburete
cuando oigo la puerta principal. Jesse entra
instantes después en la cocina,
con aspecto de estar tan agotado como yo. No
dice nada durante una
eternidad. Sólo se queda ahí de pie,
mirándome. Las manos le tiemblan
ligeramente y tiene la frente sudada. ¿Qué
debería hacer? Mi antojo de
beberme una copa de vino desaparece al
instante.
—¿Te encuentras bien?
Se acerca a mí lentamente y me pone de pie. Se
agacha, agarra mi
vestido por el bajo y me lo sube hasta la
cintura. Me coge por las nalgas y
me levanta para que con las piernas me aferre
a su cintura. Entierra la cara
en mi pelo y sale de la cocina. Sujeta a él
con fuerza, puedo oír los latidos
de su corazón en su pecho mientras sube la
escalera conmigo en brazos, en
silencio. Quiero preguntarle qué le pasa.
Tengo muchas cosas que
preguntarle pero parece muy abatido.
Camina hasta la cama y se tumba, conmigo
debajo de él, su peso
distribuido por todo mi cuerpo. Es muy
relajante. Lo abrazo e inhalo el
perfume de su cuello, que huele a agua fresca.
Suspiro feliz. Él es un factor
que contribuye significativamente a mi nivel
de agotamiento y de estrés,
pero también es capaz de hacerlos desaparecer
con la misma facilidad.
—Dime cuántos años tienes. —Rompo el cómodo
silencio después de
haberlo tenido abrazado hasta que los latidos
de su corazón han recuperado
su ritmo habitual.
—Treinta y dos —dice pegado a mi cuello.
—Dímelo.
—¿Acaso importa?
No importa pero quiero saberlo. Puede que a él
le guste este juego,
pero a mí no, y no va a cambiar lo que siento.
Sólo creo que debería saber
cuántos años tiene. Es un dato que debo
conocer, igual que su color
favorito, su comida preferida y la canción que
más le gusta de todas. No sé
ninguna de esas cosas. De hecho, sé muy poco
de él.
—No, pero me gustaría que me lo dijeras. No sé
ninguna de las cosas
básicas de ti.
Me acaricia el cuello con la nariz.
—Sabes que te quiero.
Suspiro. Eso no es un dato básico. Empiezo a
pensar en introducir el
polvo de la verdad en nuestra relación. Algo
tiene que haber que pueda
sacarle esa clase de pequeños e
insignificantes detalles. Sé que el ser
persistente y preguntárselo una y otra vez no
produce resultados
satisfactorios.
—¿Qué tal tu día? —dice; mi pelo ahoga su voz.
—Ha sido un no parar, pero muy productivo.
Estoy contenta con todo lo que he conseguido
hacer, teniendo en
cuenta que pensaba que mi día iba a ser un
bombardeo de llamadas y
mensajes de texto.
—Tienes que dejar de mandarme flores a la
oficina.
Levanta la cabeza y me mira descontento.
—No. Báñate conmigo.
Me exaspera que sea tan cabezota, pero no se
me ocurre nada mejor
que hacer, por ahora, que bañarme con él.
—Vale.
Se levanta y tengo que soltarle el cuello. Me
besa en los labios.
—Tú quédate aquí, yo preparo el baño. —Da un
brinco y se quita la
chaqueta de camino al lavabo.
El agua empieza a correr y me tumbo de lado.
Estoy tranquila y
contenta. Él me hace sentir así, y es en
momentos como éste cuando sé por
qué estoy aquí: por lo atento y cariñoso que
es. Quizá lo de vivir con él no
sea tan malo después de todo. Pero entonces me
fuerzo a recordar que
ahora mismo estoy en el séptimo cielo de
Jesse, y que no pensaré lo mismo
en cuanto me niegue a una de sus exigencias.
Ese momento llegará, e
incluso es posible que se produzca por el tema
de venirme o no a vivir con
él.
Regresa al dormitorio y yo me tumbo boca
arriba para poder
deleitarme observando su forma de andar. Hay
que ver cómo se mueve. Se
afloja el nudo de la corbata y la tira sobre
el diván. A continuación se
desabrocha la camisa pero se la deja puesta, y
luego se agacha para
quitarse los calcetines. Está descalzo, con
los pantalones colgando de sus
gloriosas y estrechas caderas, la camisa
abierta que deja ver su torso bien
cincelado. Podría comérmelo a mordiscos. Eso
le gustaría.
—¿Disfrutando de las vistas?
Alzo la mirada y veo dos estanques verdes que
me observan. Me basta
esa mirada para empezar a mojar las bragas.
—Siempre —respondo con voz gutural. No era mi
intención que me
saliera de ese modo, pero es el efecto que
causa en mí.
—Siempre —confirma—. Ven aquí.
Me levanto de la cama y me saco los zapatos de
tacón.
—No te quites el vestido —me pide con dulzura.
Camino descalza hacia él sin apartar la vista
de su mirada hipnótica.
Tiene los brazos relajados a los lados
mientras me acerco. El corazón se
me va a salir del pecho y entreabro los labios
para dejar escapar pequeñas
bocanadas de aire cuando él se pasa lentamente
la lengua por el labio
inferior.
—Date la vuelta.
Obedezco. Me pone las manos en los hombros y
su contacto, incluso a
través del vestido, activa todas mis terminaciones
nerviosas.
Me acerca la boca al oído.
—Me gusta mucho este vestido —susurra, y
cierro los ojos con fuerza
por el escalofrío que me recorre el cuerpo.
Sus manos se deslizan hacia mi nuca, donde
encuentran la cremallera.
Me recoge el pelo y lo aparta colocándolo
sobre mi hombro. Lentamente,
me baja la cremallera del vestido.
Flexiono los músculos del cuello intentando
controlar la abrumadora
necesidad de evitar los escalofríos que me
provoca, pero me rindo cuando
noto sus labios entre mis hombros, su lengua
deslizándose hacia mi nuca.
El vello de todo el cuerpo se me eriza y
arqueo la espalda en respuesta a la
caricia ardiente y larga de su lengua.
Es como una tortura. Quiero que pare para
poder recobrar el sentido
antes de decir algo como «Sí, vendré a vivir
contigo».
—Me encanta tu espalda. —Sus labios vibran
contra mi cuerpo y me
provocan aún más escalofríos. Lleva la boca de
vuelta a mi oído—. Tienes
la piel muy suave.
Echo la cabeza hacia atrás, sobre su hombro,
de cara a su cuello. Se
agacha un poco para poder besarme en los
labios, lleva las manos a la parte
de delante de mi vestido y tira de él hacia
abajo.
—¿Encaje? —pregunta.
Asiento, y sus ojos brillan de deseo mientras
me besa con delicadeza,
como si fuera de cristal.
Nuestras lenguas se entrelazan sin esfuerzo y
me apoyo en él para no
caerme. Estoy disfrutando de su dulzura y de
su ternura.
Sus manos encuentran mis pechos y me pellizca
los pezones a través
del encaje del sujetador hasta dejarlos como
picos firmes.
—¿Ves lo que me haces? —Aprieta las caderas
contra mi trasero y me
demuestra exactamente lo que le hago antes de
darme un casto beso en los
labios—. Moriré amándote, Ava.
Sé cómo se siente. No contemplo un futuro sin
él, y eso me emociona
y me pone nerviosa a la vez. El problema es
todo lo que no sé; sigo sin
conocerlo realmente. Necesito más que su
cuerpo, su atención..., su forma
difícil de ser.
Baja las copas de mi sujetador dejando
expuestos mis pechos y me
pasa las palmas de las manos por la punta de
los pezones.
—Tú y yo —me susurra al oído, deslizando las
manos por mi cuerpo,
directo a donde se unen mis muslos.
Las rodillas me tiemblan cuando su mano toma
mi sexo por encima de
mi ropa interior y una oleada de líquido mana
de mí. Mis caderas se
mueven hacia adelante, contra su mano, en
busca de más fricción.
—¿Te pongo, Ava?
—Ya sabes que sí —jadeo, y luego gimo cuando
me pega a su
entrepierna.
—Acaríciame el cuello —dice con voz suave.
Estiro los brazos hacia
atrás y llevo las manos a su nuca—. ¿Estás
mojada por mí?
—Sí.
Pasa los pulgares por debajo del elástico de
mis bragas.
—Sólo por mí —me susurra arrastrando la lengua
por el borde
inferior de mi oreja.
—Sólo por ti —concedo en voz baja. Él es todo
cuanto necesito.
Siento un tirón y oigo algo que se rasga. Abro
los ojos y veo que tiene
las bragas colgando del dedo índice, delante
de mí. Las deja caer y lleva la
otra mano a mi cadera.
Doy un pequeño respingo y se echa a reír en mi
oído. Sus dedos
cambian de posición y su enorme mano me
envuelve la cintura. La otra
sigue delante de mí.
—¿Qué hago con esto, Ava? —Flexiona la mano
sana delante de mí
—. Dímelo.
El corazón se me acelera y no me ayuda a
controlar la respiración.
Quiero esa mano en mí. Le aparto un brazo del
cuello y cojo su mano. La
guío despacio hacia el interior de mi muslo y
aplano la palma contra mi
cuerpo, con mi mano sobre la suya. Noto que
tiembla ligeramente. Me
alegra saber que no soy la única a quien
afectan por estos encuentros
nuestros. ¿O acaso está temblando porque
necesita una copa? No quiero ni
pensarlo. No necesita alcohol mientras me
tenga a mí. Y a mí ya me tiene.
Empiezo a aplicar presión sobre su mano y a
arrastrarla hasta que la
palma se desliza sobre mi sexo, ayudada por lo
mojada que estoy. Trago
saliva y muevo las caderas. Chocan contra su
entrepierna, le arrancan un
gemido y echo la cabeza hacia atrás. Necesito
que me bese.
Vuelvo la cara hacia él, que adivina lo que
quiero al instante y cubre
mi boca con la suya. Muerdo con suavidad su
labio inferior y tiro para que
se deslice poco a poco entre mis dientes. Me
mira fijamente mientras sigo
moviendo su mano arriba y abajo en una caricia
lenta e interminable.
—No te corras —dice con voz ronca.
De inmediato retiro la mano y se la llevo a la
boca. Me mira fijamente
mientras empieza a lamerse la palma y los
dedos. Dios santo, me muero de
ganas. Pero no puedo desobedecerlo, no en
estos momentos.
Me desabrocha el sujetador y me vuelvo. Me
aparta el pelo de la cara.
—Prométeme que no vas a dejarme nunca.
Alzo la vista hacia sus ojos atormentados. No
me acostumbro a su
parte insegura. No me gusta, aunque al menos
es una súplica y no una
orden. —No voy a dejarte nunca.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
Le cojo una muñeca y le quito los gemelos de
la camisa, luego hago lo
mismo con la otra y se la quito por los
hombros. Deja los brazos laxos y
ladea la cabeza, mirando cómo le bajo la
bragueta. Mis manos se deslizan
por sus caderas, bajo sus bóxeres, y le quito
a la vez los pantalones y la
ropa interior haciéndolos descender por la
piel suave y tersa de su culo y
sus caderas. Su erección, larga y gruesa,
aparece entre sus piernas,
seductora. Provoca toda clase de deseos en mí
y no me ayuda que sus
abdominales se tensen bajo mis caricias cuando
mis manos ascienden por
su torso, maravilladas ante su belleza.
—No puedo esperar más. Necesito estar dentro
de ti. —Termina de
quitarse los pantalones, me levanta del suelo
y le rodeo la cintura con las
piernas. Parpadeo cuando su polla me roza en
lo más íntimo mientras me
lleva contra la pared.
Me empuja contra la pintura fría y siento su
erección caliente y
resbaladiza presionando contra mi sexo y
entrando en mí sólo un poco.
Respira con fuerza y deja caer la cabeza en mi
cuello mientras se prepara
para invadirme. Muevo las caderas y desciendo
sobre él. Me la meto
entera. —Me vas a matar —gime mientras se
queda quieto dentro de mí.
Quiero sacudir las caderas y provocar algún movimiento
pero, por
cómo tiembla y palpita en mi interior, sé que
se está conteniendo. Me
quedo quieta y le acaricio el pelo rubio
mientras coge fuerzas. El corazón
le late con tanta fuerza que casi puedo oírlo.
—¿Te estás guardando cosas? —Pone la cara a la
altura de la mía.
—Sí —digo, al tiempo que enrosco los dedos
alrededor de su cuello y
aprieto las caderas.
Ruge de aprobación, retira las manos de mi
espalda y las apoya contra
la pared. Poco a poco, recobra el aliento y
luego arremete contra mí con
una exhalación.
Gimo. Su asalto ardiente y palpitante hace que
cambie las manos de
lugar y le clave las uñas en la espalda. Apoya
la frente en la mía y empieza
a entrar y a salir de mí.
Suspiro con cada estocada mientras él prosigue
a un ritmo constante.
Joder, es perfecto. Empiezo a resbalar sobre
su piel húmeda, nuestros
alientos se mezclan en los escasos milímetros
que hay entre nuestras
bocas.—
Bésame —jadea, y pego los labios a los suyos
en busca de su
lengua.
Siento cómo un grito cobra forma en mi garganta
cuando se echa
hacia atrás, me embiste y me desliza pared
arriba. Aprieto los muslos en su
cintura con más fuerza para subir más y luego
me dejo caer sobre él.
—Por Dios, mujer, ¿qué diablos me haces?
Me embiste de nuevo, una y otra vez,
empujándome pared arriba,
mientras yo me trago mis pequeños gritos y él
me besa hasta dejarme sin
respiración.
—Llevo todo el día esperando esto. —Me embiste
de nuevo—. Ha
sido el puto día más largo de mi vida.
—Mmm, encajas tan bien. —Estoy disfrutando.
—¿Que encajo bien? Joder, Ava, me vuelves loco
—dice al tiempo
que se hunde más profundamente en mi interior.
—¡Jesse! —Ya no aguanto más. Los movimientos
suaves y calmados
se están desvaneciendo. Ahora son estocadas
firmes y más agresivas.
—Te voy a llevar conmigo allá adonde vaya a
partir de ahora, nena.
«¡Embestida!»
Joder, estoy sudando la gota gorda. Clavo las
uñas sin miramientos en
su espalda.
—¡Mierda, Ava! —exclama, y unas gotas de su
sudor me caen encima
—. Vas a correrte.
—¡Sí!
Masculla algo en mi boca. No aguanto más. Me
ataca con una energía
feroz y exploto. Las espirales de placer
llegan al punto álgido y se
dispersan en ondas expansivas. Le clavo más
las uñas y le muerdo el labio
sin piedad. Dejo caer la frente sobre su piel
sudada y salada, allá donde el
cuello se funde con el hombro, y echo la
cabeza a un lado mientras tiemblo
sin control contra su cuerpo.
—¡Ava! —grita mientras se retira y se adentra
en mí, vuelve a salir
despacio y a entrar en mí con fuerza. Llega a
su clímax y varias oleadas de
contracciones se extienden por mi cuerpo.
Gime, luego deja que nos deslicemos hasta el
suelo y cae de espaldas,
agotado y sudoroso. Me incorporo como puedo y
me subo encima de él.
Apoyo las manos en su pecho suave y me
restriego contra sus caderas.
Jesse lleva los brazos por encima de la cabeza
y observo que su respiración
se va apaciguando a la vez que la mía.
Chorreamos, exhaustos, y más que
satisfechos. Estoy justo donde debería estar.
—¿En qué piensas?
—En lo mucho que te quiero. —Le digo la
verdad.
Las comisuras de sus labios ascienden en una
sonrisa y una mirada de
satisfacción ilumina su bello rostro.
—¿Sigo siendo tu dios?
—Siempre. ¿Y yo tu tentación? —Sonrío y dibujo
círculos con la
mano sobre su pecho.
—Pues claro que sí, nena. Jesús, me encanta
cómo sonríes. —Me
dedica una de sus sonrisas arrebatadoras.
Le pellizco los pezones.
—¿Nos bañamos, dios?
Da un brinco y nuestras cabezas están a punto
de chocar.
—¡Mierda! ¡Me he dejado el grifo abierto!
Se pone de pie de un salto conmigo todavía en
brazos y aún dentro de
mí, maldiciendo y sujetándome con demasiada
fuerza con su mano
lastimada.
—¡Suéltame! —Intento separar el cuerpo del
suyo pero él se limita a
agarrarme más fuerte.
—Nunca.
Va conmigo en brazos al cuarto de baño. Apenas
se han llenado tres
cuartas partes de la enorme bañera. Cierra el
grifo.
—Podrías dejar el grifo abierto una semana y
no se llenaría del todo
—digo mientras nos metemos.
—Lo sé. Es evidente que a la diseñadora de
toda esta mierda italiana
le importan un pimiento el medio ambiente y mi
huella ecológica.
—Lo dice el que tiene doce supermotos
—contraataco, y suspiro de
felicidad cuando el agua caliente y relajante
me cubre, todavía a horcajadas
en el regazo de Jesse y con su semierección
llenándome—. Podría pasarme
todo el día mirándote —digo para mí mientras
le acaricio el abdomen con
la punta de los dedos.
Se echa hacia atrás y me deja hacer. Le paso
la punta de los dedos por
cada centímetro cuadrado de su pecho duro y
ligeramente bronceado,
haciendo remolinos y tamborileando mi camino.
El silencio es cómodo y él
observa cómo mi delicada caricia recorre su
cuerpo. La dirijo a su cuello,
paso por su mejilla, sus labios entreabiertos,
sus ojos brillantes, y luego me
acurruco en su pecho y mi boca cubre la suya.
—Me encantan tus labios —digo dándole pequeños
besos por el borde
de la boca hasta que estoy otra vez donde
había empezado—. Me encanta
tu cuerpo. —Mis manos le acarician los brazos,
mi lengua se desliza en su
boca—. También me encanta lo loco que estás.
—Persuado a su lengua
para que salga de la boca y la chupo mientras
mis manos ascienden por sus
brazos hasta quedar alrededor de su cuello.
Mi cuerpo se arquea hacia él.
Gime.
—Tú me vuelves loco, Ava. Sólo tú.
Siento las palmas de sus enormes manos
recorrer mi espalda hasta que
me cogen de la nuca y me acercan a él.
Nuestras bocas siguen
compartiendo besos, nuestros cuerpos resbalan
el uno contra el otro. Sé que
lo vuelvo loco, pero él también me vuelve loca
a mí.
Me aparto y lo miro.
—Loco —le digo.
—Más o menos. —Sonríe y me levanta de su
regazo. Luego me hace
girar hasta que estoy sentada entre sus
piernas—. Voy a enjabonarte.
Coge la esponja y empieza a escurrir agua
caliente sobre mí, con la
mejilla pegada a un lado de mi cabeza.
—Tengo que hablar contigo de una cosa —dice en
voz baja. No hay
duda de que está nervioso.
Me pongo tensa. No me gusta cómo ha sonado
eso, lo que resulta
irrisorio porque he estado presionándolo para
que hablara.
—¿Sobre qué?
—La Mansión.
Vale, se me han puesto los pelos como
escarpias y no puedo
disimular, cosa que todavía es más irrisoria,
porque quería hablar
justamente de eso. No obstante, su forma de
abordarlo me indica que no
me va a gustar lo que saldrá por esa boquita.
Ha dejado de echarme agua
caliente por encima y, literalmente, puedo oír
el movimiento de los
engranajes en su preciosa cabeza. ¿Qué pasa
con La Mansión? No me gusta
la dirección que está tomando la charla de hoy
en la bañera. Quiero salir y
darme una ducha.
—Sobre la fiesta de aniversario. —La
preocupación se manifiesta en
su tono de voz, no podía ser de otra manera.
No pienso ir.
—¿Qué ocurre? —pregunto haciéndome la loca. No
voy a alterarme
porque no voy a ir, de ninguna manera, ni en
un millón de años. Nunca.
Nunca jamás. Me vuelvo y lo beso en la boca
para que no pueda hablar.
—Aún quiero que vayas.
—No puedes pedirme eso —le digo con calma,
aunque me cabrea un
poco que sugiera una estupidez semejante. Un
momento... Acepté ir antes
de saber lo que era de verdad La Mansión,
igual que Kate. ¿Ella va a ir?
Qué vergüenza. Maldita sea, claro que irá—. Me
lo pediste antes de que
supiera la verdad.
—Me puse una fecha tope para contártelo —me
dice con calma.
—Ah. —No sé qué decir. Lo descubrí antes de
que llegara la fecha
tope.
—¿Vas a pasarte la vida evitando mi lugar de
trabajo? —pregunta,
sarcástico. No me gusta su tono. No me gusta
un pelo.
—Es posible —contesto. ¿Su lugar de trabajo?
¿Me está tomando el
pelo?
—No digas tonterías, Ava. —Retoma la labor de
echarme agua
caliente y me da un beso en la sien—. ¿Al
menos lo pensarás?
Suspiro, aburrida.
—No te prometo nada, y si estás pensando en
echarme un polvo de
entrar en razón con respecto a este asunto, me
iré —lo amenazo.
Me estoy poniendo dramática pero quiero que
sepa que no quiero ir de
ninguna manera. ¿A la fiesta de aniversario de
La Mansión? Ni muerta.
Me acaricia la oreja con la nariz y me
envuelve las piernas con las
suyas.—
Quiero que la mujer que hace latir mi corazón
esté a mi lado.
¡Por Dios! ¡Eso es chantaje emocional! ¿Cómo
coño voy a negarme a
eso? Maldito seas, Jesse Ward, hombre de edad
desconocida.
Lo dejo que siga lavándome mientras pienso en
un modo de sacarle
partido a esto. Tal vez pueda negociar que me
diga su edad a cambio de mi
presencia en la fiesta de aniversario de La
Mansión. Tengo que meditar
seriamente acerca de las ganas que tengo de
saber su edad en comparación
con las pocas ganas que tengo de ir a la
fiesta. Será complicado.
—¿Has hablado con Clive? —Sé que no lo ha
hecho. Estoy siendo
pilla.
—¿Sobre qué?
—Sobre la mujer misteriosa.
—No, Ava. No he tenido tiempo. Te prometo que
se lo preguntaré.
Siento tanta curiosidad como tú. ¿No tienes
hambre?
Traza círculos con la lengua en mi oreja. Si
sigue así, voy a quedarme
dormida. Al menos, no me ha mentido sobre
Clive.
—Sí —contesto con un bostezo. Estoy hambrienta
y agotada, pero no
voy a ceder—. No voy a dormirme hasta que me
digas quién era esa mujer.
—¿Cómo voy a decírtelo si no lo sé?
—Sí que lo sabes.
—¡Que no lo sé, joder!
Me sobresalta su brusquedad, y entonces noto
que me abraza con más
fuerza.—
Lo siento.
—Vale —digo tranquilamente, aunque no estoy
para nada tranquila.
Hablaré con Clive por la mañana.
—Mi querida señorita está exhausta —susurra
él—. ¿Encargamos
comida? —Me muerde el lóbulo de la oreja y me
pasa la planta de los pies
por las espinillas.
—Tienes la nevera llena, ¡qué desperdicio!
—Ya, pero ¿te apetece cocinar?
La verdad es que no, pero él tampoco se
ofrece. Claro está que
reconoció que cocinar es una de las pocas
cosas que se le dan de pena.
¿Cuáles fueron sus palabras? Ah, sí... «No
puedo ser excepcional en todo.»
Y lo dijo muy en serio, el muy capullo
arrogante.
—Encarga comida.
Se revuelve debajo de mí.
—Voy a pedirla. Tú lávate el pelo.
Sale de la bañera y me la deja entera para mí
sola. Lo veo abandonar
desnudo y empapado el cuarto de baño. Aparece
a los pocos instantes con
champú y acondicionador para cabello femenino.
Le estoy eternamente
agradecida. He maltratado mucho a mi pelo
últimamente. Me dirige una
sonrisa y se agacha para darme un beso en la
frente.
—Ponte encaje.
Desaparece del cuarto de baño y yo me dejo
caer en la bañera y cierro
los ojos un rato, saboreando la paz y la
tranquilidad del colosal baño
principal del Lusso. ¿Cómo he terminado aquí?
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