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El infierno de Gabriel - Cap.19 y 20

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Julia se despertó a la mañana siguiente con el sonido del agua de la ducha. Estaba tratando de entender cómo podía estar la ducha en marcha mientras ella seguía en la cama, cuando el sonido se interrumpió y, poco después, un hombre alto y de pelo castaño apareció envuelto en una toalla pequeña de color lila.
Julia abrió mucho los ojos y se cubrió la boca con la mano.
—Buenos días —saludó Gabriel, sujetándose la toalla con una mano mientras cogía su ropa con la otra.
Ella lo estaba mirando fijamente. Y no precisamente a la cara.
Gabriel acababa de salir de su ducha y tenía el pelo mojado y muy despeinado. Se le veían gotas de agua en los hombros y en el pecho, haciendo más nítido el tatuaje. El contorno de las líneas de tendones, músculos y venas, simétricas y equilibradas, configuraban unas proporciones dignas de un ideal de belleza. Las líneas clásicas de aquel cuerpo dejarían sin aliento a cualquiera.
Julia acababa de pasar la noche con el dueño de ese cuerpo en su cama, y él la había abrazado y jugado con su pelo. Y ese cuerpo iba unido a una mente brillante y a una alma profunda y apasionada.
Permanecía con la mirada clavada en su físico y las palabras «semidiós marino» revolotearon por su conciencia.
Gabriel sonrió.
—He dicho buenos días, Julianne.
Ella cerró la boca de golpe.
—Buenos días.
Él se acercó y se inclinó para darle un beso suave con los labios entreabiertos. Unas cuantas gotas de agua la salpicaron y la sábana las absorbió.
—¿Has dormido bien?
Ella asintió lentamente, demasiado sofocada para hablar.
—No eres muy habladora de buena mañana —bromeó él, incorporándose con una sonrisilla en los labios.
—¡Estás casi desnudo!
—Es verdad. ¿Preferirías que acabara de desnudarme del todo? —preguntó, moviendo la toalla provocativamente alrededor de sus caderas.
Julia casi se muere de la impresión.
—Estoy bromeando, cariño. —Volvió a besarla con el cejo fruncido. Y, al recordar lo que le había contado la noche anterior, se alejó de ella cautelosamente—. Me había olvidado de lo que te pasó en San Luis cuando eras pequeña. Siento haber salido así del baño. Lo he hecho sin darme cuenta.
Ella lo miró de arriba abajo, admirándolo en silencio, y lo tranquilizó con una sonrisa.
—No pasa nada. Es que... eres impresionante. Se te ve contento.
Él le devolvió la sonrisa.
—Dormir a tu lado me sienta bien. ¿Puedo prepararte el desayuno?
—Sí, claro. Pero ya sabes que no tengo cocina.
—Soy un hombre de recursos.
La sonrisa de Gabriel era tan cálida que hizo que Julia se olvidara de las carencias de su apartamento.
Justo antes de que la puerta del baño se cerrara tras él, Julia pudo disfrutar del espectáculo de un perfecto glúteo, cuando Gabriel dejó caer la toalla al suelo, dejándola a ella boqueando como un pez.
La noche siguiente, cuando Rachel regresó de su escapada romántica con Aaron, revisó su buzón de voz. Tras llamar en seguida a su padre, telefoneó a Gabriel y le dejó un mensaje.
«¿Qué demonios pasa, Gabriel? ¿Qué le has hecho a Julia? Sólo ha desaparecido una vez en su vida, cuando su ex la humilló de un modo espantoso. Así que, repito, ¿qué demonios le has hecho? ¡Como tenga que ir yo allí para enterarme, será peor! Llámame.
»Por cierto, papá me ha dado recuerdos para ti. Dice que se alegró mucho de que lo llamaras. ¿Sería mucho pedir que le llamaras más a menudo? ¿Una vez a la semana, por ejemplo? Ha decidido volver al trabajo porque no soporta estar en casa solo. Y, por cierto, la ha puesto a la venta.»
Luego, preocupada por su mejor amiga, llamó a Julia y le dejó también un mensaje.
«Julia, ¿qué hizo Gabriel? He encontrado un mensaje suyo en el buzón de voz. Parecía loco de atar. No responde al teléfono, así que no sé qué ha pasado. Tampoco creo que me contara la verdad. De todos modos, espero que estés bien y lo siento mucho. Hiciera lo que hiciese, te ruego que no vuelvas a desaparecer de mi vida. No ahora. Éste será el último día de Acción de Gracias que celebraremos en
casa. Papá la ha puesto a la venta. Aaron insiste en comprarte un billete. Llámame, ¿quieres? Te quiero.»
Después de eso, Rachel regresó a su vida en Filadelfia, esperando recibir noticias tanto de su hermano como de su mejor amiga. Y planeando una boda.
Tras convencerla de que no se subiera al primer avión con destino a Toronto para patearle el culo, Gabriel llamó a Richard y le pidió que retirara la casa del mercado. Luego llamó a Julia, pero no pudo hablar con ella, porque estaba comunicando, así que le dejó un mensaje.
«Nunca me coges el teléfono. [Refunfuña ligeramente.] ¿No tienes llamada en espera? ¿Puedes contratarlo? No me importa lo que cueste. Pago yo. Estoy harto de dejarte mensajes. [Respira hondo.] Acabo de hablar con Rachel. Estaba furiosa conmigo, pero creo que he podido convencerla de que tú y yo discutimos sobre un tema académico, pero que ya nos hemos dado un besito y hemos hecho las paces. [Se ríe.] Bueno, lo del besito no se lo he dicho.
»Tal vez podrías llamarla y tranquilizarla para que no cumpla su amenaza de venir a Toronto. [Suspiro.] Julianne, me gustó mucho despertarme a tu lado ayer. Más de lo que puedo expresar por teléfono. Dime que podré despertarme a tu lado otra vez pronto. [Con una voz más baja y ardiente.] Estoy sentado frente a la chimenea, deseando que estuvieras aquí, entre mis brazos. Llámame, principessa.»
Mientras tanto, Julia estaba hablando con su padre.
—Me alegro de que vengas a casa, Jules. Estaré de guardia, pero podremos pasar algún rato juntos. —Tom acabó la frase tosiendo y aclarándose la garganta.
—Bien. Rachel también quiere que vaya a visitarla. Va a casarse y creo que necesita ayuda con los preparativos, ahora que Grace no está.
—Deb me ha invitado a cenar con ella y los niños en Acción de Gracias. Estoy seguro de que no le importará que vayas.
—Ni de coña —murmuró Julia.
—¿Cómo dices?
—Perdona, papá. Me gustaría saludar a Deb, pero no pienso ir a cenar a su casa.
Tom hizo una pausa incómoda.
—No hace falta que vaya yo tampoco. Veo a Deb constantemente.
Julia puso los ojos en blanco.
—¿A qué hora llegarás al aeropuerto? —le preguntó su padre.
—De hecho, como Gabriel Emerson está viviendo en Toronto, me comentó que podríamos volver juntos a Filadelfia. Así podría ir con los Clark desde el aeropuerto.
Tom guardó silencio unos segundos.
—¿Gabriel está ahí?
—Da clases en la universidad. Tengo un seminario con él.
—No me lo habías dicho, Jules. Tienes que mantenerte apartada de ese chico.
—¿Por qué?
—Porque no es una buena compañía.
—¿Qué te hace decir eso?
Tom volvió a carraspear.
—No fue a ver a su madre cuando se estaba muriendo. Y pasa muy poco tiempo con su familia. No me fío de él y no quiero que esté cerca de mi hija.
—Papá, es el hermano de Rachel. Y ella se ha ofrecido a recogernos en el aeropuerto.
—Bajo ningún concepto le lleves ninguna bolsa en el avión y no aceptes nada que te ofrezca que sea sospechoso. Tendrás que cruzar la frontera.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Quiero decir que me preocupo por ti. ¿No puedo preocuparme por mi única hija?
Julia reprimió el impulso de decir algo cruel o maleducado.
—Cuando tenga el billete, te diré cuándo llego.
—Perfecto. Hablamos entonces.
Y con esas palabras, la poco productiva conversación entre Julia y Thomas Mitchell llegó a su fin.
Luego, ella pasó la hora siguiente asegurándole a Rachel que estaba bien y que, sorprendentemente, Gabriel ya no se estaba comportando como un asno. También logró convencer a Aaron de que no era necesario que le comprara el billete. Mencionó el problema de los planes de su padre para Acción de Gracias y les aseguró que cenaría con ellos el jueves por la noche.
Estaba ya muy cansada cuando por fin pudo hablar con Gabriel. No fue fácil convencerlo de que no era buena idea dormir juntos cada noche. Alguien ligado a la universidad podría verlos entrar o salir de sus respectivas viviendas. Él le dio la razón a regañadientes, pero le
hizo prometer que volverían a dormir juntos antes de una semana.
Julia no quería que Gabriel perdiera el trabajo por su culpa, por eso estaba decidida a reducir las posibilidades de que los descubrieran juntos. Tampoco quería pasar todas las noches en su cama, porque sabía adónde llevaría eso. Seguía intentando confiar en él. Su reticencia era más que razonable, teniendo en cuenta que aún hacía poco tiempo que Gabriel había cambiado de actitud hacia ella. Y que él había admitido que su pasión estaba a punto de acabar con su precario control.
Ella no quería dejarse convencer para hacer algo para lo que no se sentía preparada. No quería entregarle parte de sí misma y volver luego a su apartamento sintiéndose utilizada y sola, como le había pasado tantas veces con él. Cierto, Gabriel no era él. Pero no podía evitar ser cautelosa, por mucho que deseara confiar en él.
A pesar de sus precauciones para protegerse, Julia dormía mucho mejor con Gabriel que sin él y cada día que pasaba sin verlo le dolía el corazón.
El lunes por la tarde, un mensajero llevó a casa de Julia una gran caja blanca. Tras firmar el recibo, cerró la puerta y abrió el sobre que acompañaba la caja. La tarjeta tenía grabadas las iniciales G. O. E. y estaba escrita a mano.
Querida Julianne:
Gracias por compartir conmigo el viernes por la noche.
Tienes corazón de león.
Me encantaría poder domesticarte lentamente,
sin lágrimas ni adioses.
Tuyo,
Gabriel
P. D.: Tengo una nueva cuenta de correo electrónico a tu disposición. Es ésta: goe717@gmail.com
Julia abrió la caja e inmediatamente quedó cautivada por una agradable fragancia. La sorprendió ver que procedía de un gran cuenco de cristal lleno de agua. Flotando en su superficie, había siete gardenias. Con mucho cuidado, sacó el cuenco de la caja y lo colocó en la mesa plegable, aspirando profundamente el perfume que empezaba a extenderse por la habitación.
Releyó la nota de Gabriel y abrió el portátil para enviarle un mensaje a su nueva dirección desde su correo de Gmail.
Querido Gabriel:
Gracias por las gardenias, son preciosas.
Gracias por la tarjeta.
Gracias por escucharme.
Tengo muchas ganas de verte,
Julia
Besos
El miércoles por la tarde, Julia se encontró con Paul en los casilleros, antes del seminario del profesor Emerson. Se saludaron y charlaron un poco antes de ser interrumpidos bruscamente por el móvil de ella. La pantalla decía que la estaba llamando —milagrosamente— Dante Alighieri, así que, por supuesto, respondió.
—Tengo que contestar —murmuró, disculpándose con Paul, antes de salir al pasillo.
—¿Hola?
—Julianne.
Ella sonrió al oír su voz.
—Hola.
—¿Cenarás conmigo esta noche?
Julia miró a su alrededor para asegurarse de que estaba sola.
—Hum, ¿qué habías pensado?
—Cenar en mi casa. No te he visto desde el sábado. Estoy empezando a pensar que sólo estás interesada en una relación por correo, ahora que tienes mi nueva dirección electrónica —dijo él y se echó a reír.
Ella respiró profundamente, contenta de que no estuviera enfadado.
—He estado preparando mi próxima reunión con Katherine. Y tú tenías tu conferencia, así que...
—Necesito verte.
—Yo también tengo ganas, pero vamos a vernos dentro de un momento.
—También quería hablarte de eso. Lo mejor será que no hagamos ninguna referencia a lo que pasó. Si ves que te ignoro, es por eso. No estoy enfadado. Quería avisarte para que no te preocuparas. —Tras una breve pausa, añadió—: Sólo pienso en
tocarte, pero tenemos que guardar las apariencias.
—Lo entiendo.
—Julianne —dijo Gabriel bajando la voz—, esta situación me disgusta tanto como a ti, pero me gustaría mucho que vinieras a cenar esta noche, para compensarte. Después de cenar, podemos pasar una velada tranquila junto al fuego, disfrutando de nuestra mutua compañía. Antes de acostarnos.
Ella se ruborizó inmediatamente.
—Me encantaría, pero esta noche tengo que trabajar. No he acabado de leer todos los textos que me dio Katherine y la reunión es mañana por la tarde. Es muy exigente, ya la conoces.
Él empezó a maldecir entre dientes.
—Lo siento, Gabriel, pero quiero que esté contenta conmigo.
—¿Y no quieres que yo esté contento contigo?
—Yo... —Julia no supo qué responder.
Él refunfuñó un poco más antes de decir:
—¿Me prometes que nos veremos el viernes por la noche?
—¿Después de la conferencia?
—Tendré que ir a cenar con los organizadores, pero me gustaría que te reunieras conmigo en mi casa después de la cena.
—¿No será muy tarde?
—No para lo que tengo en mente. Me lo prometiste, ¿lo has olvidado?
Julia sonrió al recordar las nuevas fiestas de pijama, más maduras, que había descubierto recientemente.
—Entonces, ¿nos veremos el viernes? —insistió él, susurrando.
—Sí, tendré que buscar una excusa para Paul. Iremos a la conferencia juntos.
Al otro lado del teléfono se hizo un silencio tenso.
—¿Hola? —Julia se desplazó un poco para mejorar la recepción—. ¿Sigues ahí?
—Estoy aquí —respondió él, en un tono glacial.
«Scheiße», pensó ella.
Tras unos instantes de silencio, Gabriel siguió hablando:
—¿Teníamos o no teníamos un acuerdo de no compartirnos con nadie?
«Doble Scheiße.»
—Por supuesto.
—Yo he mantenido mi palabra.
—Gabriel, por favor...
—Dime que he malinterpretado tus palabras —la interrumpió él.
—Somos amigos y me invitó a acompañarlo a la conferencia. No me pareció nada malo.
—¿Te gustaría que yo me viera con otras mujeres? ¿Que fuera a actos públicos con ellas?
—No —admitió Julia en un susurro.
—Entonces te ruego que tengas la misma deferencia conmigo.
—Por favor, no te enfades.
Su petición chocó con un muro de silencio.
—Es el único amigo que tengo. Ser estudiante en una ciudad extranjera es muy... solitario.
—Pensaba que yo era tu amigo.
—Por supuesto que lo eres. Pero necesito a alguien con quien hablar de las clases y cosas así.
—Cualquier tema relacionado con la universidad deberías hablarlo conmigo.
—Por favor, no me obligues a renunciar al único amigo que tengo. A ti no puedo verte siempre que quiero; me quedaría totalmente aislada.
Gabriel se estremeció.
—¿Le has dicho que te estás viendo con alguien?
Ella tragó saliva.
—No. Pensaba que era un secreto.
—Vamos, Julianne, no te hagas la tonta. —Respiró hondo para tranquilizarse—. De acuerdo. Admito que necesitas un amigo, pero tienes que dejarle claro que no estás disponible. Paul está claramente interesado en algo más y eso podría crearnos problemas.
—Le diré que tengo un nuevo novio. Hemos quedado para ir a ver una exposición dentro de dos semanas...
—No, no irás con él —gruñó Gabriel—. Yo te llevaré.
—Pero... ¿en público? No podemos.
—Yo me ocuparé de los detalles. Entonces, ¿dentro de un momento lo veré entrar en el aula llevándote los libros? —preguntó con ironía.
—Gabriel, por favor.
Él soltó el aire sonoramente.
—De acuerdo. Olvidémonos de esto. Pero lo estaré vigilando. Y respecto al viernes, te daré una llave. O avisaré al conserje para que te deje entrar.
—De acuerdo.
—Hasta dentro de nada.
Cuando Paul y Julia llegaron al aula de seminarios, Gabriel ya estaba allí. Tras fulminar a Paul con la mirada, volvió a revisar sus notas. Comprobó satisfecho que Julia volvía a usar el maletín. Era una tontería, pero se sintió muy contento.
El resto de los alumnos, incluida Christa, paseó la mirada entre Julia y El Profesor unas cuantas veces. Parecía que estuvieran en un partido de tenis en Wimbledon.
Julia se sentó en su asiento de siempre, al lado de Paul, con actitud deferente.
—No te preocupes, lleva toda la semana de buen humor. No creo que hoy se meta contigo. —Paul se inclinó hacia ella para susurrarle al oído—: Debe de haberse tirado a alguien este fin de semana. Más de una vez.
El profesor Emerson carraspeó con fuerza hasta que Paul se apartó.
Julia se sofocó al oír el comentario de su amigo. Sin levantar la cabeza, empezó a tomar notas sin parar. El truco funcionó. Pronto había dejado de pensar en el sábado por la mañana y en Gabriel desnudo, mojado, dejando caer una toalla pequeña, lila.
Él casi no la miró y en ningún momento le preguntó nada, ni le hizo comentar ningún tema. En resumen, la clase supuso una enorme decepción para los alumnos desde el punto de vista del entretenimiento. Christa fue la única en sentirse satisfecha de que, al fin, el universo hubiera vuelto a su órbita —casi— correcta.
—Están todos invitados a la conferencia sobre la lujuria en el Infierno de Dante que daré en el Victoria College el viernes a las tres de la tarde. Nos vemos la semana que viene. La clase ha terminado.
El Profesor recogió sus cosas rápidamente y salió del aula sin mirar a nadie.
Paul se inclinó sobre Julia una vez más.
—¿Te acompaño a casa? Podríamos comprar comida tailandesa por el camino.
—Me encantaría que me acompañaras, pero esta noche me la voy a pasar trabajando. Aunque hay algo que quería comentarte.
El viernes por la mañana, Julia estaba frente al armario abierto, preguntándose qué iba a ponerse para la conferencia. Sabía que a Gabriel no le gustaría verla allí con Paul, pero también sabía que luego
pasarían la noche juntos en su casa. Ya había metido en el maletín lo que podía necesitar.
Quería causarle buena impresión. Quería que Gabriel se fijara en ella entre todas las demás y que pensara que estaba muy guapa. Así que, por primera vez ese curso, se arregló. Se puso un vestido negro, medias negras tupidas y botas de piel negra de tacón alto. Rachel la había convencido para que se las comprara, hacía varios años. Se adornó con unos sencillos pendientes de perla que habían pertenecido a su abuela paterna y se rodeó el cuello con una pashmina lila, por si el modesto escote resultaba excesivo para una conferencia en pleno día.
Paul y ella fueron de los primeros en llegar a la gran sala de conferencias. Se sentaron en una de las últimas filas, al lado del pasillo, para no llamar la atención. El personal docente solía ocupar las primeras y los estudiantes no solían atreverse a romper esa convención.
Sólo poner un pie en la sala, Julia sintió la presencia de Gabriel. Una extraña tensión vibraba entre ellos, incluso a esa distancia. Notó que él la miraba y supo que pronto estaría frunciendo el cejo. Una mirada de reojo a la tarima confirmó sus sospechas. Estaba fulminando a Paul con la mirada mientras éste le apoyaba la mano en la parte baja de la espalda para guiarla hacia el asiento.
Pero luego, en seguida, dirigió la vista hacia ella y, con una sonrisa ladeada, la examinó de arriba abajo, deteniéndose un segundo más de la cuenta en sus botas de tacón. Volviéndose, siguió conversando con otro de los profesores.
Julia dedicó varios segundos a admirar su aspecto. Estaba imponente, como siempre, vestido con un traje de Armani negro, una camisa blanca de puños dobles, estilo francés, corbata negra y unos zapatos de vestir también negros que, por suerte, no eran puntiagudos. Sorprendentemente, llevaba un chaleco debajo de la americana, que tenía desabrochada. Julia se fijó en la cadena de un reloj que colgaba de uno de los bolsillos del chaleco.
—¿Has visto? Lleva un chaleco y un reloj de bolsillo —comentó Paul, negando con la cabeza—. ¿Cuántos años tiene este tipo? Apuesto a que guarda un retrato en su desván que va envejeciendo en su lugar.
Julia disimuló una sonrisa, pero no dijo nada.
—¿Sabes qué me encargó hacer ayer?
Ella negó con la cabeza.
—Tuve que meter algunas de sus preciosas plumas en una caja, cerrarla bien y enviarlas a un hospital de estilográficas. ¿Te lo puedes creer?
—¿Qué es un hospital de estilográficas?
—Un taller de reparación para plumas enfermas, que ofrece servicio a una pandilla de dueños de plumas aún más enfermos, a los que les sobra el dinero. Y el tiempo. O el tiempo de sus ayudantes.
Julia se echó a reír y desconectó el teléfono.
Recuperado ya de la gripe porcina, el profesor Jeremy H. Martin, catedrático de Estudios Italianos, dio la bienvenida al centenar de asistentes e hizo una elogiosa presentación de los logros y la actual investigación del profesor Emerson. Julia vio que Gabriel se removía incómodo en la silla, como si los halagos le desagradaran. Sus miradas se cruzaron y ella le sonrió, dándole ánimos. Los hombros de él se relajaron ostensiblemente.
Era obvio que el profesor Martin estaba muy orgulloso del profesor Emerson y que no tenía ningún reparo en expresar esa admiración. Gabriel había sido el fichaje estrella del departamento y no había defraudado las expectativas que habían depositado en él. Le habían dado plaza fija tras publicar su primer libro con la Oxford University Press. Iba camino de convertirse en un académico tan famoso como Katherine Picton. O al menos eso esperaba el profesor Martin.
Tras un breve aplauso de bienvenida, Gabriel se puso las gafas, colocó sus notas en el atril y comprobó que el PowerPoint estuviera a punto. Antes de empezar a hablar, se tomó un par de segundos para examinar a los presentes: en la primera fila, el profesor Martin sonreía, la señorita Peterson, un poco inclinada hacia adelante, se estaba acariciando el contorno del escote y el resto de sus colegas esperaban, claramente interesados en lo que iban a escuchar.
Con la excepción de una de ellos. Una profesora que no parecía ni remotamente interesada en la investigación ni en nada académico. Sus intereses eran mucho más disolutos y libertinos y, para que no cupiera duda de cuáles eran, se estaba pasando la lengua por los labios, pintados de color carmesí. Era una mujer retorcida. Una depredadora. Gabriel se sintió incómodo bajo el escrutinio de su mirada de serpiente, sobre todo con Julia en la misma sala. Sabía que su pasado acechaba en cada esquina, pero que Dios se apiadara de él si aquellas dos mujeres llegaban a conocerse.
Apartando los ojos de la rubia profesora, se obligó a sonreír. Buscó la mirada de Julia, sacó fuerzas de su cálida expresión y empezó:
—El título de la conferencia es «La lujuria en el Infierno de Dante: el pecado capital contra el Yo». Lo primero que uno se pregunta al ver este título es cómo puede la lujuria ser un pecado contra uno mismo, cuando su objetivo siempre es otra persona. Pero siempre se utiliza a otra persona para obtener gratificación sexual personal.
Le llegó una risa disimulada de la primera fila, pero la ignoró, limitándose a endurecer un poco la expresión de la cara como respuesta.
—La noción de pecado de Dante viene definida en gran medida por los escritos de santo Tomás de Aquino. En su famosa Suma Teológica, santo Tomás afirma que toda acción malvada o pecado es una forma de autodestrucción. Considera que la naturaleza humana tiende a ser buena y sensata. Cree que la naturaleza de animal racional del hombre fue creada por Dios para la búsqueda del bien y, más específicamente, de las virtudes.
»Cuando un ser humano se aparta de ese destino natural, se daña a sí mismo, porque no hace aquello para lo que fue diseñado. Lucha contra él y contra su naturaleza.
La señorita Peterson se echó hacia adelante, claramente interesada.
—¿Por qué Tomás de Aquino tiene esta visión tan peculiar del pecado?
»Una razón es porque acepta la afirmación de Boecio de que la bondad y el ser son intercambiables, es decir, que todo lo que existe tiene al menos parte de bondad intrínseca, ya que ha sido creado por Dios. No importa lo sucio, destrozado o pecador que sea ese ser humano. Mientras siga existiendo, el bien existirá en su interior.
Apretó un botón y la primera imagen apareció en la pantalla. Julia reconoció la ilustración de Lucifer hecha por Botticelli.
—Según esta teoría, nadie, ni siquiera Lucifer atrapado en el hielo en el Infierno de Dante, es completamente malo. El mal sólo puede existir alimentándose del bien, como un parásito. Si todo el bien de una criatura fuera eliminado, esa criatura no podría seguir existiendo.
Notó un par de astutos ojos clavados en él, burlándose de su concepción burguesa del bien y del mal. Carraspeó antes de
continuar:
—Es un concepto que a muchos de nosotros nos cuesta aceptar. La idea de que incluso un ángel caído, condenado a pasar el resto de sus días en el infierno, tenga parte de bondad. —Buscó a Julia con los ojos, esperando que captara la súplica que había en ellos—. Una bondad que ruega ser reconocida, a pesar de la triste y desesperada adicción del ángel caído por el pecado.
Una nueva ilustración de Botticelli mostraba a Dante y a Beatriz bajo el cielo de las estrellas fijas del Paraíso. Julia reconoció la imagen que Gabriel le había mostrado en su despacho, la que formaba parte de su colección privada.
—En este contexto, consideremos los personajes de Dante y Beatriz. Son el prototipo del amor cortés. En La Divina Comedia, Beatriz le pide a Virgilio que guíe a su amado Dante a través del Infierno, ya que ella no puede descender hasta allí a causa de su residencia permanente en el Paraíso. Mediante esta conexión entre Beatriz y Virgilio, Dante está expresando su convencimiento de que el amor cortés está más ligado a la razón que a la pasión.
Ante la mención de Beatriz, Julia empezó a removerse inquieta en el asiento, manteniendo la cabeza baja para no delatarse. Paul se dio cuenta y, malinterpretando su inquietud, le tomó la mano y se la apretó ligeramente.
Estaban sentados demasiado atrás para que Gabriel viera lo que estaban haciendo, pero sí se dio cuenta de que Paul se inclinaba hacia Julia y de que su mano desaparecía cerca del regazo de ella. La visión lo distrajo momentáneamente.
Tosió mientras recuperaba el hilo y, al oírlo, Julia levantó la vista y se soltó de la mano de Paul.
—Pero ¿qué pasa con la lujuria? Si el amor es el cordero, la lujuria es el lobo. Dante lo deja claro cuando la identifica con un pecado de incontinencia, de falta de control. Al igual que el lobo, en el pecador, la pasión se impone a la razón.
Al oír esas palabras, Christa se sentó en el borde del asiento, inclinándose lo suficiente como para que su escote fuese visible desde el estrado. Por desgracia para ella, Gabriel estaba demasiado ocupado pasando a la siguiente imagen, que no era otra que la escultura de Rodin, El beso.
—Dante sitúa a Paolo y a Francesca en el Círculo de los Lujuriosos. Sorprendentemente, la historia de su caída va íntimamente ligada a la tradición del amor cortés. En el momento de su indulgencia
lujuriosa, estaban leyendo juntos sobre la relación adúltera entre Lanzarote y la reina Ginebra. —Gabriel sonrió travieso—. Vendría a ser el equivalente medieval de unos preliminares a base de porno.
Se oyeron unas risas en la sala.
—En el caso de Paolo y Francesca, la pasión se impuso a la razón, que debería haberles dicho que, ya que uno de los dos estaba atado a otra persona, debían tener las manos quietas.
Estas últimas palabras las pronunció con la mirada clavada en Paul, pero éste pensó que miraba a Julia, o a alguna otra mujer sentada delante de ellos, así que se mantuvo impasible. Ante su falta de reacción, los ojos azules de Gabriel se volvieron verdes, como los de un dragón. Ya sólo faltaba que empezara a escupir fuego por la boca.
—Su relación podría compararse con el sentimiento de posesión de una pareja comprometida. Si otra persona tratara de disfrutar de las delicias que deberían estar reservadas a la prometida o el prometido, la relación acabaría en enfado y celos —añadió, con voz más amenazadora.
Julia se encogió un poco y se alejó de Paul todo lo que pudo.
—Pero el hecho de que Dante vea, tanto en Lanzarote y Ginebra como en Paolo y Francesca, una corrupción del amor cortés, demuestra que reconoce los peligros que conlleva su relación con Beatriz. Sabe que si permite que la pasión se imponga a la razón, arruinará sus vidas y las expondrá al escándalo. Así que el destino de Paolo y Francesca es para Dante un aviso personal de que debe mantener su relación con Beatriz casta. Lo que no le resulta sencillo, dado el gran atractivo de la joven y la intensidad del deseo que siente por ella.
Julia se ruborizó.
—Quisiera dejar claro que, aunque pasaron muchos años separados, Dante sigue profundamente enamorado de Beatriz. La ama y la desea con tanta intensidad que le duele. Su castidad resulta mucho más virtuosa gracias a la fuerza y desesperación de su deseo.
Los ojos de serpiente de la rubia profesora siguieron la dirección de la mirada de Gabriel y vieron a Julia antes de volver la vista hacia él, que la miró con hostilidad antes de continuar.
—Según la filosofía de Dante, la lujuria es un amor descarriado, pero no deja de ser amor. Por esta razón, lo considera el menos malo de los siete pecados capitales y coloca el Círculo de la Lujuria justo debajo del Limbo. La lujuria es el mayor de los placeres terrenales.
Gabriel volvió a mirar a Julia, que lo escuchaba encandilada.
—El sexo no es sólo una unión de los cuerpos, también es una unión espiritual; una unión extática de dos cuerpos y dos almas, que imita el gozo y el éxtasis de la unión con la divinidad en el paraíso. Dos cuerpos unidos en el placer. Dos almas unidas a través de la conexión entre sus cuerpos, así como de la entrega entusiasta y altruista del propio ser.
Julia trató de no moverse en el asiento, al recordar cómo él le había lamido los dedos uno a uno limpiándole los restos de chocolate. La temperatura de la sala había aumentado claramente y no era la única en tener problemas para estarse quieta.
—Tal vez sea pedante señalar que si uno de los dos no se entrega totalmente durante el encuentro sexual, no alcanzará el orgasmo. En ese caso, el resultado es la tensión, la frustración y una pareja infeliz. El orgasmo es un anticipo de la trascendencia absoluta y del placer total, extático. Del tipo de placer durante el cual las necesidades y deseos más profundos se satisfacen por completo.
Sonrió al ver que Julia cruzaba y descruzaba las piernas, disfrutando de su reacción mientras tomaba un sorbo de agua.
—La idea del orgasmo compartido, la idea del éxtasis de un miembro de la pareja provocando el del otro, pone de relieve la intimidad mutua de esta unión física y espiritual. Jadear, retorcerse, tocarse, desear, entregar y, finalmente, llegar juntos al orgasmo, de manera gloriosa.
Hizo una pausa y se obligó a no mirar a Julia, para no atraer las miradas sobre su rostro ruborizado. Carraspeó ligeramente y dedicó una sonrisa ladeada a los presentes.
—¿A alguien más le falta el aire?
Risas tímidas pero sinceras resonaron en la sala. Christa se apartó el pelo de la cara y se abanicó con el libro de Gabriel.
—Creo que he ilustrado la tesis de Dante con mis palabras. Lo que quería demostrar era que la lujuria es lo bastante poderosa como para distraer la mente de una persona, y no olvidemos que la mente es el órgano encargado de razonar. Una mente alterada por la lujuria se centrará en ideas carnales y terrenales en vez de elevarse a los cielos para centrarse en Dios. Sin duda, algunos de ustedes ahora mismo preferirían ir corriendo a reunirse con sus parejas en vez de quedarse aquí escuchando el resto de esta árida conferencia.
Se echó a reír, ignorando a la profesora de la primera fila y el pequeño y obsceno objeto que había sacado del bolso para
provocarlo.
—El amor, a diferencia de la lujuria, no es ningún pecado. Tomás de Aquino argumenta que el amante está ligado a su amado como si éste fuera una parte de su propio cuerpo.
Al decir esto, la expresión de Gabriel se suavizó y una dulce sonrisa apareció en su rostro.
—El goce y la belleza de la intimidad que se expresa en la unión sexual son consecuencia de un acto de amor. En este caso, es evidente que el sexo no puede considerarse un sinónimo de lujuria. De ahí la distinción en el lenguaje contemporáneo entre, disculpen mi vulgaridad, follar y hacer el amor. Pero el sexo y el amor tampoco son sinónimos, como demuestra la tradición del amor cortés. Una persona puede amar a otra de manera casta y apasionada, sin que exista entre ellos ningún contacto sexual.
»En el Paraíso de Dante, la lujuria se transforma en caridad, la más pura y sincera manifestación de amor. En el Paraíso, el alma está libre de deseos, ya que todos están satisfechos y ella está henchida de gozo. Ya no siente culpabilidad por sus anteriores pecados y disfruta de una libertad y una plenitud absolutas. Sin embargo, por cuestiones de tiempo no puedo extenderme más en la descripción del Paraíso.
»En La Divina Comedia, encontramos la dicotomía lujuria-caridad y también una potente manifestación de la castidad en el amor cortés, correspondiente al amor entre Dante y Beatriz. Pero como mejor se expresa este ideal de amor cortés no es con palabras de Dante, sino de Beatriz: Apparuit iam beatitudo vestra, es decir, «Ahora aparece tu bendición». Nunca se han pronunciado palabras más ciertas. Gracias.
La sala de conferencias estalló en educados aplausos y murmullos de aprobación. A continuación, Gabriel respondió a las preguntas de los asistentes. Como era habitual, los profesores fueron los primeros en preguntar, mientras los estudiantes aguardaban su turno. (Ya que en el mundo académico, igual que la Europa de la Edad Media, impera un sistema de clases.)
Julia permanecía muy quieta, tratando de asimilar lo que le parecía haber entendido de la conferencia. Se estaba repitiendo alguna de las ideas más profundas, cuando Paul se inclinó hacia ella para susurrarle al oído:
—No te lo pierdas. Emerson está a punto de ignorar a Christa.
Desde donde estaban no podían ver el escote de su compañera
(lo cual era una bendición.) Seguía inclinada hacia adelante, con la mano levantada, tratando de llamar la atención del profesor. Éste pareció no ver su mano, ignorándola deliberadamente antes de conceder la palabra a otras personas y ofrecerles respuestas razonadas.
Finalmente, el profesor Martin se puso en pie para anunciar que la ronda de preguntas había terminado. Sólo entonces Christa bajó la mano, enfurruñada.
Tras una nueva tanda de aplausos, Gabriel bajó de la tarima. Inmediatamente fue interceptado por una morena de treinta y tantos años, que parecía ser una profesora. Se saludaron con un apretón de manos.
Paul resopló.
—¿Lo has visto? No ha dejado que Christa le haga una pregunta en un foro público. Creo que tenía miedo de que le lanzara un sujetador o que desplegara un póster que dijera: «Yo-corazón-Emerson».
Julia se echó a reír, sin perder de vista a la morena hasta que Gabriel dejó de hablar con ella y se dirigió a otro de los que querían saludarlo.
—Me ha extrañado que nadie corrija a El Profesor —comentó Paul luego, rascándose una patilla reflexivamente.
—¿Sobre qué?
—Ha atribuido la frase Apparuit iam beatitudo vestra a Beatriz, cuando todos sabemos que es de Dante. El poeta la pronuncia en la segunda sección de La Vita Nuova, cuando se encuentra con Beatriz por primera vez.
Julia lo sabía, por supuesto, pero nunca se le habría ocurrido comentarlo, así que guardó silencio.
Paul se encogió de hombros.
—Seguro que ha sido un lapsus. Puede citar esos textos de memoria en italiano y en inglés. Sólo es que me ha resultado curioso que El Profesor Perfecto haya cometido un error tan grande en público y que nadie haya dicho nada. —Se echó a reír—. Tal vez eso era lo que quería decir Christa.
Julia asintió. Sabía que el error de Gabriel había sido intencionado, pero no pensaba decírselo a nadie y mucho menos a Paul.
Éste la miró de arriba abajo con franca apreciación.
—Estás muy guapa hoy. Siempre estás guapa, pero hoy estás
particularmente... radiante. —Su expresión se ensombreció—. Espero no estar metiéndome en terreno vedado. ¿Cómo me has dicho que se llama tu novio?
—Owen.
—Bueno, no puedes negarlo. Se te ve en los ojos. Se nota que estás contenta de haber vuelto con él. Después de verte triste durante semanas, me alegra verte feliz.
—Gracias —murmuró Julia.
—¿Por qué te has puesto tan guapa?
Ella miró a su alrededor.
—No sabía cómo se vestía la gente aquí para una conferencia. Sabía que asistirían todos los profesores y quería tener buen aspecto.
Paul se echó a reír.
—La mayoría de las mujeres del mundo académico no se preocupan demasiado por la moda. —Negó con la cabeza y le apretó la mano—. Espero que tu ex te trate bien esta vez. Si no, voy a tener que ir a Filadelfia a patearle el culo.
A esas alturas, Julia ya casi no lo escuchaba, porque vio que una profesora bajita y rubia saludaba a Gabriel con un beso en cada mejilla.
Alzó las cejas sorprendida.
«¿Y tú riñéndome por Paul, profesor? Pensaba que no iba a tener que compartirte.»
Oyó que Paul maldecía entre dientes.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Bueno, la conferencia ha estado bien. Por eso vine a esta universidad, para estudiar con él —respondió, mirando a Gabriel—. Pero míralos.
Como si lo hubiera oído, la rubia echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas, mientras Emerson le devolvía una sonrisa tensa.
La mujer debía de medir poco más de metro y medio y llevaba el pelo, muy rubio, recogido en un severo moño. Vestía un traje de aspecto caro, con una falda tubo que no le llegaba a las rodillas y completaba su atuendo con unas gafas de Armani rojas. Julia también se fijó en que llevaba zapatos de tacón muy alto y unas medias de rejilla, con las que se podrían pescar peces, aunque muy pequeños.
Era guapa, pero había algo en ella que parecía fuera de lugar en aquel entorno académico. Por otra parte, su presencia desprendía agresividad.
—Es la profesora Singer —dijo Paul, haciendo una mueca de
disgusto.
—¿La rubia?
—Sí, la morena es la profesora Leaming. Es fantástica, tienes que conocerla. Pero aléjate de Singer, es una arpía.
A Julia se le encogió el corazón al ver a la mujer agarrar el brazo de Gabriel con demasiada familiaridad, mientras se ponía de puntillas para susurrarle algo al oído. Él permaneció impasible.
—¿Por qué dices eso?
—¿Has visitado su página web?
—No.
—Pues tienes suerte. Te quedarías horrorizada de ver en qué está metida. La llaman La Profesora Dolor.
Con reticencia, Julia apartó los ojos del espectáculo que estaban ofreciendo los profesores Emerson y Dolor y empezó a retorcerse las manos. Se preguntó si el nombre de pila de Dolor sería Paulina.
Asqueada, cogió el abrigo y se levantó.
—Creo que es un buen momento para marcharnos.
—Te acompañaré a casa. —Paul la ayudó a ponerse el abrigo caballerosamente.
Mientras se dirigían a la salida, el profesor Martin vio a Paul y le indicó con un gesto que se acercara.
—Un momentito. Espérame, por favor.
Julia volvió a sentarse y jugueteó con los botones del abrigo para distraerse.
Gabriel no la había buscado con la vista en ningún momento. Suponía que la estaba ignorando expresamente. Paul habló un momento con el catedrático antes de volverse en su dirección y señalarla. El profesor Martin asintió, dándole unas palmaditas en la espalda. Paul regresó a su lado con una sonrisa radiante.
—Nunca adivinarías lo que quería.
Julia levantó las cejas.
—Nos han invitado a la cena en honor de Emerson.
—Estás de guasa.
—No. Al parecer, el presupuesto de la conferencia daba para invitar a un par de estudiantes y Martin me ha invitado a mí. Cuando le he dicho que estaba contigo, te ha invitado también. —Le guiñó un ojo—. La pobre Christa no está en la lista de invitados. Hoy es tu día de suerte.
Al levantar la vista, Julia se encontró con que Gabriel la estaba mirando. Parecía preocupado, incluso enfadado. Miró a Paul y luego a
ella, negando con la cabeza.
Julia apretó los labios.
«¿Cómo puede estar celoso de un amigo mientras La Profesora Dolor no le quita las manos de encima? Menuda doble moral.»
—Si no te apetece, no tenemos por qué ir. —Paul carraspeó—. Sé que Emerson se ha portado como un imbécil contigo. Probablemente no te apetezca ir a celebrar su triunfo.
—Sería de mala educación rechazar la invitación del catedrático —replicó ella lentamente.
—Supongo que tienes razón. Será divertido. La cena es en el Segovia, un restaurante fantástico. Pero no empieza hasta las siete. ¿Quieres que vayamos al Starbucks mientras tanto? ¿O a algún otro sitio? —preguntó él, ofreciéndole la mano.
—El Starbucks me va bien.
Ya en la calle, pasados unos minutos, Julia encontró el valor para hacerle la pregunta que la atormentaba.
—¿Conoces bien a la profesora Singer? —Trató de sonar despreocupada.
—No. Me mantengo tan alejado de ella como puedo. —Paul maldijo varias veces entre dientes—. Ojalá pudiera olvidar los correos electrónicos que le envió a Emerson. Los tengo grabados a fuego en la mente.
—¿Cómo se llama de nombre?
—Ann.
20
Julia invitó a Paul a un café, que pagó disimuladamente con su tarjeta regalo con el dibujo de una bombilla. Cuando finalmente cruzaron el umbral del Segovia, los recibió un español de aspecto agradable, que se presentó como el dueño del restaurante y que estuvo encantado de que Paul le respondiera en su idioma.
Las paredes del Segovia estaban pintadas de color amarillo, como el sol, y decoradas con dibujos de Picasso en los que se veía a Don Quijote y a Sancho Panza. En un rincón, un guitarrista tocaba temas del maestro Segovia. Una serie de mesas alargadas estaban colocadas formando un cuadrado en el centro de la sala para la cena de la facultad. Esa disposición aseguraba que todos los comensales quedaran de cara al resto. A Julia no le apetecía en absoluto quedar frente a la profesora Dolor. Si se le hubiera ocurrido alguna manera de marcharse sin insultar al profesor Martin, lo habría hecho.
Paul eligió dos sitios apartados del centro. Era muy consciente del sistema de clases y sabía que los puestos de honor no eran para ellos. Mientras comentaba el menú con el camarero en español, Julia seguía dándole vueltas a los celos injustificados de Gabriel. Discretamente, sacó el teléfono del maletín para enviarle un mensaje de texto. Entonces se dio cuenta de que tenía un mensaje de él.
No vengas a la cena. Búscate una excusa.
Espérame en casa, el conserje te abrirá la puerta.
Luego te lo explico. Por favor, haz lo que te pido. G.
Julia se quedó mirando la pantalla sin comprender nada, hasta que Paul le dio un codazo.
—¿Te apetece beber algo?
—Hum, si tienen, me encantaría un poco de sangría.
—Nuestra sangría es excelente —dijo el camarero antes de retirarse para encargar las bebidas.
Julia dirigió a Paul una mirada de disculpa.
—Tengo un mensaje de Owen. Siento ser tan maleducada.
—No te preocupes. —Él se entretuvo leyendo el menú mientras ella escribía una respuesta:
Tenía el teléfono apagado. Es demasiado tarde. Ya estoy aquí.
No tienes motivos para estar celoso. Cuando acabe la cena me iré a casa contigo.
Me tendrás en tu cama hasta mañana, J.
Volvió a guardar el teléfono, rezando para que Gabriel no se enfadara demasiado.
«Oh, dioses de los —rellenar con el término que mejor defina nuestra relación— celosos y demasiado protectores, no permitáis que monte una escena. No delante de sus colegas.»
Por desgracia para Julia y para quien le estaba enviando un mensaje en ese momento, el maletín ahogó el sonido.
En los siguientes veinte minutos, los invitados acabaron de llegar. La profesora Leaming y algún otro académico se sentaron al lado de Paul. En el extremo opuesto, Gabriel se había sentado entre el profesor Martin y la profesora Singer.
Al verlos, Julia empezó a beber su sangría con demasiado entusiasmo. Esperaba que el alcohol la ayudara a tolerar mejor la tensión que crepitaba en la sala. La bebida, con mucha fruta, estaba buenísima.
—¿Tienes frío? —preguntó Paul, señalando la pashmina que seguía llevando enroscada al cuello, con un estilo muy chic.
—La verdad es que no —reconoció ella, quitándosela y dejándola encima del maletín.
Paul apartó la vista con educación cuando la pálida y delicada piel de Julia quedó al descubierto. Su compañera era hermosa y su cuerpo, aunque menudo, poseía unos pechos generosos que le hacían un escote bonito y proporcionado.
En cuanto se hubo quitado la pashmina, un par de celosos ojos azules la observaron con avidez antes de apartarse rápidamente.
—Paul, ¿qué pasó con la profesora Singer? —preguntó Julia en voz baja, ocultando la boca tras la copa.
Él miró disimuladamente a Singer, que estaba demasiado pegada a Emerson. Vio que éste apartaba la silla imperceptiblemente como respuesta, pero ella volvió a acercarse sin darse por enterada. Julia no lo vio.
—Emerson y ella estuvieron liados. Bueno, parece que todavía lo están. —Se echó a reír disimuladamente—. Parece que ya hemos resuelto el misterio del buen humor de El Profesor.
Julia abrió mucho los ojos y sintió un vahído.
—¿Fue... su novia?
Paul acercó la silla a ella para que la profesora Leaming no los oyera. El hecho de que un bailarín de flamenco hubiera hecho su aparición y estuviera taconeando al ritmo de los acordes de la guitarra clásica le facilitaba la tarea.
—Un segundo. —Le pasó unas tapas—. Prueba éstas. Son de chorizo y queso manchego. Y estas otras son de cabrales, un queso azul español.
Julia se sirvió y mordisqueó las tapas, mientras aguardaba ansiosamente la respuesta de su amigo.
—A Singer no le interesan los novios. Sólo le interesan el dolor y el control. Ya sabes... —Dejó la frase en el aire, con gesto vago.
Julia parpadeó desconcertada.
—¿Has visto Pulp Fiction?
Ella negó con la cabeza.
—No me gusta Tarantino. Sus películas son demasiado... sombrías.
—En ese caso, para que me entiendas, sólo te diré que le gusta el rollo medieval... en su vida privada. Y más concretamente en el culo de los demás. Y no se esconde. Investiga sobre el tema y cuelga los resultados en Internet.
Julia engulló un trozo de chorizo.
—¿Me estás diciendo que él...?
—Está tan enfermo como ella. Pero es un gran académico, como has podido comprobar esta tarde. Procuro no pensar en lo que hace en su vida privada. Yo creo que los amantes deben tratarse con amabilidad. Aunque no creo que el amor desempeñe ningún papel en su relación. —Miró a su alrededor prudentemente antes de susurrarle al oído—: Creo que si alguien te importa lo suficiente como para mantener una relación sexual con él o ella, también debería importarte lo suficiente como para respetar a esa persona y no tratarla como a un objeto. Tienes que ser responsable, cuidadoso y no hacerle daño. Ni siquiera si la otra persona está tan mal que te suplica que se lo hagas.
Julia se estremeció y bebió un largo trago de su segundo vaso de sangría.
Paul se echó hacia atrás en la silla.
—No concibo que nadie pueda sentirse atraído por el dolor bajo ninguna circunstancia, pero mucho menos durante el sexo. Para mí, éste debe ir ligado al placer y al afecto. ¿Te imaginas a Dante atando a Beatriz y golpeándola con un látigo?
Ella dudó un instante, pero en seguida negó con la cabeza.
—Cuando estudiaba en Saint Michael, hice un curso llamado «Filosofía del sexo, el amor y la amistad». Hablamos sobre el consentimiento. Todo el mundo suele estar de acuerdo en que si una actividad se lleva a cabo entre dos adultos que dan su consentimiento, no hay problema. Pero el profesor nos preguntó si creíamos que un ser humano podía dar su consentimiento a una injusticia, como por ejemplo venderse como esclavo.
—Nadie desea ser un esclavo.
—En el mundo de La Profesora Dolor, sí. Algunas personas se entregan a una esclavitud sexual voluntariamente. En ese caso, ¿es aceptable la esclavitud si es consentida? ¿Puede una persona cuerda aceptar ser esclava de otra persona? ¿O el hecho de que deseen ser esclavos demuestra que no están bien de la cabeza?
Julia empezó a sentirse francamente incómoda manteniendo esa conversación tan cerca de Gabriel y de La Profesora Dolor, por lo que vació el vaso de un trago y cambió de tema.
—¿Sobre qué trata tu tesis, Paul? No me lo has contado con detalle.
Él se echó a reír.
—Sobre el placer y la visión beatífica. Es una comparación entre los pecados capitales asociados al placer, la lujuria, la gula y la avaricia, y el placer de la visión beatífica en el paraíso. Emerson es un gran tutor y, como te he dicho, no me meto en su vida privada. Aunque probablemente sería un modelo de estudio perfecto para el segundo Círculo del Infierno.
—No entiendo que haya gente que no desee la amabilidad —dijo Julia, reflexionando en voz alta—. La vida ya es bastante dolorosa.
—Es el mundo en que vivimos —contestó él, con una sonrisa sincera—. Espero que tu novio sea amable contigo. Da gracias de no haber topado con alguien que esté metido en esta mierda.
El camarero llegó en ese momento, por lo que Paul no vio cómo Julia palidecía. Miró furtivamente a Gabriel y vio que la profesora Singer volvía a susurrarle algo al oído.
Él miraba la mesa fijamente, con los dientes muy apretados. Cogió la copa y bebió sin apartar la vista de la mesa.
«Mírame, Gabriel. Pon los ojos en blanco, frótate la cara, frunce el cejo... Haz algo, cualquier cosa. Demuéstrame que esto es un malentendido, que Paul se equivoca.»
—¿Julia? —La voz de Paul irrumpió en sus pensamientos—.
¿Quieres compartir la paella valenciana conmigo? Sólo la preparan para dos personas. Está muy buena. —Por fin se dio cuenta de su palidez y de que le temblaban las manos—. ¿Te encuentras bien?
Ella se frotó la frente.
—Sí, paella está bien.
—Tal vez deberías aflojar un poco con la sangría. Apenas has comido. Estás muy pálida.
Paul estaba preocupado por si la había disgustado con sus procaces revelaciones. No debería habérselo contado. Cambió de tema y le empezó a explicar anécdotas de su último viaje a España y a hablarle de su fascinación por la arquitectura de Gaudí.
Julia asentía y le hacía preguntas de vez en cuando, pero su mente estaba muy lejos de allí, preguntándose con quién exactamente había compartido cama hacía una semana, con el ángel caído que aún poseía bondad en su interior o con alguien distinto, mucho más oscuro.
Se fijó en que la mano izquierda de Singer había desaparecido de la vista. Aunque no se atrevió a buscar los ojos de Gabriel, la profesora se dio cuenta del interés de ella. Las miradas de ambas se cruzaron justo cuando Gabriel le apartaba la mano del regazo.
Avergonzada, Julia se volvió hacia Paul. La mirada de Singer se transformó. De ser una mirada descarada pasó a ser otra de fascinación.
Ansiosa por huir de aquel sórdido espectáculo, Julia se excusó alegando que no se encontraba bien y se levantó de la mesa. Subió al primer piso en busca de los servicios.
Se miró al espejo, tratando de asimilar todo lo que había oído. Su mente era un torbellino de imágenes y palabras que le desgarraban el corazón.
¿Por qué querría nadie que lo golpearan? Gabriel y Ann... Dolor... Control... La mano de ella en el regazo de él... Ann pegando a Gabriel... Gabriel pegando a Ann...
Julia se inclinó sobre el lavabo, luchando contra las náuseas. No supo cuánto tiempo pasó así, con los ojos cerrados, hasta que alguien entró.
—Hola, hola. —La profesora Singer la estaba contemplando con una sonrisa de oreja a oreja, que dejaba al descubierto sus dientes brillantes.
Julia observó que la luz que se reflejaba en las gafas de la mujer hacía que sus ojos verdes tuvieran un brillo rojizo.
—Soy la profesora Singer. Encantada de conocerte. —Le ofreció la mano y ella se la estrechó a regañadientes, murmurando un saludo.
La mano de la mujer estaba fría, pero llena de vida. Sujetó la de Julia con fuerza, demasiado rato. Al soltarla, le acarició la línea de la vida con un dedo, como si la estuviera poniendo a prueba. Ella se estremeció.
La profesora ladeó la cabeza y entornó los ojos.
—Creía que me estabas esperando. ¿Te pongo nerviosa?
Julia frunció el cejo.
—No, he venido a lavarme las manos. Creo que he pillado la gripe.
—Es una lástima. —Ann Singer volvió a sonreír, dando un paso hacia ella—. Aunque no pareces enferma. Tienes una piel preciosa.
—Gracias. —Julia miró hacia la puerta, buscando el modo de escapar.
—De nada, de nada. ¿Llevas los labios pintados o es tu color natural? —preguntó entonces, inclinándose y observando desde demasiado cerca los labios gruesos y entreabiertos de Julia.
Ésta dio un paso atrás.
—Es mi color natural.
La profesora dio otro paso adelante.
—Extraordinario. Ya sabes, por supuesto, que el color natural de los labios se encuentra en otras partes más íntimas del cuerpo de la mujer. Ese color en tus labios es delicioso. Estoy segura de que será arrebatador en otros lugares.
Ella se quedó boquiabierta.
—Mírate en el espejo. ¿Cómo no me he fijado en ti antes? Por suerte, tú te has fijado en mí. —Dando otro paso hacia ella, añadió en voz más baja—: ¿Te gusta mirar? ¿Te ha gustado ver lo que estaba haciendo por debajo de la mesa? —susurró.
Julia se ruborizó.
—No sé de qué me está hablando.
—¿Sabes?, cuando se incrementa el flujo sanguíneo, la piel cambia de color. Como ahora. —Sonrió, mostrando los dientes—. Estás avergonzada o excitada, por eso tus mejillas se han ruborizado, igual que tus labios. Y seguro que te has ruborizado también en otras partes, ¿verdad? —Bajó la voz todavía más—. Más abajo, donde seguro que tu cuerpo está deseando que lo acaricien y jueguen con él. —Se pasó la lengua por los labios antes de continuar—: Mi pequeña perla rosada. Creo que quieres que juegue contigo. Serías una
mascota preciosa.
Julia la miró con dureza.
—No estoy interesada en ser la mascota de nadie.
La profesora Singer se tensó. No había esperado esa demostración de carácter.
—Soy un ser humano, no un animal. Déjeme en paz.
Julia no sabía de dónde había sacado el valor para plantarle cara, pero el caso era que lo había hecho.
La mujer se echó a reír.
—Los seres humanos somos animales, querida. Compartimos fisiología, reaccionamos del mismo modo a los estímulos, tenemos las mismas necesidades: comida, bebida y sexo. Pero algunos de nosotros somos un poco más inteligentes.
Julia la miró con suficiencia.
—Yo soy lo bastante inteligente como para saber lo que es un animal. Y no estoy ni remotamente interesada en que me follen como si lo fuera. Si me disculpa...
Esquivándola, salió del baño.
—Si cambias de idea, ven a buscarme —ronroneó Ann.
—Ni lo sueñe —replicó ella, enfadada. Y se marchó corriendo, respirando muy de prisa.
Unos pasos la persiguieron. Cuando alguien la metió en un cuarto oscuro y corrió el pestillo, Julia gritó. Al intentar salir de allí, chocó contra un pecho sólido. El desconocido la sujetó por las muñecas.
—Julianne.
Estaba demasiado oscuro para verle la cara, pero Julia reconoció su voz, así como la extraña sensación que la recorría cada vez que él la tocaba. Dejó de resistirse.
—Por favor, enciende la luz. Tengo claustrofobia —dijo, con una voz que a Gabriel le recordó a la de una niña asustada.
La soltó y sostuvo su iPhone en alto como si fuera una linterna.
—¿Mejor así? —preguntó, reprimiendo el impulso de preguntarle qué tenía que ver la luz con la claustrofobia.
Rodeándole los hombros temblorosos con un brazo, le dio un beso en la frente.
—¿Julianne?
Ella miró a su alrededor y vio que estaban en el cuartito de las escobas.
—¿Julianne? —repitió él, tratando de retener su atención—. He
visto que Ann te seguía. ¿Estás bien?
—No.
—¿Qué te ha hecho?
—Me ha dicho que sería una buena mascota —murmuró, con la cabeza baja.
Gabriel frunció el cejo.
—¿Te ha tocado?
Ella cerró los ojos y se secó unas gotas de sudor de la frente.
—Sólo la mano.
Él bajó la intensidad de la luz del iPhone por miedo a que Ann viera la luz por debajo de la puerta.
—Tenía miedo de que pasara esto. ¿Por qué no me has hecho caso?
—Ya te lo he dicho. Cuando he visto el mensaje ya era demasiado tarde. Francamente, no esperaba que nadie me tirara los tejos en una cena académica y mucho menos que lo hiciera ningún profesor que no fueras tú.
Gabriel gruñó.
—Llevaba toda la cena observándote. Sin duda la has excitado con tu timidez y tu belleza. Para ella, estar en una habitación contigo es una provocación tan grande como enseñarle un cordero a un lobo. —Negó con la cabeza—. He tratado de impedirlo.
Julia lo miró a los ojos.
—¿No era porque estuvieras celoso?
—Claro que estoy celoso. Los celos son una emoción nueva para mí, Julianne. No estoy acostumbrado a lidiar con ellos. Pero le habría pedido a Paul que te llevara a cenar a otro sitio, a cualquier sitio, con tal de mantenerte alejada de esa mujer.
—¿Tuviste una historia con ella?
La mirada de él perdió brillo y apretó los labios.
—No es el lugar adecuado para hablar de eso.
Julia negó con la cabeza y volvió a marearse. Había confiado en que Paul estuviera equivocado, pero la reacción de Gabriel acababa de confirmar sus temores.
—¿Cómo pudiste?
—Estás temblando. ¿Vas a vomitar?
—¿Por qué no respondes a mis preguntas?
—Julianne —dijo él, con los dientes apretados—, en estos momentos lo único que me preocupa es tu salud y tu bienestar. No responderé a ninguna pregunta hasta que esté seguro de que te
encuentras bien. Aunque, si vomitas, te prometo que te apartaré el pelo de la cara —añadió, con una débil sonrisa.
—No voy a vomitar —murmuró ella—. Por desgracia, no es la primera mujer que trata de ligar conmigo. Lo que más me preocupa es que me ocultes cosas.
Gabriel juntó mucho las cejas al oírla, pero en seguida recobró el aplomo.
—Julianne, confía en mí. Cuanto menos sepas sobre ella, mejor. Tu alma estará más limpia cuanto más apartada estés de esa mujer.
—¿Y qué pasa con tu alma? ¿No pasa nada si te toca por debajo de la mesa? Os he visto, Gabriel. Por eso se ha fijado en mí.
Él la fulminó con la mirada.
—Me estaba provocando. Quería que montara una escena en público. Me he resistido esperando que se mantuviera entretenida conmigo y no se fijara en ti, pero he fracasado.
—¿Por qué he tenido que enterarme por Paul de que estuviste liado con ella?
—¿Paul te lo ha contado?
Julia asintió.
Gabriel maldijo y se frotó los ojos con fuerza, como si tratara de librarse de una imagen repulsiva.
—No pensaba que viniera a la conferencia. No compartimos valores ni temas de interés. Hacía meses que no la veía. Forma parte de mi pasado, de un pasado que no pienso repetir. Ni aunque viviera eternamente.
—Paul me contó que le gusta el dolor. ¿Fuisteis... violentos juntos?
Él apretó tanto los puños que los tendones se le tensaron y empezaron a temblar.
—Sí. Me gustaría poder decirte que me embaucó con sus malas artes de seductora, pero no fue eso lo que pasó. Sin embargo, no pienso entrar en detalles. No quiero que tu mente descienda a su oscuro reino. Lo que sí te contaré es que durante uno de nuestros... encuentros, hizo algo que me hizo perder el control. Y que le di a probar su propia medicina. Por eso me echó de su casa y no volví nunca más.
—¿Te pegó?
—Varias veces —admitió él muy serio—. De eso se trataba.
—Gabriel —sollozó ella, rompiéndole el corazón—. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste dejar que te tocara y mucho menos que te
hiciera daño?
Él la abrazó con fuerza.
—Julianne, por favor, no hablemos de eso. Por favor, olvida lo que te ha dicho Paul. Olvídate de esa mujer.
—No puedo. Y tampoco puedo olvidar lo que has dicho en tu conferencia esta tarde. Tu descripción del amor ha sido preciosa, pero no es eso lo que tú deseas. Tal vez no creas posible que dos amantes puedan quererse así.
Gabriel la miró fijamente.
—Por supuesto que es lo que quiero. Y por supuesto que creo que es posible. Es sólo que todavía no lo he experimentado. —Carraspeó—. No eres la única virgen en esta relación.
Julia lo miró sorprendida.
—Entonces, ¿por qué querías que alguien te hiciera daño? ¿No habías sufrido bastante en la vida?
Él la miró apenado.
—Gabriel, tu vida está llena de habitaciones secretas, cerradas con llave. Nunca sé lo que hay acechando detrás de esas puertas. No me cuentas nada. ¡Tengo que enterarme de que has tenido una relación con una mujer a través de tu ayudante!
—No tuvimos una relación. Y cuando te pregunté a ti por Simon, tampoco quisiste contarme nada, así que estamos en paz.
Julia hizo una mueca.
—Pero te hablé de mi madre.
Él suspiró.
—Sí, lo hiciste. Enterarme de lo que te pasó en San Luis me dolió más de lo que puedas imaginar. Mucho más que Ann y sus jueguecitos de salón. —Negó con la cabeza—. Tienes razón. Debí hablarte de ella.
Cambió el peso de pie varias veces y se metió las manos en los bolsillos.
—Pensé que si te lo contaba te sentirías tan asqueada que huirías de mí. Que te darías cuenta de que soy un demonio.
—No eres un demonio —susurró Julia—. Eres un ángel caído que aún tiene bondad en su interior. Un ángel caído que aspira a hacerle el amor a una mujer y tratarla con ternura. —Cerró los ojos—. Haberme enterado de la existencia de la profesora Singer por tu boca habría sido muy preferible a esto. He tenido que aguantar que ella me lo restregara por la cara y tú ni siquiera me mirabas.
—La vergüenza es una pesada carga, Julianne, y es algo que tú
desconoces.
—No eres el único pecador que hay en este cuarto, Gabriel —replicó ella, abriendo los ojos y respirando hondo— y por eso no puedo echarte en cara tus pecados del pasado. ¿Aún la deseas?
—¡Por supuesto que no! —exclamó él, indignado—. No tuvimos una relación, Julianne, sólo un par de encuentros. Fue hace más de un año y no habíamos vuelto a vernos desde entonces. —Suspiró—. Si insistes, te contaré los detalles, pero no aquí ni ahora. ¿Puedes esperar a que acabe la cena al menos, por favor?
Ella se mordió el labio inferior, pensativa.
Gabriel le cubrió la boca con la suya y, besándola, le liberó el labio.
—Por favor, no te lastimes. Me duele.
—Yo podría decir lo mismo.
A él se le hundieron los hombros y gruñó un poco.
—Te doy de tiempo hasta después de la cena, pero sólo si me prometes que no dejarás que ella vuelva a ponerte la mano encima.
—Encantado.
Julia soltó el aire con fuerza.
—Gracias.
—¿Te quedarás?
—No, no puedo estar sentada frente a esa mujer, comiendo paella tranquilamente. Me revuelve el estómago.
—Te llevaré a casa.
—Eres el invitado de honor. No puedes irte.
Gabriel se pasó las manos por el pelo.
—Al menos deja que te pida un taxi. Trataré de escaparme lo antes posible. El conserje te abrirá la puerta.
Metiendo la mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes sujeto por un lujoso clip metálico.
Ella negó con la cabeza.
—Ya tengo dinero.
—Coge al menos mi tarjeta de crédito y pide comida a domicilio. No has cenado.
—Ahora no podría comer aunque quisiera.
Gabriel suspiró y se frotó los ojos.
Julia se dispuso a marcharse, pero él la detuvo, sujetándola por el codo.
—Espera —le rogó—. Cuando te he visto entrar en la sala de conferencias, el corazón me ha dado un brinco. Literalmente. Julianne,
nunca te había visto tan hermosa. Parecías... feliz. —Tragó saliva ruidosamente—. Siento mucho haber matado a esa Julianne feliz. Siento no haberte dicho la verdad. Crees... ¿crees que podrás perdonarme?
—No tengo nada que perdonarte, Gabriel. No pecaste contra mí. —A ella los ojos se le habían llenado de lágrimas—. Estoy tratando de determinar hasta dónde llega tu afición al dolor y cómo puede afectar a nuestra relación. Siento que eres un desconocido y me duele.
Con esas palabras, salió del cuarto.
Los hados se apiadaron de Julia. Cuando regresó a la mesa a recoger sus cosas y excusarse, Ann aún no había regresado del baño de señoras. Otra profesora también estaba ausente de la mesa.
Una mirada a la pálida cara de Julia y a sus ojos enrojecidos le indicó a Paul que no valía la pena tratar de convencerla para que se quedara. Cuando ella le ofreció una excusa no muy convincente sobre un comienzo de migraña, no le preguntó nada hasta que hubieron salido del restaurante.
—Singer te ha seguido al baño, ¿verdad?
Julia se mordió el labio inferior y asintió.
Él negó con la cabeza.
—Es una depredadora. Una depredadora peligrosa. Debí advertirte. ¿Estás bien?
—De verdad, estoy bien, pero quiero irme a casa. Lo siento por la paella.
—Que le den a la paella. Me preocupas tú. —Haciendo una mueca, añadió—: Si quieres presentar una denuncia contra ella, te acompañaré a la oficina del comité judicial el lunes.
—¿Qué es eso?
—Es la oficina que gestiona las acusaciones de conducta inapropiada contra miembros de la facultad. Si quieres contar lo que ha pasado, te ayudaré en lo que pueda.
Julia negó con la cabeza.
—No ha habido testigos. Sería su palabra contra la mía. Voy a tratar de olvidarme, a menos que vuelva a intentarlo.
—Tú eres la que tiene que decidirlo, pero debes saber que yo presenté una denuncia contra ella el año pasado. Y a pesar de que fue su palabra contra la mía, la denuncia sigue en su expediente. Gracias a eso, no ha vuelto a molestarme. Estoy muy satisfecho de haberlo hecho.
Julia lo miró muy seria.
—No me apetece nada, pero lo pensaré. Siento mucho que tuvieras que pasar por eso.
—No te preocupes por mí. Que tengas un buen fin de semana y procura no pensar en ello. Si necesitas hablar con alguien, llámame. Si no, hasta la semana que viene.
Con una mirada de ánimo, Paul se despidió de ella con la mano mientras el taxi se alejaba.
Con las palabras de Virgilio resonando en sus oídos, Julia miró el móvil y encontró un mensaje que Gabriel le había enviado poco antes de que los profesores entraran en el Segovia.
Mantente alejada de prof. Singer.
Quédate cerca de Paul. Ella lo odia.
Ten cuidado. G.
«Poca información y tarde», pensó Julia, con tristeza.
Al entrar en el piso de él, lo primero que hizo fue encender la chimenea, en un intento por dispersar las sombras que reptaban sigilosas alrededor de su corazón. Pero no sirvió de mucho. En realidad, lo único que quería era irse a casa y esconderse bajo las sábanas. Pero era consciente de que huir de la realidad no solucionaba los problemas.
Aunque no le gustaba fisgar en los asuntos de los demás, se encontró arrodillada en el suelo del vestidor de Gabriel. Quería mirar las fotos en blanco y negro para ver si la profesora Singer aparecía en alguna de ellas. Por el pelo, podría ser. Pero las fotos habían desaparecido. Buscó y rebuscó por el armario y el resto de la habitación, incluso debajo de la cama, pero no las encontró.
En el lugar donde antes estaban colgadas las fotos había seis cuadros. Unos eran abstractos; otros renacentistas; uno de Tom Thomson. Todos ellos muy hermosos y todos ellos desprendían una sensación de... paz.
Gabriel había redecorado su habitación.
Se acercó a admirar una reproducción de La primavera de Botticelli, colgada sobre la cómoda y descubrió con sorpresa una foto de veinte por veinticinco centímetros colocada sobre el mueble. Era la fotografía de una pareja bailando.
El hombre era alto, atractivo, elegante y desprendía una aura de poder. Miraba a la mujer con una mirada intensa y ardiente.
La mujer era menuda, estaba ruborizada y tenía la mirada clavada en los botones de la camisa de él. Llevaba un vestido de un color lila tan vibrante que el resto de los colores de la foto palidecían en comparación.
«¿De dónde habrá sacado una foto de nosotros dos bailando en Lobby? De Rachel», se respondió inmediatamente.
Salió de la habitación, dejándolo todo tal como lo había encontrado.


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