PRIMERA
PARTE
INCITACIÓN
Del 20 de diciembre al 3 de enero
El dieciocho por ciento de las mujeres de
Suecia han
sido amenazadas en alguna ocasión por
un hombre.
CAPÍTULO 1
Viernes, 20 de diciembre
Viernes, 20 de diciembre
El
juicio, inevitablemente, ya había terminado y todo lo que se había podido decir
estaba ya dicho. Ni por un momento le cupo la duda de que lo iban a declarar
culpable. El fallo se hizo público, por escrito, el viernes a las diez de la
mañana; ya sólo quedaba el análisis final de los reporteros que esperaban en el
pasillo del juzgado.
Mikael
Blomkvist los vio a través de la puerta abierta y se detuvo un instante. No
quería hablar de la sentencia que acababa de recoger, pero sabía, mejor que
nadie, que las preguntas resultaban inevitables, y que debían ser hechas y
contestadas. «Así es como se siente un delincuente al otro lado del micrófono»,
pensó. Algo incómodo, irguió la cabeza y se esforzó en sonreír. Los periodistas
le correspondieron y le saludaron amablemente con movimientos de cabeza, casi
avergonzados.
—A
ver... Aftonbladet, Expressen, la agencia TT, TV4... ¿Y tú de dónde eres...?
¡Anda!, del Dagens Industri. Me
he hecho famoso —constató Mikael Blomkvist.
—Danos
una buena frase, Kalle Blomkvist —dijo el reportero de uno de los
dos grandes periódicos vespertinos.
Mikael
Blomkvist, cuyo nombre completo daba la casualidad de que era Carl Mikael Blomkvist,
se obligó, como siempre, a no hacer muecas de desaprobación al escuchar su
apodo. En una ocasión, hacía veinte años, cuando tenía veintitrés y acababa de
empezar su primer trabajo como periodista —una sustitución de verano—, Mikael
Blomkvist, sin mérito alguno, y por puro azar, desenmascaró a una banda de
atracadores de bancos que, durante dos años, había cometido cinco
espectaculares atracos. No cabía duda de que se trataba de la misma banda en
todas las ocasiones; su especialidad era entrar con un coche en pequeñas
poblaciones y robar uno o dos bancos con una precisión prácticamente militar.
Llevaban máscaras de látex que representaban a personajes de Walt Disney, razón
por la que se les bautizó, en una jerga policial no del todo exenta de lógica,
como la banda del Pato Donald. No obstante, los periódicos la rebautizaron como
la banda de los Golfos Apandadores, que les pegaba más, teniendo en cuenta que,
en dos ocasiones, sin ninguna consideración y sin preocuparles aparentemente la
seguridad de las personas, dispararon varios tiros al aire para amenazar a la
gente que pasaba o que les parecía demasiado curiosa.
El
sexto atraco se cometió en la provincia de Östergötland en pleno verano. Se dio
la circunstancia de que un reportero de la radio local se hallaba en el banco
precisamente cuando se produjo el golpe y reaccionó como correspondía a su
oficio. En cuanto los atracadores abandonaron el banco se fue a una cabina
telefónica y llamó a la radio, dando así la noticia en directo.
Mikael
Blomkvist estaba pasando unos días con una amiga en la casa de campo que los
padres de ella tenían cerca de Katrineholm. Ni siquiera cuando fue interrogado
por la policía pudo explicar con exactitud por qué había relacionado los
hechos, pero en el mismo momento en que escuchó la noticia le vino a la mente
un grupo de cuatro chicos instalados en una casa situada a unos doscientos
metros de la suya. Un par de días antes, cuando él y su amiga iban de camino al
quiosco de helados, los había visto jugando al bádminton en el jardín.
Lo
único que vio fue a cuatro jóvenes rubios y atléticos en pantalón corto y con
el torso desnudo. Resultaba evidente que eran culturistas, pero había algo más
en aquellos jugadores de bádminton que llamó su atención, quizá porque el
partido se estaba jugando, a pesar del sofocante calor provocado por un sol
abrasador, con una energía tremendamente intensa. No parecía un simple
pasatiempo.
No
había ninguna razón objetiva para sospechar que se tratara de atracadores de
bancos, pero, aun así, Mikael dio un paseo y se sentó en una colina con vistas
a la casa, que en ese momento parecía vacía. Llegaron al cabo de unos cuarenta
minutos y aparcaron un Volvo en la entrada. Parecían tener prisa y cada uno
llevaba una bolsa de deporte, tal vez un indicio de que, simplemente, habían
estado nadando. Sin embargo, uno de ellos volvió al coche y recogió un objeto
que cubrió rápidamente con una cazadora. Incluso desde el lugar en el que se
encontraba, relativamente lejano, Mikael pudo ver que se trataba de un
auténtico AK4 de los de toda la vida, justo el tipo de arma con el que acababa
de estar casado durante un año de servicio militar, de modo que llamó a la
policía e informó de su descubrimiento. Así se inició el asedio de la casa, que
duró tres días. La noticia fue ampliamente cubierta por los medios de
comunicación con Mikael en primera fila, lo que le permitió cobrar una generosa
retribución como freelance de uno de los grandes periódicos
vespertinos. La policía instaló su centro de operaciones en una caravana situada
en el jardín de la casa donde Mikael se alojaba.
La
consagración que todo joven periodista necesita en su profesión le vino a
Mikael de la mano de la banda de los Golfos Apandadores. La cara negativa de la
fama fue que el vespertino de la competencia no pudo resistirse a usar el
titular «El superdetective Kalle Blomkvist
resolvió, el caso». El texto, de tono ligeramente burlón, estaba redactado por
una columnista de cierta edad y contenía al menos una docena de referencias al
personaje de Kalle Blomkvist, el joven detective creado por la famosa escritora
Astrid Lindgren. Para colmo de males, el periódico ilustraba el artículo con
una foto borrosa en la que Mikael, con la boca semiabierta y el dedo índice
levantado, parecía darle instrucciones a un agente uniformado. En realidad, no
hacía más que indicarle el camino al retrete.
Poco
importaba que Mikael Blomkvist jamás hubiera usado su primer nombre, Carl
—mucho menos su apodo Kalle—,
ni firmado ningún artículo como Carl Blomkvist. Desde ese momento, para su
propia desesperación, fue conocido entre sus compañeros de profesión como Kalle Blomkvist; un epíteto pronunciado con
provocadora mofa, no con verdadera maldad, pero tampoco de manera muy
agradable. Con todo el respeto para Astrid Lindgren, por mucho que le
encantaran sus libros odiaba el apodo. Fueron necesarios varios años y méritos
periodísticos de bastante más relevancia para que dejaran de llamarlo así. Y
todavía se sentía incómodo cada vez que lo oía.
Así
que sonrió serenamente y miró al reportero del vespertino a los ojos.
—Bah,
invéntate tú algo. Siempre les pones mucha imaginación a tus textos.
El
tono no resultaba, en absoluto, desagradable. Los peores críticos de Mikael no
habían acudido y todos los allí presentes se conocían más o menos bien. Una vez
colaboró con uno de ellos y en otra ocasión, en una fiesta, hacía ya algunos
años, casi consiguió ligarse a «la de TV4».
—Te
machacaron bien allí dentro —le soltó Dagens
Industri, que, al parecer, había enviado a un joven suplente.
—Bueno,
sí —reconoció Mikael. Difícilmente podría afirmar otra cosa.
—¿Y
cómo te sientes?
A
pesar de lo tenso de la situación, ni Mikael ni los periodistas más veteranos
pudieron evitar sonreír por la pregunta. Mikael intercambió una mirada con «la
de TV4». Los periodistas serios
siempre habían sostenido que esa pregunta —«¿cómo te sientes?»— era la única
que los periodistas deportivos bobos eran capaces de hacer al deportista
jadeante al otro lado de la meta. Pero acto seguido recobró la seriedad.
—No
puedo más que lamentar que el tribunal no haya llegado a otra conclusión
—contestó de manera algo formal.
—Tres
meses de prisión y ciento cincuenta mil coronas de indemnización por daños y
perjuicios. Una sentencia que debe de resultar dura —dijo «la de TV4».
—Sobreviviré.
—¿Vas
a pedirle disculpas a Wennerström? ¿A darle la mano?
—No,
no creo. Mi idea sobre la ética empresarial del señor Wennerström no ha
cambiado.
—¿Así
que sigues pensando que es un sinvergüenza? —se apresuró a preguntar Dagens Industri.
Tras
aquella pregunta se escondía una cita acompañada de un devastador titular, y
Mikael podría haber mordido el anzuelo si el reportero no le hubiese advertido
del peligro al acercar su micrófono con un entusiasmo algo excesivo. Meditó la
respuesta un instante.
El
juez acababa de dictaminar que Mikael Blomkvist había calumniado al financiero
Hans-Erik Wennerström, así que la condena impuesta fue por difamación. El
juicio había concluido y Mikael no tenía intención de recurrir la sentencia.
Pero ¿qué pasaría si, imprudentemente, repitiese sus declaraciones en las
mismas escaleras del juzgado? Mikael decidió que no quería averiguarlo.
—Consideré
que tenía buenas razones para publicar aquellos datos. El juez lo ha visto de
otro modo y, naturalmente, debo aceptar que el proceso jurídico haya seguido su
curso. Ahora vamos a comentar la sentencia detenidamente en la redacción antes
de decidir qué hacer. No tengo nada más que añadir.
—Pero
se te olvidó que un periodista debe probar sus afirmaciones —dijo «la de TV4» con un deje de dureza en la
voz.
No
podía negar lo que ella decía. Habían sido buenos amigos. Su cara mostraba
indiferencia, pero Mikael creyó detectar en sus ojos una sombra de decepción y
rechazo.
Mikael
Blomkvist siguió contestando a los periodistas durante un par de interminables
minutos más. La pregunta tácita que flotaba en el aire y que nadie se atrevía a
hacer —quizá porque resultaba vergonzosamente incomprensible— era cómo había
podido redactar un texto tan desprovisto de sustancia. Los periodistas allí
presentes, a excepción del suplente de Dagens
Industri, eran ya veteranos con una dilatada experiencia profesional. Para
ellos la respuesta a aquella pregunta iba más allá del límite de lo concebible.
TV4 colocó a Mikael ante la cámara situada
delante de la entrada del juzgado para poder hacerle las preguntas algo
apartados de los demás. La periodista mostró más amabilidad de la que se
merecía y la entrevista contó con las suficientes declaraciones para contentar
a todo el mundo. La historia —resultaba inevitable— daría lugar a numerosos
titulares, pero Mikael hizo un esfuerzo para recordar que no se trataba del
suceso más importante del año. Los reporteros ya tenían lo que querían y
volvieron a sus respectivas redacciones.
Mikael
había pensado dar un paseo, pero era un día de diciembre muy ventoso y, además,
había cogido frío durante la entrevista. Al encontrarse solo en las escaleras
del juzgado levantó la mirada y descubrió a William Borg bajando de su coche,
donde había permanecido mientras duró la entrevista. Sus miradas se cruzaron;
acto seguido William Borg sonrió.
—Ha
merecido la pena venir hasta aquí sólo para verte con ese papel en la mano.
Mikael
no contestó. Conocía a William Borg desde hacía quince años. Una vez trabajaron
juntos como reporteros suplentes de economía en un diario matutino. Tal vez se
debiera a una falta de química personal, pero lo cierto es que allí se asentó
la base de su eterna enemistad. A ojos de Mikael, Borg no sólo era un pésimo
periodista, sino también una persona mezquina, vengativa y pesada, que incordiaba
a los que le rodeaban con chistes y bromas estúpidas, y que hablaba con
desprecio de los reporteros de más edad, evidentemente mucho más
experimentados. En especial le caían mal las reporteras veteranas. Tuvieron una
primera discusión, a la que le sucedieron otros enfrentamientos, hasta que su
antagonismo se convirtió en un asunto personal.
Luego,
a lo largo de los años, Mikael y William Borg se encontraron con cierta
regularidad, pero no fue hasta finales de los años noventa cuando se hicieron
enemigos de verdad. Mikael publicó un libro sobre el periodismo económico, con
numerosas citas de una serie de estúpidos artículos que llevaban la firma de
Borg. En la versión de Mikael, Borg era caracterizado como un perfecto pedante
que lo entendía todo al revés y que escribía artículos-homenaje a empresas
puntocom al borde de la quiebra. A Borg no le hizo ninguna gracia el análisis
de Mikael, y en un encuentro casual en un bar del barrio de Söder faltó poco
para que se liaran a puñetazos. Por las mismas fechas, Borg abandonó el
periodismo para trabajar de informador —cobrando un sueldo considerablemente
más alto— en una empresa que, para colmo, estaba dentro de la esfera de
intereses del industrial Hans-Erik Wennerström.
Estuvieron
mirándose el uno al otro durante un buen rato; luego Mikael se dio la vuelta y
se marchó, ir al juzgado sólo para reírse a carcajadas de él era muy típico de
Borg.
Mientras
iba andando, pasó el autobús 40 y subió, más que nada para alejarse del lugar
cuanto antes. Bajó en Fridhemsplan y se quedó en la parada indeciso, con la
sentencia aún en la mano. Finalmente, decidió cruzar la calle hasta el Kafé
Anna, al lado del garaje de la jefatura de policía.
Menos
de medio minuto después de haber pedido un caffè
latte y un sándwich empezó el
boletín informativo en la radio. Su historia se comentó en tercer lugar,
después de la de un terrorista suicida en Jerusalén y la noticia de que el
gobierno había constituido una comisión investigadora para estudiar la presunta
formación de un cártel en el sector de la construcción.
Esta misma mañana el periodista Mikael Blomkvist de la
revista Millennium ha sido condenado a tres meses de cárcel
por haber difamado gravemente al industrial Hans-Erik Wennerström. En un
artículo sobre el llamado «caso Minos», publicado a principios de año,
Blomkvist afirmaba que Wennerström empleó fondos públicos —destinados a
inversiones industriales en Polonia— para el tráfico de armas. Mikael Blomkvist
también ha sido condenado a pagar ciento cincuenta mil coronas de indemnización
por daños y perjuicios. En un comunicado, Bertil Camnermarker, abogado de
Wennerström, dice que su cliente está contento con la sentencia. «Se trata de
un caso de difamación sumamente grave», ha manifestado.
La
sentencia tenía veintiséis páginas. Daba cuenta de las razones por las que
Mikael había sido declarado culpable de quince casos de grave difamación al
empresario Hans-Erik Wennerström. Mikael hizo sus cálculos y llegó a la
conclusión de que cada uno de los cargos de la acusación por los que había sido
condenado valía diez mil coronas y seis días de cárcel, sin contar las costas
judiciales y la retribución de su abogado. Le faltaban fuerzas para calcular a
cuánto ascenderían los gastos, pero al mismo tiempo reconoció que podría haber
sido peor; ya que el tribunal lo había absuelto de siete cargos.
A
medida que iba leyendo los términos de la sentencia le invadió una sensación
cada vez más pesada y desagradable en el estómago. Le sorprendió. Desde el
mismo momento en el que se inició el juicio sabía que si no se producía un
milagro, lo iban a condenar. No le cabía la menor duda y ya se había hecho a la
idea. Asistió a los dos días del juicio de manera bastante despreocupada;
además, durante once días, sin sentir nada en especial, estuvo esperando a que
el tribunal terminara con sus deliberaciones y redactara el documento que tenía
en las manos. Y ahora, una vez concluido el proceso, un malestar empezó a
apoderarse de él.
Al
darle el primer mordisco al sándwich tuvo la sensación de que la miga le crecía
en la boca. Le costó tragar y lo apartó.
Era
la primera vez que condenaban a Mikael Blomkvist por un delito; nunca había
sido sospechoso de nada, ni acusado por nadie. Si la comparaba con otras, la
sentencia le parecía insignificante, un delito sin importancia. Al fin y al
cabo, no se trataba de un robo a mano armada, un homicidio o una violación. Sin
embargo, desde el punto de vista económico, la condena impuesta le dolía. Millennium no era precisamente el buque insignia de
los medios de comunicación con fondos ilimitados —la revista vivía al límite—,
pero la sentencia tampoco suponía una catástrofe. El problema residía en que
Mikael era uno de los socios de Millennium a la vez que, por idiota que pudiera
parecer, ejercía tanto de escritor como de editor jefe de la revista. Mikael
pensaba pagar la indemnización, ciento cincuenta mil coronas, de su propio
bolsillo, lo cual daría al traste prácticamente con la totalidad de sus
ahorros. La revista respondería de las costas judiciales. Administrando los
gastos con prudencia, saldría adelante.
Meditó
la posibilidad de vender su casa, cosa que le partiría el corazón. A finales de
los felices años ochenta, durante un período en el que contaba con un trabajo
estable y unos ingresos relativamente decentes, se puso a buscar un domicilio
fijo. Vio muchas casas y descartó la mayoría antes de dar con un ático de
sesenta y cinco metros cuadrados en Bellmansgatan, justo al principio de la
calle. El anterior propietario había iniciado una reforma para convertirlo en
una vivienda habitable, pero le salió un trabajo en una empresa puntocom del
extranjero y Mikael pudo comprar aquella casa a medio reformar por un buen
precio.
Mikael
rechazó los bocetos del arquitecto y terminó la obra él mismo. Apostó por el
baño y la cocina, y decidió no reformar el resto. En vez de poner parqué y
levantar tabiques para hacer una habitación independiente, acuchilló las viejas
tablas del suelo, encaló directamente los toscos muros originales y cubrió las
imperfecciones más visibles con un par de acuarelas de Emanuel Bernstone. El
resultado fue un loft completamente abierto, con un salón-comedor
junto a una pequeña cocina americana y un espacio para dormir ubicado tras una
librería. La vivienda tenía dos ventanas de buhardilla y una ventana lateral
con vistas a los tejados que se extendían hasta la bahía de Riddarfjärden y
Gamla Stan. También se podía ver un poquito de agua de Slussen y el
Ayuntamiento. En la actualidad no habría podido comprar una casa así, de modo que
quería conservarla.
Pero
el riesgo de perderla no era nada en comparación con el tremendo golpe
profesional que acababa de sufrir, cuyos daños tardaría mucho tiempo en
reparar... si es que era posible.
Se
trataba de una cuestión de confianza. En el futuro, muchos editores se lo
pensarían más de una vez antes de publicar un texto firmado por él. Seguía
teniendo suficientes amigos en la profesión que comprenderían que había sido
víctima de las circunstancias y de la mala suerte, pero a partir de ahora no podía
permitirse ni el más mínimo error.
Lo
que más le dolía, no obstante, era la humillación.
Tenía
todas las de ganar, pero, aun así, perdió contra un gánster de medio pelo con
traje de Armani. Un maldito y canalla especulador bursátil. Un yuppie con un abogado famoso que se había pasado
todo el juicio con una burlona sonrisa en los labios.
¿Cómo
diablos podían haberle salido tan mal las cosas?
El caso
Wennerström empezó, de modo muy prometedor, en la bañera de un velero Mälar-30
amarillo la noche de Midsommar,
fiesta del solsticio de verano, hacía ahora un año y medio. Todo fue fruto de
la casualidad: un ex colega periodista, actualmente informador de la Diputación
provincial, quiso impresionar a su nueva novia y, sin reflexionar demasiado,
alquiló un Scampi para pasar un par de días de navegación improvisada, aunque
romántica, por el archipiélago. Tras oponer cierta resistencia, la novia,
recién llegada de Hallstahammar para estudiar en Estocolmo, se dejó convencer
con la condición de que su hermana y el novio de ésta también los acompañaran.
Ninguno de ellos había pisado jamás un barco de vela. Pero el verdadero problema
era que el amigo informador, en realidad, tenía bastante menos experiencia como
marinero que entusiasmo por la excursión. Tres días antes de partir llamó
desesperadamente a Mikael y lo convenció para que los acompañara como quinto
tripulante, el único con verdaderos conocimientos de navegación.
Al
principio la propuesta no le hizo mucha gracia, pero acabó aceptando ante la
expectativa de pasar unos días placenteros en el archipiélago y de disfrutar de
buena comida y una agradable compañía, como se suele decir. No obstante, sus
esperanzas se frustraron y el viaje fue más desastroso de lo que hubiera
imaginado jamás. Navegaron por una ruta bonita, pero poco emocionante, a una
velocidad de apenas cinco metros por segundo, subiendo desde Bullando y pasando
por Furusund. Aun así, la nueva novia del informador se mareó enseguida. La
hermana se puso a discutir con su novio y nadie mostró el menor interés por
aprender lo más mínimo de navegación. Pronto quedó claro que esperaban que
Mikael se encargara del barco mientras los demás le daban consejos
bienintencionados, pero en su mayoría absurdos. Después de pasar la primera
noche en una cala de Ångsö, estaba dispuesto a atracar en Furusund y volver a
casa en autobús. Sólo las súplicas desesperadas del informador le hicieron
quedarse en el barco.
A
eso de las doce del día siguiente, lo suficientemente pronto para que todavía
quedaran algunos sitios libres, amarraron en el embarcadero de Arholma.
Prepararon la comida y, mientras terminaban de comer, Mikael reparó en un M—30
amarillo de fibra de vidrio que estaba entrando en la cala, deslizándose sólo
con la vela mayor. El barco hizo un suave viraje mientras el capitán buscaba un
hueco en el embarcadero. Mikael echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta
de que el espacio entre su Scampi y un barco—H que había a estribor era,
probablemente, el único hueco; el estrecho M—30 cabría allí, aunque algo justo.
Se puso de pie en la popa y señaló con el brazo; el capitán del M—30 levantó la
mano en señal de agradecimiento y se dirigió rumbo al embarcadero. «Un
navegante solitario que no tenía intención de molestarse en arrancar el motor»,
pensó Mikael. Escuchó el ruido de la cadena del ancla y unos segundos después
vio arriar la vela mayor, mientras el capitán se movía como una culebra para mantener
el timón derecho y al mismo tiempo preparar la amarra de proa.
Mikael
subió a la borda y le tendió una mano, dispuesto a prestarle ayuda. El
navegante hizo un último cambio de rumbo y entró deslizándose sin ningún
problema, casi completamente parado, hasta la popa del Scampi. Hasta que el
recién llegado no le dio la cuerda a Mikael no se reconocieron; una sonrisa de
satisfacción se dibujó en sus rostros.
—¡Hombre,
Robban! —exclamó Mikael—. ¿Por qué no usas el motor? Así no les rascarías la
pintura a todos los barcos del puerto.
—¡Hola,
Micke! Ya decía yo que me sonaba esa cara. No me importaría usarlo si
arrancara. El condenado se me murió hace dos días en Rödlöga.
Se
dieron la mano por encima de las bordas.
En
el instituto de Kungsholmen, en los años setenta —hacía ya una eternidad—,
Mikael Blomkvist y Robert Lindberg habían sido amigos, incluso íntimos amigos.
Como pasa a menudo con los viejos compañeros de estudios, la amistad acabó
después del día de la graduación. Cada uno tiró por su camino y durante los
últimos veinte años apenas si se habían visto en media docena de ocasiones. En
aquel momento, cuando se encontraron inesperadamente en el embarcadero de Arholma,
habían pasado por lo menos siete u ocho años desde la última vez. Se observaron
el uno al otro con curiosidad. Robert estaba bronceado, tenía el pelo
enmarañado y una barba de dos semanas.
De
repente, Mikael se sintió de mucho mejor humor. Cuando el informador y sus
bobos acompañantes subieron hacia la tienda del pueblo, al otro lado de la
isla, para celebrar la noche de Midsommar bailando en la explanada alrededor del
mayo, él se quedó en la bañera del M—30, charlando con su viejo amigo de
instituto en torno a unos arenques y unos chupitos de aguardiente.
En
algún momento de la noche, tras abandonar la lucha contra los mosquitos de
Arholma, tristemente célebres, y trasladarse a la cabina, la conversación, después
de un considerable número de chupitos, se convirtió en un amistoso duelo verbal
sobre la ética y la moral en el mundo de los negocios. Los dos habían elegido
carreras profesionales que, de alguna manera, tenían que ver con la economía
del país. Robert Lindberg pasó del instituto a la Escuela Superior de Economía
de Estocolmo y, desde allí, dio el salto al sector bancario. Mikael Blomkvist
se graduó en la Escuela Superior de Periodismo y llevaba gran parte de su vida
profesional dedicándose a revelar y denunciar dudosas operaciones, precisamente
en el ámbito de la banca y de los negocios. La conversación empezó a girar en
torno a lo moralmente defendible en ciertos contratos blindados de los años
noventa. Después de haber defendido valientemente algunos de los casos más
llamativos, Lindberg dejó el vaso y, muy a su pesar, tuvo que reconocer que en
el mundo de los negocios, seguramente también habría algún que otro corrupto
cabrón. De pronto miró a Mikael seriamente.
—Tú
que eres periodista de investigación y te ocupas de fraudes económicos, ¿por
qué no escribes algo sobre Hans-Erik Wennerström?
—Ignoraba
que hubiera algo que decir sobre él.
—Busca.
Tienes que buscar, joder. ¿Qué sabes del programa CADI?
—Pues
que era una especie de programa de subvenciones que en los años noventa ayudó a
la industria de los países del Este a levantarse. Se suspendió hace un par de
años. No he escrito nada sobre eso.
—Las
siglas significan Comité de Ayuda para el Desarrollo Industrial, un proyecto
que tuvo apoyo gubernamental y fue dirigido por representantes de una decena de
grandes empresas suecas. El CADI recibió garantías estatales que le permitieron
poner en marcha una serie de proyectos acordados con los gobiernos de Polonia y
de los Países Bálticos. El sindicato LO hizo su pequeña aportación como
avalista para reforzar también el movimiento sindical obrero en el Este,
siguiendo las pautas del modelo sueco. Formalmente se trataba de un proyecto de
apoyo al desarrollo basado en los principios de ayuda como forma de incentivar
el progreso, lo cual les daría a los regímenes del Este la oportunidad de
sanear su economía. Sin embargo, en la práctica se trataba de que ciertas
empresas suecas recibieran subvenciones estatales para entrar y establecerse
como socios de empresas de países del Este. Aquel maldito ministro de los democristianos
era un entusiasta partidario del CADI. Se abrió una fábrica papelera en
Cracovia, se reformó una industria metalúrgica en Riga, una fábrica de cemento
en Tallin... La dirección del CADI, compuesta por pesos pesados del mundo de la
banca y de la industria suecas, repartió el dinero.
—¿Te
refieres al dinero de los contribuyentes?
—Alrededor
del cincuenta por ciento provenía de subvenciones estatales, el resto lo
pusieron los bancos y la industria. Pero no pienses que se trataba de una labor
sin ánimo de lucro. Los bancos y las empresas contaban con sacar una buena
tajada. Si no, el tema no les hubiese interesado una mierda.
—¿De
cuánto dinero estamos hablando?
—Espera,
hombre; escúchame. El CADI estaba compuesto principalmente por compañías suecas
de toda la vida que querían entrar en los mercados del Este, importantes
sociedades como ABB, Skanska y similares. En otras palabras, nada de empresas
especuladoras.
—¿Me
estás diciendo que Skanska no se dedica a especular? ¿No despidieron acaso al
director ejecutivo de Skanska por dejar que uno de sus chavales especulara y
perdiera quinientos millones buscando dinero rápido? ¿Y qué te parecen sus
histéricos negocios inmobiliarios en Londres y Oslo?
—Sí,
bueno; en todas las empresas del mundo hay idiotas, pero ya sabes a lo que me
refiero. Por lo menos son empresas que producen algo concreto. La columna
vertebral de la industria sueca y todo ese rollo...
—¿Y
qué pinta Wennerström en esto?
—Wennerström
es la gran incógnita. A ver, es un tipo que surgió de la nada, que no tiene
ningún pasado en la industria pesada y que realmente no pinta nada en esos
círculos, pero ha amasado una colosal fortuna en la bolsa y la ha invertido en
empresas ya consolidadas. Digamos que ha entrado por la puerta de atrás.
Mikael
se sirvió un chupito de aguardiente Reimersholms y se acomodó en la cabina
pensando en lo que sabía de Wennerström, lo cual, en realidad, no era gran
cosa. Había nacido en algún lugar de Norrland, donde fundó una empresa
inversora en los años setenta. Ganó su buen dinero y se trasladó a Estocolmo,
donde hizo una carrera meteórica durante los felices años ochenta. Creó el
Grupo Wennerström, que, al abrir oficinas en Londres y Nueva York, se rebautizó
como Wennerstroem Group, de modo que la empresa empezó a aparecer en los mismos
artículos de prensa que Beijer. Negociaba con acciones y opciones, y especulaba
con la forma de ganar dinero rápido. No tardó en aparecer en la prensa del
corazón como uno más de esos numerosos nuevos ricos propietarios de un ático en
Strandvägen, una magnífica residencia veraniega en Varmdo y un yate de veintitrés
metros de eslora que, en su caso, compró a una estrella retirada del tenis con
problemas de solvencia. En realidad, no era más que un simple contable, pero la
de los ochenta fue la década de los contables y de los especuladores
inmobiliarios. Y Wennerström no destacó más que otros; más bien al revés,
siguió siendo una figura relativamente anónima entre Los Grandes Chicos. Carecía
de las rimbombantes maneras de Stenbeck y no se prostituía en la prensa como
Barnevik. Rechazaba los negocios inmobiliarios y, en su lugar, invertía masivamente
en el antiguo bloque comunista. Cuando se desinfló la burbuja económica de los
noventa y todos los altos cargos, uno tras otro, se vieron obligados a cobrar
sus contratos blindados, la empresa de Wennerström se las arregló
sorprendentemente bien. Ni el más mínimo escándalo. «A Swedish success story»,
tituló el mismísimo Financial Times.
—Era
1992. De repente Wennerström se puso en contacto con el CADI y les comunicó que
quería dinero. Presentó un plan, aparentemente bien arraigado entre las partes
interesadas de Polonia, con el fin de crear una empresa que fabricara envases
para la industria alimentaria.
—O
sea, una fábrica de latas de conserva.
—No
exactamente, pero algo por el estilo. No tengo ni idea de a quién conocía en el
CADI, pero salió sin problemas con sesenta millones de coronas.
—Esto
empieza a ponerse interesante. Déjame adivinar: fue la última vez que alguien
vio ese dinero.
—No
—replicó Robert Lindberg, y esbozó una sonrisa antes de animarse con un poco
más de aguardiente—. Lo que sucedió después fue digno de una lección magistral
de contabilidad. Wennerström fundó realmente una industria de embalajes en
Polonia, en Lodz, para ser más exacto. La empresa se llamaba Minos. El CADI
recibió unos alentadores informes durante el año 1993; luego... silencio. De
repente, en 1994, Minos se vino abajo.
Para
ilustrar el hundimiento de la empresa, Robert Lindberg dio un golpe en la mesa
con la copa vacía.
—El
problema del CADI era que no existía ningún tipo de procedimiento sobre cómo
rendir cuentas de esos proyectos. Te acuerdas del espíritu de la época, ¿no?
Todo ese optimismo cuando cayó el muro de Berlín: que se instauraría la
democracia, que la amenaza de guerra nuclear ya era historia y que los
bolcheviques se iban a convertir en capitalistas de la noche a la mañana. El
gobierno quería afianzar la democracia en el Este. Todos los capitalistas
querían subirse al tren y ayudar a construir la nueva Europa.
—No
sabía que los capitalistas estuvieran tan dispuestos a dedicarse a hacer obras
de caridad.
—Créeme,
estamos hablando del sueño húmedo de cualquier capitalista. Quizá Rusia y los
países del Este constituyan, después de China, el mercado restante más grande
del mundo. A la industria no le importaba ayudar al gobierno, especialmente
porque las empresas sólo tenían que responder de una pequeña parte de los
gastos. En total, el CADI se comió más de treinta mil millones de coronas de
los contribuyentes. El dinero volvería en forma de futuras ganancias.
Formalmente el CADI era una iniciativa del gobierno, pero la influencia de la
industria era tan grande que, en la práctica, la dirección del CADI trabajaba
de manera independiente.
—Entiendo.
Pero ¿aquí hay material para un artículo o no?
—Paciencia.
Cuando los proyectos se pusieron en marcha no hubo problemas para financiarlos.
Suecia aún no había sido golpeada por la crisis surgida a raíz de la enorme
subida de los intereses. El gobierno estaba contento porque con el CADI se
pondría de manifiesto la gran aportación sueca a favor de la democracia en el
Este.
—¿Y
todo esto pasó con el gobierno de derechas?
—No
metas a los políticos en esto. Se trata de dinero e importa una mierda si los
que designan a los ministros son socialistas o de derechas. Así que adelante, a
toda pastilla. Luego llegaron los problemas de divisas y después unos chalados
llamados los nuevos demócratas (sin duda te acordarás del partido Nueva
Democracia) empezaron a quejarse de que no había transparencia en lo que hacía
el CADI. Uno de sus payasos confundió al CADI con la Agencia Sueca de Cooperación
Internacional para el Desarrollo y creyó que se trataba de algún maldito proyecto
de ayuda en plan caritativo como el de Tanzania. Durante la primavera de 1994
se designó una comisión para investigar al CADI. A esas alturas varios
proyectos ya habían sido criticados, pero uno de los primeros en inspeccionarse
fue el de Minos.
—Y
Wennerström no pudo dar cuenta del dinero.
—Al
contrario. Wennerström presentó un excelente libro de cuentas demostrando que
más de cincuenta y cuatro millones de coronas habían sido invertidas en Minos,
pero que seguía habiendo problemas estructurales demasiado importantes en la
rezagada Polonia para que pudiera funcionar una moderna industria de envases,
por lo que, en la práctica, la competencia de un proyecto alemán similar les
había ganado la partida. Los alemanes estaban en pleno proceso de compra de todo
el bendito bloque del Este.
—Dijiste
que le dieron sesenta millones.
—Exacto.
El dinero del CADI se gestionó como un crédito sin intereses. La idea era, por
supuesto, que las empresas acabaran devolviendo parte del dinero durante una
serie de años. Pero Minos quebró y el proyecto fracasó; nadie pudo reprocharle
nada a Wennerström. Aquí entraban las garantías del Estado, por lo que Wennerström
quedó libre de responsabilidades. Simplemente no tuvo que devolver el dinero
perdido cuando quebró Minos, y al mismo tiempo pudo demostrar que había perdido
una suma equivalente de su propio dinero.
—A
ver si lo he entendido bien: el gobierno ofrece el dinero de los contribuyentes
y pone a los diplomáticos al servicio de una serie de hombres de negocios para
abrirles puertas. La industria coge el dinero y lo usa para invertir en joint ventures de las que luego saca una buena tajada. En
fin: la misma historia de siempre. Algunos se forran y otros pagan la cuenta, y
ya sabemos muy bien qué papel interpreta cada uno...
—¡Qué
cínico eres! Los créditos se iban a devolver al Estado.
—Pero
has dicho que estaban libres de intereses. Por tanto, significa que los
contribuyentes no recibieron ni un duro por poner la pasta. Le dieron a
Wennerström sesenta kilos, de los cuales invirtió cincuenta y cuatro. ¿Qué pasó
con los restantes seis millones?
—En
el momento en que quedó claro que el proyecto del CADI sería objeto de estudio
por parte de una comisión, Wennerström envió un cheque de seis millones al CADI
como pago de la diferencia. Con eso, jurídicamente hablando, el caso quedaba
cerrado.
Robert
Lindberg se calló y miró, desafiante, a Mikael.
—Suena
como si Wennerström hubiera perdido un poco del dinero del CADI, pero en
comparación con los quinientos millones que desaparecieron de Skanska o la
historia del contrato blindado de aquel director de ABB que cobró una
indemnización por despido de más de mil millones, algo que realmente indignó a
la gente, esto no parece ser gran cosa para un artículo —dijo Mikael—. La
verdad es que los lectores de hoy en día están bastante hartos de textos sobre
especuladores incompetentes, aunque sea dinero que provenga de los impuestos.
¿Hay algo más en toda esta historia?
—Esto
no ha hecho más que empezar.
—¿Cómo
es que sabes tanto sobre los negocios de Wennerström en Polonia?
—En
los años noventa trabajé en Handelsbanken. Adivina quién era el encargado de
hacer las investigaciones para el representante del banco en el CADI.
—Vale,
ahora lo entiendo. Anda, sigue.
—Entonces...
para resumir, el CADI recibió una explicación por parte de Wennerström. Se
firmaron los documentos pertinentes. El resto del dinero se devolvió. Ese
detalle de los seis millones devueltos fue una jugada muy astuta. A ver, si
alguien llama a tu puerta para darte una bolsa de dinero, ¿cómo coño vas a
pensar que no es trigo limpio?
—Ve
al grano.
—Blomkvist,
¡por favor!; ése es el grano. Los del CADI se quedaron satisfechos con el libro
de cuentas de Wennerström. La inversión se fue al garete, pero no había nada
que objetar en cuanto a la gestión. Miramos facturas, transferencias y todo
tipo de papeles. Todo impoluto. Yo me lo creí. Mi jefe se lo creyó. El CADI se
lo creyó y el gobierno no tuvo nada que añadir.
—Entonces
¿dónde está la pega?
—Ahora
es cuando la historia se pone interesante —dijo Lindberg y, de repente, pareció
asombrosamente sobrio—. Ya que eres periodista, que conste que esto es off the record.
—¡Joder,
no puedes estar contándome cosas para luego decirme que no me dejas
utilizarlas!
—Claro
que sí. Lo que te he explicado hasta ahora es de conocimiento público. Busca el
informe y échale un vistazo si te apetece. El resto de la historia, lo que no
te he contado todavía, publícalo si quieres, pero tienes que tratarme como una
fuente anónima.
—Vale,
pero según la terminología general off
the record significa que me han
revelado confidencialmente algo sobre lo que no puedo escribir nada.
—A
la mierda con la terminología. Escribe lo que quieras, pero yo soy una fuente
anónima. ¿De acuerdo?
—Vale
—contestó Mikael.
Naturalmente,
a la luz de los acontecimientos posteriores su respuesta constituía un error.
—Muy
bien. Aquella historia de Minos tuvo lugar hará unos diez años, justo después
de caer el muro, cuando los bolcheviques se estaban convirtiendo en
capitalistas decentes. Yo era una de las personas que investigaba a Wennerström
y había algo que me daba mala espina.
—¿Por
qué no dijiste nada entonces?
—Se
lo comenté a mi jefe. El caso era que no había nada en concreto. Todos los
papeles estaban en orden. No tuve más remedio que firmar el informe. Pero
ahora, cada vez que me encuentro con el nombre de Wennerström en la prensa me
viene a la mente la historia de Minos.
—Vale.
¿Y?
—Unos
años después, a mediados de los noventa, mi banco hizo negocios con
Wennerström, negocios bastante importantes, de hecho. Y no salieron muy bien.
—¿Os
timó?
—No;
tanto como eso, no. Los dos ganamos dinero. Lo que pasó fue más bien que... no
sé muy bien cómo explicártelo; estoy hablando de mi propia empresa y eso no me
gusta. Pero el balance de todo aquello —o sea, la impresión general, por
decirlo de alguna manera— no es positivo. A Wennerström le definen en los
medios de comunicación como un impresionante oráculo de la economía. De eso
vive. Es su valor seguro.
—Sé
lo que quieres decir.
—Yo
siempre tuve la sensación de que se trataba simplemente de un fanfarrón. No
mostraba ninguna habilidad para los negocios. Todo lo contrario; me pareció
asombrosamente superficial e ignorante en muchos temas. Tenía un par de jóvenes
tiburones realmente muy agudos como consejeros, pero personalmente me cayó
fatal.
—¿Y?
—Hace
unos años fui a Polonia para un asunto completamente diferente. Nuestro grupo
cenó en Lodz con unos inversores y por casualidad acabé en la misma mesa que el
alcalde. Hablamos de lo difícil que resultaba levantar la economía polaca y de
cuestiones similares; y, entre unas cosas y otras, mencioné el proyecto Minos.
Al principio el alcalde pareció no entenderme, como si en su vida hubiera oído
hablar de Minos, pero luego se acordó de que era un pequeño negocio de mierda
que nunca llegó a ser nada. Despachó el tema con una carcajada y dijo, cito
literalmente, que si eso era todo lo que eran capaces de hacer los inversores
suecos, nuestro país no tardaría en hundirse por completo. ¿Me sigues?
—El
comentario da a entender que el alcalde de Lodz es un hombre inteligente.
Venga, continúa.
—No
pude sacarme esas palabras de la cabeza. Al día siguiente tenía una reunión por
la mañana, pero por la tarde estaba libre. Por pura maldad me fui a ver la
fábrica abandonada de Minos, situada en un pequeño pueblo a las afueras de
Lodz, con una taberna en un granero y retretes fuera de las casas. La gran
fábrica de Minos era un almacén en ruinas, un viejo cobertizo de chapa que
había montado el Ejército Rojo en los años cincuenta. Me encontré con un
guardia que sabía un poco de alemán y me contó que uno de sus primos había
trabajado en Minos. El primo vivía muy cerca, así que fuimos a verlo. El
guardia me acompañó para hacer de intérprete. ¿Quieres saber lo que dijo?
—Me
muero por saberlo.
—Minos
empezó sus actividades en el otoño de 1992. Llegó a tener un máximo de quince
empleados, en su mayoría mujeres mayores. Cobraban ciento cincuenta coronas al
mes. Al principio no había maquinaria, de modo que los empleados se pasaban el
día limpiando aquel almacén. A primeros de octubre llegaron tres máquinas para
hacer cartones, compradas en Portugal. Estaban viejas, desgastadas por el uso y
completamente anticuadas. Su valor como chatarra no pasaría de un par de miles
de coronas. Es verdad que las máquinas funcionaban, pero se rompían cada dos
por tres. Naturalmente, no había piezas de repuesto, así que Minos se veía
afectada por constantes paradas en la producción. Por regla general, un
empleado siempre acababa reparando la máquina de manera provisional.
—Esto
ya empieza a parecerse a un artículo —reconoció Mikael—. ¿Y en realidad qué
fabricaban en Minos?
—Durante
1992 y la mitad de 1993 fabricaron cartones perfectamente normales para
detergentes, hueveras y cosas por el estilo. Luego se dedicaron a las bolsas de
papel. Pero la fábrica sufría una constante escasez de materia prima y nunca
llegó a tener mucha producción.
—No
suena precisamente como una inversión muy importante.
—He
hecho mis cálculos. El gasto total del alquiler rondaría las quince mil coronas
en dos años. Los sueldos podrían haber ascendido, como mucho, y estoy siendo
muy generoso, a unas ciento cincuenta mil. Compra de maquinaria y transportes,
una furgoneta que distribuía las hueveras... a ojo de buen cubero, unas doscientas
cincuenta mil. Eso sin contar los costes administrativos de permisos y unos
pocos billetes de avión; según parece, tan sólo una persona de Suecia visitaba
el pueblo en muy contadas ocasiones. Bueno, digamos que toda la operación salió
por un total de algo menos de un millón. Un día del verano de 1993, el capataz
bajó a la fábrica y anunció que estaba cerrada; poco después apareció un camión
húngaro y se llevó toda la maquinaria. Hasta la vista, Minos.
Durante
el juicio, Mikael se acordó a menudo de aquella noche de Midsommar. El tono de la
conversación le recordaba los años de instituto: la típica discusión de amigos,
juvenil y desenfadada. Como adolescentes habían compartido los problemas
propios de esa edad. Como adultos eran, en realidad, perfectos desconocidos;
dos personas completamente distintas, en el fondo. A lo largo de aquella noche,
Mikael se estuvo preguntando por qué no podía acordarse de lo que les había
convertido en buenos amigos durante el bachillerato. El recuerdo que guardaba de
Robert era el de un chaval callado y reservado que mostraba una incomprensible
timidez con las chicas. De adulto se había convertido en un exitoso...
llamémosle trepa, del mundo de la banca. A Mikael no le cabía la menor duda de
que su compañero tenía opiniones que estaban totalmente en desacuerdo con su
propia visión del mundo.
Mikael
raramente se emborrachaba, pero aquel encuentro casual había convertido una
fracasada navegación en una de esas agradables veladas donde el nivel de la
botella de aguardiente va acercándose lentamente al fondo. Debido precisamente
a ese tono adolescente de la conversación, en un principio no se tomó en serio
la historia de Robert, si bien sus instintos periodísticos acabaron aflorando.
De repente, se puso a escuchar la historia con mucha atención, y entonces se le
ocurrieron algunas objeciones lógicas.
—Espera
un momento —suplicó Mikael—. Wennerström se encuentra entre la élite de los
especuladores bursátiles. Si no me equivoco es multimillonario...
—Un
cálculo rápido situaría a Wennerstroem Group en unos doscientos mil millones.
Ahora te estarás preguntando por qué un multimillonario de esa categoría se
molestaría en montar una estafa así para ganar una miserable calderilla de unos
cincuenta millones, ¿verdad?
—Bueno,
más bien por qué iba a arriesgarlo todo cometiendo un fraude tan obvio.
—No
sé si estoy de acuerdo en llamarlo obvio precisamente; la junta directiva del
CADI al completo, la gente de la banca, los interventores y los auditores del
gobierno y del Parlamento... Todos han aceptado el rendimiento de cuentas de
Wennerström.
—No
obstante, estamos hablando de una miseria.
—Cierto,
pero piensa que Wennerstroem Group es una de esas empresas inversoras que se
meten en todo tipo de negocios con los que se puede ganar un dinero rápido:
inmuebles, valores, opciones, divisas... you
name it. Wennerström se puso en contacto con el CADI en 1992, justo cuando
el mercado estaba a punto de hundirse. ¿Te acuerdas del otoño de 1992?
—¿Cómo
no me voy a acordar? Tenía un interés variable en mi hipoteca y el Banco de
Suecia lo subió al quinientos por ciento en octubre. Tuve que enfrentarme a un
interés del diecinueve por ciento durante un año.
—Bueno,
bueno; ¡qué tiempos aquéllos! —dijo Robert sonriendo—. Yo perdí una barbaridad
de dinero ese año. Y Hans-Erik Wennerström, como los demás actores del mercado,
tuvo que hacer frente al mismo problema. La empresa tenía miles de millones
invertidos a plazo fijo en valores de distintos tipos, pero una cantidad asombrosamente
reducida de dinero en efectivo. Ya no podían pedir prestadas más sumas
astronómicas. Lo normal en una situación así es vender inmuebles y lamerse las
heridas por la pérdida. Pero en 1992, de la noche a la mañana, nadie quiso
comprar ni una sola casa.
—Cash-flow
problem.
—Exacto.
Y Wennerström no fue el único con ese tipo de problemas. Todos los
empresarios...
—No
los llames empresarios; emplea otra palabra, porque llamándolos así estás
insultando a una categoría profesional seria.
—Vale,
de acuerdo: todos los especuladores bursátiles tenían, por aquel entonces, cash-flow problems... Míralo así:
Wennerström recibió sesenta millones de coronas. Devolvió seis, pero al cabo de
tres años. Los gastos de Minos no podían haber ascendido a mucho más de un
millón. Sólo los intereses de sesenta millones durante tres años suponen ya
bastante. Dependiendo de cómo lo hubiera invertido, podría haber doblado o
multiplicado por diez aquel dinero de la CADI. No es moco de pavo. Por cierto,
¡chinchín!
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