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Una noche deseada - Cap. 11

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Capítulo 11
—¿Qué cojones estás haciendo aquí? —pregunto iracunda.
—Me ha invitado tu abuela. —Miller lleva un ramo de flores en los brazos y
una bolsa de Harrods—. ¿Puedo pasar?
—No, no puedes. —Salgo y cierro la puerta para que mi abuela no oiga
nuestra conversación—. ¿Qué crees que estás haciendo?
Mi estado de alteración no parece turbarlo lo más mínimo.
—Ser cortés y aceptar una invitación a cenar —dice muy serio—. Soy una
persona con buenos modales.
—No. —Me acerco a él y mi estupefacción y exasperación rozan la furia. Esa
maldita conspiradora...—. Lo que no tienes es vergüenza. Esto tiene que parar. Yo
no quiero pasar veinticuatro horas contigo.
—¿Quieres pasar más?
Su pregunta me coge desprevenida y retrocedo con sorpresa.
—¡No! —«¿Cuánto más?»
—Vaya... —Parece inseguro, y es la primera vez que lo veo así.
Me pongo derecha y amusgo los ojos de manera inquisitiva.
—¿Y tú? —susurro la pregunta con el corazón en un puño, mi mente empieza
a girar a toda velocidad.
Su inseguridad se transforma en frustración en un nanosegundo y hace que
me pregunte si está frustrado conmigo o consigo mismo. Espero que sea lo
segundo.
—Quedamos en dejar de lado lo personal.
—No, esa parte del trato la decidiste tú.
Levanta la vista, desconcertado.
—Lo sé.
—Y ¿sigue vigente? —pregunto, intentando desesperadamente parecer
fuerte y segura de mí misma cuando en realidad me estoy derrumbando por dentro.
Me preparo para su respuesta.
—Sigue vigente. —Su voz es firme, pero su expresión no. Aunque eso no me
basta para hacerme ilusiones.
—Entonces, esto se ha terminado.
Doy media vuelta sobre mis Converse y obligo a mi cuerpo abatido a cruzar
la puerta. Una vez dentro, me encuentro con mi abuela.
—Era un vendedor —digo cortándole el paso.
Mi plan no funcionará, lo sé. Ella lo ha invitado, y sabía perfectamente quién
era desde el momento en que ha sonado el timbre.
Opongo poca resistencia cuando me aparta de su camino y dejo que abra la
puerta. Miller se está alejando lentamente de la casa.
—¡Miller! —grita ella—. ¿Adónde crees que vas?
Él se vuelve y me mira. Por más que intento materializar una mirada
amenazante en mi rostro, no sucede. Permanecemos mirándonos el uno al otro
durante una eternidad, hasta que saluda a mi abuela con la cabeza.
—Le agradezco muchísimo la invitación, señora Taylor, pero...
—¡Ah, no! —Mi abuela no le da la oportunidad de darle excusas. Recorre el
sendero, sin que la intimide lo más mínimo su alta y poderosa figura, lo agarra del
codo y lo guía hasta casa—. He preparado una cena de rechupete, y vas a quedarte.
—Empuja a Miller hacia el recibidor, que resulta demasiado estrecho para tres
personas—. Dale tu chaqueta a Livy.
Mi abuela nos deja para volver a la cocina y empieza a ladrarle órdenes a
George.
—Si quieres que me marche, me iré —dice él—. No quiero que te sientas
incómoda. —No hace ademán de soltar las cosas que lleva en las manos, ni de
quitarse la chaqueta—. Tu abuela es una mujer de armas tomar.
—Sí, lo es —contesto—. Y tú siempre haces que me sienta incómoda.
—Vente a casa conmigo y me pondré unos shorts.
Abro unos ojos como platos al recordarlo con el pecho desnudo y los pies
descalzos.
—Eso no hizo que me sintiera cómoda —señalo. Ya lo sabe.
—Pero lo que te hice después de quitarme la ropa, sí. —Su mechón rebelde
hace acto de aparición, como para reforzar sus palabras, haciéndolas más
sugerentes.
Me vuelvo al instante.
—Eso no va a volver a pasar.
—No digas cosas que no sientes, Livy —replica con voz suave.
Lo miro a los ojos y él se acerca. Las flores que sostiene rozan la parte
delantera de mi vestido de tarde.
—Estás utilizando a mi abuela contra mí —exhalo.
—No me has dejado elección.
Entonces se agacha y pega sus labios a los míos, lo que envía una deliciosa
oleada de calor a mi sexo que iguala la temperatura de su boca sobre la mía.
—Estás jugando sucio.
—Nunca he dicho que jugara siguiendo las reglas, Livy. Y, de todos modos,
todas mis reglas fueron anuladas en el momento en que puse las manos sobre ti.
—¿Qué reglas?
—Las he olvidado.
Toma mi boca suavemente y empuja más las flores contra mi pecho. El
celofán que las envuelve cruje sonoramente, pero estoy demasiado extasiada como
para que me importe que el ruido atraiga la atención de mi curiosa abuela. Mis
sentidos están saturados, me hierve la sangre, y de repente recuerdo todas esas
increíbles cosas que Miller me hace sentir.
—Siénteme —gime contra mi boca.
Sin pensarlo, mi mano se desliza lentamente entre nuestros cuerpos, más allá
de las flores y de la bolsa de Harrods, hasta que mis nudillos rozan su miembro
largo y duro. El profundo gruñido que emite me envalentona, y giro la mano para
sentirlo, acariciarlo y apretarlo por encima del pantalón.
—Eso lo provocas tú —dice con los dientes apretados—. Y, mientras sigas
haciéndolo, estás obligada a remediarlo.
—No pasaría si no me vieras —contesto, y le muerdo el labio, sin reparar en
su arrogante declaración.
—Livy, se me pone dura sólo de pensar en ti. Verte hace que me duela. Esta
noche te vienes a casa conmigo, y no acepto un no por respuesta. —Su boca se pega
con fuerza a la mía.
—Esa mujer estaba contigo otra vez.
—¿Cuántas veces tenemos que hablar de eso?
—¿Con qué frecuencia vas a comprar ropa con tus socias? —pregunto
pegada a sus labios implacables.
Se aparta, jadeando y con el pelo revuelto. Sus ojos azules acabarán conmigo.
—¿Por qué no confías en mí?
—Eres demasiado reservado —susurro—. No quiero que tengas ese control
sobre mí.
Se inclina y me besa la frente con ternura, con cariño. Sus palabras no
coinciden con sus acciones. Me resulta muy confuso.
—No es control si tú aceptas, mi niña.
Sería tremendamente estúpido por mi parte confiar en este hombre. Ya no es
sólo por la mujer; mi conciencia parece bastante dispuesta a pasarla por alto. Es mi
destino. Mi corazón.
Me estoy colando por él demasiado y demasiado rápido.
Se aparta, echa un vistazo a su entrepierna, se coloca el miembro en su sitio y
recobra la compostura.
—Tengo que enfrentarme a una dulce ancianita de esta manera, y todo por tu
culpa. — Levanta sus ojos casi traviesos hasta los míos y me deja fuera de juego una
vez más. Ésa es otra expresión de Miller Hart que me resulta ajena—. ¿Preparada?
—pregunta, y desliza la mano por mi nuca, me da la vuelta y me dirige hacia la
cocina.
No, no creo estar preparada, pero digo que sí de todas formas, consciente de
lo que voy a encontrarme en la cocina. Y no me equivoco. Mi abuela sonríe con
suficiencia y a George se le salen los ojos de las órbitas al ver a Miller guiándome.
Señalo con la mano al hombre que sufre a mi abuela.
—Miller, éste es George, el amigo de mi abuela.
—Un placer. —Miller descarga las flores y la bolsa en lugar de soltarme a mí,
acepta la mano que le ofrece George y le da un firme y masculino apretón—. Lleva
puesta una camisa muy elegante, George —dice señalando con un gesto la camisa
de rayas del anciano.
—Sí, yo también lo creo —coincide George pasándose la mano por el pecho.
No sé cómo no me he dado cuenta antes, pero George se ha puesto sus
mejores galas, que normalmente suele reservar para ir al bingo o a la iglesia. Mi
abuela es de lo que no hay. La observo y veo que lleva puesto su vestido de botones
de flores, que también suele reservar para los domingos. Miro mi propia ropa y veo
que voy hecha un desastre, con el vestido de tarde arrugado y mis Converse rosa
intenso, y de repente me siento incómoda vestida así.
—Voy un momento arriba al cuarto de baño —digo.
Sin embargo, no voy a ir a ninguna parte hasta que Miller me suelte, y no
parece tener mucha prisa por hacerlo. Al contrario, recoge el ramo, una masa de
rosas amarillas, y se las entrega a mi abuela, seguidas de la bolsa de Harrods.
—Son sólo unos detalles para agradecerle su hospitalidad.
—¡Vaya! —Mi abuela hunde la nariz en el ramo y, a continuación, la cabeza
en la bolsa—.
¡Anda, caviar! ¡Mira, George! —Deja las rosas sobre la mesa y le muestra a
George el minúsculo tarro—. Setenta libras por esta cosita —susurra, pero no
entiendo por qué, porque estamos a sólo unos centímetros de distancia y yo la oigo
perfectamente. Qué vergüenza. Su refinamiento ha pasado a la historia, al igual que
su decoro.
—¿Setenta pavos? —George casi se atraganta—. ¿Por unas huevas de
pescado? ¡Que Dios nos coja confesados!
Deseo que se me trague la tierra, y entonces siento que Miller empieza a
masajearme la nuca por encima del pelo.
—Voy un momento al baño —repito, y me quito de encima su mano.
—Miller, no deberías haberte molestado. —Mi abuela saca entonces de la
bolsa una botella de Dom Pérignon y se la enseña a George con la boca abierta.
—Ha sido un placer.
—Livy —me llama mi abuela, y me vuelvo de nuevo hacia la mesa—. ¿Te has
ofrecido a guardarle la chaqueta a Miller?
Lo miro con aire cansado, le ofrezco una sonrisa exageradamente
empalagosa y digo: —¿Desea que le guarde la chaqueta, caballero? —Evito la
reverencia, y detecto un divertido brillo en sus ojos.
—Por favor. —Se quita la prenda y me la entrega. Yo me maravillo al ver su
pecho cubierto por la camisa y el chaleco. Sabe que lo estoy mirando, imaginando
su torso desnudo.
Se inclina y acerca la boca a mi oreja—: No me mires así, Livy —me
advierte—. Bastante me cuesta contenerme ya.
—No puedo evitarlo —respondo sinceramente en voz baja.
Me marcho de la cocina y me abanico la cara antes de colocar su chaqueta
sobre la mía en el perchero. La aliso bien y subo la escalera, entro en mi cuarto y
corro como una posesa. Me desnudo, me echo desodorante, me cambio de ropa y
me retoco el maquillaje. Me miro en el espejo y pienso en lo lejos que estoy de la
socia de Miller. Pero ésta soy yo. Si pega con mis Converse, tiene probabilidades, y
mi vestido camisero blanco, estampado con capullos de rosa roja, pega con mis
Converse rojo cereza perfectamente. Hay otra mujer, y lo que más me preocupa es
mi capacidad para pasar por alto la obviedad de la situación. Lo deseo. No sólo ha
minado mi sentido común, sino también mi racionalidad.
Me doy un buen bofetón mental, me atuso la masa de pelo rubio y corro
abajo, preocupada de repente por lo que mi abuela y George puedan estar
contándole a Miller.
No están en la cocina. Retrocedo y me dirijo al salón, pero éste también está
vacío.
Entonces oigo voces en el comedor; el comedor, que sólo se usa para
ocasiones muy especiales. La última vez que comimos ahí fue cuando cumplí la
mayoría de edad, hace ya más de tres años. A ese tipo de ocasiones especiales me
refiero. Me dirijo a la puerta de roble teñido, me asomo y veo la enorme mesa de
caoba que preside la habitación dispuesta de una manera preciosa, con toda la
vajilla Royal Doulton de mi abuela, las copas de vino de cristal tallado y la
cubertería de plata.
Y ha sentado al enemigo de mi corazón presidiendo la mesa, donde nadie ha
tenido el placer de sentarse antes. Ése era el lugar que ocupaba mi abuelo, y ni
siquiera George ha tenido el honor.
—Aquí la tenemos. —Miller se levanta y aparta la silla vacía que hay a su
izquierda—.
Ven, siéntate.
Me acerco lenta y pensativamente, sin hacer caso de la cara de alegría de mi
abuela, y tomo asiento.
—Gracias —digo mientras Miller me acerca a la mesa antes de volver a
sentarse a mi lado.
—Te has cambiado —observa, y gira el plato que tiene delante unos
milímetros en el sentido de las agujas del reloj.
—El otro estaba muy arrugado.
—Estás preciosa —sonríe, y casi me desmayo al ver ese encantador hoyuelo
que raras veces aparece.
—Gracias —exhalo.
—De nada.
No me quita los ojos de encima, y aunque yo también lo miro fijamente, sé
que mi abuela y George nos están observando.
—¿Vino? —pregunta mi abuela interrumpiendo nuestro momento. Miller
aparta los ojos de los míos y yo siento un instantáneo rencor hacia mi abuela.
—Por favor, permítame. —Miller se incorpora y yo levanto la vista al tiempo
que lo sigo.
Mis ojos parecen elevarse eternamente, hasta que su cuerpo está por fin
totalmente derecho. No se inclina por encima de la mesa para alcanzar el vino. No.
La rodea, saca la botella de la cubitera y permanece a la derecha de mi abuela para
servirlo.
—Muchísimas gracias —dice ella, y le lanza a George una mirada de
entusiasmo con los ojos abiertos como platos.
Después vuelve sus ojos azul marino hacia mí. Se está emocionando
demasiado, tal y como imaginaba, y eso me preocupa en los breves momentos en
los que aparto la vista de Miller. Como en éste, que mi abuela me mira sonriente,
entusiasmada con la presencia de nuestro invitado y con sus magníficos modales.
Miller rodea de nuevo la mesa, también le llena la copa a George y después
llega hasta mí.
No me pregunta si quiero un poco; me sirve directamente, a pesar de que
sabe que he rechazado educadamente toda clase de alcohol cada vez que me lo ha
ofrecido. No voy a fingir que no lo sabe. Es demasiado listo..., demasiado listo.
—Bien. —George se levanta cuando Miller toma asiento—. Haré los honores.
—Coge el cuchillo de trinchar y empieza a rebanar con maestría la obra de arte de
mi abuela—.
Josephine, esto tiene un aspecto espectacular.
—Cierto —coincide Miller.
Bebe un trago de vino y coloca de nuevo la copa sobre la mesa, apoyando la
base del cristal en la palma de su mano, y sosteniéndola entre los dedos índice y
corazón.
Observo su mano detenidamente, me concentro en ella, y aguardo. Ahí está.
Es un movimiento minúsculo, pero hace girar la copa un pelín a la derecha.
Probablemente nadie se haya percatado excepto yo. Sonrío, levanto la vista y veo
que está mirando cómo lo observo.
Ladea la cabeza y me mira con recelo pero con un intenso brillo en los ojos.
—¿Qué pasa? —dice, y sus palabras desvían mi atención hacia sus labios.
El muy cabrón se los lame, y el gesto me impulsa a coger mi copa y a dar un
sorbo. Lo que sea con tal de distraerme. Cuando trago, me doy cuenta de lo que he
hecho, y el extraño sabor hace que me estremezca mientras el líquido desciende por
mi garganta. Dejo la copa en la mesa demasiado bruscamente, y sé que Miller acaba
de mirarme con curiosidad.
Una porción de solomillo Wellington aterriza entonces en mi plato.
—Échate patatas y zanahorias, Livy —dice mi abuela mientras sostiene su
plato para que George le sirva una porción de pastel de hojaldre—. A ver si
engordas un poco.
Me pongo unas pocas zanahorias y patatas en el plato y después le sirvo a
Miller.
—No necesito engordar.
—No pasaría nada si engordases unos kilos —declara Miller, y lo miro
indignada justo cuando George termina de llenar su plato de carne—. Sólo era una
observación.
—Gracias, Miller —dice mi abuela con suficiencia mientras levanta su copa
para celebrar que están de acuerdo—. Siempre ha estado muy flaca.
—Soy delgada, no flaca —replico.
Le lanzo a Miller una mirada de advertencia y percibo una leve sonrisa en su
rostro. En un infantil impulso de vengarme, alargo discretamente la mano y, como
quien no quiere la cosa, empiezo a hacer girar su copa de vino por el tallo y la
muevo unos milímetros hacia mí.
—¿Te gusta? —pregunto señalando con la cara el bocado de carne que tiene
ensartado en el tenedor.
—Está delicioso —confirma. Apoya su cuchillo en el plato perfectamente en
paralelo con el borde de la mesa, pone la mano sobre la mía, me la aparta
lentamente y recoloca la copa en su sitio. Recoge de nuevo el cuchillo y sigue
cenando—. El mejor solomillo Wellington que he probado en mi vida, señora
Taylor.
—¡Tonterías! —Mi abuela se pone colorada, cosa rara en ella, pero el enemigo
de mi corazón se está ganando, también, el suyo—. Ha sido facilísimo.
—Pues no lo parecía —refunfuña George—. Has estado toda la tarde de los
nervios, Josephine.
—¡No es verdad!
Empiezo a picotear las zanahorias y a masticar lentamente mientras oigo
discutir a mi abuela y a George y, con la otra mano, muevo la copa de Miller otra
vez. Él me mira con el rabillo del ojo, coloca el cuchillo sobre el plato de nuevo,
reclama su copa y la pone donde tiene que estar. Estoy conteniendo la risa. Es
maniático hasta para comer. Corta la comida en trozos perfectos y se asegura de que
todos los dientes del tenedor estén ensartados en cada trozo en un ángulo perfecto
antes de llevárselo a la boca. Mastica muy despacio. Todo lo hace de una manera
tremendamente estudiada, y resulta cautivador. Mi mano repta por la mesa de
nuevo. Me intriga esa necesidad obsesiva de tenerlo todo ordenado, pero esta vez
no logro alcanzar la copa. Miller intercepta mi mano a medio camino y me la
sostiene, haciendo que parezca un acto de amor. Me la coge firmemente, aunque
sólo la persona que está recibiendo el apretón se da cuenta. Y esa persona resulto
ser yo. Es un apretón severo, un apretón de advertencia. Me está riñendo.
—¿A qué te dedicas, Miller? —pregunta mi abuela para mi satisfacción.
Eso, ¿a qué se dedica Miller Hart? Dudo que a mi dulce abuelita le diga que
no quiere entrar en temas personales cuando está presidiendo su mesa.
—No quiero aburrirla con eso, señora Taylor. Resulta tedioso.
Me equivocaba. No le ha dado largas directamente, pero ha sabido esquivar
el tema.
—A mí me gustaría saberlo —insisto en un ataque de valentía.
El apretón de su mano se intensifica. Pestañea lentamente y después levanta
la vista poco a poco.
—No me gusta mezclar los negocios con el placer, Livy, ya lo sabes.
—Eso es algo muy sensato —farfulla George con la boca llena mientras
señala a Miller con el tenedor—. Yo me he guiado siempre por ese principio.
La mirada de Miller y sus palabras anulan mi arrojo. No soy más que una
operación comercial para él, un trato, un acuerdo o un convenio. El nombre es lo de
menos, el significado no varía. De modo que, técnicamente, las palabras de Miller
no son más que un montón de gilipolleces.
Doblo la mano que me está atrapando y él afloja al tiempo que levanta las
cejas.
—Deberías comer —dice—. Está delicioso.
Libero mi mano, obedezco su orden y continúo cenando, aunque no me
siento en absoluto cómoda. Miller no debería haber aceptado la invitación de mi
abuela. Esto entra dentro de lo personal. Está invadiendo mi intimidad, mi
seguridad. Fue él quien dejó clara su intención de que esto fuese sólo algo físico,
pero aquí está, colándose en mi mundo, un mundo pequeño, pero mío al fin y al
cabo. Y eso sobrepasa los límites de lo físico.
Justo mientras pienso eso, siento que me roza la rodilla con la pierna y salgo
de mis divagaciones para volver a la mesa. Lo miro al tiempo que intento comer,
veo cómo mira a mi abuela y escucha con atención cómo habla sin parar. No sé qué
le está contando, porque lo único que oigo es la reproducción en bucle de las
palabras de Miller: «Y, mientras sigas haciéndolo, estás obligada a remediarlo...
Todas mis reglas fueron anuladas en el momento en que puse las manos sobre ti...».
¿Qué reglas?, y ¿durante cuánto tiempo le haré eso? Quiero causar un efecto
en él. Quiero hacer que su cuerpo me responda del mismo modo que el mío
responde al suyo. Una vez superado el impedimento moral que intentaba alejarme
de su potencia, todo resulta muy fácil, demasiado fácil..., alarmantemente fácil.
—Esto estaba de rechupete, Josephine —declara George, y el ruido de sus
cubiertos contra el plato interrumpe el lejano murmullo de la conversación. Regreso
al presente, donde sigue Miller, y mi abuela mira con el ceño fruncido a su amigo
por su torpeza—. Lo siento —dice el anciano tímidamente.
—Si me disculpan... —Miller coloca sus cubiertos con cuidado en el plato
vacío y se limpia la boca con unos toquecitos de su servilleta bordada—. ¿Le
importa que use su cuarto de baño?
—¡Por supuesto que no! —exclama mi abuela—. Es la puerta que está nada
más subir la escalera.
—Gracias. —Se levanta, dobla la servilleta y la coloca junto a su plato.
Después arrima la silla a la mesa y abandona el comedor.
Los ojos de mi abuela siguen a Miller mientras sale de la habitación.
—Menudos bizcochitos tiene —murmura en cuanto desaparece de nuestra
vista.
—¡Abuela! —exclamo, muerta de vergüenza.
—Prietos, perfectos... Livy, tienes que cenar con ese hombre.
—¡Abuela, compórtate! —Miro mi plato y veo que apenas he tocado la carne.
Soy incapaz de comer. Me siento como si estuviera en trance—. Yo recojo la mesa
—digo, y estiro el brazo para retirar el plato de Miller.
—Yo te ayudo. —George hace ademán de levantarse, pero apoyo la mano en
su hombro y presiono ligeramente para indicarle que se quede sentado.
—Tranquilo, George. Ya lo hago yo.
No insiste. Se queda sentado y empieza a rellenar las copas de vino.
—¡Trae la tarta de piña! —exclama mi abuela.
Con un montón de platos apilados, me dirijo a la cocina, ansiosa por escapar
de la persistente presencia de Miller, incluso a pesar de que ya no está en el
comedor. No he contestado que no cuando me ha dicho que me iré con él a su casa
esta noche, y debería haberlo hecho. ¿Qué voy a contarle a mi abuela? Es imposible
negar el hecho de que él es la causa de mis recientes cambios de humor. Nunca
había tenido semejante cacao mental. El control se me escapa de las manos, nada
tiene sentido, y no estoy acostumbrada a estas sensaciones. Pero lo que más me
desconcierta de todo es el hombre que es la causa de mi descarrilamiento. Un
hombre atractivo e insondable que anuncia sufrimiento a todos los niveles.
Físico.
Sin sentimientos.
Sin emociones.
Sólo una noche.
Veinticuatro horas de las cuales todavía le debo dieciséis, el doble de lo que
ya he experimentado. El doble de sensaciones y deseos..., el doble de dolor una vez
hayan pasado.
—Casi puedo oírte pensar.
Doy un respingo y me vuelvo, todavía con la pila de platos en la mano.
—Qué susto me has dado —exhalo mientras coloco la vajilla sobre la
encimera.
—Discúlpame —dice con sinceridad acercándose a mí. Retrocedo sin
pretenderlo—.
¿Estás rumiando demasiado las cosas otra vez?
—Yo lo llamo ser prudente.
—¿Prudente? —pregunta ya delante de mí—. Yo no lo llamaría así.
Lo miro, aunque intento por todos los medios evitar sus ojos.
—¿Ah, no?
—No. —Me agarra suavemente de la barbilla y me anima a mirarlo—. Yo lo
llamo ser tonta.
Nuestros ojos conectan, al igual que nuestros labios cuando posa los suyos
sobre los míos.
Evitar a Miller Hart no tendría nada de tonto.
—No consigo interpretarte —digo en voz baja, pero mis palabras no hacen
que se aparte preocupado.
—No quiero que me interpretes, Livy. Quiero ahogarme en el placer que me
proporcionas.
Me fundo con él, a pesar de que sus palabras no han hecho sino ratificar lo
que yo ya sabía.
Yo también quiero ahogarme en el placer que él me proporciona, pero no
quiero sentir lo que sentiré después. No podré soportarlo.
—Estás haciendo esto muy difícil.
Su brazo me rodea la cintura y asciende hasta que alcanza mi nuca.
—No, lo estoy haciendo muy simple. Rumiar las cosas es lo que las complica,
y tú lo estás haciendo. —Me besa en la mejilla y hunde la nariz en mi cuello—. Deja
que te lleve a la cama.
—Si lo hago, estaré en una posición en la que me juré no estar jamás.
—¿Cuál?
Empieza a besarme delicadamente el cuello, y lo hace porque sabe que tengo
sentimientos encontrados. Es muy listo. Está confundiendo mis sentidos y, peor
todavía, mi mente.
—A merced de un hombre.
Advierto que sus labios se detienen un instante; no me lo estoy imaginando.
Se aparta del refugio de mi cuello y me observa pensativamente. Pasa mucho
tiempo, el suficiente como para que mi mente se entretenga reviviendo las caricias
que me ha regalado, los besos que hemos compartido y la pasión que hemos creado
entre los dos. Es como si lo estuviera viendo todo en sus ojos, y hace que me
pregunte si él también estará reviviendo esos momentos.
Finalmente, eleva la mano y me acaricia la mejilla con suavidad utilizando
los nudillos.
—Livy, si hay alguien a merced de alguien aquí, ése soy yo. —Desvía la
mirada hacia mis labios y se aproxima de nuevo, sin que yo haga nada para
detenerlo.
Yo no veo a un hombre a mi merced. Veo a un hombre que quiere algo y que
parece estar dispuesto a todo para conseguirlo.
—Deberíamos volver a la mesa. —Intento separarme de él apartando la cara.
—No hasta que me digas que vas a venirte conmigo. —De repente, me
levanta del suelo y me sienta sobre la encimera. Apoya las manos sobre mis muslos,
se inclina hacia mí y me mira, esperando a que acceda—. Dilo.
—No quiero.
—Claro que quieres. —Pega su nariz a la mía—. Jamás habías querido algo
tanto en toda tu vida.
Tiene razón, pero eso no hace que sea algo inteligente.
—Estás muy seguro de ti mismo.
Mueve la cabeza y una leve sonrisa asoma a sus labios, y alarga la mano para
rozarme el labio inferior con su pulgar.
—Puede que estés intentando convencernos a los dos con palabras, pero todo
lo demás me indica lo contrario. —Se mete el dedo en la boca, lo chupa y me lo pasa
por el cuello, sobre el pecho, y desciende hasta mi estómago para desaparecer por
debajo de mi vestido y entre mis piernas. La mandíbula y mi espalda se tensan, mi
sexo empieza a latir, ansiando su tacto. Mi cuerpo me traiciona a todos los niveles, y
lo sabe—. Creo que aquí encontraré calor. —Acerca el dedo unos milímetros al
vértice de mis muslos y yo echo la cabeza hacia adelante hasta pegarla a su frente—.
Y creo que aquí encontraré humedad —susurra, y desliza el dedo por dentro de mis
bragas, extendiendo esa humedad—. Creo que, si te lo meto, tus ansiosos músculos
se aferrarán a él y no lo soltarán jamás.
—Hazlo. —Las palabras brotan de mi boca sin pensar, mis manos se elevan y
se agarran de sus brazos—. Hazlo, por favor.
—Haré lo que quieras que haga, pero lo haré en mi cama. —Me besa con
fuerza en los labios. Después aparta la mano y me baja el dobladillo del vestido—.
Soy una persona con educación. No voy a faltarle al respeto a tu abuela tomándote
aquí. ¿Crees que podrás controlarte mientras nos comemos la tarta de piña?
—¿Que si puedo controlarme yo? —susurro casi sin aliento, mirando hacia
su entrepierna.
No necesito verlo para saber que está ahí. Está empalmado y se está
restregando contra mi pierna.
—A mí me cuesta, créeme. —Se la recoloca y me baja de la encimera. Después
me echa el pelo sobre los hombros—. A ver a qué velocidad soy capaz de comer
tarta de piña. ¿Quieres prepararte un neceser o algo para pasar la noche?
No, la verdad es que no quiero. Lo que quiero es que se olvide de su
educación. Intento en vano recobrar la compostura, pero todo el calor que siento
entre las piernas me sube al rostro al pensar en tener que mirar a la cara a mi abuela
y a George.
—Cogeré algunas cosas después del postre.
—Como prefieras.
Me agarra de la nuca y me saca de la cocina. La calidez de su mano intensifica
mi deseo.
Necesito tenerlo. Necesito a este hombre enigmático que un momento se
conduce de una manera tan correcta y al siguiente contradice toda su
caballerosidad. Es un fraude, eso es lo que es.
Un actor.
Un presuntuoso disfrazado de caballero.
Lo que lo convierte en el peor enemigo que mi corazón podría haber
encontrado.
—¡Aquí están! —mi abuela aplaude y se levanta—. ¿Y la tarta de piña?
—¡Ay! —Hago ademán de girar sobre mis talones, pero entonces me doy
cuenta de que, con Miller agarrándome todavía con fuerza de la nuca, no voy a ir a
ninguna parte.
—Bueno, da igual —dice mi abuela haciendo un gesto con la mano en
dirección a mi silla vacía—. Siéntate, ya la traigo yo.
Miller prácticamente me sienta sobre la silla y me acerca a la mesa, casi como
si tuviera la compulsión de colocarme de esa manera, del mismo modo que lo hace
con todo lo que toca.
—¿Estás cómoda?
—Sí, gracias.
—De nada. —Toma asiento a mi lado y lo ordena todo en su sitio antes de
coger su copa de vino recientemente descolocada y de dar un lento sorbo.
—¡Vaya! ¡Tarta de piña! —George se frota las manos y se relame—. ¡Mi
preferida!
Miller, prepárate para morir de placer.
—¿Sabes, George? Hemos comprado la piña en Harrods. —No debería estar
contándole esto. Mi abuela me va a matar, pero ella no es la única que sabe hacer de
casamentera—. Ha pagado quince libras por ella, y eso ha sido antes de que invitara
a Miller a cenar.
George abre la boca con sorpresa, pero después una sonrisa pensativa que
me enternece profundamente se dibuja en su rostro.
—Tu abuela sabe cómo mimar a un hombre. Es una mujer maravillosa, Livy.
Una mujer maravillosa.
—Lo es —coincido en voz baja. Es terriblemente puñetera, pero es
maravillosa.
—¡Tarta tatín de piña! —exclama ella con orgullo entrando con la bandeja de
plata en las manos. La coloca en el centro de la mesa y todo el mundo alarga el
cuello para admirar su obra de arte—. Es la que mejor me ha salido hasta la fecha.
¿Quieres probarla, Miller? — pregunta.
—Me encantaría, señora Taylor.
—Está tan rica que te la tragarás en un santiamén —digo como quien no
quiere la cosa, y cojo la cuchara y miro a Miller.
Él acepta el cuenco que le pasa mi abuela, lo coloca sobre la mesa y lo gira
unos milímetros en el sentido de las agujas del reloj.
—No me cabe la menor duda.
No me mira, y tampoco empieza a comer. Se espera educadamente a que mi
abuela sirva a todo el mundo, se siente y coja su cuchara. Sus modales no le
permiten cumplir su sugerencia de que iba a comérsela rápidamente. No puede
evitarlo.
Entonces, levanta la cuchara, la hunde en la tarta y separa un pedazo. La
recoge con una precisión perfecta y se la mete en la boca. Mis ojos siguen su cuchara
desde el cuenco hasta sus labios mientras la mía permanece suspendida delante de
mí. Todo su ser es como un imán tremendamente potente para mi mirada, y
empiezo a dejar de intentar resistirme a él. Por lo visto, mis ojos lo ansían tanto
como mi cuerpo.
—¿Estás bien? —pregunta al observar que sigo mirándolo mientras da otro
bocado. Ni siquiera saber que se ha dado cuenta de que lo estoy mirando embobada
consigue que deje de hacerlo.
—Sí, perfectamente. Estaba pensando que nunca había visto a nadie comerse
las tartas de mi abuela tan despacio.
Me sorprendo de mi propia insinuación, y el hecho de que Miller empiece a
toser y se lleve la mano a la boca es un indicativo de que él también se ha
sorprendido. Me alegro. Tengo la sensación de que voy a tener que igualar su
aplomo si voy a dedicarle otras dieciséis horas, así que más me vale ir empezando
ya.
—¿Estás bien? —El tono de preocupación de mi abuela casi me rompe los
tímpanos. Estoy segura de que también se reflejará en su rostro, pero no la miro
para comprobarlo, porque ver a Miller alterado es una novedad demasiado
emocionante como para perdérsela.
Termina de masticar, deja la cuchara y se limpia la boca.
—Disculpadme. —Coge su copa y me observa mientras la eleva hasta sus
labios—. Las cosas deliciosas hay que saborearlas despacio, Livy.
Bebe un trago de vino, y yo siento cómo su pie repta por mi pierna por debajo
de la mesa.
Me sorprendo a mí misma cuando le regalo una sonrisa secreta y mantengo
la compostura.
—La verdad es que está deliciosa, abuela —digo imitando a Miller. Después
me llevo una cucharada a la boca, mastico lentamente, trago lentamente y me
relamo lentamente. Y sé que mi descaro tiene el efecto deseado, porque noto que su
furiosa mirada azul me abrasa la piel —. ¿Te ha gustado, George?
—¡Y que lo digas! —El anciano se acomoda sobre el respaldo de su silla y se
frota la barriga con cara de satisfacción—. Creo que voy a tener que desabrocharme
el botón del pantalón.
—¡George! —exclama mi abuela, y le da una palmada en el brazo—. Estamos
a la mesa.
—Normalmente no te importa —gruñe él.
—Sí, pero hoy tenemos un invitado.
—Ésta es su casa, señora Taylor —interviene Miller—. Y yo he tenido el
privilegio de ser invitado a ella. Ha sido el mejor solomillo Wellington que he
tenido el placer de degustar en toda mi vida.
—¡Uy! —Mi abuela hace un gesto con la mano para quitarle importancia—.
Eres demasiado amable, Miller.
Lo que es es un pelota.
—¿Estaba más bueno que mi café? —No paro de soltarle pullitas a diestro y
siniestro, pero no puedo evitarlo.
—Tu café no se parecía a nada que hubiera probado antes —responde
tranquilamente, y me mira con las cejas levantadas—. Espero que tengas uno
preparado para mí mañana por la tarde para cuando me pase.
Sacudo la cabeza con una sonrisa divertida, disfrutando de nuestro
intercambio privado.
—Un americano, con cuatro expresos, dos de azúcar y lleno hasta la mitad.
—Lo estoy deseando. —Insinúa ligeramente la sonrisa que tanto ansío ver de
nuevo. Esa que sólo he visto unas pocas veces desde que lo conozco—. Señora
Taylor, ¿tiene alguna objeción en que le pida a Olivia que venga a tomar algo a mi
casa?
Me quedo pasmada con su seguridad, y ¿por qué no me lo ha preguntado a
mí? de todos modos, mi abuela jamás se negaría. No, probablemente se pondrá a
buscar desesperadamente un picardía en mi cajón de la ropa interior para
metérmelo en la mochila cuando salga. Y
buscará en vano.
—Me encantaría —contesto, evitando así que otro tome la decisión por mí.
Ya soy mayorcita. Tomo mis propias decisiones. Soy dueña de mi propio destino.
—Es muy caballeroso por tu parte el haber preguntado. —La emoción de mi
abuela es evidente, pero me parte el alma. Se está haciendo ilusiones basándose en
lo poco que sabe del hombre que hay sentado a su mesa. Si supiera toda la historia
le daría algo—. Ya recogeremos esto nosotros, ¡vosotros marchaos y divertíos!
Antes de que pueda dejar siquiera la cuchara sobre la mesa, Miller retira mi
silla y me encuentro de pie y en camino hacia el lado de la mesa donde están mi
abuela y George.
—Señora Taylor, gracias.
—¡No hay de qué! —Mi abuela se levanta y deja que Miller le dé un beso en
ambas mejillas mientras ella me hace un gesto abriendo los ojos como platos—. Ha
sido una velada fantástica.
—Coincido —responde él, ofreciendo su mano libre a George—. Ha sido un
placer conocerlo, George.
—Igualmente. —George se levanta, se sitúa junto a mi abuela y aprovecha la
oportunidad, ahora que está de buen humor, de pasarle el brazo alrededor de la
cintura—. Una noche estupenda. —Acepta la mano de Miller.
Suplico para mis adentros que se den prisa con las cortesías de despedida. La
cena ha sido un proceso terriblemente largo de insinuaciones y tocamientos secretos.
El deseo acumulado que siento me resulta extraño y bastante perturbador, pero la
acuciante necesidad de liberarlo está bloqueando toda mi inteligencia, y tengo
mucha inteligencia que bloquear. Soy una mujer lista..., excepto cuando Miller anda
cerca.
Siento cómo el relajante masaje de sus dedos en mi nuca fulmina esa
inteligencia. No voy a intentar buscarla porque hace tiempo que me ha abandonado,
dejándome vulnerable y desesperada.
Beso a mi abuela y a George y dejo que Miller me guíe para salir del salón.
No me suelta para coger su chaqueta del perchero. Después descuelga la mía
también.
—¿Quieres coger algo?
—No —me apresuro a responder. No quiero retrasar aún más las cosas.
No discute. Abre la puerta de casa y me empuja hacia adelante. Abre su
coche, me coloca en el asiento, cierra y se dirige a su puerta rápidamente para
subirse. Arranca el motor y se aleja suavemente del bordillo. Miro hacia mi casa y
veo que las cortinas se mueven. Me imagino la conversación que estarán teniendo
mi abuela y George en estos momentos, pero ese pensamiento se disipa en cuanto
Enjoy the Silence de Depeche Mode suena a través de los altavoces, y frunzo el ceño
al recordar que él me dijo que hiciera precisamente eso.
—Has sido una niña muy mala durante la cena, Livy.
Me vuelvo hacia él. «¿Mala? ¿Yo?»
—Has sido tú quien me ha acorralado en la cocina —le recuerdo.
—Estaba asegurando mis perspectivas para la noche.
—¿Es eso lo que soy? ¿Una perspectiva?
—No, tú eres un resultado predecible —dice con la vista en la calzada y el
semblante muy serio. ¿Es consciente de lo que me está diciendo?
—Haces que parezca una furcia. —Aprieto los dientes y los puños, y mi
deseo desaparece en un segundo al pronunciar esas palabras. Puede que me haya
saltado todas mis reglas en las últimas semanas, pero no soy, ni seré nunca, una
furcia—. Llévame a casa, por favor.
Gira a la izquierda, y lo hace con tal brusquedad que me obliga a agarrarme a
la puerta. De repente estamos circulando por un callejón repleto de plataformas de
carga y descarga para los establecimientos que hay a ambos lados. Es oscuro,
tenebroso y no hay ni un alma.
—Tú eres mi resultado predecible, Livy. Sólo mío, de nadie más. —Se detiene,
a continuación se desabrocha el cinturón, después el mío, me levanta de mi asiento
dentro del coche y me coloca sobre su regazo.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto desconcertada. La canción hace que me
estremezca mientras continúa invadiendo mis oídos al tiempo que Miller invade
todos mis demás sentidos.
La vista.
El olfato.
El tacto.
Y, pronto, el gusto.
Mueve el asiento hacia atrás para tener más espacio para levantarme el
vestido hasta la cintura.
—Estoy haciendo lo que me has estado suplicando que haga durante toda la
cena.
—No estaba suplicando nada. —Mi voz se ha transformado en un ronco
susurro. No la reconozco.
—Livy, claro que suplicabas. Levanta un poco —ordena cogiéndome de las
caderas para animarme a hacerlo.
No opongo resistencia. Me apoyo en mis rodillas y me elevo.
—Creía que querías esperar a meterme en tu cama.
—Y lo habría hecho si no hubieses estado tentándome y torturándome sin
parar durante la última hora. No soy de piedra. —Un condón aparece de ninguna
parte. Lo sostiene entre los dientes mientras se desabrocha los pantalones—. Sé que
esto es muy cutre, pero de verdad que no puedo aguantar más.
Libera su miembro, duro y dispuesto, y se apresura a abrir el envoltorio con
los dientes y a colocárselo. Me he quedado sin aliento. Tengo las manos apoyadas
en el respaldo del asiento, a ambos lados de su cabeza, y estoy totalmente extasiada
mirando cómo se lo enfunda.
Oleadas de calor me apuñalan en el vientre y descienden hasta mi
entrepierna. Le ruego mentalmente que se dé prisa. He perdido el control y mi
impaciencia es evidente, y más después de levantar la mirada y encontrarme de
frente con sus ojos azules nublados y sus labios entreabiertos y húmedos.
Aparta a un lado mis bragas de algodón y se guía hasta mi abertura, rozando
el interior de mi muslo y haciéndome exhalar.
—Baja despacio —susurra, colocando ahora la mano en mi cadera.
Intento resistir la tentación de bajar de golpe y empiezo a descender
centímetro a centímetro, dejando escapar todo el aire de mis pulmones. Echo la
cabeza atrás y hundo los dedos en la piel del asiento detrás de él.
—¡Miller!
—¡Joder! —gruñe. Noto que le tiemblan las caderas—. Jamás había sentido
nada igual. No te muevas.
Estoy completamente dentro de él. Siento la punta de su erección en lo más
hondo de mi ser y estoy temblando como una hoja. Son temblores incontrolables.
Mi cuerpo está vivo, desesperado por entrar en acción y seguir obteniendo placer.
—Muévete. —Bajo la cabeza y veo a Miller apoyado en el respaldo mirando
nuestros regazos unidos. Su cabello, ondulado y revuelto, me suplica que lo toque.
Y lo hago. Hundo los dedos en sus rizos y jugueteo con ellos, acariciándolo y
tirando—. Muévete, por favor.
—Haré todo lo que me pidas, Livy. —Se aferra a mis caderas y se hunde
profundamente, obligándome a proferir un gemido grave y sensual—. Joder, me
encanta ese sonido.
—No puedo evitarlo.
—No quiero que lo hagas —dice trazando firmes círculos con la cadera y
haciéndome gemir otra vez—. Podría seguir escuchándolo durante el resto de mis
días.
Ardo de deseo. Hasta el amor lo hace de una manera precisa, cada rotación,
cada círculo, y cada vez que me agarra realiza un movimiento perfectamente
ejecutado, y me va excitando cada vez más. No puede hacer nada mal.
—Lo quiero todo —exhalo, y me refiero a mucho más que al mero
movimiento. Quiero sentirme así siempre, y no estoy segura de que pueda hacerlo
con ningún otro hombre—.
Bésame —ruego mientras él me desliza de nuevo hacia arriba y me guía hacia
abajo, haciendo rotar las caderas y agarrándome con firmeza. Estoy perdiendo la
cabeza. Mis manos se aferran con más fuerza a su pelo, y mis rodillas a su cintura.
Levanta la vista, me agarra de la nuca y tira de mí hacia adelante lentamente,
sin prisa ni impaciencia. No sé cómo lo hace.
—Me has descolocado, Olivia Taylor —murmura entre dientes reclamando
mis labios con delicadeza—. Estás haciendo que me replantee todo lo que creía
saber.
Quiero asentir, porque yo siento lo mismo, pero estoy demasiado ocupada
deleitándome en las atenciones y la veneración de sus suaves labios. No obstante,
creo que su declaración sólo puede significar algo positivo. Tal vez no me deje
marchar cuando nuestro tiempo se agote.
Espero que no lo haga, porque me he entregado a él de nuevo, a pesar de que
sé que no debería hacerlo. Sin embargo, rechazar a Miller Hart es algo que no puedo
hacer... o simplemente no quiero.
—¿Lo sientes, Livy? —pregunta entre tentadores y delicados círculos que
traza con la lengua—. ¿No te parece que esto es algo diferente?
—Sí.
Le muerdo los labios y hundo la lengua en su boca de nuevo, gimiendo y
presionando mi cuerpo contra él, sintiendo punzadas en el centro de placer de mi
sexo, señal de que mi orgasmo se acerca a pasos agigantados. Lo beso con
desesperación cuando la necesidad de alcanzarlo acaba con mi determinación de
seguir el ritmo pausado que él nos impone.
—Cálmate —gruñe—. Despacio.
Lo intento, pero su sexo está empezando a vibrar dentro de mí, hinchándose,
palpitando y penetrándome con fuerza. Empiezo a negar con la cabeza contra sus
labios.
—Esto es demasiado bueno.
—Oye. —Rompe nuestro beso, pero mantiene el movimiento de su cuerpo
dentro del mío, tomando el control por completo para evitar que acelere las cosas—.
Saboréalo.
Cierro los ojos y dejo caer la cabeza hacia atrás mientras intento reunir las
fuerzas necesarias para seguir sus pautas. No comprendo cómo puede tener tanto
autocontrol. Cada centímetro de su cuerpo emana la misma desesperación que el
mío: sus ojos arden, su cuerpo tiembla, su sexo late y su rostro está empapado en
sudor. No obstante, parece resultarle increíblemente fácil tolerar el doloroso placer
que nos inflige a ambos.
—Joder, ojalá te tuviese en mi cama —se lamenta—. No escondas tu preciosa
cara de mí, Livy. Muéstramela.
Mi cuerpo empieza a sufrir los espasmos de un orgasmo que ya no podría
retrasar más ni aunque quisiera. Levanto la mano y la apoyo contra la ventanilla,
pero pronto empieza a deslizarse a causa de la condensación que se ha acumulado
en el cristal y no ayuda a estabilizarme.
—¡Livy! —Me agarra del pelo y tira de mi cabeza hacia adelante. La situación
es frenética, pero su ritmo sigue siendo lento y preciso—. ¡Cuando te diga que me
mires, mírame! —Golpea con la cadera y yo tomo aire, ensordecida por el sonido de
la sangre que me sube a la cabeza y que distorsiona la música que nos envuelve—.
Ahí viene.
—Más rápido, por favor —suplico—. Deja que pase.
—Está pasando.
Me agarra con más fuerza y me acerca de nuevo hasta su boca, besándome
mientras estallo y forcejeo con las mangas de su camisa. Mi mundo se colapsa.
Todas mis terminaciones nerviosas laten con furia y emito un gruñido de
satisfacción largo y gutural en su boca. Miller palpita dentro de mí.
—Con dieciséis horas más no voy a tener suficiente.
Arrastro mis labios cansados por su barba de dos días hasta pegarlos a su
cuello. El cuerpo y la cabeza me pesan.
—¿Te has parado a pensar en lo que me estás haciendo? —pregunta en voz
baja—. Pareces tener la impresión de que para mí todo esto es muy fácil.
Permanezco con la cara oculta en su cuello. Me resulta más fácil compartir
mis pensamientos si no lo miro a la cara.
—Me estoy rindiendo a ti. Estoy haciendo lo que me has pedido que haga
—digo con un hilo de voz, mezcla de agotamiento y timidez.
—Livy, no voy a fingir que sé lo que está pasando. —Me saca de mi refugio y
coge mis mejillas calientes entre sus manos. Su expresión es seria y la confusión que
refleja es incuestionable—. Pero está pasando, y creo que ninguno de los dos puede
detenerlo.
—¿Vas a alejarte de mí? —Me siento idiota por hacerle esa pregunta a un
hombre al que hace tan poco tiempo que conozco, pero algo nos está empujando a
estar juntos, y no es sólo su persistencia. Es algo invisible, poderoso y obstinado.
Respira profundamente y me acoge en su pecho para darme «lo que más le
gusta». Sus fuertes brazos me rodean con facilidad y me llevan al lugar donde más
segura me siento del mundo.
—Voy a llevarte a casa y a venerarte.
No es una respuesta, pero tampoco es un sí. Esto es especial, estoy segura.
Llevo mucho tiempo evitando esos sentimientos, y me ha resultado increíblemente
fácil hacerlo, pero soy incapaz de evitar enamorarme de Miller Hart y, aunque no
acabo de entenderlo del todo, quiero esto. Quiero descubrirme a mí misma. Pero,
sobre todo, quiero descubrirlo a él. En todos los sentidos. Los datos que me ha ido
proporcionando hasta ahora me han irritado o me han enfurecido, pero sé que
detrás de este caballero a media jornada hay mucho más.
Y quiero saberlo todo.
Me aparto de su pecho, me levanto lentamente de su regazo y su
semierección queda libre en el proceso. Me siento incompleta al instante. Me
acomodo en el asiento del pasajero y miro por la ventanilla hacia el oscuro callejón
lleno de escombros mientras él se arregla la ropa a mi lado y la música se va
apagando hasta desaparecer. Una pequeña parte de mi mente me incita a
marcharme ahora antes de que él tenga la oportunidad de hacer eso mismo, pero
me cuesta poco acallarla. No voy a ir a ninguna parte a menos que me obligue a
hacerlo. Sólo hay una cosa en esta vida que estaba decidida a hacer, y era evitar
hallarme en esta situación. Y
ahora que me encuentro en ella, estoy resuelta a quedarme aquí, sean cuales
sean las consecuencias para mi pobre corazón.


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