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Una noche deseada - Cap. 2

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Capítulo 2
Del nos guía por la entrada del personal del hotel mientras nos da
instrucciones, señala la zona del servicio y se asegura de que sabemos con qué clase
de clientela vamos a tratar.
En conclusión: unos pijos.
Puedo soportarlo. Tras comprobar que mi abuela estaba bien, prácticamente
me empujó por la puerta de la calle y me lanzó las Converse negras antes de
prepararse para ir al bingo con George y el grupo de jubilados del barrio.
—¡Que no haya nunca nadie con una copa vacía! —exclama Del por encima
del hombro—.
Y aseguraos de devolver todas las vacías a la cocina para que las laven.
Sigo a Sylvie, que sigue a Del, y escucho atentamente mientras me recojo la
pesada melena con una goma del pelo. No parece muy difícil, y me encanta
observar a la gente, así que esta noche promete.
—Tomad. —Del se detiene, nos planta una bandeja redonda a cada una, y me
mira los pies —. ¿No tenías ningún zapato negro plano?
Siguiendo su mirada, agacho la cabeza y me levanto un poco las perneras del
pantalón negro.
—Éstas son negras. —Muevo un poco los dedos de los pies dentro de las
Converse pensando en lo mucho más que me dolerían los pies si estuviera llevando
otro calzado.
No dice nada más; pone los ojos en blanco y continúa guiándonos hasta el
caótico espacio de la cocina, donde decenas de miembros del personal del hotel van
de un lado a otro gritando y lanzándose órdenes los unos a los otros. Me pego más a
Sylvie mientras continuamos caminando.
—¿Estamos sólo nosotras? —pregunto, de repente algo alarmada. Tanta
actividad frenética sugiere que habrá muchos invitados.
—No, también estará el personal de la agencia que suele utilizar. Sólo somos
refuerzos.
—¿Es que hace esto muy a menudo?
—Es su principal fuente de ingresos. No sé por qué conserva la cafetería.
Asiento pensativamente para mis adentros.
—¿El hotel no ofrece un servicio de catering?
—Sí, pero la gente que estás a punto de alimentar y de dar de beber manda, y
si quieren a Del, tendrán a Del. Tiene mucha fama en estas cosas. Deberías probar
sus canapés. —Se besa la punta de los dedos y yo me echo a reír.
Mi jefe nos muestra la sala donde va a tener lugar el acto y nos presenta a los
numerosos camareros y camareras del otro equipo. Todos parecen aburridos y
fastidiados. Es evidente que para ellos esto es algo frecuente, pero para mí no. Estoy
deseando que empiece.
—¿Preparada? —Sylvie coloca una última copa de champán en mi bandeja—.
La clave está en sostenerla con la palma de la mano. —Coge su propia bandeja con
la palma en el centro—. Y levántala un poco hasta el hombro, así. —Con un
movimiento experto, la bandeja asciende y aterriza sobre su hombro sin que las
copas se rocen lo más mínimo. Me deja boquiabierta—. ¿Lo ves? —La bandeja
desciende desde su hombro hasta la altura de su cintura—. Cuando les ofrezcas las
copas, sostenla aquí, y cuando te desplaces, súbela de nuevo. —La bandeja asciende
y aterriza sobre su hombro una vez más sin problemas—.
Recuerda relajarte cuando estés en movimiento. No vayas tiesa. Inténtalo.
Deslizo mi bandeja llena por la superficie y coloco la palma en el centro.
—No pesa —digo sorprendida.
—No, pero recuerda que cuando las copas vacías empiecen a sustituir a las
llenas pesará todavía menos, así que tenlo en cuenta cuando la subas y la bajes.
—Vale. —Hago girar la muñeca y elevo la bandeja hasta mi hombro con
facilidad. Sonrío ampliamente y vuelvo a bajarla.
—Has nacido para esto —dice ella entre risas—. Vamos.
Me coloco la bandeja de nuevo sobre el hombro, doy media vuelta sobre mis
Converse y me dirijo hacia el sonido, cada vez mayor, de las voces y las risas que
provienen del salón de actos.
Al entrar, mis ojos azul oscuro se abren como platos al ver tanta riqueza, los
trajes y los esmóquines. Pero no estoy nerviosa. Me siento tremendamente
emocionada. Me espera una sesión de observación fantástica.
Sin aguardar a que Sylvie me dé la señal, me pierdo entre la creciente
multitud, ofrezco mi bandeja a grupos de gente y sonrío, me den o no las gracias. La
mayoría no lo hacen, pero eso no mina mi estado de ánimo. Me encuentro en mi
elemento, cosa que me sorprende. Subo y bajo la bandeja sin problemas, mi cuerpo
se desplaza sin esfuerzo entre las masas de opulencia, y voy y vuelvo de la cocina
de vez en cuando para reabastecerme y seguir sirviendo.
—Lo estás haciendo genial, Livy —me dice Del mientras salgo con otra
bandeja repleta de copas de champán llenas.
—¡Gracias! —canturreo, ansiosa por volver junto a mi sedienta multitud.
Veo a Sylvie al otro lado de la sala. Sonríe, y eso me da más energía todavía.
—¿Champán? —pregunto, mostrando mi bandeja a un grupo de seis
hombres de mediana edad, todos ellos ataviados con esmoquin y pajarita.
—¡Vaya! ¡Fantástico! —exclama con entusiasmo un hombre robusto mientras
coge una copa y se la pasa a uno de sus acompañantes. Repite el gesto cuatro veces
más antes de coger la suya—. Está haciendo un trabajo magnífico, señorita.
—Acerca su mano libre hacia mí, me mete algo en el bolsillo y me guiña un ojo—.
Date algún capricho.
—¡No, por favor! —Niego con la cabeza. No voy a aceptar dinero de ningún
hombre—.
Caballero, ya me paga mi jefe. No es necesario. —Intento sacarme el billete
del bolsillo mientras sostengo la bandeja firmemente sobre la palma de mi mano—.
No esperamos propinas.
—No acepto un no —insiste, y me empuja la mano en el bolsillo—. Y no es
una propina.
Es por el placer de ver unos ojos tan bonitos.
Me pongo roja como un tomate al instante y no sé qué decir. ¡Debe de tener
unos sesenta años como poco!
—Señor, lo siento, no puedo aceptarlo.
—¡Tonterías! —Me despacha con un bufido al tiempo que menea su mano
rechoncha y reanuda la charla con su grupo mientras yo me quedo preguntándome
qué diablos hacer.
Inspecciono la habitación, pero no veo a Sylvie, y a Del tampoco, de modo
que me apresuro a servir el resto de las copas para volver a la cocina, donde
encuentro a mi jefe colocando los canapés.
—Del, alguien me ha dado esto. —Dejo de un manotazo el billete en el
mostrador y me siento algo mejor al confesarlo, pero abro los ojos como platos al
ver que es de cincuenta libras. ¿De cincuenta? Pero ¿en qué estaba pensando?
Me quedo todavía más pasmada cuando Del se echa a reír.
—Livy, bien hecho. Quédatelo.
—¡No puedo!
—Claro que sí. Esta gente tiene más dinero que sentido común. Tómatelo
como un cumplido. —Empuja las cincuenta libras hacia mí y continúa preparando
unas pequeñas pizzas.
No me siento mejor.
—Sólo le he servido una copa de champán —digo en voz baja—. Eso no
justifica una propina de cincuenta libras.
—No, es verdad pero, como te he dicho, tómatelo como un cumplido.
Métetelo en el bolsillo y sigue sirviendo. —Señala mi bandeja con un gesto de la
cabeza, recordándome al tiempo que está vacía.
—¡Uy! Sí, claro.
Me pongo en marcha. Me guardo de nuevo la exagerada propina en el
bolsillo, decidida a discutir el asunto más tarde, y cargo mi bandeja antes de
perderme de nuevo entre la gente.
Evito al caballero que acaba de darme cincuenta libras y me voy en la otra
dirección, deteniéndome tras un vestido de seda rojo.
—¿Champán, señora? —pregunto, y le lanzo una mirada a Sylvie. Ella
asiente para darme ánimos una vez más, sonriendo, pero ya no los necesito. Soy un
hacha en esto.
Centro la atención de nuevo en la mujer vestida de seda, cuyo pelo negro, liso
y brillante le llega hasta su trasero respingón. Sonrío cuando se vuelve hacia mí y
descubre a su acompañante.
Un hombre.
Él.
M.
No sé cómo consigo evitar que se me caiga al suelo la bandeja recién cargada
de copas llenas de champán, pero lo hago. Lo que no consigo evitar es que la
sonrisa se me borre del rostro. Tiene los labios separados como en la cafetería, su
mirada me atraviesa la carne, pero su rostro exquisito no transmite ninguna
emoción. Su barba incipiente ha desaparecido, dejando únicamente una piel
impecablemente bronceada, y su pelo oscuro está algo menos alborotado y cae
formando unos rizos perfectos sobre las puntas de sus orejas.
—Gracias —dice la mujer lentamente, aceptando una copa y obligándome a
apartar los ojos de ese extraño.
De su cuello delicado pende una enorme y brillante cruz de diamantes
incrustados. Las esplendorosas piedras descansan justo por encima de sus pechos.
No me cabe duda de que son auténticas.
—¿Tú quieres? —pregunta la mujer volviéndose hacia él y ofreciéndole la
copa.
No contesta. Se limita a aceptarla de su mano, que presenta una manicura
perfecta, sin apartar sus penetrantes ojos azules de mí.
No es nada receptivo, y mucho menos cálido, pero algo me quema por dentro
cuando miro su rostro. Es algo que no había experimentado nunca, algo que hace
que me sienta incómoda y vulnerable..., pero no asustada.
La mujer coge otra copa, y sé que ha llegado el momento de que me vaya a
seguir sirviendo, pero soy incapaz de moverme. Siento que debería sonreír, lo que
sea con tal de escapar de este impasse de miradas, pero lo que normalmente me sale
de manera natural me está fallando ahora. Mi cuerpo ha dejado de responder,
excepto mis ojos, que se niegan a apartarse de los suyos.
—Eso es todo —interviene la mujer con voz áspera, y doy un respingo. Sus
delicados rasgos se han deformado en un gesto de enfado y sus ojos oscuros se han
oscurecido todavía más. Tiene un semblante magnífico, incluso a pesar de que
ahora mismo me esté mirando con el ceño fruncido—. He dicho que eso es todo
—repite, y se interpone entre M y yo.
«¿M?» Decido en este mismo instante que la «M» es de «Misterio», porque
eso es lo que es él en realidad. Me coloco la bandeja sobre el hombro y doy media
vuelta lentamente sin decir nada. Me alejo y me siento obligada a mirar atrás
porque sé que todavía me está mirando, y me pregunto cómo le estará sentando eso
a su novia. De modo que lo hago y, tal y como sospechaba, sus ojos acerados se
clavan en mi espalda.
—¡Eh!
Doy un brinco y la bandeja se me escapa de las manos sin que pueda hacer
nada por evitarlo. Las copas parecen flotar hacia el suelo de mármol mientras el
champán se derrama.
La bandeja gira en el aire hasta que impacta contra el suelo duro con un
estrépito que silencia la sala. Me quedo congelada en el sitio, rodeada de cristales
rotos que no parecen detenerse nunca. El ensordecedor ruido resuena en el silencio
que me rodea. Miro hacia abajo, mi cuerpo se tensa, y sé que todos los ojos se
centran en mí.
Sólo en mí.
Todo el mundo me está observando.
Y no sé qué hacer.
—¡Livy! —La voz de pánico de Sylvie me obliga a levantar mi
apesadumbrada cabeza y veo que corre en mi dirección con sus ojos castaños llenos
de preocupación—. ¿Estás bien?
Asiento y me arrodillo para empezar a recoger los cristales rotos. Hago una
mueca al sentir un dolor agudo en la rodilla que me atraviesa la tela del pantalón.
—¡Mierda! —Inspiro bruscamente y las lágrimas empiezan a inundar mis
ojos en una mezcla de dolor y auténtica vergüenza.
No me gusta llamar la atención, y suelo apañármelas para evitarlo, pero esta
vez no hay nada que pueda hacer. He hecho que una sala con cientos de personas se
suma en un silencio aterrador. Quiero salir huyendo.
—¡No toques los cristales, Livy! —Sylvie me obliga a levantarme y se asegura
de que estoy bien.
Debe de haberse dado cuenta de que estoy a punto de desmoronarme,
porque me arrastra rápidamente hasta la cocina, alejándome de mi público.
—Súbete —dice dando unos golpecitos en el mostrador.
Me subo de un salto, todavía intentando contener las lágrimas. Agarra el
dobladillo de mis pantalones y me levanta la pernera hasta descubrir la herida.
—¡Ay! —Se encoge al ver el corte limpio y se aparta para mirarme—. Llevo
fatal lo de la sangre, Livy. ¿Ése era el tipo de la cafetería?
—Sí —susurro, y me encojo al advertir que Del se acerca, aunque no parece
enfadado.
—Livy, ¿te encuentras bien? —Se agacha y compone su propia mueca de
dolor al ver mi rodilla sangrante.
—Lo siento—susurro—. No sé qué ha pasado.
Seguramente me va a despedir al instante por armar este espectáculo.
—Eh, eh. —Se pone derecho, y la expresión de su rostro se suaviza por
completo—. Los accidentes suceden, cielo.
—Menudo espectáculo he montado.
—Ya basta —corta con severidad, se vuelve hacia la pared y descuelga el
maletín de primeros auxilios—. No es el fin del mundo. —Abre la caja y rebusca
hasta que encuentra unas toallitas antisépticas. Aprieto los dientes mientras me
pasa una suavemente por la rodilla.
El escozor hace que sisee y me ponga tensa—. Lo siento, pero hay que
limpiarla.
Contengo la respiración mientras prosigue curándome la herida, hasta que
me cubre la rodilla con una gasa y esparadrapo y me baja del mostrador.
—¿Puedes andar?
—Sí. —Flexiono la rodilla y sonrío a modo de agradecimiento antes de
recoger la nueva bandeja.
—¿Qué crees que estás haciendo? —pregunta él con el ceño fruncido.
—Pues...
—De eso, nada. —Se echa a reír—. Qué graciosa eres, Livy. Ve al baño y
recomponte — dice señalando la salida al otro lado de la cocina.
—Pero si estoy bien —insisto, aunque no lo siento así. No porque me duela la
rodilla, sino porque temo el momento de enfrentarme a mi público, o a M. Tendré
que agachar la cabeza y evitar cierta mirada de acero, y terminar el turno sin más
contratiempos.
—¡Al baño! —ordena Del, quitándome la bandeja y colocándola de nuevo
sobre el mostrador—. Ya. —Apoya las manos sobre mis hombros y me guía hasta la
puerta sin darme la oportunidad de seguir protestando—. Vamos.
Me obligo a sonreír a pesar de que sigo avergonzada y dejo atrás el caos de la
cocina, entro en la enorme sala y me esmero en pasar inadvertida. Sé que no lo he
conseguido. Los afilados ojos azules que me abrasan la piel lo confirman. Me siento
como una inútil. Incompetente, estúpida y vulnerable. Pero, sobre todo, me siento
expuesta.
Recorro el pasillo de moqueta afelpada hasta que cruzo dos puertas y llego a
un lavabo tremendamente extravagante, con revestimientos en mármol y oro
brillante por todas partes.
Casi me da miedo usarlo. Lo primero que hago es sacar el billete de cincuenta
del bolsillo y admirarlo durante unos instantes. Después lo arrugo y lo tiro a la
basura. No voy a aceptar dinero de un hombre. Me lavo las manos y me planto ante
el espejo gigante con marco dorado para volver a recogerme el pelo, y suspiro al
encontrarme con unos ojos embrujados de color zafiro. Unos ojos curiosos.
Cuando la puerta se abre no presto mucha atención, y continúo colocándome
algunos mechones sueltos de pelo detrás de las orejas. Pero entonces alguien se
sitúa detrás de mí, proyectando una sombra sobre mi cara cuando me inclino hacia
el espejo. Es M. Dejo escapar un grito ahogado, doy un salto atrás e impacto contra
su cuerpo, que es tan duro y musculoso como había imaginado.
—Estás en el lavabo de las chicas —exhalo mientras me vuelvo hacia él.
Intento poner algo de distancia entre los dos, pero no consigo ir muy lejos
con la pila detrás de mí. A pesar de mi estupefacción, me permito admirar su
cercanía, su traje de tres piezas y su rostro recién afeitado. Emana un aroma
masculino que parece de otro mundo, con una esencia de madera y tierra. Es un
cóctel tóxico. Todo en él hace que mi sensible ser caiga en una espiral terrible.
Da un paso hacia adelante, reduciendo así el ya estrecho espacio que nos
separa, y entonces me sorprende arrodillándose y levantándome con suavidad la
pernera del pantalón. Me pego contra el mueble del lavabo, conteniendo la
respiración, y me limito a observar cómo pasa el dedo con delicadeza por encima de
la gasa que me cubre el corte.
—¿Te duele? —pregunta tranquilamente, dirigiendo sus increíbles ojos
azules hacia los míos. Soy incapaz de hablar, de modo que niego con la cabeza y veo
cómo su alta figura se pone de pie lentamente. Permanece pensativo unos instantes
antes de volver a hablar—: Tengo que obligarme a mantenerme alejado de ti.
No le respondo que, al parecer, no lo está consiguiendo. No puedo apartar la
mirada de sus labios.
—¿Por qué tienes que obligarte? —digo en cambio.
Apoya la mano en mi antebrazo, y me esfuerzo por no estremecerme ante el
calor que recorre mi cuerpo al notar su tacto.
—Porque pareces una chica muy dulce que merece algo más de un hombre
que el mejor polvo salvaje de su vida.
Para mi sorpresa, en lugar de sentirme pasmada, me siento aliviada, aunque
acabe de prometerme que sólo será sexo y nada más. Él también está prendado de
mí, y esa confirmación me obliga a levantar la vista hacia su mirada.
—A lo mejor es eso lo que quiero. —Lo estoy provocando, alentándolo,
cuando lo que debería hacer es salir corriendo.
Parece sumido en sus pensamientos mientras las puntas de sus dedos
ascienden suavemente por mi brazo.
—Quieres algo más que eso.
Está afirmándolo, no preguntándolo. No sé lo que quiero. Nunca me he
parado a pensar en mi futuro, ni profesional ni personal. Vivo el día a día y ya está,
pero una cosa sí que sé. Estoy pisando terreno peligroso, no sólo porque este
hombre sin nombre parece atrevido, oscuro y demasiado perfecto, sino porque ha
dicho que lo único que hará será follarme. No lo conozco.
Sería una auténtica estupidez que me acostara con él, sólo por el sexo. Eso va
en contra de todos mis principios, pero no veo ningún motivo para no hacerlo.
Debería sentirme incómoda por las sensaciones que despierta en mí, pero no es así.
Por primera vez en mi vida, me siento viva. Me siento vibrar, algo extraño ataca mis
sentidos, y una vibración todavía más apremiante me ataca entre los muslos
cerrados. Estoy palpitando.
—¿Cómo te llamas? —pregunto.
—No quiero decírtelo, Livy.
Me dispongo a preguntarle cómo sabe mi nombre, pero entonces el grito de
Sylvie en el salón de actos resuena en mi cabeza. Quiero tocarlo, pero cuando elevo
la mano para apoyarla sobre su pecho, él retrocede ligeramente, con los ojos
clavados en mi palma, que flota entre nuestros cuerpos. Me detengo por un instante
para ver si se aparta más. No lo hace. Bajo la mano y la poso sobre la chaqueta de su
traje. Eso provoca que contenga el aliento repentinamente, pero no me detiene; se
limita a observar cómo palpo suavemente su torso por encima de la ropa,
maravillándome ante la firmeza que se esconde debajo.
Entonces me mira a los ojos e inclina la cabeza lentamente hacia adelante. Su
respiración impacta contra mi rostro al acercarse, hasta que por fin cierro los ojos y
me preparo para recibir sus labios. Está cada vez más cerca. Su aroma se intensifica
y su aliento cálido me quema la cara.
Pero el alegre parloteo de unas mujeres interrumpe el momento. De repente
me arrastra por el pasillo de los retretes y me mete de un empujón en el último
cubículo. Cierra la puerta de golpe, me da la vuelta y me pega la espalda contra ella,
me tapa la boca con la mano y acerca su rostro al mío. Mi cuerpo se agita mientras
nos miramos, escuchando cómo las mujeres se arreglan frente al espejo, aplicándose
carmín y perfumándose. Les grito mentalmente que se den prisa para que podamos
continuar donde lo habíamos dejado. Casi he podido sentir sus labios rozando los
míos, y eso sólo ha multiplicado por diez mi deseo por él.
Pasa lo que me parece una eternidad, pero por fin se hace el silencio. Mi
respiración sigue siendo agitada, incluso ahora que ha retirado la mano y me
permite respirar.
Pega su frente a la mía y cierra los ojos con fuerza.
—Eres demasiado dulce. No puedo hacerlo —dice.
Luego me aparta de la puerta antes de salir apresuradamente, dejándome ahí
hecha un estúpido manojo de deseo contenido. ¿Que soy demasiado dulce? Dejo
escapar una carcajada burlona. Otra vez estoy enfadada. Estoy cabreada y
dispuesta a seguirlo y a dejarle claro quién decide lo que quiero y lo que no quiero.
Y no es él.
Salgo del cubículo y corro a comprobar mi aspecto en el espejo. Antes de salir
del aseo y de dirigirme a la cocina llego a la conclusión de que parezco agobiada.
Veo a Sylvie, que aparece por la entrada de la cocina.
—¡Hola! Ya íbamos a mandar a un equipo de búsqueda. —Corre hacia mí, y
su rostro de preocupación de broma se transforma en preocupación de verdad—.
¿Estás bien?
—Sí —digo quitándole importancia.
Supongo que mi aspecto refleja mi abatido estado de ánimo.
No le doy a Sylvie la oportunidad de insistir. Cojo una botella de champán y
hago caso omiso de su mirada inquisitiva. Está vacía.
—¿Hay más botellas? —pregunto dejándola en el sitio con demasiada
brusquedad. Estoy temblando.
—Sí —responde lentamente, y me pasa otra recién abierta.
—Gracias —sonrío. Es una sonrisa forzada, y lo sabe, pero no puedo evitar
sentirme ofendida, o irritada.
—¿Seguro que...?
—Sylvie. —Dejo de verter el champán y respiro hondo. Me vuelvo, y una
sonrisa sincera se dibuja en mi rostro atribulado—. Estoy bien, de verdad.
Asiente, poco convencida, pero me ayuda a llenar las copas en lugar de
continuar insistiendo.
—Entonces será mejor que sigamos sirviendo.
—Sí —coincido. Deslizo la bandeja por el mostrador y la elevo hasta mi
hombro—. Voy saliendo.
Dejo a Sylvie y me aventuro entre las masas de gente, pero ya no soy tan
atenta con los invitados como antes. No sonrío ni la mitad al servir el champán, y no
paro de inspeccionar el salón buscándolo. Me doy prisa en reabastecerme en la
cocina para poder volver entre la gente cuanto antes, y no presto la menor atención
a lo que me rodea, de modo que corro el riesgo de hacer el ridículo por segunda vez
si este estado provoca que choque con algo y se me vuelva a caer la bandeja.
Pero me da igual.
Siento una necesidad irracional de verlo de nuevo... Y, entonces, algo hace
que me vuelva, una energía invisible atrae mi cuerpo hacia la fuente que la emite.
Ahí está.
Me quedo petrificada en el sitio, con la bandeja a medio camino entre mi
hombro y mi cintura. Me está estudiando, con un vaso que contiene un líquido
oscuro planeando sobre su boca. Dirijo la mirada hacia sus labios, unos labios que
he estado a punto de probar.
Mis sentidos se intensifican cuando levanta lentamente el vaso y vierte todo
el contenido en su garganta antes de limpiarse la boca con el dorso de la mano y de
colocar el recipiente vacío en la bandeja de Sylvie cuando ésta pasa por delante.
Sylvie lo mira, y después se vuelve, buscándome. Sus ojos grandes y castaños se
posan en mí brevemente y su mirada empieza a oscilar entre ese hombre
desconcertante y yo con una mezcla de intriga y preocupación.
Él sigue mirándome con intensidad, y eso debe de haber despertado la
curiosidad de su acompañante, porque ésta se da la vuelta y sigue su línea de visión
hasta mí. Sonríe arteramente y levanta su copa de champán vacía. Me entra el
pánico.
Sylvie ha desaparecido, de modo que no me queda más remedio que acudir
yo misma. La mujer agita la copa en el aire, indicándome que mueva el culo, y mi
curiosidad, junto con mi falta de mala educación, me impide desatenderla. De
modo que me dirijo hacia ellos. Ella sigue sonriendo, y él, mirando. Por fin llego y
les ofrezco mi bandeja. Su intento de hacerme sentir inferior es evidente, pero siento
demasiada curiosidad como para que me afecte.
—Tómate tu tiempo, querida —ronronea ella, cogiendo una copa y
ofreciéndosela a él—.
¿Miller?
—Gracias —responde él en voz baja, aceptando la bebida.
«¿Miller? ¿Se llama Miller?» Inclino la cabeza mirándolo y, por primera vez,
sus labios se curvan ligeramente. Estoy segura de que, si quisiera, podría matarme
con su sonrisa.
—Ya puedes largarte —dice la mujer.
Me da la espalda y tira de un reticente Miller para que haga lo propio, pero
su gesto grosero no empaña mi satisfacción interior. Doy media vuelta sobre mis
Converse, feliz de saber su nombre. Y esta vez no me vuelvo.
Sylvie se acerca a mí como un lobo en cuanto entro en la cocina, tal y como
imaginaba que haría.
—¡Hostia puta! —Hago una mueca de dolor ante su lenguaje y apoyo la
bandeja en el mostrador—. Te está mirando, Livy. Como si se te comiera con la
mirada.
—Ya lo sé. —Tendría que estar ciega o totalmente idiota para no darme
cuenta.
—Lo acompaña una mujer.
—Sí.
Me alegro de saber su nombre, pero esa parte no me hace tanta gracia.
Aunque no tengo ningún derecho a sentirme celosa. ¿Estoy celosa? ¿Es eso lo que
me pasa? Es una sensación que nunca antes había experimentado.
—¡Uuuh! Aquí hay tomate —canturrea Sylvie, riéndose mientras sale
danzando de la cocina.
—Sí, y que lo digas —murmuro para mí mientras me vuelvo hacia la puerta,
consciente de que ha seguido todos mis pasos hasta aquí.
Lo evito durante el resto de la noche, pero noto sus ojos clavados en mí
mientras serpenteo entre la gente. Me siento constantemente atraída en su dirección,
y me cuesta evitar que los ojos se me vayan hacia él, pero estoy muy orgullosa de mí
misma por resistirme. Aunque me produce un extraño placer perderme en su
mirada de acero, verlo con otra mujer podría estropearlo.
Tras despedirme de Del y de Sylvie, salgo por la puerta de servicio hacia la
medianoche y me dirijo al metro, deseando acurrucarme en la cama y dormir hasta
tarde.
—Sólo es mi socia. —Su voz suave detrás de mí me detiene y acaricia mi piel,
pero no me vuelvo—. Sé que te lo estás preguntando.
—No tienes por qué darme explicaciones. —Continúo caminando, sabiendo
perfectamente lo que hago.
Está prendado de mí y, aunque no estoy acostumbrada a estos juegos, sé que
no debo parecer desesperada, por mucho que, muy a mi pesar, lo esté. Soy una
persona sensata; reconozco algo malo cuando lo veo, y tengo detrás a un hombre
que podría acabar con mi lógica.
Me agarra del brazo para evitar mi huida y me da la vuelta hasta colocarme
frente a él. Si tuviera la fuerza de voluntad suficiente, cerraría los ojos para no
deleitarme en su rostro exquisito, pero no la tengo.
—No, no tengo por qué darte explicaciones, pero lo estoy haciendo.
—¿Por qué?
No intento liberar mi brazo porque el calor de su tacto atraviesa la tela de mi
chaqueta vaquera, templa mi piel helada y hace que me hierva la sangre. Nunca
había sentido nada igual.
—No te interesa relacionarte conmigo.
No suena muy convencido, de modo que se está engañando si espera que me
trague eso.
Quiero hacerlo. Quiero marcharme, borrar de mi mente todos mis encuentros
con él y volver a ser una persona estable y sensata.
—Entonces deja que me marche —digo tranquilamente igualando con mi
mirada la intensidad de la suya.
El largo silencio que surge entre nosotros es un claro indicativo de que no
quiere hacerlo, pero tomo la decisión por él y libero mi brazo.
—Buenas noches, Miller.
Doy unos pasos hacia atrás antes de dar media vuelta y marcharme. Es
probable que ésta sea una de las decisiones más sensatas que he tomado en mi vida,
aunque la mayor parte del lío que tengo en la cabeza me empuja a seguir con esto.
Sea lo que sea.


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