CAPÍTULO 2
Viernes, 20 de diciembre
Dragan
Armanskij había nacido en Croacia hacía cincuenta y seis años. Su padre era un
judío armenio de Bielorrusia y su madre una musulmana bosnia de ascendencia griega.
Fue ella la que se encargó de su educación, de modo que, cuando se hizo adulto,
Dragan entró a formar parte de ese gran grupo heterogéneo que los medios de comunicación
etiquetaban como musulmanes. Por raro que pueda parecer, la Dirección General de
Migraciones le registró como serbio. Su pasaporte confirmaba que era ciudadano
sueco, y la foto mostraba un rostro anguloso de prominente mandíbula, una
oscura sombra de barba y unas sienes plateadas. A menudo le llamaban «el árabe»
pese a no existir ni el más mínimo antecedente árabe en su familia. Sin
embargo, tenía un cruce genético de esos que los locos de la biología racial
describirían, con toda probabilidad, como raza humana de inferior categoría.
Su
aspecto recordaba vagamente al del típico jefe segundón de las películas
americanas de gánsteres. Sin embargo, en realidad no era narcotraficante ni
matón de la mafia, sino un talentoso economista que había empezado a trabajar
como ayudante en la empresa de seguridad Milton Security a principios de los años
setenta y que, tres décadas después, ascendió a director ejecutivo y jefe de
operaciones de la empresa.
Su
interés por los temas de seguridad había ido aumentando poco a poco hasta
convertirse en fascinación. Era como un juego de guerra: identificar amenazas,
desarrollar estrategias defensivas e ir siempre un paso por delante de los
espías industriales, los chantajistas y los ladrones. Todo empezó el día en el
que descubrió la destreza con la que se había estafado a un cliente valiéndose
de la contabilidad creativa. Pudo descubrir al culpable entre un grupo de doce
personas. Treinta años después, todavía recordaba su asombro al darse cuenta de
que la indebida apropiación del dinero se debió a que la empresa había pasado
por alto tapar unos pequeños agujeros en sus procedimientos de seguridad. De
simple contable pasó a ser un importante miembro de la empresa, así como
experto en fraudes económicos. Al cabo de cinco años entró en la junta
directiva y diez años más tarde llegó a ser, no sin cierta oposición por su
parte, director ejecutivo. Pero hacía ya mucho tiempo que esa resistencia suya
había desaparecido. Durante los años que llevaba al mando, había convertido
Milton Security en una de las empresas de seguridad más competentes y más
solicitadas de Suecia.
Milton
Security tenía trescientos ochenta empleados en plantilla, además de unos
trescientos colaboradores freelance de
confianza a los que se recurría cuando era necesario. Se trataba, por lo tanto,
de una empresa pequeña en comparación con Falck o Svensk Bevakningstjänst.
Cuando Armanskij entró en la sociedad seguía llamándose Johan Fredrik Miltons
Allmäna Bevaknings AB y tenía una cartera de clientes compuesta por centros
comerciales necesitados de controladores y guardias de seguridad musculosos. Bajo
su dirección la empresa pasó a denominarse Milton Security, un nombre mucho más
práctico internacionalmente, y apostó por la tecnología punta. La plantilla se
renovó: los vigilantes nocturnos que habían conocido mejores días, los
fetichistas del uniforme y los estudiantes de instituto que hacían un
trabajillo extra fueron sustituidos por personal altamente preparado. Armanskij
contrató a ex policías de cierta edad como jefes de operaciones, a expertos en
ciencias políticas especializados en terrorismo internacional, protección de
personas y espionaje industrial; y, sobre todo, a expertos en
telecomunicaciones e informática. La empresa se trasladó desde el barrio de
Solna al de Slussen, a un local de más prestigio en pleno centro de Estocolmo.
Al
comenzar la década de los noventa, Milton Security ya estaba preparada para
ofrecer un tipo de seguridad completamente nuevo a una selecta y reducida
cartera de clientes, fundamentalmente medianas empresas con un volumen de
facturación extremadamente alto, y gente adinerada: estrellas de rock recién
enriquecidas, corredores de bolsa y ejecutivos de empresas puntocom. Gran parte
de la actividad se centraba en ofrecer la protección de guardaespaldas y
diferentes sistemas de seguridad para empresas suecas en el extranjero, sobre
todo en Oriente Medio. Esa parte de las actividades empresariales suponía
actualmente casi el setenta por ciento de lo que se facturaba. Con Armanskij al
frente, el volumen de facturación aumentó desde poco más de cuarenta millones
de coronas anuales hasta casi dos mil millones. Vender seguridad era un negocio
extremadamente lucrativo.
La
actividad se dividía en tres áreas principales: consultas de seguridad, que
consistía en identificar peligros posibles o imaginarios; medidas preventivas,
que normalmente se traducían en instalar costosas cámaras de seguridad, alarmas
de robo y de incendio, cerraduras electrónicas y equipamiento informático; y,
finalmente, protección personal para particulares o empresas que se creían
víctimas de algún tipo de amenaza, ya fuese real o ficticia. En sólo una
década, este último mercado se había multiplicado por cuarenta y, durante los
últimos años, había surgido una nueva clientela constituida por mujeres
relativamente acomodadas que buscaban protección, bien contra ex novios o
esposos, bien contra acosadores anónimos que se habían obsesionado con sus
ceñidos jerséis o con el carmín de sus labios al verlas por la tele. Además,
Milton Security colaboraba con empresas del mismo prestigio de otros países
europeos y de Estados Unidos, y se encargaba de la seguridad de numerosas
personalidades internacionales que visitaban Suecia; por ejemplo, una actriz
estadounidense muy conocida que rodó una película en Trollhättan durante dos meses,
y cuyo agente consideró que su estatus era tan alto que necesitaba
guardaespaldas cuando daba sus escasos paseos alrededor del hotel.
Una
cuarta área, de tamaño considerablemente más pequeño, estaba compuesta tan sólo
por unos pocos colaboradores. Se ocupaban de las llamadas IP o I-Per, esto es,
investigaciones personales, conocidas en la jerga interna como «iper».
A
Armanskij no le entusiasmaba del todo esa parte de la actividad. Desde el punto
de vista económico resultaba menos rentable; además, se trataba de un tema
delicado que requería del colaborador no sólo conocimientos concretos en
telecomunicaciones o en instalación de discretos aparatos de vigilancia, sino
sobre todo sensatez y competencia. Las investigaciones personales le resultaban
aceptables cuando había que comprobar simplemente la solvencia de alguien, el
historial laboral de algún candidato a un empleo, o cuando se trataba de
investigar las sospechas de que algún empleado filtraba información de la
empresa o se dedicaba a actividades delictivas. En ese tipo de casos, las «iper»
formaban parte de la actividad operativa.
No
obstante, eran demasiadas las ocasiones en que sus clientes acudían con
problemas particulares que, normalmente, ocasionaban todo tipo de líos
innecesarios: «Quiero saber quién es ese macarra que sale con mi hija...»,
«Creo
que mi mujer me pone los cuernos...», «Es un buen chaval, pero se junta con
malas compañías...», «Me están chantajeando...». En general, Armanskij se
negaba rotundamente: si la hija era mayor de edad, tenía derecho a salir con
quien le diera la gana, y la infidelidad era un asunto que los esposos debían
aclarar entre ellos. Bajo todas esas demandas se ocultaban trampas potenciales
que podían dar lugar a escándalos y originar problemas jurídicos a Milton
Security. Por eso, Dragan Armanskij vigilaba muy de cerca todos esos casos, a
pesar de que sólo se trataba de calderilla en comparación con el resto de la
facturación de la empresa.
Por
desgracia, el tema de aquella mañana era, precisamente, una investigación
personal. Dragan Armanskij se alisó la raya de los pantalones antes de echarse
hacia atrás en su cómoda silla. Observó desconfiado a su colaboradora, Lisbeth
Salander, treinta y dos años más joven que él, y constató por enésima vez que
sería difícil encontrar otra persona que pareciera más fuera de lugar en esa
prestigiosa empresa de seguridad. Se trataba de una desconfianza tan sensata
como irracional. A ojos de Armanskij, Lisbeth Salander era, sin ninguna duda,
la investigadora más competente que había conocido en sus cuarenta años de profesión.
Durante los cuatro años que ella llevaba trabajando para él no había descuidado
jamás un trabajo ni entregado un solo informe mediocre.
Todo
lo contrario: sus trabajos no tenían parangón con los del resto de
colaboradores. Armanskij estaba convencido de que Lisbeth Salander poseía un
don especial. Cualquier persona podía buscar información sobre la solvencia de
alguien o realizar una petición de control en el servicio de cobro estatal,
pero Salander le echaba imaginación y siempre volvía con algo completamente
distinto de lo esperado. Él nunca había entendido muy bien cómo lo hacía; a
veces su capacidad para encontrar información parecía pura magia. Conocía los
archivos burocráticos como nadie y podía dar con las personas más difíciles de
encontrar. Sobre todo, tenía la capacidad de meterse en la piel de la persona a
la que investigaba. Si había alguna mierda oculta que desenterrar, ella iba
derecha al objetivo como si fuera un misil de crucero programado.
No
cabía duda de que tenía un don.
Sus
informes podían suponer una verdadera catástrofe para la persona que fuera
alcanzada por su radar. Armanskij todavía se ponía a sudar cuando se acordaba
de aquella ocasión en la que, con vistas a la adquisición de una empresa, le
encomendó el control rutinario de un investigador del sector farmacéutico. El
trabajo debía hacerse en el plazo de una semana, pero se fue prolongando. Tras
un silencio de cuatro semanas y numerosas advertencias, todas ellas ignoradas,
Lisbeth Salander volvió con un informe que ponía de manifiesto que el tipo en
cuestión era un pedófilo; al menos en dos ocasiones había contratado los
servicios de —una prostituta de trece años en Tallin. Además, ciertos indicios
revelaban un interés malsano por la hija de la mujer que por aquel entonces era
su pareja.
Salander
tenía características muy singulares que, de vez en cuando, llevaban a
Armanskij al borde de la desesperación. Al descubrir que se trataba de un
pedófilo no llamó por teléfono para advertir a Armanskij ni irrumpió
apresuradamente en su despacho pidiendo una reunión urgente. Todo lo contrario:
sin indicar con una sola palabra que el informe contenía material explosivo de
proporciones más bien nucleares, una tarde lo depositó encima de su mesa, justo
cuando Armanskij iba a apagar la luz y marcharse a casa.
Se
llevó el informe y no lo leyó hasta más tarde, por la noche, cuando, ya
relajado en el salón de su chalé de Lidingö, compartía con su esposa una
botella de vino mientras veían la tele.
Como
siempre, el informe estaba redactado con una meticulosidad casi científica, con
notas a pie de página, citas y fuentes exactas. Los primeros folios daban
cuenta del historial de aquel individuo, de su formación, su carrera
profesional y su situación económica. No fue hasta la página 24, en un discreto
apartado, cuando Salander —en el mismo tono objetivo que empleó para informar
de que el susodicho vivía en un chalé de Sollentuna y conducía un Volvo azul
oscuro— dejó caer la bomba de la verdadera finalidad de los viajes que el tipo
realizaba a Tallin. Para demostrar sus afirmaciones Lisbeth remitía a la
documentación contenida en un amplio anexo, donde había, entre otras cosas,
fotografías de la niña de trece años en compañía del sujeto. La foto se había
hecho en el pasillo de un hotel de Tallin y él tenía una mano bajo el jersey de
la niña. Además —sabe Dios cómo—, Lisbeth consiguió localizar a la niña y logró
convencerla para que dejara grabada una detallada declaración.
El
informe creó aquel caos que precisamente Armanskij quería evitar a toda costa.
Para empezar tuvo que tomarse un par de pastillas de las que su médico le había
recetado para la úlcera. Luego convocó al cliente a una triste reunión
relámpago. Al final, y a pesar de la lógica reticencia del cliente, tuvo que
entregarle el material a la policía. Esto último quería decir que Milton
Security se arriesgaba a verse involucrada en una espiral de acusaciones y
contraacusaciones. Si la documentación no hubiera resultado lo suficientemente
fidedigna o el hombre hubiese sido absuelto, la empresa habría corrido el
riesgo potencial de ser procesada por difamación. En fin, una pesadilla.
Sin
embargo, la llamativa ausencia de compromiso emocional de Lisbeth Salander no
era lo que más le molestaba. En el mundo empresarial la imagen resultaba fundamental,
y la de Milton representaba una estabilidad conservadora. Salander encajaba en
esa imagen tanto como una excavadora en un salón náutico.
A
Armanskij le costaba hacerse a la idea de que su investigadora estrella fuera
una chica pálida de una delgadez anoréxica, pelo cortado al cepillo y piercings en
la nariz y en las cejas. En el cuello llevaba tatuada una abeja de dos
centímetros de largo. También se había hecho dos brazaletes: uno en el bíceps
izquierdo y otro en un tobillo. Además, al verla en camiseta de tirantes,
Armanskij había podido apreciar que en el omoplato lucía un gran tatuaje con la
figura de un dragón. Lisbeth era pelirroja, pero se había teñido de negro
azabache. Solía dar la impresión de que se acababa de levantar tras haber pasado
una semana de orgía con una banda de heavy metal.
En
realidad, no tenía problemas de anorexia; de eso estaba convencido Armanskij.
Al contrario: parecía consumir toda la comida-basura imaginable. Simplemente
había nacido delgada, con una delicada estructura ósea que le daba un aspecto
de niña esbelta de manos finas, tobillos delgados y unos pechos que apenas se
adivinaban bajo su ropa. Tenía veinticuatro años, pero aparentaba catorce.
Una
boca ancha, una nariz pequeña y unos prominentes pómulos le daban cierto aire
oriental. Sus movimientos eran rápidos y parecidos a los de una araña; cuando
trabajaba en el ordenador, sus dedos volaban sobre el teclado. Su cuerpo no era
el más indicado para triunfar en los desfiles de moda, pero, bien maquillada,
un primer plano de su cara podría haberse colocado en cualquier anuncio
publicitario. Con el maquillaje —a veces solía llevar, para más inri, un
repulsivo carmín negro—, los tatuajes, los piercings en
la nariz y en las cejas resultaba... humm... atractiva, de una manera
absolutamente incomprensible.
El
hecho de que Lisbeth Salander trabajara para Armanskij era ya de por sí
asombroso. No se trataba del tipo de mujer con el que Armanskij acostumbraba a
relacionarse, y mucho menos el que solía considerar para ofrecerle un empleo.
Ella había sido contratada en la oficina como una especie de chica para todo
cuando Holger Palmgren, un abogado medio jubilado que se ocupaba de los
negocios personales del viejo J. F. Milton, la recomendó presentándola como
«una chica lista pero con un carácter un poco difícil». Palmgren le pidió a Armanskij
que le diera una oportunidad a la chica, cosa que éste prometió con desgana.
Palmgren pertenecía a esa clase de hombres que sólo interpretaba un no como un
motivo para doblar sus esfuerzos, así que lo más fácil era aceptar
abiertamente. Armanskij sabía que Palmgren se dedicaba a ayudar a niñatos
conflictivos y a otras chorradas sociales, pero tenía buen criterio.
Dragan
Armanskij se arrepintió en el mismo momento en que conoció a Lisbeth Salander.
No sólo le parecía problemática; a ojos de Armanskij ella era la viva
representación del término. No había conseguido el certificado escolar, jamás
había pisado el instituto y carecía de cualquier tipo de formación superior.
Durante
los primeros meses, Lisbeth trabajó a jornada completa; bueno, casi completa.
Por lo menos aparecía de vez en cuando por su lugar de trabajo. Preparaba café,
traía el correo y se encargaba de la fotocopiadora. Sin embargo, no se
preocupaba en lo más mínimo del horario ni de las rutinas normales de la
oficina.
En
cambio, poseía un gran talento para sacar de quicio a los demás empleados. Se
ganó el apodo de «la chica con dos neuronas»: una para respirar y otra para
mantenerse en pie. Nunca hablaba de sí misma. Los compañeros que intentaban
conversar con ella raramente recibían respuesta y enseguida desistían. Los
intentos de broma nunca caían en terreno abonado: o contemplaba al bromista con
grandes ojos inexpresivos o reaccionaba con manifiesta irritación.
Además,
tenía fama de cambiar de humor drásticamente si se le antojaba que alguien le
estaba tomando el pelo, algo bastante habitual en aquel lugar de trabajo. Su
actitud no invitaba ni a la confianza ni a la amistad, así que rápidamente se
convirtió en un bicho raro que rondaba como un gato sin dueño por los pasillos
de Milton. La dejaron por imposible: allí no había nada que hacer.
Al
cabo de un mes de constantes problemas, Armanskij la llamó a su despacho con el
firme propósito de despedirla. Cuando le dio cuenta de su comportamiento, ella
lo escuchó impasible, sin nada que objetar y sin ni siquiera levantar una ceja.
Nada más terminar de sermonearla sobre su «actitud incorrecta», y cuando ya
estaba a punto de decirle que, sin duda, sería una buena idea que buscara
trabajo en otra empresa que «pudiera aprovechar mejor sus cualidades», ella lo
interrumpió en medio de una frase. Por primera vez hablaba enlazando más de dos
palabras seguidas.
—Oye,
si necesitas un conserje puedes ir a la oficina de empleo y contratar a
cualquiera. Yo soy capaz de averiguar lo que sea de quien sea, y si no te sirvo
más que para organizar las cartas del correo, es que eres un idiota.
Armanskij
todavía se acordaba del asombro y de la rabia que se apoderaron de él mientras
ella continuaba tan tranquila:
—Tienes
un tío que ha tardado tres semanas en redactar un informe, que no vale
absolutamente nada, sobre un yuppie al
que piensan reclutar como presidente de la junta directiva en esa empresa
puntocom. Hice las fotocopias de esa mierda anoche y veo que ahora lo tienes
aquí delante.
La
mirada de Armanskij buscó el informe y por una vez alzó la voz.
—No
debes leer informes confidenciales.
—Probablemente
no, pero las medidas de seguridad de tu empresa dejan mucho que desear. Según
tus instrucciones, él mismo debería fotocopiar ese tipo de cosas, pero anoche,
antes de irse por ahí a tomar algo, me puso el informe en mi mesa. Y, dicho sea
de paso, su anterior informe me lo encontré en el comedor hace un par de semanas.
—¿Qué?
—exclamó Armanskij, perplejo.
—Tranquilo.
Lo metí en su caja fuerte.
—¿Te
ha dado la combinación de su archivador privado? —preguntó Armanskij, sofocado.
—No,
no exactamente. Lo tiene apuntado en un papel que guarda debajo de la carpeta
de su mesa, junto con el código de su ordenador. Pero lo que importa aquí es
que ese payaso de investigador ha hecho una investigación personal que no vale
una mierda. Se le ha pasado que el tipo tiene unas deudas de juego que son una
pasada y que esnifa coca como una aspiradora; además, su novia tuvo que buscar
protección en un centro de acogida de mujeres después de que él la zurrara de
lo lindo.
Ella
se calló. Armanskij permaneció en silencio un par de minutos hojeando el
informe en cuestión. Estaba estructurado de un modo profesional, redactado en
una prosa comprensible y lleno de referencias a opiniones de amigos y conocidos
del sujeto en cuestión. Al final, levantó la mirada y dijo tan sólo una
palabra: «Demuéstralo».
—¿Cuánto
tiempo tengo?
—Tres
días. Si no puedes probar tus afirmaciones, el viernes por la tarde te
despediré.
Tres días
más tarde, sin pronunciar palabra, Lisbeth le entregó un informe elaborado a
partir de numerosas fuentes en el que ese joven yuppie, aparentemente tan simpático, se
revelaba como un cabrón de mucho cuidado. Armanskij leyó el informe varias
veces durante el fin de semana y se pasó parte del lunes comprobando algunas de
las afirmaciones sin poner mucho empeño en ello, ya que antes de empezar sabía
que la información resultaría correcta.
Armanskij
estaba desconcertado y furioso consigo mismo porque, evidentemente, la había
juzgado mal. La había considerado tonta, incluso tal vez retrasada. No esperaba
que una chica que se había pasado los años de colegio faltando a clase, hasta
el punto de que ni siquiera le dieron el certificado escolar, redactara un
informe que no sólo era lingüísticamente correcto sino que, además, contenía
observaciones e informaciones que Armanskij no entendía en absoluto cómo podía
haber conseguido.
Estaba
convencido de que en Milton Security nadie habría sido capaz de obtener un
historial médico confidencial de un centro de acogida de mujeres maltratadas.
Cuando le preguntó cómo lo había hecho, no recibió más que respuestas evasivas.
Dijo
que no pensaba revelar sus fuentes. Al cabo de algún tiempo le quedó claro que
Lisbeth Salander no tenía ninguna intención de hablar de sus métodos de
trabajo, ni con él ni con nadie. Eso le preocupaba, pero no lo suficiente como
para poder resistirse a la tentación de ponerla a prueba.
Reflexionó
sobre el asunto un par de días.
Recordó
las palabras de Holger Palmgren cuando se la envió: «Todas las personas tienen
derecho a una oportunidad». Pensaba en su propia educación musulmana, de la que
había aprendido que su deber ante Dios era ayudar a los necesitados. Es cierto
que no creía en Dios y que no visitaba una mezquita desde su adolescencia, pero
veía a Lisbeth Salander como una persona necesitada de ayuda y de un firme
apoyo. Además, a decir verdad, durante las últimas décadas no había cumplido
mucho con su deber.
En vez de
despedirla, la convocó a una entrevista personal, durante la cual intentó
comprender de qué pasta estaba hecha la problemática chica. Reforzó su
convicción de que Lisbeth Salander sufría algún tipo de trastorno grave, pero
también descubrió que tras su arisca apariencia se ocultaba una persona
inteligente. Por una parte, la veía frágil e irritante, pero, por otra, y para
su sorpresa, empezaba a caerle bien.
Durante
los meses siguientes, Armanskij tuvo a Lisbeth Salander bajo su protección.
Para ser sincero consigo mismo, lo cierto es que la acogió como si se tratara
de un pequeño proyecto social. Le encomendaba sencillas tareas de investigación
e intentaba darle ideas de cómo debía actuar. Ella lo escuchaba con mucha
paciencia y luego llevaba a cabo la misión totalmente a su manera. Le pidió al jefe
técnico de Milton que le diera a Lisbeth un curso básico de informática;
Salander se pasó toda una tarde sentada en el pupitre sin rechistar, hasta que
el jefe técnico, algo molesto, informó de que ya parecía poseer mejores
conocimientos de informática que la mayoría de la plantilla.
Pronto
Armanskij se dio cuenta de que Lisbeth Salander, a pesar de esas charlas
formativas sobre el desarrollo personal, las ofertas de cursos de formación
interna y otros modos de persuasión, no tenía intención de adaptarse a la
rutina laboral de Milton, lo cual no dejaba de ser un tema complicado para
Armanskij.
Continuaba
siendo un motivo de irritación para los demás trabajadores de la empresa.
Armanskij era consciente de que no habría aceptado que cualquier otro empleado
fuera y viniera como le diera la gana; en otras circunstancias, le habría dado
un ultimátum exigiendo una rectificación. También sospechaba que si le diera a
Lisbeth Salander un ultimátum o la amenazara con un despido, ella sólo se encogería
de hombros, y no la volvería a ver. Así que se veía obligado a deshacerse de
ella o a aceptar que no funcionaba como los demás.
Un
problema aún mayor para Armanskij lo constituía el hecho de no tener claros sus
propios sentimientos hacia la joven. Era como un picor molesto, repulsivo, pero
al mismo tiempo atrayente. No se trataba de una atracción sexual; por lo menos,
Armanskij no lo consideraba así. Las mujeres a las que Dragan solía mirar de
reojo eran rubias con muchas curvas y con labios carnosos que despertaban su
imaginación; además, llevaba veinte años casado con una finlandesa llamada
Ritva, que todavía, a su mediana edad, cumplía de sobra con esos requisitos.
Nunca había sido infiel; bueno, puede que en alguna ocasión hubiera ocurrido
algo que su mujer podía malinterpretar en el caso de enterarse, pero el
matrimonio vivía feliz y tenía dos hijas de la edad de Salander. De todas
maneras, no le interesaban las chicas sin pecho que, a distancia, podrían
confundirse con chicos flacos. En fin, no era su tipo.
Aun
así, había empezado a sorprenderse a sí mismo con fantasías inapropiadas sobre
Lisbeth Salander y reconocía que no se sentía del todo indiferente cerca de
ella. Pero la atracción, pensaba Armanskij, radicaba en que Lisbeth Salander le
parecía un ser extraño. Podría haberse enamorado perfectamente del cuadro de
una ninfa griega. Salander representaba una vida irreal, que le fascinaba, pero
que no podía compartir y en la que, de todos modos, ella le prohibiría participar.
En
una ocasión, Armanskij estaba tomando algo en una terraza de Stortorget, en
Gamla Stan, cuando Lisbeth Salander se acercó andando despreocupadamente y se
sentó a una mesa de la parte opuesta del café. La acompañaban tres chicas y un
chico, todos vestidos de forma muy similar. Armanskij la contempló con
curiosidad. Parecía igual de reservada que en el trabajo, pero lo cierto es que
esbozó una ligera sonrisa al oír lo que le contaba una chica de pelo violeta.
Armanskij
se preguntaba cómo reaccionaría Salander si un día él se presentara en el trabajo
con el pelo verde, vaqueros desgastados y una chupa de cuero toda pintarrajeada
y llena de remaches y cremalleras. ¿Le aceptaría como un igual? A lo mejor;
daba la sensación de aceptar todo lo de su entorno con la típica actitud de not
my business.
Pero lo más probable es que simplemente le sonriera burlonamente.
En
la terraza del café, ella estaba sentada de espaldas a él y no se dio la vuelta
ni una sola vez, así que, aparentemente, ignoraba por completo que él estuviera
allí. Armanskij se sentía extrañamente molesto ante su presencia y cuando, al
cabo de un rato, se levantó para desaparecer imperceptiblemente, de repente
ella volvió la cabeza y lo miró de frente, como si todo el tiempo hubiera
sabido que estaba allí, dentro del radio de alcance de su radar. Su mirada fue
tan repentina que la interpretó como un ataque y, al abandonar la terraza con
pasos apresurados, fingió no haberla visto. Ella no lo saludó, pero lo siguió
con la vista y hasta que Armanskij dobló la esquina sus ojos no dejaron de abrasarle
la espalda.
Lisbeth
apenas se reía. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, Armanskij pareció
notar una actitud un poco más relajada por su parte. Tenía un sentido del humor
seco —por no decir otra cosa— que, de vez en cuando, producía una torcida e
irónica sonrisa.
A
veces Armanskij se sentía tan irritado por su falta de respuesta emocional que
le entraban ganas de agarrarla y sacudirla para traspasar su coraza y ganarse
su amistad o, por lo menos, su respeto.
En
una sola ocasión, cuando Lisbeth ya llevaba nueve meses en la empresa,
Armanskij intentó hablar de esos sentimientos con ella. Ocurrió una noche de
diciembre, durante la fiesta de Navidad de Milton Security; por una vez, él no
estaba del todo sobrio. No sucedió nada inadecuado; en realidad, sólo le quiso
decir que le caía bien; sobre todo, explicarle que sentía un instinto protector
hacia ella y que, si alguna vez necesitaba ayuda, siempre podría dirigirse a él
con toda confianza. Incluso hizo ademán de abrazarla. Amistosamente, por supuesto.
Ella
se zafó de su torpe abrazo y abandonó la fiesta. Después no apareció por la
oficina ni contestó al móvil. Dragan Armanskij vivió su ausencia como una
tortura, casi como un castigo personal. No tenía con quién hablar de sus
sentimientos y, por primera vez, con una claridad aterradora, se dio cuenta del
poder que Lisbeth Salander ejercía sobre él.
Tres
semanas después, una noche de enero, ya tarde, en la que Armanskij se había
quedado en su despacho para revisar el balance anual, Salander volvió. Entró
tan imperceptiblemente como un fantasma; de repente, él advirtió que, a dos
pasos de la puerta, alguien le estaba observando desde la penumbra. Ignoraba
cuánto tiempo llevaba allí.
—¿Quieres
café? —preguntó ella, ofreciéndole una taza de la máquina de café del comedor.
Lo aceptó en silencio y sintió tanto alivio como temor cuando Lisbeth, después
de cerrar la puerta con la punta del pie y sentarse en la silla, lo miró
directamente a los ojos. Luego le hizo la pregunta prohibida de tal manera que
le resultó imposible desviarla con una broma o evitarla—. Dragan, ¿yo te pongo?
Armanskij
se quedó como paralizado mientras buscaba desesperadamente una respuesta. Su
primer impulso fue negarlo todo con aire ofendido. Luego vio su mirada y se dio
cuenta de que, por primera vez, le había hecho una pregunta íntima. Sonaba
seria y si intentaba esquivarla con una broma, se lo tomaría como un insulto
personal. Quería hablar con él; Dragan se preguntó cuánto tiempo llevaría
armándose de valor para soltarle la pregunta. Lentamente, dejó su bolígrafo en
la mesa y se echó hacia atrás en la silla. Al final, acabó relajándose.
—¿Qué
te hace pensar eso? —le preguntó.
—Tu
modo de mirarme y el de no mirarme. Y las veces que has estado a punto de
extender la mano para tocarme y te has detenido.
De
repente él sonrió.
—Me
da la sensación de que me cortarías la mano de un mordisco si te llegara a
poner un dedo encima.
Ella
no sonrió. Seguía esperando.
—Lisbeth,
yo soy tu jefe y aunque me sintiera atraído por ti nunca haría nada.
Ella
todavía seguía esperando.
—Entre
tú y yo: sí, ha habido momentos en los que me he sentido atraído hacia ti. No
puedo explicármelo, pero es así. Por alguna razón que no entiendo te quiero
mucho. Pero no me pones.
—Bien.
Porque nunca pasará nada entre tú y yo.
De
repente Armanskij se rio. Por primera vez, Salander le había dicho algo
personal, aunque fuese la respuesta más negativa que un hombre podía oír.
Intentaba buscar las palabras adecuadas.
—Lisbeth,
entiendo perfectamente que no te interese un viejo de más de cincuenta años.
—No
me interesa un viejo de más de cincuenta años que es mi jefe —dijo, levantando
una mano—. Espera, déjame hablar. A veces eres idiota y un burócrata
insoportable, aunque, al mismo tiempo, me pareces un hombre atractivo y... yo
también puedo sentirme... Pero eres mi jefe; además, conozco a tu mujer y
quiero conservar este trabajo. Lo más estúpido que podría hacer sería tener un
rollo contigo.
Armanskij
permaneció callado sin apenas atreverse a respirar.
—Soy
consciente de lo que has hecho por mí y te estoy muy agradecida. Aprecio que
hayas demostrado estar por encima de tus prejuicios y que me hayas dado una
oportunidad. Pero ni te quiero como amante ni eres mi viejo.
Ella
se calló. Al cabo de un rato Armanskij suspiró desamparado.
—¿Y
qué es lo que quieres de mí?
—Quiero
seguir trabajando para ti. Si te parece bien, claro.
Él
asintió con la cabeza y luego le contestó de la manera más sincera que pudo:
—Estoy
encantado de que trabajes para mí. Pero también quiero que tengas algún tipo de
amistad o de confianza conmigo.
Ella
asintió en silencio.
—No
eres alguien que incite a la amistad —le soltó Armanskij de repente. La notó un
poco apesadumbrada pero, aun así, continuó implacablemente—. Ya he entendido
que no quieres que nadie se meta en tu vida e intentaré no hacerlo. Pero ¿me
dejas que te siga teniendo cariño?
Salander
lo meditó durante un buen rato, Luego, a modo de respuesta, se levantó, bordeó
la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo. Cuando ella lo soltó,
cogió su mano y preguntó:
—¿Podemos
ser amigos?
Ella
asintió con un solo movimiento de cabeza.
Fue
la única vez que le mostró algo de ternura, y la única vez que lo tocó. Un
momento que Armanskij recordaba con mucho cariño.
Cuatro
años después Salander seguía sin revelarle a Armanskij prácticamente nada sobre
su vida privada ni sobre su pasado. En una ocasión aplicó sus propios
conocimientos en el arte de las «iper» para investigarla personalmente. Además,
mantuvo una larga conversación con el abogado Holger Palmgren —quien no pareció
sorprenderse al verlo— y lo que descubrió no contribuyó precisamente a aumentar
su confianza en Lisbeth. Nunca jamás lo comentó con ella, ni le dio a entender
que había estado husmeando en su vida privada. Más bien al contrario, ocultó su
preocupación y aumentó su nivel de alerta.
Antes de
que terminara aquella extraña noche, Salander y Armanskij llegaron a un
acuerdo: en el futuro ella haría investigaciones como freelance y
él le daría una pequeña retribución mensual fija, tanto si le encargaba algo
como si no. Los verdaderos ingresos estarían en lo que facturara por cada uno
de los encargos. Podría trabajar a su manera; a cambio, se comprometía a no
hacer nunca nada que lo avergonzara a él o que pudiera involucrar a Milton Security
en un escándalo.
Para
Armanskij se trataba de una solución práctica que le favorecía a él, a la
empresa y a la propia Salander. Redujo el incómodo departamento de IP a una
sola persona: un colaborador ya mayor que hacía trabajos rutinarios decentes y
se encargaba de comprobar la solvencia de los individuos investigados. Todas
las tareas complicadas o dudosas se las dejó a Salander y a unos cuantos freelance que
en la práctica —en caso de que hubiera, realmente líos— serían autónomos, de
modo que Milton Security no tendría en realidad ninguna responsabilidad sobre
ellos. Armanskij la contrataba a menudo, así que ella se sacaba un buen sueldo.
Podría ganar mucho más, pero sólo trabajaba cuando le apetecía; y si eso no le
gustaba, que la despidiera.
Armanskij
la aceptaba tal y como era, pero no le permitía tratar personalmente con los
clientes. Hacía escasas excepciones a la regla, y el asunto del día,
desgraciadamente, pertenecía a esa categoría.
Aquel
día Lisbeth Salander llevaba una camiseta negra con la cara de un ET con
colmillos y el texto I am also an alien. Una falda negra, rota en el
dobladillo, una desgastada chupa de cuero negra que le llegaba a la cintura,
unas fuertes botas de la marca Doc Martens, y calcetines con rayas verdes y
rojas hasta la rodilla. Se había maquillado en una escala cromática que dejaba
adivinar un problema de daltonismo. En otras palabras, iba bastante más
arreglada que de costumbre.
Armanskij
suspiró y dirigió la mirada a la tercera persona presente en la habitación, un
cliente con traje clásico y gafas gruesas. El abogado Dirch Frode tenía sesenta
y ocho años y había insistido en conocer personalmente al autor del informe
para poder hacerle unas preguntas. Armanskij había intentado impedir el
encuentro con evasivas como, por ejemplo, que Salander estaba resfriada, de
viaje u ocupadísima con otra misión. Frode contestaba despreocupadamente que no
importaba, que no se trataba de un asunto urgente y que no le molestaba tener
que esperar unos cuantos días. Armanskij se maldijo a sí mismo, pero al final
no tuvo más remedio que reunirlos a los dos, y ahora el abogado Frode estaba
observando a Lisbeth Salander con los ojos entornados y una manifiesta
fascinación. Lisbeth Salander le devolvió la mirada airadamente, con una cara
que no dejaba entrever sentimientos demasiado cálidos.
Armanskij
volvió a suspirar, contemplando la carpeta que ella acababa de depositar encima
de su mesa. En la portada se leía el nombre de carl mikael blomkvist, seguido
de su número de identificación personal, pulcramente escrito con letras de
imprenta. Pronunció el nombre en voz alta, de modo que el abogado despertó de
su hechizo y buscó a Armanskij con la mirada.
—Bien,
¿qué es lo que me puede contar de Mikael Blomkvist? —preguntó.
—Ésta
es la señorita Salander, la autora del informe. —Armanskij dudó un instante y
luego continuó hablando con una sonrisa que, aunque intentaba ser de
complicidad, le salió irremediablemente exculpatoria—. No se deje engañar por
su juventud. Es, sin duda, nuestra mejor investigadora.
—Estoy
convencido de que así es —contestó Frode con una voz seca que insinuaba todo lo
contrario—. Cuénteme la conclusión a la que ha llegado.
Resultaba
evidente que el abogado Frode no tenía ni idea de cómo tratar a Lisbeth
Salander y que intentaba encontrar un terreno más familiar dirigiéndole la
pregunta a Armanskij, como si ella no se encontrara en el despacho. Salander
aprovechó la ocasión e hizo un gran globo con su chicle. Antes de que Armanskij
pudiera contestar, miró a su jefe como si Frode no existiese.
—Pregúntale
al cliente si quiere la versión corta o la larga.
Frode
se dio cuenta enseguida de que había metido la pata. Se produjo un silencio
incómodo y breve; finalmente se dirigió a Lisbeth Salander y, en un tono
amablemente paternal, intentó remediar su error.
—Agradecería
que la señorita me hiciera un resumen oral de sus conclusiones.
Salander
parecía un depredador núbil y malvado que contemplaba la posibilidad de pegarle
un bocado a Frode para ver si le servía de almuerzo. Había tanta hostilidad en
su mirada que a Frode le recorrió un escalofrío por la espalda. De repente el
rostro de la joven se relajó. Frode se preguntó si la expresión de esos ojos
habría existido sólo en su imaginación. El inicio de su presentación sonó como
el discurso de un ministro:
—Permítame
que empiece por decir que este cometido no ha sido especialmente complicado, a
excepción de la propia descripción de la tarea, ciertamente bastante imprecisa.
Usted quería saber «todo lo que se pudiera averiguar» sobre él, pero sin
especificar si buscaba algo en particular. Por esa razón, el informe se ha
efectuado a modo de compendio, incluyendo los hechos más significativos de su
vida. Contiene 193 páginas, pero más de 120 son, en realidad, copias de
artículos escritos por la persona en cuestión, o recortes de prensa en los que
ha aparecido. Blomkvist es una persona pública con pocos secretos y no mucho
que ocultar.
—Entonces
¿tiene secretos? —preguntó Frode.
—Todas
las personas ocultan secretos —contestó Lisbeth Salander en un tono neutro—.
Sólo es cuestión de averiguar cuáles son.
—Soy
todo oídos.
—Mikael
Blomkvist vino al mundo el 18 de enero de 1960; va a cumplir, por tanto,
cuarenta y cuatro años. Nació en Borlänge, pero nunca ha vivido allí. Sus
padres, Kurt y Anita Blomkvist, ya fallecidos, rondaban los treinta y cinco
años cuando Mikael nació. Su padre trabajaba como instalador de máquinas
industriales, cosa que le obligaba a viajar con frecuencia. Por lo que he
podido averiguar, su madre era ama de casa. La familia se trasladó a Estocolmo
cuando Mikael empezó el colegio. Tiene una hermana tres años más joven que se
llama Annika y es abogada. También tiene tíos y primos. ¿Piensas servir ese
café?
Las
últimas palabras iban dirigidas a Armanskij, quien se apresuró a abrir la
cafetera termo que había pedido para la reunión. Le hizo un gesto a Salander
invitándola a continuar.
—Así
que en 1966 la familia se mudó a Estocolmo. Vivían en Lilla Essingen. Al
principio, Blomkvist asistió a un colegio de Bromma y luego al instituto de
bachillerato de Kungsholmen. Sus notas finales no estuvieron mal: 4,9 sobre 5.
Hay copias en la carpeta. Durante la época del instituto se dedicó a la música
y tocó el bajo en un grupo de rock llamado
Bootstrap; sacaron un sencillo que sonó en la radio durante el verano de 1979.
Después del instituto trabajó un tiempo en las taquillas del metro, ahorró algo
de dinero y se fue al extranjero. Estuvo fuera un año; al parecer, viajó sobre
todo por Asia —India y Tailandia— y se dio una vuelta por Australia. Empezó a
estudiar periodismo en Estocolmo a la edad de veintiún años, pero interrumpió
los estudios después del primer año para hacer la mili en la Escuela de
Infantería de Kiruna, Laponia. Estuvo en una especie de compañía de élite, muy
machos todos, de la que salió con 10—9—9, una buena calificación. Después del
servicio militar terminó la carrera de periodismo y desde entonces ha estado
trabajando. ¿Hasta qué punto quiere que entre en detalles?
—Cuente
lo que le parezca importante.
—De
acuerdo. Da la impresión de ser un poco «don Perfecto». Hasta hoy ha sido un
periodista exitoso. Durante los años ochenta realizó numerosas sustituciones,
primero en la prensa de provincias y luego en Estocolmo. Adjunto una lista. La
consagración le llegó con la historia de la banda de los Golfos Apandadores,
aquellos atracadores a los que desenmascaró.
—El
superdetective Kalle Blomkvist.
—Un
apodo que odia, lo cual es comprensible. Si alguien me llamara Pippi
Calzaslargas en un titular, le partiría la cara.
Le
lanzó una mirada asesina a Armanskij. Éste tragó saliva. En más de una ocasión
había pensado que Lisbeth Salander se parecía a Pippi Calzaslargas y agradeció
a su buen juicio no haber intentado jamás hacer una broma al respecto. Con el
dedo índice le hizo un gesto para que continuara.
—Una
fuente afirma que hasta ese momento quería ser reportero criminal y, de hecho,
hizo sustituciones como tal en un vespertino, pero lo que le ha dado a conocer
ha sido su trabajo como periodista político y económico. Fundamentalmente ha
trabajado como freelance; tan sólo tuvo un empleo fijo en un
vespertino a finales de los años ochenta. Se fue en 1990, cuando participó en
la fundación de la revista mensual Millennium. Ésta empezó de manera manifiestamente
independiente, sin el respaldo de una editorial sólida. La tirada ha ido
aumentando y hoy en día ronda los veintiún mil ejemplares. La redacción se
encuentra en Götgatan, a sólo unas manzanas de aquí.
—Una
revista de izquierdas.
—Eso
depende de lo que se entienda por izquierdas. Generalmente, Millennium es
considerada una revista crítica con la sociedad, pero seguro que los
anarquistas piensan que es una revista pequeñoburguesa de mierda, como Arena
u Ordfront,
mientras que la Asociación de Estudiantes Moderados probablemente crea que la
redacción está compuesta por bolcheviques. No he encontrado nada que indique
que Blomkvist haya participado activamente en política, ni siquiera durante la
época más «progre», en sus años de instituto. Durante su época de estudiante en
la Escuela Superior de Periodismo vivía con una chica que por entonces
colaboraba con los sindicalistas, y que hoy en día es diputada del Partido de
Izquierda. Parece ser que el sello izquierdista ha surgido más que nada porque
se ha especializado en reveladores reportajes sobre la corrupción y los oscuros
trapicheos del mundo empresarial. Ha realizado unos devastadores retratos de
directores y políticos, bien merecidos sin duda, y ha provocado una serie de
dimisiones. Además, muchos de sus textos tuvieron repercusiones legales. El
escándalo más conocido es el caso Arboga, que forzó la dimisión de un político
del bloque no socialista y envió a la cárcel a un antiguo contable municipal
por malversación de fondos. Pese a todo, no creo que se pueda considerar la
denuncia de actividades delictivas como una manifestación de izquierdismo.
—Entiendo
lo que quiere decir. ¿Qué más?
—Ha
escrito dos libros. Uno sobre el caso Arboga y otro sobre periodismo económico
titulado La orden del Temple, que se publicó hace tres años. No he leído
el libro, pero a juzgar por las reseñas parece que fue muy controvertido. Dio
lugar a numerosos debates en los medios de comunicación.
—¿Y
su situación económica? —preguntó Frode.
—No
es rico, pero tampoco pasa hambre. Las declaraciones de la renta se adjuntan en
el informe. Tiene ahorradas unas doscientas cincuenta mil coronas en el banco,
repartidas entre fondos de pensiones y fondos de inversión. Además, dispone de
una cuenta de unas cien mil coronas que usa para gastos corrientes, como viajes
y cosas así. Es propietario de un apartamento que ha terminado de pagar
—sesenta y cinco metros cuadrados, en Bellmansgatan— y no tiene préstamos ni
deudas pendientes.
Salander
levantó un dedo.
—Hay
otro bien más: un inmueble en la costa, en Sandhamn. Es una caseta de
pescadores de treinta metros cuadrados que ha transformado en vivienda y que
está junto al mar, en medio de la zona más atractiva del pueblo. Por lo visto,
fue adquirida por un tío suyo en los años cuarenta, cuando ese tipo de
operaciones seguían siendo posibles para los simples mortales; gracias a una
herencia, la caseta acabó en manos de Blomkvist. Repartieron la herencia de tal
modo que la hermana se quedó con el piso de los padres en Lilla Essingen, y Mikael
Blomkvist con la caseta. No sé lo que valdrá hoy en día, sin duda varios
millones, pero, en cualquier caso, no parece dispuesto a venderla porque suele
ir a Sandhamn con bastante frecuencia.
—¿Ingresos?
—Como
ya he comentado, es copropietario de Millennium, pero no gana más de doce mil coronas
al mes. El resto lo consigue con sus trabajos como freelance, de modo que su salario final es
variable. Alcanzó su máximo hace tres años cuando fue contratado por numerosos
medios y ganó cerca de cuatrocientas cincuenta mil. El año pasado sólo ingresó
ciento veinte mil con sus actividades de freelance.
—Debe
pagar una indemnización de ciento cincuenta mil coronas, además de los
honorarios del abogado y otras cosas —puntualizó Frode—. Digamos que el coste
final será bastante elevado; eso sin mencionar que carecerá de ingresos cuando
tenga que cumplir la sentencia en prisión.
—Eso
significa que se va a quedar bastante tieso —sentenció Salander.
—¿Se
trata de una persona honesta? —preguntó Dirch Frode.
—Ése
es, por decirlo de alguna manera, su valor seguro. Va dando la imagen del
típico guardián de la moral, insobornable, que se enfrenta al mundo
empresarial. Y como tal le invitan con bastante frecuencia a comentar distintos
asuntos en la televisión.
—No
creo que quede gran cosa de ese valor seguro después de la sentencia de hoy
—reflexionó Dirch Frode.
—Debo
reconocer que no sé exactamente lo que se exige de un periodista, pero supongo
que pasará algún tiempo antes de que el superdetective Blomkvist
reciba el Gran Premio de Periodismo. Ha metido la pata hasta el fondo —dijo
Salander sobriamente—. Si se me permite una reflexión personal...
Armanskij
abrió los ojos de par en par. Durante los años que Lisbeth Salander llevaba con
él, jamás había hecho ni una sola reflexión personal en una investigación de
estas características. Para ella sólo contaban los hechos puramente objetivos.
—No
forma parte de mi investigación estudiar el caso Wennerström, pero seguí el
juicio y tengo que admitir que me quedé bastante asombrada. Hay algo raro en el
caso y está completamente... out of character. A Mikael Blomkvist no le pega nada
publicar una cosa tan surrealista.
Salander
se rascó el cuello. Frode se mostró paciente. Mientras, Armanskij se preguntaba
si estaba equivocado o es que Lisbeth no sabía realmente cómo continuar. La
Salander que él conocía no dudaba ni se mostraba insegura jamás. Al final ella
pareció decidirse.
—Esto
que no conste en acta... No me he metido mucho en el caso Wennerström, pero la
verdad es que creo que a Kalle Blomkvist...
perdón, a Mikael Blomkvist, se la han jugado bien. Pienso que toda esta
historia oculta algo totalmente diferente a lo que dicta la sentencia.
Ahora
fue Dirch Frode el que se incorporó bruscamente en la silla. El abogado examinó
a Salander con ojos inquisitivos, y Armanskij advirtió que, por primera vez
desde que ella inició su presentación, el cliente mostraba una atención que iba
más allá de la mera cortesía. Tomó nota mentalmente de que el caso Wennerström
parecía albergar un especial atractivo para Frode. «Rectifico —pensó Armanskij
enseguida—; Frode no estaba interesado en el caso Wennerström: ha reaccionado
cuando Salander insinuó que a Blomkvist se la jugaron bien.»
—¿Qué
quiere decir? —preguntó Frode.
—No
es más que una simple suposición, pero estoy prácticamente convencida de que
alguien lo ha engañado.
—¿Y
qué es lo que le hace pensar eso?
—Toda
la trayectoria profesional de Blomkvist indica que se trata de un reportero muy
prudente. Todas las controvertidas revelaciones que ha publicado anteriormente
han ido acompañadas de una sólida documentación. Un día asistí al juicio: no
argumentó nada en contra, pareció rendirse sin luchar. No casa con su carácter.
Según el tribunal, se ha inventado la historia de Wennerström sin la más mínima
prueba y la ha publicado como si fuera un terrorista suicida del periodismo.
Simplemente, no es el estilo de Blomkvist.
—Y
según usted, ¿qué es lo que pasó?
—No
tengo más que conjeturas. Blomkvist creía en su historia, pero algo debió de
suceder mientras tanto y la información resultó ser falsa. Eso significa,
además, que su informante era una persona en la que confiaba o que alguien le
proporcionó información falsa conscientemente, lo cual me parece demasiado
enrevesado para ser cierto. La otra alternativa es que sufriera amenazas tan
serias que tirara la toalla; prefiere que lo consideren un idiota incompetente
antes que plantarles cara y luchar. Pero al fin y al cabo sólo estoy
especulando.
Cuando
Salander hizo ademán de continuar la presentación, Dirch Frode levantó la mano.
Permaneció callado un rato, tamborileando pensativamente con los dedos sobre el
brazo de la silla, antes de volver a dirigirse a Salander con cierta
vacilación.
—Si
nosotros la contratáramos para hallar la verdad del caso Wennerström..., ¿qué
probabilidades habría de que descubriera usted algo?
—No
sé qué decir. Tal vez no haya nada.
—Pero
¿estaría dispuesta a intentarlo?
Ella
se encogió de hombros.
—No
depende de mí. Trabajo para Dragan Armanskij; es él quien decide los trabajos
que debo hacer. También depende del tipo de información que quiera usted que
encuentre.
—Entonces,
permítame que se lo explique de la siguiente manera... Supongo que esta
conversación es confidencial, ¿no? —Armanskij asintió con la cabeza—. No
conozco nada de este asunto, pero sé, sin lugar a dudas, que Wennerström no ha
sido honesto en otras ocasiones. El caso Wennerström ha tenido una enorme
repercusión en la vida de Mikael Blomkvist y me gustaría averiguar si hay algo
detrás de todo esto.
La
conversación había tomado un rumbo inesperado y Armanskij se puso en guardia
inmediatamente. Lo que Dirch Frode solicitaba era que Milton Security se
encargara de remover un juicio penal ya concluido, en el que posiblemente
existiera algún tipo de amenaza ilegal contra Mikael Blomkvist, y, por tanto,
Milton corriera el riesgo de colisionar con el ejército de abogados de
Wennerström. A Armanskij no le gustaba nada la idea de soltar a Lisbeth
Salander en un enredo así, como un misil de crucero incontrolable.
No
se trataba sólo de un gesto de consideración hacia la empresa. Salander había
dejado muy claro que no quería que Armanskij ejerciera el papel de padrastro
preocupado, y después de su acuerdo se había esforzado en no hacerlo, pero en
su fuero interno nunca dejaría de preocuparse por ella. A veces se sorprendía a
sí mismo comparando a Salander con sus propias hijas. Se consideraba un buen
padre que no se metía en sus vidas privadas de manera innecesaria, pero sabía
que nunca aceptaría que se comportaran como Lisbeth Salander, ni que llevaran
ese tipo de vida.
En
lo más profundo de su corazón croata —o tal vez bosnio o armenio— nunca había
podido liberarse de la convicción de que la vida de Salander iba derecha a una
desgracia. Ante sus ojos, ella constituía la víctima perfecta para todo aquel
que le deseara el mal y temía la mañana en la que lo despertara la noticia de
que alguien le había hecho daño.
—Una
investigación así puede llegar a ser muy costosa —dijo Armanskij de modo
prudentemente disuasorio con el fin de sondear la seriedad de la solicitud de
Frode.
—Bueno,
podemos poner un tope —replicó Frode sobriamente—. No pido lo imposible, pero
resulta evidente que su colaboradora, tal y como me ha asegurado usted, es
competente.
—¿Salander?
—preguntó Armanskij con una ceja levantada.
—De
momento no tengo otra cosa.
—Vale.
Pero quiero que nos pongamos de acuerdo en los procedimientos. Escuchemos
primero el resto del informe.
—No
son más que detalles de su vida privada. En 1986 se casó con una mujer llamada
Monica Abrahamsson y ese mismo año tuvieron una hija. Se llama Pernilla y tiene
dieciséis años. El matrimonio no duró mucho tiempo; se divorciaron en 1991.
Abrahamsson se volvió a casar, pero, por lo visto, siguen siendo amigos. La
hija vive con su madre y no ve a su padre muy a menudo.
Frode
pidió más café y se dirigió de nuevo a Salander.
—Al
principio usted dejó caer que todas las personas guardan secretos. ¿Ha
descubierto alguno?
—Quería
decir que todos tenemos cosas que consideramos privadas y que no nos gusta
anunciar a bombo y platillo. Al parecer, a Blomkvist le va bastante bien con
las mujeres. Ha tenido varias historias de amor y diversas relaciones
esporádicas. En resumen: su vida sexual es muy intensa. Sin embargo, hay una
persona constante en su vida con la que mantiene una relación algo extraña.
—¿En
qué sentido?
—Erika
Berger, redactora jefe de Millennium, y él son amantes. Berger es una chica
de clase alta, de madre sueca y padre belga residente en Suecia. Se conocen
desde la facultad y desde entonces mantienen una relación más o menos estable,
aunque intermitente.
—Quizá
no sea tan raro —respondió Frode.
—No,
puede que no. Pero da la casualidad de que Erika Berger está casada con el
artista Greger Beckman, un tipo famosillo que ha hecho un montón de cosas
horribles en locales públicos.
—Así
que ella es infiel.
—No.
Beckman conoce la relación. Se trata de un ménage
à trois que, al parecer, es aceptado por todas
las partes implicadas. A veces duerme con Blomkvist y a veces con su marido. No
sé muy bien cómo funciona, pero sin duda fue un factor decisivo en la ruptura
del matrimonio de Blomkvist con Abrahamsson.
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