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Una noche enamorada - Cap. 8

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CAPÍTULO 8
Un alboroto me arranca de mis sueños y me hace descender la escalera a una velocidad absurda. Aterrizo en la cocina, aún medio dormida, desnuda y con la visión
ligeramente borrosa. Parpadeo varias veces para aclararme la vista hasta que veo a Miller, que tiene el torso al aire y una caja de cereales en la mano.
—¿Qué pasa? —pregunta, y sus ojos preocupados inspeccionan mi cuerpo desnudo.
La realidad golpea de nuevo mi cerebro despierto, una realidad en la que no es la abuela quien trajina en la cocina feliz y contenta; es Miller, que parece incómodo y
fuera de lugar. Una tremenda culpabilidad me consume por sentirme decepcionada.
—Me has asustado —es todo lo que se me ocurre decir y de repente, muy alerta, me doy cuenta de que estoy desnuda y empiezo a retroceder por la cocina.
Señalo por encima de mi hombro—. Voy a ponerme algo de ropa.
—Vale —asiente, y observa con detenimiento cómo desaparezco por el pasillo.
Suspiro con pesar mientras subo la escalera y me pongo unas bragas y una camiseta con desgana. De nuevo abajo, me encuentro la mesa preparada con el
desayuno, y Miller parece aún más fuera de lugar, sentado con su teléfono en la oreja. Me indica que me siente y lo hago despacio mientras él prosigue con su llamada.
—Llegaré hacia la hora de comer —dice con voz cortada y al grano antes de colgar y dejar el móvil.
Me mira desde el otro lado de la mesa y, tras unos segundos observándolo, veo que se está transformando en ese hombre sin emociones que repele a todo el
mundo. Estamos otra vez en Londres. Lo único que le falta es el traje.
—¿Quién era? —pregunto mientras cojo la humeante tetera colocada en el centro de la mesa y me sirvo una taza de té.
—Tony. —Su respuesta es corta y seca, como el tono que estaba usando hace un momento.
Dejo la pesada tetera a mi derecha, me añado leche y remuevo la mezcla. Entonces observo con asombro cómo Miller se inclina sobre la mesa, coge la tetera y la
coloca de nuevo en el centro exacto de la mesa, y la gira ligeramente.
Suspiro, bebo un sorbo de té y me encojo enseguida al percibir su sabor. Me lo trago como puedo y dejo la taza sobre la mesa.
—¿Cuántas bolsas has metido?
Arruga la frente y mira hacia la tetera.
—Dos.
—Pues no lo parece. —Sabe a leche caliente. Me acerco, quito la tapa y me asomo dentro—. Aquí no hay ninguna.
—Las he sacado.
—¿Por qué?
—Porque si no bloquearían la boca.
Sonrío.
—Miller, un millón de teteras en Inglaterra tienen bolsas de té dentro y las bocas nunca se bloquean.
Pone los ojos en blanco, se apoya de nuevo en el respaldo de su silla y se cruza de brazos sobre su pecho desnudo.
—He sido intuitivo...
—Miller Hart —lo interrumpo conteniendo una sonrisa de petulancia—. Nunca pasa.
Su expresión cansada no hace sino alimentar mi diversión. Sé que está disfrutando de mi jocosidad, aunque se niegue a seguirme el juego.
—Me atrevería a sugerir que estás insinuando que mis habilidades para preparar el té dejan mucho que desear.
—Intuyes bien.
—Eso pensaba —masculla. Coge el teléfono de la mesa y pulsa unos cuantos botones—. Sólo intentaba que te sintieras como en tu casa.
—Estoy en mi casa. —Me encojo al ver que me mira con expresión herida. No pretendía decir lo que ha parecido—. Yo...
Miller se lleva el teléfono a la oreja.
—Prepara mi coche para las nueve —ordena.
—Miller, no quería...
—Y asegúrate de que esté impoluto —continúa, pasando por completo de mis intentos de explicarme.
—Me has interpretado...
—Y eso incluye el maletero.
Cojo mi taza sólo para poder dejarla de golpe contra la mesa de nuevo. Y lo hago. Con fuerza.
—¡Deja de ser tan infantil!
Se encoge en su silla y corta la llamada.
—¿Disculpa?
Me río un poco.
—No empieces, Miller. No pretendía ofenderte.
Apoya los antebrazos sobre la mesa y se inclina hacia mí.
—¿Por qué no te vienes conmigo?
Miro sus ojos suplicantes y suspiro.
—Porque necesito estar aquí —contesto, y al ver que no lo entiende, prosigo, con la esperanza de que lo haga—. Necesito que todo esté preparado para cuando
vuelva a casa. Necesito estar aquí para cuidar de ella.
—Pues que se venga a vivir con nosotros —responde inmediatamente.
Habla en serio, y me quedo perpleja. ¿Está preparado para exponerse a la posibilidad de que haya otra persona, aparte de mí, que destroce la perfección de su
hogar? La abuela acabaría volviendo loco a Miller. Por muy enferma que esté, sé que intentaría hacerse con el control de la casa. Sería una anarquía, y Miller no lo
soportaría.
—Créeme —le digo—. No sabes lo que estás diciendo.
—Sí lo sé —responde, y se me borra la sonrisa de la cara—. Sé lo que estás pensando.
—¿El qué? —Me encanta que confirme mis pensamientos; si lo hace, será como una especie de admisión.
—Ya sabes qué. —Me mira con ojos de advertencia—. Me sentiría mejor si te quedases en mi casa. Es más seguro.
Reúno toda la paciencia que me queda para no mostrar mi exasperación. Debería haberlo imaginado. Me niego a tener todo el día a alguien protegiéndome. Conocer
a Miller Hart y enamorarme de él puede que me haya dado libertad, que me haya despertado y haya avivado en mí el deseo de vivir y de sentir, pero también soy
consciente de que mi renovada libertad podría conllevar ciertas limitaciones. No pienso dejar que eso suceda.
—Me quedo aquí —respondo con absoluta determinación, y el cuerpo de Miller se desinfla en su silla.
—Como desees —exhala cerrando los ojos y con la vista al cielo—. Insolente.
Sonrío. Me encanta ver a Miller tan exasperado, pero su rápida aceptación me encanta todavía más.
—¿Qué vas a hacer hoy?
Baja la cabeza y me mira con un ojo entrecerrado con suspicacia.
—No vas a acompañarme, ¿verdad?
Mi sonrisa se intensifica.
—No. Voy a ir a ver a mi abuela.
—Puedes venir al Ice conmigo primero.
—No.
Sacudo la cabeza lentamente. Imagino que Cassie estará allí y no me apetece aguantar sus caras de desdén ni sus palabras, capaces de hacerme polvo. Tengo
mejores cosas que hacer que meterme en un campo de batalla, y no pienso retrasarme ni un segundo en ir a ver a la abuela.
Se inclina hacia adelante, con la mandíbula temblorosa.
—Estás agotando mi paciencia, Olivia. Has de venir, y vas a aceptar.
¿Ah, sí? Sé que está intentando imponer sus reglas, pero con sus maneras arrogantes lo único que consigue es despertar mi insolencia en lugar de obligarme a ser
razonable. Apoyo las manos en la mesa y me muevo rápido, haciendo que Miller retroceda en su silla.
—¡Si quieres conservarme como una posesión, tendrás que dejar de comportarte como un capullo! No soy un objeto, Miller. Que aprecies tus posesiones no
significa que puedas mangonearme. —Me pongo de pie y su silla chirría hacia atrás al arrastrarse contra el suelo—. Voy a ducharme.
Mis pies se apresuran a alejarme de la creciente furia que emana de Miller como resultado de mi insubordinación. No podía dejarlo estar, y no puedo contentarlo en
todo.
Me tomo mi tiempo para ducharme y vestirme y me sorprendo al volver al piso de abajo y ver que Miller se ha marchado. Pero no me sorprendo tanto al ver que
la cocina huele como si hubiese sufrido el ataque de un spray antibacteriano y reluce como si estuviese cubierta de purpurina. No voy a quejarme, porque eso significa
que así puedo irme al hospital sin demora. Cojo mi bolso, abro la puerta y salgo corriendo mientras busco mis llaves en mi bandolera.
—¡Huy! —grito al chocar de golpe contra un pecho y rebotar hacia atrás. Aterrizo contra el marco de la puerta y me doy en el omóplato—. ¡Joder! —Me llevo la
mano a la espalda y me la froto para aliviar el dolor del golpe.
—¿Tienes prisa? —Unos dedos fuertes me agarran del antebrazo y me sostienen en el sitio.
Mi mirada furiosa recorre una figura trajeada y sé lo que me voy a encontrar en cuanto pase del cuello. Y no me equivoco: William. El antiguo chulo de mi madre y
mi autoproclamado ángel de la guarda.
—Sí, así que si me disculpas...
Hago ademán de esquivarlo, pero se mueve conmigo y me bloquea el paso. M ordiéndome la lengua y respirando hondo para calmarme, enderezo los hombros y
levanto la barbilla. No parece nada intimidado, cosa que me sienta fatal. Me cuesta mostrarme insolente todo el tiempo. Es agotador.
—Al coche, Olivia. —Su tono me saca de quicio, pero sé que negarme no me llevará a ninguna parte.
—Te ha pedido él que vengas, ¿verdad? ¡No me lo puedo creer! ¡Será capullo!
—No voy a negarlo. —William confirma mis pensamientos y señala el coche de nuevo, donde Ted aguarda con la puerta abierta y con esa sonrisa perpetua en su
rostro duro pero amigable.
Le devuelvo la sonrisa y me pongo furiosa de nuevo cuando me vuelvo otra vez hacia William.
—¡Como me comas la cabeza haré una estupidez!
—¿Una estupidez? ¿Como marcharte? —William se ríe—. «Capullo», «comer la cabeza», ¿qué viene después?
—Una patada en tu puto culo —le espeto, y paso delante de él para dirigirme al coche—. No sé si Miller y tú os habréis dado cuenta, ¡pero soy una persona
adulta! —Señorita Taylor. —Ted me saluda, y todo mi enfado se desvanece en un instante mientras entro en la parte trasera del coche.
—Hola, Ted —digo alegremente, y hago como que no veo la cara de incredulidad que William le lanza a su chófer. Éste se encoge de hombros y le quita
importancia al asunto.
No podría enfadarme con este tipo tan simpático ni aunque quisiera. Tiene un aura de calma que parece contagiárseme. Y eso que conduce como un loco.
Me apoyo en el respaldo del asiento y espero a que William se siente al otro lado mientras giro mi anillo y miro por la ventana.
—Había pensado ir a visitar a Josephine esta mañana de todos modos —dice.
Hago como que no lo oigo y saco mi móvil del bolso para mandarle un mensaje a Miller.
Estoy cabreada contigo.
No necesito explicar nada. Sabe que William es la última persona a la que quiero ver. Le doy a «Enviar» y me dispongo a guardar el móvil, pero William me agarra
la mano. Cuando levanto la vista veo que tiene el ceño fruncido.
—¿Qué es esto? —pregunta pasando el dedo por mi anillo de diamantes.
Todos mis mecanismos de defensa se activan.
—Sólo es un anillo.
Esto promete. Aparto la mano, y me cabreo cuando lo escondo por instinto de sus ojos fisgones. No quiero esconderlo. De nadie.
—¿En el dedo izquierdo?
—Sí —le ladro, consciente de que me estoy pasando de la raya. Lo estoy liando cuando podría perfectamente decirle algo para que deje de darle vueltas a la cabeza.
No pienso explicarle nada. Por mí puede pensar lo que le dé la gana.
—¿Vas a casarte con él? —insiste William. Su tono se está volviendo impaciente ante mi continua falta de respeto. Soy una chica valiente, pero también estoy
furiosa. La idea de huir de Londres de nuevo cada vez se vuelve más tentadora, sólo que esta vez pienso secuestrar a la abuela del hospital y llevármela conmigo.
Sigo sin decir nada y miro mi teléfono cuando me avisa de la llegada de un mensaje.
¿Qué he hecho yo para que estés cabreada, mi niña?
Me mofo y vuelvo a meter mi teléfono en mi bandolera. No estoy dispuesta a cabrearme más todavía respondiendo a su ignorancia. Sólo quiero ver a la abuela.
—Olivia Taylor —suspira William, y la sorna empieza a diluir su enfado—. Nunca dejas de decepcionarme.
—¿Y eso qué significa? —Me vuelvo para mirarlo y veo una afable sonrisa en su rostro atractivo. Sé perfectamente lo que quiere decir, y lo ha dicho para
conseguir una reacción por mi parte. Para sacarme de mi furibundo silencio. Lo ha conseguido. Ahora sigo furibunda, pero estoy muy lejos de estar callada—. Ted,
¿puedes parar, por favor?
William sacude la cabeza y no se molesta en expresar su contraorden al chófer. No es necesario. Está claro que Ted no tiene las mismas agallas que yo... o,
seguramente, muestra más respeto ante William Anderson. Miro al espejo y veo esa sonrisa de nuevo en su rostro. Parece que la tenga de manera permanente.
—¿Por qué está siempre tan alegre? —pregunto volviéndome hacia William, con auténtico interés.
Me está observando detenidamente, y sus dedos tamborilean la puerta sobre la que descansa su brazo.
—Es posible que le recuerdes a alguien —dice en voz baja, casi cautelosa, y yo retrocedo en mi asiento al asimilar a qué se refiere. ¿Ted conocía a mi madre?
Frunzo los labios y me pongo a pensar. ¿Debería preguntar? Abro la boca para hablar, pero la cierro al instante. ¿Querría verla si resulta que está viva? Mi
respuesta me viene a la cabeza rápidamente sin apenas razonarla. Y no la cuestiono.
No, no querría.
En el hospital hace un calor sofocante, pero continúo avanzando a paso ligero por el pasillo, ansiosa por llegar hasta la abuela. William camina con paso firme a mi
lado, y sus largas piernas parecen seguirme el ritmo fácilmente.
—Tu amigo —dice de repente, y hace que mis pasos vacilen por un momento. M i mente también vacila. No sé por qué. Sé de quién está hablando—. Gregory —
aclara, por si no sé a quién se está refiriendo.
Acelero el ritmo de nuevo y mantengo la vista al frente.
—¿Qué pasa con él?
—Es un buen chaval.
Frunzo el ceño ante su observación. Gregory es muy buen chico, pero intuyo que William no pretende limitarse a elogiarlo.
—Sí, es muy buen «chaval».
—Ambicioso, inteligente...
—¡Un momento! —Me detengo y lo miro con incredulidad. Después me echo a reír de manera incontrolada. Me desternillo. Este hombre trajeado y distinguido se
queda sin habla y con los ojos como platos cuando me caigo al suelo del pasillo del hospital muerta de risa—. ¡Joder! —me río, y miro a William mientras me seco unas
lágrimas que han escapado de mis ojos. Mira a nuestro alrededor, claramente incómodo—. Buen intento, William. —Continúo mi camino y dejo que me siga con
vacilación. Está desesperado—. Siento decepcionarte —digo por encima del hombro—, pero Gregory es gay.
—¿En serio? —Su respuesta de asombro hace que me vuelva, sonriendo, dispuesta a ver al formidable William Anderson sorprendido. Pocas cosas lo
desconciertan, pero esto lo ha logrado, para mi gran satisfacción.
—Sí, así que no malgastes saliva.
Debería estar furiosa por su insistencia en alejarme de Miller, pero esto me ha hecho tanta gracia que soy incapaz. Pero si Miller se entera de que William está
intentando entrometerse entre nosotros, no se lo tomará con tanta filosofía.
Dejo que recupere la compostura, avanzo a toda prisa por la sala y me dirijo a la habitación donde está mi abuela.
—¡Buenos días! —canturreo al encontrarla sentada en su sillón, con un vestido de flores y perfectamente peinada.
Tiene una bandeja sobre el regazo y está metiendo el dedo en algo que parece un sándwich de huevo.
Sus ancianos ojos azul marino me miran y borran mi alegría de un plumazo.
—¿Son buenos? —gruñe, y empuja la bandeja sobre la mesa.
Se me cae el alma a los pies mientras me siento al borde de su cama.
—Estás donde tienes que estar, abuela.
—¡Pfff! —resopla, y se aparta sus rizos perfectos de la cara—. Sí, si estuviera muerta, ¡pero me encuentro perfectamente!
No quiero ser condescendiente, de modo que me obligo a no poner los ojos en blanco.
—Si los médicos considerasen que estás perfectamente, no te retendrían aquí.
—¿Acaso no tengo buen aspecto?
Levanta los brazos y señala con su dedo arrugado a la viejecita que está en la cama de enfrente. Aprieto los labios sin saber qué decir. No, la verdad es que la abuela
no se parece en nada a la pobre mujer que dormita al otro lado con la boca abierta. Parece que está muerta.
—¡Enid! —vocifera la abuela, y doy un brinco del susto—. Enid, querida, ésta es mi nieta. ¿Recuerdas que te hablé de ella?
—¡Abuela, está dormida! —la regaño justo cuando William aparece por la esquina. Está sonriendo, seguramente después de haber oído a Josephine haciendo de las
suyas. —No está dormida —responde la abuela—. ¡Enid!
Sacudo la cabeza y miro a William de nuevo con ojos suplicantes, pero él se limita a seguir sonriendo y se encoge de hombros. Ambos nos lanzamos miradas de
soslayo cuando oímos toses y gruñidos que emanan de Enid, y al mirarla veo sus ojos pesados que se dirigen a todas partes, desorientada.
—¡Hola! ¡Por aquí! —La abuela menea como una posesa el brazo en el aire—. Ponte las gafas, querida. Las tienes en tu regazo.
Enid tantea sobre las sábanas durante unos instantes y se pone las gafas. Una sonrisa desdentada se materializa en su rostro macilento.
—Es muy guapa —grazna, y deja caer la cabeza hacia atrás de nuevo, cierra los ojos y abre la boca.
Me dispongo a levantarme, alarmada.
—¿Se encuentra bien?
William se ríe y se reúne conmigo en la cama delante de mi abuela.
—Es por la medicación. Está bien.
—No —interviene mi abuela—. Yo estoy bien. Ella está de camino a las puertas del cielo. ¿Cuándo me dan el alta?
—Mañana, o puede que el viernes, depende de lo que diga el cardiólogo —le dice William, y una sonrisa esperanzada se dibuja en su rostro—. Depende de lo que
diga el cardiólogo —reitera mirando a mi abuela fijamente.
—Seguro que dice que sí —responde ella con demasiada confianza, y apoya las manos sobre su regazo. Entonces se hace el silencio y sus ojos azul marino oscilan
entre William y yo unas cuantas veces con curiosidad—. ¿Cómo estáis vosotros?
—Estupendamente.
—Bien. —Mi respuesta choca con la de William y ambos nos miramos con el rabillo del ojo.
—¿Dónde está M iller? —continúa ella, atrayendo de nuevo nuestra atención hacia su absorbente presencia.
Me quedo callada creyendo que William va a volver a contestar, pero guarda silencio y me deja hablar a mí. La tensión entre nosotros es evidente, y a la abuela no
le pasa desapercibida. No estamos ayudando en absoluto. No quiero que se preocupe por nada más que por recuperarse.
—Está trabajando. —Empiezo a juguetear con la jarra de agua que hay en la mesita junto a su cama, lo que sea con tal de cambiar de conversación—. ¿Quieres un
poco de agua fresca?
—La enfermera la ha traído justo antes de que llegarais —se apresura a responder, de modo que desvío la atención hacia el vaso de plástico que hay junto a la jarra.
—¿Te lo lavo? —pregunto esperanzada.
—Ya lo han hecho.
Me rindo y me enfrento a su rostro de curiosidad.
—¿Necesitas que te traiga ropa o un pijama? ¿Un neceser?
—William se encargó de eso ayer por la mañana.
—¿Ah sí? —Miro a William sorprendida y él hace como que no me ve—. Qué amable por su parte.
El hombre trajeado se levanta de la cama y se inclina para besar a mi abuela en la mejilla. Ella lo recibe con una sonrisa afectuosa, levantando la mano y dándole
unos toquecitos en el brazo.
—¿Todavía te queda saldo? —le pregunta.
—¡Sí! —La abuela coge el mando a distancia y lo dirige hacia el televisor. Éste cobra vida y se reclina de nuevo sobre su silla—. ¡Un invento maravilloso! ¿Sabéis
que puedo ver cualquier episodio de «EastEnders» del mes pasado con sólo apretar un botón?
—Increíble —dice William, y redirige su sonrisa hacia mí.
Me quedo pasmada observando en silencio cómo la abuela y el antiguo chulo de su hija conversan como si fuesen familia. William Anderson, el señor del bajo
mundo, no parece estar temblando en estos momentos. Y la abuela no parece estar a punto de descargar sus pullitas contra el hombre que hizo que su hija se marchara.
¿Qué sabe? ¿O qué le ha contado William? Nadie que los viera diría que ha habido enemistad ni rencores entre ellos. Parecen cómodos y contentos con su compañía
mutua. M e confunde.
—Yo me marcho ya —anuncia William con voz suave interfiriendo en mis pensamientos y devolviéndome a la realidad de la asfixiante sala del hospital—. Pórtate
bien, Josephine.
—Sí, sí —farfulla la abuela, despidiéndolo con un movimiento de la mano—. Si me liberan mañana, seré un angelito.
William se ríe y sus ojos grises cristalinos brillan con afecto por mi querida abuela.
—Tu libertad depende de ello. Me pasaré después. —Su alta figura se vuelve hacia mí y su sonrisa se intensifica ante mi evidente desconcierto—. Ted volverá a
por ti después de dejarme en el Society. Te llevará a casa.
La mención del establecimiento de William interrumpe mi impulso de negarme cuando los recuerdos del lujoso club se agolpan en mi mente y me obligan a cerrar
los ojos para refrenarlos.
—Bien —mascullo.
Me pongo de pie y ahueco la mullida almohada para no tener que enfrentarme a la severa mirada que me está dirigiendo durante más tiempo del necesario. Mi
iPhone me alerta de un mensaje justo en el momento adecuado y me permite centrar la atención en buscar el móvil cuando termino de juguetear con la almohada.
Es de buena educación responder cuando alguien te hace una pregunta.
Debería irme a casa y escapar al santuario de mi cama, donde nadie puede encontrarme ni sacarme de quicio.
—Olivia, cariño, ¿estás bien? —El tono de preocupación de mi abuela no me deja más remedio que forzar una sonrisa.
—Estoy bien, abuela. —Guardo el teléfono sin responder, me olvido de las posibles represalias de mis actos y me acomodo sobre la cama de nuevo—. Entonces
¿vuelves a casa el viernes?
Siento un alivio inmenso cuando la preocupación de mi abuela se desvanece y empieza a enumerarme los motivos por los que se muere de ganas de escapar de este
«infierno». La escucho durante una hora entera, hasta que George llega y ella le informa de sus reclamaciones después de ofrecerme a mí una recapitulación. En estos
momentos hay muchas cosas en mi vida de las que no estoy segura, pero si algo tengo por cierto es que no me gustaría ser una enfermera en la sala Cedro.
Justo antes de dejar a la abuela y a George, recibo un mensaje de texto de un número desconocido que me avisa de que mi coche me espera fuera cuando esté lista
para volver a casa. Pero no lo estoy, y sé que Ted tendrá órdenes estrictas de William de no llevarme a ninguna otra parte. También sé que mis dulces palabras y mis
sonrisas no conseguirán convencer al chófer de que me lleve a ningún otro lado.
—¡Nena!
Me vuelvo sobre mis Converse y prácticamente doy un alarido al ver a Gregory corriendo hacia mí. La visión familiar de mi mejor amigo con sus pantalones
militares y una camiseta ceñida borra al instante los tormentosos pensamientos que plagaban mi mente.
Me levanta, me da una vuelta en el aire y lanzo otro grito agudo.
—¡Cuánto me alegro de verte!
—Y yo. —Me aferro a él con fuerza y dejo que me abrace—. ¿Vas a ver a la abuela?
—Sí, ¿tú ya la has visto?
—La he dejado con George. A lo mejor le dan el alta mañana.
Gregory se separa de mí y me sostiene por los hombros. Después me mira con recelo. No sé por qué. No he dicho ni he hecho nada para despertar sus suspicacias.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Nada. —Me regaño inmediatamente por haber apartado la mirada.
—Aaah —responde con tono sarcástico—. Porque ver cómo huías y después tener el placer de ver cómo unos cuantos matones registraban el apartamento de
Miller fue todo producto de mi imaginación. Tú no tienes nada de lo que preocuparte.
—¿Matones? —pregunto centrándome en la referencia de Gregory a lo que Miller prefiere llamar «cerdos inmorales».
—Sí, fue bastante interesante.
Me coge de la mano, me la coloca en su brazo flexionado y empieza a dirigirme hacia la salida.
—No me has dicho nada por teléfono todas estas veces que hemos hablado.
—Livy, todas las conversaciones que hemos tenido desde que os fugasteis a Nueva York han sido charlas superfluas. No finjas que querías que fuese de otro
modo.N o puedo discutírselo, de modo que no lo hago. No tenía ningún interés en saber qué sucedió después de que Miller y yo nos marchásemos y, en el fondo, todavía
no quiero saberlo, pero la mención de los matones ha despertado mi curiosidad.
—Unos hijos de puta con mala pinta. —Gregory no hace más que avivar esa curiosidad, además de aumentar enormemente mi preocupación—. Tu hombre,
William, el señor del oscuro mundo de la droga, los manejó como si fueran gatitos. No sudó ni una gota cuando uno de ellos se tocó la funda de la pistola. ¡Una puta
pistola!
—¿Una pistola? —repito, y el corazón casi se me sale por la garganta.
Gregory mira con cautela a nuestro alrededor y nos desvía por otro pasillo, lejos de los oídos del resto de los visitantes.
—Una pistola. ¿Quién es esa gente, Livy?
Retrocedo unos cuantos pasos.
—No lo sé.
No puedo sentirme culpable por mentir. Estoy demasiado preocupada.
—Pues yo sí.
—¿Sí? —Abro los ojos como platos, asustada. No creo que William se lo haya contado a Gregory. Por favor, ¡que no se lo haya contado!
—Sí. —Se aproxima más a mí y mira a ambos lados para comprobar que estamos solos—. Traficantes. M iller trabaja para los matones, y apuesto a que ahora está
metido en un buen lío.
Estoy horrorizada, encantada, pasmada... No sé si que Gregory crea que Miller se relaciona con narcotraficantes es mejor a que conozca la verdad. No obstante,
algo sí ha acertado: Miller trabaja para los matones.
—Vale —digo, y pienso desesperadamente en algo que añadir, pero no se me ocurre nada. Pero no importa, porque Gregory prosigue sin advertir mi silencio.
—Olivia, tu hombre no es sólo un psicótico con TOC, exsin techo, exprostituto/chico de compañía, ¡sino que también es un narcotraficante!
Pego la espalda contra la pared y levanto la vista hacia la intensa iluminación. No parpadeo cuando la blanca luz me quema las retinas. Me quedo mirándola,
dejando que queme también mis problemas.
—M iller no es un narcotraficante —respondo con calma. Sería fácil perder los papeles en este momento.
—Y esa tal Sophia, todavía no tengo claro quién es, pero seguro que no es trigo limpio. —Se echa a reír—. ¿Secuestro?
—Está enamorada de Miller.
—Pobre abuela —continúa Gregory—. Invitó a William a su mesa como si fuesen viejos amigos.
—Lo son.
Reconozco de mala gana que debería intentar averiguar hasta qué punto se llevan bien, pero también sé que la abuela está delicada, y desenterrar viejos fantasmas
sería una soberana estupidez en estos momentos. Bajo la cabeza con un suspiro, aunque no se da cuenta. Gregory sigue a lo suyo, ansioso por compartir todas sus
conclusiones.
—Ha ido a verla todos los días que habéis estado... —Por fin se detiene, y echa el cuello hacia atrás sobre sus anchos hombros—. ¿Son amigos, dices?
—Conocía a mi madre. —Sé que esas palabras provocarán un torrente de preguntas, de modo que levanto la mano cuando veo que toma aliento—. Miller trabaja
para esa gente, y no quieren que lo deje. Está intentando encontrar la manera de hacerlo.
M e mira con el ceño fruncido.
—¿Y eso qué tiene que ver con el Padrino?
No puedo evitar sonreír ante su chiste.
—Era el chulo de mi madre. Él y el jefe de Miller no se llevan bien. Está intentando ayudar.
Abre los ojos como platos.
—Jodeeer...
—Estoy cansada, Gregory. Estoy harta de sentirme tan frustrada e impotente. Tú eres mi amigo, así que te pido que no hagas que aumente esa percepción. —
Suspiro y noto que todos esos sentimientos se magnifican igualmente, simplemente a causa de mi propia confesión—. Necesito que seas mi amigo. Por favor, limítate a
ser mi amigo.
—Maldita sea —murmura, y agacha la cabeza avergonzado—. Ahora me siento como un mierda de primera categoría.
No quiero que se sienta culpable. Quiero decirle que no deseo que se sienta mal y que lo deje estar, pero no hallo las fuerzas para hacerlo. Me separo de la pared y
me arrastro hacia la salida. Puede que esté muy cabreada con Miller, pero también sé que es el único capaz de reconfortarme.
Una palma provisional se desliza por mi hombro y sus piernas imitan mi paso. Pero no dice nada. Probablemente tema hundirme más en mi miseria. Miro a mi
mejor amigo cuando me estrecha un poco más contra él, pero mantiene la mirada al frente.
—¿No vas a ver a la abuela?
Sacude la cabeza con una sonrisa de arrepentimiento.
—Hablaré con ella por Skype a través de ese televisor tan estupendo. Se pone toda contenta.
—¿Tiene internet?
—Y teléfono, pero le gusta verme.
—¿La abuela usa internet?
—Sí. Mucho. William no ha parado de recargarle el saldo. Debe de haberse gastado una fortuna en ella los últimos días. Está enganchada.
M e río.
—¿Cómo está Ben?
—Ahí estamos.
Sonrío contenta al escuchar la noticia. Sólo puede significar una cosa.
—Me alegro. ¿Has traído la furgoneta?
—Sí. ¿Quieres que te acerque a alguna parte?
—Sí. —Sonrío y me acurruco contra su pecho. No pienso irme con Ted—. ¿Podemos ir a la cafetería, por favor?


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