—Jesse, la señorita O’Shea, Rococo Union —anuncia el grandullón.
—Perfecto. Gracias, John.
Me sacan de mi estado de admiración y paso directamente al de
alerta.
Mi espalda se tensa.
No puedo verlo, el inmenso cuerpo del grandullón lo tapa, pero esa
voz áspera y suave hace que me quede helada en el sitio y sin duda
no
parece provenir de un «señor de La Mansión» fumador, obeso y que
lleva
gabardina.
El grandullón, o John, ahora que sé cómo se llama, se aparta y me
deja
echarle un primer vistazo al señor Jesse Ward.
Ay, Dios mío. El corazón me golpea el esternón y mi respiración
alcanza velocidades peligrosas. De repente me siento mareada y mi
boca
ignora las instrucciones de mi cerebro para que, al menos, diga
algo. Me
quedo ahí parada, sin más, mirando a ese hombre mientras él, a su
vez, me
mira a mí. Su voz ronca me ha dejado de piedra, pero verlo... En
fin, me he
quedado estupefacta, temblorosa e incapaz de dar señales de
inteligencia.
Se levanta de la silla, y mi mirada lo sigue hasta que se pone
completamente en pie.
Es muy alto. Lleva las mangas de la camisa blanca recogidas, pero
conserva la corbata negra, aflojada, colgando delante del ancho
tórax.
Rodea el enorme escritorio y camina despacio hacia mí. Es entonces
cuando recibo el verdadero impacto. Trago saliva. Este hombre es
tan
perfecto que casi me resulta doloroso. Tiene el pelo rubio oscuro
y da la
sensación de que haya intentado arreglárselo de alguna manera pero
haya
desistido. Sus ojos son verde pardusco, pero brillantes y
demasiado
intensos, y la sombra que le cubre la mandíbula cuadrada no logra
ocultar
los hermosos rasgos que hay debajo. Está ligeramente bronceado y
tiene el
punto justo de... Ay, Dios mío, es devastador. ¿El señor de La
Mansión?
—Señorita O’Shea. —Su mano viene hacia mí, pero no consigo que
mi brazo se levante y la estreche. Es guapísimo.
Cuando no le ofrezco la mano, se acerca y me pone las suyas sobre
los
hombros; luego se inclina para besarme y sus labios rozan
ligeramente mi
mejilla ardiente. Me tenso de pies a cabeza. Noto los latidos de
mi corazón
en los oídos y, aunque es del todo inapropiado para una reunión de
negocios, no hago nada para detenerlo. No doy una.
—Es un placer —me susurra al oído, lo cual sólo sirve para hacerme
emitir un pequeño gemido.
Sé que nota lo tensa que estoy —no es difícil, me he quedado
rígida
—, porque afloja las manos y baja el rostro para ponerlo a mi
altura. Me
mira directamente a los ojos.
—¿Se encuentra bien? —pregunta con una de las comisuras de los
labios levantada en una especie de sonrisa. Veo que una sola
arruga le
cruza la frente.
Salgo de mi ridículo estado inerte y de repente me doy cuenta de
que
todavía no he dicho nada. ¿Ha notado mi reacción ante él? ¿Y el
grandullón? Miro alrededor y lo veo inmóvil, con las gafas todavía
puestas,
pero sé que me está mirando a los ojos. Me doy un empujón mental y
retrocedo un paso, lejos de Ward y de su potente abrazo. Deja caer
las
manos a los costados.
—Hola —carraspeo para aclararme la garganta—. Ava. Me llamo
Ava. —Le tiendo la mano, pero no se da prisa en aceptarla; es como
si no
tuviera claro si es seguro o no, pero la estrecha...
Al final.
Tiene la mano algo sudada y le tiembla un poco cuando aprieta la
mía
con firmeza. Saltan chispas y una mirada curiosa revolotea por su
increíble
rostro. Ambos retiramos las manos, sorprendidos.
—Ava. —Prueba mi nombre entre sus labios y tengo que recurrir a
todas mis fuerzas para no volver a gemir. Debería dejar de hablar,
de
inmediato.
—Sí, Ava —le confirmo. Ahora es él quien parece haberse retirado a
su Nirvana particular, mientras que yo soy cada vez más consciente
de que
me está subiendo la temperatura.
De pronto, parece recobrar la compostura, se mete las manos en los
bolsillos del pantalón, mueve ligeramente la cabeza y se retira
hacia atrás.
—Gracias, John. —Hace un gesto con la cabeza al grandullón, que le
devuelve una pequeña sonrisa que suaviza sus rasgos duros. Luego
se
marcha.
Estoy a solas con este hombre que me ha dejado sin habla, inmóvil
y
prácticamente inútil.
Señala hacia dos sillones de cuero marrón situados uno frente a
otro
en el mirador, con una mesita de café entre ambos.
—Por favor, toma asiento. ¿Puedo ofrecerte algo para beber? —
Aparta la mirada de la mía y camina hacia un mueble con varias
botellas
de licor alineadas encima. Seguro que no se refiere a algo con
alcohol. Es
mediodía. Es demasiado pronto incluso para mí. Observo que se
queda
junto al mueble durante unos segundos antes de volver el rostro
hacia mí y
mirarme expectante.
—No, gracias. —Niego con la cabeza mientras hablo, por si acaso no
me salen las palabras.
—¿Agua? —pregunta con esa sonrisa jugando en las comisuras de su
boca.
«Por Dios, no me mires.»
—Por favor. —Me sale una sonrisa nerviosa. Tengo la boca seca.
Coge dos botellas de agua de la nevera integrada y regresa hacia
mí.
Es entonces cuando logro convencer a mis piernas temblorosas de
que me
lleven al otro lado del despacho, al sofá.
—¿Ava? —Su voz me atraviesa y me hace titubear a mitad de camino.
Me doy la vuelta para mirarlo. Probablemente sea una mala idea.
—¿Sí?
Sostiene un vaso de tubo.
—¿Vaso?
—Sí, por favor. —Sonrío. Debe de pensar que no soy nada
profesional. Me acomodo en el sofá de cuero, saco mi carpeta y mi
teléfono del bolso y los coloco en la mesa que tengo delante.
Me doy cuenta de que me tiemblan las manos.
Venga, mujer, ¡tranquilízate! Finjo tomar notas cuando se acerca y
coloca una botella de agua y un vaso para mí en la mesita. Se
sienta en el
otro sofá y cruza una pierna por encima de la otra, de manera que
un
tobillo descansa sobre el muslo. Se recuesta contra el respaldo.
Se está
poniendo cómodo, y el silencio que se impone entre los dos grita
mientras
escribo cualquier cosa con tal de no mirarlo. Sé que tengo que
mirar a
aquel hombre y decir algo en algún momento, pero todas las
preguntas
habituales han huido, gritando y chillando, de mi cerebro.
—¿Por dónde empezamos? —pregunta. Eso me obliga a levantar la
vista y dar señales de que he oído sus palabras. Sonríe. Me
derrito.
Me está observando por encima de la botella mientras la levanta
para
acercársela a esos labios tan adorables. Rompo el contacto visual
para
inclinarme y servirme un poco más de agua en el vaso. Me está
costando
dominar los nervios y todavía puedo sentir su mirada. Esto es muy
raro.
Nunca me había afectado tanto un hombre.
—Supongo que debería contarme por qué estoy aquí. —¡Puedo
hablar! Le devuelvo la mirada mientras cojo el vaso de la mesita.
—Ah —dice en voz baja. Ahí está la arruga en la frente. Aun así,
sigue siendo guapísimo.
—¿Pidió que viniera yo en concreto? —lo presiono.
—Sí —se limita a responder. Vuelve a sonreír. Tengo que apartar la
mirada.
Bebo un sorbo de agua para humedecerme la boca seca y me aclaro la
garganta antes de volver a enfrentarme a su poderosa mirada.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Puedes. —Descruza la pierna, se inclina para dejar la botella en
la
mesita y apoya los antebrazos en las rodillas, pero no dice nada
más. ¿No
va a continuar la frase?
—Vale. —Me cuesta mantener el contacto visual—. ¿Por qué?
—He oído hablar muy bien de ti.
Noto que la cara se me pone roja.
—Gracias. ¿Por qué estoy aquí?
—Pues para diseñar. —Se echa a reír y me siento estúpida y también
algo molesta. ¿Se está burlando de mí?
—¿Diseñar el qué? —pregunto—. Por lo que he visto, todo está más
bien perfecto. —Estoy segura de que no quiere que modernice este
lugar
tan encantador. Quizá no sea mi fuerte, pero reconozco las cosas
con clase
cuando las veo.
—Gracias —dice con suavidad—. ¿Has traído tu portafolio?
—Por supuesto —contesto mientras alcanzo mi bolso. Por qué quiere
verlo es algo que no entiendo. No contiene nada que se parezca a
este
lugar. Lo pongo sobre la mesita, delante de él, y espero que lo
arrastre hacia
sí, pero —¡horror!— se levanta con un movimiento fluido, me rodea
y
sienta su adorable y esbelto cuerpo en el sofá que hay a mi lado.
Jesús.
Huele a gloria bendita (a agua fresca y mentolada). Contengo la
respiración.
—Eres muy joven para ser una diseñadora consumada —reflexiona
mientras pasa lentamente las páginas de mi portafolio.
Tiene razón, lo soy. Es todo gracias a que Patrick me dio vía
libre en
la expansión de su negocio. En cuatro años he dejado la
universidad, he
conseguido trabajo en una empresa de diseño de interiores
consolidada —
que tenía estabilidad económica, pero que carecía de un enfoque
fresco en
nuevas tendencias— y además me he labrado un nombre en la
profesión.
He tenido suerte y agradezco la confianza de Patrick en mis
habilidades.
Eso, sumado a mi trabajo en el Lusso, es por lo que estoy donde
estoy a los
veintiséis años.
Bajo la mirada hacia su encantadora mano. Un precioso Rolex de oro
y grafito le adorna la muñeca.
—¿Qué edad tiene? —digo sin pensar. Madre mía. Mi cerebro es un
huevo revuelto y sé que acabo de sonrojarme hasta adquirir un tono
rojo
chillón. Debería mantener la boca cerrada. ¿De dónde diablos ha
salido
eso?
Me mira fijamente, sus ojos verdes abrasan los míos.
—Veintiuno —responde con cara de póquer.
Me río burlona y él arquea unas cejas inquisitivas.
—Lo siento —murmuro, y vuelvo a mirar a la mesa. Me pone
nerviosa. Lo oigo exhalar profundamente y su adorable mano se
acerca de
nuevo al portafolio y empieza a pasar las páginas otra vez.
Mantiene la
mano izquierda apoyada sobre el borde de la mesa.
No veo ningún anillo. ¿No está casado? ¿Cómo es posible?
—Esto me gusta mucho —dice al tiempo que señala una fotografía
del Lusso.
—No estoy segura de que lo que hice en el Lusso funcione aquí —
digo con calma. Es demasiado moderno; muy lujoso, pero demasiado
moderno.
Alza la vista hacia mí.
—Tienes razón, sólo digo... que me gusta mucho.
—Gracias. —Siento que me suben los colores mientras me estudia
atentamente antes de volver a mi portafolio.
Cojo el agua y resisto la tentación de ponerme el vaso en la
frente
para calmarme, pero casi lo hago cuando su muslo, embutido en los
pantalones, roza mi rodilla desnuda. Cambio de postura rápidamente
para
romper el contacto y, con el rabillo del ojo, veo que en las
comisuras de
sus labios se está dibujando una pequeña sonrisa de satisfacción.
Lo está
haciendo a propósito. Esto es demasiado.
—¿Dónde está el servicio? —pregunto al volver a dejar el vaso
encima de la mesa.
Necesito ir y recomponerme. Estoy hecha un manojo de nervios.
Se levanta rápidamente del sofá y retrocede para dejarme pasar.
—Cruzando el salón de verano a la izquierda —dice con una sonrisa.
Sabe el efecto que está teniendo sobre mí. El modo en que me
sonríe me
dice que es consciente de ello. Apuesto a que las mujeres siempre
reaccionan así con él.
—Gracias. —Me pongo de lado para poder pasar por el hueco que hay
entre el sofá y la mesita, pero se convierte en el más difícil
todavía cuando
él no hace el más mínimo esfuerzo para dejarme más espacio. Tengo
que
rozarlo para pasar, y eso me hace contener la respiración hasta
que estoy
lejos de su cuerpo.
Avanzo hacia la puerta. Tiene la mirada clavada en mí; me siento
como si me agujerease el vestido con su fuego. Giro el cuello a un
lado y a
otro para intentar controlar la piel de gallina que me eriza la
nuca.
Salgo a trompicones del despacho y avanzo por el pasillo antes de
cruzar el salón de verano y tropezar con unos baños ridículamente
pijos.
Me abrazo frente al lavabo y me miro al espejo.
—Por Dios, Ava, ¡contrólate! —le gruño a mi reflejo.
—Ha conocido al señor, ¿verdad?
Me doy la vuelta y veo a una mujer de negocios muy atractiva que
juguetea con su pelo en el otro extremo del baño. No sé qué decir,
pero
acaba de confirmar lo que yo ya sospechaba: produce este efecto en
todas
las mujeres. Cuando mi cerebro fracasa y no consigo decir nada
apropiado,
me limito a sonreír.
Me devuelve la sonrisa. Se está divirtiendo y sabe por qué estoy
tan
aturullada. Luego desaparece de los servicios. Si no tuviera tanto
calor y no
estuviese tan nerviosa, me sentiría avergonzada por lo evidente de
mi
estado. Pero tengo calor y estoy muy nerviosa, así que me olvido
de la
humillación, respiro hondo un par de veces y me lavo las manos
sudadas
con jabón Noble Isle. Debería haberme traído el bolso. Me vendría
bien un
poco de cacao para los labios. Sigo teniendo la boca seca y eso
hace que
mis labios se resientan.
Vale, tengo que volver a salir ahí fuera, que me den los detalles
y
largarme. El corazón me suplica que me relaje. Estoy muy
avergonzada de
mí misma. Vuelvo a recogerme el pelo, salgo de los servicios y
regreso al
despacho del señor Ward. No sé si voy a ser capaz de trabajar para
este
hombre; me afecta demasiado.
Llamo a la puerta antes de entrar y lo encuentro sentado en el
sofá
mirando mi portafolio.
Alza la vista y sonríe. Ahora sé que tengo que marcharme, de
verdad.
Me es imposible trabajar con este hombre. Todas las moléculas de
mi
inteligencia y mis facultades mentales se desvanecen súbitamente
en su
presencia. Y lo peor de todo es que él lo sabe.
Me arengo mentalmente para animarme y me acerco a la mesa
ignorando el hecho de que Ward sigue cada uno de mis movimientos
con la
mirada. Se reclina hacia atrás en el sofá para que pase por
delante de él,
pero no lo hago. Me siento en el sofá de enfrente, justo en el
borde.
Me lanza una mirada inquisitiva.
—¿Te encuentras bien?
—Sí —respondo sin más. Lo sabe—. ¿Quiere mostrarme dónde se
encuentra el futuro proyecto para que podamos hablar de los
pormenores?
Obligo a mi voz a mostrar seguridad. Ahora sólo debo seguir el
protocolo. No tengo la menor intención de aceptar este contrato,
pero
tampoco puedo marcharme así como así, por muy tentador que sea.
Enarca las cejas, sorprendido por mi cambio de estrategia.
—Claro.
Se levanta del sofá y da unas zancadas hacia el escritorio para
coger el
móvil. Recojo mis cosas, las meto en el bolso y sigo su gesto, que
me
indica el camino.
Me adelanta rápidamente, me abre la puerta y me hace una
reverencia
galante y exagerada mientras la mantiene abierta. Le sonrío con
educación,
a pesar de que sé que está jugando conmigo, y salgo al pasillo,
hacia el
salón de verano. Me tenso en cuanto me pone la mano en la cintura
para
guiarme.
¿A qué está jugando? Me esfuerzo cuanto puedo por ignorarlo, pero
tendría que estar muerta para no percibir el efecto que este
hombre tiene en
mí. Sé que lo sabe. Tengo la piel ardiendo —seguro que le está
calentando
la mano a través del vestido—, no puedo controlar la respiración y
andar
me exige toda mi capacidad de coordinación y de todas mis fuerzas.
Soy patética, y es más que evidente que Ward está disfrutando con
las
reacciones que provoca en mí. Debo de ser la mar de entretenida.
Enfadada conmigo misma, camino un poco más de prisa para romper
el contacto con la mano que mantiene en mi cintura. Me detengo al
llegar a
un punto en el que hay dos rutas posibles.
Me alcanza y señala el exterior, el césped de las canchas de
tenis.
—¿Sabes jugar?
Me entra la risa, pero es una risa incómoda.
—No. —Suelo correr y poco más. Dame un bate, una raqueta o una
pelota y ya verás la que lío. Ante mi reacción, las comisuras de
sus labios
forman una sonrisa que resalta el verde de sus ojos y alarga sus
generosas
pestañas. Sonrío y sacudo la cabeza, admirada ante este hombre
glorioso.
—¿Y usted? —pregunto.
Continúa por el recibidor y yo lo sigo.
—No me importa jugar de vez en cuando, pero me van más los
deportes extremos.
Se detiene y yo con él. Tiene una forma física y un tono muscular
que
son demasiado.
—¿Qué clase de deportes extremos?
—Snowboard, sobre todo. Pero he probado el rafting en aguas rápidas,
el puenting y el paracaidismo. Soy un poco adicto a la adrenalina. Me gusta
sentir la sangre bombeando en las venas. —Me observa mientras
habla y
siento que me está analizando. Tendrían que anestesiarme para que
yo me
atreviese con esos pasatiempos que bombean sangre en las venas.
Prefiero
salir a correr de vez en cuando.
—Extremos —digo sin dejar de estudiar a ese hombre cuya edad
desconozco.
—Muy extremos —confirma en voz baja. La respiración se me
acelera de nuevo y cierro los ojos mientras me grito mentalmente
por ser
tan patética.
—¿Seguimos? —pregunta. Percibo la sorna que tiñe su voz.
Abro los ojos y me encuentro con su penetrante mirada verde.
—Sí, por favor.
Ojalá dejase de mirarme así. Medio sonríe otra vez y se encamina
hacia el bar. Saluda a los hombres que he visto antes, dándoles
palmaditas
en los hombros. La mujer ya no está. Los dos clientes del bar son
muy
atractivos, jóvenes —probablemente aún no hayan cumplido los
treinta— y
están sentados en los taburetes mientras beben botellines de
cerveza.
—Chicos, os presento a Ava. Ava, éstos son Sam Ketl y Drew Davies.
—Buenas tardes —dice Drew con voz cansada. Parece un poco triste.
Su aspecto (es guapo si te gustan los tipos duros) y su carácter
me dicen
que es inteligente, seguro de sí mismo y probablemente un hombre
de
negocios. Lleva el pelo negro peinado a la perfección, el traje
impoluto y
hace gala de una mirada astuta.
—Hola —sonrío educadamente.
—Bienvenida a la catedral del placer —ríe Sam al tiempo que
levanta
el botellín—. ¿Puedo invitarte a una copa?
Veo que Ward sacude un poco la cabeza y pone los ojos en blanco.
Sam sonríe. Es el polo opuesto a Drew: informal y relajado, con
unos
vaqueros viejos, una camiseta de Superdry y unas Converse. Tiene
un
rostro insolente con un hoyuelo en la mejilla izquierda que lo
favorece. Sus
ojos azules brillan, cosa que lo hace parecer aún más insolente, y
lleva el
pelo rubio ceniza a la altura de los hombros y hecho un desastre.
—No, gracias —contesto.
Mueve la cabeza hacia Ward.
—¿Jesse?
—No, gracias. Le estoy enseñando a Ava la ampliación. Va a
encargarse del interiorismo —dice sonriéndome.
Me río por dentro. No lo haré si puedo evitarlo. De todos modos,
se
está precipitando un poco, ¿no? Todavía no hemos hablado de las
tarifas,
de lo que quiere, ni de nada.
—Ya era hora. Nunca hay habitaciones libres —gruñe Drew pegado a
su botellín. ¿Por qué nunca he oído hablar de este sitio?
—¿Qué tal el snowboard
en Cortina, amigo mío?
—pregunta Sam.
Ward se sienta en un taburete.
—Alucinante. La forma de esquiar de los italianos se parece
bastante
a su estilo de vida relajado. —Esboza una gran sonrisa (la primera
sonrisa
de verdad desde que lo conozco), recta, blanca y exuberante. Este
hombre
es un dios—. Me levantaba tarde, encontraba una buena montaña,
bajaba
las laderas hasta que me cedían las piernas, echaba la siesta, comía
tarde y,
al día siguiente, vuelta a empezar. —Está hablando con todos pero
me mira
a mí. Su pasión por los descensos queda reflejada en su amplia
sonrisa.
No puedo evitar devolvérsela.
—¿Se le da bien? —pregunto, porque es lo único que se me ocurre.
Imagino que todo se le da bien.
—Muy bien —confirma. Asiento con un gesto de aprobación y, por
unos segundos, nuestras miradas se entrelazan. Soy la primera en
apartarla.
—¿Continuamos? —pregunta tras bajarse del taburete y señalar la
salida.—
Sí. —Sonrío. Al fin y al cabo, se supone que he venido aquí a
trabajar. Lo único que he conseguido hasta el momento es un
sofocón y una
lista de deportes extremos. Siento que estoy como en trance.
Desde el momento en que he atravesado las puertas he sabido que no
iba a ser una reunión normal y corriente, y estaba en lo cierto. A
lo largo de
los cuatro años que llevo visitando a gente en sus casas, sus
lugares de
trabajo y en edificios de nueva construcción, nunca me he topado
con un
Jesse Ward.
Probablemente no vuelva a hacerlo. Sin duda, tengo un buen
trabajo.
Me vuelvo hacia los dos chicos de la barra y me despido con una
sonrisa. Ellos levantan los botellines hacia mí antes de continuar
con su
conversación. Camino en dirección a la puerta que lleva de vuelta
al
recibidor y lo siento cerca, detrás de mí. Tan cerca que puedo
olerlo. Cierro
los ojos y rezo una plegaria a Dios para que me saque pronto de
ésta y, al
menos, con un mínimo de dignidad intacta. Es demasiado intenso y
estimula mis sentidos en un millón de direcciones distintas.
—Y ahora, la atracción principal. —Empieza a subir la amplia
escalera. Lo sigo mientras contemplo el vacío colosal que lleva a
una zona
muy espaciosa—. Éstas son las habitaciones privadas —dice
señalando
varias puertas.
Camino detrás de él admirando su adorable trasero, pensando que es
posible que tenga los andares más sexys que jamás haya tenido el
privilegio de ver. Cuando consigo apartar los ojos de su culo
prieto veo
que, a intervalos regulares, hay al menos veinte puertas que
llevan a otras
habitaciones Avanzamos hasta otra escalera grandiosa que lleva a
un piso
superior.
Al pie de la escalera hay una preciosa vidriera y un arco que
conduce
a otra ala.
—Ésta es la ampliación. —Me guía por una nueva ala de la mansión
—. Aquí es donde necesito tu ayuda —añade, y se detiene en la
entrada de
un pasillo que lleva a diez habitaciones más.
—¿Es todo nuevo? —pregunto.
—Sí. De momento son cascarones vacíos, pero estoy seguro de que le
pondrás remedio. Te las enseñaré.
Me deja más que asombrada cuando me coge de la mano y tira de mí
por el pasillo hasta que alcanzamos la última puerta. ¡Qué
inapropiado!
Todavía le suda la mano y estoy segura de que la mía tiembla entre
sus
dedos. La sonrisa que me lanza con una ceja arqueada me dice que
estoy en
lo cierto. Hay una especie de corriente eléctrica que fluye entre
los dos y
hace que me estremezca.
Abre las puertas y me mete en una habitación recién enlucida. Es
enorme, y las ventanas encajan con el resto de la propiedad.
Quienquiera
que la construyese hizo un trabajo excelente.
—¿Son todas tan grandes? —pregunto, y doblo los dedos hasta que
me suelta la mano. ¿Se comporta así con todas las mujeres? Es
desconcertante.
—Sí.
Me dirijo hacia al centro de la habitación mientras miro a mi
alrededor. Tiene un buen tamaño.
Veo que hay otra puerta.
—¿Tiene baño? —Mientras hablo, voy hacia la puerta y entro.
—Sí.
Las habitaciones son enormes, especialmente teniendo en cuenta
cómo suelen ser en los hoteles. Podrían hacerse muchas cosas. Me
sentiría
muy emocionada si no estuviese tan preocupada por lo que se espera
de mí.
Esto no es el Lusso. Salgo del cuarto de baño y encuentro a Ward
apoyado
en la pared, con las manos en los bolsillos, los párpados caídos y
los ojos
oscuros mirándome. Dios mío, este hombre es puro sexo. Es casi una
pena
que el diseño tradicional no tenga cabida en mi historia como
diseñadora.
No me interesa lo más mínimo.
—No estoy segura de ser la persona adecuada para este trabajo. —
Sueno apesadumbrada. No pasa nada, porque lo estoy. Me apena no
poder
controlarme. Me mira, con esos ojos verde pardusco que atacan mis
defensas, y me doy la vuelta sobre los talones.
—Creo que tienes lo que quiero —dice en voz baja.
«¡Mi madre!»
—Lo mío siempre ha sido el lujo moderno. —Echo otro vistazo a la
habitación y, despacio, vuelvo a dejar que mi mirada se pose en
él—. Estoy
segura de que quedará más satisfecho con Patrick o con Tom. Ellos
se
encargan de nuestros proyectos de época.
Reflexiona sobre lo que he dicho durante un segundo, hace de nuevo
ese movimiento de cabeza y se aparta de la pared impulsándose con
los
omoplatos.
—Pero te quiero a ti.
—¿Por qué?
—Tienes pinta de ser muy buena.
Se me escapa un suspiro involuntario entre los labios al escuchar
sus
palabras. No sé cómo interpretarlas. ¿Se refiere a mi habilidad
como
diseñadora o a otra cosa? El modo en que me mira me dice que es a
la otra
cosa. Está un pelín demasiado seguro de sí mismo.
—¿Especificaciones? —pregunto. De nuevo, no se me ocurre otra
cosa. Vuelvo a sonrojarme.
Una sonrisa juguetea en las comisuras de sus labios.
—Sensual, íntimo, lujoso, estimulante, reconstituyente... —Hace
una
pausa para valorar mi reacción.
Frunzo el ceño. No es lo habitual. No ha mencionado ni relajante,
ni
funcional, ni práctico.
—Vale. ¿Hay algo en particular que deba incluir? —vuelvo a
preguntar. ¿Por qué me molesto en averiguar las respuestas?
—Una cama grande y muchas aplicaciones de pared —contesta de una
tirada.—
¿Qué clase de aplicaciones?
—Grandes, de madera. Ah, la iluminación tiene que ser la adecuada.
—¿La adecuada para qué? —No puedo evitar el tono de confusión.
Sonríe y me derrito en un charco de hormonas calientes.
—Para las especificaciones, claro.
Ay, Dios, debe de estar pensando que soy una lerda.
—Sí, claro. —Levanto la vista y veo que unas vigas robustas cruzan
el
techo. El edificio es nuevo pero no son vigas falsas—. ¿Las hay en
todas
las habitaciones?
Vuelvo a mirarlo a los ojos.
—Sí, son esenciales. —Su voz es grave y seductora. No estoy segura
de poder aguantar mucho más.
Cojo el cuaderno de especificaciones del cliente y empiezo a tomar
notas.—
¿Hay algún color en particular que deba incluir o evitar?
—No, puedes volverte loca.
Levanto la cabeza para mirarlo.
—¿Perdone?
Sonríe.
—Que hagas lo que quieras.
Ah, bueno, no voy a volverme loca con nada porque no va a volver a
verme por aquí. Pero debería conseguir la máxima información para
poder
pasársela a Patrick o a Tom con al menos un mínimo de datos.
—Ha mencionado una cama grande. ¿De algún tipo en particular? —
pregunto intentando mantener la profesionalidad.
—No. Sólo que sea muy grande.
Flaqueo a mitad de la nota, levanto la vista y veo que me está
observando. Me siento idiota porque me pone muy nerviosa.
—¿Qué hay de los tejidos?
—Sí, muchos tejidos. —Empieza a caminar hacia mí—. Me gusta tu
vestido —susurra.
Mierda, ¡tengo que salir de aquí!
—Gracias —digo con un gritito agudo mientras voy de camino a la
puerta—. Ya tengo todo lo que necesito. —No es verdad, pero no
puedo
quedarme ni un minuto más. Este hombre me nubla los sentidos—.
Prepararé algunos bocetos. —Salgo al pasillo y voy directa al
comienzo de
la escalera.
Maldita sea, cuando me he despertado esta mañana esto era lo
último
que me esperaba. Una mansión de campo pija —con un dueño guapísimo
como colofón— no forma parte de mi rutina diaria.
Consigo llegar a la escalera y la bajo a una velocidad estúpida,
teniendo en cuenta los altísimos tacones marrón tostado que llevo
puestos.
Pongo los pies en el suelo de parquet preguntándome cómo diablos
he
llegado aquí.
—Espero noticias tuyas, Ava. —Su voz ronca me recorre el cuerpo.
Ward me alcanza al final de la escalera y me tiende la mano. La
acepto por
temor a que, si no lo hago, se acerque y vuelva a ponerme los
labios
encima.
—Tiene un hotel encantador —digo de corazón. Estoy empezando a
desear que el contenido de mi bolso consistiera en unas bragas
limpias, una
venda, tapones para los oídos y algún tipo de armadura. Con eso
habría
estado más preparada.
Levanta las cejas, mantiene mi mano en la suya y, lentamente, la
aprieta. La corriente que viaja por nuestras manos unidas hace que
me
tense de pies a cabeza.
—Tengo un hotel encantador —repite pensativo. La corriente se
convierte en una descarga eléctrica y retiro la mano en un acto
reflejo. Me
mira inquisitivo—. Ha sido un placer conocerte, Ava. De verdad.
—Hace
énfasis en «De verdad».
—Lo mismo digo —susurro.
Veo que su mirada se clava en mí durante un instante y empieza a
mordisquearse el labio inferior. Se desplaza hacia la mesa central
del
recibidor. Saca una sola cala del jarrón que preside el mueble y
la estudia
un momento antes de ofrecérmela.
—Elegancia sencilla —dice con suavidad.
No sé por qué, quizá porque mi cerebro está muerto, pero la cojo.
—Gracias.
Se mete la otra mano en el bolsillo y me observa de cerca.
—De nada. —Su mirada viaja de mis ojos a mis labios. Retrocedo
unos pasos.
—¡Por fin te encuentro! —Una mujer sale del bar y se acerca a
Ward.
Es atractiva: rubia, de estatura media, con el pelo escalado y
labios rojos y
carnosos. Lo besa en la mejilla—. ¿Estás listo?
Vale, supongo que debe de ser la esposa. Pero no lleva anillo, así
que
quizá sea la novia. Sea como sea, me quedo perpleja, porque él no
me quita
los ojos de encima ni se molesta en contestar a su pregunta. Ella
se da la
vuelta para ver qué le está robando su atención y me mira con
recelo. Me
cae mal al instante, y no tiene nada que ver con el hombre al que
está
abrazando.
—¿Y tú eres...? —ronronea.
Cambio de postura, incómoda. Me siento como si me hubieran pillado
haciendo una travesura.
Bueno, es que me han pillado. He tenido reacciones extremadamente
indeseadas hacia su novio.
Una irracional punzada de celos me apuñala. ¡Esto es ridículo!
Sonrío con dulzura.
—Yo ya me iba. Adiós. —Me doy la vuelta y prácticamente salgo
corriendo hacia la puerta y escalones abajo. Me subo de un salto
al coche,
dejo escapar un enorme suspiro y, cuando mis pulmones me agradecen
el
aire fresco, me reclino en el asiento y empiezo a hacer ejercicios
para
normalizar la respiración.
Voy a tener que pasarle el proyecto a Tom. Me echo a reír, es una
idea
estúpida. Tom es gay. Ward le afectará tanto como a mí. A pesar de
que
está pillado, sigo sin poder trabajar con él. Sacudo la cabeza,
incrédula, y
arranco el coche.
Mientras conduzco por el camino de grava, miro cómo la imponente
mansión se hace cada vez más pequeña en mi retrovisor. Y allí, de
pie en lo
alto de la escalera, viéndome marchar, está Jesse Ward.
—¡Has vuelto! Estaba a punto de llamarte —exclama Kate sin
levantar la vista de la figura de los novios que está colocando
sobre la tarta
de bodas que debe decorar. Tiene la lengua fuera, apoyada sobre el
labio
inferior. Me hace sonreír—. ¿Te apetece salir? —Sigue sin mirarme.
Es algo bueno. Estoy segura de que mi cara me delataría si
intentara
fingir que no pasa nada. Todavía estoy alterada por mi cita del
mediodía
con cierto señor de La Mansión. No tengo energía para arreglarme y
salir.
—¿Y si guardamos fuerzas para mañana? —Tengo que intentarlo. Sé
que eso significa una botella de vino en el sofá, pero al menos
podré
ponerme el pijama y relajarme. Después del día que he tenido, mi
mente va
a toda pastilla y necesito desconectar. Me duele la cabeza y no he
podido
concentrarme en todo el día.
—Perfecto. Termino la tarta y soy toda tuya. —Le da la vuelta al
pastel de fruta sobre el pedestal y echa unas gotas de pegamento
comestible en la cobertura—. ¿Qué tal el día en el campo?
¡Ja! ¿Qué le digo? Esperaba encontrarme a un paleto pomposo que ha
resultado ser un dios, guapo a rabiar. Pidió que fuera yo
expresamente, su
tacto me convirtió en lava ardiendo, no puedo mirarlo a los ojos
por miedo
a desmayarme y le ha gustado mi vestido. En vez de eso, contesto:
—Interesante.
Levanta la vista.
—Cuenta —me responde. Le brillan los ojos y se inclina de nuevo
sobre la tarta, con la lengua fuera otra vez.
—No era lo que me esperaba. —Me quito una pelusa imaginaria del
vestido azul marino para intentar restarle importancia.
—No me cuentes lo que te esperabas y dime qué te has encontrado. —
Ha dejado de intentar colocar a los novios en lo alto de la tarta.
En vez de
eso, me mira fijamente. Tiene cobertura en la punta de la nariz,
pero la
ignoro.—
El dueño. —Me encojo de hombros mientras jugueteo con mi
cinturón marrón tostado.
—¿El dueño? —pregunta con los labios fruncidos.
—Sí, Jesse Ward, el dueño. —Me quito más pelusas imaginarias del
vestido.
—Jesse Ward, el dueño. —Me imita, y a continuación hace un gesto
hacia uno de los sillones semicirculares de su taller—. ¡Siéntate!
¿Por qué
intentas parecer tan tranquila? No engañas a nadie. Tienes las
mejillas del
color de esa cobertura. —Señala una tarta con forma de camión de
bombero que hay en la estantería de metal—. ¿Por qué el dueño,
Jesse
Ward, no era como esperabas?
«¡Porque estaba muy bueno!» Me dejo caer en el sillón con el bolso
en el regazo mientras Kate, de pie, se da golpecitos en la palma
de la mano
con el mango de una espátula. Al final, se acerca y se sienta en
el sillón de
enfrente.
—Cuéntame —me presiona. Sabe que tengo algo que contar.
Me encojo de hombros.
—El hombre es atractivo y lo sabe. —Los ojos se le iluminan y los
golpes de la espátula se tornan cada vez más rápidos. Quiere más
drama.
Le encanta. Cuando Matt y yo rompimos, fue la primera en aparecer
para
ver el espectáculo en calidad de amiga. No tenía por qué haberse
molestado. Lo dejamos de mutuo acuerdo. Fue una ruptura amistosa y
bastante aburrida. No destrozamos la vajilla y ningún vecino tuvo
que
llamar a la policía.
—¿Qué edad tiene? —pregunta con avidez.
Ahí me ha pillado. Todavía me tortura haber soltado una pregunta
tan
inapropiada en una reunión de negocios. No valía la pena ni que me
sintiera avergonzada, porque estaba claro que estaba jugando
conmigo.
Me encojo de hombros.
—Dijo que veintiuno, pero por lo menos tiene diez más.
—¿Se lo has preguntado? —La mandíbula le llega al regazo.
—Sí. Se me escapó en un momento en el que el filtro cerebro-boca
me
falló del todo. No me siento orgullosa —murmuro—. He quedado como
una idiota, Kate. Nunca me había sentido así con un hombre. Pero
éste... En
fin, te habrías avergonzado de mí.
Suelta una sonora carcajada.
—¡Ava, tengo que enseñarte habilidades sociales! —Se recuesta con
brusquedad sobre el respaldo del sillón y lame la cobertura de la
espátula.
—Sí, por favor —gruño, y estiro la mano hacia ella. Me pasa la
espátula y empiezo a lamer los bordes. Hace un mes que vivo con
Kate y
sobrevivo a base de vino, azúcar para cobertura y masa para
tartas. No
puede decirse que la ruptura me haya quitado el apetito—. Estaba
muy
seguro de sí mismo —digo entre lametones.
—¿En qué sentido?
—Ese tío sabía que provocaba ciertas reacciones en mí. Seguro que
daba pena verme. Ha sido patético.
—¿Tanto?
Sacudo la cabeza.
—Exageradamente patético.
—Seguro que no vale nada en la cama —musita Kate—. Todos los
guapos son así. ¿Y las especificaciones?
—Una ampliación de diez dormitorios. Pensaba que iba a una
mansión de campo, pero es un superhotel pijo con spa.
La Mansión. ¿Lo
conoces?
Kate pone cara de no tener ni idea.
—No —responde, y se levanta para apagar el horno—. ¿Puedo ir
contigo la próxima vez?
—No. No pienso regresar. No puedo trabajar así. Además, tiene
novia
y no puedo volver a mirarlo a los ojos, no después del numerito de
hoy. —
Me levanto del sillón y tiro la espátula al cuenco vacío—. Se lo
he pasado
a Patrick. ¿Y el vino?
—En la nevera.
Subimos al apartamento y nos ponemos el pijama. Dejo el bolso en
la
cama y la cala hace su aparición estelar. Elegancia sencilla. La
cojo y le
doy vueltas entre los dedos; luego la tiro a la papelera.
Olvidado...
Ya con la ropa cómoda, meto en el reproductor de DVD la última
novedad del videoclub, salto al sofá con Kate e intento
concentrarme en la
película.
Es imposible. El ojo de mi mente está invadido por las imágenes de
un hombre de ojos verdes, rubio, esbelto y de edad desconocida con
unos
andares para babear y toneladas de atractivo sexual. Me quedo
dormida con
las palabras «Pero te quiero a ti» rebotando en mi cabeza. No tan
olvidado...
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