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Millennium 1: Capitulo 2


CAPÍTULO 2

Viernes, 20 de diciembre


Dragan Armanskij había nacido en Croacia hacía cincuenta y seis años. Su padre era un judío armenio de Bielorrusia y su madre una musulmana bosnia de ascendencia griega. Fue ella la que se encargó de su educación, de modo que, cuando se hizo adulto, Dragan entró a formar parte de ese gran grupo heterogéneo que los medios de comunicación etiquetaban como musulmanes. Por raro que pueda parecer, la Dirección General de Migraciones le registró como serbio. Su pasaporte confirmaba que era ciudadano sueco, y la foto mostraba un rostro anguloso de prominente mandíbula, una oscura sombra de barba y unas sienes plateadas. A menudo le llamaban «el árabe» pese a no existir ni el más mínimo antecedente árabe en su familia. Sin embargo, tenía un cruce genético de esos que los locos de la biología racial describirían, con toda probabilidad, como raza humana de inferior categoría.
Su aspecto recordaba vagamente al del típico jefe segundón de las películas americanas de gánsteres. Sin embargo, en realidad no era narcotraficante ni matón de la mafia, sino un talentoso economista que había empezado a trabajar como ayudante en la empresa de seguridad Milton Security a principios de los años setenta y que, tres décadas después, ascendió a director ejecutivo y jefe de operaciones de la empresa.
Su interés por los temas de seguridad había ido aumentando poco a poco hasta convertirse en fascinación. Era como un juego de guerra: identificar amenazas, desarrollar estrategias defensivas e ir siempre un paso por delante de los espías industriales, los chantajistas y los ladrones. Todo empezó el día en el que descubrió la destreza con la que se había estafado a un cliente valiéndose de la contabilidad creativa. Pudo descubrir al culpable entre un grupo de doce personas. Treinta años después, todavía recordaba su asombro al darse cuenta de que la indebida apropiación del dinero se debió a que la empresa había pasado por alto tapar unos pequeños agujeros en sus procedimientos de seguridad. De simple contable pasó a ser un importante miembro de la empresa, así como experto en fraudes económicos. Al cabo de cinco años entró en la junta directiva y diez años más tarde llegó a ser, no sin cierta oposición por su parte, director ejecutivo. Pero hacía ya mucho tiempo que esa resistencia suya había desaparecido. Durante los años que llevaba al mando, había convertido Milton Security en una de las empresas de seguridad más competentes y más solicitadas de Suecia.
Milton Security tenía trescientos ochenta empleados en plantilla, además de unos trescientos colaboradores freelance de confianza a los que se recurría cuando era necesario. Se trataba, por lo tanto, de una empresa pequeña en comparación con Falck o Svensk Bevakningstjänst. Cuando Armanskij entró en la sociedad seguía llamándose Johan Fredrik Miltons Allmäna Bevaknings AB y tenía una cartera de clientes compuesta por centros comerciales necesitados de controladores y guardias de seguridad musculosos. Bajo su dirección la empresa pasó a denominarse Milton Security, un nombre mucho más práctico internacionalmente, y apostó por la tecnología punta. La plantilla se renovó: los vigilantes nocturnos que habían conocido mejores días, los fetichistas del uniforme y los estudiantes de instituto que hacían un trabajillo extra fueron sustituidos por personal altamente preparado. Armanskij contrató a ex policías de cierta edad como jefes de operaciones, a expertos en ciencias políticas especializados en terrorismo internacional, protección de personas y espionaje industrial; y, sobre todo, a expertos en telecomunicaciones e informática. La empresa se trasladó desde el barrio de Solna al de Slussen, a un local de más prestigio en pleno centro de Estocolmo.
Al comenzar la década de los noventa, Milton Security ya estaba preparada para ofrecer un tipo de seguridad completamente nuevo a una selecta y reducida cartera de clientes, fundamentalmente medianas empresas con un volumen de facturación extremadamente alto, y gente adinerada: estrellas de rock recién enriquecidas, corredores de bolsa y ejecutivos de empresas puntocom. Gran parte de la actividad se centraba en ofrecer la protección de guardaespaldas y diferentes sistemas de seguridad para empresas suecas en el extranjero, sobre todo en Oriente Medio. Esa parte de las actividades empresariales suponía actualmente casi el setenta por ciento de lo que se facturaba. Con Armanskij al frente, el volumen de facturación aumentó desde poco más de cuarenta millones de coronas anuales hasta casi dos mil millones. Vender seguridad era un negocio extremadamente lucrativo.
La actividad se dividía en tres áreas principales: consultas de seguridad, que consistía en identificar peligros posibles o imaginarios; medidas preventivas, que normalmente se traducían en instalar costosas cámaras de seguridad, alarmas de robo y de incendio, cerraduras electrónicas y equipamiento informático; y, finalmente, protección personal para particulares o empresas que se creían víctimas de algún tipo de amenaza, ya fuese real o ficticia. En sólo una década, este último mercado se había multiplicado por cuarenta y, durante los últimos años, había surgido una nueva clientela constituida por mujeres relativamente acomodadas que buscaban protección, bien contra ex novios o esposos, bien contra acosadores anónimos que se habían obsesionado con sus ceñidos jerséis o con el carmín de sus labios al verlas por la tele. Además, Milton Security colaboraba con empresas del mismo prestigio de otros países europeos y de Estados Unidos, y se encargaba de la seguridad de numerosas personalidades internacionales que visitaban Suecia; por ejemplo, una actriz estadounidense muy conocida que rodó una película en Trollhättan durante dos meses, y cuyo agente consideró que su estatus era tan alto que necesitaba guardaespaldas cuando daba sus escasos paseos alrededor del hotel.
Una cuarta área, de tamaño considerablemente más pequeño, estaba compuesta tan sólo por unos pocos colaboradores. Se ocupaban de las llamadas IP o I-Per, esto es, investigaciones personales, conocidas en la jerga interna como «iper».
A Armanskij no le entusiasmaba del todo esa parte de la actividad. Desde el punto de vista económico resultaba menos rentable; además, se trataba de un tema delicado que requería del colaborador no sólo conocimientos concretos en telecomunicaciones o en instalación de discretos aparatos de vigilancia, sino sobre todo sensatez y competencia. Las investigaciones personales le resultaban aceptables cuando había que comprobar simplemente la solvencia de alguien, el historial laboral de algún candidato a un empleo, o cuando se trataba de investigar las sospechas de que algún empleado filtraba información de la empresa o se dedicaba a actividades delictivas. En ese tipo de casos, las «iper» formaban parte de la actividad operativa.
No obstante, eran demasiadas las ocasiones en que sus clientes acudían con problemas particulares que, normalmente, ocasionaban todo tipo de líos innecesarios: «Quiero saber quién es ese macarra que sale con mi hija...»,
«Creo que mi mujer me pone los cuernos...», «Es un buen chaval, pero se junta con malas compañías...», «Me están chantajeando...». En general, Armanskij se negaba rotundamente: si la hija era mayor de edad, tenía derecho a salir con quien le diera la gana, y la infidelidad era un asunto que los esposos debían aclarar entre ellos. Bajo todas esas demandas se ocultaban trampas potenciales que podían dar lugar a escándalos y originar problemas jurídicos a Milton Security. Por eso, Dragan Armanskij vigilaba muy de cerca todos esos casos, a pesar de que sólo se trataba de calderilla en comparación con el resto de la facturación de la empresa.


Por desgracia, el tema de aquella mañana era, precisamente, una investigación personal. Dragan Armanskij se alisó la raya de los pantalones antes de echarse hacia atrás en su cómoda silla. Observó desconfiado a su colaboradora, Lisbeth Salander, treinta y dos años más joven que él, y constató por enésima vez que sería difícil encontrar otra persona que pareciera más fuera de lugar en esa prestigiosa empresa de seguridad. Se trataba de una desconfianza tan sensata como irracional. A ojos de Armanskij, Lisbeth Salander era, sin ninguna duda, la investigadora más competente que había conocido en sus cuarenta años de profesión. Durante los cuatro años que ella llevaba trabajando para él no había descuidado jamás un trabajo ni entregado un solo informe mediocre.
Todo lo contrario: sus trabajos no tenían parangón con los del resto de colaboradores. Armanskij estaba convencido de que Lisbeth Salander poseía un don especial. Cualquier persona podía buscar información sobre la solvencia de alguien o realizar una petición de control en el servicio de cobro estatal, pero Salander le echaba imaginación y siempre volvía con algo completamente distinto de lo esperado. Él nunca había entendido muy bien cómo lo hacía; a veces su capacidad para encontrar información parecía pura magia. Conocía los archivos burocráticos como nadie y podía dar con las personas más difíciles de encontrar. Sobre todo, tenía la capacidad de meterse en la piel de la persona a la que investigaba. Si había alguna mierda oculta que desenterrar, ella iba derecha al objetivo como si fuera un misil de crucero programado.
No cabía duda de que tenía un don.
Sus informes podían suponer una verdadera catástrofe para la persona que fuera alcanzada por su radar. Armanskij todavía se ponía a sudar cuando se acordaba de aquella ocasión en la que, con vistas a la adquisición de una empresa, le encomendó el control rutinario de un investigador del sector farmacéutico. El trabajo debía hacerse en el plazo de una semana, pero se fue prolongando. Tras un silencio de cuatro semanas y numerosas advertencias, todas ellas ignoradas, Lisbeth Salander volvió con un informe que ponía de manifiesto que el tipo en cuestión era un pedófilo; al menos en dos ocasiones había contratado los servicios de —una prostituta de trece años en Tallin. Además, ciertos indicios revelaban un interés malsano por la hija de la mujer que por aquel entonces era su pareja.
Salander tenía características muy singulares que, de vez en cuando, llevaban a Armanskij al borde de la desesperación. Al descubrir que se trataba de un pedófilo no llamó por teléfono para advertir a Armanskij ni irrumpió apresuradamente en su despacho pidiendo una reunión urgente. Todo lo contrario: sin indicar con una sola palabra que el informe contenía material explosivo de proporciones más bien nucleares, una tarde lo depositó encima de su mesa, justo cuando Armanskij iba a apagar la luz y marcharse a casa.
Se llevó el informe y no lo leyó hasta más tarde, por la noche, cuando, ya relajado en el salón de su chalé de Lidingö, compartía con su esposa una botella de vino mientras veían la tele.
Como siempre, el informe estaba redactado con una meticulosidad casi científica, con notas a pie de página, citas y fuentes exactas. Los primeros folios daban cuenta del historial de aquel individuo, de su formación, su carrera profesional y su situación económica. No fue hasta la página 24, en un discreto apartado, cuando Salander —en el mismo tono objetivo que empleó para informar de que el susodicho vivía en un chalé de Sollentuna y conducía un Volvo azul oscuro— dejó caer la bomba de la verdadera finalidad de los viajes que el tipo realizaba a Tallin. Para demostrar sus afirmaciones Lisbeth remitía a la documentación contenida en un amplio anexo, donde había, entre otras cosas, fotografías de la niña de trece años en compañía del sujeto. La foto se había hecho en el pasillo de un hotel de Tallin y él tenía una mano bajo el jersey de la niña. Además —sabe Dios cómo—, Lisbeth consiguió localizar a la niña y logró convencerla para que dejara grabada una detallada declaración.
El informe creó aquel caos que precisamente Armanskij quería evitar a toda costa. Para empezar tuvo que tomarse un par de pastillas de las que su médico le había recetado para la úlcera. Luego convocó al cliente a una triste reunión relámpago. Al final, y a pesar de la lógica reticencia del cliente, tuvo que entregarle el material a la policía. Esto último quería decir que Milton Security se arriesgaba a verse involucrada en una espiral de acusaciones y contraacusaciones. Si la documentación no hubiera resultado lo suficientemente fidedigna o el hombre hubiese sido absuelto, la empresa habría corrido el riesgo potencial de ser procesada por difamación. En fin, una pesadilla.


Sin embargo, la llamativa ausencia de compromiso emocional de Lisbeth Salander no era lo que más le molestaba. En el mundo empresarial la imagen resultaba fundamental, y la de Milton representaba una estabilidad conservadora. Salander encajaba en esa imagen tanto como una excavadora en un salón náutico.
A Armanskij le costaba hacerse a la idea de que su investigadora estrella fuera una chica pálida de una delgadez anoréxica, pelo cortado al cepillo y piercings en la nariz y en las cejas. En el cuello llevaba tatuada una abeja de dos centímetros de largo. También se había hecho dos brazaletes: uno en el bíceps izquierdo y otro en un tobillo. Además, al verla en camiseta de tirantes, Armanskij había podido apreciar que en el omoplato lucía un gran tatuaje con la figura de un dragón. Lisbeth era pelirroja, pero se había teñido de negro azabache. Solía dar la impresión de que se acababa de levantar tras haber pasado una semana de orgía con una banda de heavy metal.
En realidad, no tenía problemas de anorexia; de eso estaba convencido Armanskij. Al contrario: parecía consumir toda la comida-basura imaginable. Simplemente había nacido delgada, con una delicada estructura ósea que le daba un aspecto de niña esbelta de manos finas, tobillos delgados y unos pechos que apenas se adivinaban bajo su ropa. Tenía veinticuatro años, pero aparentaba catorce.
Una boca ancha, una nariz pequeña y unos prominentes pómulos le daban cierto aire oriental. Sus movimientos eran rápidos y parecidos a los de una araña; cuando trabajaba en el ordenador, sus dedos volaban sobre el teclado. Su cuerpo no era el más indicado para triunfar en los desfiles de moda, pero, bien maquillada, un primer plano de su cara podría haberse colocado en cualquier anuncio publicitario. Con el maquillaje —a veces solía llevar, para más inri, un repulsivo carmín negro—, los tatuajes, los piercings en la nariz y en las cejas resultaba... humm... atractiva, de una manera absolutamente incomprensible.
El hecho de que Lisbeth Salander trabajara para Armanskij era ya de por sí asombroso. No se trataba del tipo de mujer con el que Armanskij acostumbraba a relacionarse, y mucho menos el que solía considerar para ofrecerle un empleo. Ella había sido contratada en la oficina como una especie de chica para todo cuando Holger Palmgren, un abogado medio jubilado que se ocupaba de los negocios personales del viejo J. F. Milton, la recomendó presentándola como «una chica lista pero con un carácter un poco difícil». Palmgren le pidió a Armanskij que le diera una oportunidad a la chica, cosa que éste prometió con desgana. Palmgren pertenecía a esa clase de hombres que sólo interpretaba un no como un motivo para doblar sus esfuerzos, así que lo más fácil era aceptar abiertamente. Armanskij sabía que Palmgren se dedicaba a ayudar a niñatos conflictivos y a otras chorradas sociales, pero tenía buen criterio.
Dragan Armanskij se arrepintió en el mismo momento en que conoció a Lisbeth Salander. No sólo le parecía problemática; a ojos de Armanskij ella era la viva representación del término. No había conseguido el certificado escolar, jamás había pisado el instituto y carecía de cualquier tipo de formación superior.
Durante los primeros meses, Lisbeth trabajó a jornada completa; bueno, casi completa. Por lo menos aparecía de vez en cuando por su lugar de trabajo. Preparaba café, traía el correo y se encargaba de la fotocopiadora. Sin embargo, no se preocupaba en lo más mínimo del horario ni de las rutinas normales de la oficina.
En cambio, poseía un gran talento para sacar de quicio a los demás empleados. Se ganó el apodo de «la chica con dos neuronas»: una para respirar y otra para mantenerse en pie. Nunca hablaba de sí misma. Los compañeros que intentaban conversar con ella raramente recibían respuesta y enseguida desistían. Los intentos de broma nunca caían en terreno abonado: o contemplaba al bromista con grandes ojos inexpresivos o reaccionaba con manifiesta irritación.
Además, tenía fama de cambiar de humor drásticamente si se le antojaba que alguien le estaba tomando el pelo, algo bastante habitual en aquel lugar de trabajo. Su actitud no invitaba ni a la confianza ni a la amistad, así que rápidamente se convirtió en un bicho raro que rondaba como un gato sin dueño por los pasillos de Milton. La dejaron por imposible: allí no había nada que hacer.
Al cabo de un mes de constantes problemas, Armanskij la llamó a su despacho con el firme propósito de despedirla. Cuando le dio cuenta de su comportamiento, ella lo escuchó impasible, sin nada que objetar y sin ni siquiera levantar una ceja. Nada más terminar de sermonearla sobre su «actitud incorrecta», y cuando ya estaba a punto de decirle que, sin duda, sería una buena idea que buscara trabajo en otra empresa que «pudiera aprovechar mejor sus cualidades», ella lo interrumpió en medio de una frase. Por primera vez hablaba enlazando más de dos palabras seguidas.
—Oye, si necesitas un conserje puedes ir a la oficina de empleo y contratar a cualquiera. Yo soy capaz de averiguar lo que sea de quien sea, y si no te sirvo más que para organizar las cartas del correo, es que eres un idiota.
Armanskij todavía se acordaba del asombro y de la rabia que se apoderaron de él mientras ella continuaba tan tranquila:
—Tienes un tío que ha tardado tres semanas en redactar un informe, que no vale absolutamente nada, sobre un yuppie al que piensan reclutar como presidente de la junta directiva en esa empresa puntocom. Hice las fotocopias de esa mierda anoche y veo que ahora lo tienes aquí delante.
La mirada de Armanskij buscó el informe y por una vez alzó la voz.
—No debes leer informes confidenciales.
—Probablemente no, pero las medidas de seguridad de tu empresa dejan mucho que desear. Según tus instrucciones, él mismo debería fotocopiar ese tipo de cosas, pero anoche, antes de irse por ahí a tomar algo, me puso el informe en mi mesa. Y, dicho sea de paso, su anterior informe me lo encontré en el comedor hace un par de semanas.
—¿Qué? —exclamó Armanskij, perplejo.
—Tranquilo. Lo metí en su caja fuerte.
—¿Te ha dado la combinación de su archivador privado? —preguntó Armanskij, sofocado.
—No, no exactamente. Lo tiene apuntado en un papel que guarda debajo de la carpeta de su mesa, junto con el código de su ordenador. Pero lo que importa aquí es que ese payaso de investigador ha hecho una investigación personal que no vale una mierda. Se le ha pasado que el tipo tiene unas deudas de juego que son una pasada y que esnifa coca como una aspiradora; además, su novia tuvo que buscar protección en un centro de acogida de mujeres después de que él la zurrara de lo lindo.
Ella se calló. Armanskij permaneció en silencio un par de minutos hojeando el informe en cuestión. Estaba estructurado de un modo profesional, redactado en una prosa comprensible y lleno de referencias a opiniones de amigos y conocidos del sujeto en cuestión. Al final, levantó la mirada y dijo tan sólo una palabra: «Demuéstralo».
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Tres días. Si no puedes probar tus afirmaciones, el viernes por la tarde te despediré.


Tres días más tarde, sin pronunciar palabra, Lisbeth le entregó un informe elaborado a partir de numerosas fuentes en el que ese joven yuppie, aparentemente tan simpático, se revelaba como un cabrón de mucho cuidado. Armanskij leyó el informe varias veces durante el fin de semana y se pasó parte del lunes comprobando algunas de las afirmaciones sin poner mucho empeño en ello, ya que antes de empezar sabía que la información resultaría correcta.
Armanskij estaba desconcertado y furioso consigo mismo porque, evidentemente, la había juzgado mal. La había considerado tonta, incluso tal vez retrasada. No esperaba que una chica que se había pasado los años de colegio faltando a clase, hasta el punto de que ni siquiera le dieron el certificado escolar, redactara un informe que no sólo era lingüísticamente correcto sino que, además, contenía observaciones e informaciones que Armanskij no entendía en absoluto cómo podía haber conseguido.
Estaba convencido de que en Milton Security nadie habría sido capaz de obtener un historial médico confidencial de un centro de acogida de mujeres maltratadas. Cuando le preguntó cómo lo había hecho, no recibió más que respuestas evasivas.
Dijo que no pensaba revelar sus fuentes. Al cabo de algún tiempo le quedó claro que Lisbeth Salander no tenía ninguna intención de hablar de sus métodos de trabajo, ni con él ni con nadie. Eso le preocupaba, pero no lo suficiente como para poder resistirse a la tentación de ponerla a prueba.
Reflexionó sobre el asunto un par de días.
Recordó las palabras de Holger Palmgren cuando se la envió: «Todas las personas tienen derecho a una oportunidad». Pensaba en su propia educación musulmana, de la que había aprendido que su deber ante Dios era ayudar a los necesitados. Es cierto que no creía en Dios y que no visitaba una mezquita desde su adolescencia, pero veía a Lisbeth Salander como una persona necesitada de ayuda y de un firme apoyo. Además, a decir verdad, durante las últimas décadas no había cumplido mucho con su deber.


En vez de despedirla, la convocó a una entrevista personal, durante la cual intentó comprender de qué pasta estaba hecha la problemática chica. Reforzó su convicción de que Lisbeth Salander sufría algún tipo de trastorno grave, pero también descubrió que tras su arisca apariencia se ocultaba una persona inteligente. Por una parte, la veía frágil e irritante, pero, por otra, y para su sorpresa, empezaba a caerle bien.
Durante los meses siguientes, Armanskij tuvo a Lisbeth Salander bajo su protección. Para ser sincero consigo mismo, lo cierto es que la acogió como si se tratara de un pequeño proyecto social. Le encomendaba sencillas tareas de investigación e intentaba darle ideas de cómo debía actuar. Ella lo escuchaba con mucha paciencia y luego llevaba a cabo la misión totalmente a su manera. Le pidió al jefe técnico de Milton que le diera a Lisbeth un curso básico de informática; Salander se pasó toda una tarde sentada en el pupitre sin rechistar, hasta que el jefe técnico, algo molesto, informó de que ya parecía poseer mejores conocimientos de informática que la mayoría de la plantilla.
Pronto Armanskij se dio cuenta de que Lisbeth Salander, a pesar de esas charlas formativas sobre el desarrollo personal, las ofertas de cursos de formación interna y otros modos de persuasión, no tenía intención de adaptarse a la rutina laboral de Milton, lo cual no dejaba de ser un tema complicado para Armanskij.
Continuaba siendo un motivo de irritación para los demás trabajadores de la empresa. Armanskij era consciente de que no habría aceptado que cualquier otro empleado fuera y viniera como le diera la gana; en otras circunstancias, le habría dado un ultimátum exigiendo una rectificación. También sospechaba que si le diera a Lisbeth Salander un ultimátum o la amenazara con un despido, ella sólo se encogería de hombros, y no la volvería a ver. Así que se veía obligado a deshacerse de ella o a aceptar que no funcionaba como los demás.
Un problema aún mayor para Armanskij lo constituía el hecho de no tener claros sus propios sentimientos hacia la joven. Era como un picor molesto, repulsivo, pero al mismo tiempo atrayente. No se trataba de una atracción sexual; por lo menos, Armanskij no lo consideraba así. Las mujeres a las que Dragan solía mirar de reojo eran rubias con muchas curvas y con labios carnosos que despertaban su imaginación; además, llevaba veinte años casado con una finlandesa llamada Ritva, que todavía, a su mediana edad, cumplía de sobra con esos requisitos. Nunca había sido infiel; bueno, puede que en alguna ocasión hubiera ocurrido algo que su mujer podía malinterpretar en el caso de enterarse, pero el matrimonio vivía feliz y tenía dos hijas de la edad de Salander. De todas maneras, no le interesaban las chicas sin pecho que, a distancia, podrían confundirse con chicos flacos. En fin, no era su tipo.
Aun así, había empezado a sorprenderse a sí mismo con fantasías inapropiadas sobre Lisbeth Salander y reconocía que no se sentía del todo indiferente cerca de ella. Pero la atracción, pensaba Armanskij, radicaba en que Lisbeth Salander le parecía un ser extraño. Podría haberse enamorado perfectamente del cuadro de una ninfa griega. Salander representaba una vida irreal, que le fascinaba, pero que no podía compartir y en la que, de todos modos, ella le prohibiría participar.
En una ocasión, Armanskij estaba tomando algo en una terraza de Stortorget, en Gamla Stan, cuando Lisbeth Salander se acercó andando despreocupadamente y se sentó a una mesa de la parte opuesta del café. La acompañaban tres chicas y un chico, todos vestidos de forma muy similar. Armanskij la contempló con curiosidad. Parecía igual de reservada que en el trabajo, pero lo cierto es que esbozó una ligera sonrisa al oír lo que le contaba una chica de pelo violeta.
Armanskij se preguntaba cómo reaccionaría Salander si un día él se presentara en el trabajo con el pelo verde, vaqueros desgastados y una chupa de cuero toda pintarrajeada y llena de remaches y cremalleras. ¿Le aceptaría como un igual? A lo mejor; daba la sensación de aceptar todo lo de su entorno con la típica actitud de not my business. Pero lo más probable es que simplemente le sonriera burlonamente.
En la terraza del café, ella estaba sentada de espaldas a él y no se dio la vuelta ni una sola vez, así que, aparentemente, ignoraba por completo que él estuviera allí. Armanskij se sentía extrañamente molesto ante su presencia y cuando, al cabo de un rato, se levantó para desaparecer imperceptiblemente, de repente ella volvió la cabeza y lo miró de frente, como si todo el tiempo hubiera sabido que estaba allí, dentro del radio de alcance de su radar. Su mirada fue tan repentina que la interpretó como un ataque y, al abandonar la terraza con pasos apresurados, fingió no haberla visto. Ella no lo saludó, pero lo siguió con la vista y hasta que Armanskij dobló la esquina sus ojos no dejaron de abrasarle la espalda.
Lisbeth apenas se reía. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, Armanskij pareció notar una actitud un poco más relajada por su parte. Tenía un sentido del humor seco —por no decir otra cosa— que, de vez en cuando, producía una torcida e irónica sonrisa.
A veces Armanskij se sentía tan irritado por su falta de respuesta emocional que le entraban ganas de agarrarla y sacudirla para traspasar su coraza y ganarse su amistad o, por lo menos, su respeto.
En una sola ocasión, cuando Lisbeth ya llevaba nueve meses en la empresa, Armanskij intentó hablar de esos sentimientos con ella. Ocurrió una noche de diciembre, durante la fiesta de Navidad de Milton Security; por una vez, él no estaba del todo sobrio. No sucedió nada inadecuado; en realidad, sólo le quiso decir que le caía bien; sobre todo, explicarle que sentía un instinto protector hacia ella y que, si alguna vez necesitaba ayuda, siempre podría dirigirse a él con toda confianza. Incluso hizo ademán de abrazarla. Amistosamente, por supuesto.
Ella se zafó de su torpe abrazo y abandonó la fiesta. Después no apareció por la oficina ni contestó al móvil. Dragan Armanskij vivió su ausencia como una tortura, casi como un castigo personal. No tenía con quién hablar de sus sentimientos y, por primera vez, con una claridad aterradora, se dio cuenta del poder que Lisbeth Salander ejercía sobre él.


Tres semanas después, una noche de enero, ya tarde, en la que Armanskij se había quedado en su despacho para revisar el balance anual, Salander volvió. Entró tan imperceptiblemente como un fantasma; de repente, él advirtió que, a dos pasos de la puerta, alguien le estaba observando desde la penumbra. Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí.
—¿Quieres café? —preguntó ella, ofreciéndole una taza de la máquina de café del comedor. Lo aceptó en silencio y sintió tanto alivio como temor cuando Lisbeth, después de cerrar la puerta con la punta del pie y sentarse en la silla, lo miró directamente a los ojos. Luego le hizo la pregunta prohibida de tal manera que le resultó imposible desviarla con una broma o evitarla—. Dragan, ¿yo te pongo?
Armanskij se quedó como paralizado mientras buscaba desesperadamente una respuesta. Su primer impulso fue negarlo todo con aire ofendido. Luego vio su mirada y se dio cuenta de que, por primera vez, le había hecho una pregunta íntima. Sonaba seria y si intentaba esquivarla con una broma, se lo tomaría como un insulto personal. Quería hablar con él; Dragan se preguntó cuánto tiempo llevaría armándose de valor para soltarle la pregunta. Lentamente, dejó su bolígrafo en la mesa y se echó hacia atrás en la silla. Al final, acabó relajándose.
—¿Qué te hace pensar eso? —le preguntó.
—Tu modo de mirarme y el de no mirarme. Y las veces que has estado a punto de extender la mano para tocarme y te has detenido.
De repente él sonrió.
—Me da la sensación de que me cortarías la mano de un mordisco si te llegara a poner un dedo encima.
Ella no sonrió. Seguía esperando.
—Lisbeth, yo soy tu jefe y aunque me sintiera atraído por ti nunca haría nada.
Ella todavía seguía esperando.
—Entre tú y yo: sí, ha habido momentos en los que me he sentido atraído hacia ti. No puedo explicármelo, pero es así. Por alguna razón que no entiendo te quiero mucho. Pero no me pones.
—Bien. Porque nunca pasará nada entre tú y yo.
De repente Armanskij se rio. Por primera vez, Salander le había dicho algo personal, aunque fuese la respuesta más negativa que un hombre podía oír. Intentaba buscar las palabras adecuadas.
—Lisbeth, entiendo perfectamente que no te interese un viejo de más de cincuenta años.
—No me interesa un viejo de más de cincuenta años que es mi jefe —dijo, levantando una mano—. Espera, déjame hablar. A veces eres idiota y un burócrata insoportable, aunque, al mismo tiempo, me pareces un hombre atractivo y... yo también puedo sentirme... Pero eres mi jefe; además, conozco a tu mujer y quiero conservar este trabajo. Lo más estúpido que podría hacer sería tener un rollo contigo.
Armanskij permaneció callado sin apenas atreverse a respirar.
—Soy consciente de lo que has hecho por mí y te estoy muy agradecida. Aprecio que hayas demostrado estar por encima de tus prejuicios y que me hayas dado una oportunidad. Pero ni te quiero como amante ni eres mi viejo.
Ella se calló. Al cabo de un rato Armanskij suspiró desamparado.
—¿Y qué es lo que quieres de mí?
—Quiero seguir trabajando para ti. Si te parece bien, claro.
Él asintió con la cabeza y luego le contestó de la manera más sincera que pudo:
—Estoy encantado de que trabajes para mí. Pero también quiero que tengas algún tipo de amistad o de confianza conmigo.
Ella asintió en silencio.
—No eres alguien que incite a la amistad —le soltó Armanskij de repente. La notó un poco apesadumbrada pero, aun así, continuó implacablemente—. Ya he entendido que no quieres que nadie se meta en tu vida e intentaré no hacerlo. Pero ¿me dejas que te siga teniendo cariño?
Salander lo meditó durante un buen rato, Luego, a modo de respuesta, se levantó, bordeó la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo. Cuando ella lo soltó, cogió su mano y preguntó:
—¿Podemos ser amigos?
Ella asintió con un solo movimiento de cabeza.
Fue la única vez que le mostró algo de ternura, y la única vez que lo tocó. Un momento que Armanskij recordaba con mucho cariño.
Cuatro años después Salander seguía sin revelarle a Armanskij prácticamente nada sobre su vida privada ni sobre su pasado. En una ocasión aplicó sus propios conocimientos en el arte de las «iper» para investigarla personalmente. Además, mantuvo una larga conversación con el abogado Holger Palmgren —quien no pareció sorprenderse al verlo— y lo que descubrió no contribuyó precisamente a aumentar su confianza en Lisbeth. Nunca jamás lo comentó con ella, ni le dio a entender que había estado husmeando en su vida privada. Más bien al contrario, ocultó su preocupación y aumentó su nivel de alerta.


Antes de que terminara aquella extraña noche, Salander y Armanskij llegaron a un acuerdo: en el futuro ella haría investigaciones como freelance y él le daría una pequeña retribución mensual fija, tanto si le encargaba algo como si no. Los verdaderos ingresos estarían en lo que facturara por cada uno de los encargos. Podría trabajar a su manera; a cambio, se comprometía a no hacer nunca nada que lo avergonzara a él o que pudiera involucrar a Milton Security en un escándalo.
Para Armanskij se trataba de una solución práctica que le favorecía a él, a la empresa y a la propia Salander. Redujo el incómodo departamento de IP a una sola persona: un colaborador ya mayor que hacía trabajos rutinarios decentes y se encargaba de comprobar la solvencia de los individuos investigados. Todas las tareas complicadas o dudosas se las dejó a Salander y a unos cuantos freelance que en la práctica —en caso de que hubiera, realmente líos— serían autónomos, de modo que Milton Security no tendría en realidad ninguna responsabilidad sobre ellos. Armanskij la contrataba a menudo, así que ella se sacaba un buen sueldo. Podría ganar mucho más, pero sólo trabajaba cuando le apetecía; y si eso no le gustaba, que la despidiera.
Armanskij la aceptaba tal y como era, pero no le permitía tratar personalmente con los clientes. Hacía escasas excepciones a la regla, y el asunto del día, desgraciadamente, pertenecía a esa categoría.
Aquel día Lisbeth Salander llevaba una camiseta negra con la cara de un ET con colmillos y el texto I am also an alien. Una falda negra, rota en el dobladillo, una desgastada chupa de cuero negra que le llegaba a la cintura, unas fuertes botas de la marca Doc Martens, y calcetines con rayas verdes y rojas hasta la rodilla. Se había maquillado en una escala cromática que dejaba adivinar un problema de daltonismo. En otras palabras, iba bastante más arreglada que de costumbre.
Armanskij suspiró y dirigió la mirada a la tercera persona presente en la habitación, un cliente con traje clásico y gafas gruesas. El abogado Dirch Frode tenía sesenta y ocho años y había insistido en conocer personalmente al autor del informe para poder hacerle unas preguntas. Armanskij había intentado impedir el encuentro con evasivas como, por ejemplo, que Salander estaba resfriada, de viaje u ocupadísima con otra misión. Frode contestaba despreocupadamente que no importaba, que no se trataba de un asunto urgente y que no le molestaba tener que esperar unos cuantos días. Armanskij se maldijo a sí mismo, pero al final no tuvo más remedio que reunirlos a los dos, y ahora el abogado Frode estaba observando a Lisbeth Salander con los ojos entornados y una manifiesta fascinación. Lisbeth Salander le devolvió la mirada airadamente, con una cara que no dejaba entrever sentimientos demasiado cálidos.
Armanskij volvió a suspirar, contemplando la carpeta que ella acababa de depositar encima de su mesa. En la portada se leía el nombre de carl mikael blomkvist, seguido de su número de identificación personal, pulcramente escrito con letras de imprenta. Pronunció el nombre en voz alta, de modo que el abogado despertó de su hechizo y buscó a Armanskij con la mirada.
—Bien, ¿qué es lo que me puede contar de Mikael Blomkvist? —preguntó.
—Ésta es la señorita Salander, la autora del informe. —Armanskij dudó un instante y luego continuó hablando con una sonrisa que, aunque intentaba ser de complicidad, le salió irremediablemente exculpatoria—. No se deje engañar por su juventud. Es, sin duda, nuestra mejor investigadora.
—Estoy convencido de que así es —contestó Frode con una voz seca que insinuaba todo lo contrario—. Cuénteme la conclusión a la que ha llegado.
Resultaba evidente que el abogado Frode no tenía ni idea de cómo tratar a Lisbeth Salander y que intentaba encontrar un terreno más familiar dirigiéndole la pregunta a Armanskij, como si ella no se encontrara en el despacho. Salander aprovechó la ocasión e hizo un gran globo con su chicle. Antes de que Armanskij pudiera contestar, miró a su jefe como si Frode no existiese.
—Pregúntale al cliente si quiere la versión corta o la larga.
Frode se dio cuenta enseguida de que había metido la pata. Se produjo un silencio incómodo y breve; finalmente se dirigió a Lisbeth Salander y, en un tono amablemente paternal, intentó remediar su error.
—Agradecería que la señorita me hiciera un resumen oral de sus conclusiones.
Salander parecía un depredador núbil y malvado que contemplaba la posibilidad de pegarle un bocado a Frode para ver si le servía de almuerzo. Había tanta hostilidad en su mirada que a Frode le recorrió un escalofrío por la espalda. De repente el rostro de la joven se relajó. Frode se preguntó si la expresión de esos ojos habría existido sólo en su imaginación. El inicio de su presentación sonó como el discurso de un ministro:
—Permítame que empiece por decir que este cometido no ha sido especialmente complicado, a excepción de la propia descripción de la tarea, ciertamente bastante imprecisa. Usted quería saber «todo lo que se pudiera averiguar» sobre él, pero sin especificar si buscaba algo en particular. Por esa razón, el informe se ha efectuado a modo de compendio, incluyendo los hechos más significativos de su vida. Contiene 193 páginas, pero más de 120 son, en realidad, copias de artículos escritos por la persona en cuestión, o recortes de prensa en los que ha aparecido. Blomkvist es una persona pública con pocos secretos y no mucho que ocultar.
—Entonces ¿tiene secretos? —preguntó Frode.
—Todas las personas ocultan secretos —contestó Lisbeth Salander en un tono neutro—. Sólo es cuestión de averiguar cuáles son.
—Soy todo oídos.
—Mikael Blomkvist vino al mundo el 18 de enero de 1960; va a cumplir, por tanto, cuarenta y cuatro años. Nació en Borlänge, pero nunca ha vivido allí. Sus padres, Kurt y Anita Blomkvist, ya fallecidos, rondaban los treinta y cinco años cuando Mikael nació. Su padre trabajaba como instalador de máquinas industriales, cosa que le obligaba a viajar con frecuencia. Por lo que he podido averiguar, su madre era ama de casa. La familia se trasladó a Estocolmo cuando Mikael empezó el colegio. Tiene una hermana tres años más joven que se llama Annika y es abogada. También tiene tíos y primos. ¿Piensas servir ese café?
Las últimas palabras iban dirigidas a Armanskij, quien se apresuró a abrir la cafetera termo que había pedido para la reunión. Le hizo un gesto a Salander invitándola a continuar.
—Así que en 1966 la familia se mudó a Estocolmo. Vivían en Lilla Essingen. Al principio, Blomkvist asistió a un colegio de Bromma y luego al instituto de bachillerato de Kungsholmen. Sus notas finales no estuvieron mal: 4,9 sobre 5. Hay copias en la carpeta. Durante la época del instituto se dedicó a la música y tocó el bajo en un grupo de rock llamado Bootstrap; sacaron un sencillo que sonó en la radio durante el verano de 1979. Después del instituto trabajó un tiempo en las taquillas del metro, ahorró algo de dinero y se fue al extranjero. Estuvo fuera un año; al parecer, viajó sobre todo por Asia —India y Tailandia— y se dio una vuelta por Australia. Empezó a estudiar periodismo en Estocolmo a la edad de veintiún años, pero interrumpió los estudios después del primer año para hacer la mili en la Escuela de Infantería de Kiruna, Laponia. Estuvo en una especie de compañía de élite, muy machos todos, de la que salió con 10—9—9, una buena calificación. Después del servicio militar terminó la carrera de periodismo y desde entonces ha estado trabajando. ¿Hasta qué punto quiere que entre en detalles?
—Cuente lo que le parezca importante.
—De acuerdo. Da la impresión de ser un poco «don Perfecto». Hasta hoy ha sido un periodista exitoso. Durante los años ochenta realizó numerosas sustituciones, primero en la prensa de provincias y luego en Estocolmo. Adjunto una lista. La consagración le llegó con la historia de la banda de los Golfos Apandadores, aquellos atracadores a los que desenmascaró.
El superdetective Kalle Blomkvist.
—Un apodo que odia, lo cual es comprensible. Si alguien me llamara Pippi Calzaslargas en un titular, le partiría la cara.
Le lanzó una mirada asesina a Armanskij. Éste tragó saliva. En más de una ocasión había pensado que Lisbeth Salander se parecía a Pippi Calzaslargas y agradeció a su buen juicio no haber intentado jamás hacer una broma al respecto. Con el dedo índice le hizo un gesto para que continuara.
—Una fuente afirma que hasta ese momento quería ser reportero criminal y, de hecho, hizo sustituciones como tal en un vespertino, pero lo que le ha dado a conocer ha sido su trabajo como periodista político y económico. Fundamentalmente ha trabajado como freelance; tan sólo tuvo un empleo fijo en un vespertino a finales de los años ochenta. Se fue en 1990, cuando participó en la fundación de la revista mensual Millennium. Ésta empezó de manera manifiestamente independiente, sin el respaldo de una editorial sólida. La tirada ha ido aumentando y hoy en día ronda los veintiún mil ejemplares. La redacción se encuentra en Götgatan, a sólo unas manzanas de aquí.
—Una revista de izquierdas.
—Eso depende de lo que se entienda por izquierdas. Generalmente, Millennium es considerada una revista crítica con la sociedad, pero seguro que los anarquistas piensan que es una revista pequeñoburguesa de mierda, como Arena u Ordfront, mientras que la Asociación de Estudiantes Moderados probablemente crea que la redacción está compuesta por bolcheviques. No he encontrado nada que indique que Blomkvist haya participado activamente en política, ni siquiera durante la época más «progre», en sus años de instituto. Durante su época de estudiante en la Escuela Superior de Periodismo vivía con una chica que por entonces colaboraba con los sindicalistas, y que hoy en día es diputada del Partido de Izquierda. Parece ser que el sello izquierdista ha surgido más que nada porque se ha especializado en reveladores reportajes sobre la corrupción y los oscuros trapicheos del mundo empresarial. Ha realizado unos devastadores retratos de directores y políticos, bien merecidos sin duda, y ha provocado una serie de dimisiones. Además, muchos de sus textos tuvieron repercusiones legales. El escándalo más conocido es el caso Arboga, que forzó la dimisión de un político del bloque no socialista y envió a la cárcel a un antiguo contable municipal por malversación de fondos. Pese a todo, no creo que se pueda considerar la denuncia de actividades delictivas como una manifestación de izquierdismo.
—Entiendo lo que quiere decir. ¿Qué más?
—Ha escrito dos libros. Uno sobre el caso Arboga y otro sobre periodismo económico titulado La orden del Temple, que se publicó hace tres años. No he leído el libro, pero a juzgar por las reseñas parece que fue muy controvertido. Dio lugar a numerosos debates en los medios de comunicación.
—¿Y su situación económica? —preguntó Frode.
—No es rico, pero tampoco pasa hambre. Las declaraciones de la renta se adjuntan en el informe. Tiene ahorradas unas doscientas cincuenta mil coronas en el banco, repartidas entre fondos de pensiones y fondos de inversión. Además, dispone de una cuenta de unas cien mil coronas que usa para gastos corrientes, como viajes y cosas así. Es propietario de un apartamento que ha terminado de pagar —sesenta y cinco metros cuadrados, en Bellmansgatan— y no tiene préstamos ni deudas pendientes.
Salander levantó un dedo.
—Hay otro bien más: un inmueble en la costa, en Sandhamn. Es una caseta de pescadores de treinta metros cuadrados que ha transformado en vivienda y que está junto al mar, en medio de la zona más atractiva del pueblo. Por lo visto, fue adquirida por un tío suyo en los años cuarenta, cuando ese tipo de operaciones seguían siendo posibles para los simples mortales; gracias a una herencia, la caseta acabó en manos de Blomkvist. Repartieron la herencia de tal modo que la hermana se quedó con el piso de los padres en Lilla Essingen, y Mikael Blomkvist con la caseta. No sé lo que valdrá hoy en día, sin duda varios millones, pero, en cualquier caso, no parece dispuesto a venderla porque suele ir a Sandhamn con bastante frecuencia.
—¿Ingresos?
—Como ya he comentado, es copropietario de Millennium, pero no gana más de doce mil coronas al mes. El resto lo consigue con sus trabajos como freelance, de modo que su salario final es variable. Alcanzó su máximo hace tres años cuando fue contratado por numerosos medios y ganó cerca de cuatrocientas cincuenta mil. El año pasado sólo ingresó ciento veinte mil con sus actividades de freelance.
—Debe pagar una indemnización de ciento cincuenta mil coronas, además de los honorarios del abogado y otras cosas —puntualizó Frode—. Digamos que el coste final será bastante elevado; eso sin mencionar que carecerá de ingresos cuando tenga que cumplir la sentencia en prisión.
—Eso significa que se va a quedar bastante tieso —sentenció Salander.
—¿Se trata de una persona honesta? —preguntó Dirch Frode.
—Ése es, por decirlo de alguna manera, su valor seguro. Va dando la imagen del típico guardián de la moral, insobornable, que se enfrenta al mundo empresarial. Y como tal le invitan con bastante frecuencia a comentar distintos asuntos en la televisión.
—No creo que quede gran cosa de ese valor seguro después de la sentencia de hoy —reflexionó Dirch Frode.
—Debo reconocer que no sé exactamente lo que se exige de un periodista, pero supongo que pasará algún tiempo antes de que el superdetective Blomkvist reciba el Gran Premio de Periodismo. Ha metido la pata hasta el fondo —dijo Salander sobriamente—. Si se me permite una reflexión personal...
Armanskij abrió los ojos de par en par. Durante los años que Lisbeth Salander llevaba con él, jamás había hecho ni una sola reflexión personal en una investigación de estas características. Para ella sólo contaban los hechos puramente objetivos.
—No forma parte de mi investigación estudiar el caso Wennerström, pero seguí el juicio y tengo que admitir que me quedé bastante asombrada. Hay algo raro en el caso y está completamente... out of character. A Mikael Blomkvist no le pega nada publicar una cosa tan surrealista.
Salander se rascó el cuello. Frode se mostró paciente. Mientras, Armanskij se preguntaba si estaba equivocado o es que Lisbeth no sabía realmente cómo continuar. La Salander que él conocía no dudaba ni se mostraba insegura jamás. Al final ella pareció decidirse.
—Esto que no conste en acta... No me he metido mucho en el caso Wennerström, pero la verdad es que creo que a Kalle Blomkvist... perdón, a Mikael Blomkvist, se la han jugado bien. Pienso que toda esta historia oculta algo totalmente diferente a lo que dicta la sentencia.
Ahora fue Dirch Frode el que se incorporó bruscamente en la silla. El abogado examinó a Salander con ojos inquisitivos, y Armanskij advirtió que, por primera vez desde que ella inició su presentación, el cliente mostraba una atención que iba más allá de la mera cortesía. Tomó nota mentalmente de que el caso Wennerström parecía albergar un especial atractivo para Frode. «Rectifico —pensó Armanskij enseguida—; Frode no estaba interesado en el caso Wennerström: ha reaccionado cuando Salander insinuó que a Blomkvist se la jugaron bien.»
—¿Qué quiere decir? —preguntó Frode.
—No es más que una simple suposición, pero estoy prácticamente convencida de que alguien lo ha engañado.
—¿Y qué es lo que le hace pensar eso?
—Toda la trayectoria profesional de Blomkvist indica que se trata de un reportero muy prudente. Todas las controvertidas revelaciones que ha publicado anteriormente han ido acompañadas de una sólida documentación. Un día asistí al juicio: no argumentó nada en contra, pareció rendirse sin luchar. No casa con su carácter. Según el tribunal, se ha inventado la historia de Wennerström sin la más mínima prueba y la ha publicado como si fuera un terrorista suicida del periodismo. Simplemente, no es el estilo de Blomkvist.
—Y según usted, ¿qué es lo que pasó?
—No tengo más que conjeturas. Blomkvist creía en su historia, pero algo debió de suceder mientras tanto y la información resultó ser falsa. Eso significa, además, que su informante era una persona en la que confiaba o que alguien le proporcionó información falsa conscientemente, lo cual me parece demasiado enrevesado para ser cierto. La otra alternativa es que sufriera amenazas tan serias que tirara la toalla; prefiere que lo consideren un idiota incompetente antes que plantarles cara y luchar. Pero al fin y al cabo sólo estoy especulando.


Cuando Salander hizo ademán de continuar la presentación, Dirch Frode levantó la mano. Permaneció callado un rato, tamborileando pensativamente con los dedos sobre el brazo de la silla, antes de volver a dirigirse a Salander con cierta vacilación.
—Si nosotros la contratáramos para hallar la verdad del caso Wennerström..., ¿qué probabilidades habría de que descubriera usted algo?
—No sé qué decir. Tal vez no haya nada.
—Pero ¿estaría dispuesta a intentarlo?
Ella se encogió de hombros.
—No depende de mí. Trabajo para Dragan Armanskij; es él quien decide los trabajos que debo hacer. También depende del tipo de información que quiera usted que encuentre.
—Entonces, permítame que se lo explique de la siguiente manera... Supongo que esta conversación es confidencial, ¿no? —Armanskij asintió con la cabeza—. No conozco nada de este asunto, pero sé, sin lugar a dudas, que Wennerström no ha sido honesto en otras ocasiones. El caso Wennerström ha tenido una enorme repercusión en la vida de Mikael Blomkvist y me gustaría averiguar si hay algo detrás de todo esto.
La conversación había tomado un rumbo inesperado y Armanskij se puso en guardia inmediatamente. Lo que Dirch Frode solicitaba era que Milton Security se encargara de remover un juicio penal ya concluido, en el que posiblemente existiera algún tipo de amenaza ilegal contra Mikael Blomkvist, y, por tanto, Milton corriera el riesgo de colisionar con el ejército de abogados de Wennerström. A Armanskij no le gustaba nada la idea de soltar a Lisbeth Salander en un enredo así, como un misil de crucero incontrolable.
No se trataba sólo de un gesto de consideración hacia la empresa. Salander había dejado muy claro que no quería que Armanskij ejerciera el papel de padrastro preocupado, y después de su acuerdo se había esforzado en no hacerlo, pero en su fuero interno nunca dejaría de preocuparse por ella. A veces se sorprendía a sí mismo comparando a Salander con sus propias hijas. Se consideraba un buen padre que no se metía en sus vidas privadas de manera innecesaria, pero sabía que nunca aceptaría que se comportaran como Lisbeth Salander, ni que llevaran ese tipo de vida.
En lo más profundo de su corazón croata —o tal vez bosnio o armenio— nunca había podido liberarse de la convicción de que la vida de Salander iba derecha a una desgracia. Ante sus ojos, ella constituía la víctima perfecta para todo aquel que le deseara el mal y temía la mañana en la que lo despertara la noticia de que alguien le había hecho daño.
—Una investigación así puede llegar a ser muy costosa —dijo Armanskij de modo prudentemente disuasorio con el fin de sondear la seriedad de la solicitud de Frode.
—Bueno, podemos poner un tope —replicó Frode sobriamente—. No pido lo imposible, pero resulta evidente que su colaboradora, tal y como me ha asegurado usted, es competente.
—¿Salander? —preguntó Armanskij con una ceja levantada.
—De momento no tengo otra cosa.
—Vale. Pero quiero que nos pongamos de acuerdo en los procedimientos. Escuchemos primero el resto del informe.
—No son más que detalles de su vida privada. En 1986 se casó con una mujer llamada Monica Abrahamsson y ese mismo año tuvieron una hija. Se llama Pernilla y tiene dieciséis años. El matrimonio no duró mucho tiempo; se divorciaron en 1991. Abrahamsson se volvió a casar, pero, por lo visto, siguen siendo amigos. La hija vive con su madre y no ve a su padre muy a menudo.


Frode pidió más café y se dirigió de nuevo a Salander.
—Al principio usted dejó caer que todas las personas guardan secretos. ¿Ha descubierto alguno?
—Quería decir que todos tenemos cosas que consideramos privadas y que no nos gusta anunciar a bombo y platillo. Al parecer, a Blomkvist le va bastante bien con las mujeres. Ha tenido varias historias de amor y diversas relaciones esporádicas. En resumen: su vida sexual es muy intensa. Sin embargo, hay una persona constante en su vida con la que mantiene una relación algo extraña.
—¿En qué sentido?
—Erika Berger, redactora jefe de Millennium, y él son amantes. Berger es una chica de clase alta, de madre sueca y padre belga residente en Suecia. Se conocen desde la facultad y desde entonces mantienen una relación más o menos estable, aunque intermitente.
—Quizá no sea tan raro —respondió Frode.
—No, puede que no. Pero da la casualidad de que Erika Berger está casada con el artista Greger Beckman, un tipo famosillo que ha hecho un montón de cosas horribles en locales públicos.
—Así que ella es infiel.

—No. Beckman conoce la relación. Se trata de un ménage à trois que, al parecer, es aceptado por todas las partes implicadas. A veces duerme con Blomkvist y a veces con su marido. No sé muy bien cómo funciona, pero sin duda fue un factor decisivo en la ruptura del matrimonio de Blomkvist con Abrahamsson.

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