Hola.
Me siento
terriblemente cortada cuando abro la puerta. Christian está en el porche, con
sus vaqueros y su cazadora de cuero.
—Hola —dice, y
su radiante sonrisa le ilumina el rostro.
Me detengo un
instante para admirar su belleza. Madre mía, está buenísimo vestido de cuero.
—Pasa.
—Si me lo
permites —contesta, divertido. Cuando entra, le veo una botella de champán en
la mano—. He pensado que podríamos celebrar tu graduación. No hay nada como un
buen Bollinger.
—Interesante
elección de palabras —comento con sequedad.
Él sonríe.
—Me encanta la
chispa que tienes, Anastasia.
—No tenemos
más que tazas. Ya hemos empaquetado todos los vasos y copas.
—¿Tazas? Por
mí, bien.
Me dirijo a la
cocina. Nerviosa, sintiendo las mariposas en el estómago; es como tener una
pantera o un puma en mi salón.
—¿Quieres
platito también?
—Con la taza
me vale, Anastasia —me responde Christian distraídamente desde el salón.
Cuando vuelvo,
está escudriñando el paquete marrón de libros. Dejo las tazas en la mesa.
—Eso es para
ti —murmuro algo ansiosa.
Mierda… Seguro
que esto termina en pelea.
—Mmm, me lo
figuro. Una cita muy oportuna. —Pasea ausente el largo índice por el texto—
.Pensé que era d’Urberville, no Angel. Has elegido la corrupción. —Me dedica
una breve sonrisa lobuna—. Solo tú podías encontrar algo de resonancias tan
acertadas.
—También es
una súplica —le susurro.
¿Por qué estoy
tan nerviosa? Tengo la boca seca.
—¿Una súplica?
¿Para que no me pase contigo?
Asiento con la
cabeza.
—Compré esto
para ti —dice él en voz baja y con mirada impasible—. No me pasaré contigo si
lo aceptas.
Trago saliva
compulsivamente.
—Christian, no
puedo aceptarlo, es demasiado.
—Ves, a esto
me refería, me desafías. Quiero que te lo quedes, y se acabó la discusión. Es
muy sencillo. No tienes que pensar en nada de esto. Como sumisa mía, tendrías
que agradecérmelo. Limítate a aceptar lo que te compre, porque me complace que
lo hagas.
—Aún no era tu
sumisa cuando lo compraste —susurro.
—No… pero has
accedido, Anastasia.
Su mirada se
vuelve recelosa.
Suspiro. No me
voy a salir con la mía, así que pasamos al plan B.
—Entonces, ¿es
mío y puedo hacer lo que quiera con ello?
Me mira con
desconfianza, pero cede.
—Sí.
—En ese caso,
me gustaría donarlo a una ONG, a una que trabaja en Darfur y a la que parece
que le tienes cariño. Que lo subasten.
Si eso es lo
que quieres hacer…
Aprieta los
labios. Parece decepcionado.
Me sonrojo.
—Me lo pensaré
—murmuro.
No quiero
decepcionarlo, y entonces recuerdo sus palabras. «Quiero que quieras
complacerme.»
—No pienses,
Anastasia. En esto, no.
Lo dice sereno
y serio.
¿Cómo no voy a
pensar? Te puedes hacer pasar por un coche, ser otra de sus posesiones, ataca
de nuevo mi subconsciente con su desagradable mordacidad. La ignoro. Ay,
¿podríamos rebobinar? El ambiente es ahora muy tenso. No sé qué hacer. Me miro
fijamente los dedos.
¿Cómo salvo la
situación?
Deja la
botella de champán en la mesa y se sitúa delante de mí. Me coge la cara por la
barbilla y me levanta la cabeza. Me mira con expresión grave.
—Te voy a
comprar muchas cosas, Anastasia. Acostúmbrate. Me lo puedo permitir. Soy un
hombre muy rico. —Se inclina y me planta un beso rápido y casto en los labios—.
Por favor.
Me suelta.
Vaya, me
susurra mi subconsciente.
Eso hace que
me sienta ruin —musito.
—No debería.
Le estás dando demasiadas vueltas, Anastasia. No te juzgues por lo que puedan
pensar los demás. No malgastes energía. Esto es porque nuestro contrato te
produce cierto reparo; es algo de lo más normal. No sabes en qué te estás
metiendo.
Frunzo el
ceño, tratando de procesar sus palabras.
—Va, déjalo ya
—me ordena con delicadeza, cogiéndome otra vez la barbilla y tirando de ella
suave para que deje de morderme el labio inferior—. No hay nada ruin en ti,
Anastasia. No quiero que pienses eso. No he hecho más que comprarte unos libros
antiguos que pensé que te gustarían, nada más. Bebamos un poco de champán. —Su
mirada se vuelve cálida y tierna, y yo le sonrío tímidamente—. Eso está mejor
—murmura.
Coge el
champán, le quita el aluminio y la malla, retuerce la botella más que el corcho
y la abre con un pequeño estallido y una floritura experta con la que no se
derrama ni una gota. Llena las tazas a la mitad.
—Es rosado
—comento sorprendida.
—Bollinger
Grande Année Rosé 1999, una añada excelente —dice con entusiasmo.
—En taza.
Sonríe.
—En taza.
Felicidades por tu graduación, Anastasia.
Brindamos y él
da un sorbo, pero yo no puedo dejar pensar de que, en realidad, celebramos mi
capitulación.
Gracias
—susurro, y doy un sorbo. Desde luego está delicioso—. ¿Repasamos los límites
tolerables?
Sonríe, y yo
me ruborizo.
—Siempre tan
entusiasta.
Christian me
coge de la mano y me lleva al sofá, donde se sienta y tira de mí para que tome
asiento a su lado.
—Tu padrastro
es un hombre muy taciturno.
Ah… así que
pasamos de los límites tolerables. Pero quiero quitármelo ya de encima; la
angustia me está matando.
—Lo tienes
comiendo de tu mano —digo con un mohín.
Christian ríe
suavemente.
—Solo porque
sé pescar.
—¿Cómo has
sabido que le gusta pescar?
—Me lo dijiste
tú. Cuando fuimos a tomar un café.
—¿Ah, sí? —Doy
otro sorbo. Uau, se acuerda de los detalles. Mmm… este champán es buenísimo—.
¿Probaste el vino de la recepción?
Christian hace
una mueca.
—Sí. Estaba
asqueroso.
—Pensé en ti
cuando lo probé. ¿Cómo es que sabes tanto de vinos?
—No sé tanto,
Anastasia, solo sé lo que me gusta. —Sus ojos grises brillan, casi plateados, y
vuelvo a ruborizarme—. ¿Más? —pregunta refiriéndose al champán.
—Por favor.
Christian se
levanta con elegancia y coge la botella. Me llena la taza. ¿Me querrá achispar?
Lo miro recelosa.
—Esto está muy
vacío. ¿Te mudas ya?
—Más o menos.
—¿Trabajas
mañana?
—Sí, es mi
último día en Clayton’s.
—Te ayudaría
con la mudanza, pero le he prometido a mi hermana que iría a buscarla al
aeropuerto.
Vaya, eso es
nuevo.
—Mia llega de
París el sábado a primera hora. Mañana me vuelvo a Seattle, pero tengo
entendido que Elliot os va a echar una mano.
—Sí, Kate está
muy entusiasmada al respecto.
Christian
frunce el ceño.
—Sí, Kate y
Elliot, ¿quién lo iba a decir? —masculla, y no sé por qué no parece que le haga
mucha gracia.
—¿Y qué vas a
hacer con lo del trabajo de Seattle?
¿Cuándo vamos
a hablar de los límites? ¿A qué juega?
—Tengo un par
de entrevistas para puestos de becaria.
—¿Y cuándo
pensabas decírmelo? —pregunta arqueando una ceja.
—Eh… te lo
estoy diciendo ahora.
Entorna los
ojos.
—¿Dónde?
No sé bien por
qué, quizá para evitar que haga uso de su influencia, no quiero decírselo.
—En un par de
editoriales.
—¿Es eso lo
que quieres hacer, trabajar en el mundo editorial?
Asiento con
cautela.
—¿Y bien?
Me mira
pacientemente a la espera de más información.
—Y bien ¿qué?
—No seas
retorcida, Anastasia, ¿en qué editoriales? —me reprende.
—Unas pequeñas
—murmuro.
—¿Por qué no
quieres que lo sepa?
—Tráfico de
influencias.
Frunce el
ceño.
—Pues sí que
eres retorcida.
Y se echa a
reír.
—¿Retorcida?
¿Yo? Dios mío, qué morro tienes. Bebe, y hablemos de esos límites.
Saca otra
copia de mi e-mail y de la lista. ¿Anda por ahí con esas listas en los
bolsillos? Creo que lleva una en la americana que tengo yo. Mierda, más vale
que no se me olvide. Apuro la taza.
Me echa un
vistazo rápido.
—¿Más?
—Por favor.
Me dedica una
de esas sonrisas de suficiencia suyas, sostiene en alto la botella de champán,
y se detiene.
—¿Has comido
algo?
Ay, no… ya
estamos otra vez.
—Sí. Me he
dado un banquete con Ray.
Lo miro
poniendo los ojos en blanco. El champán me está desinhibiendo.
Se inclina
hacia delante, me coge la barbilla y me mira fijamente a los ojos.
—La próxima
vez que me pongas los ojos en blanco te voy a dar unos azotes.
¿Qué?
—Ah —susurro,
y detecto la excitación en sus ojos.
—Ah —replica,
imitándome—. Así se empieza, Anastasia.
El corazón me
martillea en el pecho y el nudo del estómago se me sube a la garganta. ¿Por qué
me excita tanto eso?
Me llena la
taza, y me lo bebo casi todo. Escarmentada, lo miro.
—Me sigues
ahora, ¿no?
Asiento con la
cabeza.
—Respóndeme.
—Sí… te sigo.
—Bien. —Me
dedica una sonrisa cómplice—. De los actos sexuales… lo hemos hecho casi todo.
Me acerco a él
en el sofá y echo un vistazo a la lista.
APÉNDICE 3
Límites
tolerables
A discutir y
acordar por ambas partes:
¿Acepta la
Sumisa lo siguiente?
Masturbación
Penetración vaginal
Cunnilingus
Fisting vaginal
Felación
Penetración anal
Ingestión de semen
Fisting anal
—De puño nada,
dices. ¿Hay algo más a lo que te opongas? —pregunta con ternura.
Trago saliva.
—La
penetración anal tampoco es que me entusiasme.
—Por lo del
puño paso, pero no querría renunciar a tu culo, Anastasia. Bueno, ya veremos.
Además,
tampoco es algo a lo que podamos lanzarnos sin más. —Me sonríe maliciosamente—.
Tu culo necesitará algo de entrenamiento.
—¿Entrenamiento?
—susurro.
—Oh, sí. Habrá
que prepararlo con mimo. La penetración anal puede resultar muy placentera,
créeme. Pero si lo probamos y no te gusta, no tenemos por qué volver a hacerlo.
Me sonríe.
Lo miro
espantada. ¿Cree que me va a gustar? ¿Cómo sabe él que resulta placentero?
—¿Tú lo has
hecho? —le susurro.
—Sí.
Madre mía.
Ahogo un jadeo.
—¿Con un
hombre?
—No. Nunca he
hecho nada con un hombre. No me va.
—¿Con la
señora Robinson?
—Sí.
Madre mía…
¿cómo? Frunzo el ceño. Sigue repasando la lista.
—Y la ingestión
de semen… Bueno, eso se te da de miedo.
Me sonrojo, y
la diosa que llevo dentro se infla de orgullo.
—Entonces… —Me
mira sonriente—. Tragar semen, ¿vale?
Asiento con la
cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos, y vuelvo a apurar mi taza.
—¿Más? —me
pregunta.
—Más. —Y de
pronto, mientras me rellena la taza, recuerdo la conversación que hemos
mantenido antes. ¿Se refiere a eso o solo al champán? ¿Forma parte del juego
todo esto del champán?
—¿Juguetes
sexuales? —pregunta.
Me encojo de
hombros, mirando la lista.
¿Acepta la
Sumisa lo siguiente?
Vibradores
Consoladores
Tapones anales
Otros juguetes vaginales/anales
—¿Tapones
anales? ¿Eso sirve para lo que pone en el envase?
Arrugo la
nariz, asqueada.
—Sí. —Sonríe—.
Y hace referencia a la penetración anal de antes. Al entrenamiento.
—Ah… ¿y el
«otros»?
—Cuentas,
huevos… ese tipo de cosas.
—¿Huevos?
—inquiero alarmada.
—No son huevos
de verdad —ríe a carcajadas, meneando la cabeza.
Lo miro con
los labios fruncidos.
—Me alegra ver
que te hago tanta gracia.
No logro
ocultar que me siento dolida.
Deja de
reírse.
—Mis
disculpas. Lo siento, señorita Steele —dice tratando de parecer arrepentido,
pero sus ojos aún chispean—. ¿Algún problema con los juguetes?
—No —espeto.
—Anastasia
—dice, zalamero—, lo siento. Créeme. No pretendía burlarme. Nunca he tenido
esta conversación de forma tan explícita. Eres tan inexperta… Lo siento.
Me mira con
ojos grandes, grises, sinceros.
Me relajo un
poco y bebo otro sorbo de champán.
—Vale… bondage
—dice volviendo a la lista.
La examino, y
la diosa que llevo dentro da saltitos como una niña a la espera de un helado.
¿Acepta la
Sumisa lo siguiente?
Bondage con cuerda
Bondage con cinta adhesiva
Bondage con muñequeras de cuero
Otros tipos de bondage
Bondage con esposas y grilletes
Christian me
mira arqueando las cejas.
—¿Y bien?
—De acuerdo
—susurro y vuelvo a mirar rápidamente la lista.
¿Acepta la
Sumisa los siguientes tipos de bondage?
Manos al frente
Muñecas con tobillos
Tobillos
A objetos, muebles, etc.
Codos
Barras rígidas
Manos a la espalda
Suspensión
Rodillas
¿Acepta la
Sumisa que se le venden los ojos?
¿Acepta la
Sumisa que se la amordace?
—Ya hemos
hablado de la suspensión y, si quieres ponerla como límite infranqueable, me
parece bien. Lleva mucho tiempo y, de todas formas, solo te tengo a ratos
pequeños. ¿Algo más?
—No te rías de
mí, pero ¿qué es una barra rígida?
Prometo no
reírme. Ya me he disculpado dos veces. —Me mira furioso—. No me obligues a
hacerlo de nuevo —me advierte. Y tengo la sensación de encogerme visiblemente…
madre mía, qué tirano—. Una barra rígida es una barra con esposas para los
tobillos y/o las muñecas. Es divertido.
—Vale… De
acuerdo con lo de amordazarme… Me preocupa no poder respirar.
—A mí también
me preocuparía que no respiraras. No quiero asfixiarte.
—Además, ¿cómo
voy a usar las palabras de seguridad estando amordazada?
Hace una
pausa.
—Para empezar,
confío en que nunca tengas que usarlas. Pero si estás amordazada, lo haremos
por señas —dice sin más.
Lo miro
espantada. Pero, si estoy atada, ¿cómo lo voy a hacer? Se me empieza a nublar la
mente… Mmm, el alcohol.
—Lo de la
mordaza me pone nerviosa.
—Vale. Tomo
nota.
Lo miro
fijamente y entonces empiezo a comprender.
—¿Te gusta
atar a tus sumisas para que no puedan tocarte?
Me mira
abriendo mucho los ojos.
Esa es una de
las razones —dice en voz baja.
—¿Por eso me
has atado las manos?
—Sí.
—No te gusta
hablar de eso —murmuro.
—No, no me
gusta. ¿Te apetece más champán? Te está envalentonando, y necesito saber lo que
piensas del dolor.
Maldita sea…
esta es la parte chunga. Me rellena la taza, y doy un sorbo.
—A ver, ¿cuál
es tu actitud general respecto a sentir dolor? —Christian me mira expectante—.
Te estás mordiendo el labio —me dice en tono amenazante.
Paro de
inmediato, pero no sé qué decir. Me ruborizo y me miro las manos.
—¿Recibías
castigos físicos de niña?
—No.
—Entonces, ¿no
tienes ningún ámbito de referencia?
—No.
—No es tan
malo como crees. En este asunto, tu imaginación es tu peor enemigo —susurra.
¿Tienes que hacerlo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Es parte del
juego, Anastasia. Es lo que hay. Te veo nerviosa. Repasemos los métodos.
Me enseña la
lista. Mi subconsciente sale corriendo, gritando, y se esconde detrás del sofá.
Azotes
Azotes con pala
Latigazos
Azotes con vara
Mordiscos
Pinzas para pezones
Pinzas genitales
Hielo
Cera caliente
Otros tipos/métodos de dolor
—Vale, has
dicho que no a las pinzas genitales. Muy bien. Lo que más duele son los
varazos.
Palidezco.
—Ya iremos
llegando a eso.
—O mejor no
llegamos —susurro.
—Esto forma
parte del trato, nena, pero ya iremos llegando a todo eso. Anastasia, no te voy
a obligar a nada horrible.
—Todo esto del
castigo es lo que más me preocupa —digo con un hilo de voz.
—Bueno, me alegro
de que me lo hayas dicho. Quitamos los varazos de la lista de momento. Y, a
medida que te vayas sintiendo más cómoda con todo lo demás, incrementaremos la
intensidad. Lo haremos despacio.
Trago saliva,
y él se inclina y me besa en la boca.
—Ya está, no
ha sido para tanto, ¿no?
Me encojo de
hombros, con el corazón en la boca otra vez.
—A ver, quiero
comentarte una cosa más antes de llevarte a la cama.
—¿A la cama?
—pregunto parpadeando muy deprisa, y la sangre me bombea por todo el cuerpo,
calentándome sitios que no sabía que existían hasta hace muy poco.
—Vamos,
Anastasia, después de repasar todo esto, quiero follarte hasta la semana que
viene, desde ahora mismo. Debe de haber tenido algún efecto en ti también.
Me estremezco.
La diosa que llevo dentro jadea.
—¿Ves? Además,
quiero probar una cosa.
—¿Me va a
doler?
—No… deja de
ver dolor por todas partes. Más que nada es placer. ¿Te he hecho daño hasta
ahora?
Me ruborizo.
—No.
—Pues
entonces. A ver, antes me hablabas de que querías más.
Se interrumpe,
de pronto indeciso.
Madre mía…
¿adónde va a llegar esto?
—Podríamos
probarlo durante el tiempo en que no seas mi sumisa. No sé si funcionará. No sé
si podremos separar las cosas. Igual no funciona. Pero estoy dispuesto a
intentarlo. Quizá una noche a la semana. No sé.
Madre mía… me
quedo boquiabierta, mi subconsciente está en estado de shock. ¡Christian Grey
acepta más! ¡Está dispuesto a intentarlo! Mi subconsciente se asoma por detrás
del sofá, con una expresión aún conmocionada en su rostro de arpía.
—Con una
condición.
Estudia con
recelo mi expresión de perplejidad.
—¿Qué? —digo
en voz baja.
Lo que sea. Te
doy lo que sea.
—Que aceptes
encantada el regalo de graduación que te hago.
—Ah.
Y muy en el
fondo sé lo que es. Brota el temor en mi vientre.
Me mira
fijamente, evaluando mi reacción.
—Ven —murmura,
y se levanta y tira de mí.
Se quita la
cazadora, me la echa por los hombros y se dirige a la puerta.
Aparcado fuera
hay un descapotable rojo de tres puertas, un Audi.
—Para ti.
Feliz graduación —susurra, estrechándome en sus brazos y besándome el pelo.
Me ha comprado
un puñetero coche, completamente nuevo, a juzgar por su aspecto. Vaya… si ya me
costó aceptar los libros. Lo miro alucinada, intentando desesperadamente
decidir cómo me siento. Por un lado, me horroriza; por otro, lo agradezco, me
flipa que realmente lo haya hecho, pero la emoción predominante es el enfado.
Sí, estoy enfadada, sobre todo después de todo lo que le dije de los libros…
pero, claro, ya lo ha comprado. Cogiéndome de la mano, me lleva por el camino
de entrada hasta esa nueva adquisición.
—Anastasia,
ese Escarabajo tuyo es muy viejo y francamente peligroso. Jamás me lo perdonaría
si te pasara algo cuando para mí es tan fácil solucionarlo…
Él me mira,
pero, de momento, yo no soy capaz de mirarlo. Contemplo en silencio el coche,
tan asombrosamente nuevo y de un rojo tan luminoso.
—Se lo comenté
a tu padrastro. Le pareció una idea genial —me susurra.
Me vuelvo y lo
miro furiosa, boquiabierta de espanto.
—¿Le
mencionaste esto a Ray? ¿Cómo has podido?
Me cuesta que
me salgan las palabras. ¿Cómo te atreves? Pobre Ray. Siento náuseas, muerta de
vergüenza por mi padre.
—Es un regalo,
Anastasia. ¿Por qué no me das las gracias y ya está?
—Sabes muy
bien que es demasiado.
—Para mí, no;
para mi tranquilidad, no.
Lo miro
ceñuda, sin saber qué decir. ¡Es que no lo entiende! Él ha tenido dinero toda
la vida. Vale, no toda la vida —de niño, no—, y entonces mi perspectiva cambia.
La idea me serena y veo el coche con otros ojos, sintiéndome culpable por mi
arrebato de resentimiento. Su intención es buena, desacertada, pero con buen
fondo.
—Te agradezco
que me lo prestes, como el portátil.
Suspira hondo.
—Vale. Te lo
presto. Indefinidamente.
Me mira con
recelo.
—No,
indefinidamente, no. De momento. Gracias.
Frunce el
ceño. Me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla.
—Gracias por
el coche, señor —digo con toda la ternura de la que soy capaz.
Me agarra de
pronto y me estrecha contra su cuerpo, con una mano en la espalda reteniéndome
y la otra agarrándome el pelo.
—Eres una
mujer difícil, Ana Steele.
Me besa
apasionadamente, obligándome a abrir la boca con la lengua, sin
contemplaciones.
Me excito al
instante y le devuelvo el beso con idéntica pasión. Lo deseo inmensamente, a
pesar del coche, de los libros, de los límites tolerables… de los varazos… lo
deseo.
—Me está
costando una barbaridad no follarte encima del capó de este coche ahora mismo,
para demostrarte que eres mía y que, si quiero comprarte un puto coche, te
compro un puto coche —gruñe—. Venga, vamos dentro y desnúdate.
Me planta un
beso rápido y brusco.
Vaya, sí que
está enfadado. Me coge de la mano y me lleva de nuevo dentro y derecha al
dormitorio… sin ningún tipo de preámbulo. Mi subconsciente está otra vez detrás
del sofá, con la cabeza escondida entre las manos. Christian enciende la luz de
la mesilla y se detiene, mirándome fijamente.
—Por favor, no
te enfades conmigo —le susurro.
Me mira
impasible; sus ojos grises son como fríos pedazos de cristal ahumado.
—Siento lo del
coche y lo de los libros… —Me interrumpo. Guarda silencio, pensativo—. Me das
miedo cuando te enfadas —digo en voz baja, mirándolo.
Cierra los
ojos y mueve la cabeza. Cuando los abre, su expresión se ha suavizado. Respira
hondo y traga saliva.
—Date la
vuelta —susurra—. Quiero quitarte el vestido.
Otro cambio
brusco de humor; me cuesta seguirlo. Obediente, me vuelvo y el corazón se me
alborota; el deseo reemplaza de inmediato a la inquietud, me recorre la sangre
y se instala, oscuro e intenso, en mi vientre. Me recoge el pelo de la espalda
de forma que me cuelga por el hombro derecho, enroscándose en mi pecho. Me pone
el dedo índice en la nuca y lo arrastra dolorosamente por mi columna vertebral.
Su uña me araña la piel.
—Me gusta este
vestido —murmura—. Me gusta ver tu piel inmaculada.
Acerca el dedo
al borde de mi vestido, a mitad de la espalda, lo engancha y tira de él para
arrimarme a su cuerpo. Inclinándose, me huele el pelo.
—Qué bien
hueles, Anastasia. Muy agradable.
Me roza la
oreja con la nariz, desciende por mi cuello y va regándome el hombro de besos
tiernos, suavísimos.
Se altera mi
respiración, se vuelve menos honda, precipitada, llena de expectación. Tengo
sus dedos en la cremallera. La baja, terriblemente despacio, mientras sus
labios se deslizan, lamiendo, besando, succionando hasta el otro hombro. Esto se
le da seductoramente bien. Mi cuerpo vibra y empiezo a estremecerme
lánguidamente bajo sus caricias.
—Vas… a…
tener… que… a…prender… a estarte… quieta —me susurra, besándome la nuca entre
cada palabra.
Tira del
cierre del cuello y el vestido cae y se arremolina a mis pies.
—Sin
sujetador, señorita Steele. Me gusta.
Alarga las
manos y me coge los pechos, y los pezones se yerguen bajo su tacto.
—Levanta los
brazos y cógete a mi cabeza —me susurra al cuello.
Obedezco de
inmediato y mis pechos se elevan y se acomodan en sus manos; los pezones se me
endurecen aún más. Hundo los dedos en su cabeza y, con mucha delicadeza, le
tiro del suave y sexy pelo. Ladeo la cabeza para facilitarle el acceso a mi
cuello.
—Mmm… —me
ronronea detrás de la oreja mientras empieza a pellizcarme los pezones con sus
dedos largos, imitando los movimientos de mis manos en su pelo.
Percibo la
sensación con nitidez en la entrepierna, y gimo.
—¿Quieres que
te haga correrte así? —me susurra.
Arqueo la
espalda para acomodar mis pechos a sus manos expertas.
—Le gusta
esto, ¿verdad, señorita Steele?
—Mmm…
—Dilo.
Continúa la
tortura lenta y sensual, pellizcando suavemente.
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí… señor.
—Buena chica.
Me pellizca
con fuerza, y mi cuerpo se retuerce convulso contra el suyo.
Jadeo por el
exquisito y agudo dolor placentero. Lo noto pegado a mí. Gimo y le tiro del
pelo con fuerza.
—No creo que
estés lista para correrte aún —me susurra dejando de mover las manos, me muerde
flojito el lóbulo de la oreja y tira—. Además, me has disgustado.
Oh, no… ¿qué
querrá decir con eso?, me pregunto envuelta en la bruma del intenso deseo
mientras gruño de placer.
—Así que igual
no dejo que te corras.
Vuelve a
centrar sus dedos en mis pezones, tirando, retorciéndolos, masajeándolos.
Aprieto el trasero contra su cuerpo y lo muevo de un lado a otro.
Noto su
sonrisa en el cuello mientras sus manos se desplazan a mis caderas. Me mete los
dedos por las bragas, por detrás, tira de ellas, clava los pulgares en el
tejido, las desgarra y las lanza frente a mí para que las vea… Dios mío. Baja
las manos a mi sexo y, desde atrás, me mete despacio un dedo.
—Oh, sí. Mi
dulce niña ya está lista —me dice dándome la vuelta para que lo mire. Su respiración
se ha acelerado. Se mete el dedo en la boca—. Qué bien sabe, señorita Steele.
Suspira. Madre
mía, el dedo le debe de saber salado… a mí.
—Desnúdame —me
ordena en voz baja, mirándome fijamente, con los ojos entreabiertos.
Lo único que
llevo puesto son los zapatos… bueno, los zapatos de taconazo de Kate. Estoy
desconcertada. Nunca he desnudado a un hombre.
—Puedes
hacerlo —me incita suavemente.
Pestañeo
deprisa. ¿Por dónde empiezo? Alargo las manos a su camiseta y me las coge,
sonriéndome seductor.
—Ah, no.
—Menea la cabeza, sonriente—. La camiseta, no; para lo que tengo planeado, vas
a tener que acariciarme.
Los ojos le
brillan de excitación.
Vaya, esto es
nuevo: puedo acariciarlo con la ropa puesta. Me coge una mano y la planta en su
erección.
—Este es el
efecto que me produce, señorita Steele.
Jadeo y le
envuelvo el paquete con los dedos. Él sonríe.
—Quiero
metértela. Quítame los vaqueros. Tú mandas.
Madre mía, yo
mando. Me deja boquiabierta.
—¿Qué me vas a
hacer? —me tienta.
Uf, la de
cosas que se me ocurren… La diosa que llevo dentro ruge y, no sé bien cómo,
fruto de la frustración, el deseo y la pura valentía Steele, lo tiro a la cama.
Ríe al caer y yo lo miro desde arriba, sintiéndome victoriosa. La diosa que
llevo dentro está a punto de estallar. Le quito los zapatos, deprisa,
torpemente, y los calcetines. Me mira; los ojos le brillan de diversión y de
deseo. Lo veo… glorioso… mío. Me subo a la cama y me monto a horcajadas encima
de él para desabrocharle los vaqueros, deslizando los dedos por debajo de la
cinturilla, notando, ¡sí!, su vello púbico. Cierra los ojos y mueve las
caderas.
—Vas a tener
que aprender a estarte quieto —lo reprendo, y le tiro del vello.
Se le
entrecorta la respiración, y me sonríe.
—Sí, señorita
Steele —murmura con los ojos encendidos—. Condón, en el bolsillo —susurra.
Le hurgo en el
bolsillo, despacio, observando su rostro mientras voy palpando. Tiene la boca
abierta. Saco los dos paquetitos con envoltorio de aluminio que encuentro y los
dejo en la cama, a la altura de sus caderas. ¡Dos! Mis dedos ansiosos buscan el
botón de la cinturilla y lo desabrocho, después de manosearlo un poco. Estoy
más que excitada.
—Qué ansiosa,
señorita Steele —susurra con la voz teñida de complacencia.
Le bajo la
cremallera y de pronto me encuentro con el problema de cómo bajarle los
pantalones… Mmm. Me deslizo hasta abajo y tiro. Apenas se mueven. Frunzo el
ceño. ¿Cómo puede ser tan difícil?
—No puedo
estarme quieto si te vas a morder el labio —me advierte, y luego levanta la
pelvis de la cama para que pueda bajarle los pantalones y los boxers a la vez,
uau… liberarlo. Tira la ropa al suelo de una patada.
Cielo santo,
todo eso para jugar yo solita. De pronto, es como si fuera Navidad.
—¿Qué vas a
hacer ahora? —me dice, todo rastro de diversión ya desaparecido.
Alargo la mano
y lo acaricio, observando su expresión mientras lo hago. Su boca forma una O, e
inspira hondo. Su piel es tan tersa y suave… y recia… mmm, qué deliciosa
combinación. Me inclino hacia delante, el pelo me cae por la cara; y me lo meto
en la boca. Chupo, con fuerza. Cierra los ojos, sus caderas se agitan debajo de
mí.
—Dios, Ana,
tranquila —gruñe.
Me siento
poderosa; qué sensación tan estimulante, la de provocarlo y probarlo con la
boca y la lengua. Se tensa mientras chupo arriba y abajo, empujándolo hasta el
fondo de la garganta, con los labios apretados… una y otra vez.
—Para, Ana,
para. No quiero correrme.
Me incorporo,
mirándolo extrañada y jadeando como él, pero confundida. ¿No mandaba yo? La
diosa que llevo dentro se siente como si le hubieran quitado el helado de las
manos.
—Tu inocencia
y tu entusiasmo me desarman —jadea—. Tú, encima… eso es lo que tenemos que
hacer.
Ah…
—Toma, pónmelo.
Me pasa un
condón.
Maldita sea.
¿Cómo? Rasgo el paquete y me encuentro con la goma pegajosa entre las manos.
—Pellizca la
punta y ve estirándolo. No conviene que quede aire en el extremo de ese mamón
—resopla.
Así que, muy
despacio, concentradísima, hago lo que me dice.
—Dios mío, me
estás matando, Anastasia —gruñe.
Admiro mi obra
y a él. Ciertamente es un espécimen masculino fabuloso. Mirarlo me excita
muchísimo.
—Venga. Quiero
hundirme en ti —susurra.
Me lo quedo
mirando, atemorizada, y él se incorpora de pronto, de modo que estamos nariz
con nariz.
—Así —me dice
y, pasando una mano por mis caderas, me levanta un poco; con la otra, se coloca
debajo de mí y, muy despacio, me penetra con suavidad.
Gruño cuando
me dilata, llenándome, y la boca se me desencaja ante esa sensación abrumadora,
agonizante, sublime y dulce. Ah… por favor.
—Eso es, nena,
siénteme, entero —gime y cierra los ojos un instante.
Y lo tengo
dentro, ensartado hasta el fondo, y él me tiene inmóvil, segundos… minutos… no
tengo ni idea, mirándome fijamente a los ojos.
—Así entra más
adentro —masculla.
Dobla y mece
las caderas con ritmo, y yo gimo… madre mía… la sensación se propaga por todo
mi vientre… a todas partes. ¡Joder!
—Otra vez
—susurro.
Sonríe
despacio y me complace.
Gimiendo, alzo
la cabeza, el pelo me cae por la espalda, y muy despacio él se deja caer sobre
la cama.
—Muévete tú,
Anastasia, sube y baja, lo que quieras. Cógeme las manos —me dice con voz
ronca, grave, sensualísima.
Me agarro con
fuerza, como si me fuera la vida en ello. Muy despacio, subo y vuelvo a bajar.
Le arden los ojos de salvaje expectación. Su respiración es entrecortada, como
la mía, y levanta la pelvis cuando yo bajo, haciéndome subir de nuevo. Cogemos
el ritmo… arriba, abajo, arriba, abajo… una y otra vez… y me gusta… mucho.
Entre mis jadeos, la penetración honda y desbordante, la ardiente sensación que
me recorre entera y que crece rápidamente, lo miro, nuestras miradas se
encuentran… y veo asombro en sus ojos, asombro ante mí.
Me lo estoy
follando. Mando yo. Es mío, y yo suya. La idea me empuja, me exalta, me
catapulta, y me corro… entre gritos incoherentes. Me agarra por las caderas y,
cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás, con la mandíbula apretada,
se corre en silencio. Me derrumbo sobre su pecho, sobrecogida, en algún lugar
entre la fantasía y la realidad, un lugar sin límites tolerables ni
infranqueables.
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