Me despido de Jesse con un beso casto y lo dejo con una expresión
de
inquietud en su maravilloso rostro.
—Te llamaré —digo con tono de indiferencia, y salgo de su coche.
Tengo prisa por marcharme. Cierro la portezuela del vehículo y me
apresuro a recorrer el camino hasta casa de Kate. No me vuelvo.
Cierro la
puerta rápidamente al entrar y me dejo caer contra ella.
—¡Hola! —Kate aparece en lo alto de la escalera envuelta en una
toalla—. ¿Estás bien?
Ya no puedo seguir fingiendo.
—No —admito. No estoy bien para nada.
Ella me mira con una mezcla de confusión y compasión.
—¿Quieres un té?
Asiento y me despego de la puerta.
—Por favor, no seas demasiado amable conmigo —le advierto.
Las lágrimas amenazan con brotar, pero estoy decidida a
controlarlas.
Sabía que esto iba a pasar. No creía que tan pronto, pero este
desagradable dolor de corazón era algo inevitable. Ella sonríe con
complicidad y me indica con la cabeza que la siga. Me arrastro
hasta el
piso de arriba y la encuentro en la cocina preparando el té.
Me dejo caer en una de las sillas dispares.
—¿Se ha ido Sam?
Se echa tres cucharadas de azúcar en su taza y, aunque me da la
espalda, sé que está sonriendo.
—Sí —responde con demasiada naturalidad.
—¿Qué tal la noche?
Se vuelve, entrecierra los ojos azules y sonríe ampliamente.
—¡Ese tío es una bestia!
Yo resoplo ante su descripción de Sam. Sé de otro que también
encaja
en esa definición.
—¿Bien, entonces?
Vierte agua hirviendo en las tazas y añade leche.
—No está mal. —Se encoge de hombros—. Pero basta de hablar de
mí. ¿Por qué te has ido esta mañana con aspecto de haber tenido
una noche
similar a la mía y vuelves unas horas después como si te hubieran
pegado
una paliza? —Se sienta y me pasa mi té.
Suspiro.
—No voy a volver a verlo.
—¿Por qué? —grita.
Su rostro pálido refleja estupefacción. ¿Por qué le sorprende
tanto mi
decisión?
—Porque sé que voy a salir escaldada de esto, Kate. Jesse no es
bueno
para mí.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta con incredulidad.
Muy sencillo.
—Es un hombre de negocios, maduro, rico a más no poder y muy
seguro de sí mismo. No soy más que un juguete para él. Se
aburrirá, me
tirará a la basura y se buscará a otra. —Resoplo con sarcasmo—. Y
créeme... no faltarán mujeres que se le echen a los pies. He visto
las
pasiones que despierta. Las he experimentado. Es increíblemente
salvaje
en la cama, y tremendamente bueno, lo que significa que tiene a
sus
espaldas un buen número de conquistas sexuales. —Respiro hondo
mientras Kate me mira con la boca abierta—. Es un imán para las
mujeres,
y es probable que un mujeriego. Ya he tenido que soportar la
reacción de
Sarah. —Me dejo caer en la silla y cojo mi taza de té.
—¿Quién es Sarah?
—Una amiga, la que confundí con su novia. No me tiene ningún
aprecio, y me lo ha dejado bien claro.
—¿En serio piensas saltar del barco sólo por unas cuantas palabras
resentidas de una zorra despechada? ¡Mándala a la mierda!
—No, no es sólo eso, aunque no me apetece nada que me clave las
garras en la espalda.
Pone los ojos en blanco.
—Querida amiga, ¡estás cegata!
—No, no lo estoy. Soy sensata —me defiendo—. Y tú no eres
imparcial —le espeto. Ha dejado muy claro que le gusta Jesse para
mí,
pero lo cierto es que no sé por qué es así—. ¿Por qué te gusta
tanto?
—No lo sé. —Se encoge de hombros—. Porque tiene algo.
—Sí, que es peligroso.
—No, es por cómo te mira, como si fueras el centro de su universo
o
algo así.
—¡No seas idiota! Soy el centro de su vida sexual —la corrijo, y
de
repente pienso en el hecho de que probablemente no sea más que una
de
tantas mujeres a las que sólo les hace pasar un buen rato. La idea
me
resulta dolorosa, y es una razón más para alejarme mientras
todavía siga
medio intacta. ¿A quién quiero engañar? Ya estoy destrozada, pero,
cuanto
más tiempo deje que continúe esto, peor será.
—Ava, vives negándote a admitir la realidad —me reprocha sin mala
intención.
—No me niego a admitir nada.
—Claro que sí —dice con firmeza—. Te has enamorado de él. Y salta
a la vista el porqué.
—No me niego a admitir nada —repito. No sé de qué otra manera
responder a eso. ¿Tanto se nota? Claro que lo hago. Puede que así
el dolor
sea más fácil de soportar—. Voy a echarme un rato. —Aparto la
silla de la
mesa y ésta chirría contra el suelo de madera. El sonido agudo me
obliga a
hacer una mueca. La resaca ha vuelto a apoderarse de mí.
—Vale —suspira Kate.
La dejo en la cocina y me retiro al santuario de mi habitación. Me
dejo caer sobre la cama y me tapo la cabeza con la almohada.
Detesto
admitirlo, pero esa zorra de morros gordos tiene razón. No debo
plantearme un futuro con Jesse Ward. Y ese pensamiento me rasga el
corazón como si de un cuchillo se tratase.
Llego a la oficina para enfrentarme a una nueva semana. Me siento
de
todo menos bien. No he dormido nada, y sé perfectamente por qué.
—Buenos días, flor —me saluda Patrick desde su despacho. Parece
que está mucho mejor.
—Hola. —Intento sonar alegre, pero fracaso estrepitosamente. No
puedo ni reunir las fuerzas necesarias para fingir un poco de
ánimo. Tiro el
bolso bajo la mesa, me siento y enciendo el ordenador.
Al cabo de cinco segundos, mi escritorio empieza a protestar
cuando
Patrick lo usa de banco, como de costumbre. Tiene mucho mejor
aspecto
que el otro día.
—¿Cómo van las cosas con Van Der Haus? —pregunta. Patrick tiene
especial interés en ese proyecto.
Meto la mano bajo la mesa y saco la cajita de muestras de telas
que
dejé ahí el viernes.
—Esto llegó el viernes —digo, y coloco unas cuantas sobre el
escritorio—. Me ha mandado por correo electrónico las
especificaciones y
ya me había enviado los planos.
Patrick echa un vistazo a las telas. Todas tienen tonos neutros de
beige
y crema, algunas tienen textura y otras no.
—Son un poco aburridas, ¿no? —protesta con un dejo de
desaprobación.
—A mí no me lo parece —repongo, y saco una preciosa muestra con
rayas gruesas—. Mira ésta.
La mira con desdén.
—No me gusta.
—No tiene por qué gustarte a ti —le recuerdo. Él no se va a
comprar
un apartamento pijo en la Torre Vida—. Van Der Haus vuelve hoy de
Dinamarca. Dijo que me llamaría para enseñarme el edificio. Y
ahora voy
a trabajar, si no te importa.
Patrick se pone de pie y yo adopto mi típico gesto de dolor cuando
oigo crujir la mesa.
—Claro, continúa. —Me mira con recelo—. Tal vez no sea asunto
mío, pero no pareces tú misma. ¿Te ocurre algo?
—No, estoy bien, de verdad —miento.
—¿Seguro?
«¡No!»
—Que sí, Patrick —digo, pero no consigo transmitir seguridad.
Mi teléfono empieza a brincar por el escritorio y Black and Gold, de
Sam Sparro, inunda la oficina. Arrugo la frente y, al cogerlo, veo
el
nombre de Jesse parpadeando en la pantalla. Ha vuelto a manipular
mi
teléfono. Mi corazón se acelera, y no de una forma agradable. No
puedo
hablar con él.
—Te dejo para que contestes, flor. ¡Y arriba ese ánimo, guapa! ¡Es
una orden!
Patrick se marcha y yo silencio la llamada, pero, en cuanto se
interrumpe, vuelve a sonar otra vez. La silencio de nuevo, dejo el
móvil en
la mesa y me pongo a trabajar. Abro el correo de Mikael. Es breve,
pero
contiene la suficiente información como para que empiece a
elaborar mis
diseños.
Quince minutos después, el teléfono aún sigue sonando, y yo estoy
empezando a hartarme de la musiquita y de alargar la mano para
silenciar
el maldito aparato. Qué ilusa he sido al pensar que me lo pondría
fácil. La
alerta de mensaje de texto empieza a vibrar, pero en lugar de
eliminarlo
directamente —que habría sido lo más sensato— lo leo.
¡COGE EL
TELÉFONO!
Ya estamos. Sam Sparro empieza a entonar de nuevo su canción y yo
vuelvo a darle a silenciar. A este paso no voy a conseguir hacer
nada hoy.
Al momento, llega otro mensaje.
Ava, dime algo,
por favor. ¿Qué he hecho?
Meto el móvil en el primer cajón de mi mesa e intento olvidarme de
él. ¿Que qué ha hecho? En realidad nada, pero estoy segura de que
lo hará
si le doy la oportunidad. ¿O no? Ay, no lo sé. Pero mi instinto me
dice que
me aleje de él.
—Sal, si alguien me llama a la oficina dile que me llame al móvil,
¿de
acuerdo? —Sé que probablemente ése será su próximo movimiento.
—De acuerdo, Ava.
Empiezo a recoger unas cuantas ideas y a elaborar bocetos para
Mikael. Todavía no he visto los apartamentos, pero sé más o menos
lo que
quiero hacer y, para mi sorpresa, estoy bastante emocionada.
A la hora de comer me acerco un momento al indio para comprar un
sándwich y me lo como en la oficina.
Sally me informa de que me ha llamado un hombre mientras estaba
fuera, pero no ha dejado ningún mensaje. Claro, ya sé quién ha
sido, pero
estoy teniendo un día muy productivo y no pienso dejar que
interrumpa mi
ritmo, así que ignoro su persistencia. Victoria y Tom estarán
fuera de la
oficina todo el día visitando a clientes. Sin los dramas de la una
ni las
historias sórdidas del otro puedo trabajar sin distracciones, así
que no voy
a permitir que Jesse se convierta en una.
Sigo haciendo caso omiso del teléfono, menos cuando Mikael llama
para fijar una reunión para mañana. Finalmente estará en Dinamarca
toda
la semana, así que me reuniré con su asistente personal en la
Torre Vida a
las nueve de la mañana. Cuando dan las seis en punto, estoy
satisfecha con
la productiva jornada que he tenido y feliz de haberme puesto las
pilas. Se
me ha pasado el día volando.
Entro por la puerta casi a rastras y me encuentro la casa vacía.
Estoy
totalmente destrozada. Todavía siento los efectos del sábado por
la noche,
y de todo lo que pasó con Jesse ayer. Odio las resacas. Suelen
durarme más
de lo normal. Esta noche no me tomaré la copa de vino de los lunes
por la
noche.Me voy a mi cuarto y me desnudo para ducharme. El teléfono
vuelve a
sonar y alzo la vista al cielo para rogar que me dé fuerzas. No me
lo va a
poner nada fácil. Lo sé. Pero entonces me doy cuenta de que no
suena
Black and Gold. He estado soportando la dichosa canción todo el puñetero
día y he silenciado el teléfono cada vez que sonaba. Me sorprendo
gratamente cuando veo «Mamá móvil» parpadeando en la pantalla.
La escucho durante veinte minutos mientras me narra el itinerario
completo del viaje de Dan desde Australia hasta Heathrow.
Resumiendo:
llegará el próximo lunes por la mañana, pasará la semana en
Newquay y
volverá a Londres el sábado. Tras comprobar que todo va bien por
Newquay, me dirijo a la ducha. Sam Sparro empieza a sonar de nuevo
y yo
silencio el teléfono... otra vez. Si no lo oigo, no tendré la
tentación de
contestar.
Después de ducharme, me desplomo en la cama y me quedo dormida
en cuanto toco la almohada.
—¡Despierta, dormilona! —La voz aguda de Kate me perfora los
tímpanos. Me doy la vuelta y miro el reloj.
Presa del pánico, salto de la cama e intento serenarme un poco.
¡Son
las ocho en punto! He dormido trece horas. Joder, creo que lo
necesitaba.
—¿Por qué no me has despertado? —grito mientras me apresuro de
camino a la ducha por el descansillo. Tengo que estar en la Torre
Vida
dentro de una hora para reunirme con la asistente personal de
Mikael.
—Yo también me he dormido —responde Kate, alegre y pizpireta.
¿Por qué está tan contenta? No tardo en descubrirlo cuando me topo
con el
cuerpo medio desnudo de Sam saliendo del baño.
—¡Cuidado, mujer! —dice riendo, y me frena con las manos.
Aparto la vista de su magnífico físico.
—¡Perdón! —digo totalmente avergonzada. ¿Le gusta pasearse
semidesnudo por apartamentos de mujeres?
Su sonrisa contagiosa revela su bonito hoyuelo mientras se aparta
y
me hace una reverencia.
—Todo tuyo.
Entro corriendo y cierro la puerta para ocultar mi rubor, pero no
tengo
tiempo de mortificarme con mi vergüenza. Me meto en la ducha, me
lavo
el pelo, corro por el descansillo enrollada en la toalla hasta la
seguridad de
mi dormitorio y me visto a toda prisa. Me alegro de haber
arreglado la
habitación. Ahora encuentro todo lo que necesito a la primera. Me
pongo el
vestido rosa palo y unos zapatos de color carne, me seco el pelo a
toda
prisa y me lo recojo. Me doy un toque de polvos, colorete y
máscara de
pestañas y ya estoy lista. No me había arreglado tan rápido en la
vida.
Desconecto el teléfono del cargador y borro las cuarenta y dos
llamadas perdidas de Jesse antes de meterlo en el bolso. Vuelo
hacia la
cocina. Sam y Kate están sentados a la mesa. ¿Es que hoy no
trabaja nadie?
Sam alza la vista de su cuenco de cereales y sonríe.
—¿Has visto a Jesse? —pregunta.
Me paro en seco y lo miro. Aún me está sonriendo.
—No, ¿por qué me lo preguntas?
—¿Has estado en tu leonera toda la noche? —pregunta Kate
totalmente confundida.
—Sí, llegué de trabajar sobre las seis y media y me fui directa a
la
cama. Y ya no es una leonera —la corrijo con orgullo—. ¿Por qué?
Kate mira a Sam, Sam mira a Kate y luego ambos me miran a mí. Los
dos parecen confundidos y un poco preocupados.
—¿No lo has visto ni has hablado con él? —pregunta Sam con la
cuchara a medio camino del cuenco y su boca.
—¡No! —contesto con tono de impaciencia. Pero ¿qué coño les pasa?
No pienso volver a verlo ni a hablar con él en toda mi vida—. No
estoy
atada a su cintura —les espeto fríamente.
—Es que anoche me llamó cinco veces preguntando por ti —explica
Kate.
—¡A mí diez! —interviene Sam.
Kate parece muy alarmada.
—Llegamos sobre las ocho y media y dimos por hecho que todavía
estarías trabajando. Estaba muy nervioso, Ava. Intentamos
llamarte.
No tengo tiempo para estas tonterías. ¿Qué se cree que me ha
pasado?
Ese tío es un neurótico, y lo que yo haga con mi vida no es asunto
suyo.
—Tenía el teléfono en silencio. Pero bueno, como veis, estoy
vivita y
coleando, así que si vuelve a llamar, decidle eso —resoplo—. Me
voy, que
llego tarde. —Doy media vuelta para salir de la cocina.
—Como dejó de llamar supuse que estabas con él —añade Kate
cuando ya me marcho.
—¡Pues ya ves que no! —grito mientras bajo por la escalera.
Llego a la Torre Vida con el tiempo justo y algo aturullada. Me
encuentro con una mujer menuda y rubia en el vestíbulo. Es de
mediana
edad y parece un duendecillo, tiene unas facciones muy afiladas y
el pelo
corto. El traje negro no pega con la palidez de su piel.
—Usted debe de ser la señorita O’Shea —dice al tenderme una mano
macilenta—. Soy Ingrid. Mikael le dijo que vendría yo, ¿verdad?
—Tiene
un acento muy danés.
—Ingrid, llámame Ava, por favor. —Le acepto la mano y se la
estrecho suavemente. Parece muy frágil.
—Claro, Ava. —Sonríe y asiente.
—Mikael me llamó ayer y me dijo que tenía que quedarse unos días
más en Dinamarca.
—Sí, así es. Yo te enseñaré el edificio. Aún no han terminado las
obras, así que será mejor que te pongas esto. —Me entrega un casco
duro y
amarillo y un chaleco de alta visibilidad.
Me pongo el equipo de seguridad y empiezo a pensar en el aspecto
que debo de tener con mi vestidito rosa y con esto puesto. Por un
momento
temo que me haga ponerme también unas botas de punta de acero,
pero
cuando la veo pulsar el botón del ascensor mis preocupaciones
desaparecen.
—Empezaremos por el ático. La disposición es muy parecida a la del
Lusso. —Llega el ascensor y subimos en él—. Imagino que conoces
ese
edificio. —Sonríe y revela una boca llena de dientes perfectos.
Me cae bien.
—Sí, lo conozco. —Le devuelvo la sonrisa amistosa. «¡Mejor de lo
que crees!» Me obligo a bloquear esos pensamientos de inmediato.
«No
debo pensar en él. No debo pensar en él», me repito una y otra vez
mientras
nos dirigimos al ático e Ingrid me explica las pequeñas
diferencias entre el
Lusso y la Torre Vida. No hay muchas.
El ascensor llega directamente al interior del ático. Ésa es una
de las
diferencias. En el Lusso hay un pequeño vestíbulo. El aparcamiento
subterráneo es la otra.
—Ya hemos llegado. Tú primero, Ava.
Sigo la dirección que me indica y entro en un espacio enorme que
me
resulta familiar. El tamaño de este ático debe de ser idéntico al
del Lusso.
Al estar vacío parece más grande, pero recuerdo que con el otro
edificio
me pasó lo mismo.
—Como ves hemos usado madera de roble. Todas las ventanas y las
puertas están fabricadas a medida con madera sostenible. Seguro
que
Mikael ya te lo ha comentado en las especificaciones que te mandó.
—La
miro. Debe de haber captado mi expresión de no saber de qué me
habla,
porque se echa a reír y sacude la cabeza—. ¿No te lo mencionó en
su
correo electrónico?
—No —contesto, y rezo por haberlo leído entero y bien.
—Discúlpalo. Anda un poco despistado con lo del divorcio.
¿Divorcio? Vaya, ¿es eso lo que lo retiene en Dinamarca? Me parece
algo inapropiado que me revele algo tan privado de la vida de
Mikael.
Todo el mundo parece demasiado abierto y sincero últimamente. ¿O
acaso
me estoy mostrando yo excesivamente cerrada y recelosa?
—Lo tendré en cuenta —sonrío.
Durante las horas siguientes, Ingrid me enseña todo el edificio.
Yo
hago fotografías de los espacios y voy tomando notas. La Torre
Vida posee
los mismos lujos que el Lusso ofrece a sus residentes: un gimnasio
pomposo, conserje las veinticuatro horas y lo último en sistemas
de
seguridad. La lista continúa. Mikael y su socio saben cómo crear
viviendas
de lujo y modernas. Las vistas de Holland Park y de la ciudad son
increíbles.
Regresamos al vestíbulo principal.
—Gracias por la visita, Ingrid. —Me quito el casco y el chaleco.
—Ha sido un placer, Ava. ¿Tienes todo lo que necesitas?
—Sí. Esperaré noticias de Mikael.
—Dijo que te llamaría el lunes —comenta, y me estrecha la mano.
Nos despedimos y me marcho de la Torre Vida rumbo a la oficina.
Por
el camino llamo a mi médico de cabecera. Necesito que me recete
más
píldoras. No tengo ni idea de dónde las he metido. Me dan cita
para las
cuatro en punto de hoy mismo, lo cual es un alivio. No es que
espere tener
muchas relaciones sexuales en los próximos días. Ya he disfrutado de
bastantes para una buena temporada.
—Buenas —saludo a Tom y a Victoria al entrar en la oficina.
Tom frunce el ceño y mira la hora.
—¡Ups! Llego tarde a mi cita con la señora Baines. ¡Se va a poner
hecha una furia! —Se levanta de su asiento, se coloca la corbata
de rayas
azules y amarillas (que no quedaría tan mal si no la hubiese
combinado con
una camisa naranja), y se atusa el rubio tupé—. Volveré cuando
haya
amansado a esa vieja chalada. —Recoge su bandolera y se marcha
danzando de la oficina.
—¡Adiós! —grito al llegar a mi mesa—. ¿Estás bien, Victoria? —
pregunto. Está absorta—. ¡Victoria! —grito.
—¿Eh? Ah, perdón. Tenía la mente en otro sitio. ¿Qué decías?
—Que si estás bien —repito.
Ella sonríe alegremente y juguetea con su melena rizada y rubia
por
encima del hombro.
—Mejor que nunca.
Claro. Me pregunto si su buen humor tendrá algo que ver con cierto
personaje engreído y elegante llamado Drew. No la he visto desde
el
sábado pero, por lo que recuerdo —antes de acabar como una cuba—,
Drew y ella parecían estar haciendo buenas migas. ¿Es que a todo
el mundo
le ha dado por follar ahora?
—¿Y eso por qué? —pregunto con una ceja enarcada.
Ella suelta unas risitas como de niña pequeña.
—He quedado con Drew el viernes por la noche.
Lo sabía, aunque sigo sin ver lo de la simple de Victoria y el
serio de
Drew. —¿Adónde iréis? —pregunto.
Se encoge de hombros.
—No me lo ha dicho. Sólo me ha preguntado si quería salir con él.
—
Su móvil suena y se disculpa agitando el aparato.
Centro la atención en mi ordenador y silencio el teléfono cuando
empieza a sonar otra vez Black and Gold. Lo de
estirar la mano y apretar el
botón de la izquierda sin ni siquiera mirar se está convirtiendo
en un gesto
automático. Después de que suene tres veces seguidas, decido
silenciar el
teléfono del todo. Desde luego, no cabe duda de que es
persistente.
—Me voy —anuncia Victoria al tiempo que se levanta de su asiento
—. Volveré sobre las cuatro.
—Ya no te veré. Tengo cita en el médico a esa hora.
—¿Y eso? —Se vuelve mientras se marcha.
—He perdido las píldoras anticonceptivas —explico. Ella pone cara
de saber lo que es eso y hace que me sienta mejor por ser tan
descuidada.
Empiezo a ojear el correo electrónico y hago copias de algunos
bocetos para enviárselas a mis contratistas.
A las tres en punto me levanto para preparar café. Siempre lo hace
Sally, pero necesito apartar la vista de la pantalla del ordenador
un rato.
—¿Ava? —me llama Sally. Asomo la cabeza por la puerta de la
cocina y la veo agitando el teléfono de la oficina—. Te llama un hombre,
pero no me ha dicho quién es.
El corazón se me sale por la garganta. Sé perfectamente quién es.
—¿Está en espera?
—Sí, ¿te lo paso?
—¡No! —grito, y la pobre e insegura Sally se estremece—. Perdona.
Dile que no estoy.
—Ah, vale. —Confundida y con los ojos abiertos de par en par,
aprieta el botón para recuperar la llamada de Jesse—. Disculpe,
señor. Ava
no est... —Da un brinco. El teléfono se le cae sobre la mesa con
un fuerte
estrépito y se apresura en cogerlo de nuevo—. Lo... lo... lo
siento, señor...
—No para de tartamudear, lo que indica que Jesse está gritándole
al otro
lado de la línea. Me siento muy culpable por hacerla pasar por
esto—.
Señor, por favor..., le... le... le aseguro que no... no está.
Se encuentra en su mesa, aterrorizada y mirándome con los ojos
abiertos, mientras don Neurótico la agrede verbalmente. Le sonrío
a modo
de disculpa. Le compraré unas flores.
Deja el teléfono en la base y me mira consternada.
—¿Quién era ése? —pregunta. Va a echarse a llorar.
—Sally, lo siento muchísimo. —Cojo los cafés de la cocina (la
única
ofrenda de paz que tengo a mano en estos momentos), dejo el de
Patrick en
su mesa y salgo corriendo de su despacho antes de que pueda
iniciar una
conversación. Le llevo el café a ella y lo dejo sobre su
posavasos—. Lo
siento muchísimo —repito, y espero que mi voz refleje lo culpable
que me
siento.
Ella deja escapar un largo suspiro de exasperación.
—Me temo que alguien necesita un abrazo —dice entre risitas.
Me quedo de piedra. Esperaba que se echara a llorar toda nerviosa
y,
en lugar de eso, la aburrida de Sally acaba de hacer una broma. La
chica
tímida y del montón se parte de risa, y yo empiezo a reírme
también a
carcajadas y con lágrimas en los ojos hasta que me duele el
estómago.
Sally se une a mi histeria y ambas nos desternillamos en medio de
la
oficina.
—¿Qué pasa? —grita Patrick desde su mesa.
Agito la mano en el aire para restarle importancia. Pone los ojos
en
blanco y vuelve a centrarse en su pantalla mientras sacude la
cabeza con
resignación. No podría contárselo ni aunque estuviera en
disposición de
hablar. Dejo a Sally llorando de risa y me dirijo a los aseos para
recomponerme. Ha sido buenísimo. Acabo de ver a esa chica desde
una
nueva perspectiva. Me gusta la Sally sarcástica.
Tras recobrar la compostura y retocarme el rímel corrido, aviso a
Patrick de que me voy al médico.
—Lo siento, Sally, no puedo mirarte a la cara —le digo entre risas
cuando paso por delante de su mesa para salir de la oficina, y
oigo que ella
se echa a reír de nuevo.
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