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El infierno de Gabriel - Cap.27 y 28

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Simon entró en la cocina y se detuvo con los brazos cruzados sobre el pecho, apoyándose en el marco de la puerta. Julia se quedó mirando su hermosa cara de ojos azules y pelo rubio corto, sin creerse lo que estaba viendo.
Al convencerse de que no lo estaba imaginando, dio un grito y salió corriendo hacia la puerta, tratando de sortearlo. La gran mano de Simon se apoyó en el otro lado del quicio, barrándole el paso. Ella tuvo que agarrarse de su brazo para no caerse hacia atrás.
—Por favor —le rogó—, déjame salir.
—¿Qué manera es ésta de recibirme después de todo este tiempo? —Simon le sonrió, retirando el brazo y enderezándose cuan alto era, es decir, casi metro ochenta.
Julia se encogió de miedo junto a la puerta, buscando a su alrededor un lugar por donde escapar.
Aunque no era exageradamente alto, Simon resultaba muy intimidante. La arrinconó y, una vez la tuvo segura en una esquina, le dio un gran abrazo.
—¡Simon, suéltame! —exclamó ella, tratando de escapar y de respirar.
Él apretó con más fuerza, esbozando una sonrisa malvada.
—Vamos, Jules, relájate un poco.
Julia siguió resistiéndose.
—¡Tengo novio! ¡Suéltame!
—Y a mí qué me importa que tengas novio.
Se acercó mucho a su cara y ella temió que fuera a besarla. Pero no lo hizo. Se frotó íntimamente contra su cuerpo y la toqueteó, riendo al ver su expresión de asco.
—Vaya, sigues siendo fría como el hielo. Creía que tu novio tal vez te habría curado. —La miró de arriba abajo con lujuria—. Al menos, sé que no me estoy perdiendo nada. Aunque me parece insultante que le hayas dado a él lo que no quisiste darme a mí.
Julia se apartó y fue hasta la puerta principal. Abriéndola, le hizo un gesto para que se marchara.
—Vete. No quiero hablar contigo. Papá volverá en cualquier momento.
Simon se le acercó lentamente, como un lobo acechando a un
cordero.
—No me mientas. Sé que se acaba de marchar. Al parecer han tenido problemas en la bolera. Alguien ha quemado el edificio. Tardará horas en volver.
Julia parpadeó nerviosa.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he oído por la radio. Estaba en la zona, así que me ha parecido el momento ideal para venir a visitarte.
Julia trató de mantener la calma, mientras analizaba sus alternativas. Era inútil salir corriendo, porque Simon la atraparía en seguida y se enfadaría aún más. Por otra parte, si permanecía en la casa, tenía alguna posibilidad de coger el móvil, que estaba en la cocina.
Con una sonrisa falsa y un tono amable más falso todavía, dijo:
—Has sido muy amable de venir a verme. Pero los dos sabemos que lo nuestro se acabó. Tú conociste a otra persona y ahora eres feliz con ella. Dejemos el pasado atrás, ¿no te parece?
Estaba tratando de que no se notara lo nerviosa que estaba y no lo estaba haciendo mal.
Hasta que Simon se acercó y le acarició el pelo con ambas manos, llevándose mechones a la nariz para olerlos.
—No fue una cuestión de felicidad. Era sólo sexo. Ella no es de ese tipo de chicas que puedes llevar a casa de tus padres a cenar. Tú, al menos, eras presentable. Aunque me decepcionaste mucho.
—No quiero hablar de eso.
Él agarró la puerta y la cerró de un portazo.
—No he acabado. Y no me gusta que me interrumpan.
Julia dio un cauteloso paso atrás.
—Lo siento, Simon.
—Dejémonos de gilipolleces. Los dos sabemos por qué estoy aquí. Quiero las fotos.
—Ya te dije que no las tengo.
—No te creo. —Le cogió el collar con una mano y la atrajo hacia él.
—¿De verdad quieres jugar a este juego? He visto lo que tiene Natalie y sé que las fotos existen. Si me las das ahora, seguiremos siendo amigos. Pero no me provoques. No he conducido tres horas para aguantar tus chorradas. No me importa cuántos collares de perlas te pongas. ¡No vales nada! —exclamó, tirando de nuevo del collar.
Julia levantó las manos para detenerlo.
—Por favor, para. Estas perlas eran de Grace.
—Oooh, eran de Grace. Disculpa. Lo que vale este collar me lo gastaba en ti cada semana —replicó, tirando una vez más, desafiante.
Julia tragó saliva con dificultad y Simon notó el latido irregular de su pulso bajo los dedos.
—Natalie está mintiendo —repuso ella—. No sé por qué, pero ya te he dicho que no me llevé ninguna foto tuya. Y no tengo ningún motivo para mentirte. Por favor, Simon.
Él se echó a reír.
—Impresionante actuación, pero eso es lo que es, una actuación. Sé que estás furiosa conmigo por lo que pasó y creo que te llevaste un recuerdo para vengarte de mí.
—Si eso fuera cierto, ¿no las habría sacado ya a la luz? ¿Por qué no enviarlas a un periódico o pedirte dinero por ellas? ¿Por qué iba a guardarlas durante más de un año? ¡No tiene sentido!
Simon la atrajo hacia él y le dijo al oído:
—No eres demasiado espabilada, Jules. No me cuesta demasiado creer que puedas tener algo guardado y que no sepas sacarle partido. ¿Por qué no subimos al piso de arriba? Así yo podré ir buscando las fotos y tú podrás tratar de ponerme de mejor humor.
Succionándole el lóbulo de la oreja, se lo mordió ligeramente.
Ella inspiró y espiró hondo un par de veces, haciendo acopio de todo su valor. Alzando la vista hasta sus fríos ojos azules, dijo:
—No pienso hacer nada hasta que no me quites las manos de encima. ¿Por qué no puedes comportarte?
La mirada de Simon se endureció, pero la soltó.
—No te preocupes. Me portaré muy bien contigo —la tranquilizó, dándole unas palmaditas en la mejilla—, pero espero algo a cambio. Si no piensas darme las fotos, tendrás que darme otra cosa. Ya puedes empezar a pensar en lo que puedes hacer para que me vaya de aquí con una sonrisa en la cara.
Julia se encogió.
—Las cosas han cambiado mucho, ¿verdad? Creo que me lo voy a pasar muy bien.
Abrazándola con fuerza, estampó la boca abierta sobre la de ella.
A las seis y media en punto, Gabriel se excusó por levantarse de la mesa y se dirigió al salón para esperar la llamada de Julia, que no
llegó.
Miró el buzón de voz. Nada. Tampoco tenía ningún mensaje de texto. Ni ningún correo electrónico. A las siete menos diez, la llamó. Como no respondió, le dejó un mensaje:
«¿Julianne? ¿Estás ahí? Llámame.»
Al colgar, buscó el listín telefónico en el iPhone y el número de la casa de Tom. El teléfono sonó y sonó, hasta que saltó el contestador. Gabriel colgó sin dejar ningún mensaje.
«¿Por qué no responde al teléfono? ¿Dónde está? ¿Y dónde está Tom?»
Una sospecha espantosa se abrió camino en su mente. Sin perder un instante en despedirse, salió de casa, se subió al todoterreno y se dirigió a casa de Tom a toda velocidad. Por el camino, siguió tratando de conectar con Julia o con Tom telefónicamente. Si lo paraba la policía, mucho mejor.
La victoria estaba tan cerca que Simon casi podía paladearla. Sabía que Julia no era una persona fuerte y estaba acostumbrado a utilizar su debilidad en su propio provecho. Cuando ella lo había mirado a los ojos y le había asegurado que no tenía las fotos, la había creído. Era mucho más probable que fuera Natalie quien lo estuviera engañando, desviando su atención de sus propios planes de venganza. Pero cuando tuvo a Julia entre sus brazos, se olvidó de las fotos y se embarcó en un nuevo propósito.
Sin hacer caso del timbre del teléfono ni de las notas de Message in a Bottle que sonaban de vez en cuando en el iPhone de Julia, Simon siguió besándola y tirando de ella hasta que quedó montada a horcajadas encima de él, que se había sentado en el sofá.
Seguía tan frígida como siempre. Se notaba que apenas toleraba su contacto. Sus brazos y su cuerpo estaban lánguidos, sin fuerzas. A Julia nunca le había gustado que le metiera la lengua en la boca. Nunca le había gustado que le metiera nada en la boca. Cuando empezó a moverse para liberarse, Simon se excitó. Recorriéndole la boca con la lengua, notó que su erección crecía y topaba contra la barrera de la cremallera.
Siguió besándola hasta que ella no pudo soportarlo más y le empujó el pecho con los puños. En ese instante, Simon supo que era el momento de pasar a otras actividades. Julia se resistió mientras él le desabrochaba los botones de la blusa.
—Por favor, no lo hagas —suplicó ella—. Por favor, suéltame.
—Te va gustar —se burló él, riéndose y manoseándole el culo—.
Me aseguraré de que pases un buen rato y luego te soltaré.
Con la boca le recorrió la mandíbula y descendió por el cuello, succionando en un punto por encima de las perlas.
—No creo que quieras que volvamos a pelearnos como la última vez, ¿no, Julia?
Ella se echó a temblar.
—¿Julia?
—No, Simon.
—Bien.
Al tener los ojos cerrados, no vio la marca que le había dejado Gabriel a escasos centímetros. Tampoco le habría importado. Ya había decidido marcarla para que, al volver a Canadá, su novio viera a qué se había estado dedicando. Una marca para ajustarle las cuentas. Tras succionar con toda la fuerza que pudo, le clavó los dientes.
Julia gritó de dolor.
Él le lamió la herida, saboreando el gusto a la vez dulce y salado de su sangre. Cuando acabó, se retiró para contemplar su obra. Iba a tener que llevar jerséis de cuello alto para que no se le viera y sabía que ella los odiaba. La marca era tremenda, enorme, y contra su superficie roja destacaban dos hileras de dientes. Era perfecta.
Julia lo miró a través de sus largas pestañas y Simon vio que algo cambiaba en su expresión. Excitado, se pasó la lengua por los labios. De repente, ella le dio una violenta bofetada. Sin darle tiempo a reaccionar, salió disparada del salón y corrió escaleras arriba.
—¡Mala puta! —bramó Simon, saltando tras ella.
Antes de que llegara al último escalón, la alcanzó. Sujetándole el tobillo con ambas manos, se lo retorció. Julia se cayó de rodillas, aullando de dolor.
—Voy a darte una lección que nunca olvidarás —la amenazó, agarrándola del pelo.
Ella volvió a gritar cuando le echó la cabeza hacia atrás.
Desesperada, le dio una patada que lo alcanzó en la entrepierna. Simon la soltó y se dobló sobre sí mismo antes de caerse rodando por la escalera. Julia fue saltando a la pata coja hasta su habitación y cerró la puerta con llave.
—¡Espera a que te ponga las manos encima, puta! —la amenazó él a gritos, agarrándose la entrepierna con las dos manos.
Mientras, ella apuntaló la puerta con una silla y empezó a tirar de la cómoda para reforzar la barricada. Varias fotos en marcos antiguos se cayeron mientras trataba de desplazar el pesado mueble. Una
muñeca de porcelana se estrelló contra el suelo. Sin hacer caso del dolor que sentía en el tobillo, fue hasta el extremo opuesto de la cómoda y la empujó.
Simon se lanzaba contra la puerta sin dejar de proferir insultos y amenazas.
Finalmente, Julia logró desplazar la cómoda. Esperaba que eso le diera el tiempo necesario para llamar a Gabriel antes de que Simon se abriera paso. Fue dando saltos hasta la mesilla de noche, donde había un teléfono, pero con la urgencia lo tiró al suelo.
—¡Mierda!
Recogió el teléfono del suelo con dedos temblorosos y marcó el número de Gabriel; le salió el buzón de voz. Mientras esperaba el pitido para dejar mensaje, Julia observó horrorizada cómo la puerta empezaba a ceder ante los golpes de Simon.
—¡Gabriel, ven a casa de mi padre en seguida! Simon está aquí. ¡Está tratando de tirar abajo la puerta de mi habitación!
Entre gruñidos y maldiciones, Simon seguía arremetiendo contra la madera. Cuando lograra romperla, volcaría la cómoda y la atraparía.
«No hay nada que hacer. Voy a morir», pensó Julia.
Pues no veía posible que pudiera salir de aquella situación sin graves heridas o algo peor. Tenía que hacer algo. Soltó el teléfono y abrió la ventana, dispuesta a salir por allí. Cuando estaba levantando la pierna sobre el alféizar, vio que el todoterreno de Gabriel se detenía derrapando frente a la casa. Lo vio saltar fuera del coche y correr hacia la entrada principal. Mientras lo hacía, gritó el nombre de ella y Simon, al oírlo, soltó una maldición.
El sonido de pasos subiendo rápidamente la escalera llegó seguido del ruido de pelea y una cascada de insultos y maldiciones. Algo pesado se desplomó y Julia oyó que alguien caía rodando por la escalera.
Se acercó a la puerta casi destrozada para escuchar, pero los ruidos parecían llegar ahora del exterior de la casa. Volvió cojeando hasta la ventana y, al asomarse, vio que Simon estaba tumbado en el suelo, maldiciendo y cubriéndose la nariz con las manos. Contuvo el aliento al ver que se levantaba con la cara cubierta de sangre. Un segundo después, la sangre que le salía de la nariz se mezcló con la que le salía de la boca cuando Gabriel le partió el labio de un gancho de derecha.
—¡Cabrón! —gritó Simon, escupiendo, antes de lanzarse sobre Gabriel.
A pesar de los golpes recibidos, fue capaz de alcanzarlo en pleno plexo solar de un puñetazo.
Gabriel retrocedió mientras recuperaba el aliento. Simon avanzó entonces otro paso, ansioso por aprovechar la momentánea debilidad de su enemigo, pero Gabriel se recuperó rápidamente y ganó terreno, alcanzándolo en el estómago con un doble golpe. Simon se dobló por la cintura y se dejó caer de rodillas.
Gabriel enderezó los hombros y relajó el cuello moviendo la cabeza a un lado y a otro. Parecía calmado, vestido con una camisa Oxford y una americana de tweed, como si fuera de camino a una reunión de la universidad en vez de estar pateándole el culo al hijo de un senador de Filadelfia.
—Levántate —ordenó, en un tono de voz que hizo que Julia se estremeciera.
Simon gimió, sin moverse.
—¡He dicho que te levantes! —Gabriel se cernía sobre él como un ángel vengador, hermoso, terrible, implacable.
Al ver que el otro seguía sin moverse, lo agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás.
—Si se te ocurre volver a acercarte a ella, te mataré. La única razón por la que sigues con vida es porque Julianne se disgustaría si me metieran en la cárcel. No voy a dejarla sola ni un segundo después de lo que has hecho, enfermo hijo de puta. Si una fotografía o un vídeo de alguien que se parezca a ella, aunque sea remotamente, aparece en un periódico o en Internet, vendré a por ti. He resistido combates de diez asaltos contra tipos duros de Boston y he vivido para presumir de ello, así que no dudes ni por un momento de que la próxima vez te machacaré.
Con un último gancho de izquierda a la mandíbula, lo dejó inconsciente en el suelo. Luego se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la sangre de los nudillos. En ese preciso instante, ella apareció tambaleándose en la puerta.
—¡Julia! —Gabriel la sostuvo cuando estuvo a punto de caerse por los escalones del porche—. ¿Estás bien?
La bajó al suelo con cuidado y la abrazó.
—¿Julia? —repitió, retirándole el pelo para poder verle la cara.
Tenía los labios rojos e hinchados, arañazos en el cuello, la mirada perdida y... ¿aquello era un mordisco?
«¡Esa bestia rabiosa la ha mordido!»
—¿Estás bien? ¿Te ha...?
Gabriel bajó la vista con temor de lo que fuera a encontrarse, pero no tenía la ropa rasgada y, por suerte, estaba vestida, aunque tenía la blusa desabrochada.
Cerrando los ojos, dio gracias a Dios por no haber llegado demasiado tarde. No quería ni imaginar lo que podría haber pasado.
—Ven conmigo —dijo con firmeza, quitándose la chaqueta y echándosela a ella sobre los hombros. Tras abotonarle la camisa, la condujo hasta el asiento del acompañante y cerró la puerta—. ¿Qué ha pasado? —preguntó, mientras se sentaba al volante.
Julia se agarraba el tobillo murmurando incoherencias.
—¿Julianne? —Al ver que no respondía, alargó la mano para retirarle el pelo de la cara.
De un salto, ella se pegó a la puerta.
—Julia, soy yo, Gabriel —le dijo horrorizado—. Voy a llevarte al hospital. ¿De acuerdo?
Ella no pareció haberlo oído. No lloraba ni temblaba. «Está en estado de shock», pensó Gabriel. Sacándose el teléfono del bolsillo, llamó a Richard.
—¿Richard? A Julia le ha sucedido algo. —Se detuvo y la miró de reojo—. Su antiguo novio se ha presentado en casa de su padre y la ha atacado. Voy a llevarla al hospital de Sunbury. Sí, puedes ir allí directamente. Hasta ahora.
Luego se volvió hacia ella, deseando que le devolviera la mirada.
—Richard se reunirá con nosotros en Sunbury. Avisará a un médico amigo suyo.
Julia tampoco respondió. Antes de arrancar, Gabriel buscó el teléfono de la central de bomberos y le dejó un mensaje a Tom, explicando lo que había pasado.
«Es culpa de su padre. ¿Por qué coño la ha dejado sola?»
—Le he pegado. —La voz de Julia, demasiado aguda, interrumpió sus pensamientos.
—¿Qué?
—Él me ha besado, pero yo le he dado una bofetada. Lo siento. Lo siento mucho. No lo haré nunca más. Yo no quería besarlo.
En ese momento, Gabriel dio las gracias por tener que llevar a Julia al hospital. Si no tuviera que ocuparse de ella, habría regresado a la casa y habría rematado a Simon.
Ella empezó entonces a decir cosas raras. Repitió que Simon la había besado y habló de una tal Natalie. A Gabriel también le pareció que hablaba de él, de que ya no querría acostarse con ella porque la
habían marcado y porque era un desastre en la cama...
«Pero ¿qué demonios le ha hecho ese desgraciado?»
—Chist, Beatriz. Mírame. ¿Beatriz?
Le costó unos instantes reconocer ese nombre, pero cuando lo hizo, los ojos de Julia recobraron la nitidez.
—Nada de esto es culpa tuya, ¿lo entiendes? —dijo él—. No es culpa tuya que te besara.
—No quería engañarte. Lo siento mucho —murmuró ella.
Ante su tono de voz y el pánico que vio en su mirada, Gabriel sintió que la bilis le subía a la garganta.
—Julia, no me has engañado, ¿de acuerdo? Y me alegro mucho de que le hayas pegado. Se lo merecía. Eso y más. —Negó con la cabeza preguntándose qué habría pasado antes de su llegada.
Cuando Richard llegó al hospital, los encontró a los dos en la sala de espera. Gabriel le estaba acariciando a Julia el cabello y le hablaba al oído suavemente. Era una escena muy tierna, pero lo que lo sorprendió fue el grado de intimidad que se notaba que existía entre ellos. Lo sorprendió mucho.
Mientras esperaban a que llegara el amigo de Richard, éste examinó el tobillo de Julia con delicadeza. Ella soltó un gritito. Al mirar a Gabriel de reojo, vio que éste estaba haciendo grandes esfuerzos para controlarse.
—Creo que no está roto, pero es evidente que está lastimado. Gabriel, ¿por qué no vas a buscarnos una taza de té y unas galletas?
—No pienso dejarla sola —contestó él.
—Sólo será un momento. Me gustaría hablar con Julia.
Asintiendo a regañadientes, Gabriel desapareció camino de la cafetería.
Richard no pudo evitar fijarse en el cuello de la joven. El mordisco era muy evidente. La otra marca, no tanto. Era más antigua. Tenía por lo menos un día o dos. Era obvio que la relación entre Julia y su hijo adoptivo estaba más avanzada de lo que pensaba.
—Grace trabajaba en este hospital como voluntaria.
Julia asintió.
—A lo largo de los años trató con mucha gente distinta —continuó Richard—, pero llegó a ser experta en víctimas de violencia doméstica. —Suspiró—. Fue testigo de casos muy tristes, en algunos de los cuales se vieron envueltos niños y niñas. Algunos tuvieron un desenlace fatal. —Mirándola a los ojos, añadió—: Te diré lo que Grace
les decía siempre a las víctimas: «No es culpa tuya». No importa lo que él haya hecho ni lo que te haya obligado a hacer. No te lo merecías. En estos momentos me siento muy orgulloso de mi hijo.
Julia bajó la vista hacia su tobillo magullado y guardó silencio.
Un instante después, un hombre asiático de aspecto agradable entró en la sala.
—Hola, Richard —lo saludó, caminando hacia él con la mano extendida.
Richard se puso en pie en seguida y se la estrechó.
—Stephen, quiero presentarte a Julia Mitchell, una amiga de la familia. Julia, él es el doctor Ling.
Éste asintió y le pidió a una enfermera que la acompañara a una sala de exploración. Él las siguió poco después, tras asegurarle a Richard que la trataría como si fuera su propia hija.
Sabiendo que Julia quedaba en buenas manos, Richard fue a buscar a Gabriel a la cafetería, pero nada más salir al pasillo se lo encontró discutiendo con Tom Mitchell.
—¡Creo que sé de quién puedo fiarme y de quién no! —le gritaba Tom, casi pegado a su cara, tratando de intimidarlo cosa que no parecía conseguir en absoluto.
—Pues es obvio que no, señor Mitchell, o no habría tenido que sacar a esa rata a rastras de su casa para impedir que violara a su hija en su propia habitación.
—Caballeros, estamos en un hospital —les recordó Richard muy serio—. Vayan a discutir a la calle.
Tom lo miró, antes de volverse de nuevo hacia Gabriel.
—Me alegro de que Julia esté bien —dijo en tono más calmado—. Y si eres tú quien la ha ayudado, te doy las gracias. Pero acabo de recibir una llamada de la policía diciéndome que le has dado una paliza al hijo del senador Talbot. ¿Cómo sé que no has sido tú quien lo ha empezado todo? ¡Tú eres el drogadicto!
—Me haré un test de drogas —replicó Gabriel con los ojos brillantes—. No tengo nada que ocultar. En vez de preocuparse por el hijo del senador, ¿no cree que debería preocuparse de su hija? Protegerla a ella era su obligación como padre. Y no puede decirse que haya hecho un gran trabajo. Joder, Tom, ¿cómo pudo enviarla de vuelta a casa de su madre cuando era niña?
El hombre apretó los puños con tanta fuerza que sus venas parecieron a punto de estallar.
—No sabes de qué estás hablando, así que cállate. Hay que
tener narices para venir a darme sermones sobre la educación de mi hija, siendo un cocainómano con antecedentes por violencia. Como vuelva a verte cerca de ella, haré que te arresten.
—¿Que no sé de qué estoy hablando? Vamos, Tom, saque la cabeza de debajo del ala y afronte las cosas. Estoy hablando de todos los hombres que entraban y salían de casa de su ex mujer en San Luis y que se la follaban delante de su hijita. ¿Y qué hizo usted al respecto? La rescató cuando estaba a punto de convertirse en una víctima de abusos sexuales y al cabo de unos meses la devolvió con su madre. ¿Por qué? ¿No se portaba bien? ¿Le quitaba demasiado tiempo? ¿Tiempo que prefería pasar en el cuartel de bomberos?
Tom lo miró con un profundo odio. Tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no liarse a puñetazos con él allí mismo. O, aún peor, ir a buscar la escopeta que guardaba en la furgoneta y pegarle un tiro. Pero no iba a hacer ni una cosa ni otra al lado de una sala de espera llena de gente. En vez de eso, maldijo entre dientes y fue a la ventanilla de admisiones para pagar la factura del hospital.
Cuando Julia regresó, andando con la ayuda de muletas, Tom ya se había tranquilizado. Estaba al lado de la puerta de urgencias. La culpabilidad lo ahogaba.
Gabriel se acercó a ella rápidamente, mirándole el tobillo vendado con preocupación.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—No lo tengo roto. Gracias, Gabriel, no sé qué habría hecho si... —Por fin fue capaz de llorar, pero las lágrimas no le permitieron seguir hablando.
Él le rodeó los hombros con un brazo y le dio un beso en la frente.
Tom los observó un momento antes de acercarse a Richard. Los dos amigos se dijeron unas palabras y se estrecharon la mano.
—Jules, ¿quieres venir a casa? Richard dice que puedes quedarte con ellos si lo prefieres —le propuso Tom, moviendo los pies a un lado y a otro, incómodo.
—No puedo ir a casa —dijo ella y, apartándose de Gabriel, abrazó a su padre con un solo brazo.
Con los ojos llenos de lágrimas, él se disculpó y se marchó.
Richard deseó buenas noches a la pareja y se marchó también, dejándole a Julia privacidad para llorar tranquila.
Gabriel se volvió hacia ella inmediatamente.
—Podemos comprar las medicinas de camino. Rachel puede
dejarte algo o puedes ponerte mi ropa. A menos que prefieras pasar por casa de tu padre a buscar tus cosas.
—No puedo volver allí —gimió, doblándose sobre sí misma.
—No tendrás que volver si no quieres.
—¿Y... y... él?
—No tienes que volver a preocuparte por ese asunto. La policía ya lo ha detenido.
Julia lo miró a los ojos y casi se perdió en la calidez y la preocupación que reflejaban.
—Te quiero, Gabriel.
Al principio, él no reaccionó. Se quedó inmóvil, como si no la hubiera oído. Pero en seguida la expresión de su cara se suavizó. La abrazó, con muletas y todo, y la besó en la mejilla sin decir ni una palabra.
28
Después de cenar, Scott se fue a visitar a un amigo. Al volver a casa, descubrió sorprendido que había dos coches de policía en la puerta. La agente Jamie Roberts estaba interrogando a Julia en el salón, mientras el agente Ron Quinn hacía lo propio con Gabriel en el comedor. Con Richard ya habían hablado antes.
—¿Alguien puede explicarme qué hace la casa llena de policías? ¿Qué ha hecho Gabriel esta vez? —les preguntó Scott a su padre y a su hermana, que estaban sentados en la cocina.
Aaron sacó una cerveza de la nevera, la abrió y se la alargó a Scott, que la aceptó agradecido.
—Simon Talbot ha atacado a Julia.
Scott casi escupió la cerveza.
—¿Qué? ¿Está bien?
—El muy cabrón la ha mordido —explicó Rachel— y casi le ha roto el tobillo.
—¿Él...? —empezó a preguntar con decisión, pero no fue capaz de pronunciar las palabras en voz alta.
Su hermana negó con la cabeza.
—Se lo he preguntado. Tal vez no debería, pero lo he hecho. Me ha dicho que no.
Todos soltaron un suspiro de alivio.
Scott dejó la cerveza sobre la encimera con fuerza.
—Bueno, ¿y dónde está Simon ahora? Vamos, Aaron, alguien tiene que darle una lección.
—Gabriel ya se ha encargado de eso. Ron dice que han tenido que llevarlo al hospital con la mandíbula rota. Gabriel le ha destrozado la cara.
—¿El Profesor? ¿Por qué iba a hacer algo así?
Aaron y Rachel intercambiaron una mirada sin decir nada.
—De todos modos, me gustaría hacerle una visita de cortesía a ese gilipollas —insistió Scott, con los puños cerrados a los costados.
Aaron negó con la cabeza.
—¿Te estás oyendo? Eres fiscal, Scott, y él es el hijo de un senador. No puedes ir a darle una paliza. Además, Gabriel ha hecho un buen trabajo. Cuando los médicos acaben de remendarlo, lo detendrán.
—Aún no me habéis explicado por qué Gabriel se ha ensuciado las manos por Julia. Apenas se conocen.
Rachel se inclinó hacia su hermano y le susurró:
—Son pareja.
Scott parpadeó como un semáforo perezoso.
—¿Cómo dices?
—Lo que has oído. Están juntos.
—Joder. ¿Qué hace Julia con él?
Antes de que nadie pudiera ofrecer una opinión, Gabriel entró en la cocina.
—¿Dónde está Julianne?
—Aún la están interrogando —respondió Richard, sonriendo y apoyando la mano en el hombro de su hijo adoptivo—. Estoy muy orgulloso de lo que has hecho por ella. Sé que hablo en nombre de todos. Damos gracias porque llegaras a tiempo de impedir algo peor.
Gabriel apretó los labios y asintió, incómodo.
—Te has ganado una medalla por haberle dado una paliza a Simon Talbot, pero no por haberte liado con Julia. No te la mereces. No eres lo bastante bueno para ella —dijo Scott, haciendo crujir los nudillos.
Gabriel le dedicó una mirada gélida.
—Mi vida personal no es asunto tuyo.
—Ahora sí. ¿Qué clase de profesor se tira a sus alumnas? ¿No tienes suficiente con todas las demás?
Rachel inspiró hondo y empezó a dirigirse hacia la puerta, alejándose del inminente choque de titanes.
Con los puños apretados a los costados, Gabriel se acercó a su hermano, más joven pero más corpulento.
—Como vuelvas a usar ese vocabulario para referirte a ella, tú y yo vamos a tener más que palabras.
—Chicos, dejaos ya de toda esta mierda de Caín y Abel. Hay policías en el salón y estáis asustando a vuestra hermana —les advirtió Aaron, interponiéndose entre ellos y apoyándole a Scott una mano en el pecho.
—Julia no es de esas chicas a las que uno deja tiradas después de follársela. Es de las chicas con las que uno se casa —dijo Scott por encima del hombro de Aaron.
—¿Te crees que no lo sé? —preguntó Gabriel con hostilidad.
—¿Y no se te ha ocurrido pensar que ya ha cubierto el cupo de gilipollas en su vida?
Richard levantó una mano.
—Scott, ya basta.
Éste miró a su padre con curiosidad.
—Gabriel ha rescatado a Julia de su atacante.
Su hijo se lo quedó mirando como si le hubiera dicho que la Tierra era plana. Y que todos lo sabían, menos él.
Rachel intervino, ansiosa por cambiar de tema.
—Por cierto, Gabriel, no sabía que conocieras a Jamie Roberts. ¿Fuisteis juntos al instituto?
—Sí.
—¿Erais amigos?
—Conocidos.
Todos los ojos se volvieron hacia él, que se dio la vuelta y salió de la cocina.
Richard esperó a que la tensión se calmara para volverse hacia Scott.
—Me gustaría hablar un momento contigo —le indicó, con calma pero con decisión.
Los dos subieron la escalera y se encerraron en el despacho de Richard.
—Siéntate —le indicó éste—. Quiero que hablemos de tu actitud respecto a tu hermano.
Sentado frente a su padre, Scott se preparó para lo que se le venía encima. Richard sólo llevaba a sus hijos al despacho para las charlas trascendentes.
Señalando hacia una reproducción del cuadro de Rembrandt El regreso del hijo pródigo, que ocupaba un lugar de honor en una de las paredes, Richard le preguntó:
—¿Recuerdas la parábola?
Scott asintió lentamente. Se había metido en un lío.
Julia se incorporó en la cama y se sentó de un salto, tratando de respirar.
«Una pesadilla. Sólo ha sido una pesadilla. Estás a salvo.»
Su corazón tardó unos minutos en recuperar el ritmo normal. Cuando su mente aceptó que estaba en la habitación de invitados de los Clark y no debajo de Simon, en el suelo de su antigua habitación, se relajó un poco.
Encendió la lámpara. La luz dispersó las sombras, pero no la animó. Se tomó un par de pastillas para el dolor que Gabriel le había
dejado en la mesita de noche cuando la había acompañado a la cama, unas horas antes. La había arropado y la había abrazado por encima de las mantas hasta que se había dormido. Pero ahora no estaba.
«Lo necesito a mi lado.»
Más que las pastillas para el dolor, la luz o el aire, Julia lo necesitaba a él. Necesitaba sentir su cuerpo rodeándola, oír su voz profunda susurrándole palabras de consuelo. Era la única persona que podía hacerle olvidar lo que había pasado. Necesitaba tocarlo. Necesitaba besarlo para olvidar la pesadilla.
Las pastillas servían sólo para aliviarle el dolor del tobillo; así que, a saltitos, fue hasta la habitación de Gabriel para que le aliviara el dolor del corazón. Silenciosa como un ratón, escuchó. Cuando se convenció de que no había nadie despierto, entró en la habitación de él.
Tardó unos instantes en distinguir algo en la penumbra. Gabriel no había corrido las cortinas y estaba tumbado en el lado de la cama que habitualmente ocupaba Julia. Se preguntó si podía decir que tuviese un lado de la cama con él. Fue dando saltos hasta el otro lado, apartó el edredón y apoyó una rodilla en el colchón.
—Julianne.
Su ronco murmullo la sobresaltó. Se cubrió la boca con la mano para no gritar.
—No, quieta.
Ella se sintió desfallecer ante su rechazo y bajó la cabeza avergonzada.
—Lo siento. No quería molestarte.
Ruborizada de vergüenza y conteniendo las lágrimas, se volvió para irse.
—No quería decir eso. Espera.
Gabriel apartó el edredón de un golpe seco y se levantó. Estaba desnudo y la luz de las estrellas se reflejaba en su espalda, sobre sus músculos, desde los atléticos hombros, bajando por la columna hasta la estrecha zona lumbar, que se estiró mientras se agachaba para coger el pantalón del pijama.
Y, por supuesto, también sobre un trasero precioso y las piernas...
Cuando acabó de ponerse los pantalones, se volvió hacia ella. Esta vez la luz se reflejó en su pecho perfectamente esculpido y en sus anchos hombros. El dragón tatuado quedaba medio oculto por la oscuridad, pero siempre estaba presente.
—Ya está. Ya puedes asaltar mi cama —bromeó—. He pensado que te asustarías si entrabas y me encontrabas así.
Julia puso los ojos en blanco. No le gustaba que se riera de ella, pero en ese caso, lo entendió
—Ven aquí —susurró él, extendiendo el brazo para que, cuando se acostara, la cabeza de Julia quedara apoyada en su pecho—. Me he puesto la alarma para ir a ver cómo estabas. Habría sonado en quince minutos. ¿Qué tal tienes el tobillo?
—Me duele.
—¿Te has tomado las pastillas que te dejé?
—Sí, pero aún no me han hecho efecto.
Gabriel le buscó la mano y le dio un beso en los dedos con delicadeza.
—Mi pequeña guerrera —le dijo, acariciándole el pelo con la yema de los dedos—. ¿No podías dormir?
—He tenido una pesadilla.
—¿Quieres hablar de ello?
—No.
Él la abrazó con más fuerza para indicarle que si cambiaba de opinión, estaría allí para escucharla.
—¿Puedes besarme? —le pidió Julia.
—Pensaba que, después de lo que ha pasado, no querrías que te tocara.
Ella alzó la cabeza y unió sus labios a los suyos, poniendo fin a la conversación.
Gabriel la besó con delicadeza, sin apenas apretar, porque la boca de Julia seguía irritada y no quería hacerle daño. En silencio, maldijo a Simon.
Pero ella no tenía suficiente con ese beso. Quería beber de él, quería que el fuego que sólo Gabriel sabía despertar en su interior la envolviera y no pensar en nada más.
Abriendo la boca, Julia le recorrió el labio inferior con la lengua, saboreando su dulzura. Con decisión, le metió la lengua en la boca hasta encontrar la de él. Se la lamió, bailó un tango con ella, tropezó y volvió al ataque. Gabriel le sujetó la cabeza, agarrándola por el pelo. Contraatacando, empujó la lengua de Julia con la suya, llevando el dulce combate a la boca de ella, que empezó a gemir de placer.
Mientras lo besaba, no pensaba en nada más. Apartó el tobillo magullado para protegérselo y enredó las manos en el pelo de él, tirando.
Gabriel gruñó, pero no se detuvo. Julia notó que su miembro empezaba a tensarse contra su muslo desnudo.
Él le recorrió el costado con la mano, deteniéndose unos instantes en su pecho antes de seguir bajando hasta la cadera. Le gustaba que la camiseta de tirantes y los pantalones cortos de Rachel le apretaran un poco, marcando sus curvas y dejando una buena cantidad de piel al descubierto en los hombros y el escote. Incluso en la penumbra era preciosa.
De pronto, Julia se encontró tumbada de espaldas, con Gabriel apoyado en los antebrazos encima de ella. Cuando él le apoyó la rodilla entre las piernas, las separó de buena gana.
Julia quería más. Necesitaba más. Respiraba entrecortadamente, pero sus dedos se negaban a soltarle el pelo, obligándolo a seguir besándola.
Gabriel respondió acariciándole los pechos por encima de la camiseta, aplicando la presión necesaria para excitarla, pero no la suficiente como para satisfacerla. Pero en seguida se reprimió y se apartó, apoyándose en un codo.
Actuando por instinto, Julia se cogió la camiseta y trató de quitársela por la cabeza.
Gabriel la sujetó por la muñeca, impidiéndoselo. La besó y pronto volvieron a provocarse, excitándose mutuamente con la lengua e intercambiando alientos. Cuando él le soltó la mano para acariciarle el muslo y colocarle luego la pierna alrededor de su cadera, Julia aprovechó que tenía las manos libres para tratar de quitarse la camiseta una vez más, retorciéndose bajo el torso desnudo de Gabriel.
Esta vez, él la sujetó con ambas manos.
—Julianne —jadeó casi sin aliento—, por favor... para.
Echándose hacia atrás, se arrodilló en la cama tratando de calmarse.
—¿No... te apetece? —La voz de ella, tan sincera e inocente, le llegó al corazón, retorciéndoselo.
Gabriel cerró los ojos y negó con la cabeza. Con su respuesta, un dique se abrió en la memoria de Julia, dejando escapar todas las crueles palabras que Simon le había dicho: «Zorra estúpida. Vas a ser un desastre en la cama. Eres frígida. Ningún hombre va a querer acostarse contigo».
Rodó hasta el extremo de la cama y se sentó. Quería irse de la habitación antes de que se le escapara algún sollozo. Pero antes de
que pudiera poner el pie bueno en el suelo, unos fuertes brazos le rodearon la cintura. Estaba atrapada.
Gabriel se sentó con las piernas a ambos lados de las caderas de ella y la abrazó con fuerza. Julia notaba su respiración y el latido de su corazón contra su espalda. Era una sensación curiosa, pero muy erótica.
—No te vayas —susurró Gabriel, dándole un beso en la oreja. Inclinándose hacia adelante, le besó el cuello y se lo acarició con los labios.
Julia sorbió por la nariz.
—No quería disgustarte. ¿Te he hecho daño? —Como ella no respondía, Gabriel volvió a besarle la oreja y la abrazó con más fuerza.
—No, al menos, no físicamente —logró decir sin llorar.
—Explícamelo, por favor —le susurró él al oído—. Dime cómo te he hecho daño.
Julia levantó las manos, exasperada.
—Me dices que me deseas, pero cuando por fin encuentro el valor para lanzarme a tus brazos, ¡me rechazas!
Gabriel inspiró hondo, emitiendo una especie de silbido contra el oído de ella. Sintió que se tensaba. Notó los tendones de sus brazos en la cintura y otra cosa en la parte baja de la espalda.
—Créeme, Julianne. No te estoy rechazando. Por supuesto que te deseo. Eres preciosa. Deliciosa. —Le besó la mejilla—. Ya hemos hablado de esto. Nuestra primera vez ya está cerca. ¿De verdad quieres que sea hoy?
Ella dudó y esa vacilación fue todo lo que Gabriel necesitaba.
—Incluso aunque estuvieras preparada, no te haría el amor esta noche, cariño. Estás magullada y eso significa que vas a tener que cuidarte unos cuantos días. Necesito que estés plenamente recuperada antes de empezar a explorar las posibilidades de... ah... las distintas posturas.
Aunque no lo veía, Julia notó en su voz que estaba sonriendo. Estaba tratando de hacerla reír.
—Y, además, está esto.
Gabriel se movió para que ella se apoyara en el lado izquierdo de su torso, mientras le acariciaba la marca del cuello con un dedo.
Ella se encogió al notar su contacto y él sintió un gran odio hacia Simon. Inspiró y espiró varias veces para controlarse. Cuando lo logró, empezó a darle suaves besos alrededor del mordisco, hasta que Julia
suspiró y, relajándose, dejó caer la cabeza hacia atrás, contra el hombro de Gabriel.
—Hace unas pocas horas, estabas en posición fetal. No sería un gran amante ni una gran persona si me aprovechara de tu vulnerabilidad. ¿Lo entiendes?
Tras reflexionar durante unos instantes, ella asintió.
—Hoy has pasado por unas circunstancias aterradoras. Es normal que quieras sentirse querida y protegida. Y yo quiero ayudarte, amor mío, pero hay muchas maneras de lograrlo. No hace falta que te quites la ropa para llamar mi atención. La tienes en exclusiva. Y tampoco tienes que acostarte conmigo para sentirte deseada.
—¿Ah, no? —murmuró Julia, curiosa.
—No. Puedo demostrártelo así.
Gabriel la besó en el cuello y la reclinó sobre la cama. Luego se tumbó a su lado, de costado, apoyado en un codo y la miró a los ojos, grandes y tristes. Empezó a acariciarla de arriba abajo, con caricias lentas y delicadas. Le secó las lágrimas, le resiguió la línea de la mandíbula, pasando por la barbilla y, tras recorrerle las cejas, bajó hasta el cuello, desde donde alcanzó las clavículas.
Julia ahogó una exclamación cuando los dedos de Gabriel pasaron sobre su esternón, entre sus pechos, para llegar al estómago, donde le dibujó círculos sobre la piel desnuda. Con la mano plana sobre la parte baja del vientre de ella, le recorrió el escote con los labios.
Al levantar la cabeza, vio que Julia había cerrado los ojos.
—¿Cariño?
Ella los abrió, parpadeando.
—En esta cama estamos solos tú y yo. Y tú eres lo único que importa. —Le acarició la cintura y bajó la mano hasta la cadera, donde la dejó reposar—. Si quieres volver a tu habitación, te acompañaré. Si quieres dormir aquí sola, me marcharé. Dime lo que quieres y, si está en mi mano, te lo daré. Pero, por favor, no me pidas que te arrebate tu virginidad. Esta noche no.
Julia pensó un poco y tragó saliva antes de responder.
—Quiero quedarme aquí. No duermo bien sin ti.
—Yo apenas duermo si no estoy contigo. Me alegro de que sea algo mutuo. —Gabriel le acarició el muslo y la parte baja del culo—. Sabes que me importas mucho, ¿verdad?
Ella asintió y le acarició el pecho mientras él se inclinaba hacia adelante y le rozaba con los labios la zona del cuello donde no tenía
marcas.
—Siento haberte hecho esto el otro día —se disculpó, rozándole el chupetón, que ya empezaba a borrarse.
Julia lo miró a los ojos y vio que se sentía francamente culpable.
—No pasa nada, Gabriel. Eso fue muy distinto.
—Tengo que ser más cuidadoso contigo.
Ella suspiró.
—Siempre eres muy cuidadoso conmigo.
—Date la vuelta, cariño.
No sabía lo que se le habría ocurrido, pero Julia se tumbó boca abajo y volvió la cabeza para mirarlo. Confiaba en él por completo.
Gabriel se arrodilló a su lado y le apartó el pelo de la cara.
—Relájate. Sólo quiero que te sientas bien.
Empezó a masajearla suavemente con ambas manos, explorando cada centímetro de su cuerpo desde la cabeza a los pies. Cuando acabó, se tumbó junto a éstos y les dedicó una atención especial, centrándose en los talones y las plantas.
Ella gimió suavemente.
—¿Recuerdas cuando te quedaste en casa, tras aquel desastroso seminario? —preguntó Gabriel con el cejo fruncido—. No te fiabas de mí. Era lógico que no lo hicieras, pero en aquel momento yo ya había decidido que... Estás a salvo conmigo, amor, te lo prometo.
Cuando acabó con los pies, volvió a ascender por su cuerpo, pero esta vez la acarició con los labios —besando, mordisqueando, atrapando con su boca— las zonas que antes había explorado con los dedos.
Julia lo miró a los ojos y vio un gran afecto reflejado en ellos. Cuando se tumbó a su lado, lo besó apasionadamente.
—Gracias, Gabriel —susurró.
Él sonrió satisfecho y le hundió los dedos en el pelo.
En este entorno de paz y seguridad, Julia se dio cuenta de que había llegado el momento. Habían acordado que desnudarían sus almas antes de desnudar sus cuerpos y una parte de ella estaba cansada de guardar secretos. Además, eran secretos de Simon, no suyos.
Gabriel ya le había contado parte de su pasado. ¿Por qué se había resistido ella tanto a hacer lo mismo? Sabía que iba a ser doloroso decir las palabras en voz alta, pero más doloroso era tener algo interponiéndose entre los dos. Cerrando los ojos, respiró hondo y,
sin preámbulos, empezó:
—Lo conocí en una fiesta, durante mi primer año en la universidad. —Se aclaró la garganta varias veces antes de continuar con un hilo de voz—: Estudiábamos en la Universidad de Pensilvania. Sabía quién era su padre, pero no fue eso lo que me atrajo de él. Me gustó porque era divertido y agradable y lo pasábamos muy bien juntos. La primera Navidad se presentó en mi casa para darme una sorpresa. Sabía que me gustaban las cosas italianas, así que me compró una Vespa roja como una manzana de caramelo. Rojo Julia lo llamó.
Gabriel alzó las cejas.
—Por supuesto, mi amor por todo lo italiano venía de ti, pero ya había perdido la esperanza de volver a verte. Pensaba que yo no te importaba, así que traté de seguir adelante con mi vida. Sus padres aprobaban nuestra relación y nos invitaban constantemente a Washington o a actos políticos en Filadelfia. Tras unos cuantos meses de salir como amigos, me dijo que quería más. Me pareció bien.
»A partir de ese momento, las cosas empezaron a cambiar. Nunca estaba satisfecho, siempre quería más y se volvió exigente.
Julia se ruborizó en la oscuridad.
Gabriel notó que le aumentaba la temperatura de la piel y la acarició suavemente para tranquilizarla.
—Decía que ser mi novio le daba derecho a practicar sexo conmigo. Cuando le dije que no estaba preparada, me llamó frígida. Y eso no hizo más que aumentar mi determinación de esperar. No es que te estuviera esperando, pero no quería que nadie me obligara a hacer nada contra mi voluntad. Sé que suena inmaduro...
—Julianne, no tiene nada de inmaduro imponer tu voluntad y decidir con quién quieres acostarte y con quién no.
Ella sonrió sin ganas.
—Cuanto más insistía, menos cedía yo, pero entonces trataba siempre de que lo compensara de alguna manera. Era exageradamente posesivo. No le gustaba que estuviera con Rachel, probablemente porque a ella no le gustaba él. Yo hacía lo que estaba en mi mano para evitar los conflictos y Simon, bueno... no siempre era una persona agradable.
Hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—¿Te pegaba? —preguntó Gabriel.
—No, en realidad no.
—¿Qué quiere decir eso, Julianne? ¿Te pegaba o no?
Julia notó que él estaba temblando de indignación y rabia. No quería mentirle, pero tenía miedo de su reacción, así que eligió las palabras con mucho cuidado.
—Me empujó en algunas ocasiones. Natalie, mi compañera de habitación, tuvo que quitármelo de encima una vez.
—¿Te das cuenta de que empujar también es maltratar?
Como ella apartó la vista sin responder, Gabriel añadió:
—Me gustaría que habláramos de esto más a fondo. Otro día.
—Sinceramente —Julia rió con ironía—, eran mucho peores las cosas que decía que las que hacía. Y durante casi todo el tiempo me trató mejor que mi madre. Algunas veces... reconozco que habría deseado que me pegara. Si me hubiera dado un puñetazo, todo habría acabado en dos segundos. Habría sido preferible a tener que escucharlo decirme que era frígida y que no valía nada una y otra vez. —Se estremeció—. Al menos, si me hubiera pegado, habría podido contárselo a mi padre. Le habría enseñado el moratón y él me habría creído.
Gabriel se sintió asqueado al oír eso. Su enfado hacia Simon y Tom no hacía más que aumentar.
A pesar de que guardaba un silencio paciente y respetuoso, Julia sabía que su mente debía de estar funcionando a toda velocidad.
—Siempre me hacía sentir que no era lo bastante buena para él. Como me negaba a que nos acostáramos, me exigió otras cosas. Pero yo nunca hacía nada como él quería. Me decía que si acostarse conmigo iba a ser así, no merecía la pena tanta espera. —Se rió, nerviosa, retorciéndose un mechón de pelo con un dedo—. No pensaba contarte esto, pero supongo que es mejor que lo sepas antes de que te lleves una decepción. ¿Para qué estar conmigo si, además de frígida, no sabía darle placer a un hombre de otras maneras?
Sin poderse reprimir, Gabriel soltó una sarta de insultos que habrían puesto los pelos de punta a más de uno.
Julia permaneció inmóvil. Sólo se le movía la punta de la nariz. Como a un ratón. O un conejo.
—Julianne, mírame. —Le apoyó la mano en la mejilla con delicadeza, hasta que ella alzó la vista—. Todo lo que te dijo era mentira. Tienes que creerme. Sus palabras tenían un solo objetivo: controlarte.
»Por supuesto que quiero estar contigo y por supuesto que te deseo. Mírate. Eres preciosa, cálida e inteligente. Eres amable y comprensiva. Puede que no te des cuenta, pero cuando estoy contigo
haces que me vuelva como tú. Haces que desee ser amable y comprensivo. Y cuando hagamos el amor, así es como será.
La voz le había sonado ronca, así que se aclaró la garganta antes de continuar.
—Es imposible que alguien tan generoso y apasionado como tú no sea bueno en la cama. Lo único que necesitas es estar con alguien que te haga sentir segura para poder expresarte. En ese momento, la tigresa que llevas dentro, saldrá al exterior. Él no merecía conocer esa parte de ti. Me alegro mucho de que no se la mostraras. Pero entre nosotros las cosas son distintas. Anoche, la noche del museo, hace un rato... He sido testigo de tu pasión. La he sentido. Es impresionante. Tú eres impresionante.
Julia lo miró sorprendida. Los ojos de Gabriel nunca le habían parecido tan sinceros.
—Me dijiste que creías en la redención —susurró él—, así que demuéstramelo. Perdónate cualquier cosa de la que te sientas avergonzada y permítete ser feliz. Porque eso es lo único que yo quiero. Que seas feliz.
Ella sonrió y lo besó, disfrutando momentáneamente de su contacto y sus palabras, pero tras unos instantes se apartó, sabiendo que lo peor aún tenía que llegar.
—Me apunté al programa de estudios en el extranjero para estudiantes de tercer año. Él no quería que fuera, así que presenté la solicitud a sus espaldas y no se lo dije hasta el último momento. Se enfadó mucho, pero luego pareció superarlo.
»Mientras estuve en Italia, me escribió unos correos preciosos, con fotografías. Me dijo que me amaba. —Julia tragó saliva—. Nadie me lo había dicho antes. —Respiró hondo—. No regresé en Navidad ni al acabar el curso, porque hice algunos cursillos complementarios y viajé un poco. Cuando volví, a finales de agosto, Rachel me llevó de compras como regalo de bienvenida. Grace le había dado dinero y entre las dos me compraron un vestido muy bonito y unos zapatos de Prada. —Se ruborizó—. Bueno, los has visto. Fueron los zapatos que llevé durante nuestra primera ci... quiero decir, la noche que me llevaste a comer un filete.
Gabriel le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.
—Puedes decirlo, Julianne. Fue nuestra primera cita. Yo también la considero así. Aunque me comporté como un auténtico idiota. O, mejor dicho, como un asno.
Ella respiró hondo.
—Él hizo planes para que celebráramos juntos mi cumpleaños. Rachel insistió en que me cambiara en su apartamento, para ayudarme a arreglarme. Simon y yo teníamos que reunirnos en el Ritz-Carlton, pero me olvidé la cámara y pasé un momento por la habitación de la residencia universitaria para recogerla.
Julia empezó a temblar. Cada músculo, cada parte de su cuerpo, empezó a sacudirse como si estuviera muerta de frío.
Gabriel la rodeó con los brazos.
—No tienes por qué contarme nada más. Ya he oído suficiente.
—No —replicó ella, con la voz temblorosa, pero decidida a seguir—. Tengo que contárselo a alguien. Ni siquiera Rachel lo sabe todo. —Inspiró hondo un par de veces—. Abrí la puerta. La habitación estaba a oscuras excepto por la lámpara del escritorio de mi compañera. Pero el equipo de música estaba encendido. Estaba sonando Closer, de Nine Inch Nails. Como una idiota, pensé que Natalie se lo habría dejado encendido. Fui a apagarlo, pero entonces los vi.
Julia se había quedado inmóvil como una estatua.
Gabriel aguardó.
—Simon estaba follando con Natalie en mi cama. Me quedé tan sorprendida que no reaccioné. Al principio, pensé que no podía ser él. Y luego pensé que no podía ser ella. Pero lo eran. Y... —Su voz se convirtió en un susurro—. Había sido mi compañera de habitación desde el primer día de facultad. Ya éramos amigas en el instituto. Me vieron mirándolos como un pasmarote. Simon se echó a reír y me dijo que no me extrañara tanto, que se acostaban desde segundo. Yo seguía allí, porque, francamente, no entendía nada. Natalie se acercó a mí, desnuda, y me dijo que me uniera a ellos.
Julia cerró la boca, pero demasiado tarde. Ya lo había dicho. Había pronunciado las palabras en voz alta. La agonía y el horror de aquella noche volvieron a inundarla. Se arrodilló y apoyó la mejilla en el pecho de Gabriel, pero no lloró.
Él la abrazó con fuerza, apretando los labios contra su coronilla.
En su fuero interno, se alegró de no haberlo sabido cuando se peleó con él, porque lo habría matado, estaba seguro.
«Él es el follaángeles. Quería follarse a mi Julianne como un animal. Estaba practicando con su compañera de habitación.»
Permanecieron sentados y abrazados un buen rato, mientras Julia trataba de librarse de la vergüenza y Gabriel de sus impulsos asesinos. Cuando notó que el corazón de ella recuperaba un ritmo
normal, empezó a susurrarle al oído. Le dijo lo mucho que la quería y que a su lado siempre estaría segura. Y luego le preguntó si era un buen momento para que le contara unas cosas.
Julia asintió.
—Siento mucho que tuvieras que pasar por eso. —Negó con la cabeza—. Y siento que no crecieras en una casa con unos padres que se amaran y compartieran cama. Yo tuve esa suerte.
»Ya sabes cómo eran Richard y Grace, siempre tocándose, siempre riendo. Nunca lo oí a él levantarle la voz. Y nunca oí a Grace burlarse de Richard ni decirle nada grosero. Eran la pareja perfecta. Y por mucho que a uno le cueste imaginarse a sus padres teniendo vida sexual, es evidente que eran una pareja apasionada.
»Cuando Richard me dio la famosa charla sobre las flores y las semillitas en la barriga de la madre, citó una frase del Libro de oración común, un voto que había pronunciado durante su boda con Grace: "Con este anillo te desposo, con mi cuerpo te adoro y te hago partícipe de todos mis bienes"».
—La he oído. Es preciosa.
—Sí, ¿verdad? Y en el contexto de la incómoda conversación con Richard, él me hizo ver que ese voto expresa la intención del marido de hacerle el amor a su esposa, no de usar su cuerpo únicamente para el sexo. Me explicó que el voto implica la idea de que hacer el amor es un acto de adoración. El esposo adora a su esposa con su cuerpo, amándola, entregándose a ella y avanzando juntos hacia el éxtasis.
Gabriel se aclaró la garganta y calló un momento antes de continuar.
—Creo que puedo decir sin miedo a equivocarme que lo que presenciaste en esa habitación fue un acto depredador y despreciable. Sé que viste cosas parecidas mientras crecías en San Luis, cosas que una niña no debería ver. Es posible que creyeras que las relaciones sexuales eran siempre así y que todos los hombres eran como él, depredadores maliciosos que usan y abusan de las mujeres.
»Pero la descripción de Richard de hacer el amor era totalmente distinta. Me dijo que era una forma de placer muy apasionada, porque el contexto permite que uno explore sus deseos más íntimos con libertad y aceptación, ya sean desesperados e intensos o lentos y tiernos. Lo importante es que los cimientos sobre los que se afianzan esos deseos estén formados de respeto mutuo y generosidad. Lo importante es entregar, no tomar ni utilizar.
Acercó los labios a la oreja de ella para seguir hablando.
—A lo largo de la vida, llegué a apartarme mucho del camino que me mostró Richard, pero en lo más profundo de mi alma, siempre quise tener lo que él y Grace tenían. Cuando te dije que quería adorarte con mi cuerpo, era exactamente eso lo que quería decir. Y sigo pensando lo mismo. De todo corazón. Nunca te arrebataré nada. Sólo te entregaré cosas. En la cama y fuera de ella.
Julia sonrió con la cara pegada a su pecho.
—Tú y yo estamos empezando de cero, así que, como dice el Nuevo Testamento en la Carta a los Corintios, «¡Todo ha cambiado, todo es nuevo!».
Levantó la cara y lo besó en los labios, susurrándole palabras de agradecimiento. Su declaración la había consolado muchísimo. No había eliminado el dolor ni había borrado los recuerdos, pero era un gran alivio saber que no iba a echarle en cara sus flaquezas del pasado. Porque, en realidad, de lo que más avergonzada se sentía era de haberse dejado tratar tan mal. Ésa era la razón por la que lo había mantenido en secreto.
—Ahora me siento mucho peor por haberte gastado aquella broma sin gracia sobre los Nine Inch Nails en Lobby —dijo él—. No me extraña que te afectara tanto que mencionara esa canción.
Julia asintió lentamente.
—En cuanto volvamos a Toronto, cambiaré las presintonías de la radio. No pienso volver a escuchar esa emisora nunca más. —Gabriel carraspeó antes de seguir—. Cariño, no tienes que hablar de ello si no quieres, pero tengo curiosidad por saber qué le contaste a tu padre. Por cierto, te debo una disculpa por haber discutido con él en el hospital. He dicho algunas cosas que no debería haber dicho.
Ella lo miró con curiosidad.
—Le he dicho que no debió enviarte a vivir con tu madre. Que su misión como padre era protegerte y que había fracasado.
Julia se quedó muy sorprendida. Nadie, ni siquiera Grace ni Richard le habían echado nunca en cara a Tom sus decisiones. Nadie. Una expresión maravillada se extendió por su rostro.
—¿No estás enfadada? —preguntó él, sorprendido.
—¿Cómo iba a estarlo? Gracias por defenderme, Gabriel. Es la primera vez que alguien hace algo así por mí.
Y cogiéndole las manos, le besó los nudillos hinchados y los arañazos. Sus heridas de guerra le resultaban tan queridas como sus preciosos y expresivos ojos.
—No se lo conté todo. Sólo le dije que había sorprendido a Simon con Natalie y que no podía seguir compartiendo habitación con ella. Fue un poco difícil, porque mi padre estaba saliendo con la madre de Natalie, pero no se quejó.
—Muy noble por su parte —comentó Gabriel, sarcástico.
—Pasé unos cuantos días en Selinsgrove para calmarme. Luego, papá me llevó de vuelta a la universidad y me ayudó a trasladarme a un pequeño estudio. Te reirías si lo vieras, Gabriel. Era aún más pequeño que el que tengo ahora.
—No me reiría —replicó muy serio.
—No es una crítica, pero es que eres tan exigente y detallista... Sé que lo habrías encontrado aún más espantoso que mi apartamento actual.
—Tu apartamento actual no me parece espantoso. Lo único que no me gusta de él es que tengas que vivir allí. ¿Qué pasó cuando volviste a clase?
—Procuré esquivarlos. Ellos dos se habían convertido en pareja, más o menos. Tenía miedo de encontrármelos, así que evité todos los lugares que solíamos frecuentar. Iba a clase, estudiaba italiano, preparaba las solicitudes para el doctorado... Apenas salía de casa. Fue una especie de retiro.
—Sí, algo me comentó Rachel.
—Fui una pésima amiga. No respondía a sus llamadas. Ni siquiera quise hablar con Grace, a pesar de que me escribió una carta preciosa. En Navidad les envié una postal, pero me sentía demasiado humillada como para explicar lo que había pasado. Rachel sabe que los pillé juntos, porque Natalie se lo contó. Pero no sabe lo horrible que fue. Y no quiero que lo sepa.
—Todo lo que me cuentes quedará entre nosotros.
—Me avergonzaba admitir que había sido tan idiota de meterme en esa situación. Que le había permitido tratarme de esa manera durante tanto tiempo. Que no me había dado cuenta de que estaban juntos a mis espaldas. Quería convencerme de que aquello no me había pasado a mí, que le había pasado a otra persona.
Levantó la vista. Gabriel la estaba mirando, comprensivo.
—Por favor, no vuelvas a decir que eres idiota. Son ellos los que deberían sentirse avergonzados por cómo te trataron. Ellos son los villanos en esta historia, no tú. —Le besó la cabeza y hundió la nariz en su pelo—. Creo que deberías dormir un poco, mi amor. Mañana será un día muy largo y tienes que recuperarte.
—¿No se molestará tu familia cuando nos encuentren juntos?
—Saben que somos pareja y creo que a casi todos les parece bien.
—¿A casi todos?
Gabriel suspiró.
—A Richard no le importa, lo que no le gusta es que tengamos sexo bajo su techo sin estar casados. Es muy conservador en ese aspecto y prefiere que durmamos en habitaciones separadas. De todos modos, después de lo que te ha pasado, estoy seguro de que no le importará encontrarte aquí.
—¿Y Rachel y Aaron? Tampoco están casados.
—No es que le haga mucha gracia, pero al menos están comprometidos. Rachel siempre me ha apoyado en todo y también nos apoya en esto.
—¿Y Scott?
—Scott se siente muy protector contigo. Sabe que he sido un libertino y...
—No eras un libertino, te sentías solo.
Él le dio un beso suave.
—Eso es muy generoso por tu parte, pero ambos sabemos que no es verdad.
Se tumbaron y Julia apoyó la cabeza en su pecho, acariciándole el torso con un dedo. Canturreaba mientras reflexionaba sobre sus palabras. Le había dicho que la quería y que quería adorarla con su cuerpo. Probablemente, eran las palabras más importantes que le habían dicho nunca. Insegura, le recorrió el tatuaje con el dedo.
—No —susurró Gabriel, apartándole la mano
—Lo siento. ¿Qué es MAIA?
Él apretó los labios.
—Perdona. No quería sacar el tema, pero como nos estábamos contando secretos, pensaba...
Gabriel se frotó los ojos con la mano libre, pero no la soltó.
—Maia es un nombre —dijo, con voz ronca.
—¿La... la amabas?
—Por supuesto que la amaba.
—¿Estuvisteis mucho tiempo juntos?
Gabriel carraspeó.
—No es lo que piensas.
Julia lo abrazó y cerró los ojos.
Pero él permaneció despierto durante un largo rato, mirando el
techo.


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