Me
quedo totalmente pálida, se me hiela la sangre y el miedo invade mi
cuerpo.
De forma instintiva me coloco entre ella y Christian.
—¿Qué
es eso? —murmura Christian, con recelo.
Yo
le ignoro. No puedo creer que Kate esté haciendo esto.
—¡Kate!
Esto no tiene nada que ver contigo.
La
fulmino con una mirada ponzoñosa, la ira ha reemplazado al miedo.
¿Cómo
se atreve a hacer esto? Ahora no, hoy no. En el cumpleaños de Christian, no.
Sorprendida
ante mi respuesta, ella abre de par en par sus ojos verdes y parpadea.
—¿Qué
es eso, Ana? —dice Christian otra vez, ahora en un tono más
amenazador.
—¿Podrías
marcharte, Christian, por favor? —le pido.
—No.
Enséñamelo.
Extiende
la mano, y sé que no es momento de discutirle; habla con dureza y
frialdad.
Le entrego el e-mail de mala gana.
—¿Qué
te ha hecho él? —pregunta Kate, sin hacer caso de Christian, y
parece
muy preocupada.
En
mi mente aparece una sucesión de multitud de imágenes eróticas, y me
ruborizo.
—Eso
no es asunto tuyo, Kate.
No
puedo evitar el tono de exasperación que tiene mi voz.
—¿De
dónde sacaste esto? —pregunta Christian con la cabeza ladeada e
inexpresivo,
pero en un tono bajo muy… amenazador.
Kate
se sonroja.
—Eso
es irrelevante. —Pero, al ver su mirada glacial, prosigue enseguida
—:
Estaba en el bolsillo de una americana, que supongo que es tuya, y que encontré
detrás
de la puerta del dormitorio de Ana.
La
firmeza de Kate se debilita un poco ante la abrasadora mirada gris de
Christian,
pero aparentemente se recupera y le clava la vista furiosa.
Con
su vestido ceñido de un rojo intenso, parece la hostilidad
personificada.
Está impresionante. Pero ¿qué demonios hacía rebuscando en mi ropa?
Normalmente
es al revés.
—¿Se
lo has contado a alguien?
Ahora
la voz de Christian es como un guante de seda.
—¡No!
Claro que no —replica Kate, ofendida.
Christian
asiente y parece relajarse. Se da la vuelta y se encamina hacia la
chimenea.
Kate y yo permanecemos calladas mientras vemos cómo coge un encendedor
de
la repisa, prende fuego al e-mail, lo suelta y deja que caiga flotando
lentamente en
llamas
sobre el suelo del hogar hasta quedar reducido a cenizas. El silencio en la
habitación
es opresivo.
—¿Ni
siquiera a Elliot? —le pregunto a Kate.
—A
nadie —afirma enfáticamente ella, que por primera vez parece dolida
y
desconcertada—. Yo solo quería saber si estabas bien, Ana —murmura.
—Estoy
bien, Kate. Más que bien. Por favor, Christian y yo estamos
estupendamente,
de verdad; eso es cosa del pasado. Por favor, ignóralo.
—¿Que
lo ignore? —dice—. ¿Cómo voy a ignorar esto? ¿Qué te ha hecho
él?
—pregunta, y sus ojos verdes están cargados de preocupación sincera.
—Él
no me ha hecho nada, Kate. En serio… estoy bien.
Ella
me mira, vacilante.
—¿De
verdad?
Christian
me pasa un brazo por la cintura y me estrecha contra él, sin
apartar
los ojos de Kate.
—Ana
ha aceptado ser mi mujer, Katherine —dice tranquilamente.
—¡Tu
mujer! —chilla Kate, y abre mucho los ojos, sin dar crédito.
—Vamos
a casarnos. Vamos a anunciar nuestro compromiso esta noche —
afirma
él.
—¡Oh!
—Kate me mira con la boca abierta. Está atónita—. ¿Te dejo sola
quince
días y vas a casarte? Esto muy precipitado. Así que ayer, cuando dije… —Me
mira,
estupefacta—. ¿Y cómo encaja este e-mail en todo esto?
—No
encaja, Kate. Olvídalo… por favor. Yo le quiero y él me quiere. No
arruines
su fiesta y nuestra noche. No lo hagas —susurro.
Ella
pestañea y de pronto sus ojos están brillantes por las lágrimas.
—No.
Claro que no. ¿Tú estás bien?
Quiere
que se lo asegure para quedarse tranquila.
—Soy
más feliz que en toda mi vida —murmuro.
Ella
se acerca y me coge la mano, haciendo caso omiso del brazo de
Christian
rodeando mi cintura.
—¿De
verdad estás bien? —pregunta esperanzada.
—Sí.
Le
sonrío de oreja a oreja, recuperada por fin mi alegría. Kate se relaja, y
su
sonrisa es un reflejo de mi felicidad. Me aparto de Christian, y ella me abraza
de
repente.
—Oh,
Ana… me quedé tan preocupada cuando leí esto. No sabía qué
pensar.
¿Me lo explicarás? —musita.
—Algún
día, ahora no.
—Bien.
Yo no se lo contaré a nadie. Te quiero mucho, Ana, como a una
hermana.
Es que pensé… no sabía qué pensar, perdona. Si tú eres feliz, yo también soy
feliz.
Mira
directamente a Christian y se disculpa otra vez. Él asiente, pero su
mirada
es glacial y su expresión permanece imperturbable. Oh, no, sigue enfadado.
—De
verdad que lo siento. Tienes razón, no es asunto mío —me dice al
oído.
Llaman
a la puerta, Kate se sobresalta y yo me aparto de ella. Grace asoma
la
cabeza.
—¿Todo
bien, cariño? —le pregunta a Christian.
—Todo
bien, señora Grey —salta Kate al instante.
—Estupendamente,
mamá —dice Christian.
—Bien.
—Grace entra—. Entonces no os importará que le dé a mi hijo un
abrazo
de cumpleaños.
Nos
sonríe a ambos. Él la estrecha con fuerza entre sus brazos y su gesto
inmediatamente
se suaviza.
—Feliz
cumpleaños, cariño —dice ella en voz baja, y cierra los ojos
fundida
en ese abrazo—. Estoy tan contenta de que no te haya pasado nada.
—Estoy
bien, mamá. —Christian le sonríe.
Ella
se echa hacia atrás, le examina fijamente y sonríe radiante.
—Me
alegro muchísimo por ti —dice, y le acaricia la cara.
Él
le devuelve una sonrisa… su entrañable sonrisa capaz de derretir el
corazón
más duro.
¡Ella
lo sabe! ¿Cuándo se lo ha dicho Christian?
—Bueno,
chicos, si ya habéis terminado vuestro tête-à-tête, aquí hay un
montón
de gente que quiere comprobar que realmente estás de una pieza, y desearte
feliz
cumpleaños, Christian.
—Ahora
mismo voy.
Grace
nos mira con cierta ansiedad a Kate y a mí, y al parecer nuestras
sonrisas
la tranquilizan. Me guiña el ojo y nos abre la puerta. Christian me tiende una
mano,
y yo la acepto.
—Christian,
perdóname, de verdad —dice Kate humildemente.
Kate
en plan humilde… es algo digno de ver. Christian la mira, asiente y
ambos
salimos detrás de ella.
Una
vez en el pasillo, miro de reojo a Christian.
—¿Tu
madre sabe lo nuestro? —pregunto con inquietud.
—Sí.
—Ah.
Y
pensar que la tenaz señorita Kavanagh podría haber arruinado nuestra
velada.
Me estremezco al pensar en las consecuencias que podría tener que el estilo de
vida
de Christian saliera a la luz.
—Bueno,
ha sido una forma interesante de empezar la noche.
Le
sonrío con dulzura. Él baja la mirada hacia mí, y aparece de nuevo su
mirada
irónica. Gracias a Dios.
—Tiene
usted el don de quedarse corta, señorita Steele. Como siempre. —
Se
lleva mi mano a los labios y me besa los nudillos, y entramos al salón, donde
somos
recibidos
con un aplauso súbito, espontáneo, ensordecedor.
Oh,
Dios. ¿Cuánta gente hay aquí?
Echo
un rápido vistazo a la sala: están todos los Grey, Ethan con Mia, el
doctor
Flynn y su esposa, supongo. También está Mac, el tipo del barco; un
afroamericano
alto y guapo —recuerdo haberle visto la primera vez que estuve en la
oficina
de Christian—; Lily, esa bruja amiga de Mia, dos mujeres a las que no conozco
de
nada, y… oh, no. Se me cae el alma a los pies. Esa mujer… la señora Robinson.
Aparece
Gretchen con una bandeja de champán. Lleva un vestido negro
escotado,
el pelo recogido en un moño alto en lugar de las coletas, y al ver a Christian
sus
pestañas aletean y se sonroja. El aplauso va apagándose y todas las miradas se
dirigen
expectantes hacia Christian, que me aprieta la mano.
—Gracias,
a todos. Creo que necesitaré una de estas.
Coge
dos copas de la bandeja de Gretchen y le dedica una sonrisa fugaz.
Tengo
la sensación de que Gretchen está a punto de desmayarse o de morirse. Christian
me
ofrece una copa.
Alza
la suya hacia el resto de la sala, e inmediatamente todos se acercan,
encabezados
por la diabólica mujer de negro. ¿Es que siempre viste del mismo color?
—Christian,
estaba preocupadísima.
Elena
le da un pequeño abrazo y le besa en ambas mejillas. Yo intento
soltarme
de su mano, pero él no me deja.
—Estoy
bien, Elena —musita Christian con frialdad.
—¿Por
qué no me has llamado? —inquiere ella desesperada, buscando su
mirada.
—He
estado muy ocupado.
—¿No
recibiste mis mensajes?
Christian
se remueve, incómodo, me rodea con un brazo y me estrecha hacia
él.
Sigue mirando a Elena con gesto impasible. Ella ya no puede seguir ignorándome,
y
me
saluda con un asentimiento cortés.
—Ana,
querida —dice ronroneante—. Estás encantadora.
—Elena
—respondo en el mismo tono—. Gracias.
Capto
una mirada de Grace, que frunce el ceño al vernos a los tres juntos.
—Tengo
que anunciar una cosa, Elena —le dice Christian con indiferencia.
A
ella se le enturbia la mirada.
—Por
supuesto.
Finge
una sonrisa y da un paso atrás.
—Escuchadme
todos —dice Christian.
Espera
un momento hasta que cesa el rumor de la sala, y todos vuelven a
centrar
sus miradas en él.
—Gracias
por haber venido. Debo decir que esperaba una tranquila cena
familiar,
de manera que esto es una sorpresa muy agradable.
Mira
fijamente a Mia, que sonríe radiante y le saluda discretamente.
Christian
mueve la cabeza con simulada exasperación y prosigue.
—A
Ros y a mí… —hace un gesto hacia la mujer pelirroja que está de pie
junto
a una rubia menuda y vivaz—… nos fue ayer de muy poco.
Ah,
es Ros, la mujer que trabaja con él. Ella sonríe y alza la copa hacia él.
—Así
que me hace especialmente feliz estar aquí hoy para compartir con
todos
vosotros una magnífica noticia. Esta preciosa mujer —baja la mirada hacia mí
—,
la señorita Anastasia Rose Steele, ha aceptado ser mi esposa, y quería que
todos
vosotros
fuerais los primeros en saberlo.
¡Se
produce una reacción de asombro general, vítores ocasionales, y luego
una
ronda de aplausos! Dios… esto está pasando realmente de verdad. Creo que me he
puesto
del color del vestido de Kate. Christian me coge la barbilla, alza mi boca
hasta
sus
labios y me da un beso fugaz.
—Pronto
serás mía.
—Ya
lo soy —susurro.
—Legalmente
—musita, y me sonríe con aire malicioso.
Lily,
que está al lado de Mia, parece alicaída; por la expresión que pone,
Gretchen
parece haberse tragado algo muy desagradable y amargo. Paseo la vista con
cierta
ansiedad entre la multitud congregada y localizo a Elena. Tiene la boca
abierta.
Está
atónita… horrorizada incluso, y al verla tan estupefacta, no puedo evitar una
intensa
satisfacción. Al fin y al cabo, ¿qué demonios estás haciendo aquí?
Carrick
y Grace interrumpen mis malévolos pensamientos, e
inmediatamente
todos los Grey empiezan a abrazarme y a besarme, uno detrás de otro.
—Oh,
Ana… estoy tan encantada de que vayas a formar parte de la familia
—dice
Grace muy emocionada—. El cambio que ha dado Christian… Ahora es…
feliz.
Te lo agradezco tanto.
Incómoda
ante tal efusividad, yo me sonrojo, pero en el fondo estoy muy
contenta.
—¿Dónde
está el anillo? —exclama Mia cuando me abraza.
—Eh…
¡El
anillo! Vaya. Ni siquiera había pensado en el anillo. Miro de reojo a
Christian.
—Lo
escogeremos juntos —dice Christian, fulminando a su hermana con la
mirada.
—¡Ay,
no me mires así, Grey! —le reprocha ella, y luego le abraza—.
Estoy
muy emocionada por ti, Christian —dice.
Ella
es la única persona a la que no intimida su expresión colérica. A mí me
hace
temblar… bueno, solía hacerlo.
—¿Cuándo
os casaréis? ¿Habéis fijado la fecha? —le pregunta radiante a
Christian.
Él
niega con la cabeza, con evidente exasperación.
—No
tengo ni idea, y no lo hemos decidido. Todavía tenemos que hablarlo
Ana
y yo —dice, irritado.
—Espero
que celebréis una gran boda… aquí.
Sonríe
con entusiasmo, sin hacer el menor caso del tono cáustico de su
hermano.
—Lo
más probable es que mañana nos escapemos a Las Vegas —le replica
él,
y recibe a cambio un mohín lastimero, típico de Mia Grey.
Christian
pone los ojos en blanco y se vuelve hacia Elliot, que le da su
segundo
gran abrazo en solo dos días.
—Así
se hace, hermano —dice palmeándole la espalda.
La
reacción de toda la sala es abrumadora, y pasan unos minutos hasta que
consigo
reunirme de nuevo con Christian, que se acerca ahora al doctor Flynn. Por lo
visto
Elena ha desaparecido, y Gretchen sigue sirviendo champán con gesto arisco.
Al
lado del doctor Flynn hay una joven muy atractiva, con una melena larga
y
oscura, casi azabache, un escote muy llamativo y unos ojos almendrados
preciosos.
—Christian
—dice Flynn tendiéndole la mano, y él la estrecha encantado.
—John.
Rhian.
Besa
a la mujer morena en la mejilla. Es menuda y muy linda.
—Estoy
encantado de que sigas entre nosotros, Christian. Mi mujer estaría
muy
apenada y aburrida, sin ti.
Christian
sonríe.
—¡John!
—le reprocha Rhian, ante el regocijo de Christian.
—Rhian,
esta es Anastasia, mi prometida. Ana, esta es la esposa de John.
—Encantada
de conocer a la mujer que finalmente ha conquistado el
corazón
de Christian —dice Rhian con amabilidad.
—Gracias
—musito yo, nuevamente apurada.
—Esta
sí que ha sido una buena bolea, Christian —comenta el doctor Flynn
meneando
la cabeza, como si no diera crédito. Christian frunce el ceño.
—Tú
y tus metáforas de críquet, John. —Rhian pone los ojos en blanco—.
Felicidades
a los dos, y feliz cumpleaños, Christian. Qué regalo tan maravilloso —me
dice
con una gran sonrisa.
No
tenía ni idea de que el doctor Flynn fuera a estar aquí, ni tampoco Elena.
Me
ha cogido desprevenida, y me devano los sesos pensando si tengo algo que
preguntarle
al doctor, aunque no creo que una fiesta de cumpleaños sea el lugar
adecuado
para una consulta psiquiátrica.
Charlamos
durante unos minutos. Rhian es un ama de casa con dos hijos
pequeños.
Deduzco que ella es la razón de que el doctor Flynn ejerza en Estados
Unidos.
—Ella
está bien, Christian, responde bien al tratamiento. Dentro de un par
de
semanas la incorporaremos a un programa para pacientes externos.
El
doctor Flynn y Christian están hablando en voz baja, pero no puedo
evitar
escucharles y desatender a Rhian con cierta descortesía.
—Y
ahora mismo vivo entre fiestas infantiles y pañales…
—Eso
debe de robarte mucho tiempo.
Me
sonrojo y me concentro nuevamente en Rhian, que ríe con amabilidad.
Sé
que Christian y Flynn están hablando de Leila.
—Pídele
una cosa de mi parte —murmura Christian.
—¿Y
tú a qué te dedicas, Anastasia?
—Ana,
por favor. Trabajo en una editorial.
Christian
y el doctor Flynn bajan más la voz; es muy frustrante. Pero se
callan
en cuanto se les acercan las dos mujeres a las que no conocía de antes: Ros y
Gwen,
la vivaz rubita a la que Christian presenta como la compañera de Ros.
Esta
es encantadora, y no tardo en descubrir que vive prácticamente
enfrente
del Escala. Se dedica a elogiar la destreza de Christian como piloto. Era la
primera
vez que volaba en el Charlie Tango, y dice que no dudaría en volver a
hacerlo.
Es una de las pocas mujeres que he conocido que no está fascinada por él…
bueno,
el motivo es obvio.
Gwen
es risueña y tiene un sentido del humor irónico, y Christian parece
extraordinariamente
cómodo con ambas. Las conoce bien. No hablan de trabajo, pero
me
doy cuenta de que Ros es una mujer inteligente que no tiene problemas para
seguirle
el ritmo. También posee una fantástica risa ronca de fumadora empedernida.
Grace
interrumpe nuestra placentera conversación para informar a todo el
mundo
de que en la cocina de los Grey están sirviendo el bufet en que consistirá la
cena.
Los invitados empiezan a dirigirse hacia la parte de atrás de la casa.
Mia
me para en el pasillo. Con su vestido de encaje rosa pálido y sus
altísimos
tacones, se planta frente a mí como un fantástico árbol navideño. Sostiene dos
copas
de cóctel.
—Ana
—sisea con complicidad.
Yo
miro de reojo a Christian, que me deja como diciendo «Que tengas
suerte,
yo no puedo con ella», y entramos juntas en el salón.
—Toma
—dice con aire travieso—. Es un martini de limón, especialidad
de
mi padre… mucho más bueno que el champán.
Me
ofrece una copa y me observa con ansiedad mientras doy un sorbo para
probarlo.
—Mmm…
delicioso. Aunque un poco fuerte.
¿Qué
pretende? ¿Intenta emborracharme?
—Ana,
necesito un consejo. Y no se lo puedo pedir a Lily: ella es muy
crítica
con todo. —Mia pone los ojos en blanco y luego me sonríe—. Tiene muchos
celos
de ti. Creo que esperaba que un día Christian y ella acabarían juntos.
Mia
se echa a reír ante tal absurdo, y yo tiemblo por dentro.
Eso
es algo con lo que tendré que lidiar durante mucho tiempo: que otras
mujeres
deseen a mi hombre. Aparto esa idea inoportuna de mi mente, y me evado
centrándome
en el tema que ahora nos ocupa. Bebo otro sorbo de martini.
—Intentaré
ayudarte. Adelante.
—Ya
sabes que Ethan y yo nos conocimos hace poco, gracias a ti.
Me
sonríe radiante.
—Sí.
¿Adónde
demonios quiere ir a parar?
—Ana…
él no quiere salir conmigo —confiesa con un mohín.
—Oh.
Parpadeo
extrañada, y pienso: A lo mejor él no está tan encaprichado
contigo.
—Mira,
no es exactamente así. Él no quiere salir conmigo porque su
hermana
está saliendo con mi hermano. ¿Sabes?, Ethan considera que todo esto es un
poco…
incestuoso. Pero yo sé que le gusto. ¿Qué puedo hacer?
—Ah,
ya entiendo —musito, intentando ganar algo de tiempo. ¿Qué puedo
decir?—.
¿No podéis plantearos ser amigos y daros un poco de tiempo? Quiero decir
que
acabas de conocerle.
Ella
arquea una ceja.
—Mira,
ya sé que yo acabo de conocer a Christian, pero… —Frunzo el
ceño
sin saber qué decir—. Mia, esto tenéis que solucionarlo Ethan y tú, juntos. Yo
lo
intentaría
por la vía de la amistad.
Mia
esboza una amplia sonrisa.
—Esa
mirada la has aprendido de Christian.
Me
ruborizo.
—Si
quieres un consejo, pregúntale a Kate. Ella debe de saber algo más
sobre
los sentimientos de su hermano.
—¿Tú
crees?
—Sí
—digo con una sonrisa alentadora.
—Fantástico.
Gracias, Ana.
Me
da otro abrazo y sale corriendo hacia la puerta con aire excitado —e
impresionante,
dados los tacones que lleva—, sin duda para ir a incordiar a Kate.
Bebo
otro sorbo de martini, y me dispongo a seguirla, cuando me paro en seco.
Elena
entra en la sala con paso muy decidido y expresión tensa y colérica.
Cierra
la puerta con cuidado y me dirige una mirada amenazadora.
Oh,
no.
—Ana
—dice con una sonrisa desdeñosa.
Ligeramente
mareada después de dos copas de champán y del cóctel letal
que
llevo en la mano, hago acopio de toda la serenidad de que dispongo. Tengo la
sensación
de que la sangre ha dejado de circular por mis venas, pero recurro tanto a mi
subconsciente
como a la diosa que llevo dentro para aparentar tanta tranquilidad e
indiferencia
como puedo.
—Elena
—digo con un hilo de voz, firme pese a la sequedad de mi boca.
¿Por
qué me trastorna tanto esta mujer? ¿Y ahora qué quiere?
—Te
daría mis felicitaciones más sinceras, pero me parece que no sería
apropiado.
Y
clava en mí sus penetrantes ojos azules, fríos y llenos de odio.
—Yo
no necesito ni deseo tus felicitaciones, Elena. Me sorprende y me
decepciona
que estés aquí.
Ella
arquea una ceja. Creo que parece impresionada.
—No
había pensado en ti como en una adversaria digna, Anastasia. Pero
siempre
me sorprendes.
—Yo
no he pensado en ti en absoluto —miento fríamente. Christian estaría
orgulloso—.
Y ahora, si me disculpas, tengo cosas mucho mejores que hacer en lugar
de
perder el tiempo contigo.
—No
tan deprisa, niñita —sisea, y se apoya en la puerta para bloquearme
el
paso—. ¿Qué demonios te crees que haces aceptando casarte con Christian? Si has
pensado
durante un minuto siquiera que puedes hacerle feliz, estás muy equivocada.
—Lo
que yo haya consentido hacer o no con Christian no es problema tuyo.
Sonrío
dulcemente con sarcasmo. Ella me ignora.
—Él
tiene necesidades… necesidades que tú no puedes satisfacer en lo más
mínimo
—replica con arrogancia.
—¿Qué
sabes tú de sus necesidades? —replico. Una sensación de
indignación
arde en mis entrañas y una descarga de adrenalina recorre mi cuerpo.
¿Cómo
se atreve esta bruja asquerosa a sermonearme?—. No eres más que una
pederasta
enfermiza, y si de mí dependiera te arrojaría al séptimo círculo del infierno y
me
marcharía tranquilamente. Ahora apártate… ¿o voy a tener que obligarte?
—Estás
cometiendo un grave error en este asunto. —Agita frente a mí un
largo
y esbelto dedo con una manicura perfecta—. ¿Cómo te atreves a juzgar nuestro
estilo
de vida? Tú no sabes nada, y no tienes ni idea de dónde te estás metiendo. Y si
crees
que él será feliz con una insulsa cazafortunas como tú…
¡Ya
basta! Le tiro a la cara el resto del martini de limón, dejándola
empapada.
—¡No
te atrevas a decirme tú dónde me estoy metiendo! —le grito—.
¿Cuándo
aprenderás que eso no es asunto tuyo?
Me
mira horrorizada con la boca abierta y se limpia la bebida pegajosa de
la
cara. Creo que está a punto de abalanzarse sobre mí, pero de pronto se queda
paralizada
cuando se abre la puerta.
Christian
aparece en el umbral. Tarda una fracción de segundo en hacerse
cargo
de la situación: yo, pálida y temblorosa; ella, empapada y lívida. Su hermoso
rostro
se ensombrece, crispado por la rabia, y se coloca entre ambas.
—¿Qué
coño estás haciendo, Elena? —dice en un tono glacial y
amenazador.
Ella
levanta la vista hacia él y parpadea.
—Ella
no es buena para ti, Christian —susurra.
—¿Qué?
—grita él, y ambas nos sobresaltamos.
No
le veo la cara, pero todo su cuerpo está tenso e irradia animosidad.
—¿Tú
cómo coño sabes lo que es bueno para mí?
—Tú
tienes necesidades, Christian —dice ella en un tono más suave.
—Ya
te lo he dicho: esto no es asunto tuyo, joder —ruge.
Oh,
no… El furioso Christian ha asomado su no tan espantoso rostro. Va a
oírle
todo el mundo.
—¿De
qué va esto? —Christian se queda callado un momento, fulminándola
con
la mirada—. ¿Piensas que eres tú? ¿Tú? ¿Crees que tú eres la persona adecuada
para
mí? —dice en un tono más bajo, pero impregnado de desdén, y de pronto siento
deseos
de marcharme de aquí. No quiero presenciar este enfrentamiento íntimo. Pero
estoy
paralizada: mis extremidades se niegan a moverse.
Elena
traga saliva y parece como si se obligara a erguirse. Su postura
cambia
de forma sutil y se convierte en autoritaria. Da un paso hacia él.
—Yo
fui lo mejor que te pasó en la vida —masculla con arrogancia—.
Mírate
ahora. Uno de los empresarios más ricos y triunfadores de Estados Unidos,
equilibrado,
emprendedor… Tú no necesitas nada. Eres el amo de tu mundo.
Él
retrocede como si le hubieran golpeado, y la mira atónito y enfurecido.
—Aquello
te encantaba, Christian, no intentes engañarte a ti mismo. Tenías
una
tendencia autodestructiva de la cual te salvé yo, te salvé de acabar en la
cárcel.
Créeme,
nene, hubieras acabado allí. Yo te enseñé todo lo que sabes, todo lo que
necesitas.
Christian
se pone pálido, mirándola horrorizado, y cuando habla lo hace
con
voz queda y escéptica.
—Tú
me enseñaste a follar, Elena. Pero eso es algo vacío, como tú. No me
extraña
que Linc te dejara.
Yo
siento cómo la bilis me sube por la garganta. No debería estar aquí.
Pero
estoy petrificada, morbosamente fascinada, mientras ellos se destrozan el uno
al
otro.
—Tú
nunca me abrazaste —susurra Christian—. No me dijiste que me
querías,
ni una sola vez.
Ella
entorna los ojos.
—El
amor es para los idiotas, Christian.
—Fuera
de mi casa.
La
voz furiosa e implacable de Grace nos sobresalta a todos. Los tres
volvemos
rápidamente la cabeza hacia ella, de pie en el umbral de la sala. Está
mirando
fijamente a Elena, que palidece bajo su bronceado de Saint-Tropez.
El
tiempo se detiene mientras todos contenemos la respiración. Grace
irrumpe
muy decidida en la habitación, sin apartar su ardiente y colérica mirada de
Elena,
hasta plantarse frente a ella. Elena abre los ojos, alarmada, y Grace le
propina
un
fuerte bofetón en la cara, cuyo impacto resuena en las paredes del comedor.
—¡Quita
tus asquerosas zarpas de mi hijo, puta, y sal de mi casa… ahora!
—masculla
con los dientes apretados.
Elena
se toca la mejilla enrojecida, y parpadea horrorizada y atónita
mirando
a Grace. Luego abandona corriendo la sala, sin molestarse siquiera en cerrar
la
puerta.
Grace
se vuelve despacio hacia Christian, y un tenso silencio cae como un
manto
de espesa niebla sobre la habitación mientras madre e hijo se miran fijamente.
Al
cabo de un momento, Grace dice:
—Ana,
antes de entregarte a mi hijo, ¿te importaría dejarme unos minutos a
solas
con él? —articula en voz baja y ronca, pero llena de fuerza.
—Por
supuesto —susurro, y me apresuro a salir observando de reojo por
encima
del hombro.
Pero
ninguno de los dos se vuelve hacia mí cuando abandono la sala.
Siguen
mirándose fijamente, comunicándose sin palabras de un modo atronador.
Llego
al pasillo y me siento perdida un momento. Mi corazón retumba y la
sangre
hierve en mis venas… Me siento aterrada y débil. Dios santo, eso es algo
realmente
grave, y ahora Grace lo sabe. No me imagino qué le dirá a Christian, y
aunque
sé que no está bien, me apoyo en la puerta para intentar oírles.
—¿Cuánto
duró, Christian?
Grace
habla en voz baja. Apenas la oigo.
No
oigo lo que responde él.
—¿Cuántos
años tenías? —Ahora el tono es más insistente—. Dime.
¿Cuántos
años tenías cuando empezó todo esto?
Tampoco
ahora oigo a Christian.
—¿Va
todo bien, Ana? —me interrumpe Ros.
—Sí.
Bien. Gracias, yo…
Ros
sonríe.
—Yo
estoy buscando mi bolso. Necesito un cigarrillo.
Y,
por un instante, contemplo la posibilidad de ir a fumar con ella.
—Yo
voy al baño.
Necesito
aclararme la mente y las ideas, procesar lo que acabo de
presenciar
y oír. Creo que el piso de arriba es el sitio donde es más probable que
pueda
estar sola. Veo que Ros entra en la salita, y entonces subo las escaleras de
dos
en
dos hasta el segundo piso, y luego hasta el tercero. Es el único sitio donde
quiero
estar.
Abro
la puerta del dormitorio de infancia de Christian, entro y cierro
tragando
saliva. Me acerco a su cama y me dejo caer, tumbada mirando el blanco
techo.
Santo
cielo. Este debe ser, sin ninguna duda, uno de los enfrentamientos
más
terribles de los que he sido testigo, y ahora estoy aturdida. Mi prometido y su
ex
amante…
algo que ninguna futura esposa debería presenciar. Eso está claro, pero en
parte
me alegra que ella haya mostrado su auténtico yo, y de haber sido testigo de ello.
Mis
pensamientos se dirigen hacia Grace. Pobre mujer, tener que escuchar
todo
eso de su hijo. Me abrazo a una de las almohadas de Christian. Ella ha oído que
Christian
y Elena tuvieron una aventura… pero no la naturaleza de la misma. Gracias a
Dios.
Suelto un gemido.
¿Qué
estoy haciendo? Quizá esa bruja diabólica tuviera parte de razón.
No,
me niego a creer eso. Ella es tan fría y cruel. Sacudo la cabeza. Se
equivoca.
Yo soy buena para Christian. Yo soy lo que necesita. Y, en un momento de
extraordinaria
clarividencia, no me planteo «cómo» ha vivido él su vida hasta hace
poco…
sino «por qué». Sus motivos para hacer lo que les ha hecho a innumerables
chicas…
ni siquiera quiero saber cuántas. El cómo no es el problema. Todas eran
adultas.
Todas fueron —¿cómo lo expresó el doctor Flynn?— relaciones seguras y
consentidas
de mutuo acuerdo. Es el porqué. El porqué es lo que está mal. El porqué
surge
de la profunda oscuridad de sus orígenes.
Cierro
los ojos y me los cubro con el brazo. Pero ahora él ha superado eso,
lo
ha dejado atrás, y ambos hemos salido a la luz. Yo estoy deslumbrada con él, y
él
conmigo.
Podemos guiarnos mutuamente. Y en ese momento se me ocurre una idea.
¡Maldita
sea! Una idea insidiosa y persistente, y estoy justo en el sitio donde puedo
enterrar
para siempre ese fantasma. Me siento en la cama. Sí, debo hacerlo.
Me
pongo de pie tambaleante, me quito los zapatos, y observo el panel de
corcho
de encima del escritorio. Todas las fotos de Christian de niño siguen ahí; y,
al
pensar
en el espectáculo que acabo de presenciar entre él y la señora Robinson, me
conmueven
más que nunca. Y ahí en una esquina está esa pequeña foto en blanco y
negro:
la de su madre, la puta adicta al crack.
Enciendo
la lámpara de la mesilla y enfoco la luz hacia esa fotografía. Ni
siquiera
sé cómo se llamaba. Se parece mucho a él, pero más joven y más triste, y lo
único
que siento al ver su afligida expresión es lástima. Intento encontrar
similitudes
entre
su cara y la mía. Observo la foto con los ojos entornados y me acerco mucho,
muchísimo,
pero no veo ninguna. Excepto el pelo quizá, aunque creo que ella lo tenía
más
claro. No me parezco a ella en absoluto. Y es un alivio.
Mi
subconsciente chasquea la lengua y me mira por encima de sus gafas de
media
luna con los brazos cruzados. ¿Por qué te torturas a ti misma? Ya has dicho que
sí.
Ya has decidido tu destino. Yo le respondo frunciendo los labios: Sí, lo he
hecho, y
estoy
encantada. Quiero pasar el resto de mi vida tumbada en esta cama con Christian.
La
diosa que llevo dentro, sentada en posición de loto, sonríe serena. Sí, he
tomado la
decisión
adecuada.
Tengo
que ir a buscar a Christian; estará preocupado. No tengo ni idea de
cuánto
rato he estado en esta habitación; creerá que he huido. Al pensar en su
reacción
exagerada,
pongo los ojos en blanco. Espero que Grace y él hayan terminado de hablar.
Me
estremezco al pensar qué más debe de haberle dicho ella.
Me
encuentro a Christian subiendo las escaleras del segundo piso,
buscándome.
Su rostro refleja tensión y cansancio; no es el Christian feliz y
despreocupado
con el que llegué. Me quedo en el rellano y él se para en el último
escalón,
de manera que quedamos al mismo nivel.
—Hola
—dice con cautela.
—Hola
—contesto en idéntico tono.
—Estaba
preocupado…
—Lo
sé —le interrumpo—. Perdona… no era capaz de sumarme a la fiesta.
Necesitaba
apartarme, ¿sabes? Para pensar.
Alargo
la mano y le acaricio la cara. Él cierra los ojos y la apoya contra mi
palma.
—¿Y
se te ocurrió hacerlo en mi dormitorio?
—Sí.
Me
coge la mano, me atrae hacia él y yo me dejo caer en sus brazos, mi
lugar
preferido en todo el mundo. Huele a ropa limpia, a gel de baño y a Christian,
el
aroma
más tranquilizador y excitante que existe. Él inspira, pegado a mi cabello.
—Lamento
que hayas tenido que pasar por todo eso.
—No
es culpa tuya, Christian. ¿Por qué ha venido ella?
Baja
la vista hacia mí y sus labios se curvan en un gesto de disculpa.
—Es
amiga de la familia.
Yo
intento mantenerme impasible.
—Ya
no. ¿Cómo está tu madre?
—Ahora
mismo está bastante enfadada conmigo. Sinceramente, estoy
encantado
de que tú estés aquí y de que esto sea una fiesta. De no ser así, puede que me
hubiera
matado.
—¿Tan
enojada está?
Él
asiente muy serio, y me doy cuenta de que está desconcertado por la
reacción
de ella.
—¿Y
la culpas por eso? —digo en tono suave y cariñoso.
Él
me abraza fuerte y parece indeciso, como si tratara de ordenar sus
pensamientos.
Finalmente
responde:
—No.
¡Uau!
Menudo avance.
—¿Nos
sentamos? —pregunto.
—Claro.
¿Aquí?
Asiento
y nos acomodamos en lo alto de la escalera.
—¿Y
tú qué sientes? —pregunto ansiosa, apretándole la mano y observando
su
cara triste y seria.
Él
suspira.
—Me
siento liberado.
Se
encoge de hombros, y luego sonríe radiante, con una sonrisa gloriosa y
despreocupada
al más puro estilo Christian, y el cansancio y la tensión presentes hace
un
momento se desvanecen.
—¿De
verdad?
Yo
le devuelvo la sonrisa. Uau, bajaría a los infiernos por esa sonrisa.
—Nuestra
relación de negocios ha terminado.
Le
miro con el ceño fruncido.
—¿Vas
a cerrar la cadena de salones de belleza?
Suelta
un pequeño resoplido.
—No
soy tan vengativo, Anastasia —me reprende—. No, le regalaré el
negocio.
Se lo debo. El lunes hablaré con mi abogado.
Yo
arqueo una ceja.
—¿Se
acabó la señora Robinson?
Adopta
una expresión irónica y menea la cabeza.
—Para
siempre.
Yo
sonrío radiante.
—Siento
que hayas perdido una amiga.
Se
encoge de hombros y luego esboza un amago de sonrisa.
—¿De
verdad lo sientes?
—No
—confieso, ruborizada.
—Ven.
—Se levanta y me ofrece una mano—. Unámonos a esa fiesta en
nuestro
honor. Incluso puede que me emborrache.
—¿Tú
te emborrachas? —le pregunto, y le doy la mano.
—No,
desde mis tiempos de adolescente salvaje.
Bajamos
la escalera.
—¿Has
comido? —pregunta.
Oh,
Dios.
—No.
—Pues
deberías. A juzgar por el olor y el aspecto que tenía Elena, lo que le
tiraste
era uno de esos combinados mortales de mi padre.
Me
observa e intenta sin éxito disimular su gesto risueño.
—Christian,
yo…
Levanta
una mano.
—No
discutamos, Anastasia. Si vas a beber, y a tirarles copas encima a mis
ex,
antes tienes que comer. Es la norma número uno. Creo que ya tuvimos esta
conversación
después de la primera noche que pasamos juntos.
Oh,
sí. El Heathman.
Cuando
llegamos al pasillo, se detiene y me acaricia la cara, deslizando los
dedos
por mi mandíbula.
—Estuve
despierto durante horas, contemplando cómo dormías —murmura
—.
Puede que ya te amara entonces.
Oh.
Se
inclina y me besa con dulzura, y yo me derrito por dentro, y toda la
tensión
de la última hora se disipa lánguidamente de mi cuerpo.
—Come
—susurra.
—Vale
—accedo, porque en este momento haría cualquier cosa por él.
Me
da la mano y me conduce hacia la cocina, donde la fiesta está en pleno
auge.
*
* *
—Buenas
noches, John, Rhian.
—Felicidades
otra vez, Ana. Seréis muy felices juntos.
El
doctor Flynn nos sonríe con afecto cuando, cogidos del brazo, nos
despedimos
de él y de Rhian en el vestíbulo.
—Buenas
noches.
Christian
cierra la puerta, sacude la cabeza, y me mira de repente con unos
ojos
brillantes por la emoción.
¿Qué
se propone?
—Solo
queda la familia. Me parece que mi madre ha bebido demasiado.
Grace
está cantando con una consola de karaoke en la sala familiar. Kate y
Mia
no paran de animarla.
—¿Y
la culpas por ello?
Le
sonrío con complicidad, intentando mantener el buen ambiente entre
ambos.
Con éxito.
—¿Se
está riendo de mí, señorita Steele?
—Así
es.
—Un
día memorable.
—Christian,
últimamente todos los días que paso contigo son memorables
—digo
en tono mordaz.
—Buena
puntualización, señorita Steele. Ven, quiero enseñarte una cosa.
Me
da la mano y me conduce a través de la casa hasta la cocina, donde
Carrick,
Ethan y Elliot hablan de los Mariners, beben los últimos cócteles y comen los
restos
del festín.
—¿Vais
a dar un paseo? —insinúa Elliot burlón cuando cruzamos las
puertas
acristaladas.
Christian
no le hace caso. Carrick le pone mala cara a Elliot, moviendo la
cabeza
con un mudo reproche.
Mientras
subimos los escalones hasta el jardín, me quito los zapatos. La
media
luna brilla resplandeciente sobre la bahía. Reluce intensamente, proyectando
infinitas
sombras y matices de gris a nuestro alrededor, mientras las luces de Seattle
centellean
a lo lejos. La casita del embarcadero está iluminada, como un faro que
refulge
suavemente bajo el frío halo de la luna.
—Christian,
mañana me gustaría ir a la iglesia.
—¿Ah?
—Recé
para que volvieras a casa con vida, y así ha sido. Es lo mínimo que
puedo
hacer.
—De
acuerdo.
Deambulamos
de la mano durante un rato, envueltos en un silencio
relajante.
Y entonces se me ocurre preguntarle:
—¿Dónde
vas a poner las fotos que me hizo José?
—Pensé
que podríamos colgarlas en la casa nueva.
—¿La
has comprado?
Se
detiene para mirarme fijamente, y dice en un tono lleno de preocupación:
—Sí,
creí que te gustaba.
—Me
gusta. ¿Cuándo la has comprado?
—Ayer
por la mañana. Ahora tenemos que decidir qué hacer con ella —
murmura
aliviado.
—No
la eches abajo. Por favor. Es una casa preciosa. Solo necesita que la
cuiden
con amor y cariño.
Christian
me mira y sonríe.
—De
acuerdo. Hablaré con Elliot. Él conoce a una arquitecta muy buena
que
me hizo unas obras en Aspen. Él puede encargarse de la reforma.
De
pronto me quedo sin aliento, recordando la última vez que cruzamos el
jardín
bajo la luz de la luna en dirección a la casita del embarcadero. Oh, quizá sea
allí
adonde
vamos ahora. Sonrío.
—¿Qué
pasa?
—Me
estaba acordando de la última vez que me llevaste a la casita del
embarcadero.
A
Christian se le escapa la risa.
—Oh,
aquello fue muy divertido. De hecho…
Y
de repente se me carga al hombro, y yo chillo, aunque no creo que
vayamos
demasiado lejos.
—Estabas
muy enfadado, si no recuerdo mal —digo jadeante.
—Anastasia,
yo siempre estoy muy enfadado.
—No,
no es verdad.
Él
me da un cachete en el trasero y se detiene frente a la puerta de madera.
Me
baja deslizándome por su cuerpo hasta dejarme en el suelo, y me coge la cabeza
entre
las manos.
—No,
ya no.
Se
inclina y me besa con fuerza. Cuando se aparta, me falta el aire y el
deseo
domina mi cuerpo.
Baja
los ojos hacia mí, y el resplandor luminoso que sale de la casita del
embarcadero
me permite ver que está ansioso. Mi hombre ansioso, no un caballero
blanco
ni oscuro, sino un hombre: un hombre hermoso y ya no tan destrozado al que
amo.
Levanto la mano y le acaricio la cara. Deslizo los dedos sobre sus patillas y
por
la
mandíbula hasta el mentón, y dejo que mi dedo índice le acaricie los labios. Él
se
relaja.
—Tengo
que enseñarte una cosa aquí dentro —murmura, y abre la puerta.
La
cruda luz de los fluorescentes ilumina la impresionante lancha motora,
que
se mece suavemente en las aguas oscuras del muelle. A su lado se ve un pequeño
bote
de remos.
—Ven.
Christian
toma mi mano y me conduce por los escalones de madera. Al
llegar
arriba, abre la puerta y se aparta para dejarme entrar.
Me
quedo con la boca abierta. La buhardilla está irreconocible. La
habitación
está llena de flores… hay flores por todas partes. Alguien ha creado un
maravilloso
emparrado de preciosas flores silvestres, entremezcladas con
centelleantes
luces navideñas y farolillos que inundan la habitación de un fulgor pálido
y
tenue.
Vuelvo
la cara para mirarle, y él me está observando con una expresión
inescrutable.
Se encoge de hombros.
—Querías
flores y corazones —murmura.
Apenas
puedo creer lo que estoy viendo.
—Mi
corazón ya lo tienes. —Y hace un gesto abarcando la habitación.
—Y
aquí están las flores —susurro, terminando la frase por él—. Christian,
es
precioso.
No
se me ocurre qué más decir. Tengo un nudo en la garganta y las lágrimas
inundan
mis ojos.
Tirando
suavemente de mi mano me hace entrar y, antes de que pueda
darme
cuenta, le tengo frente a mí con una rodilla hincada en el suelo. ¡Dios santo…
esto
sí que no me lo esperaba! Me quedo sin respiración.
Él
saca un anillo del bolsillo interior de la chaqueta y levanta sus ojos
grises
hacia mí, brillantes, sinceros y cargados de emoción.
—Anastasia
Steele. Te quiero. Quiero amarte, honrarte y protegerte durante
el
resto de mi vida. Sé mía. Para siempre. Comparte tu vida conmigo. Cásate
conmigo.
Le
miro parpadeando, y las lágrimas empiezan a resbalar por mis mejillas.
Mi
Cincuenta, mi hombre. Le quiero tanto. Me invade una inmensa oleada de emoción,
y
lo único que soy capaz de decir es:
—Sí.
Él
sonríe, aliviado, y desliza lentamente el anillo en mi dedo. Es un
precioso
diamante ovalado sobre un aro de platino. Uau, es grande… Grande, pero
simple,
deslumbrante en su simplicidad.
—Oh,
Christian —sollozo, abrumada de pronto por tanta felicidad.
Me
arrodillo a su lado, hundo las manos en su cabello y le beso. Le beso
con
todo mi corazón y mi alma. Beso a este hombre hermoso que me quiere tanto como
yo
le quiero a él; y él me envuelve en sus brazos, y pone las manos sobre mi pelo
y la
boca
sobre mis labios. Y en el fondo de mi ser sé que siempre seré suya, y que él
siempre
será mío. Juntos hemos llegado muy lejos, y tenemos que llegar aún más lejos,
pero
estamos hechos el uno para el otro. Estamos predestinados.
*
* *
Da
una calada y la punta del cigarrillo brilla en la oscuridad. Expulsa una
gran
bocanada de humo, que termina en dos anillos que se disipan ante él, pálidos y
espectrales
bajo la luz de la luna. Se remueve en el asiento, aburrido, y bebe un
pequeño
sorbo de bourbon barato de una botella envuelta en un papel marrón arrugado,
que
luego vuelve a colocarse entre los muslos.
Es
increíble que aún le siga la pista. Tuerce la boca en una mueca
sardónica.
Lo del helicóptero ha sido una acción temeraria y precipitada. Una de las
cosas
más excitantes que ha hecho en toda su vida. Pero ha sido en vano. Pone los
ojos
en
blanco con expresión irónica. ¿Quién habría pensado que ese hijo de puta sabría
pilotar
tan bien, el muy cabrón?
Suelta
un gruñido.
Le
han infravalorado. Si Grey creyó por un momento que se retiraría
gimoteante
y con el rabo entre las piernas, es que ese capullo no se entera de nada.
Le
ha pasado lo mismo durante toda la vida. La gente le ha infravalorado
constantemente:
no es más que un hombre que lee libros. ¡Y una mierda! Es un hombre
que
lee libros, y que además tiene una memoria fotográfica. Ah, las cosas de las
que se
ha
enterado, las cosas que sabe. Gruñe otra vez. Sí, sobre ti, Grey. Las cosas que
sé
sobre
ti.
No
está mal para ser un chico de los bajos fondos de Detroit.
No
está mal para ser un chico que obtuvo una beca para Princeton.
No
está mal para ser un chico que se deslomó trabajando durante la
universidad
y al final consiguió entrar en el mundo editorial.
Y
ahora todo eso se ha jodido, se ha ido al garete por culpa de Grey y su
putita.
Frunce el ceño mientras observa la casa, como si representara todo lo que él
desprecia.
Pero no ha pasado nada. El único acontecimiento destacable ha sido esa
mujer
de la melenita rubia corta que ha bajado por el sendero hecha un mar de
lágrimas,
se ha subido al CLK blanco y se ha marchado.
Suelta
una risita amarga y hace una mueca de dolor. Joder, las costillas.
Todavía
le duelen por culpa de las patadas que le dio el esbirro de Grey.
Revive
la escena en su mente. «Si vuelves a tocar a la señorita Steele, te
mato.»
Ese
hijo de perra también recibirá lo suyo. Sí, no sabe lo que le espera.
Se
reclina otra vez en el asiento. Parece que la noche va a ser larga. Se
quedará,
vigilando y esperando. Da otra calada al Marlboro. Ya llegará su
Me gusto mucho, encuentro cierto parecido con el ff Al limite del caos. Puede ser ?
ResponderEliminarno entiendo¡¡¡ de quien se trata??
ResponderEliminarEs Jack el ex jefe de Anastasia.
EliminarEs Jack el ex jefe de Anastasia.
Eliminar