Poco a poco el
mundo exterior invade mis sentidos y, madre mía, menuda invasión. Floto, con
las extremidades desmadejadas y lánguidas, completamente exhausta. Estoy
tumbada encima de él, con la cabeza en su pecho, y huele de maravilla: a ropa
limpia y fresca y a algún gel corporal caro, y al mejor y más seductor aroma
del planeta… a Christian. No quiero moverme, quiero respirar ese elixir
eternamente. Lo acaricio con la nariz y pienso que ojalá no tuviera el
obstáculo de su camiseta. Mientras el resto de mi cuerpo recobra la cordura,
extiendo la mano sobre su pecho. Es la primera vez que se lo toco. Tiene un
pecho firme, fuerte. De pronto levanta la mano y me agarra la mía, pero suaviza
el efecto llevándosela a la boca y besándome con ternura los nudillos. Luego se
revuelve y se me pone encima, de forma que ahora me mira desde arriba.
—No —murmura,
y me besa suavemente.
—¿Por qué no
te gusta que te toquen? —susurro, contemplando desde abajo sus ojos grises.
—Porque estoy
muy jodido, Anastasia. Tengo muchas más sombras que luces. Cincuenta sombras
más.
Ah… Su
sinceridad me desarma por completo. Lo miro extrañada.
—Tuve una
introducción a la vida muy dura. No quiero aburrirte con los detalles. No lo
hagas y ya está.
Frota su nariz
con la mía, luego sale de mí y se incorpora.
—Creo que ya
hemos cubierto lo más esencial. ¿Qué tal ha ido?
Parece
plenamente satisfecho de sí mismo y suena muy pragmático a la vez, como si
acabara de poner una marca en una lista de objetivos. Aún estoy aturdida con el
comentario sobre la «introducción a la vida muy dura». Resulta tan frustrante…
Me muero por saber más, pero no me lo va a contar. Ladeo la cabeza, como él, y
hago un esfuerzo inmenso por sonreírle.
—Si piensas
que he llegado a creerme que me cedías el control es que no has tenido en
cuenta mi nota media. —Le sonrío tímidamente—. Pero gracias por dejar que me
hiciera ilusiones.
—Señorita
Steele, no es usted solo una cara bonita. Ha tenido seis orgasmos hasta la
fecha y los seis me pertenecen —presume, de nuevo juguetón.
Me sonrojo y
me asombro a la vez, mientras él me mira desde arriba. Frunce el ceño.
—¿Tienes algo
que contarme? —me dice de pronto muy serio.
Lo miro
ceñuda. Mierda.
—He soñado
algo esta mañana.
—¿Ah, sí?
Me mira
furioso.
Mierda,
mierda. ¿A que ya la he liado?
—Me he corrido
en sueños.
—¿En sueños?
—Y me he
despertado.
—Apuesto a que
sí. ¿Qué soñabas?
Mierda.
—Contigo.
—¿Y qué hacía
yo?
Me vuelvo a
tapar los ojos con el brazo y, como si fuera una niña pequeña, acaricio por un
instante la fantasía de que, si yo no lo veo, él a mí tampoco.
—Anastasia,
¿qué hacía yo? No te lo voy a volver a preguntar.
—Tenías una
fusta.
Me aparta el
brazo.
—¿En serio?
—Sí.
Estoy muy
colorada.
—Vaya, aún me
queda esperanza contigo —murmura—. Tengo varias fustas.
—¿Marrón, de
cuero trenzado?
Ríe.
—No, pero
seguro que puedo hacerme con una.
Se inclina
hacia delante, me da un beso breve, se pone de pie y coge sus boxers. Oh, no…
se va. Miro rápidamente la hora: son solo las diez menos veinte. Salgo también
escopeteada de la cama y cojo mis pantalones de chándal y mi camiseta de
tirantes, y luego me siento en la cama, con las piernas cruzadas, observándolo.
No quiero que se vaya. ¿Qué puedo hacer?
—¿Cuándo te
toca la regla? —interrumpe mis pensamientos.
¿Qué?
—Me revienta
ponerme estas cosas —protesta, sosteniendo en alto el condón.
Lo deja en el
suelo y se pone los vaqueros.
—¿Eh? —dice al
ver que no respondo, y me mira expectante, como si esperara mi opinión sobre el
tiempo.
Madre mía, eso
es algo tan personal…
—La semana que
viene.
Me miro las
manos.
—Vas a tener
que buscarte algún anticonceptivo.
Qué mandón es.
Lo miro trastornada. Se sienta en la cama para ponerse los calcetines y los
zapatos.
—¿Tienes
médico?
Niego con la
cabeza. Ya estamos otra vez con las fusiones y adquisiciones, otro cambio de
humor de ciento ochenta grados.
Frunce el
ceño.
—Puedo pedirle
a la mía que pase a verte por tu piso. El domingo por la mañana, antes de que
vengas a verme tú. O le puedo pedir que te visite en mi casa, ¿qué prefieres?
Sin agobios,
¿no? Otra cosa que me va a pagar… claro que esto es por él.
—En tu casa.
Así me aseguro
de que lo veré el domingo.
—Vale. Ya te
diré a qué hora.
—¿Te vas?
No te vayas…
Quédate conmigo, por favor.
—Sí.
¿Por qué?
—¿Cómo vas a
volver? —le susurro.
—Taylor viene
a recogerme.
—Te puedo
llevar yo. Tengo un coche nuevo precioso.
Me mira con
expresión tierna.
—Eso ya me
gusta más, pero me parece que has bebido demasiado.
—¿Me has
achispado a propósito?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque les
das demasiadas vueltas a las cosas y te veo tan reticente como a tu padrastro.
Con una gota de alcohol ya estás hablando por los codos, y yo necesito que seas
sincera conmigo. De lo contrario, te cierras como una ostra y no tengo ni idea
de lo que piensas. In vino veritas, Anastasia.
—¿Y crees que
tú eres siempre sincero conmigo?
—Me esfuerzo
por serlo. —Me mira con recelo—. Esto solo saldrá bien si somos sinceros el uno
con el otro.
—Quiero que te
quedes y uses esto.
Sostengo en
alto el segundo condón.
Me sonríe
divertido y le brillan los ojos.
—Anastasia,
esta noche me he pasado mucho de la raya. Tengo que irme. Te veo el domingo.
Tendré listo el contrato revisado y entonces podremos empezar a jugar de
verdad.
—¿A jugar?
Dios mío. Se
me sube el corazón a la boca.
—Me gustaría
tener una sesión contigo, pero no lo haré hasta que hayas firmado, para
asegurarme de que estás lista.
—Ah. ¿O sea
que podría alargar esto si no firmo?
Me mira
pensativo, luego se dibuja una sonrisa en sus labios.
—Supongo que
sí, pero igual reviento de la tensión.
—¿Reventar?
¿Cómo?
La diosa que
llevo dentro ha despertado y escucha atenta.
Asiente
despacio y sonríe, provocador.
—La cosa
podría ponerse muy fea.
Su sonrisa es
contagiosa.
—¿Cómo… fea?
—Ah, ya sabes,
explosiones, persecuciones en coche, secuestro, cárcel…
—¿Me vas a
secuestrar?
—Desde luego
—afirma sonriendo.
—¿A retenerme
en contra de mi voluntad?
Madre mía,
cómo me pone esto.
—Por supuesto.
—Asiente con la cabeza—. Y luego viene el IPA 24/7.
—Me he perdido
—digo con el corazón retumbando en el pecho.
¿Lo dirá en
serio?
—Intercambio
de Poder Absoluto, las veinticuatro horas.
Le brillan los
ojos y percibo su excitación incluso desde donde estoy.
Madre mía.
—Así que no
tienes elección —me dice con aire burlón.
—Claro —digo
sin poder evitar el sarcasmo mientras alzo la vista a las alturas.
—Ay, Anastasia
Steele, ¿me acabas de poner los ojos en blanco?
Mierda.
—¡No! —chillo.
—Me parece que
sí. ¿Qué te he dicho que haría si volvías a poner los ojos en blanco?
Joder. Se
sienta al borde de la cama.
—Ven aquí —me
dice en voz baja.
Palidezco. Uf,
va en serio. Me siento y lo miro, completamente inmóvil.
—Aún no he
firmado —susurro.
—Te he dicho
lo que haría. Soy un hombre de palabra. Te voy a dar unos azotes, y luego te
voy a follar muy rápido y muy duro. Me parece que al final vamos a necesitar
ese condón.
Me habla tan
bajito, en un tono tan amenazador, que me excita muchísimo. Las entrañas casi
se me retuercen de deseo puro, vivo y pujante. Me mira, esperando, con los ojos
encendidos. Descruzo las piernas tímidamente. ¿Salgo corriendo? Se acabó:
nuestra relación pende de un hilo, aquí, ahora. ¿Le dejo que lo haga o me niego
y se terminó? Porque sé que, si me niego, se acabó. ¡Hazlo!, me suplica la
diosa que llevo dentro. Mi subconsciente está tan paralizada como yo.
—Estoy
esperando —dice—. No soy un hombre paciente.
Oh, Dios, por
todos los santos… Jadeo, asustada, excitada. La sangre me bombea frenéticamente
por todo el cuerpo, siento las piernas como flanes. Despacio, me voy acercando
a él hasta situarme a su lado.
—Buena chica
—masculla—. Ahora ponte de pie.
Mierda. ¿Por
qué no acaba ya con esto? No sé si voy a sostenerme en pie. Titubeando, me
levanto. Me tiende la mano y yo le doy el condón. De pronto me agarra y me
tumba sobre su regazo. Con un solo movimiento suave, ladea el cuerpo de forma
que mi tronco descansa sobre la cama, a su lado. Me pasa la pierna derecha por
encima de las mías y planta el brazo izquierdo sobre mi cintura, sujetándome
para que no me mueva. Joder.
—Sube las
manos y colócalas a ambos lados de la cabeza —me ordena.
Obedezco
inmediatamente.
—¿Por qué hago
esto, Anastasia? —pregunta.
—Porque he
puesto los ojos en blanco.
Casi no puedo
hablar.
—¿Te parece
que eso es de buena educación?
—No.
—¿Vas a volver
a hacerlo?
—No.
—Te daré unos
azotes cada vez que lo hagas, ¿me has entendido?
Muy despacio,
me baja los pantalones de chándal. Jo, qué degradante. Degradante, espeluznante
y excitante. Se está pasando un montón con esto. Tengo el corazón en la boca.
Me cuesta respirar. Mierda… ¿me va a doler?
Me pone la
mano en el trasero desnudo, me manosea con suavidad, acariciándome en círculos
con la mano abierta. De pronto su mano ya no está ahí… y entonces me da,
fuerte. ¡Au! Abro los ojos de golpe en respuesta al dolor e intento levantarme,
pero él me pone la mano entre los omoplatos para impedirlo. Vuelve a
acariciarme donde me ha pegado; le ha cambiado la respiración: ahora es más
fuerte y agitada. Me pega otra vez, y otra, rápido, seguido. Dios mío, duelo.
No rechisto, con la cara contraída de dolor. Retorciéndome, trato de esquivar
los golpes, espoleada por el subidón de adrenalina que me recorre el cuerpo
entero.
—Estate quieta
—protesta—, o tendré que azotarte más rato.
Primero me
frota, luego viene el golpe. Empieza a seguir un ritmo: caricia, manoseo,
azote. Tengo que concentrarme para sobrellevar el dolor. Procuro no pensar en
nada y digerir la desagradable sensación. No me da dos veces seguidas en el
mismo sitio: está extendiendo el dolor.
—¡Aaaggg!
—grito al quinto azote, y caigo en la cuenta de que he ido contando mentalmente
los golpes.
—Solo estoy
calentando.
Me vuelve a
dar y me acaricia con suavidad. La combinación de dolorosos azotes y suaves
caricias me nubla la mente por completo. Me pega otra vez; cada vez me cuesta
más aguantar. Me duele la cara de tanto contraerla. Me acaricia y me suelta
otro golpe. Vuelvo a gritar.
—No te oye
nadie, nena, solo yo.
Y me azota
otra vez, y otra. Muy en el fondo, deseo rogarle que pare. Pero no lo hago. No
quiero darle esa satisfacción. Prosigue con su ritmo implacable. Grito seis
veces más. Dieciocho azotes en total. Me arde el cuerpo entero, me arde por su
despiadada agresión.
—Ya está —dice
con voz ronca—. Bien hecho, Anastasia. Ahora te voy a follar.
Me acaricia
con suavidad el trasero, que me arde mientras me masajea en círculos y hacia
abajo. De pronto me mete dos dedos, cogiéndome completamente por sorpresa.
Ahogo un grito; la nueva agresión se abre paso a través de mi entumecido
cerebro.
—Siente esto.
Mira cómo le gusta esto a tu cuerpo, Anastasia. Te tengo empapada.
Hay asombro en
su voz. Mueve los dedos, metiendo y sacando deprisa.
Gruño y me
quejo. No, seguro que no… Entonces los dedos desaparecen, y yo me quedo con las
ganas.
—La próxima
vez te haré contar. A ver, ¿dónde está ese condón?
Alarga la mano
para cogerlo y luego me levanta despacio para ponerme boca abajo sobre la cama.
Lo oigo bajarse la cremallera y rasgar el envoltorio del preservativo. Me baja
los pantalones de chándal de un tirón y me levanta las rodillas, acariciándome
despacio el trasero dolorido.
—Te la voy a
meter. Te puedes correr —masculla.
¿Qué? Como si
tuviera otra elección…
Y me penetra,
hasta el fondo, y yo gimo ruidosamente. Se mueve, entra y sale a un ritmo
rápido e intenso, empujando contra mi trasero dolorido. La sensación es más que
deliciosa, cruda, envilecedora, devastadora. Tengo los sentidos asolados,
desconectados, me concentro únicamente en lo que me está haciendo, en lo que
siento, en ese tirón ya familiar en lo más hondo de mi vientre, que se agudiza,
se acelera. NO… y mi cuerpo traicionero estalla en un orgasmo intenso y
desgarrador.
—¡Ay, Ana!
—grita cuando se corre él también, agarrándome fuerte mientras se vacía en mi
interior.
Se desploma a
mi lado, jadeando intensamente, y me sube encima de él y hunde la cara en mi
pelo, estrechándome en sus brazos.
—Oh, nena
—dice—. Bienvenida a mi mundo.
Nos quedamos
ahí tumbados, jadeando los dos, esperando a que nuestra respiración se
normalice. Me acaricia el pelo con suavidad. Vuelvo a estar tendida sobre su
pecho. Pero esta vez no tengo fuerzas para levantar la mano y palparlo. Uf, he
sobrevivido. No ha sido para tanto. Tengo más aguante de lo que pensaba. La diosa
que llevo dentro está postrada, o al menos calladita. Christian me acaricia de
nuevo el pelo con la nariz, inhalando hondo.
—Bien hecho,
nena —susurra con una alegría muda en la voz.
Sus palabras
me envuelven como una toalla suave y mullida del hotel Heathman, y me encanta
verlo contento.
Me coge el
tirante de la camiseta.
—¿Esto es lo
que te pones para dormir? —me pregunta en tono amable.
—Sí —respondo
medio adormilada.
—Deberías
llevar seda y satén, mi hermosa niña. Te llevaré de compras.
—Me gusta lo
que llevo —mascullo, procurando sin éxito sonar indignada.
Me da otro
beso en la cabeza.
—Ya veremos
—dice.
Seguimos así
unos minutos más, horas, a saber; creo que me quedo traspuesta.
—Tengo que
irme —dice e, inclinándose hacia delante, me besa con suavidad en la frente—.
¿Estás bien?
—añade en voz baja.
Medito la
respuesta. Me duele el trasero. Bueno, lo tengo al rojo vivo. Sin embargo,
asombrosamente, aunque agotada, me siento radiante. El pensamiento me resulta
aleccionador, inesperado. No lo entiendo.
—Estoy bien
—susurro.
No quiero
decir más.
Se levanta.
—¿Dónde está
el baño?
—Por el
pasillo, a la izquierda.
Recoge el otro
condón y sale del dormitorio. Me incorporo con dificultad y vuelvo a ponerme
los pantalones de chándal. Me rozan un poco el trasero aún escocido. Me
confunde mucho mi reacción. Recuerdo que me dijo —aunque no recuerdo cuándo—
que me sentiría mucho mejor después de una buena paliza. ¿Cómo puede ser? De
verdad que no lo entiendo. Sin embargo, curiosamente, es cierto. No puedo decir
que haya disfrutado de la experiencia —de hecho, aún haría lo que fuera por
evitar que se repitiera—, pero ahora… tengo esa sensación rara y serena de
recordarlo todo con una plenitud absolutamente placentera. Me cojo la cabeza
con las manos. No lo entiendo.
Christian
vuelve a entrar en la habitación. No puedo mirarlo a los ojos. Bajo la vista a
mis manos.
—He encontrado
este aceite para niños. Déjame que te dé un poco en el trasero.
¿Qué?
—No, ya se me
pasará.
—Anastasia —me
advierte, y estoy a punto de poner los ojos en blanco, pero me reprimo
enseguida.
Me coloco
mirando hacia la cama. Se sienta a mi lado y vuelve a bajarme con cuidado los
pantalones. Sube y baja, como las bragas de una puta, observa con amargura mi
subconsciente. Le digo mentalmente adónde se puede ir. Christian se echa un
poco de aceite en la mano y me embadurna el trasero con delicada ternura: de
desmaquillador a bálsamo para un culo azotado… ¿quién iba a pensar que resultaría
un líquido tan versátil?
—Me gusta
tocarte —murmura.
Y debo
coincidir con él: a mí también que lo haga.
—Ya está —dice
cuando termina, y vuelve a subirme los pantalones.
Miro de reojo
el reloj. Son las diez y media.
—Me marcho ya.
—Te acompaño.
Sigo sin poder
mirarlo.
Cogiéndome de
la mano, me lleva hasta la puerta. Por suerte, Kate aún no está en casa. Aún
debe de andar cenando con sus padres y con Ethan. Me alegra de verdad que no
estuviera por aquí y pudiera oír mi castigo.
—¿No tienes
que llamar a Taylor? —pregunto, evitando el contacto visual.
—Taylor lleva
aquí desde las nueve. Mírame —me pide.
Me esfuerzo
por mirarlo a los ojos, pero, cuando lo hago, veo que él me contempla admirado.
No has llorado
—murmura, y luego de pronto me agarra y me besa apasionadamente—. Hasta el
domingo —susurra en mis labios, y me suena a promesa y a amenaza.
Lo veo enfilar
el camino de entrada y subirse al enorme Audi negro. No mira atrás. Cierro la
puerta y me quedo indefensa en el salón de un piso en el que solo pasaré dos
noches más. Un sitio en el que he vivido feliz casi cuatro años. Pero hoy, por
primera vez, me siento sola e incómoda aquí, a disgusto conmigo misma. ¿Tanto
me he distanciado de la persona que soy?
Sé que, bajo
mi exterior entumecido, no muy lejos de la superficie, acecha un mar de
lágrimas.
¿Qué estoy
haciendo? La paradoja es que ni siquiera puedo sentarme y hartarme de llorar.
Tengo que estar de pie. Sé que es tarde, pero decido llamar a mi madre.
—¿Cómo estás,
cielo? ¿Qué tal la graduación? —me pregunta entusiasmada al otro lado de la
línea.
Su voz me
resulta balsámica.
—Siento
llamarte tan tarde —le susurro.
Hace una
pausa.
—¿Ana? ¿Qué
pasa? —dice, de pronto muy seria.
—Nada, mamá,
me apetecía oír tu voz.
Guarda
silencio un instante.
—Ana, ¿qué
ocurre? Cuéntamelo, por favor.
Su voz suena
suave y tranquilizadora, y sé que le preocupa. Sin previo aviso, se me empiezan
a caer las lágrimas. He llorado tanto en los últimos días…
Por favor, Ana
—me dice, y su angustia refleja la mía.
—Ay, mamá, es
por un hombre.
—¿Qué te ha
hecho?
Su alarma es
palpable.
—No es eso.
Aunque en
realidad, sí lo es. Oh, mierda. No quiero preocuparla. Solo quiero que alguien
sea fuerte por mí en estos momentos.
—Ana, por
favor, me estás preocupando.
Inspiro hondo.
—Es que me he
enamorado de un tío que es muy distinto de mí y no sé si deberíamos estar
juntos.
—Ay, cielo,
ojalá pudiera estar contigo. Siento mucho haberme perdido tu graduación. Te has
enamorado de alguien, por fin. Cielo, los hombres tienen lo suyo. Son de otra
especie. ¿Cuánto hace que lo conoces?
Desde luego
Christian es de otra especie… de otro planeta.
—Casi tres
semanas o así.
Ana, cariño,
eso no es nada. ¿Cómo se puede conocer a nadie en ese tiempo? Tómatelo con
calma y mantenlo a raya hasta que decidas si es digno de ti.
Uau. La
repentina perspicacia de mi madre me desconcierta, pero, en este caso, llega
tarde. ¿Que si es digno de mí? Interesante concepto. Siempre me pregunto si yo
soy digna de él.
—Cielo, te
noto triste. Ven a casa, haznos una visita. Te echo de menos, cariño. A Bob
también le encantaría verte. Así te distancias un poco y quizá puedas ver las
cosas con un poco de perspectiva. Necesitas un descanso. Has estado muy liada.
Madre mía, qué
tentación. Huir a Georgia. Disfrutar de un poco de sol, salir de copas. El buen
humor de mi madre, sus brazos amorosos…
—Tengo dos
entrevistas de trabajo en Seattle el lunes.
—Qué buena noticia.
Se abre la
puerta y aparece Kate, sonriéndome. Su expresión se vuelve sombría cuando ve
que he estado llorando.
—Mamá, tengo
que colgar. Me pensaré lo de ir a veros. Gracias.
—Cielo, por
favor, no dejes que un hombre te trastoque la vida. Eres demasiado joven. Sal a
divertirte.
—Sí, mamá. Te
quiero.
—Te quiero
muchísimo, Ana. Cuídate, cielo.
Cuelgo y me
enfrento a Kate, que me mira furiosa.
—¿Te ha vuelto
a disgustar ese capullo indecentemente rico?
—No… es que…
eh… sí.
—Mándalo a
paseo, Ana. Desde que lo conociste, estás muy trastornada. Nunca te había visto
así.
El mundo de
Katherine Kavanagh es muy claro: blanco o negro. No tiene los tonos de gris
vagos, misteriosos e intangibles que colorean el mío. «Bienvenida a mi mundo.»
—Siéntate,
vamos a hablar. Nos tomamos un vino. Ah, ya has bebido champán. —Examina la
botella—. Del bueno, además.
Sonrío sin
ganas, mirando aprensiva el sofá. Me acerco a él con cautela. Uf, sentarme.
—¿Te
encuentras bien?
—Me he caído
de culo.
No se le
ocurre poner en duda mi explicación, porque soy una de las personas más
descoordinadas del estado de Washington. Jamás pensé que un día me vendría
bien. Me siento, con mucho cuidado, y me sorprende agradablemente ver que estoy
bien. Procuro prestar atención a Kate, pero la cabeza se me va al Heathman: «Si
fueras mía, después del numerito que montaste ayer no podrías sentarte en una
semana». Me lo dijo entonces, pero en aquel momento yo no pensaba más que en
ser suya. Todas las señales de advertencia estaban ahí, y yo estaba demasiado
despistada y demasiado enamorada para reparar en ellas.
Kate vuelve al
salón con una botella de vino tinto y las tazas lavadas.
—Venga.
Me ofrece una
taza de vino. No sabrá tan bueno como el Bolly.
—Ana, si es el
típico capullo que pasa de comprometerse, mándalo a paseo. Aunque la verdad es
que no entiendo por qué tendría que suceder. En el entoldado no te quitaba los
ojos de encima, te vigilaba como un halcón. Yo diría que estaba completamente embobado,
pero igual tiene una forma curiosa de demostrarlo.
¿Embobado?
¿Christian? ¿Una forma curiosa de demostrarlo? Ya te digo.
—Es
complicado, Kate. ¿Qué tal tu noche? —pregunto.
No puedo
hablar de esto con Kate sin revelarle demasiado, pero basta con una pregunta
sobre su día para que se olvide del tema. Resulta tranquilizador sentarse a
escuchar su parloteo habitual. La gran noticia es que Ethan igual se viene a
vivir con nosotras cuando vuelvan de vacaciones. Será divertido: con Ethan es un
no parar de reír. Frunzo el ceño. No creo que a Christian le parezca bien. Me
da igual. Tendrá que tragar. Me tomo un par de tazas de vino y decido irme a la
cama. Ha sido un día muy largo. Kate me da un abrazo y coge el teléfono para
llamar a Elliot.
Después de
lavarme los dientes, echo un vistazo al cacharro infernal. Hay un correo de
Christian.
De: Christian
Grey
Fecha: 26 de
mayo de 2011 23:14
Para:
Anastasia Steele
Asunto: Usted
Querida
señorita Steele:
Es sencillamente
exquisita. La mujer más hermosa, inteligente, ingeniosa y valiente que he
conocido jamás. Tómese un ibuprofeno (no es un mero consejo). Y no vuelva a
coger el Escarabajo. Me enteraré.
Christian Grey
Presidente de
Grey Enterprises Holdings, Inc.
¡Que no vuelva
a coger mi coche! Tecleo mi respuesta.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 26 de
mayo de 2011 23:20
Para:
Christian Grey
Asunto:
Halagos
Querido señor
Grey:
Con halagos no
llegarás a ninguna parte, pero, como ya has estado en todas, da igual. Tendré
que coger el Escarabajo para llevarlo a un concesionario y venderlo, de modo
que no voy hacer ni caso de la bobada que me propones. Prefiero el tinto al
ibuprofeno.
Ana
P.D.: Para mí,
los varazos están dentro de los límites INFRANQUEABLES.
Le doy a
«Enviar».
De: Christian
Grey
Fecha: 26 de
mayo de 2011 23:26
Para:
Anastasia Steele
Asunto: Las
mujeres frustradas no saben aceptar cumplidos
Querida
señorita Steele:
No son
halagos. Debería acostarse.
Acepto su
incorporación a los límites infranqueables.
No beba
demasiado.
Taylor se
encargará de su coche y lo revenderá a buen precio.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 26 de
mayo de 2011 23:40
Para:
Christian Grey
Asunto: ¿Será
Taylor el hombre adecuado para esa tarea?
Querido señor:
Me asombra que
te importe tan poco que tu mano derecha conduzca mi coche, pero sí que lo haga
una mujer a la que te follas de vez en cuando. ¿Cómo sé yo que Taylor me va a
conseguir el mejor precio por el coche? Siempre me he dicho, seguramente antes
de conocerte, que estaba conduciendo una auténtica ganga.
Ana
De: Christian
Grey
Fecha: 26 de
mayo de 2011 23:44
Para:
Anastasia Steele
Asunto:
¡Cuidado!
Querida
señorita Steele:
Doy por
sentado que es el TINTO lo que le hace hablar así, y que el día ha sido muy
largo. Aunque me siento tentado de volver allí y asegurarme de que no se siente
en una semana, en vez de una noche.
Taylor es ex
militar y capaz de conducir lo que sea, desde una moto a un tanque Sherman. Su
coche no supone peligro alguno para él.
Por favor, no
diga que es «una mujer a la que me follo de vez en cuando», porque, la verdad,
me ENFURECE, y le aseguro que no le gustaría verme enfadado.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 26 de
mayo de 2011 23:57
Para:
Christian Grey
Asunto:
Cuidado, tú
Querido señor
Grey:
No estoy
segura de que yo te guste, sobre todo ahora.
Señorita
Steele
De: Christian
Grey
Fecha: 27 de
mayo de 2011 00:03
Para:
Anastasia Steele
Asunto:
Cuidado, tú
¿Por qué no me
gustas?
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 27 de mayo
de 2011 00:09
Para:
Christian Grey
Asunto:
Cuidado, tú
Porque nunca
te quedas en casa.
Hala, eso le
dará algo en lo que pensar. Cierro el cacharro con una indiferencia que no
siento y me meto en la cama. Apago la lamparita y me quedo mirando al techo. Ha
sido un día muy largo, un vaivén emocional constante. Me ha gustado pasar un
rato con Ray. Lo he visto bien y, curiosamente, le ha gustado Christian. Jo, y
la cotilla de Kate… Oír a Christian decir que había pasado hambre. ¿De qué coño
va todo eso? Dios, y el coche. Ni siquiera le he comentado a Kate lo del coche
nuevo. ¿En qué estaría pensando Christian?
Y encima esta
noche me ha pegado de verdad. En mi vida me habían pegado. ¿Dónde me he metido?
Muy despacio, las lágrimas, retenidas por la llegada de Kate, empiezan a
rodarme por los lados de la cara hasta las orejas. Me he enamorado de alguien
tan emocionalmente cerrado que no conseguiré más que sufrir —en el fondo, lo
sé—, alguien que, según él mismo admite, está completamente jodido. ¿Por qué
está tan jodido? Debe de ser horrible estar tan tocado como él; la idea de que
de niño fuera víctima de crueldades insoportables me hace llorar aún más. Quizá
si fuera más normal no le interesarías, contribuye con sarcasmo mi subconsciente
a mis reflexiones. Y en lo más profundo de mi corazón sé que es cierto. Me doy
la vuelta, se abren las compuertas… y, por primera vez en años, lloro
desconsoladamente con la cara hundida en la almohada.
Los gritos de
Kate me distraen momentáneamente de mis oscuros pensamientos.
«¿Qué coño
crees que haces aquí?»
«¡Vale, pues
no puedes!»
«¿Qué coño le
has hecho ahora?»
«Desde que te
conoció, se pasa el día llorando.»
«¡No puedes
venir aquí!»
Christian
irrumpe en mi dormitorio y, sin ceremonias, enciende la luz del techo,
obligándome a apretar los ojos.
—Dios mío, Ana
—susurra.
La apaga otra
vez y, en un segundo, lo tengo a mi lado.
—¿Qué haces
aquí? —pregunto espantada entre sollozos.
Mierda, no
puedo parar de llorar.
Enciende la
lamparita y me hace guiñar los ojos de nuevo. Viene Kate y se queda en el
umbral de la puerta.
—¿Quieres que
eche a este gilipollas de aquí? —me dice irradiando una hostilidad
termonuclear.
Christian la
mira arqueando una ceja, sin duda asombrado por el halagador epíteto y su
brutal antipatía. Niego con la cabeza y ella me pone los ojos en blanco. Huy,
yo no haría eso delante del señor G.
—Dame una voz
si me necesitas —me dice más serena—. Grey, estás en mi lista negra y te tengo
vigilado —le susurra furiosa.
Él la mira
extrañado, y ella da media vuelta y entorna la puerta, pero no la cierra.
Christian me
mira con expresión grave, el rostro demacrado. Lleva la americana de raya
diplomática y del bolsillo interior saca un pañuelo y me lo da. Creo que aún
tengo el otro por alguna parte.
—¿Qué pasa?
—me pregunta en voz baja.
—¿A qué has
venido? —le digo yo, ignorando su pregunta.
Mis lágrimas
han cesado milagrosamente, pero las convulsiones siguen sacudiendo mi cuerpo.
—Parte de mi
papel es ocuparme de tus necesidades. Me has dicho que querías que me quedara,
así que he venido. Y te encuentro así. —Me mira extrañado, verdaderamente
perplejo—. Seguro que es culpa mía, pero no tengo ni idea de por qué. ¿Es
porque te he pegado?
Me incorporo,
con una mueca de dolor por mi trasero escocido. Me siento y lo miro.
—¿Te has
tomado un ibuprofeno?
Niego con la
cabeza. Entorna los ojos, se pone de pie y sale de la habitación. Lo oigo
hablar con Kate, pero no lo que dicen. Al poco, vuelve con pastillas y una taza
de agua.
—Tómate esto
—me ordena con delicadeza mientras se sienta en la cama a mi lado.
Hago lo que me
dice.
—Cuéntame
—susurra—. Me habías dicho que estabas bien. De haber sabido que estabas así,
jamás te habría dejado.
Me miro las
manos. ¿Qué puedo decir que no haya dicho ya? Quiero más. Quiero que se quede
porque él quiera quedarse, no porque esté hecha una magdalena. Y no quiero que
me pegue, ¿acaso es mucho pedir?
—Doy por
sentado que, cuando me has dicho que estabas bien, no lo estabas.
Me ruborizo.
—Pensaba que
estaba bien.
—Anastasia, no
puedes decirme lo que crees que quiero oír. Eso no es muy sincero —me
reprende—. ¿Cómo voy a confiar en nada de lo que me has dicho?
Lo miro
tímidamente y lo veo ceñudo, con una mirada sombría en los ojos. Se pasa ambas
manos por el pelo.
—¿Cómo te has
sentido cuando te estaba pegando y después?
—No me ha
gustado. Preferiría que no volvieras a hacerlo.
—No tenía que
gustarte.
—¿Por qué te
gusta a ti?
Lo miro.
Mi pregunta lo
sorprende.
—¿De verdad
quieres saberlo?
—Ah, créeme,
me muero de ganas.
Y no puedo
evitar el sarcasmo.
Vuelve a
fruncir los ojos.
—Cuidado —me
advierte.
Palidezco.
—¿Me vas a
pegar otra vez?
—No, esta
noche no.
Uf… Mi
subconsciente y yo suspiramos de alivio.
—¿Y bien?
—insisto.
—Me gusta el
control que me proporciona, Anastasia. Quiero que te comportes de una forma
concreta y, si no lo haces, te castigaré, y así aprenderás a comportarte como quiero.
Disfruto castigándote. He querido darte unos azotes desde que me preguntaste si
era gay.
Me sonrojo al
recordarlo. Uf, hasta yo quise darme de tortas por esa pregunta. Así que la
culpable de esto es Katherine Kavanagh: si hubiera ido ella a la entrevista y
le hubiera hecho la pregunta, sería ella la que estaría aquí sentada con el
culo dolorido. No me gusta la idea. ¿No es un lío todo esto?
—Así que no te
gusta como soy.
Se me queda
mirando, perplejo de nuevo.
—Me pareces
encantadora tal como eres.
—Entonces,
¿por qué intentas cambiarme?
—No quiero
cambiarte. Me gustaría que fueras respetuosa y que siguieras las normas que te
he impuesto y no me desafiaras. Es muy sencillo —dice.
—Pero ¿quieres
castigarme?
—Sí, quiero.
—Eso es lo que
no entiendo.
Suspira y
vuelve a pasarse las manos por el pelo.
—Así soy yo,
Anastasia. Necesito controlarte. Quiero que te comportes de una forma concreta,
y si no lo haces… Me encanta ver cómo se sonroja y se calienta tu hermosa piel
blanca bajo mis manos. Me excita.
Madre mía. Ya
voy entendiendo algo…
—Entonces, ¿no
es el dolor que me provocas?
Traga saliva.
—Un poco, el
ver si lo aguantas, pero no es la razón principal. Es el hecho de que seas mía
y pueda hacer contigo lo que quiera: control absoluto de otra persona. Y eso me
pone. Muchísimo, Anastasia. Mira, no me estoy explicando muy bien. Nunca he
tenido que hacerlo. No he meditado mucho todo esto. Siempre he estado con gente
de mi estilo. —Se encoge de hombros, como disculpándose—. Y aún no has
respondido a mi pregunta: ¿cómo te has sentido después?
—Confundida.
—Te ha
excitado, Anastasia.
Cierra los
ojos un instante y, cuando vuelve a abrirlos y me mira, le arden. Su expresión
despierta mi lado oscuro, enterrado en lo más hondo de mi vientre: mi libido,
despierta domada por él, pero aún insaciable.
—No me mires
así —susurra.
Frunzo el
ceño. Dios mío, ¿qué he hecho ahora?
—No llevo
condones, Anastasia, y sabes que estás disgustada. En contra de lo que piensa
tu compañera de piso, no soy ningún degenerado. Entonces, ¿te has sentido
confundida?
Me estremezco
bajo su intensa mirada.
—No te cuesta
nada sincerarte conmigo por escrito. Por e-mail, siempre me dices exactamente
lo que sientes. ¿Por qué no puedes hacer eso cara a cara? ¿Tanto te intimido?
Intento quitar
una mancha imaginaria de la colcha azul y crema de mi madre.
—Me cautivas,
Christian. Me abrumas. Me siento como Ícaro volando demasiado cerca del sol —le
susurro.
Ahoga un
jadeo.
—Pues me
parece que eso lo has entendido al revés —dice.
—¿El qué?
—Ay,
Anastasia, eres tú la que me ha hechizado. ¿Es que no es obvio?
No, para mí
no. Hechizado. La diosa que llevo dentro está boquiabierta. Ni siquiera ella se
lo cree.
—Todavía no has
respondido a mi pregunta. Mándame un correo, por favor. Pero ahora mismo. Me
gustaría dormir un poco. ¿Me puedo quedar?
—¿Quieres
quedarte?
No puedo
ocultar la ilusión que me hace.
—Querías que
viniera.
—No has
respondido a mi pregunta.
—Te mandaré un
correo —masculla malhumorado.
Poniéndose en
pie, se vacía los bolsillos: BlackBerry, llaves, cartera y dinero. Por Dios,
los hombres llevan un montón de mierda en los bolsillos. Se quita el reloj, los
zapatos, los calcetines, y deja la americana encima de mi silla. Rodea la cama
hasta el otro lado y se mete dentro.
—Túmbate —me
ordena.
Me deslizo
despacio bajo las sábanas con una mueca de dolor, mirándolo fijamente. Madre
mía, se queda. Me siento paralizada de gozoso asombro. Se incorpora sobre un
codo, me mira.
—Si vas a
llorar, llora delante de mí. Necesito saberlo.
—¿Quieres que
llore?
—No en
particular. Solo quiero saber cómo te sientes. No quiero que te me escapes
entre los dedos. Apaga la luz. Es tarde y los dos tenemos que trabajar mañana.
Ya lo tengo
aquí, tan dominante como siempre, pero no me quejo: está en mi cama. No acabo
de entender por qué. Igual debería llorar más a menudo delante de él. Apago la
luz de la mesita.
—Quédate en tu
lado y date la vuelta —susurra en la oscuridad.
Pongo los ojos
en blanco a sabiendas de que no puede verme, pero hago lo que me dice. Con sumo
cuidado, se acerca, me rodea con los brazos y me estrecha contra su pecho.
—Duerme, nena
—susurra, y noto su nariz en mi pelo, inspirando hondo.
Dios mío.
Christian Grey se queda a dormir. Al abrigo de sus brazos, me sumo en un sueño
tranquilo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario