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Una noche deseada - Cap. 13

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Capítulo 13
Está de pie en la entrada de su dormitorio, vestido con el pantalón de su traje
y arreglándose la corbata mientras yo envuelvo mi cuerpo desnudo con los brazos
como para protegerme. Me taparía con las sábanas, pero su lado de la cama está
hecho y no quiero estropearlo. Tiene el pelo húmedo y no se ha afeitado y, aunque
muestra un aspecto magnífico, me duele que no esté todavía en la cama conmigo.
—¿Desayunas conmigo? —pregunta deshaciéndose el nudo de la corbata y
empezando de cero.
—Claro —respondo en voz baja, detestando la incomodidad que lo aleja de
mí.
Me sorprende haberme despertado a la luz del día. Cuando me dormí anoche,
estaba segura de que sólo pasarían unas horas, las justas para recuperarnos, antes
de que Miller me despertara para volver a venerarme... Mejor dicho, esperaba que
me despertara. Me siento decepcionada pero estoy intentando que no se note.
No sé por qué miro por la habitación buscando mi ropa, porque sé que no
estará en ningún lugar a la vista.
—¿Y mi ropa?
—Dúchate. Prepararé el desayuno. —Se acerca al vestidor y aparece unos
momentos después, abrochándose el chaleco—. Tengo que marcharme dentro de
media hora. Tu ropa está en el último cajón.
Me siento incómoda y me pregunto qué ha cambiado. Está más cerrado que
nunca. ¿Se habrá pasado toda la noche pensando, asimilando todo lo que le he
contado?
—Vale —contesto, porque no se me ocurre qué otra cosa más decir.
Apenas me mira. Me siento sucia y despreciable, algo que llevo años
intentando evitar.
Sin decir ni una palabra más, coge la chaqueta de su traje del vestidor y me
deja en su dormitorio; me siento menospreciada y confundida. Quiero alejarme
desesperadamente de este desasosiego pero, al mismo tiempo, no quiero. Deseo
quedarme y conseguir que se abra de nuevo, que me vea a mí, no a la hija ilegítima
de una puta, pero por lo visto no tengo mucho que hacer. Tiene que marcharse
dentro de treinta minutos, y yo necesito ducharme antes de desayunar con él, lo
cual limita mi tiempo todavía más.
Me levanto de la cama, desnuda, y corro hacia el cuarto de baño para
ducharme. Utilizo su gel y me froto con intensidad, como si de ese modo pudiera
retenerlo conmigo. Me aclaro el jabón a regañadientes, salgo de la ducha, cojo una
de las toallas limpias y perfectamente dobladas que hay en la estantería y me seco
en un tiempo récord antes de vestirme a toda prisa.
Recorro el apartamento y lo encuentro delante del espejo del recibidor,
peleándose de nuevo con la corbata.
—La corbata está bien.
—No, está torcida —gruñe, y se la quita de un tirón—. ¡Mierda!
Observo cómo pasa por delante de mí en dirección a la cocina. Lo sigo
divertida, y no
debería sorprenderme encontrármelo delante de una tabla de planchar, pero lo
hago. Coloca la corbata encima de ella y, con absoluta concentración, desliza la
plancha por la seda azul.
Después desenchufa la plancha y se coloca la corbata alrededor del cuello.
Guarda la tabla y la plancha, y acto seguido vuelve al espejo y empieza a
anudársela de nuevo minuciosamente, como si yo no estuviera ahí.
—Mejor —afirma. Se baja el cuello de la camisa y me mira.
—La tienes torcida.
Frunce el ceño y se vuelve de nuevo hacia el espejo. La menea un poco.
—Está perfecta.
—Sí, está perfecta, Miller —mascullo dirigiéndome hacia la cocina.
Me maravillo ante la selección de panes, mermeladas y fruta, pero no tengo
hambre. Tengo un nudo de ansiedad en el estómago, y su actitud tan formal no
ayuda.
—¿Qué quieres tomar? —pregunta mientras se sienta.
—Sólo un poco de melón, por favor.
Asiente, coge un bol, echa un poco de fruta en él con una cuchara y me pasa
un tenedor.
—¿Café?
—No, gracias. —Cojo el tenedor y el bol y los coloco sobre la mesa de la
manera más ordenada que puedo.
—¿Zumo de naranja? Está recién exprimido.
—Sí, gracias.
Me sirve a mí un poco de zumo y él se echa café del recipiente de cristal de la
cafetera.
—El otro día olvidé darte las gracias por romperme la lámpara —dice
levantando su taza lentamente y observándome mientras bebe.
Siento cómo me ruborizo bajo su mirada acusatoria, y bajo la vista hacia el
cuenco.
—Estaba oscuro. No veía nada.
—Te perdono.
Levanto la mirada con una pequeña carcajada.
—Vaya, gracias. Y yo te perdono por dejarme a oscuras.
—Deberías haberte quedado en la cama —responde, y se apoya
cómodamente en el respaldo de su silla—. Menudo destrozo hiciste.
—Lo siento. La próxima vez que me abandones en mitad de la noche, me
aseguraré de tener mis gafas de visión nocturna a mano.
Levanta las cejas con sorpresa, pero sé que no es por mi sarcasmo.
—¿Que te abandoné?
Me encojo con una mueca y aparto la mirada de él. Debería pensar antes de
hablar, especialmente en presencia de Miller Hart.
—No quería decir eso.
—Eso espero. Te dejé durmiendo. No te abandoné. —Continúa comiéndose
su tostada francesa y deja esas palabras indeseables flotando en el incómodo
silencio que nos rodea.
Indeseables para mí, al menos—. Termínatelo y te acerco a casa.
—¿Por qué esperas eso? —pregunto algo airada de repente—. ¿Para que no te
meta en el mismo saco que a mi patética madre?
—¿Patética?
—Sí. Débil, egoísta.
Parpadea estupefacto y se revuelve en la silla.
—Tenemos un trato de veinticuatro horas —dispara.
Aprieto los dientes y me inclino hacia adelante. Veo con absoluta claridad
que estoy consiguiendo enfurecer a este hombre normalmente impasible con mi
acusación. Aunque no tengo muy claro si está enfadado conmigo o consigo mismo.
—¿Qué fue lo de anoche? Lo del coche y lo de después. ¿Estabas fingiendo?
¡Eres patético!
Los ojos de Miller se ensombrecen y vislumbro en ellos un destello de ira.
—No me presiones, niña. No deberías jugar con mi temperamento. Teníamos
un trato y sólo me estaba asegurando de que se cumpliera.
Se me parte el corazón en mil dolorosos pedazos al recordar al hombre tan
diferente que estaba conmigo anoche. Un hombre abierto. Un hombre cariñoso. No
sé quién es el hombre que tengo delante ahora. Nunca había visto a Miller Hart
perdiendo los papeles. Lo he visto nervioso, y lo he visto maldecir, principalmente
cuando algo no está perfecto como él quiere, pero la mirada que veo en sus ojos
ahora mismo me indica que no he visto nada. Eso, junto con su severa advertencia,
también me indica que es mejor que no lo vea.
De repente me levanto —parece que mi cuerpo ha reaccionado antes que mi
cerebro— y me marcho. Salgo de su apartamento y empiezo a bajar la escalera hasta
el vestíbulo. El portero me saluda con la cabeza cuando paso y, al respirar el aire
fresco de la mañana, dejo escapar un profundo suspiro. El olor y el sonido de
Londres no hacen que me sienta mejor.
—Estaba hablando contigo —oigo que dice Miller furioso tras de mí, pero eso
no hace que recupere mis modales y me vuelva para reconocer su presencia—. Livy,
estaba hablando contigo.
—Y ¿qué es lo que has dicho? —inquiero.
Aparece en mi línea de visión y se planta delante de mí para observarme
detenidamente.
—No me gusta repetirme.
—Y a mí no me gustan tus cambios de humor.
—Yo no tengo cambios de humor.
—Claro que sí. No sé por dónde cogerte. Un minuto eres dulce y atento, y al
siguiente eres frío y cortante.
Medita mis palabras, y pasa un rato bastante largo en el que nos miramos
fijamente, hasta que por fin se decide a pronunciarse.
—Esto se está volviendo demasiado personal.
Respiro profundamente y retengo el aire, tratando con todas mis fuerzas de
no gritarle.
Sabía que esto iba a pasar desde el momento en que he abierto los ojos esta
mañana. Pero eso no hace que me duela menos.
—¿Esto tiene algo que ver con tu socia? ¿O es por mí y mi sórdida historia?
No contesta, sino que se limita a mirarme en silencio.
—No debería haberme abierto tanto a ti —susurro en voz baja.
—Probablemente no —coincide sin vacilar.
Su respuesta me apuñala en el alma y me obligo a marcharme antes de que
estallen mis emociones. No pienso llorar delante de él. Me pongo los auriculares,
selecciono el modo aleatorio en el iPod y me río para mis adentros cuando
Unfinished Sympathy de Massive Attack inunda mis oídos y me acompaña todo el
camino de vuelta a casa.
—Sigues teniendo mal aspecto, Livy —dice Del mientras me examina con
ojos de preocupación—. Quizá deberías irte a casa.
—No.
No me resulta nada fácil, pero fuerzo una sonrisa para tranquilizarlo. Mi
abuela está en casa, y necesito distraerme, no un interrogatorio. Estaba toda
sonriente cuando he entrado por la puerta esta mañana, hasta que me ha visto la
cara. Entonces han empezado las preguntas, pero me he escapado rápidamente a mi
dormitorio, dejando a la mujer paseándose en el descansillo fuera de mi habitación,
lanzando sus preguntas contra la puerta, sin que yo respondiera a ninguna. No
debería enfadarme con mi abuela; debería centrar todo mi enfado en Miller, pero si
ella no se hubiera inmiscuido y no lo hubiera invitado a cenar, lo de anoche no
habría pasado y ahora yo no estaría en este estado.
—Me encuentro mucho mejor, de verdad.
Huyo a la cocina para esquivar a Sylvie, que está en la caja. Lleva toda la
mañana intentando sacarme información. Por suerte para mí, tenemos mucho
trabajo, así que de momento he logrado eludir sus interrogatorios y he estado
ocupada limpiando las mesas y sirviendo cafés.
Durante la pausa para el almuerzo, acepto el sándwich de atún con
mayonesa que me ofrece Paul, pero decido comérmelo mientras hago otras cosas,
porque sé que si salgo a descansar enseguida vendrá Sylvie a buscar respuestas. Sé
que es muy ruin por mi parte, pero ya me duele la cabeza de pensar constantemente
en él, y hablar de ello sólo hará que me eche a llorar. Me niego a llorar por un
hombre, y menos por un hombre que puede llegar a ser tan frío.
—¿Te gusta? —pregunta Paul sonriendo mientras echa unas hojas de lechuga
en el escurridor.
—Mmm. —Mastico y trago. Después, me limpio la boca de mayonesa—. Está
delicioso — digo con total sinceridad mirando hacia la otra mitad que me queda por
comer—. Tiene algo diferente.
—Sí, pero no me preguntes qué es, porque no te lo voy a decir.
—¿Es una receta familiar secreta?
—Exacto. Del jamás me despedirá mientras el crujiente de atún siga siendo el
sándwich más vendido, y yo soy el único que sabe prepararlo. —Me guiña un ojo y
distribuye la lechuga entre las rebanadas de pan de semillas cubiertas con la receta
secreta de Paul—. Aquí tienes.
Son para la mesa cuatro.
—Vale. —Empujo la puerta de vaivén de la cocina con la espalda, sorteo a
Sylvie y me dirijo a la mesa cuatro—. Dos crujientes de atún con pan de semillas
—digo deslizando los platos sobre la mesa—. Que aproveche.
Los dos hombres de negocios me dan las gracias, me marcho y me topo con
Sylvie en la cocina cuando vuelvo a cruzar la puerta. Tiene los brazos en jarras. No
es buena señal.
—No tienes mejor aspecto, pero tú no estás enferma —espeta apartándose
ligeramente para dejarme pasar—. ¿Qué te pasa?
—Nada —respondo demasiado a la defensiva, y me reprendo al instante por
ello—. Estoy bien.
—Sé que te siguió.
—¿Qué? —Tenso los hombros.
Sé perfectamente a qué se refiere Sylvie, pero no quiero entrar en esa
conversación. Estoy demasiado sensible, y hablar de él sólo empeorará las cosas.
—Cuando estuviste a punto de desmayarte y Del te mandó a casa, te siguió.
Iba a ir a buscarte, pero tenía que trabajar. ¿Qué pasó?
Sigo sin mirarla a la cara, y me tomo mi tiempo para vaciar el lavavajillas.
Podría marcharme, pero para eso tendría que enfrentarme a ella, y no creo que me
dejara pasar.
—No pasó nada. Me fui.
—Bueno, me lo imaginé al ver que volvía con cara de pocos amigos, y ayer se
presentó en la cafetería.
¿Estaba enfadado? La idea me alegra, por estúpido que sea.
—Pues ahí tienes tu respuesta —digo como si tal cosa mientras cojo una
bandeja, pero retrasando mi regreso al salón del establecimiento. Todavía no ha
terminado, y sigue cortándome el paso.
—Estaba otra vez con esa mujer.
—Lo sé.
—Estaba encima de él todo el rato.
Se me forma un nudo en la garganta.
—Lo sé.
—Pero era evidente que él tenía la mente en otra parte.
Me vuelvo y, por fin, la miro, y me encuentro con la expresión que me había
estado temiendo: los ojos achinados y sus labios rosa intenso fruncidos.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —pregunto.
Se encoge de hombros y su melena corta y negra roza sus hombros.
—Te va a traer problemas.
—Ya lo sé —mascullo—. ¿Por qué crees que me marché? No soy idiota.
—Debería abofetearme a mí misma por lo tremendamente inapropiado de mi
comentario. Soy muy idiota.
—Estás deprimida. —Sylvie me atraviesa con su mirada inquisitiva, y con
toda la razón del mundo.
—No lo estoy —respondo en un tono poco convincente—. ¿Me permites
volver al trabajo?
Suspira y se aparta de mi camino.
—Eres demasiado inocente, Livy. Un hombre como ése se te comerá viva.
Cierro los ojos y respiro hondo mientras paso al lado de Sylvie. No es
necesario que le cuente lo de la cena familiar, y desearía desde el fondo de mi
corazón que no hubiera nada que contar.
Mi semana no mejora. Mi abuela ha vuelto a Harrods dos veces con la excusa
de que George dice que su tarta de piña estaba deliciosa y que quería volver a
prepararla... dos veces.
Sus esperanzas secretas de toparse con Miller en el improbable caso de que
estuviera allí comprando más trajes no tenía nada que ver con su compulsión de
gastarse treinta libras en dos piñas. He evitado a Gregory a toda costa después de
que me dejara un mensaje con voz tensa avisándome de que mi abuela se lo había
contado todo y que opina que soy imbécil.
Todo eso ya lo sé.
Me salto el desayuno y me escapo por la puerta para evitar a mi abuela. Estoy
deseando que termine mi jornada del viernes. Tengo planes de perderme en la
grandeza de Londres este fin de semana, y me muero de ganas. Es justo lo que
necesito.
Camino por la calle con mi vestido largo de punto rozándome los tobillos y la
calidez del sol matinal templando mi rostro. Como siempre, mi pelo hace lo que le
da la gana, y hoy está más rizado que de costumbre porque cuando me acosté aún
lo tenía mojado.
—¡Livy!
Sin pensarlo, acelero el paso, aunque sé que no voy a llegar muy lejos. Parece
cabreado.
—¡Nena, será mejor que te detengas ahora mismo o tendrás un grave
problema!
Me detengo al instante, sabiendo perfectamente que ya lo tengo, y espero a
que me alcance.
—¡Buenos días! —Mi saludo, exageradamente entusiasta, no va a colar y,
cuando llega delante de mí, con su atractivo rostro distorsionado por su
descontento, no puedo evitar mirarlo con el ceño fruncido también—. ¿Qué pasa?
—le ladro, y retrocede aturdido.
Estoy cabreada con mi mejor amigo, aunque no tengo ningún derecho a
estarlo. Es viernes, pero lleva puestos unos vaqueros rotos, una camiseta ajustada y
una gorra de béisbol. ¿Dónde está su uniforme de jardinero?
—¡A mí no me hables así! —me contesta de inmediato—. ¿Qué ha pasado con
lo de mantenerte alejada de él?
—¡Lo intenté! —chillo—. ¡Lo intenté con todas mis fuerzas! ¡Pero nos
encontramos con él en Harrods y mi abuela lo invitó a cenar!
Gregory se queda más pasmado todavía ante mi inusual arranque de furia,
pero sus cinceladas facciones se relajan.
—No hacía falta que te fueras con él —señala suavemente—. Y, desde luego,
no tenías por qué quedarte a dormir en su casa.
—Bueno, pues lo hice, y ojalá no lo hubiera hecho.
—Ay, Livy. —Se acerca y me envuelve en sus brazos—. Deberías haber
respondido a mis llamadas.
—¿Para que pudieras echarme la bronca? —farfullo contra su camiseta—. Ya
sé que soy una idiota. No hace falta que nadie me lo confirme.
—Casi me muero al ver que tu abuela estaba tan emocionada —dice con un
suspiro—.
Joder, Livy, ya la veía comprándose un sombrero para la ceremonia.
Me río porque, de no hacerlo, me echaría a llorar.
—Calla, Gregory. No voy a poder aguantar mucho más. Sólo estuvo cenando
con nosotros durante un par de horas. Ella estaba encantada, y ahora no entiende
nada y se pregunta por qué no salgo con él.
—Menudo soplapollas.
—Ya te he dicho que el único soplapollas que conozco eres tú.
Siento que se ríe ligeramente pero, cuando me aparta de su pecho, su
expresión es seria.
—¿Por qué te fuiste con él? —pregunta.
—No puedo rechazarlo cuando está conmigo. —Suspiro hoscamente—. Esas
cosas pasan.
—Y ¿no lo has visto en toda la semana?
—No.
Enarca su ceja rubia.
—¿Por qué no?
Maldita sea, me gustaría decirle que me marché por mi propia voluntad, pero
Gregory se daría cuenta de que miento en un santiamén.
—Primero fue maravilloso, y después horrible. Un momento era dulce, y al
siguiente un capullo. —Me preparo—. Le conté lo de mi madre.
Veo la sorpresa reflejada en el rostro de Gregory, y también veo que se siente
un poco dolido. Sabe que yo jamás hablo de ella, ni siquiera con él, y sé que le
gustaría que lo hiciera.
Se recompone y se obliga a transformar el dolor de su rostro en desprecio.
—Soplapollas —escupe—. Menudo capullo. Tienes que ser fuerte, nena. Una
cosa tan dulce como tú acabará hecha polvo con un hombre como ése.
Abro las aletas de mis fosas nasales y me muerdo la lengua para evitar que
mi respuesta natural a esa frase salga de mi boca. No lo consigo.
—Joder, que os den por el culo a todos —protesto, y mi amigo retrocede
sobresaltado.
Lo aparto de mi camino y echo a andar por la calle sulfurada.
—¿Ves? Eso es lo que quiero. Que saques tu lado macarra.
—¡Vete a la mierda! —grito, sorprendiéndome a mí misma con mi lenguaje
vulgar.
—¡Eso es! ¡Sigue así, zorra malhablada!
Lanzo un grito ahogado de indignación, me vuelvo y lo veo sonriendo de
oreja a oreja.
—¡Gilipollas!
—¡Arpía!
—¡Capullo!
Sigue riéndose.
—¡Perra!
—¡Maricón!
—¡Puta!
Me paro horrorizada.
—¡Yo no soy ninguna puta!
Palidece al instante, dándose cuenta de su error.
—Mierda, Livy, perdóname.
—¡Ni te molestes! —Me largo furiosa. Me hierve la sangre de rabia ante su
insensible comentario—. ¡Y ni se te ocurra seguirme, Gregory!
—¡Joder, no lo decía en serio! ¡Lo siento! —Me levanta en brazos para evitar
que me marche—. Se me ha escapado una palabra estúpida.
Continúa caminando conmigo en brazos. Alargo la mano, le tiro del pelo y le
espeto: —Idiota.
Sonriendo, agacha la cabeza y me besa en la mejilla.
—El domingo pasado tuve una cita.
—¿Otra? —Pongo los ojos en blanco y me aferro con más fuerza a sus
hombros—. ¿Quién es el afortunado esta vez?
—En realidad fue nuestra cuarta cita. Se llama Ben. —El rostro de Gregory se
torna pensativo y soñador y hace que preste más atención. Hacía años que no lo
veía así.
—Y... —lo animo a continuar, preguntándome cómo es posible que haya
salido cuatro veces con el mismo tío sin decirme nada. Pero no puedo reprochárselo.
No después de haberle estado ocultando lo mío.
—Es mono. A lo mejor te lo presento.
—¿En serio?
—Sí, en serio. Trabaja como organizador de eventos autónomo. Le he
hablado mucho de ti y quiere conocerte.
—¿Sí? —Ladeo la cabeza y él sonríe tímidamente—. Ahhhh... —exhalo.
—Sí, ahhhh.
—¿Benjamin?
—¡No! —Me mira en broma con recelo y continúa caminando con paso
regular por la calle conmigo todavía rebotando en sus brazos—. Sólo Ben.
—Benjamin y Gregory —susurro con aire pensativo—. Suena bien.
—Ben y Greg suena mucho mejor. ¿Por qué insistes en llamarme Gregory? Ni
siquiera tu abuela lo hace. Suena a maricona —regruñe.
—¡Es que eres una maricona! —Me echo a reír, y él me hunde los dientes en
el cuello para castigarme por mi insolencia—. ¡Para!
—Venga. —Me deja en el suelo y me coge del brazo—. Te acompaño al
trabajo.
—¿Hoy no trabajas?
—No. He terminado mi último proyecto antes de tiempo y tengo cita para
cortarme el pelo.
—¿Ah, sí? —Le sonrío—. ¿Todo el día libre para ir a cortarte el pelo?
—Cállate. Ya te he dicho que he terminado el proyecto antes de tiempo.
Sonrío de nuevo y me pregunto por qué he estado rehuyendo a mi adorado
Gregory toda la semana. Ya me siento mil veces mejor.


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