Al día
siguiente, al volver a casa del trabajo, llamo a mi madre. Como en Clayton’s el
día ha sido relativamente tranquilo, he tenido mucho tiempo para pensar. Estoy
inquieta, nerviosa, porque mañana tengo que enfrentarme con el obseso del
control, y en el fondo estoy preocupada porque quizá he sido demasiado negativa
en mi respuesta al contrato. Quizá él decida cancelarlo.
Mi madre está
muy triste, siente mucho no poder venir a la entrega de títulos. Bob se ha
torcido un ligamento y cojea. La verdad es que es muy torpe, como yo. Se
recuperará sin problemas, pero tiene que hacer reposo, y mi madre tiene que
atenderlo todo el tiempo.
—Ana, cariño,
lo siento muchísimo —se lamenta mi madre al teléfono.
—No pasa nada,
mamá. Ray estará aquí.
—Ana, pareces
distraída… ¿Estás bien, mi niña?
—Sí, mamá.
Ay, si tú
supieras… He conocido a un tipo escandalosamente rico que quiere mantener
conmigo una especie de extraña y perversa relación sexual en la que yo no tengo
ni voz ni voto.
—¿Has conocido
a algún chico?
—No, mamá.
Ahora mismo no
me apetece hablar del tema.
—Bueno,
cariño, el jueves pensaré en ti. Te quiero. Lo sabes, ¿verdad?
Cierro los
ojos. Sus cariñosas palabras me reconfortan.
—Yo también te
quiero, mamá. Saluda a Bob de mi parte. Espero que se recupere pronto.
—Seguro,
cariño. Adiós.
—Adiós.
Mientras
hablaba con ella, he entrado en mi habitación. Enciendo el cacharro infernal y
abro el programa de correo. Tengo un e-mail de Christian, de última hora de
anoche o primera hora de esta mañana, según cómo se mire. Al momento se me
acelera el corazón y oigo la sangre bombeándome en los oídos. Maldita sea…
quizá me dice que no… seguro… quizá ha cancelado la cena. La idea me resulta
dolorosa. La descarto rápidamente y abro el mensaje.
De: Christian
Grey
Fecha: 24 de
mayo de 2011 01:27
Para:
Anastasia Steele
Asunto: Sus
objeciones
Querida
señorita Steele:
Tras revisar
con más detalle sus objeciones, me permito recordarle la definición de sumiso.
sumiso: adjetivo
inclinado o
dispuesto a someterse; que obedece humildemente: sirvientes sumisos.
que indica
sumisión: una respuesta sumisa.
Origen:
1580-1590; someterse, sumisión
Sinónimos: 1.
obediente, complaciente, humilde. 2. pasivo, resignado, paciente, dócil,
contenido. Antónimos: 1. rebelde, desobediente.
Por favor,
téngalo en mente cuando nos reunamos el miércoles.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
Lo primero que
siento es alivio. Al menos está dispuesto a comentar mis objeciones y todavía
quiere que nos veamos mañana. Lo pienso un poco y le contesto.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 24 de
mayo de 2011 18:29
Para:
Christian Grey
Asunto: Mis
objeciones… ¿Qué pasa con las suyas?
Señor:
Le ruego que
observe la fecha de origen: 1580-1590. Quisiera recordarle al señor, con todo
respeto, que estamos en 2011. Desde entonces hemos avanzado un largo camino.
Me permito
ofrecerle una definición para que la tenga en cuenta en nuestra reunión:
compromiso:
sustantivo
1. llegar a un
entedimiento mediante concesiones mutuas; alcanzar un acuerdo ajustando
exigencias o principios en conflicto u oposición mediante la recíproca
modificación de las demandas. 2. el resultado de dicho acuerdo. 3. poner en
peligro, exponer a un peligro, una sospecha, etc.: poner en un compromiso la
integridad de alguien.
Ana
De: Christian
Grey
Fecha: 24 de
mayo de 2011 18:32
Para:
Anastasia Steele
Asunto: ¿Qué
pasa con mis objeciones?
Bien visto,
como siempre, señorita Steele. Pasaré a buscarla por su casa a las siete en
punto.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 24 de
mayo de 2011 18:40
Para:
Christian Grey
Asunto: 2011 –
Las mujeres sabemos conducir
Señor:
Tengo coche y
sé conducir.
Preferiría que
quedáramos en otro sitio.
¿Dónde nos
encontramos?
¿En tu hotel a
las siete?
Ana
De: Christian
Grey
Fecha: 24 de
mayo de 2011 18:43
Para:
Anastasia Steele
Asunto:
Jovencitas testarudas
Querida
señorita Steele:
Me remito a mi
e-mail del 24 de mayo de 2011, enviado a la 01:27, y a la definición que
contiene.
¿Cree que será
capaz de hacer lo que se le diga?
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 24 de
mayo de 2011 18:49
Para:
Christian Grey
Asunto: Hombres
intratables
Señor Grey:
Preferiría
conducir.
Por favor.
Ana
De: Christian
Grey
Fecha: 24 de
mayo de 2011 18:52
Para:
Anastasia Steele
Asunto:
Hombres exasperantes
Muy bien.
En mi hotel a
las siete.
Nos vemos en
el Marble Bar.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
Hasta por
e-mail se pone de mal humor. ¿No entiende que puedo necesitar salir corriendo?
No es que mi Escarabajo sea muy rápido… pero aun así necesito una vía de
escape.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 24 de
mayo de 2011 18:55
Para:
Christian Grey
Asunto:
Hombres no tan intratables
Gracias.
Ana x
De: Christian
Grey
Fecha: 24 de
mayo de 2011 18:59
Para:
Anastasia Steele
Asunto:
Mujeres exasperantes
De nada.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
Llamo a Ray,
que está a punto de ver un partido de los Sounders, un equipo de fútbol de Salt
Lake City, así que afortunadamente nuestra conversación es breve. Vendrá el
jueves para la entrega de títulos. Después quiere llevarme a comer a algún
sitio. Siento una gran ternura hablando con Ray y se me hace un nudo en la
garganta. Siempre ha estado a mi lado pese a los devaneos amorosos de mi madre.
Tenemos un vínculo especial, que es muy importante para mí. Aunque es mi
padrastro, siempre me ha tratado como a una hija, y tengo muchas ganas de
verlo. Hace mucho que no lo veo. Lo que ahora mismo necesito es su fuerza
tranquila. La echo en falta. Quizá pueda canalizar a mi Ray interior para mi
cita de mañana.
Kate y yo nos
dedicamos a empaquetar y compartimos una botella de vino barato, como tantas
veces. Cuando por fin casi he terminado de empaquetar mi habitación y me voy a
la cama, estoy más calmada. La actividad física de meter todo en cajas ha sido
una buena distracción, y estoy cansada. Quiero descansar. Me acurruco en la
cama y enseguida me quedo dormida.
Paul ha vuelto
de Princeton antes de trasladarse a Nueva York a hacer prácticas en una entidad
financiera. Se pasa el día siguiéndome por la tienda y pidiéndome que quedemos.
Es un pesado.
—Paul, te lo
he dicho ya cien veces: esta noche he quedado.
—No, no has quedado.
Lo dices para darme largas. Siempre me das largas.
Sí… parece que
lo has pillado.
—Paul, siempre
he pensado que no era buena idea salir con el hermano del jefe.
—Dejas de
trabajar aquí el viernes. Y mañana no trabajas.
—Y desde el
sábado estaré en Seattle, y tú te irás pronto a Nueva York. Ni a propósito
podríamos estar más lejos. Además, es verdad que tengo una cita esta noche.
—¿Con José?
—No.
—¿Con quién?
—Paul…
—Suspiro desesperada. No va a darse por vencido—. Con Christian Grey.
No puedo
evitar el tono de fastidio. Pero funciona. Paul se queda boquiabierto y mudo.
Vaya, hasta su nombre deja a la gente sin palabras.
—¿Has quedado
con Christian Grey? —me pregunta cuando se ha recuperado de la impresión.
Su tono de incredulidad
es evidente.
—Sí.
—Ya veo.
Paul se queda
alicaído, incluso aturdido, y a una pequeña parte de mí le molesta que le haya
sorprendido tanto. A la diosa que llevo dentro también. Dedica a Paul un gesto
muy feo y vulgar con los dedos.
Al final me
deja tranquila, y a las cinco en punto salgo corriendo de la tienda.
Kate me ha
prestado dos vestidos y dos pares de zapatos para esta noche y para el acto de
mañana. Ojalá me entusiasmara más la ropa y pudiera hacer un esfuerzo extra,
pero la verdad es que la ropa no es lo mío. ¿Qué es lo tuyo, Anastasia? La
pregunta a media voz de Christian me persigue. Intento acallar mis nervios y
elijo el vestido color ciruela para esta noche. Es discreto y parece adecuado
para una cita de negocios. Después de todo, voy a negociar un contrato.
Me ducho, me
depilo las piernas y las axilas, me lavo el pelo y luego me paso una buena
media hora secándomelo para que caiga ondulado sobre mis pechos y mi espalda.
Me sujeto el cabello con un peine de púas para mantenerlo retirado de la cara y
me aplico rímel y brillo de labios. Casi nunca me maquillo. Me intimida.
Ninguna de mis heroínas literarias tiene que maquillarse. Quizá sabría algo más
del tema si lo hicieran. Me pongo los zapatos de tacón a juego con el vestido,
y hacia las seis y media estoy lista.
—¿Cómo estoy?
—le pregunto a Kate.
Se ríe.
—Vas a
arrasar, Ana. —Asiente satisfecha—. Estás de escándalo.
—¡De
escándalo! Pretendo ir discreta y parecer una mujer de negocios.
—También, pero
sobre todo estás de escándalo. Este vestido le va muy bien a tu tono de piel. Y
se te marca todo —me dice con una sonrisita.
—¡Kate! —la
riño.
—Las cosas
como son, Ana. La impresión general es… muy buena. Con vestido, lo tendrás
comiendo en tu mano.
Aprieto los
labios. Ay, no entiendes nada.
—Deséame
suerte.
—¿Necesitas
suerte para quedar con él? —me pregunta frunciendo el ceño, confundida.
—Sí, Kate.
Bueno, pues
entonces suerte.
Me abraza y
salgo de casa.
Tengo que
quitarme los zapatos para conducir. Wanda, mi Escarabajo azul marino, no fue
diseñado para que lo condujeran mujeres con tacones. Aparco frente al Heathman
a las siete menos dos minutos exactamente y le doy las llaves al aparcacoches.
Mira con mala cara mi Escarabajo, pero no le hago caso. Respiro hondo, me
preparo mentalmente para la batalla y me dirijo al hotel.
Christian está
inclinado sobre la barra, bebiendo un vaso de vino blanco. Va vestido con su
habitual camisa blanca de lino, vaqueros negros, corbata negra y americana
negra. Lleva el pelo tan alborotado como siempre. Suspiro. Me quedo unos
segundos parada en la entrada del bar, observándolo, admirando la vista. Él
lanza una mirada, creo que nerviosa, hacia la puerta y al verme se queda
inmóvil. Pestañea un par de veces y después esboza lentamente una sonrisa
indolente y sexy que me deja sin palabras y me derrite por dentro. Avanzo hacia
él haciendo un enorme esfuerzo para no morderme el labio, consciente de que yo,
Anastasia Steele de Patosilandia, llevo tacones. Se levanta y viene hacia mí.
—Estás
impresionante —murmura inclinándose para besarme rápidamente en la mejilla—. Un
vestido, señorita Steele. Me parece muy bien.
Me coge de la
mano, me lleva a un reservado y hace un gesto al camarero.
—¿Qué quieres
tomar?
Esbozo una
ligera sonrisa mientras me siento en el reservado. Bueno, al menos me pregunta.
—Tomaré lo
mismo que tú, gracias.
¿Lo ves? Sé
hacer mi papel y comportarme. Divertido, pide otro vaso de Sancerre y se sienta
frente a mí.
Tienen una
bodega excelente —me dice.
Apoya los
codos en la mesa y junta los dedos de ambas manos a la altura de la boca. En
sus ojos brilla una incomprensible emoción. Y ahí está… esa habitual descarga
eléctrica que conecta con lo más profundo de mí. Me remuevo incómoda ante su
mirada escrutadora, con el corazón latiéndome a toda prisa. Tengo que mantener
la calma.
—¿Estás
nerviosa? —me pregunta amablemente.
—Sí.
Se inclina
hacia delante.
—Yo también
—susurra con complicidad.
Clavo mis ojos
en los suyos. ¿Él? ¿Nervioso? Nunca. Pestañeo y me dedica su preciosa sonrisa
de medio lado. Llega el camarero con mi vino, un platito con frutos secos y
otro con aceitunas.
—¿Cómo lo
hacemos? —le pregunto—. ¿Revisamos mis puntos uno a uno?
—Siempre tan impaciente,
señorita Steele.
—Bueno, puedo
preguntarte por el tiempo.
Sonríe y coge
una aceituna con sus largos dedos. Se la mete en la boca, y mis ojos se demoran
en ella, en esa boca que ha estado sobre la mía… en todo mi cuerpo. Me
ruborizo.
—Creo que el
tiempo hoy no ha tenido nada de especial —me dice riéndose.
¿Está riéndose
de mí, señor Grey?
—Sí, señorita
Steele.
—Sabes que ese
contrato no tiene ningún valor legal.
—Soy
perfectamente consciente, señorita Steele.
—¿Pensabas
decírmelo en algún momento?
Frunce el
ceño.
—¿Crees que
estoy coaccionándote para que hagas algo que no quieres hacer, y que además
pretendo tener algún derecho legal sobre ti?
—Bueno… sí.
—No tienes muy
buen concepto de mí, ¿verdad?
—No has contestado
a mi pregunta.
—Anastasia, no
importa si es legal o no. Es un acuerdo al que me gustaría llegar contigo… lo
que me gustaría conseguir de ti y lo que tú puedes esperar de mí. Si no te
gusta, no lo firmes. Si lo firmas y después decides que no te gusta, hay
suficientes cláusulas que te permitirán dejarlo. Aun cuando fuera legalmente
vinculante, ¿crees que te llevaría a juicio si decides marcharte?
Doy un largo
trago de vino. Mi subconsciente me da un golpecito en el hombro. Tienes que
estar atenta. No bebas demasiado.
Las relaciones
de este tipo se basan en la sinceridad y en la confianza —sigue diciéndome—. Si
no confías en mí… Tienes que confiar en mí para que sepa en qué medida te estoy
afectando, hasta dónde puedo llegar contigo, hasta dónde puedo llevarte… Si no
puedes ser sincera conmigo, entonces es imposible.
Vaya,
directamente al grano. Hasta dónde puede llevarme. Dios mío. ¿Qué quiere decir?
—Es muy
sencillo, Anastasia. ¿Confías en mí o no? —me pregunta con ojos ardientes.
—¿Has
mantenido este tipo de conversación con… bueno, con las quince?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque ya
eran sumisas. Sabían lo que querían de la relación conmigo, y en general lo que
yo esperaba. Con ellas fue una simple cuestión de afinar los límites tolerables,
ese tipo de detalles.
—¿Vas a
buscarlas a alguna tienda? ¿Sumisas ’R’ Us?
Se ríe.
—No
exactamente.
—Pues ¿cómo?
—¿De eso
quieres que hablemos? ¿O pasamos al meollo de la cuestión? A las objeciones,
como tú dices.
Trago saliva.
¿Confío en él? ¿A eso se reduce todo, a la confianza? Sin duda debería ser cosa
de dos. Recuerdo su mosqueo cuando llamé a José.
—¿Tienes
hambre? —me pregunta, y me distrae de mis pensamientos.
Oh, no… la
comida.
—No.
—¿Has comido
hoy?
Lo miro.
Sinceramente… Maldita sea, no va a gustarle mi respuesta.
—No —le
contesto en voz baja.
Me mira con
expresión muy seria.
—Tienes que
comer, Anastasia. Podemos cenar aquí o en mi suite. ¿Qué prefieres?
—Creo que
mejor nos quedamos en terreno neutral.
Sonríe con
aire burlón.
—¿Crees que
eso me detendría? —me pregunta en voz baja, como una sensual advertencia.
Abro los ojos
como platos y vuelvo a tragar saliva.
—Eso espero.
Vamos, he
reservado un comedor privado.
Me sonríe
enigmáticamente y sale del reservado tendiéndome una mano.
—Tráete el
vino —murmura.
Le cojo de la
mano, salgo y me paro a su lado. Me suelta la mano, me toma del brazo, cruzamos
el bar y subimos una gran escalera hasta un entresuelo. Un chico con uniforme
del Heathman se acerca a nosotros.
—Señor Grey,
por aquí, por favor.
Lo seguimos
por una lujosa zona de sofás hasta un comedor privado, con una sola mesa. Es
pequeño, pero suntuoso. Bajo una lámpara de araña encendida, la mesa está
cubierta por lino almidonado, copas de cristal, cubertería de plata y un ramo
de rosas blancas. Un encanto antiguo y sofisticado impregna la sala, forrada
con paneles de madera. El camarero me retira la silla y me siento. Me coloca la
servilleta en las rodillas. Christian se sienta frente a mí. Lo miro.
—No te muerdas
el labio —susurra.
Frunzo el
ceño. Maldita sea. Ni siquiera me he dado cuenta de que estaba haciéndolo.
—Ya he pedido
la comida. Espero que no te importe.
La verdad es
que me parece un alivio. No estoy segura de que pueda tomar más decisiones.
—No, está bien
—le contesto.
—Me gusta
saber que puedes ser dócil. Bueno, ¿dónde estábamos?
En el meollo
de la cuestión.
Doy otro largo
trago de vino. Está buenísimo. A Christian Grey se le dan bien los vinos.
Recuerdo el último trago que me ofreció, en mi cama. El inoportuno pensamiento
hace que me ruborice.
—Sí, tus
objeciones.
Se mete la
mano en el bolsillo interior de la americana y saca una hoja de papel. Mi
e-mail.
—Cláusula 2.
De acuerdo. Es en beneficio de los dos. Volveré a redactarlo.
Pestañeo. Dios
mío… vamos a ir punto por punto. No me siento tan valiente estando con él.
Parece tomárselo muy en serio. Me armo de valor con otro trago de vino.
Christian sigue.
—Mi salud
sexual. Bueno, todas mis compañeras anteriores se hicieron análisis de sangre,
y yo me hago pruebas cada seis meses de todos estos riesgos que comentas. Mis
últimas pruebas han salido perfectas. Nunca he tomado drogas. De hecho, estoy
totalmente en contra de las drogas, y mi empresa lleva una política antidrogas
muy estricta. Insisto en que se hagan pruebas aleatorias y por sorpresa a mis
empleados para detectar cualquier posible consumo de drogas.
Uau… La
obsesión controladora llega a la locura. Lo miro perpleja.
—Nunca me han
hecho una transfusión. ¿Contesta eso a tu pregunta?
Asiento,
impasible.
—El siguiente
punto ya lo he comentado antes. Puedes dejarlo en cualquier momento, Anastasia.
No voy a detenerte. Pero si te vas… se acabó. Que lo sepas.
De acuerdo —le
contesto en voz baja.
Si me voy, se
acabó. La idea me resulta inesperadamente dolorosa.
El camarero
llega con el primer plato. ¿Cómo voy a comer? Madre mía… ha pedido ostras sobre
hielo.
—Espero que te
gusten las ostras —me dice Christian en tono amable.
—Nunca las he
probado.
Nunca.
—¿En serio?
Bueno. —Coge una—. Lo único que tienes que hacer es metértelas en la boca y
tragártelas. Creo que lo conseguirás.
Me mira y sé a
qué está aludiendo. Me pongo roja como un tomate. Me sonríe, exprime zumo de
limón en su ostra y se la mete en la boca.
—Mmm,
riquísima. Sabe a mar —me dice sonriendo—. Vamos —me anima.
—¿No tengo que
masticarla?
—No,
Anastasia.
Sus ojos
brillan divertidos. Parece muy joven.
Me muerdo el
labio, y su expresión cambia instantáneamente. Me mira muy serio. Estiro el
brazo y cojo mi primera ostra. Vale… esto no va a salir bien. Le echo zumo de
limón y me la meto en la boca. Se desliza por mi garganta, toda ella mar, sal,
la fuerte acidez del limón y su textura carnosa… Oooh. Me chupo los labios.
Christian me mira fijamente, con ojos impenetrables.
—¿Y bien?
—Me comeré
otra —me limito a contestarle.
—Buena chica
—me dice orgulloso.
—¿Has pedido
ostras a propósito? ¿No dicen que son afrodisiacas?
—No, son el
primer plato del menú. No necesito afrodisiacos contigo. Creo que lo sabes, y
creo que a ti te pasa lo mismo conmigo —me dice tranquilamente—. ¿Dónde
estábamos?
Echa un
vistazo a mi e-mail mientras cojo otra ostra.
A él le pasa
lo mismo. Lo altero… Uau.
—Obedecerme en
todo. Sí, quiero que lo hagas. Necesito que lo hagas. Considéralo un papel,
Anastasia.
—Pero me
preocupa que me hagas daño.
—Que te haga
daño ¿cómo?
—Daño físico.
Y emocional.
—¿De verdad
crees que te haría daño? ¿Que traspasaría un límite que no pudieras aguantar?
—Me dijiste
que habías hecho daño a alguien.
—Sí, pero fue
hace mucho tiempo.
—¿Qué pasó?
—La colgué del
techo del cuarto de juegos. Es uno de los puntos que preguntabas, la suspensión.
Para eso son los mosquetones. Con cuerdas. Y apreté demasiado una cuerda.
Levanto una
mano suplicándole que se calle.
—No necesito
saber más. Entonces no vas a colgarme…
—No, si de
verdad no quieres. Puedes pasarlo a la lista de los límites infranqueables.
—De acuerdo.
—Bueno, ¿crees
que podrás obedecerme?
Me lanza una
mirada intensa. Pasan los segundos.
—Podría
intentarlo —susurro.
—Bien —me dice
sonriendo—. Ahora la vigencia. Un mes no es nada, especialmente si quieres un fin
de semana libre cada mes. No creo que pueda aguantar lejos de ti tanto tiempo.
Apenas lo consigo ahora.
Se calla.
¿No puede
aguantar lejos de mí? ¿Qué?
—¿Qué te
parece un día de un fin de semana al mes para ti? Pero te quedas conmigo una
noche entre semana.
—De acuerdo.
—Y, por favor,
intentémoslo tres meses. Si no te gusta, puedes marcharte en cualquier momento.
—¿Tres meses?
Me siento
presionada. Doy otro largo trago de vino y me concedo el gusto de otra ostra.
Podría aprender a que me gustaran.
—El tema de la
posesión es meramente terminológico y remite al principio de obediencia. Es
para situarte en el estado de ánimo adecuado, para que entiendas de dónde
vengo. Y quiero que sepas que, en cuanto cruces la puerta de mi casa como mi
sumisa, haré contigo lo que me dé la gana. Tienes que aceptarlo de buena gana.
Por eso tienes que confiar en mí. Te follaré cuando quiera, como quiera y donde
quiera. Voy a disciplinarte, porque vas a meter la pata. Te adiestraré para que
me complazcas.
»Pero sé que
todo esto es nuevo para ti. De entrada iremos con calma, y yo te ayudaré.
Avanzaremos desde diferentes perspectivas. Quiero que confíes en mí, pero sé
que tengo que ganarme tu confianza, y lo haré. El «en cualquier otro ámbito»…
de nuevo es para ayudarte a meterte en situación. Significa que todo está
permitido.
Se muestra
apasionado, cautivador. Está claro que es su obsesión, su manera de ser… No
puedo apartar los ojos de él. Lo quiere de verdad. Se calla y me mira.
—¿Sigues aquí?
—me pregunta en un susurro, con voz intensa, cálida y seductora.
Da un trago de
vino sin apartar su penetrante mirada de mis ojos.
El camarero se
acerca a la puerta, y Christian asiente ligeramente para indicarle que puede
retirar los platos.
—¿Quieres más
vino?
—Tengo que
conducir.
—¿Agua, pues?
Asiento.
—¿Normal o con
gas?
—Con gas, por
favor.
El camarero se
marcha.
—Estás muy
callada —me susurra Christian.
—Tú estás muy
hablador.
Sonríe.
—Disciplina.
La línea que separa el placer del dolor es muy fina, Anastasia. Son las dos
caras de una misma moneda. La una no existe sin la otra. Puedo enseñarte lo
placentero que puede ser el dolor. Ahora no me crees, pero a eso me refiero
cuando hablo de confianza. Habrá dolor, pero nada que no puedas soportar.
Volvemos al tema de la confianza. ¿Confías en mí, Ana?
¡Ana!
—Sí, confío en
ti —le contesto espontáneamente, sin pensarlo.
Y es cierto.
Confío en él.
—De acuerdo
—me dice aliviado—. Lo demás son simples detalles.
—Detalles
importantes.
—Vale,
comentémoslos.
Me da vueltas
la cabeza con tantas palabras. Tendría que haberme traído la grabadora de Kate
para poder volver a oír después lo que me dice. Demasiada información,
demasiadas cosas que procesar. El camarero vuelve a aparecer con el segundo
plato: bacalao, espárragos y puré de patatas con salsa holandesa. En mi vida
había tenido menos hambre.
—Espero que te
guste el pescado —me dice Christian en tono amable.
Pincho mi
comida y bebo un largo trago de agua con gas. Me gustaría mucho que fuera vino.
—Hablemos de
las normas. ¿Rompes el contrato por la comida?
—Sí.
—¿Puedo
cambiarlo y decir que comerás como mínimo tres veces al día?
—No.
No voy a ceder
en este tema. Nadie va a decirme lo que tengo que comer. Cómo follo, de
acuerdo, pero lo que como… no, ni hablar.
—Necesito
saber que no pasas hambre.
Frunzo el
ceño. ¿Por qué?
—Tienes que
confiar en mí —le digo.
Me mira un
instante y se relaja.
—Touché,
señorita Steele —me dice en tono tranquilo—. Acepto lo de la comida y lo de
dormir.
—¿Por qué no
puedo mirarte?
—Es cosa de la
relación de sumisión. Te acostumbrarás.
¿Seguro?
—¿Por qué no
puedo tocarte?
—Porque no.
Aprieta los
labios con obstinación.
—¿Es por la
señora Robinson?
Me mira con
curiosidad.
—¿Por qué lo
piensas? —E inmediatamente lo entiende—. ¿Crees que me traumatizó?
Asiento.
—No,
Anastasia, no es por ella. Además, la señora Robinson no me aceptaría estas
chorradas.
Ah… pero yo sí
tengo que aceptarlas. Pongo mala cara.
—Entonces no
tiene nada que ver con ella…
—No. Y tampoco
quiero que te toques.
¿Qué? Ah, sí,
la cláusula de que no puedo masturbarme.
—Por
curiosidad… ¿por qué?
—Porque quiero
para mí todo tu placer —me dice en tono ronco, aunque decidido.
No sé qué
contestar. Por un lado, ahí está con su «Quiero morderte ese labio»; por el
otro, es muy egoísta. Frunzo el ceño y pincho un trozo de bacalao intentando
evaluar mentalmente qué me ha concedido. La comida y dormir. Va a tomárselo con
calma, y aún no hemos hablado de los límites tolerables. Pero no estoy segura
de que pueda afrontar ese tema con la comida en la mesa.
—Te he dado
muchas cosas en las que pensar, ¿verdad?
—Sí.
—¿Quieres que
pasemos ya a los límites tolerables?
—Espera a que
acabemos de comer.
Sonríe.
—¿Te da asco?
—Algo así.
—No has comido
mucho.
—Lo
suficiente.
—Tres ostras,
cuatro trocitos de bacalao y un espárrago. Ni puré de patatas, ni frutos secos,
ni aceitunas. Y no has comido en todo el día. Me has dicho que podía confiar en
ti.
Vaya, ha hecho
el inventario completo.
—Christian,
por favor, no suelo mantener conversaciones de este tipo todos los días.
—Necesito que estés sana y en forma, Anastasia.
—Lo sé.
—Y ahora mismo
quiero quitarte ese vestido.
Trago saliva.
Quitarme el vestido de Kate. Siento un tirón en lo más profundo de mi vientre.
Algunos
músculos con los que ahora estoy más familiarizada se contraen con sus
palabras. Pero no puedo aceptarlo. Vuelve a utilizar contra mí su arma más
potente. Es fabuloso practicando el sexo… Hasta yo me he dado cuenta de ello.
—No creo que
sea una buena idea —murmuro—. Todavía no hemos comido el postre.
—¿Quieres
postre? —me pregunta resoplando.
—Sí.
—El postre
podrías ser tú —murmura sugerentemente.
—No estoy
segura de que sea lo bastante dulce.
—Anastasia,
eres exquisitamente dulce. Lo sé.
—Christian,
utilizas el sexo como arma. No me parece justo —susurro contemplándome las
manos.
Luego lo miro
a los ojos. Alza las cejas, sorprendido, y veo que está sopesando mis palabras.
Se presiona la barbilla, pensativo.
—Tienes razón.
Lo hago. Cada uno utiliza en la vida lo que sabe, Anastasia. Eso no quita que
te desee muchísimo. Aquí. Ahora.
¿Cómo es
posible que me seduzca solo con la voz? Estoy ya jadeando, con la sangre
circulándome a toda prisa por las venas, y los nervios estremeciéndose.
—Me gustaría
probar una cosa —me dice.
Frunzo el
ceño. Acaba de darme un montón de ideas que tengo que procesar, y ahora esto.
—Si fueras mi
sumisa, no tendrías que pensarlo. Sería fácil —me dice con voz dulce y
seductora—. Todas estas decisiones… todo el agotador proceso racional quedaría
atrás. Cosas como «¿Es lo correcto?», «¿Puede suceder aquí?», «¿Puede suceder
ahora?». No tendrías que preocuparte de esos detalles. Lo haría yo, como tu
amo. Y ahora mismo sé que me deseas, Anastasia.
Arrugo el ceño
todavía más. ¿Cómo está tan seguro?
—Estoy tan
seguro porque…
Maldita sea,
contesta a las preguntas que no le hago. ¿Es también adivino?
—… tu cuerpo
te delata. Estás apretando los muslos, te has puesto roja y tu respiración ha
cambiado.
Vale, es
demasiado.
—¿Cómo sabes
lo de mis muslos? —le pregunto en voz baja, en tono incrédulo.
Pero si están
debajo de la mesa, por favor.
—He notado que
el mantel se movía, y lo he deducido basándome en años de experiencia. No me
equivoco, ¿verdad?
Me ruborizo y
me miro las manos. Su juego de seducción me lo pone muy difícil. Él es el único
que conoce y entiende las normas. Yo soy demasiado ingenua e inexperta. Mi
único punto de referencia es Kate, pero ella no aguanta chorradas de los
hombres. Las demás referencias que tengo son del mundo de la ficción: Elizabeth
Bennet estaría indignada, Jane Eyre, aterrorizada, y Tess sucumbiría, como yo.
—No me he
terminado el bacalao.
—¿Prefieres el
bacalao frío a mí?
Levanto la
cabeza de golpe y lo miro. Un deseo imperioso brilla en sus ojos ardientes como
plata fundida.
—Pensaba que
te gustaba que me acabara toda la comida del plato.
—Ahora mismo,
señorita Steele, me importa una mierda su comida.
—Christian, no
juegas limpio, de verdad.
—Lo sé. Nunca
he jugado limpio.
La diosa que
llevo dentro frunce el ceño e intenta convencerme. Tú puedes. Juega a su juego.
¿Puedo? De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer? Mi inexperiencia es mi cruz. Pincho
un espárrago, lo miro y me muerdo el labio. Luego, muy despacio, me meto la
punta del espárrago en la boca y la chupo.
Christian abre
los ojos de manera imperceptible, pero yo lo noto.
—Anastasia,
¿qué haces?
Muerdo la
punta.
—Estoy
comiéndome un espárrago.
Christian se
remueve en su silla.
—Creo que está
jugando conmigo, señorita Steele.
Finjo
inocencia.
—Solo estoy terminándome
la comida, señor Grey.
En ese preciso
momento el camarero llama a la puerta y entra sin esperar respuesta. Mira un
segundo a Christian, que le pone mala cara pero asiente enseguida, así que el
camarero recoge los platos. La llegada del camarero ha roto el hechizo, y me
aferro a ese instante de lucidez. Tengo que marcharme. Si me quedo, nuestro
encuentro solo podrá terminar de una manera, y necesito poner ciertas barreras
después de una conversación tan intensa. Mi cabeza se rebela tanto como mi
cuerpo se muere de deseo. Necesito algo de distancia para pensar en todo lo que
me ha dicho. Todavía no he tomado una decisión, y su atractivo y su destreza
sexual no me lo ponen nada fácil.
—¿Quieres
postre? —me pregunta Christian, tan caballeroso como siempre, pero con ojos
todavía ardientes.
—No, gracias.
Creo que tengo que marcharme —le digo mirándome las manos.
—¿Marcharte?
—me pregunta sin poder ocultar su sorpresa.
El camarero se
retira a toda prisa.
—Sí.
Es la decisión
correcta. Si me quedo en este comedor con él, me follará. Me levanto con
determinación.
—Mañana
tenemos los dos la ceremonia de la entrega de títulos.
Christian se
levanta automáticamente, poniendo de manifiesto años de arraigada urbanidad.
—No quiero que
te vayas.
—Por favor…
Tengo que irme.
—¿Por qué?
—Porque me has
planteado muchas cosas en las que pensar… y necesito cierta distancia.
—Podría
conseguir que te quedaras —me amenaza.
—Sí, no te
sería difícil, pero no quiero que lo hagas.
Se pasa la
mano por el pelo mirándome detenidamente.
—Mira, cuando
viniste a entrevistarme y te caíste en mi despacho, todo eran «Sí, señor», «No,
señor». Pensé que eras una sumisa nata. Pero, la verdad, Anastasia, no estoy
seguro de que tengas madera de sumisa —me dice en tono tenso acercándose a mí.
Quizá tengas
razón —le contesto.
—Quiero tener
la oportunidad de descubrir si la tienes —murmura mirándome. Levanta un brazo,
me acaricia la cara y me pasa el pulgar por el labio inferior—. No sé hacerlo
de otra manera, Anastasia. Soy así.
—Lo sé.
Se inclina
para besarme, pero se detiene antes de que sus labios rocen los míos. Busca mis
ojos con la mirada, como pidiéndome permiso. Alzo los labios hacia él y me
besa, y como no sé si volveré a besarlo más, me dejo ir. Mis manos se mueven
por sí solas, se deslizan por su pelo, lo atraen hacia mí. Mi boca se abre y mi
lengua acaricia la suya. Me agarra por la nuca para besarme más profundamente,
respondiendo a mi ardor. Me desliza la otra mano por la espalda, y al llegar al
final de la columna, la detiene y me aprieta contra su cuerpo.
—¿No puedo
convencerte de que te quedes? —me pregunta sin dejar de besarme.
—No.
—Pasa la noche
conmigo.
—¿Sin tocarte?
No.
—Eres
imposible —se queja. Se echa hacia atrás y me mira fijamente—. ¿Por qué tengo
la impresión de que estás despidiéndote de mí?
—Porque voy a
marcharme.
—No es eso lo
que quiero decir, y lo sabes.
Christian,
tengo que pensar en todo esto. No sé si puedo mantener el tipo de relación que
quieres.
Cierra los
ojos y presiona su frente contra la mía, lo cual nos da a ambos la oportunidad
de relajar la respiración. Un momento después me besa en la frente, respira
hondo, con la nariz hundida en mi pelo, me suelta y da un paso atrás.
—Como quiera,
señorita Steele —me dice con rostro impasible—. La acompaño hasta el vestíbulo.
Me tiende la
mano. Me inclino, cojo el bolso y le doy la mano. Maldita sea, esto podría ser
todo. Lo sigo dócilmente por la gran escalera hasta el vestíbulo. Siento
picores en el cuero cabelludo, la sangre me bombea muy deprisa. Podría ser el
último adiós si decido no aceptar. El corazón se me contrae dolorosamente en el
pecho. Qué giro tan radical… Qué gran diferencia puede suponer para una chica
un momento de lucidez.
—¿Tienes el
ticket del aparcacoches?
Saco del bolso
el ticket y se lo doy. Christian se lo entrega al portero. Lo miro mientras
esperamos.
—Gracias por
la cena —murmuro.
—Ha sido un
placer como siempre, señorita Steele —me contesta educadamente, aunque parece
sumido en sus pensamientos, abstraído por completo.
Lo observo
detenidamente y memorizo su hermoso perfil. Me obsesiona la desagradable idea
de que podría no volver a verlo. Es demasiado doloroso para planteármelo. De pronto
se gira y me mira con expresión intensa.
—Esta semana
te mudas a Seattle. Si tomas la decisión correcta, ¿podré verte el domingo? —
me pregunta en tono inseguro.
Ya veremos.
Quizá —le contesto.
Por un momento
parece aliviado, pero enseguida frunce el ceño.
—Ahora hace
fresco. ¿No has traído chaqueta?
—No.
Mueve la
cabeza enfadado y se quita la americana.
—Toma. No
quiero que cojas frío.
Parpadeo
mientras la sostiene para que me la ponga. Y al pasar los brazos por las
mangas, recuerdo el momento en su despacho en que me puso la chaqueta sobre los
hombros —el día en que lo conocí—, y la impresión que me causó. Nada ha
cambiado. En realidad, ahora es más intenso. Su americana está caliente, me
viene muy grande y huele a él… delicioso.
Llega mi
coche. Christian se queda boquiabierto.
—¿Ese es tu
coche?
Está
horrorizado. Me coge de la mano y sale conmigo a la calle. El aparcacoches
sale, me tiende las llaves, y Christian le da una propina.
—¿Está en
condiciones de circular? —me pregunta fulminándome con la mirada.
—Sí.
—¿Llegará
hasta Seattle?
—Claro que sí.
—¿Es seguro?
—Sí —le
contesto irritada—. Vale, es viejo, pero es mío y funciona. Me lo compró mi
padrastro.
—Anastasia,
creo que podremos arreglarlo.
—¿Qué quieres
decir? —De pronto lo entiendo—. Ni se te ocurra comprarme un coche.
Me mira con el
ceño fruncido y la mandíbula tensa.
—Ya veremos
—me contesta.
Hace una mueca
mientras me abre la puerta del conductor y me ayuda a entrar. Me quito los
zapatos y bajo la ventanilla. Me mira con expresión impenetrable y ojos
turbios.
—Conduce con
prudencia —me dice en voz baja.
—Adiós,
Christian —le digo con voz ronca, como si estuviera a punto de llorar.
No, no voy a
llorar. Le sonrío ligeramente.
Mientras me
alejo, siento una presión en el pecho, empiezan a aflorar las lágrimas y trato
de ahogar el llanto. Las lágrimas no tardan en rodar por mis mejillas, aunque
la verdad es que no entiendo por qué lloro. Me he mantenido firme. Él me lo ha explicado
todo, y ha sido claro. Me desea, pero necesito más. Necesito que me desee como
yo lo deseo y lo necesito, y en el fondo sé que no es posible. Estoy abrumada.
Ni siquiera sé
cómo catalogarlo. Si acepto… ¿será mi novio? ¿Podré presentárselo a mis amigos?
¿Saldré con él de copas, al cine o a jugar a los bolos? Creo que no, la verdad.
No me dejará tocarlo ni dormir con él. Sé que no he hecho estas cosas en el
pasado, pero quiero hacerlas en el futuro. Y no es este el futuro que él tiene
previsto.
¿Qué pasa si
digo que sí, y dentro de tres meses él dice que no, que se ha cansado de
intentar convertirme en algo que no soy? ¿Cómo voy a sentirme? Me habré
implicado emocionalmente durante tres meses y habré hecho cosas que no estoy
segura de que quiera hacer. Y si después me dice que no, que se ha acabado el
acuerdo, ¿cómo voy a sobrellevar el rechazo? Quizá lo mejor sea retirarse
ahora, que mantego mi autoestima más o menos intacta.
Pero la idea
de no volver a verlo me resulta insoportable. ¿Cómo se me ha metido en la piel
en tan poco tiempo? No puede ser solo el sexo, ¿verdad? Me paso la mano por los
ojos para secarme las lágrimas. No quiero analizar lo que siento por él. Me
asusta lo que podría descubrir. ¿Qué voy a hacer?
Aparco frente
a nuestra casa. No veo luces encendidas, así que Kate debe de haber salido. Es
un alivio. No quiero que vuelva a pillarme llorando. Mientras me desnudo,
enciendo el cacharro infernal y encuentro un mensaje de Christian en la bandeja
de entrada.
De: Christian
Grey
Fecha: 25 de
mayo de 2011 22:01
Para:
Anastasia Steele
Asunto: Esta
noche
No entiendo
por qué has salido corriendo esta noche. Espero sinceramente haber contestado a
todas tus preguntas de forma satisfactoria. Sé que tienes que plantearte muchas
cosas y espero fervientemente que consideres en serio mi propuesta. Quiero de
verdad que esto funcione. Nos lo tomaremos con calma.
Confía en mí.
Christian Grey
Presidente de
Grey Enterprises Holdings, Inc.
Este e-mail me
hace llorar más. No soy una fusión empresarial. No soy una adquisición. Leyendo
este correo, cualquiera diría que sí. No le contesto. No sé qué decirle, la
verdad. Me pongo el pijama y me meto en la cama envuelta en su americana.
Tumbada, en la oscuridad, pienso en todas las veces que me ha advertido que me
mantuviera alejada de él.
«Anastasia,
deberías mantenerte alejada de mí. No soy un hombre para ti.»
«Yo no tengo
novias.»
«No soy un
hombre de flores y corazones.»
«Yo no hago el
amor.»
«No sé hacerlo
de otra manera.»
Es lo último a
lo que me aferro mientras lloro en silencio, con la cara hundida en la
almohada. Tampoco yo sé hacerlo de otra manera. Quizá juntos podamos encontrar
otro camino.
Deberías alejarte de mi,no soy un hombre para ti,eso me pone los nervios de punta,no puedo parar de leer!!!
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