—Despierta, señorita.
Cuando abro los ojos, tiene la nariz pegada a la mía.
Doy a mi cerebro unos momentos para ponerse en marcha y a mis ojos
tiempo para adaptarse a la luz del día. Cuando al fin veo algo,
resulta que
distingo un brillo de alegría en sus ojos verdes. Yo, por mi
parte, quiero
seguir durmiendo. Es sábado y ni siquiera mi necesidad de arrancarle
la
piel a tiras va a hacer que me mueva de esta cama en un buen rato.
Lo aparto y le doy la espalda.
—No te hablo —murmuro, y me acurruco otra vez en mi almohada.
Me da una palmada en el culo y a continuación me coloca panza
arriba y
me sujeta por las muñecas—. ¡Me ha dolido! —le grito.
Las comisuras de sus labios se curvan, pero no estoy de humor para
el
Jesse arrebatador esta mañana. ¿Por qué está tan contento? Ah, sí.
Claro
que sé por qué. Ha hecho pedazos el vestido tabú y me tiene para
él antes
de las ocho de la mañana.
Estoy envuelta en él de pies a cabeza y me mira. ¡Debería levantar
la
rodilla y darle donde duele!
—Hoy pueden ocurrir dos cosas —me informa—: puedes ser
razonable y pasaremos un día encantador, o puedes seguir siendo
una
seductora rebelde y entonces me veré obligado a esposarte a la
cama y
hacerte cosquillas hasta dejarte inconsciente. ¿Qué prefieres,
nena?
¿Que sea razonable? ¿Más? La mandíbula me llega al suelo y él me
mira con interés. ¿De verdad cree que no voy a discutir esa
propuesta suya?
Levanto la cabeza para estar lo más cerca posible de su cara sin
afeitar
y tan atractiva que casi me molesta.
—Que te jodan —digo despacio y con claridad.
Retrocede con los ojos como platos ante mi osadía. Yo también
estoy
bastante avergonzada de mí misma, pero Jesse y sus exigencias
desmedidas sacan lo peor de mí.
—¡Cuidado con esa puta boca!
—¡No! ¿Por qué demonios tienes porteros que te informan de mis
movimientos? —Ese pequeño detalle acaba de aterrizar en mi cerebro
medio dormido. Pero, si estoy en lo cierto y está pagando a los
porteros
para que me vigilen, voy a entrar en erupción.
—Ava, lo único que quiero es asegurarme de que estás a salvo.
—Deja
caer la cabeza y empieza a morderse el labio—. Me preocupo, eso es
todo.
¿Que se preocupa? ¿No hace ni un mes que me conoce y ya se ha
puesto en plan protector y posesivo? Pisotea a quien haga falta,
me
desbarata los planes, corta mis vestidos y me prohíbe beber.
«¡Que yo sea razonable!»
—Tengo veintiséis años, Jesse.
Me mira a los ojos. Se le han oscurecido de nuevo.
—¿Por qué te pusiste ese vestido?
—Porque quería cabrearte —respondo con sinceridad. Me retuerzo un
poco en vano. No voy a ninguna parte.
—Pero pensabas que no ibas a verme. —Frunce el ceño.
¿Cree que me lo puse para otro?
—Lo hice por principios —digo entre dientes. Quería tener la
última
palabra aunque él no se enterara—. Me debes un vestido.
Sonríe y casi me deslumbra.
—Lo pondremos en la lista de cosas que hacer hoy.
¿Qué hay en esa lista? Ahora mismo, lo único que quiero es dormir.
O
que me despierte de otra manera. Me contoneo debajo de él y arquea
las
cejas sorprendido.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta intentando descaradamente ocultar
una sonrisa.
Vale, sé a la perfección a qué está jugando. No va a tocarme,
igual que
hizo anoche e igual que hizo ayer antes de que saliera. Ése va a
ser mi
castigo por haberle plantado cara. Es lo peor que podía hacerme.
—No es necesario que me protejas —rezongo; me agito debajo de él y
consigo liberarme. Puede retarme todo lo que quiera.
—Es señal de lo mucho que me importas —dice cuando ya me he ido
y lo he dejado en la cama.
¿Que le importo? No quiero importarle, quiero que me quiera. Cruzo
el dormitorio, entro en el baño y cierro la puerta. Le importo.
¿Como a un
hermano o algo así? Noto que el corazón se me parte lentamente.
Utilizo el retrete y me lavo las manos antes de colocarme frente
al
enorme espejo que hay detrás del lavabo doble. Suspiro, agotada.
¿Qué voy
a hacer? Le importo. Si importarle significa tener que aguantar
todo esto,
entonces que se lo meta por donde le quepa.
Me lavo la cara y hago ademán de coger el cepillo de dientes de
Jesse,
pero entonces me doy cuenta de que justo ahí está mi cepillo de
dientes.
¿Perdona? Le pongo pasta con cara de no comprender nada y empiezo
a
cepillarme los dientes. Miro el reflejo de la ducha en el espejo y
veo mi
champú y mi acondicionador, junto con mi cuchilla y mi gel de
ducha. ¿Me
ha mudado aquí? Continúo cepillándome los dientes, abro la puerta
que
conduce al dormitorio y me encuentro a Jesse despatarrado boca
abajo en
la cama con la cabeza enterrada en la almohada. Paso junto a él de
camino
al vestidor y casi me atraganto con la pasta de dientes cuando veo
colgada
una selección de mi ropa.
¡Me ha mudado a su apartamento! Esto es pasarse tres pueblos, ¿no?
¿Es que yo no tengo ni voz ni voto? Puede que lo quiera, pero sólo
lo
conozco desde hace unas semanas. ¿Mudarme a vivir con él? ¿Qué
significa esto? ¿Quiere tenerme aquí para protegerme? Si es así,
que le
den, y mucho. Más bien me quiere aquí para controlarme.
—¿Algún problema?
Me vuelvo con el cepillo de dientes colgando de la boca y ahí está
Jesse, en la puerta del vestidor, un tanto nervioso. Es una
expresión que no
le había visto nunca. Mi mirada desciende por su torso y se
deleita en el
movimiento de sus músculos cuando se coge al umbral del vestidor
con las
dos manos. Pero rápidamente desvío la atención de la distracción
de su
pecho y de repente recuerdo por qué estoy en el vestidor. Farfullo
una
ráfaga de palabras ininteligibles con el cepillo y la pasta de
dientes en la
boca.
—Perdona, vas a tener que repetírmelo. —Las comisuras curvadas de
los labios le delatan, y yo me saco el cepillo de dientes de la
boca de un
tirón.
Sabe perfectamente lo que me pasa. Vuelvo a farfullar. Mis palabras
resultan algo más comprensibles sin el cepillo, pero la pasta
sigue
impidiéndome hablar con claridad.
Pone los ojos en blanco, me coge en brazos y me lleva al cuarto de
baño.
—Escupe —me ordena cuando me deja en tierra.
Me vacío la boca de pasta y vuelvo la cara para mirar a mi
controlador
exigente.
—¿Qué es todo esto?
Trazo un círculo con el brazo para señalar mis cosas.
Jesse aprieta los labios para reprimir una sonrisa y se inclina
hacia
adelante y lame los restos de pasta de dientes de mis labios. Se
toma su
tiempo en mi labio inferior.
—Ya está. ¿Qué es qué?
Me pasa la lengua por la sien y me suelta en el oído su aliento
suave y
tibio. Me tenso cuando me toma el sexo con la mano y los
escalofríos de
placer me recorren en todas direcciones.
—¡No! —Lo aparto de mí de un empujón—. ¡No vas a manipularme
con tus deliciosas habilidades divinas!
Sonríe. Es su sonrisa arrebatadora.
—¿Crees que soy un dios?
Resoplo y vuelvo a mirar al espejo. Si su arrogancia sigue
aumentando a este ritmo, voy a tener que saltar por la ventana del
cuarto de
baño para no morir aplastada.
Me rodea la cintura con el brazo y me atrae hacia sí. Apoya la
barbilla
en mi hombro y estudia mi reflejo en el espejo. Presiona su
erección contra
mis muslos y mueve las caderas en círculo. Tengo que agarrarme al
lavabo
con las manos.
—No me importa ser tu dios —susurra con voz ronca.
—¿Por qué están mis cosas aquí? —pregunto a su reflejo. Obligo a
mi
cuerpo a comportarse y a no caer en la tentación de su encantadora
divinidad.
—Las he recogido antes de casa de Kate. Pensé que podrías quedarte
aquí unos días.
—¿Puedo opinar?
Vuelve a mover las malditas caderas y me saca un gritito.
—¿Te he permitido hacerlo alguna vez?
Niego con la cabeza mientras observo su reflejo. Esboza una media
sonrisa traviesa y vuelve a mover las caderas. No voy a reaccionar
a sus
malditos contoneos porque sé que va a volver a dejarme con las
ganas. ¿Y
a qué está jugando Kate dejando que cualquiera curiosee entre mis
cosas?
Hay ropa para más de dos días en el vestidor. ¿Qué se propone este
hombre?
—Arréglate, señorita. —Me besa el cuello y me da un azote en el
culo
—. Vamos a salir. ¿Adónde te gustaría ir?
Lo miro, pasmada.
—¿Me dejas decidirlo a mí?
Se encoge de hombros.
—Tengo que dejar que te salgas con la tuya alguna vez.
Lo dice impasible. Está muy serio.
Debería aceptar su oferta con los brazos abiertos y aprovechar que
está siendo razonable, pero experimento cierto recelo. Después de
su
reacción de anoche, de la masacre del vestido tabú y de que se
negara a
hablarme, no entiendo por qué se ha levantado tan equilibrado y
tolerante.
—¿Qué te apetece hacer? —pregunta.
—Vamos a Camden —sugiero, y me preparo para recibir un no por
respuesta. Todos los hombres odian el ajetreo y el ir de un lado
para otro
mirando puestos y tiendas.
—Vale.
Se vuelve para meterse en la ducha y me deja en el lavabo
preguntándome dónde está don Controlador. Ahora sí que sospecho
que
trama algo.
Llego al pie de la escalera y oigo que Jesse está hablando con
alguien
por el móvil. Voy a la cocina y babeo un poco. Está magnífico con
unos
vaqueros gastados y un polo azul marino con el cuello levantado,
al estilo
Jesse. Se ha afeitado y se ha puesto fijador en el pelo. Es guapo
más allá de
lo razonable y nada razonable en todo lo demás.
—Iré mañana, ¿va todo bien? —Se vuelve en el taburete y me da un
repaso con la mirada—. Gracias, John. Llámame si me necesitas.
Guarda el móvil sin quitarme los ojos de encima y se cruza de
brazos.
—Me gusta tu vestido. —Su voz es grave y ronca.
Miro mi vestido de estampado floral. Me llega a la rodilla, así
que
probablemente apruebe el largo. Me sorprende que Kate lo haya
escogido,
es un tanto veraniego, con la espalda al aire y sin mangas. Sonrío
para mis
adentros. Aún no ha visto la espalda y tampoco voy a enseñársela. Me
obligaría a cambiarme. Lo sé.
Me pongo un cárdigan fino de color crema y luego me cuelgo,
cruzado, el bolso de terciopelo.
—¿Estás listo? —pregunto.
Salta del taburete y se me acerca de mala gana. Espero un buen
morreo, pero nada. En vez de eso, se pone las Wayfarer, me coge de
la
mano y me lleva hacia la puerta. ¿Voy a pasar todo el día con él y
no va a
darme ni un beso?
—No vas a tocarme en todo el día, ¿verdad?
Mira nuestras manos entrelazadas.
—Te estoy tocando.
—Ya me entiendes. Me estás castigando.
—¿Por qué iba a hacerlo, Ava? —Me mete en el ascensor. Sabe
perfectamente a qué me refiero.
Lo miro.
—Quiero que me toques.
—Ya lo sé.
Introduce el código.
—Pero ¿no vas a hacerlo?
—Dame lo que quiero y lo haré. —No me mira.
No me lo puedo creer.
—¿Una disculpa?
—No lo sé, Ava. ¿Tienes que disculparte? —Sigue mirando al frente.
Ni siquiera me mira en el reflejo de las puertas.
—Lo siento —escupo. No doy crédito a lo que está haciendo y
tampoco a lo desesperada que estoy por sus caricias.
—Oye, si vas a disculparte, que al menos parezca que lo sientes.
—Lo siento.
Su mirada se encuentra con la mía en el espejo.
—¿De verdad?
—Sí. Lo siento.
—¿Quieres que te toque?
—Sí.
Se vuelve hacia mí de prisa, me empuja contra la pared de espejos
y
me cubre por completo con su cuerpo. Me siento mejor al instante.
No ha
sido tan difícil.
—Empiezas a entenderlo, ¿verdad? —Sus labios están a punto de
rozar los míos y sus caderas me presionan la parte baja del
vientre.
—Lo entiendo —jadeo.
Me toma la boca, encuentro sus hombros con las manos y le clavo
las
uñas en los músculos. Sí, esto está mucho mejor. Doy con su lengua
y me
fundo en él por completo.
—¿Contenta? —pregunta cuando pone fin a nuestro beso.
—Sí.
—Yo también. Vámonos.
Paramos a desayunar en Camden después de que Jesse se haya salido
con la suya y hayamos ido en coche. Hace un día precioso y estoy
pasando
calor con el cárdigan, pero lo soportaré un ratito más. Todavía es
capaz de
llevarme a casa, caída en desgracia, y obligarme a cambiarme.
Me espera junto a la portezuela del coche y cruzamos la calle en
dirección a un café pequeño, adorable y singular.
—Te va a encantar. Nos sentaremos fuera. —Aparta un sillón grande
de mimbre para que me siente.
—¿Por qué me va a encantar? —pregunto ya sentada en el cojín con
estampado de lunares.
—Hacen los mejores huevos a la benedictina. —Me dedica una
sonrisa resplandeciente cuando ve que se me iluminan los ojos.
La camarera se acerca babeando al ver a Jesse en toda su divina
masculinidad, pero él no se da ni cuenta.
—Dos de huevos a la benedictina —dice señalando el menú—. Un
café solo y un capuchino con extra de café, sin azúcar y sin
chocolate, por
favor. —Mira a la camarera y la destroza con una de sus sonrisas
reservadas sólo para mujeres—. Gracias.
Da la impresión de que la mujer se tambalea un poco. Me río para
mis
adentros. Sí, tuvo ese mismo efecto en mí la primera vez que lo
vi. Al final
consigue encontrar la voz.
—¿Van a querer salmón o jamón con los huevos?
Jesse le pasa el menú y se quita las Wayfarer para que reciba de
lleno
el impacto de su impresionante rostro.
—Salmón, por favor.
Sacudo la cabeza, alucinada, y miro el teléfono mientras la
camarera
se toma su tiempo para tomar nota de nuestro pedido, que es bien
sencillo.
Me pregunto si Victoria y Drew habrán congeniado. Tom no me
preocupa
tanto, seguro que está enamorado otra vez de su alma gemela más
reciente.
—¿Pan blanco o integral?
—¿Perdona? —Levanto la vista del móvil y veo que la camarera sigue
ahí.
—¿Quieres pan blanco o integral? —me repite Jesse con una sonrisa.
—Ah, integral, por favor.
Vuelve a mirar a la camarera languideciente con sus gloriosos ojos
verdes. —Integral para los dos, gracias.
Ella le lanza su sonrisa más dispuesta antes de marcharse al fin.
La
reacción que ha tenido con Jesse me recuerda la cantidad de
mujeres que
debe de haber habido antes de que me conociera. Se me revuelve el
estómago. ¿Era igual de controlador y exigente con todas las
demás? Dios
bendito, apuesto a que ha estado con unas cuantas. Dejo mi móvil
en la
mesa y miro a Jesse, que me observa con atención y se muerde el
labio.
¿Qué estará tramando?
—¿Qué tal las piernas? —pregunta, pero sé que ése no es el motivo
de
que se muerda el labio.
—Bien. ¿Sueles correr a menudo? —Ya me sé la respuesta. Nadie se
levanta en plena noche para correr veinticuatro kilómetros si no
es una
práctica habitual.
—Me distrae. —Se encoge de hombros y se reclina contra su asiento,
pensativo.
—¿De qué?
No me quita ojo.
—De ti.
Me río. Está claro que últimamente no sale mucho a correr, porque
se
pasa casi todo el tiempo pasando por encima de mis planes.
—¿Por qué necesitas distraerte de mí?
—Ava, porque... —Suspira—. No puedo estar lejos de ti y, lo que es
aún más preocupante, no quiero. —Su tono transmite frustración.
¿Está
frustrado conmigo o consigo mismo?
La camarera nos sirve los cafés y se queda un momento a la espera,
pero no recibe otra sonrisa devastadora como premio. Jesse sólo
tiene ojos
para mí. Su afirmación es agridulce. Me encanta que no pueda estar
lejos
de mí, pero me ofende un poco que parezca resultarle molesto.
—¿Y por qué es preocupante? —pregunto como si no me importara
mientras remuevo mi capuchino y rezo mentalmente para que me dé
una
respuesta satisfactoria. Pasan unos instantes y no hay respuesta,
así que
levanto la mirada y me doy cuenta de que sus engranajes mentales
están
trabajando a toda velocidad y de que su labio inferior está
recibiendo
mordiscos a diestro y siniestro.
Al rato, exhala con fuerza y baja la vista.
—Me preocupa porque siento que no lo controlo. —Vuelve a
levantarla y me penetra con su mirada verde e implacable—. No
llevo bien
lo de no tener el control, Ava. No en lo que a ti respecta.
¡Ja! ¿Está reconociendo que es un controlador y exigente más allá
de
lo razonable? Es obvio que no le gusta nada que le lleven la
contraria, lo he
visto con mis propios ojos.
—Si fueras más razonable no tendrías la sensación de no tener el
control. ¿Eres así con todas tus mujeres?
Abre los ojos como platos y luego los entorna.
—Nunca me ha importado nadie lo suficiente como para hacerme
sentir así. —Coge la taza de café—. Es típico que vaya y me busque
a la
mujer más rebelde del planeta para...
—¿Intentar controlarla? —Arqueo las cejas y Jesse me pone mala
cara—. ¿Y tus relaciones pasadas?
—No tengo relaciones. No me interesa comprometerme con nadie.
Además, no tengo tiempo.
—Has dedicado bastante tiempo a pasar sobre mí y a fastidiarme —
contesto rápidamente por encima de mi taza de café. Si esto no es
ir en
serio, yo no sé lo que es.
Sacude la cabeza.
—Tú eres distinta. Te lo he dicho, Ava. Pasaré por encima de quien
intente interponerse en mi camino. Incluso de ti.
Lo sé. Ya lo hizo cuando me negué a quedarme. Me alegro de que el
ritual sea distinto al de otros que hayan tenido el placer de
sufrirlo. Me
viene a la cabeza el pobre Petulante. ¿No le interesan las
relaciones?
Entonces ¿adónde va esto?
Nuestro desayuno aterriza en la mesa y huele a gloria. Lo ataco
con el
tenedor y medito sobre lo que ha dicho acerca de no tener el
control. La
solución es muy sencilla: deja de ser tan exigente y tan difícil.
Va a darle
un infarto por culpa del estrés si sigue por ese camino.
—¿Por qué soy distinta? —pregunto, casi sin atreverme.
Está con el salmón.
—No lo sé, Ava —responde con calma.
—No sabes gran cosa, ¿no? —Es lo único que me dice, el muy
capullo, cuando intento encontrar una razón para su manía de
controlarlo
todo. Despierto «toda clase de sentimientos». ¿Cómo se supone que
debo
tomarme esta situación?
—Sé que nunca he querido follarme a una mujer más de una vez. De
ti, sin embargo, no me canso.
Me echo hacia atrás, horrorizada, y casi me atraganto con un trozo
de
tostada.
Tiene la decencia de parecer arrepentido.
—Eso no ha sonado bien. —Deja el tenedor en el plato, cierra los
ojos
y se masajea las sienes—. Lo que intentaba decir es que... en
fin... nunca
me ha importado una mujer lo suficiente como para querer algo más
que
sexo. No hasta que te conocí. —Se frota las sienes con más
fuerza—. No
puedo explicarlo pero tú también lo sentiste, ¿verdad? —Me mira y
creo
que desea con desesperación que se lo confirme—. Cuando nos
conocimos,
lo sentiste.
Sonrío.
—Sí, lo sentí.
No lo olvidaré nunca.
Su expresión cambia al instante: vuelve a sonreír.
—Tómate el desayuno. —Señala mi plato con el tenedor y me resigno
a vivir ignorando lo que tanto ansío saber. Si él no lo sabe, no
es muy
probable que yo llegue a enterarme. ¿Sería más fácil aguantarlo si
supiera
qué hace que se ponga en marcha su compleja cabecita?
En cualquier caso, me ha dicho, aunque no con esas palabras, que
quiere algo más que sexo, ¿no? Así que le importo. ¿Que le importe
equivale a que me controle? ¿Y nunca ha tenido una relación? No me
lo
creo ni de coña. Las mujeres se le echan encima. No es posible que
se las
tire sólo una vez, ¿no? Jesús, si nunca se ha follado a una mujer
más de una
vez, ¿con cuántas se habrá acostado? Estoy a punto de
preguntárselo, pero
me freno en cuanto abro la boca. ¿Quiero saberlo? He estado
acostándome
con este hombre sin protección y, aunque me ha dicho que nunca lo
ha
hecho sin condón —excepto conmigo—, ¿debería creerlo?
—Tenemos que comprarte un vestido para la fiesta de aniversario de
La Mansión —me dice. Está claro que es una táctica para distraerme
y
hacer que me olvide de mis preguntas y cavilaciones. Estoy segura
de que
sabe lo que estoy pensando.
—Tengo muchos vestidos. —No podría haberlo dicho con menos
entusiasmo, lo cual es bueno, porque es como me siento. Sólo me
consuela
un poco saber que Kate estará allí para ayudarme a sobrevivir a la
velada
con Sarah observándome y lanzándome pullas. ¿Se habrá tirado a
Sarah?
Supongo que es posible, ya que sólo se las folla una vez. La idea
hace que
clave el tenedor a mi desayuno con demasiada violencia.
Frunce el ceño.
—Necesitas uno nuevo.
Es ese tono de voz que me reta a desafiarlo.
Suspiro ante la idea de otra discusión sobre ropa. Tengo muchas
prendas entre las que elegir sin necesidad de comprarme un vestido
nuevo
y, aunque no las tuviera, encontraría cualquier cosa con tal de
evitar ir de
compras con Jesse.
—Además, te debo un vestido. —Estira el brazo por encima de la
mesa y me sujeta un mechón rebelde detrás de la oreja.
Sí, me debe un vestido, pero no lo quiero porque dudo que me deje
elegirlo u opinar sobre el que me compre.
—¿Puedo elegirlo yo?
—Por supuesto. —Deja el tenedor en el plato—. Tampoco soy tan
controlador.
Casi se me caen los cubiertos. ¿Me está tomando el pelo?
—Jesse, eres verdaderamente muy especial. —Pongo en mi voz toda
la dulzura que la frase merece.
—No tanto como tú. —Me guiña el ojo—. ¿Lista para Camden?
Asiento y cojo el bolso de la silla. Me observa desconcertado.
Pongo
un billete de veinte bajo el salero de la mesa y él lanza un
resoplido
exagerado, se saca la cartera del bolsillo y sustituye mi dinero
por el suyo.
Me quita el monedero de las manos y vuelve a meter el billete
dentro.
«¡Don Controlador!»
Mi móvil empieza a bailar sobre la mesa, pero antes de que pueda
decirle a mi cerebro que lo coja, Jesse me lo birla delante de las
narices.
—¿Hola? —saluda al interlocutor misterioso. Lo miro sin poder
creérmelo. No tiene modales en lo que a los teléfonos se refiere.
¿Quién
será?—. ¿Señora O’Shea? —dice tan tranquilo. Abro la boca todo lo
que
me da de sí. ¡No! ¡Que no sea mi madre! Intento que me devuelva el
teléfono, pero se aparta de mí con una sonrisa pérfida plasmada en
ese
rostro tan endiabladamente atractivo—. Tengo el placer de estar en
compañía de su preciosa hija —informa a mi madre. Me revuelvo en
la
mesa y él se vuelve en dirección contraria, mirándome con el ceño
fruncido. Aprieto los dientes y hago gestos desesperados con la
mano para
que me devuelva el teléfono, pero se limita a levantar las cejas y
a sacudir
la cabeza—. Sí, Ava me ha hablado mucho de usted. Tengo muchas
ganas
de conocerla. —¡Cretino metomentodo! No le he contado gran cosa
sobre
mis padres y, desde luego, ellos ni siquiera saben de su
existencia. Por
Dios, esto es lo que me faltaba. Lo miro con odio, me levanto y
estiro el
brazo para quitarle el móvil, pero él da un salto hacia atrás—.
Sí, se la
paso. Ha sido un placer hablar con usted.
Me pasa el teléfono y se lo quito con un tirón furibundo.
—¿Mamá?
—¿Ava, quién era ése? —Mi madre parece desconcertada, como me
imaginaba. Se supone que soy joven, libre y soltera en Londres, y
ahora un
hombre desconocido contesta mi móvil. Entorno los ojos y miro a Jesse,
que parece estar muy orgulloso de sí mismo.
—Sólo es un amigo, mamá. ¿Qué pasa?
Jesse se lleva las manos al corazón e imita a un soldado herido,
pero
su expresión de enfado no casa para nada con su juguetona
pantomima. Mi
madre emite un bufido de desaprobación. No me puedo creer lo que
el
cabrón arrogante acaba de hacer. Y con todo lo que tengo que
aguantar
ahora mismo, sólo me faltaba el bonus añadido de mi madre
ensañándose
con que me haya metido en otra relación demasiado pronto.
—Me ha llamado Matt —me dice impasible.
Doy la espalda a Jesse para intentar ocultar mi cara de sorpresa.
¿Por
qué habrá llamado Matt a mi madre? ¡Mierda! No puedo hablar de
esto
ahora mismo, no con Jesse delante.
—Mamá, ¿podemos hablar luego? Estoy en Camden y hay mucho
follón. —Los hombros me llegan a las orejas cuando noto la mirada
de
acero de Jesse clavada en la espalda.
—Claro. Sólo quería que lo supieras. Fue muy cortés, no me gustó.
—
Parece furiosa.
—Vale, te llamo luego.
—Bien, y recuerda: diversión sin compromiso —añade sin tapujos al
final para recordarme mi estatus, sea el que sea.
Me vuelvo para mirar a Jesse y lo encuentro tal y como era de
esperar:
nada contento.
—¿Por qué has hecho eso? —le grito.
—¿Sólo es un amigo? ¿Sueles permitir que tus amigos te follen
hasta
partirte en dos?
Dejo caer los hombros en señal de derrota. Me está dejando el
cerebro
frito con tanto cambiar el modo en que habla de nuestra relación.
Me folla;
le importo; me controla...
—¿Es que el objetivo de tu misión es complicarme la vida todo lo
posible?
Su mirada se suaviza.
—No —dice en voz baja—. Lo siento.
Dios mío, ¿hemos hecho progresos? ¿Acaba de disculparse por ser un
capullo? Me ha dejado más a cuadros que cuando me ha robado el
teléfono
y ha saludado a mi madre como si la conociera de toda la vida. Él
mismo
ha dicho que no se disculpa a menudo pero, teniendo en cuenta que
no le
gusta hacerlo, comete un montón de locuras que merecen disculpas.
—Olvídalo —suspiro, y guardo el móvil en el bolso. Empiezo a
caminar por la calle hacia el canal. Me pasa el brazo por los
hombros en
cuestión de segundos. Mi pobre madre estará provocándole a mi
padre un
buen dolor de cabeza en este instante. Sé que me va a someter a un
tercer
grado. En cuanto a Matt... Sé a qué está jugando. Ese gusano
taimado está
intentando ganarse a mis padres. Se va a llevar una gran
decepción. Ahora
mis padres ya no se molestan en ocultar que lo detestan; antes lo
aguantaban por mí.
Pasamos el resto de la mañana y buena parte de la tarde vagando
por
Camden. Me encanta, la diversidad es uno de los mayores atractivos
de
Londres. Podría pasarme horas en las callejuelas adoquinadas de
los
mercados. Jesse me sigue cuando me paro a mirar los puestos, no se
separa
de mí y no me quita las manos de encima. Me alegro mucho de
haberme
disculpado.
Caminamos por la zona de restaurantes y ya no puedo aguantar más
el
calor. No es un día especialmente caluroso, pero, con tanta gente
y tanto
turista, estoy agobiada. Me quito el bolso y luego la chaqueta
para atármela
a la cintura.
—¡Ava, a tu vestido le falta un buen trozo!
Me vuelvo con una sonrisa y lo veo mirándome atónito la espalda
descubierta. ¿Qué va a hacer? ¿Desnudarme y cortarlo a tiras?
—No, está diseñado así —lo informo tras anudarme el cárdigan a la
cintura y ponerme de nuevo el bolso. Me da la vuelta y me sube la
chaqueta todo lo que puede para intentar ocultar la piel expuesta.
—¿Quieres parar? —Me río y me aparto.
—¿Lo haces a propósito? —salta. Me coloca la palma de la mano en
la espalda.
—Si quieres faldas largas y jerseys de cuello alto, te sugiero que
te
busques a alguien de tu edad —murmuro cuando empieza a guiarme
entre
la multitud. Me gano unas cosquillas por descarada. Lo siguiente
que hará
será ponerme un burka.
—¿Cuántos años crees que tengo? —pregunta con incredulidad.
—Resulta que no lo sé, ¿recuerdas? —contraataco—. ¿Quieres
sacarme de la ignorancia?
Resopla.
—No.
—Me lo imaginaba —murmuro. Algo me llama la atención. Me
desvío hacia un puesto lleno de velas aromáticas y cosas hippies. Jesse
maldice detrás de mí y se abre paso entre la gente para no
perderme.
Consigo acercarme y el hippy new age me saluda.
Luce unas rastas
indómitas y muchos piercings.
—Hola. —Sonrío y estiro el brazo para coger una bolsa de tela de
un
estante.
—Buenas tardes —responde—. ¿Te ayudo con eso?
Se acerca y me ayuda a sacar la bolsa.
—Gracias. —Noto la palma tibia de Jesse en la espalda, abro la
bolsa
de tela y saco el contenido.
—¿Qué es eso? —me pregunta Jesse mirando por encima de mi
hombro.
—Son unos pantalones tailandeses —le digo mientras los estiro.
—Creo que necesitas unas tallas menos. —Frunce el ceño y mira el
enorme trozo de tela negra que tengo en las manos.
—Son talla única.
Se ríe.
—Ava, ahí dentro caben diez como tú.
—Te los enrollas a la cintura. Le valen a todo el mundo. —Hace
meses que quiero cambiar los míos, ya gastados, por unos nuevos.
Se aparta sin quitarme la mano de la espalda y mira los
pantalones; no
está del todo convencido. La verdad es que parecen unos pantalones
hechos
para el hombre más obeso del mundo, pero cuando les coges el truco
son lo
más cómodo que hay para estar por casa en un día perezoso.
—Se lo enseñaré. —El dueño del puesto me coge los pantalones y se
arrodilla delante de mí.
Noto que la mano de Jesse se tensa en mi espalda.
—Nos los llevamos —escupe a toda velocidad.
Vaya, empieza la estampida.
—Necesita una demostración —dice Rastas alegremente. Sonríe y
abre los pantalones a mis pies.
Levanto un pie para meterlo en los pantalones, pero Jesse tira de
mí
hacia atrás. Levanto la vista y le lanzo una mirada de
advertencia. Está
haciendo el tonto. El hombre sólo intenta ser amable.
—Tiene unas piernas estupendas, señorita —comenta Rastas con
alegría.
Me da un poco de vergüenza.
—Gracias. —«¡No lo provoques!»
—Dame eso. —Jesse le quita los pantalones a Rastas antes de
colocarme contra un estante lleno de velas. Menea la cabeza y
farfulla algo
incomprensible, hinca una rodilla en tierra y abre los pantalones.
Sonrío
con dulzura a Rastas, que no parece haberse dado cuenta del
numerito a lo
apisonadora de Jesse. Probablemente esté demasiado colocado como
para
eso. Me meto en los pantalones y me los subo mientras Jesse sujeta
las dos
mitades, con la arruga muy marcada en la frente. ¡Dios, cómo lo
quiero!
Rápidamente, me hago con las cintas por miedo a que Rastas intente
cogerlas.
—Así, ¿lo ves? —Doblo los pantalones por encima y las ato a un
lado.
—Maravilloso —se burla Jesse, que los mira confuso. Su mirada
encuentra la mía y sonrío de oreja a oreja. Sacude la cabeza, le
brillan los
ojos.
—¿Los quieres?
Empiezo a desatármelos y a bajármelos bajo la atenta mirada de
Jesse.
—Los pago yo —lo aviso.
Pone los ojos en blanco y se ríe con sorna mientras saca un fajo
de
billetes del bolsillo.
—¿Cuánto cuestan los pantalones extragrandes? —le pregunta a
Rastas—
Sólo diez libras, amigo mío.
Los doblo y los meto en la bolsa.
—Voy a pagarlos yo, Jesse.
—¿Sólo? —Jesse se encoge de hombros y le da el billete a Rastas.
—Gracias. —Rastas se lo guarda en la riñonera.
—Vamos —dice, y coloca de nuevo la mano sobre la piel expuesta de
mi espalda.
—No tenías que pasar por encima del pobre hombre —gimoteo—. Y
yo quería pagar los pantalones.
Me sitúa a su lado y me besa en la sien.
—Calla.
—Eres imposible.
—Y tú preciosa. ¿Puedo llevarte ya a casa?
Hago un gesto de negación con la cabeza. Qué difícil es este
hombre.
—Sí. —Los pies me están matando y tengo que felicitarlo por lo
tolerante que ha sido con mi vagabundeo ocioso de hoy. Se ha
mostado
bastante razonable.
Dejo que me guíe entre la multitud hasta la salida del bullicioso
callejón, donde el sonido de los altavoces y la música tecno me
asalta los
oídos. Levanto la vista y veo luces de neón destellando entre la
oscuridad
del edificio de una fábrica y un montón de gente en la puerta.
Nunca he
estado en ese sitio, pero es famoso por la ropa de club
estrafalaria y los
accesorios extremos.
—¿Te apetece ir a verlo?
Miro a Jesse, que ha seguido mi mirada hasta la entrada de la
fábrica.
—Pensé que querías irte a casa.
—Podemos echar un vistazo. —Cambia el rumbo hacia la entrada y
me conduce hacia ese lugar poco iluminado.
La música me taladra los oídos al entrar. Lo primero que veo es a
dos
gogós en un balcón suspendido en el aire, vestidas con ropa
interior
reflectante y realizando movimientos para quedarse con la boca
abierta. No
puedo evitar mirarlas embobada. Cualquiera pensaría que estamos en
un
club nocturno a primera hora. Jesse me lleva a una escalera
mecánica y
bajamos a las entrañas de la fábrica. Al llegar al fondo, mis ojos
sufren el
ataque del brillo de prendas fluorescentes de todos los tipos y
colores. ¿De
verdad que la gente se pone eso?
—No es precisamente encaje —musita cuando me ve mirando
patidifusa una minifalda amarillo chillón con pinchos de metal en
el bajo.
—No es encaje —asiento. Es horroroso—. ¿De verdad la gente se
pone eso?
Se ríe y saluda a un grupo de personas que parecen a punto de
desmayarse de la emoción. Deben de llevar como un millón de piercings
entre todos. Me guía por el laberinto de pasillos. Estoy alucinada
con lo
que veo. Es ropa de noche de infarto para los amantes de la noche
cañeros.
Vagamos por los pasillos de acero y bajamos más escalones. De
repente estamos rodeados por todas partes de... juguetes para
adultos. Me
pongo roja. La música es muy ruidosa y absolutamente vulgar. Flipo
al
escuchar a una demente gritando algo sobre chupar pollas en la
pista de
baile mientras una dominatrix embutida en
cuero restriega la entrepierna
arriba y abajo por una barra de metal negra. No soy una mojigata,
pero esto
escapa a mi comprensión. Vale, estamos en la sección de adultos y
me
siento muy, muy incómoda. Nerviosa, levanto la vista hacia Jesse.
Le brillan los ojos y parece estar divirtiéndose mucho.
—¿Sorprendida? —me pregunta.
—Más o menos —confieso. No es tanto por los productos como por la
chica llena de piercings, tatuajes y semidesnuda que hay en el rincón.
Lleva plataformas de dieciséis centímetros y ejecuta movimientos
que se
pasan de descarados. Eso es lo que me tiene con la mandíbula
tocando el
suelo.«¡Madre de Dios, joder!» ¿A Jesse le mola esta mierda?
—Es un poco exagerado, ¿no? —musita, y me lleva a una vitrina de
cristal. Respiro de alivio al oírle decir eso.
—¡Vaya! —exclamo cuando me encuentro cara a cara con un vibrador
enorme cubierto de diamantes.
—No te emociones —me susurra Jesse al oído—. Tú no necesitas de
eso.
Trago saliva y se ríe con ganas en mi oído.
—No lo sé. Parece divertido —respondo pensativa.
Esta vez es él quien traga saliva con dificultad, sorprendido.
—Ava, antes muerto que dejarte usar uno de ésos. —Mira con asco el
objeto ofensivo—. No voy a compartirte con nadie ni con nada. —Me
aparta—. Ni siquiera con aparatos a pilas. —Me río. ¿Pasaría por
encima
de un vibrador? Sus exigencias escapan a toda razón. Me mira y me
dedica
su sonrisa arrebatadora. Me derrito—. Aunque es posible que acepte
unas
esposas —añade.
«¿Sí?» ¿Esposas?
—Esto no te pone, ¿verdad? —Señalo la habitación que nos rodea
antes de levantar la cabeza hacia él.
Me mira con ternura, me atrae hacia sí y me da un besito en la
frente.
—Sólo hay una cosa en el mundo que me pone, y me gusta cuando
lleva encaje.
Me derrito de alivio y miro al hombre al que amo tanto que me
duele.
—Llévame a casa.
Me dedica una media sonrisa y me planta un beso de devoción en los
labios. —¿Me estás dando órdenes? —pregunta pegado a mis labios.
—Sí. Llevas demasiado tiempo sin estar dentro de mí. Es
inaceptable.
Se aparta y me observa detenidamente; los engranajes de su cabeza
se
disparan y aprieta los dientes.
—Tienes razón, es inaceptable. —Vuelve a morderse el labio y a
centrarse en el camino que tenemos por delante. Me saca de la
mazmorra y
me lleva de vuelta a su coche.Volver a capítulos
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