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Una noche deseada - Cap. 17

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Capítulo 17
De pronto soy consciente de las chispas que saltan por todas partes. Trago
saliva y abro los ojos. Trato de volverme pero no lo consigo. Su cadera está clavada
en mi trasero y me sujeta con firmeza, la misma que noto bajo sus pantalones. Me
ha entrado el pánico y todos los sentimientos que provoca en mí me atacan por los
cuatro costados.
—No intentes escapar —susurra—. Esta vez no te lo permitiré.
—Suéltame, Miller.
—Ni muerto.
Me recoge el pelo a un lado y no tarda ni un segundo en empezar a besarme
el cuello, como si estuviera inyectando fuego en mi piel, directo en vena.
—Ese vestido es muy corto.
—¿Y? —jadeo clavándole las uñas en el antebrazo.
—Me gusta. —Su mano se desliza por mi cadera, hasta mi culo y de ahí al
bajo del vestido —. Porque eso significa que puedo hacer esto.
Me besa el cuello, mete la mano por debajo del vestido y un dedo atraviesa el
elástico de mis bragas. Echo el culo atrás con un pequeño grito y me encuentro con
su entrepierna. Me muerde en el cuello.
—Estás empapada.
—Para —le suplico sintiendo que el raciocinio me abandona.
—No.
—Para, para, por favor. Para, para...
—No. —Mueve la cadera en círculos, con seguridad—. No, Livy.
Su dedo me penetra y compongo una mueca de placer y desesperación. Mis
músculos internos se aferran a él. Ladeo la cabeza, lo dejo hacer. Mi mano agarra
con fuerza la que él tiene sobre mi vientre, la cambia de postura para entrelazar sus
dedos con los míos. No va a soltarme. Sé que estoy fracasando y, a pesar de la
desesperación de mi deseo, busco a Gregory para que me ayude. Ha desaparecido.
Igual que Ben.
Estoy cabreadísima. Gregory me había prometido que no iba a dejar que me
pasara nada y se ha largado de repente. Ha dejado que ocurriera algo y
precisamente con el peor hombre posible. Intento librarme del abrazo de Miller, me
revuelvo hasta que no tiene más remedio que soltarme o tirarme al suelo a la fuerza.
Me doy la vuelta con todo el pelo en la cara. Va tan arreglado como siempre, sólo
que no lleva chaqueta y se ha arremangado la camisa, cosa que no es para nada su
estilo de siempre. Es demasiado informal, aunque lleva el chaleco abrochado y va
bien peinado. Sus penetrantes ojos azules se me clavan en la piel, acusándome.
—He dicho que no —mascullo—. No quiero que me toques, y no voy a darte
cuatro horas, ni ahora ni nunca.
—Eso ya lo veremos —responde seguro de sí mismo mientras da un paso
hacia mí—.
Puedes decir que no todo lo que quieras, Olivia Taylor, pero tu cuerpo...
—Con un dedo me acaricia el pecho y el estómago, y tengo que coger aire para
controlar los escalofríos— siempre me dice que sí.
Mis piernas empiezan a moverse antes de que mi cerebro haya enviado
instrucciones, lo que me lleva a la conclusión de que es un instinto natural. El de
huir. He de escapar antes de que pierda la cabeza y mi integridad y lo deje volver a
tirarme como una colilla. Antes incluso de que pueda darme cuenta ya estoy en la
barra. Pido una copa y me la bebo de un trago en cuanto el camarero me la sirve.
Ahora tengo a Miller delante. Su mandíbula está tensa y saluda al camarero,
que está detrás de mí. Entonces, como por arte de magia, por encima de mi hombro
aparece el vaso que la mano de Miller estaba esperando. Me quedo embobada
viendo cómo sus labios beben lentamente. No me quita los ojos de encima, como si
supiera el efecto que su boca tiene en mí.
Me fascina. Me cautiva. Luego se pasa la lengua por los labios y, sin saber
qué otra cosa hacer pero sabiendo que voy a besarlo si no me muevo, echo a correr,
esta vez escaleras arriba, hacia la galería de cristal, en busca de Gregory. Necesito
encontrarlo aunque sea como un grano en el culo.
Estoy tan ocupada mirando hacia abajo en busca de mi amigo que no sé por
dónde ando y tropiezo con alguien. El pecho anguloso me resulta demasiado
familiar.
—Livy, ¿qué estás haciendo? —me pregunta, cansado, como si yo estuviera
librando una batalla perdida. Me temo que así es.
—Estoy intentando mantenerme lejos de ti —digo con calma.
Tensa la barbilla, molesto.
—Aparta, por favor.
—No, Livy —pronuncia muy despacio. Sabe que no puedo apartar los ojos
de sus labios—.
¿Cuánto has bebido esta noche?
—No es asunto tuyo.
—Lo es porque estás en mi club.
La mandíbula me llega al suelo pero él permanece impertérrito.
—¿Este bar es tuyo?
—Sí, y es responsabilidad mía asegurarme de que mis clientes no pierden la
compostura.
—Se me acerca—. Tú la estás perdiendo, Livy.
—Pues échame —lo desafío—. Haz que me acompañen a la puerta. Me
importa un bledo.
Me mira furibundo.
—El único lugar al que te van a acompañar es a mi cama.
Ahora soy yo la que se acerca a él, tanto que creo que voy a besarlo. Tengo
que hacer un esfuerzo sobrehumano para frenarme, como si estuviera
contrarrestando la atracción de un potente imán. Él está pensando lo mismo. Tiene
los labios entreabiertos y su mirada es puro deseo.
—Vete al infierno —le digo despacio y con calma, casi en un susurro.
Me sorprende lo fría que mantengo la cabeza, aunque eso no se lo voy a decir.
Me mira estupefacto y yo le devuelvo una mirada serena. No me echo atrás, sino
que le doy un trago largo y lento a mi copa. Me la arrebata al instante.
—Creo que ya es suficiente.
—Tienes razón, es suficiente: ya no te aguanto más.
Doy media vuelta y me alejo de él. Mi misión consiste en encontrar a Gregory,
rescatarlo del follón en el que se haya metido y escapar de esta trampa mortal.
—¡Livy! —lo oigo vociferar a mis espaldas.
No le hago caso y sigo caminando. Bajo una escalera, doblo unas cuantas
esquinas y acabo en los servicios con Miller pegado a mis talones mientras me
paseo tranquilamente por su club.
—¡¿Qué estás haciendo?! —me grita por encima de la música—. ¿Livy?
Lo ignoro y pienso si queda algún sitio en el que no haya buscado a Gregory.
He mirado en todas partes, excepto en...
No lo pienso dos veces antes de abrir de golpe el aseo de minusválidos. No
hasta que oigo el sonido metálico de la puerta al abrirse y veo a Gregory inclinado
sobre el lavabo con los vaqueros por los tobillos. Ben, que lo tiene agarrado por las
caderas, embiste hacia adelante entre gruñidos. Ninguno parece haberse percatado
de mi presencia, ni del volumen de la música. Están entregados a la pasión que los
une. Me llevo la mano a la boca, atónita, me voy por donde he venido y me doy de
bruces contra el pecho de Miller, que vuelve a meterme en el baño y cierra la puerta
con un golpetazo que saca a Ben y a Gregory de su euforia privada.
Bueno, ahora ya no lo es y, mientras los dos recuperan la compostura, el
miedo, la vergüenza y la incomodidad podrían cortarse con un cuchillo. Hay que
ver lo rápido que se han vestido.
Me vuelvo hacia Miller.
—Deberíamos irnos. —Le pongo las manos en el pecho y lo empujo.
Sin embargo, él no aparta la mirada de Gregory y de Ben. Frunce el ceño y
aprieta la mandíbula.
—En mi despacho tengo un cheque para ti por el trabajo de la terraza, Greg.
—Señor Hart —asiente Gregory, rojo como un tomate.
—Y otro para ti. —Miller mira a Ben, que quiere morirse en el sitio.
Me siento fatal por los dos, y odio a Miller por hacerlos sentir tan
insignificantes.
—Os agradecería que no usarais los baños de mi establecimiento como
picadero. Es un club selecto, privado. Debéis mostrar un mínimo de respeto.
Casi me atraganto. ¿Él habla de respeto? Si me acaba de meter la mano bajo el
vestido en mitad de la pista de baile. Tengo que irme de aquí antes de que cante las
cuarenta a cualquiera de los tres, porque a los tres me gustaría decirles un par de
cosas. Me marcho, aturdida por todo lo que ha ocurrido en tan poco tiempo. Estoy
algo mareada por el alcohol, y la sensación de pérdida de control empieza a ser
preocupante.
Me tambaleo por el pasillo y un tipo se me acerca. Su mirada lujuriosa recorre
mi cuerpo.
Conozco esa mirada y no me gusta. Me roza al pasar y sonríe.
—Te he estado observando —susurra con los ojos brillantes por el deseo.
Tendría que seguir caminando, pero un aluvión de imágenes asalta mi mente
y no puedo moverme. Mi cerebro no está preparado para procesarlas ni para dar las
instrucciones necesarias para que yo salga corriendo, así que me hace ver las cosas
que he estado ocultando en el lugar más remoto de mi memoria durante años.
El tipo gruñe y me empuja contra la pared. Me quedo petrificada. No puedo
hacer nada. Su boca se abalanza sobre la mía y los malos recuerdos se multiplican,
pero antes de que tenga oportunidad de reunir las fuerzas físicas y mentales para
deshacerme de él, desaparece y yo me quedo pegada a la pared respirando con
dificultad, observando cómo Miller mantiene sujeto al hombre, que no para de
forcejear.
—Pero ¿qué coño...? ¡Quítame las manos de encima! —grita el tipo.
Miller saca tranquilamente el móvil de su bolsillo y pulsa un botón.
—Aseos del primer piso.
El tipo sigue forcejeando, pero Miller lo domina con un esfuerzo mínimo. Me
mira fijamente, impasible. Aunque está furioso. Lo veo en el brillo de sus ojos
azules. Hay rabia, ira en caliente, y no me hace sentir nada cómoda. Echo a andar
titubeante hacia un extremo del pasillo cuando dos porteros descomunales entran
como una estampida de elefantes. Miro hacia atrás para valorar la situación. Miller
les entrega al tipo y se alisa la camisa y el chaleco. Me mira. Mueve la cabeza y viene
hacia mí. Un mechón rebelde le cae sobre la frente. Sé que no iré muy lejos, pero
tengo que llegar a la barra. Necesito otro trago. Me doy prisa, consigo pedir otra
copa de champán y bebérmela antes de que me la arranquen vacía de las manos.
Con una mano en mi nuca, me aleja de la barra. Tengo que andar a toda prisa para
no caerme.
—¡No voy a darte cuatro horas! —grito desesperada.
—¡No las quiero! —ruge él entonces sin dejar de empujarme de mala manera.
Es como recibir un millón de puñaladas.
La gente asiente, sonríe y se dirige a Miller mientras él me empuja por el club,
pero no se detiene a darle conversación a nadie, ni siquiera saluda. No puedo
confirmarlo porque no le veo la cara, pero el modo en que lo miran las personas que
dejamos atrás lo dice todo. Me tiene cogida por la fuerza de la nuca y no parece que
vaya a soltarme a pesar de que debe de ser consciente de que me hace daño. Me
lleva hacia la entrada del bar. A través del brillo azul de las puertas de cristal veo a
gente que todavía espera para entrar.
Entonces, algo me llama la atención y vuelvo a mirar. Es la socia de Miller.
Está observando boquiabierta la forma en que él me trata. Tiene la copa en los
labios, a punto de beber, pero está hipnotizada con lo que ve. A pesar de mi estado
de embriaguez, por primera vez me paro a pensar qué irá contando Miller por ahí
de mí.
—¡Livy! —Es Gregory, e intento volver la cabeza pero me es imposible.
—¡Camina! —me ordena.
—¡Livy!
Miller se detiene y se vuelve, arrastrándome consigo.
—Se viene conmigo.
—No. —Gregory niega con la cabeza, se acerca y me mira—. ¿El que odia tu
café? — pregunta, y asiento.
La cara de mi amigo es la viva imagen de la culpabilidad. Me ha metido en la
boca del lobo y él se ha largado a retozar con Ben.
—Miller —contesto confirmando las sospechas de Gregory pero
preguntándome cómo es que no lo sabe si ha estado trabajando para él.
—Puedes quedarte y tomarte una copa —le dice Miller con calma—, o puedo
llamar a seguridad. Tú eliges.
Las palabras de Miller, aunque pronunciadas en tono conciliador, son una
amenaza. No me cabe duda de que la cumplirá.
—Si me voy, Livy se viene conmigo.
—No —responde Miller al instante—. Tu amante te va a pedir que seas
sensato y que dejes que me la lleve.
Ben aparece entonces detrás de Gregory, lívido y nervioso.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunta a Miller.
—Eso depende de tu decisión. Me voy con Olivia a mi despacho y vosotros
dos vais a volver a la barra a tomaros una copa. Invito yo.
Gregory y Ben intercambian una mirada y luego nos miran a Miller y a mí.
No saben qué hacer. Me toca hablar a mí.
—Estoy bien. Id a tomaros una copa.
—No. —Gregory da un paso adelante—. No después de todo lo que me has
contado, Livy.
—Estoy bien —repito lentamente antes de mirar a Miller y hacerle un gesto
para que nos vayamos.
Él afloja un poco la mano. Se le está pasando el enfado. Sus dedos me
masajean el cuello.
Ya apenas puedo sentirlo.
—¿Miller?
Entonces miro a la izquierda y veo a la mujer. Nos ha seguido y, por la forma
en que se muerde los labios de color rojo cereza, sé que me ha reconocido a pesar
del cambio de imagen.
Miller la mira sin inmutarse. Esto es muy incómodo. La tensión entre los
cinco podría cortarse con un cuchillo. Me siento como una intrusa, pero eso no
impide que le permita a Miller conducirme lejos de la desagradable compañía.
Permanece en silencio mientras bajamos la escalera y atravesamos un
laberinto de pasillos. Finalmente llegamos a una puerta y maldice mientras
introduce el código en el teclado numérico. Espero que me suelte en cuanto se cierre
la puerta, pero en vez de eso me lleva a una mesa blanca y me da la vuelta. Me
apoya contra la mesa, me separa las piernas y se abalanza sobre mí. Me coge la cara
entre las manos y cubre mi boca con la suya. Su lengua no pide permiso y comienza
a acariciarme el interior de la boca. Me gustaría preguntarle qué demonios está
haciendo, pero sé que quiero saborear este momento. Lo que no me apetece en
absoluto es tener que escuchar el sermón que me va a echar en cuanto termine el
beso. Que dure. Lo acepto. Con este beso acepto todo lo que ha hecho esta noche y
antes de esta noche, que haya jugado con mi corazón, que me lo haya llenado para
después dejarlo vacío otra vez..., un simple músculo dolorido en mi pecho.
Gime y mis manos ascienden por su espalda hasta llegar a la nuca. Lo aprieto
contra mí.
—No voy a dejar que me lo hagas de nuevo —musito contra sus labios.
Su boca no abandona la mía, y no intento detenerlo pese a mis palabras.
—No creo que importe si me dejas o no, Livy. —Acerca la entrepierna a mis
muslos y la fricción me vuelve loca. Me estremezco y busco la fuerza de voluntad
que necesito para pararlo—. Está pasando. —Me muerde el labio, lo chupa y me
mira. Me aparta el pelo de la cara—. Ya lo hemos aceptado. No hay forma de
pararlo.
—Puedo pararlo igual que has hecho tú muchas veces —susurro—. Debería
hacerlo.
—No, no deberías. No voy a permitir que lo hagas, y yo tampoco debería
haberlo parado nunca. —Sus ojos recorren mi cara y me besa con ternura—. ¿Qué le
ha pasado a mi niña?
—Tú —lo acuso—. Tú eres lo que me ha pasado.
Me ha vuelto imprudente y descerebrada. Me hace sentir viva pero también
me chupa esa vida a la misma velocidad. Estoy jugando a ser la abogada del diablo
con este hombre disfrazado de caballero, y me odio por no ser más fuerte, por no
pararle los pies. ¿Cuántas veces puedo hacerme esto a mí misma, y cuántas veces
me lo va a hacer él?
—Esto no me gusta —dice mientras me coge la mano que tengo en su espalda
y mira el esmalte de uñas rojo—. Y esto, tampoco —añade pasándome el dedo por
los labios sin dejar de mirarme—. Quiero a mi Livy de siempre.
—¿ Tu Livy?
El cerebro me va a mil revoluciones por minuto y se me acelera el pulso.
Quiere a la Livy de siempre para poder volver a dejarla tirada como una colilla. ¿No
es eso?
—No soy tuya —replico.
—Te equivocas. Eres toda mía. —Se pega a mí y me coge la mano con fuerza
hasta que me sienta sobre la mesa—. Voy a salir del despacho para decirle a tu
amigo que te vienes a casa conmigo. Querrá hablar contigo, así que, cuando te llame,
coge el teléfono.
—¿Te acompaño? —Bajo de la mesa y de inmediato vuelve a sentarme en
ella.
—No. Tú vas a meterte en ese cuarto de baño de ahí y vas a quitarte toda esa
mierda de la cara.
Retrocedo pero él ni siquiera se inmuta.
—¿Vas a salir y a decirle a esa mujer que me voy a casa contigo? —lo digo
cabreada, y me observa detenidamente.
—Sí —contesta sin más.
¿Sólo eso? No tengo nada que añadir porque la embriaguez me impide
pensar con claridad y, para cuando ha terminado de estudiar mi cara de pasmo, se
marcha y cierra la puerta al salir. Oigo el chasquido de un cerrojo. Bajo de la mesa,
corro hacia la puerta y tiro de la manija, consciente de que estoy perdiendo el
tiempo. Me ha encerrado con llave.
No voy al baño. Voy a la vitrina donde guarda las bebidas. Veo una botella
de champán en una cubitera y dos copas en un ángulo perfecto. Eso es obra de
Miller. En cambio, la huella de carmín en el borde de una de ellas no lo es. Tiemblo
de pura rabia, cojo una copa, la lleno de champán, me lo bebo, vuelvo a llenarla y
me lo vuelvo a beber, demasiado rápido. Estoy borracha y no me hace falta más
alcohol, pero mi autocontrol se está esfumando.
Tal y como ha dicho Miller, el teléfono empieza a sonar en mi bolso de mano.
Está encima de la mesa. Lo cojo y busco el móvil. Veo el nombre de Gregory en la
pantalla.
—¿Diga? —Intento parecer fría y calmada, pero lo que quiero es gritar y
desahogarme.
—¿Vas a irte con él?
—Estoy bien. —No hay por qué preocuparlo más, y de ninguna manera voy
a irme con Miller—. ¿No sabías cómo se llamaba?
—No —suspira—. Para mí era el cabrón estirado del señor Hart.
—¡Pero si en la pista de baile me has dicho que lo dejara abrazarme!
—¡Porque está más bueno que el pan!
—O porque querías largarte a pasarlo bien con Ben.
—Era un baile, nada más. No habría dejado que pasara de ahí.
—¡Pero lo has hecho!
—No tengo excusa —musita—. Estoy pedo pero, aun así, soy un caso
perdido, ¿no? Es el gilipollas pomposo que odia tu café y del que estás enamorada.
—¡No es gilipollas! —No sé lo que me digo. Se me ocurren cosas mucho
peores que llamar a Miller, y es todas y cada una de ellas.
—No me gusta esto, Livy —refunfuña Gregory.
—A mí tampoco me gusta por lo que he tenido que pasar antes, Gregory.
Se hace un momento de silencio.
—Eres preciosa —me contesta apagado—. Por favor, recuérdalo si vas a darle
un minuto más de tu tiempo, Livy.
—Lo haré —lo tranquilizo—. Estaré bien. Te llamaré. ¿Cómo se encuentra
Ben?
—Sigue lívido. —Se ríe y todo parece mejor—. Pero sobrevivirá.
—Vale. Mañana hablamos.
—Que no se te olvide. Ten cuidado.
Respiro hondo, cuelgo y me dejo caer en el borde de la mesa de Miller, que
está libre de papeles, bolígrafos, ordenador y material de oficina. Sólo hay un
teléfono perfectamente colocado. La silla está metida debajo de la mesa,
impecablemente derecha. La precisión con la que está todo dispuesto es lo que más
me llama la atención. Igual que en su casa. Hay un sitio para cada cosa.
Excepto para mí.
Y ¿tiene un club?
Vuelvo a la realidad al oír una llave en la cerradura. Ha vuelto, y parece
satisfecho hasta que ve mi cara.
—Te he pedido que hicieras algo.
—¿Vas a obligarme si me niego? —lo reto. Es el alcohol, que me infunde
valor.
La pregunta parece confundirlo.
—Nunca te obligaría a hacer nada que no quisieras hacer, Livy.
—Me has obligado a venir aquí —señalo.
—Yo no te he obligado. Podrías haberte resistido, podrías haberte soltado si
de verdad hubieras querido.
Se pasa la mano por el pelo, respira hondo, se acerca a mí, me abre las piernas
y se mete entre ellas. Sus dedos me acarician la barbilla y acerca mi cara a la suya,
pero está un poco borrosa. Parpadeo, frustrada por no poder admirar en
condiciones sus hermosas facciones.
—Estás borracha —dice con dulzura.
—Es culpa tuya —replico arrastrando las palabras.
—Te pido disculpas.
—¿Le has hablado a tu novia de mí?
—No es mi novia, Livy. Pero sí, le he hablado de ti.
La sola idea me mata, pero si ha sentido la necesidad de hablarle de mí es que
son más que socios de negocios.
—¿Es tu exnovia?
—¡Por Dios, no!
—Entonces ¿por qué has tenido que hablarle de mí? ¿Por qué soy asunto
suyo?
—¡No lo eres!
Lo he sacado de quicio. Me da igual. Me encanta poder ver algo más que su
cara seria y perfecta.
—¿Por qué sigues haciendo esto? —pregunto apartándolo—. Eres tierno,
dulce, cariñoso...
y luego frío y cruel.
—No soy fr...
—Sí que lo eres —lo interrumpo, y me da igual si me regaña por mi falta de
modales.
No ha sido muy educado por su parte arrastrarme a la fuerza por el club y,
aun así, lo ha hecho. Y tiene razón: podría haber protestado un poco más.
Pero no lo he hecho.
—¿Vas a follarme por fin? —le pregunto insolente y calmada.
Retrocede con cara de asco.
—Estás borracha —me espeta—. No voy a tocarte ni un pelo estando
borracha.
—¿Por qué?
Pega su cara a la mía con la mandíbula tensa.
—Porque nunca me conformaría con menos que con adorarte, por eso.
Me mira con determinación.
—Nunca seré una noche de borrachera, Livy. Te acordarás de cada una de las
veces que hayas sido mía. Cada instante quedará grabado en esta mente tuya para
siempre. —Me apoya el índice en la sien—. Cada beso, cada caricia, cada palabra.
Se me acelera el pulso. Es demasiado tarde pero lo digo igualmente: —No
quiero que sea así.
Ya tiene residencia permanente en mi cabeza.
—Mala suerte, porque así es como va a ser.
—No tiene por qué —replico, y al instante me pregunto de dónde han salido
esas palabras tan contundentes y si de verdad siento lo que he dicho.
—Será así. Tiene que serlo.
—¿Por qué?
Empiezo a oscilar ligeramente, y debe de haberlo notado porque me coge del
brazo para que no me caiga.
—¡Estoy bien! —digo con insolencia y arrastrando las palabras—. ¡Y no has
contestado a mi pregunta!
Cierra los ojos, los abre despacio y me mata con dos rayos azules de
sinceridad.
—Porque así es como es para mí.
Trago saliva y deseo que mi estado de embriaguez no me esté haciendo
imaginar cosas. No sé qué responder, ahora mismo no, puede que ni siquiera
estando sobria.
—Me deseas. —Aun borracha, quiero oírlo pronunciar esas palabras.
Coge aire y se toma su tiempo para quemarme los ojos con su mirada.
—Te deseo —confirma despacio, con claridad—. Dame lo que es mío.
Le rodeo el cuello con los brazos y lo atraigo hacia mí. Le doy lo que es suyo.
Un abrazo.
El corazón se me va a salir del pecho.
Me abraza durante una eternidad, acariciándome la espalda y el pelo con los
dedos. Voy a quedarme dormida. Suspira varias veces en mi cuello, me besa sin
parar y me estrecha entre sus brazos.
—¿Puedo llevarte conmigo a mi cama? —me pregunta en voz baja.
—¿Cuatro horas?
—Creo que sabes que te quiero conmigo mucho más que cuatro horas, Olivia
Taylor.
Acto seguido, me pone la mano en el trasero para cogerme en brazos y
bajarme de la mesa.
—Ojalá no te hubieras embadurnado la cara.
—Es maquillaje. No me la he embadurnado: he acentuado mis rasgos.
—Mi niña, eres una belleza pura y natural. —Da media vuelta y echa a andar
hacia la puerta, pero primero se detiene junto a la vitrina de las bebidas para
ordenar las copas de champán—. Me gustaría que siguieras siéndolo.
—Quieres que sea tímida y piadosa.
Niega con la cabeza y abre la puerta del despacho. Como de costumbre, me
pone la mano en la nuca para que eche a andar.
—No, es que no quiero que te comportes de un modo tan temerario ni le des
a probar tus labios a otro hombre.
—No lo he hecho a propósito. —Me tambaleo y Miller me coge del brazo
para estabilizarme.
—Debes tener más cuidado —me advierte.
Tiene razón. Lo sé pese a lo ebria que estoy, por lo que no dejo que mi
insolencia de borracha haga acto de presencia.
Recorremos el pasillo y subimos la escalera de vuelta al club. Empiezo a
notar de verdad el atracón de alcohol que me he pegado. Veo a la gente doble o
borrosa, se mueven a cámara lenta, y la música estridente hace que me sangren los
oídos. Me tambaleo sobre los tacones y noto que Miller me mira.
—Livy, ¿te encuentras bien?
Trato de asentir, pero mi cabeza no hace exactamente lo que le digo, así que
más bien parece que intento volverme. Entonces choco contra una pared.
—Me encuentro...
De repente se me llena la boca de saliva y se me revuelve el estómago.
—Ay, no... Livy...
Me coge en brazos y aprieta a correr de vuelta a su despacho, pero no lo
suficientemente deprisa. Vomito por todo el pasillo... Y encima de Miller.
—¡Mierda! —maldice.
Vomito un poco más mientras me mete en su despacho.
—Estoy algo mareada —balbuceo.
—Pero ¿qué diablos has bebido? —pregunta intentando acomodarme en la
taza del váter de su cuarto de baño.
—Tequila. —Me río nerviosa—. Pero no lo he hecho bien, se me ha olvidado
echarle sal y limón, así que hemos tenido que repetir... ¡Uy!
Me resbalo de la taza del váter y aterrizo en el suelo.
—¡Ay!
—Por Dios bendito —refunfuña recogiéndome del suelo mientras mi cabeza
se balancea sobre mis hombros y él intenta quitarse el chaleco y la camisa
salpicados de vómito.
—Livy, ¿cuántos chupitos te has tomado?
—Dos —respondo.
Mi culo se posa de nuevo en la taza del váter.
—Y me he servido champán —digo arrastrando las palabras—, pero no he
usado la copa manchada de carmín. Eres tan tonto que ni siquiera te has dado
cuenta de que quiere hacer mucho más que negocios contigo.
—¿Qué mosca te ha picado?...
Me pesa mucho la cabeza, pero la levanto e intento enfocar lo que tengo
delante, que es una obra maestra, un torso suave y desnudo.
—Tú, Miller Hart. —Llevo las manos a sus pectorales y me tomo mi tiempo
acariciándolo.
Estaré borracha, pero sé apreciar lo que tengo delante y es muy agradable—.
Tú eres lo que me pasa. —Alzo la mirada, cosa que me cuesta lo mío, y veo que está
observando cómo lo acaricio—. Te me has metido en la sangre y ahora no consigo
librarme de ti.
Se acuclilla delante de mí y me acaricia la mejilla, la desliza hacia mi nuca y
atrae mi cara hacia la suya.
—Cómo me gustaría que no estuvieras tan borracha.
—A mí también. —Tengo que reconocerlo, no podría con él estando tan pedo
como estoy.
Y me gustaría poder recordarlo. Quiero recordar todos los momentos íntimos,
incluso éste—.
Si se me olvida cómo me estás mirando en este momento o lo que me has
dicho antes en tu despacho, prométeme que me lo recordarás.
Sonríe.
—¡Y eso también! —Me falta tiempo para decirlo—. Prométeme que me
sonreirás así la próxima vez que te vea.
Sus sonrisas son poco frecuentes y preciosas, y lo odio por regalarme una
precisamente ahora, cuando lo más probable es que la olvide.
Suelta un quejido y creo que cierra los ojos. ¿O los he cerrado yo? No estoy
segura.
—Olivia Taylor, cuando te despiertes por la mañana, voy a disfrutar de lo
que me has privado de hacerte esta noche.
—Te has privado tú solito —contesto—. Pero recuérdamelo primero
—murmuro mientras me atrae hacia sí para darme «lo que más le gusta»—.
Regálame una sonrisa.
—Olivia Taylor, si te tengo a ti, estaré sonriente el resto de mi vida.


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