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El éxtasis de Gabriel Cap.53 al 58

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53
Unos días más tarde, Paul recibió un correo electrónico de Julia anunciándole su compromiso. Fue como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Leerlo una y otra vez no mejoró la situación, pero de todos modos lo hizo. No era que quisiera torturarse, pero necesitaba que su nuevo estatus le quedara indeleblemente grabado en la mente.
Querido Paul:
Espero que estés bien. Siento haber tardado tanto en responder a tu último mensaje. El doctorado es más puñetero de lo que pensaba y siempre pienso que no estoy al nivel de lo que me piden, pero me encanta. (Por cierto, gracias por recomendarme los libros de Ross King. No tengo mucho tiempo para leer estos días, pero lo sacaré de donde sea para leer La cúpula de Brunelleschi.)
Una de las razones por las que tengo poco tiempo para leer o hacer cualquier otra cosa es porque estoy prometida. Gabriel me pidió que me casara con él y le he dicho que sí. Queríamos casarnos cuanto antes, pero no hemos conseguido que nos hicieran hueco en la basílica de Asís hasta el veintiuno de enero. Gabriel tiene contactos entre los franciscanos; por eso hemos conseguido que nos dejen la basílica tan pronto.
Soy muy feliz. Me gustaría que fueras feliz por mí.
Enviaré la invitación a tu apartamento de Toronto. También invitaremos a Katherine Picton.
Si no puedes o no te apetece venir, lo entenderé, pero para mí es importante invitar a la gente que quiero. Gabriel ha alquilado una casa en Umbría para que los invitados puedan alojarse antes y después de la boda. Nos encantaría que vinieras. Sé que a mi padre le gustaría volver a verte.
Has sido el mejor de los amigos. Espero poder pagarte todo lo que has hecho por mí algún día.
Con afecto,
Julia
Posdata: Gabriel no quería que te lo mencionara, pero fue él quien convenció a la profesora Picton para que supervisara tu tesis. Gabriel no es tan malo como pensabas, ¿no crees?
La gratitud de Paul ante la generosidad de Gabriel no borró el dolor que sentía al saber que había perdido a Julia. Otra vez.
Sí, ya la había perdido anteriormente, pero antes del retorno de Gabriel había mantenido la esperanza de que ella cambiara de opinión, por muy remota que fuera esa posibilidad. Y saber que iba a casarse con él le dolía mucho más que si le hubiera dicho que se casaba con cualquier otro tipo llamado Gabriel. Como Gabriel el fontanero o Gabriel el instalador de cable.
Pocos días después, Julia recibió un paquete en su casillero de Harvard. Al ver que se lo enviaban desde Essex Junction, Vermont, lo abrió en seguida.
Paul le enviaba una edición especial de El conejo de terciopelo. Además de una dedicatoria en la guarda delantera que le llegó al corazón, había una carta en su interior.

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Querida Julia:
Tus noticias me han dejado de piedra. Felicidades.
Gracias por invitarme a la boda, pero no podré ir. Mi padre sufrió un ataque al corazón hace unos días y está en el hospital. Yo estoy ayudando en la granja. (Por cierto, mi madre dice que te dé recuerdos. Te está haciendo algo como regalo de bodas. ¿Adónde quieres que lo envíe cuando esté terminado? No seguirás viviendo en el campus después de la boda, ¿no?)
Desde la primera vez que te vi, quise que fueras feliz. Que tuvieras más confianza en ti misma. Que tuvieras una buena vida. Te lo mereces y odiaría verte tirar esas cosas a la basura.
No me consideraría un buen amigo si no te preguntara si Emerson es lo que quieres en la vida. No deberías conformarte con nada que no sea lo mejor para ti. Si tienes la más mínima duda, no deberías casarte con él.
Te prometo que estoy tratando de actuar como un amigo y no como un gilipollas resentido.
Tuyo,
Paul
Julia dobló la carta con tristeza y la guardó dentro del libro.

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A pesar de que Tom había dado su bendición al enlace (a regañadientes, por supuesto), el conflicto surgió cuando la feliz pareja anunció dónde habían decidido casarse.
Los Clark estaban encantados de pasar una semana de vacaciones en Italia, pero Tom, que nunca había salido de Norteamérica, no estaba tan entusiasmado. Como padre de la novia, había pensado pagar el enlace de su única hija, aunque tuviera que hipotecar su nueva casa para hacerlo, pero Julia no quería ni oír hablar del tema.
Aunque la ceremonia sería íntima, los costes eran demasiado elevados para la economía de Tom. Y, para mayor humillación de éste, Gabriel estaba encantado de pagarlo todo. Para él era más importante que Julia tuviera la boda de sus sueños que tener al suegro contento.
Ella trató de mediar entre ambos hombres, señalando que había cosas que su padre podía pagar, como el vestido de novia o las flores.
A finales de noviembre, Julia vio el vestido perfecto en el escaparate de una elegante boutique de la calle Newbury de Boston. Era un vestido de seda de organza color marfil, con escote de pico y unas mangas minúsculas, que apenas cubrían los hombros. El talle estaba rodeado de encaje, y la falda, con mucho vuelo, formaba capas recordando a una nube.
Sin pensarlo, entró y pidió probárselo. La dependienta le alabó el gusto, diciéndole que los diseños de Monique Lhuillier eran muy populares.
Julia no había oído hablar nunca de la diseñadora. No miró el precio, porque el vestido no tenía etiqueta, pero al verse en el espejo, lo supo. Aquél era su vestido. Era precioso, clásico, y haría destacar su color de piel y su silueta. Sabía que a Gabriel le encantaría que dejara tanto trozo de espalda al descubierto. Sin caer en el mal gusto, por supuesto.
Se hizo una foto con el iPhone con él puesto y se la envió a su padre preguntándole qué le parecía. Éste respondió inmediatamente diciéndole que nunca había visto a una novia más hermosa.
Tom le pidió que le pasara el teléfono a la dependienta y, sin que Julia llegara a enterarse en ningún momento del precio del vestido, se puso de acuerdo con la mujer para el modo de pago. Saber que le estaba comprando a su hija el vestido de boda de sus sueños lo ayudó a superar el hecho de no poder pagar el resto.
Tras despedirse de su padre, Julia pasó varias horas más en la tienda, comprando hasta completar el traje. Entre otras cosas, eligió un velo que le llegaba casi hasta los tobillos, unos zapatos de raso, de tacón pero con los que pudiera caminar sin caerse, y una capa de terciopelo blanco para protegerse del frío de Asís en enero. Con todo bien empaquetado, se fue a casa.
Dos semanas antes de la boda, Tom llamó a Julia para hacerle una pregunta importante.
—Sé que enviasteis las invitaciones hace tiempo, pero ¿habría sitio para una persona más?
—Por supuesto —respondió ella, sorprendida—. ¿Me he olvidado de invitar a algún primo lejano?
—No exactamente.

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—Entonces, ¿de quién se trata?
Él respiró hondo y contuvo el aliento.
—Papá, suéltalo de una vez. ¿A quién quieres que invite? —Julia cerró los ojos y rezó a los dioses de las hijas de padres sin pareja para que intercedieran por ella y no permitieran que Deb Lundy asistiera a su boda. O, peor aún, que volviera a salir con su padre.
—A Diane.
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Qué Diane?
—Diane Stewart.
—¿La del restaurante Kinfolks?
—Exacto.
La concisa respuesta de su padre le dio a Julia toda la información que necesitaba.
Permaneció unos momentos en silencio, mientras se recuperaba de la impresión.
—Jules, ¿sigues ahí?
—Sí, estoy aquí. Claro... sí... por supuesto. La añado a la lista de invitados. ¿Podría decirse que es... esto... tu amiga especial?
Tom respondió al cabo de unos segundos...
—Sí, podría decirse.
—Ajá.
Su padre cortó la conversación en seguida y Julia se quedó mirando el teléfono, preguntándose qué plato combinado especial sería el responsable de aquel nuevo romance.
«El de pastel de carne seguro que no», pensó.

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El 21 de enero, Tom paseaba nervioso justo a la entrada de la basílica de Asís. Que su hija y sus damas de honor llegaran tarde no lo ayudaba a tranquilizarse. Se tiró una vez más de la pajarita para arreglársela y siguió esperando. En ese momento, una visión vestida de organza y cubierta de terciopelo blanco hizo su aparición como una nube radiante.
Tom se quedó sin habla.
—Papá —musitó Julia, acercándose a él con una sonrisa nerviosa.
Tammy y Rachel la ayudaron a quitarse la capa y a recolocarse la falda, desplegando la cola a su espalda. Luego, Christina, la organizadora de bodas que nunca se alejaba demasiado, les entregó a Rachel y a Tammy sus ramos, que eran una mezcla de lirios y rosas blancas, a conjunto con el color de los vestidos, de un lila intenso.
—Estás muy guapa —le dijo Tom finalmente, dándole un tímido beso a través del velo.
—Gracias. —Ruborizándose, Julia bajó la vista hasta su ramo, que consistía en dos docenas de rosas blancas y unas ramitas de acebo.
—¿Podéis darnos un minuto? —les preguntó Tom a las damas de honor.
—Por supuesto.
Christina se llevó a Rachel y a Tammy y las situó a la entrada de la basílica. Luego le indicó al organista que estaban a punto de hacer su entrada.
—Me gusta tu collar —dijo Tom, nervioso.
Julia se llevó la mano a las perlas que le adornaban el cuello.
—Era de Grace.
Tras tocarse los pendientes de diamantes, decidió que no hacía falta explicarle su origen.
—Me pregunto qué opinaría de que te casaras con su hijo.
—Quiero pensar que la haría feliz. Me gusta imaginarme que nos está mirando desde arriba, sonriendo.
Su padre asintió y se metió las manos en los bolsillos del esmoquin.
—Me alegro de que me pidieras que te llevara al altar.
Julia lo miró sorprendida.
—No iba a casarme sin ti, papá.
Él carraspeó, arrastrando los zapatos alquilados a un lado y a otro.
—No debí haberte hecho volver con Sharon. Tendrías que haberte quedado conmigo —dijo, con la voz rota.
—Papá —susurró Julia, empezando a llorar.
Él la abrazó con fuerza, tratando de decirle con su abrazo lo que no sabía decir con palabras.
—Te perdoné hace mucho tiempo. No hace falta que volvamos a hablar del tema. —Ella se separó para mirarlo a los ojos—. Me alegro de que estés aquí. Y me alegro de que seas mi padre.
—Jules. —Tom carraspeó otra vez para aclararse la voz—. Eres una buena chica.
Al volverse hacia el largo pasillo que llevaba al altar, Tom vio que Gabriel esperaba junto a su hermano y su cuñado. Los tres hombres iban vestidos con esmoquin de Armani negro y camisa blanca inmaculada. Aunque Gabriel quería que llevaran

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pajarita, Scott y Aaron habían preferido ir con corbata, ya que, según ellos, las pajaritas eran cosa de viejos, miembros de las juventudes del Partido Republicano o profesores universitarios.
—¿Estás segura? Si tienes dudas, paro un taxi y nos volvemos a casa —preguntó.
Julia le apretó la mano.
—Estoy segura. Gabriel no es perfecto, pero es perfecto para mí. Somos el uno para el otro.
—Le dije que esperaba que cuidara de mi niña. Que si no estaba dispuesto a hacerlo, tendríamos un problema. Me contestó que si algún día dejaba de tratarte como a una reina, fuera a buscarlo y le pegara un tiro. —Tom sonrió—. Le dije que me parecía buena idea. ¿Estás lista?
Ella respiró hondo.
—Sí.
—Pues vamos allá. —Ofreciéndole el brazo, asintió con la cabeza para indicarles a las damas de honor que podían abrir la comitiva al sonido de la música de Johann Sebastian Bach.
Cuando Julia y Tom echaron a andar, la música cambió y empezó a sonar otra pieza del mismo compositor.
Gabriel captó la mirada de Julia desde la distancia y el rostro se le iluminó con una amplia sonrisa. El sol de enero se colaba por las puertas de la basílica, iluminando a la novia desde atrás. Parecía como si un halo de luz la rodeara.
Gabriel no podía parar de sonreír. Sonrió durante toda la ceremonia, incluso mientras juraba respetar a su esposa y durante la actuación de la soprano que interpretó Despertad, la voz nos llama, de Bach y Exultate, jubilate, de Mozart.
Tras la ceremonia, sujetó el velo de Julia con dedos temblorosos y se lo levantó despacio. Con los pulgares, le secó las lágrimas de felicidad que le rodaban por las mejillas, y la besó. Fue un beso suave y casto, pero lleno de promesas. Luego fueron a la parte inferior de la basílica para visitar la cripta.
No lo habían previsto, pero sin ponerse de acuerdo, se dieron la mano y se encontraron dirigiéndose a la tumba de san Francisco.
En aquel lugar tranquilo y oscuro donde Gabriel había tenido su inefable experiencia meses atrás, se arrodillaron y rezaron. Ambos dieron gracias, cada uno por tener al otro en su vida y por las numerosas bendiciones que habían recibido. Gabriel dio también las gracias por Maia y por Grace, por su padre y sus hermanos.
Cuando se levantó para encender una vela, ambos pidieron una última bendición. Un último pequeño milagro. Al acabar sus oraciones, una extraña paz se había adueñado de sus almas, envolviéndolas como una manta.
—No llores, dulce niña. —Gabriel le ofreció la mano a Julia para ayudarla a levantarse. Le secó las lágrimas antes de besarla—. Por favor, no llores.
—No puedo evitarlo. Soy tan feliz... —dijo ella, con los ojos brillantes y una sonrisa temblorosa—. Te quiero tanto...
—Yo siento lo mismo. No dejo de preguntarme cómo ha podido pasar. Cómo es posible que te reencontrara y te convenciera de que fueras mi esposa.
—El cielo nos sonrió.
Se puso de puntillas para besar a su esposo junto a la tumba de san Francisco sin ninguna vergüenza, porque sabía que las palabras que acababa de pronunciar eran verdad.

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Esa misma noche, vestidos ya con la ropa que habían elegido para emprender su luna de miel —un traje oscuro para Gabriel y un vestido lila para Julia—, viajaban en el coche con chófer que habían alquilado.
Cuando el vehículo se detuvo frente a una casa cercana a Todi, Julia vio que se trataba de la misma casa que Gabriel había alquilado cuando viajaron a Italia hacía poco más de un año.
—Nuestra casa —susurró ella, al darse cuenta.
—Sí. —Él le besó el dorso de la mano antes de ayudarla a bajar del coche. Y luego, levantándola del suelo, cruzó el umbral con ella en brazos.
»¿Te gusta que hayamos venido aquí? Pensé que te apetecería que pasáramos unos días tranquilos, pero si lo prefieres podemos ir a Venecia o a Roma. Iremos a donde tú quieras —dijo, dejándola en el suelo.
—Es perfecto. Me encanta que hayas pensado en este lugar.
Julia le rodeó el cuello con los brazos.
Un rato más tarde, Gabriel se separó un poco de ella.
—Voy a subir el equipaje. ¿Tienes hambre?
Ella se echó a reír.
—Si me ponen algo delante, me lo comeré.
—¿Por qué no vas a echar un vistazo a la cocina, a ver si encuentras algo tentador? En seguida me reuniré contigo.
—Lo único que podría tentarme —comentó Julia con una sonrisa traviesa— sería verte a ti sentado a la mesa de la cocina.
Sus sensuales palabras hicieron que Gabriel recordara su anterior visita a la casa, cuando habían usado aquella mesa varias veces y no precisamente para amasar pan. Con un gruñido ronco, subió el equipaje a toda prisa, como si alguien lo estuviera persiguiendo.
En la cocina, Julia comprobó que la despensa estaba totalmente equipada, igual que la nevera. Se echó a reír al ver varias botellas de zumo de arándanos alineadas sobre la encimera, como si la estuvieran esperando. Acababa de abrir una botella de Perrier y de preparar un plato con trozos de queso, cuando Gabriel regresó. Al entrar corriendo en la cocina, le pareció mucho más joven, casi un niño, con los ojos brillantes y una expresión radiante.
—Tiene un aspecto delicioso. Gracias —dijo, sentándose a su lado y echando una insinuante mirada hacia la mesa—. Aunque creo que prefiero usar la cama las primeras veces.
Julia se ruborizó.
—Esta mesa me trae muy buenos recuerdos.
—A mí también, pero tenemos todo el tiempo del mundo para fabricar nuevos recuerdos. Algunos incluso mejores. —La miró con deseo.
Ella sintió un cosquilleo en el vientre.
—¿La boda ha sido tal como te la imaginabas? —preguntó él, ansioso, mientras llenaba dos vasos de agua.
—Mucho mejor. La misa, la música... casarnos en la basílica ha sido increíble. Se siente una paz tan especial allí...
Gabriel asintió. Sabía a qué se refería.

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—Me alegro de que sólo invitáramos a la familia y a los amigos más íntimos. Siento no haber podido hablar más rato con Katherine Picton, pero he visto que tú bailabas con ella. ¡Dos veces! —Julia se hizo la ofendida.
Él le siguió la broma, alzando las cejas.
—¿De verdad he bailado con ella dos veces? Es impresionante para una septuagenaria. ¿Cómo habrá podido seguirme el ritmo?
Julia puso los ojos en blanco. Gabriel era único usando palabras que nadie más usaba.
—Tú has bailado dos veces con Richard, señora Emerson. Supongo que estamos empatados.
—Ahora es mi padre también. Y es un excelente bailarín. Muy elegante.
—¿Mejor que yo? —Gabriel fingió estar celoso.
—Nadie es mejor que tú, querido. —Julia se inclinó sobre él para borrarle el falso enfado con un beso—. ¿Crees que volverá a casarse alguna vez?
—No.
—¿Por qué no?
Él le cogió la mano y le acarició los nudillos uno a uno.
—Porque Grace era su Beatriz. Cuando has conocido un amor como ése, cualquier otro parece una sombra del original. —Sonrió con melancolía—. Curiosamente, en el libro favorito de Grace, A Severe Mercy, aparecía la misma idea. Sheldon Vanauken no volvió a casarse tras la muerte de su esposa.
»Dante perdió a Beatriz cuando ella tenía veinticuatro años y pasó el resto de su existencia llorando su muerte. Si yo te perdiera, me pasaría lo mismo. Nunca habrá nadie que ocupe tu lugar. Nunca —recalcó Gabriel, con una mirada fiera pero cariñosa al mismo tiempo.
—Me pregunto si mi padre volverá a casarse.
—¿Te molestaría que lo hiciera?
Ella se encogió de hombros.
—No. Tardaría un poco en acostumbrarme, supongo, pero no. Me alegro de que esté saliendo con alguien amable. Quiero que sea feliz. Me gustaría que pudiera envejecer al lado de alguien que lo trate bien.
—Yo quiero envejecer a tu lado —dijo Gabriel—. No cabe duda de que eres amable.
—Yo también quiero envejecer a tu lado.
Marido y mujer intercambiaron una mirada y siguieron comiendo en silencio. Cuando acabaron, Gabriel le tendió la mano.
—Todavía no te he dado los regalos de boda.
Al tomarle la mano, Julia le tocó el anillo.
—Pensaba que los regalos eran los anillos y las inscripciones que llevan: «Yo soy de mi Amado y mi Amado es mío».
—Hay más cosas. —Gabriel la llevó hasta la chimenea y se detuvo delante.
Al entrar en la casa, Julia no se había fijado en que habían cambiado el cuadro que colgaba sobre la repisa. Su lugar lo ocupaba ahora una impresionante pintura al óleo de un hombre y una mujer unidos en un abrazo apasionado.
Dio un paso adelante con la vista clavada en el cuadro, como hipnotizada.
La figura masculina y la femenina se estaban abrazando. El hombre estaba desnudo hasta la cintura y se lo veía ligeramente más abajo que la mujer, como si estuviera de rodillas, con la cabeza apoyada en el regazo de ella, que estaba inclinada hacia adelante, desnuda, a excepción de lo que parecía ser una sábana arrugada, agarrando con fuerza la espalda y el costado del hombre y apoyando la cabeza entre sus

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omóplatos. Lo cierto era que costaba distinguir dónde empezaba el uno y terminaba el otro. Estaban tan unidos que formaban una especie de círculo. La necesidad y la desesperación eran tan evidentes que casi saltaban del lienzo. Parecía que la pareja acabara de reencontrarse tras una larga ausencia o como si acabaran de reconciliarse tras una discusión.
—Somos nosotros —susurró Julia, parpadeando sorprendida.
La cara del hombre quedaba parcialmente oculta, apoyada en el regazo de ella, la boca apretada contra su muslo, pero no cabía duda: era la cara de Gabriel. Igual que la cara de la mujer era la cara de Julia, vuelta hacia el espectador con los ojos cerrados de felicidad y una sonrisa tímida en los labios. Parecía feliz.
—¿Cómo lo has hecho?
Él se le acercó por detrás y le rodeó los hombros con los brazos.
—Yo posé para el cuadro y para tu parte, le di fotografías al artista.
—¿Fotografías?
Él la besó en el cuello.
—¿No reconoces esa postura? ¿Recuerdas las fotos que hicimos en Belice? Las de la mañana siguiente a la noche en que te pusiste el corsé por primera vez... Estabas tumbada en la cama y...
Ella abrió mucho los ojos al recordar el momento.
—¿Te gusta? —Gabriel sonaba extrañamente inseguro—. Quería algo... personal para celebrar nuestra boda.
—Me encanta. Sólo me ha sorprendido.
Él se relajó.
—Gracias. —Julia le cogió la mano y le dio un beso en la palma—. Es un regalo precioso.
—Me alegro de que te guste. Aún queda otra cosilla. —Acercándose a la repisa de la chimenea, cogió una manzana dorada que no era la primera vez que ella veía.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Julia con una sonrisa.
—Ábrela, señora Emerson.
Ella levantó la parte de arriba y dentro encontró una llave antigua.
—¿Una llave mágica? —preguntó, mirando a Gabriel sin comprender—. ¿Es la llave de algún jardín secreto? ¿Del armario que lleva a Narnia?
—Muy graciosa. Ven conmigo. —La agarró por la muñeca y no pudo resistir darle un largo beso en la parte interna, como si le costara separarse.
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás.
Salieron por la puerta principal y Gabriel la cerró tras ellos. Entonces se quedaron quietos en el porche, sumidos en la oscuridad que sólo rompían las luces de la fachada.
—Prueba la llave.
—¿Qué? ¿Aquí?
—Pruébala. —Gabriel se balanceó sobre los talones, sin poder ocultar su nerviosismo.
Julia metió la llave en la cerradura y la hizo girar. Oyó el clic y un segundo después la puerta se abrió.
—Gracias por aceptar ser mi esposa —susurró él—. Bienvenida a tu casa.
Ella lo miró, incrédula.
—Aquí fuimos felices —dijo Gabriel en voz baja—. Quería que tuviéramos un lugar donde poder refugiarnos de vez en cuando. Un lugar lleno de buenos recuerdos. —Acariciándole el brazo con suavidad, añadió—: Podemos venir a pasar las vacaciones

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cuando no vayamos a Selinsgrove. Incluso podrías venir aquí a escribir tu tesis si quisieras. Aunque no creo que pueda soportar estar apartado de ti ni un día más.
Julia lo besó, dándole las gracias una y otra vez por sus generosos regalos. Y allí permanecieron varios minutos, disfrutando del tacto del otro, con el pulso cada vez más acelerado.

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Sin parar de besarla en ningún momento, Gabriel la cogió en brazos y la llevó al dormitorio, en el piso de arriba. Una vez allí, la dejó en el suelo y le hizo dar varias vueltas, admirando el vuelo de la falda del vestido lila, que giraba a su alrededor.
—Creo que te debo algo.
—¿Ah, sí? —preguntó Julia entre risas—. ¿De qué se trata?
Él la abrazó desde atrás.
—Sexo de reconciliación —le musitó al oído.
El sugerente susurro la hizo estremecer.
Gabriel le acarició los brazos.
—¿Tienes frío?
—No, no es frío. Es excitación.
—Excelente. —Le echó el pelo a un lado y empezó a cubrirle el cuello de besos—. Para tu información, tengo que hacerme perdonar un montón de cosas. Me temo que me va a llevar toda la noche.
—¿Toda la noche? —repitió ella, con voz ronca.
—Eso me temo. Y a lo mejor me ocupa también parte de la mañana.
Julia empezó a derretirse entre sus brazos. Gabriel siguió besándole el cuello y descendiendo hasta el hombro antes de apartarse.
—Mientras te preparas para acostarte, quiero que pienses en todas las maneras en las que voy a darte placer esta noche. —Le guiñó un ojo, acariciándole el cuello de arriba abajo con un dedo antes de soltarla.
Julia sacó sus cosas de la maleta y desapareció en el cuarto de baño. Cuando había ido a comprar lo que se iba a poner en su noche de bodas, se había sentido insegura. ¿Qué podía comprar que él no hubiera visto ya?
En una diminuta tienda de la calle Newbury, encontró exactamente lo que buscaba. Un camisón largo de seda, muy escotado y de color rojo intenso, como el Merlot. Lo que la acabó de decidir fue la espalda, adornada con cintas que se entrecruzaban, dejándosela al descubierto hasta niveles casi indecentes. Lo eligió sabiendo que a Gabriel le encantaría deshacer las cintas. Le gustaba desarmarla, en todos los sentidos.
Se dejó el pelo recogido y se puso una pizca de brillo en los labios antes de calzarse los zapatos de tacón negros que había comprado para la luna de miel.
Al abrir la puerta del baño, se encontró a Gabriel esperándola.
El dormitorio estaba iluminado por la suave luz de las velas, olía a sándalo y no faltaba la música. La canción que sonaba no formaba parte de la lista de reproducción que habían escuchado durante su anterior visita, pero también le gustaba.
Él se acercó. Seguía llevando los pantalones y la camisa blanca, pero se la había desabrochado casi hasta la cintura y se había quitado los zapatos y los calcetines. Le ofreció la mano y ella la aceptó, uniéndose a él en un abrazo.
—Eres exquisita —susurró, acariciándole la espalda con las manos temblorosas de deseo—. Casi me había olvidado de lo preciosa que eres a la luz de las velas. Casi, pero no del todo.
Ella sonrió, con la cara pegada a su pecho.
—¿Puedo? —preguntó Gabriel, señalando su pelo recogido y ella asintió.
Un hombre corriente le habría quitado todas las horquillas a la vez,

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apresuradamente, siempre y cuando hubiera sido capaz de encontrarlas, pero él no era un hombre corriente.
Muy lentamente, le pasó sus largos dedos por el pelo hasta que encontró una horquilla. Se la quitó con delicadeza, liberando un mechón. Y luego repitió el proceso hasta que toda su cabellera cayó como olas del mar sobre sus hombros pálidos. A esas alturas, el cuerpo de Julia vibraba de deseo.
Sujetándole la cara entre las manos, Gabriel la miró fijamente a los ojos.
—Dime lo que deseas. La noche es tuya. Puedes ordenarme lo que quieras.
—No quiero ordenarte nada —respondió ella, besándolo en los labios—. Sólo quiero que me demuestres que me amas.
—Julianne, te quiero con los cuatro tipos de amor. Pero esta noche es una celebración del eros.
Le cubrió los hombros de ardientes besos antes de ponerse a su espalda y acariciarle la piel entre las cintas.
—Gracias por tu regalo.
—¿Mi regalo?
—Tu cuerpo, seductoramente envuelto, sólo para mis ojos. —La miró de arriba abajo hasta llegar a sus pies—. Y gracias por los zapatos. Después de un día tan largo, deben de dolerte los pies.
—No me había dado cuenta.
—¿Cómo es posible?
—Porque en lo único que puedo pensar es en hacerte el amor.
—Llevo días sin pensar en nada más. Meses. —Inspirando hondo, le acarició los brazos arriba y abajo—. Soy el único hombre que te ha visto desnuda en toda tu gloria y que conoce los sonidos que haces cuando el placer se apodera de ti. Tu cuerpo me reconoce, Julianne. Conoce mi tacto.
Deshizo el primer lazo, empezando por la parte de abajo. Las cintas de raso se deslizaban por sus dedos temblorosos.
—¿Estás nerviosa? —La sujetó por la barbilla y le hizo volver la cara de perfil.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Nos lo tomaremos con calma. Las actividades más... vigorosas ya vendrán luego, cuando nuestros cuerpos hayan tenido tiempo para reconocerse.
Gabriel señaló una pared desnuda con la nariz y Julia sintió que le aumentaba la temperatura.
Lentamente, él acabó de desatar todas las cintas, dejándole la espalda al descubierto. Apoyándole las manos en los hombros, se la acarició de arriba abajo varias veces con las manos abiertas.
—Ardo de deseo por ti. Llevo meses esperando para llevarte a la cama.
Agarrándola por los hombros, la volvió y, sin previo aviso, le quitó el camisón, dejando caer los tirantes a lado y lado. Con la vista, Gabriel siguió la caída de la prenda, hasta que quedó convertida en un charco de seda color vino a sus pies.
Julia estaba desnuda ante él, con los brazos a los costados.
—Magnífica —murmuró, devorando con los ojos cada centímetro de su piel.
Demasiada lentitud para ella, que harta de ser el centro de atención, acabó de desabrocharle los botones de la camisa y se la quitó. Tras besarle el tatuaje, le mordisqueó los pectorales antes de despojarlo de los pantalones.
Pronto Gabriel estuvo tan desnudo como ella, sin ninguna prenda de ropa tras la que ocultar su erección. Se inclinó hacia Julia para besarla, pero ella lo detuvo.
Con manos ávidas, le acarició el pelo antes de descender por la cara y explorarle el cuerpo con dedos y los labios. Nada se libró de su exploración: la cara, la boca, la

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mandíbula, los hombros, el pecho, los abdominales, los brazos, las piernas y...
Gabriel le sujetó la muñeca un instante antes de que Julia pudiera rodearle el miembro con la mano. Tiró de ella, pegándola a su cuerpo y empezó a susurrar palabras dulces contra sus labios. Eran palabras de devoción en italiano, que Julia pronto reconoció, ya que habían salido de la pluma de Dante.
Cogiéndola en brazos, la depositó sentada sobre la cama, grande, con dosel. Una vez Julia estuvo en el borde de la misma, Gabriel se arrodilló ante ella.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó, con los ojos turbios de pasión, mientras le acariciaba el vientre y los muslos—. Dímelo.
Julia inspiró hondo y negó con la cabeza.
—¿Empiezo por aquí?
Gabriel se inclinó y le rozó los labios suavemente con la lengua.
—¿O por aquí?
Le acarició los pechos antes de llevárselos a la boca, lamiéndolos y torturándolos con sus caricias.
Cerrando los ojos, Julia contuvo la respiración.
—¿Preferirías que empezara por aquí? —Le resiguió el ombligo con un dedo antes de cubrirle el vientre de besos.
Ella gimió y lo agarró con fuerza del pelo.
—Sólo te quiero a ti.
—Entonces, tómame.
Julia lo besó y Gabriel respondió disfrutando de su boca lánguidamente. Cuando notó que el pulso de ella se aceleraba, le cogió un pie y le quitó el zapato.
—¿No quieres que me los deje puestos? Los compré especialmente para esta noche.
—Dejémoslos para luego, para cuando estrenemos la pared —respondió él, con voz ronca.
Tras quitarle los zapatos, dedicó unos instantes a masajearle cada pie, dedicando especial atención a los arcos. Luego la empujó hacia el centro de la cama y se tumbó a su lado.
—¿Confías en mí?
—Sí.
La besó dulcemente en los labios.
—Llevo mucho tiempo esperando oírte decir eso, sabiendo que es cierto.
—Claro que es cierto. El pasado, pasado está.
—En ese caso, recuperemos el tiempo perdido.
Con infinita ternura, Gabriel usó las manos para acariciarla y excitarla con caricias expertas y apasionadas. Su boca se unió al sensual asalto, mordisqueando y succionando al ritmo de sus suspiros. Se sentía el corazón henchido de satisfacción al oír sus exclamaciones de placer y ver cómo se sacudía de un lado a otro por efecto de sus caricias.
Cuando ella le acarició la espalda y le apretó las nalgas con las manos, Gabriel la cubrió con su cuerpo.
Mirándola a los ojos, le susurró versos del Cantar de los Cantares:
—¡Amada mía, qué hermosa eres! Palomas son tus ojos... tus labios, un hilo escarlata, tu boca es tan bella...
Julia lo interrumpió con un beso.
—No me hagas esperar.
—¿Me estás invitando a entrar en tu cuerpo?
Sintiendo que la recorría una oleada de calor, ella asintió.

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—Mi esposo.
—Mi ángel de ojos castaños.
La lengua de Gabriel se entrelazó con la de ella mientras sus cuerpos se convertían en uno, fundiéndose, ahogando sus suspiros y gemidos en la boca del otro.
Gabriel fue despacio al principio, como olas rompiendo contra la orilla en un día tranquilo. No tenía prisa. Quería que aquella experiencia durara para siempre, ya que, mientras miraba los ojos llenos de amor de su esposa, se dio cuenta de que sus anteriores experiencias, por muy excitantes que hubieran sido, palidecían comparadas con la sublime conexión que estaban viviendo.
Julia era carne de su carne. Era su esposa y su alma gemela y lo único que Gabriel deseaba en la vida era hacerla feliz. La adoración que sentía por ella lo consumía.
Con un dedo, Julia le acarició las cejas, que se le habían fruncido de concentración.
—Me encanta esa expresión —comentó ella.
—¿Qué expresión?
—Los ojos cerrados, el cejo fruncido, los labios apretados... Sólo la tienes cuando estás a punto de... llegar.
Él abrió los ojos y ella vio que le brillaban, traviesos.
—¿Ah, sí, señora Emerson?
—La echaba de menos. Es una expresión muy sexy.
—Me halagas. —Gabriel sonaba tímido.
—Me gustaría tener un cuadro o una fotografía de tu cara en esos momentos.
Él frunció el cejo, juguetón.
—Una fotografía como ésa sería un escándalo.
Julia se echó a reír.
—Dice el hombre que tenía su dormitorio decorado con fotografías de sí mismo, desnudo.
—Los únicos desnudos que me interesan a partir de ahora son los de mi exquisita esposa.
Incrementó el ritmo de las embestidas, tomándola por sorpresa.
Julia gimió de placer y él enterró la cara en su cuello.
—Eres tan tentadora... Tu pelo, tu piel... son irresistibles.
—Tu amor me hace hermosa.
—Pues déjame que te ame siempre.
Ella arqueó la espalda.
—Sí, ámame siempre. Por favor.
Gabriel aceleró el ritmo, besándole el cuello y succionándoselo con delicadeza.
Julia respondió agarrándolo con fuerza por las caderas, apretándolo contra su cuerpo.
—Abre los ojos —jadeó él, moviéndose aún más de prisa.
Al hacerlo, Julia vio que los de su esposo la miraban con pasión, pero también con amor sincero.
—Te quiero —dijo ella, antes de cerrar los ojos de nuevo, cuando las sensaciones fueron demasiado intensas.
Gabriel volvió a fruncir las cejas, pero esta vez logró mantener los ojos abiertos.
—Te quiero —susurró, repitiendo las palabras con cada movimiento, con cada roce de la piel sobre la piel, hasta que ambos estuvieron quietos y saciados.

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58
Justo antes del amanecer, Julia se despertó sobresaltada.
Su guapo esposo estaba a su lado, con expresión relajada mientras dormía. Parecía más joven. Le recordó al Gabriel que había conocido en el porche de Grace. Le resiguió con el dedo las cejas y la barba de un día, sintiendo un gran amor y una gran satisfacción en su interior.
Se levantó, ya que no quería molestarlo. Encontró la camisa de él en el suelo y se la puso antes de salir a la terraza.
Se adivinaba un atisbo de luz en el horizonte, sobre las colinas ondulantes del paisaje de Umbría. El aire era frío, demasiado frío para estar en la terraza, a no ser que se estuviera dentro del jacuzzi, pero la vista era espectacular y Julia no podía apartarse. Necesitaba beber de su belleza. Igual que necesitaba un momento de intimidad. A solas.
Mientras crecía, Julia se había sentido siempre indigna. Consideraba que no merecía ver sus deseos satisfechos ni tampoco ser amada. Pero ya no se sentía así. Una oración de gratitud brotó de su alma, elevándose hacia el cielo.
Gabriel alargó la mano hacia Julia, pero encontró la cama vacía. Exhausto por la agotadora actividad de las últimas horas, tardó unos instantes en despertarse del todo. Habían hecho el amor varias veces y se habían turnado adorándose mutuamente con la boca y las manos.
Sonrió. Todos los miedos y ansiedades de Julia parecían haberse desvanecido. ¿Sería porque ahora estaban casados? ¿O porque habían pasado juntos el tiempo suficiente y se había convencido de que no volvería a hacerle daño?
No lo sabía. Pero estaba satisfecho porque ella estaba satisfecha. Se había entregado a él con una seguridad y una confianza que antes habrían sido impensables y él valoraba su entrega como lo que era: un regalo nacido del amor y la confianza absoluta.
Sin embargo, despertarse y encontrar la cama vacía lo ponía nervioso. Así que, en vez de quedarse allí tumbado, dándole vueltas al asunto, se levantó en busca de su amada. No le costó mucho encontrarla.
—¿Estás bien? —le preguntó, saliendo a la terraza.
—Maravillosamente. Soy feliz.
—Pillarás una pulmonía —la reprendió Gabriel, quitándose el albornoz y cubriéndola con él.
Cuando se volvió para darle las gracias, vio que estaba desnudo.
—Tú también.
Él se echó a reír y, abriendo el albornoz, la abrazó para que los abrigara a los dos. Julia suspiró. Sentir sus cuerpos pegados y desnudos era algo muy agradable.
—¿Fue todo de tu agrado anoche? —preguntó Gabriel, frotándole la espalda por encima de la tela.
—¿No lo notaste?
—No hablamos demasiado, como recordarás. Tal vez querrías haber podido irte a dormir antes. Ya sé que teníamos que ponernos al día, pero...
—Me falta un poco de práctica, y estoy agotada, pero me encanta —lo interrumpió ella, ruborizándose—. Anoche fue aún mejor que nuestra primera noche juntos. Y, ciertamente, tal como dijiste, todo fue más vigoroso.
Él se echó a reír.

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—Estoy de acuerdo.
—Hemos vivido muchas cosas. Siento que nuestra conexión es más profunda —dijo ella, acariciándole el hombro con la nariz—. Y ya no tengo miedo de que desaparezcas.
—Soy tuyo —susurró Gabriel—. Y yo también siento la conexión. La necesitaba. Y te la mereces. Cuando te toco, cuando te miro a los ojos, veo nuestro pasado y nuestro futuro. —Hizo una pausa y le alzó la barbilla para verla mejor—. Es impresionante.
Julia le dio un beso en los labios antes de acurrucarse contra su pecho.
—Pasé demasiado tiempo en las sombras. —La voz de él temblaba de emoción—. Tengo tantas ganas de vivir en la luz. A tu lado.
Ella le sujetó la cara entre ambas manos, obligándolo a mirarla.
—Ya estamos en la luz. Y te quiero.
—Y yo te quiero a ti, Julianne. Soy tuyo en esta vida y en la siguiente.

Besándola en los labios una vez más, Gabriel la llevó de vuelta al dormitorio. 


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