Capítulo 25
Podría acostumbrarme a esto sin problemas. A
dormir hasta tarde todas las mañanas y desperezarme
tranquilamente, a sentir la brisa sobre mi
cuerpo desnudo y a pasearme por el porche para observar a
mi dios en la distancia, corriendo por la curva
bahía. Podría prepararle el desayuno, a pesar de que
detesto profundamente cocinar, y podría sentarme
desnuda a la mesa mientras él lo devora con
constantes gemidos de aprobación antes de hundir
el dedo en el tarro de mantequilla de cacahuete
que estoy segura de que ha traído él, porque es
de la marca Sun-Pat. Podría abrir la boca cuando me
lo ordenara para dejar que me alimente, y podría
estirar el brazo para acariciarle el torso desnudo y
bronceado simplemente porque me apetece hacerlo.
Podría mojar la silla cuando me guiña el ojo, me
coloca sobre su regazo, me devora la boca y
continúa desayunando con una mano mientras me
sostiene con la otra, ofreciéndome de vez en
cuando bocaditos de salmón con el tenedor. Podría
ponerme el biquini en la privacidad del Paraíso
sin recibir miradas de espanto ni exigencias de que
me pusiese algo que me tapara más, y nadar
tranquilamente en la piscina fresca y gigante de la villa.
Podría dejar que me sacara cogiéndome de la mano
y que me secara; que me envolviera en la toalla y
me llevara hasta la ducha para enjabonarme y
mimarme de todas las maneras posibles. Mimarme... y
algo más. Sí, sin duda podría acostumbrarme a
esto perfectamente.
Es nuestro último día en el Paraíso, y me siento
un poco triste, a pesar de mi tremendo estado de
felicidad. Es nuestro último día de poder
disfrutar en soledad el uno del otro, sin distracciones y sin
los problemas que nos esperan en Londres a
nuestro regreso.
Estoy sentada en la cama, con bolas de papel
higiénico entre los dedos de los pies y un frasco
de pintaúñas rosa intenso en la mano. Ya es
mediodía. Nos hemos pasado toda la mañana llevando a
cabo nuestra normalidad, y ahora me estoy
preparando para pasar la tarde en el puerto y una cena al
anochecer. No quiero volver a casa. Quiero
quedarme en el Paraíso eternamente, solos Jesse y yo.
—Creía que habíamos quedado en que ya no ibas a
pintarte más las uñas ni a beber whisky.
Levanto la vista y veo a Jesse realizando la
mundana tarea de frotarse su masa de pelo rubio
ceniza con una toalla húmeda, pero no tiene nada
de mundano cuando es él quien lo hace. Nada de lo
que hace este hombre es corriente ni ordinario.
Me reclino sobre mi almohada y disfruto de la
deliciosa escena. Está desnudo, y yo babeando.
—Tengo que pintarme las uñas de los pies. —Agito
el bote y desenrosco el tapón—. No
tardaré, las manos ya las tengo hechas —digo, y
le muestro las uñas de los dedos ya secas pintadas
de rosa.
Se pasea hacia mí, desnudo, bronceado y con paso
decidido, y gatea por la cama hasta que está
de rodillas delante de mis pies.
—Déjame a mí. —Se coloca la toalla sobre los
muslos, me coge el pie y lo apoya sobre la tela
de algodón blanco.
—¿Quieres pintarme las uñas? —pregunto divertida
ante la idea de que mi masculino marido
quiera realizar una tarea tan propia de chicas.
Me dirige una mirada de indiferencia para mostrar
claramente que no le importa mimar a su esposa
hasta ese extremo.
Me quita el pintaúñas de las manos y me recoloca
el pie delante de él para desempeñar la labor
que se ha autoasignado.
—Será mejor que vaya practicando —me informa,
muy serio—. Pronto no llegarás.
Por acto reflejo, mi pierna sale despedida y lo
golpeo en todo el estómago, pero no consigo el
efecto deseado. Él sonríe y vuelve a colocarme
bien el pie.
—No quiero volver a casa —digo.
—Yo tampoco, nena. —No parece sorprenderlo
oírmelo decir, como si me hubiera leído la
mente, o porque claramente está pensando lo
mismo que yo. Desliza el pincel por el centro de mi
dedo gordo y después por los lados.
—¿Cuándo podremos volver aquí? —pregunto, y
observo cómo arruga la frente concentrado.
Eso me hace sonreír, y olvido momentáneamente
mis deprimentes pensamientos.
—Podemos volver siempre que quieras. Sólo tienes
que decirlo y te meteré en ese avión. —Me
limpia con el dedo la base de la uña y se aparta
para observar su trabajo. No está mal, teniendo en
cuenta lo grandes que son sus manos y lo
minúsculo que es el pincel. Me mira— . ¿Lo has pasado
bien? —pregunta sonriendo. Sabe perfectamente
que sí, sobre todo porque acabo de decirle que no
quiero irme.
—Es el paraíso —respondo, y apoyo la cabeza
hacia atrás—. Continúa —digo señalando con la
cabeza mi pie en su regazo.
Me mira con el ceño fruncido de broma.
—Sí, mi ama.
—Buen chico. —Suspiro vagamente y me relajo
sobre la almohada—. ¿Qué pasará cuando
lleguemos a casa?
Continúa pintándome las uñas sin darle a mi
pregunta la importancia que merece. Hay que hacer
algo, y a ser posible tiene que hacerlo la
policía, no Steve. Aunque agradezco que Jesse me haya
sacado del país unos días, sé que en parte lo ha
hecho para mantener su propia cordura. No puede
esconderme en el Paraíso eternamente, aunque sé
que él no cree que su ambiciosa intención sea
irracional en absoluto, y si sigue comportándose
de esta manera tan alegre y relajada, yo tampoco lo
creeré. Estamos en el Paraíso, tengo que
acordarme de eso. Es porque me tiene sólo para él, sin
interrupciones ni problemas. Ésa es la única
razón por la que me encuentro tan feliz en el séptimo
cielo de Jesse. Regresar a Londres me sacará
inmediatamente de este estado, estoy segura.
—Lo que va a pasar es que vas a volver al
trabajo y vas a cumplir de una vez tu promesa de
poner a Patrick al tanto sobre Mikael. —Me mira
esperando mi asentimiento, pero me hago la sueca.
—¿Crees que fue Mikael quien te robó el coche?
—No tengo ni puta idea, Ava. —Me coloca el pie
sobre la cama y me coge el otro—. Estoy en
ello, así que no quiero que tu preciosa cabecita
se preocupe por eso.
—¿Qué significa que estás en ello? —No puedo
evitar la pregunta. Quiero saberlo porque algo
me dice que, como todo lo que hace Jesse, no
será de la manera convencional.
Tal y como esperaba, me lanza una mirada de
advertencia y sé que, si insisto, es posible que
salga del séptimo cielo de Jesse antes de volver
a Londres.
Aguanto su mirada de reproche durante unos
instantes, sin apartarla ni cambiar mi gesto
expectante, pero sé que no va a proporcionarme
una respuesta satisfactoria. Ya he aceptado ese
hecho, y también he decidido mentalmente que no
voy a buscarla.
—Fin de la historia —se limita a contestar, y sé
que es así.
Por lo tanto, me relajo y dejo que termine la
complicada tarea de pintarme las uñas de los pies
mientras agradezco en silencio sus atenciones y
el hecho de que esté agachado e incómodo para
realizar su trabajo con precisión, aunque a
pesar de la postura en su estómago no se forma ni un solo
michelín.
—Ya está —anuncia, y cierra el bote de
pintaúñas—. Hasta yo estoy sorprendido de mi obra
maestra —dice sin bromear.
Levanto el pie y me inclino para observarlo
esperando ver medio pie de color rosa, pero no. Al
parecer, también se le da de maravilla pintar
uñas, igual que todo lo demás, menos cocinar.
—No está mal —digo como si tal cosa, fingiendo
quitarme un poco de pintura del dedo que ni
siquiera está ahí.
—¿Cómo que no está mal? Lo he hecho mejor que
tú, señorita. —Se pone en pie—. Tienes
mucha suerte de tenerme.
Resoplo.
—¿Y tú no tienes suerte? —pregunto con
incredulidad. Menudo capullo arrogante.
—Yo tengo aún más suerte. —Me guiña el ojo y
dejo de sentirme ofendida al instante con un
suspiro.
—Vamos, señorita. Salgamos a explorar. —Se lo ve
con mucho más ánimo de salir hoy que
ayer, lo que demuestra que definitivamente
disfrutó amándome de otra manera.
Nos detenemos al salir de una rotonda ante un
control de seguridad para acceder al puerto. Jesse
baja la ventanilla, muestra una tarjeta de
plástico a la pantalla y las puertas se abren inmediatamente,
dejándonos pasar.
—¿Dónde estamos? —pregunto inclinándome hacia
adelante en mi asiento para mirar la
carretera.
—Esto es el puerto, nena. —Avanza a paso de
tortuga y gira hacia una zona peatonal. La gente
empieza a apartarse, sin prestar la menor
atención al DBS, cosa que me resulta bastante extraña, pero
pronto veo las decenas de cochazos que hay
aparcados más adelante. Y no hablo sólo de Mercedes o
BMW, sino de Bentley, Ferrari e incluso otro
Aston Martin. Son todo automóviles de millonarios.
Esta gente está acostumbrada a coches que
cuestan una pasta absurda. Las filas de vehículos pronto
dejan de ser el centro de mi atención cuando
diviso las hileras e hileras de botes. No, no son botes:
son yates.
—¡Joder! —susurro mientras Jesse estaciona en
una plaza de aparcamiento vacía y apaga el
motor.—
¡Ava, por favor, esa boca! —exhala, indignado.
Luego baja del coche y se acerca a mi lado.
Estoy pegada al asiento, fascinada por la
brillante blancura de las numerosas moles que flotan en el
puerto deportivo—. Sal.
Salgo con la mente ausente y con la ayuda de la
mano de Jesse mientras sigo con la mirada fija
en las embarcaciones. No sé qué decir. Pero
entonces se me ocurre algo.
—Por favor, no me digas que uno de ésos es tuyo.
—Lo miro con los ojos abiertos de par en
par. No sé de qué me sorprendo. Mi hombre está
podrido de pasta, pero ¿un yate?
Sonríe y se pone las gafas de sol.
—No, lo vendí hace muchos años.
—Pero ¿tenías uno?
—Sí, pero no tenía ni puta idea de navegar con
ese trasto. —Me coge de la mano y me aleja del
coche en dirección a un camino apartado de los
vehículos en movimiento.
—¿Y para qué te lo compraste? —pregunto,
mirándolo.
Él simplemente se encoge de hombros y señala el
mar.
—Por ahí está Marruecos.
Sigo la dirección que me indica pero sólo veo
agua. Está intentando distraerme para que deje de
hacer preguntas.
—Qué bonito —digo con tono sarcástico para que
sepa que sé lo que pretende. Estoy sacando
mis propias conclusiones sobre el Paraíso y
estos grandes yates pero, como ya me he recordado antes
a mí misma, el pasado de Jesse es exactamente
así.
—El sarcasmo no te pega, señorita. —Me cobija
bajo su brazo y empieza a mordisquearme la
oreja—. ¿Qué te apetece hacer?
—Vamos a perdernos.
—¿A perdernos?
—Sí, a dejarnos llevar. —Lo miro y veo su
expresión divertida—. A ver adónde nos llevan los
pies.
Me sonríe, casi fascinado.
—De acuerdo. Esto va a ser como lo de Camden.
—Exacto. Como lo de Camden, pero sin los
sex-shops —concluyo.
Se echa a reír.
—Bueno, hay muchos sex-shops por las calles
secundarias. ¿Quieres ir?
—No, gracias —gruño recordando el bailecito en
la barra que nos dedicó aquella loca
dominatrix vestida de cuero. Lanzo un grito ahogado para
mis adentros. Era como Sarah. Joder, era
igual que ella, pero sin el látigo, que había
sido sustituido por una barra. Puede que Sarah también
tenga una, quién sabe, pero lo que me acaba de
venir a la cabeza eclipsa las similitudes entre ambas
mujeres.
»No te gustaría eso, ¿verdad? —No hace falta que
me explique. Sabe a qué me refiero.
Me agarra de la barbilla y tira de mi cara en su
dirección.
—Ya te lo he dicho. Sólo hay una cosa en este
mundo que me ponga, y me encanta verla de
encaje.—
Bien —respondo, porque no sé qué otra cosa
decir. Es probable que él también haya
relacionado a aquella mujer con Sarah, y aunque
Sarah confirmó más o menos la aversión de Jesse
hacia su culo cubierto de cuero, necesito que él
me lo diga.
Me besa la frente e inspira hondo oliendo mi
cabello.
—Venga, señora Ward. Vamos a perdernos.
Para cuando regresamos al puerto deportivo estoy
absolutamente harta de deambular, y sé que
Jesse me ha malcriado muchísimo, insistiendo en
comprarme todo lo que cogía o miraba con la
intención de reducir mi tiempo de exploración.
Eso no me habría importado tanto de no ser por la
clase de tiendas que estábamos visitando. Esto
no es Camden. Sí, había algunos puestos de baratijas,
pero nos hemos movido principalmente por las
numerosas tiendas de grandes diseñadores, de modo
que me siento mil veces más pija que cuando
fuimos a Harrods. Los tranquilos espacios minimalistas
apenas tenían unas cuantas prendas clave, lo que
no daba pie a rebuscar mucho. Me he atrevido a
tocar un bolso marrón precioso sólo para sentir
la suavidad de su piel, y Jesse, por supuesto, ha
interpretado mi pequeño movimiento como un
indicativo de que me gustaba y me lo ha regalado al
instante. No he intentado detenerlo. Me encanta
mi bolso nuevo, de modo que le he mostrado mi
gratitud, a la que ha respondido comprándome
cualquier cosa que he mirado durante toda la tarde, y
con cada artículo que adquiría me observaba
esperando que le diera las gracias.
Ahora va cargado con mil bolsas, y el pobrecillo
parece agobiado.
—Voy a dejarlas en el coche. Espérame aquí. —Me
deja a un lado de la zona peatonal
aplicándome un protector labial, se acerca al
DBS para librarse de las bolsas y vuelve rápidamente y
me levanta por los aires.
Lanzo un gritito de deleite suspendida en sus
brazos.
—Joder, te he echado de menos. —Su boca se
desliza con facilidad sobre mis labios recién
hidratados mientras me toma delante de todo el
mundo. Como siempre, me olvido de dónde estamos y
de quiénes nos rodean y dejo que haga lo que
quiera conmigo—. Mmm, sabes bien. —Se aparta y
pega y despega sus propios labios, que ahora
brillan ligeramente cubiertos con mi protector.
—Si quieres llevar pintalabios hazlo como es
debido. —Levanto el brazo para ponérselo y no
intenta detenerme. Incluso frunce la boca para
facilitarme la tarea—. Mejor —concluyo con una
sonrisa—. Estás incluso más guapo así.
—Seguro que sí —asiente sin problemas mientras
pega los labios para extenderse bien la crema
—. Vamos, tengo que alimentar a mi esposa y a
los cacahuetes.
Vuelve a dejarme en posición vertical y me
coloca en su sitio los tirantes de mi vestidito de
verano amarillo que se habían deslizado por mis
brazos.
—Hay que ajustar esto.
Le aparto las manos con los hombros y echo a
andar mientras me subo los tirantes yo misma e
ignoro los gruñidos de protesta que oigo detrás
de mí.
—¿Adónde vas a llevarme a comer? —pregunto por
encima del hombro mientras continúo
andando. Pero no avanzo mucho. Me agarra de la
muñeca y empiezo a tirar de un peso muerto.
—No te alejes de mí —dice prácticamente
gruñendo, y hace que me vuelva para quedarme
frente a él. Tiene el ceño fruncido, mientras
que yo sonrío—. Y ya puedes ir borrando esa sonrisa de
tu rostro. —Empieza a ajustarme los tirantes
mascullando alguna gilipollez acerca de que soy una
esposa insufrible que lo saca de sus casillas—.
Mejor. ¿Y toda la ropa que te compré?
—En casa —respondo tajantemente.
Nada de aquello me valía para ir de vacaciones a
un sitio soleado. No me dio tiempo de salir a
comprar ropa para ir de vacaciones, así que me
he apañado con lo que tengo desde hace años. Es de
cuando tenía veinte, y no para de quejarse de
que las prendas lo reflejan.
Inspira hondo para armarse de paciencia.
—¿Por qué te empeñas en ser tan imposible?
—Porque soy consciente de que te saca de tus
casillas. —Estoy rozando sus límites, lo sé, pero
no pienso ceder en esto. Jamás.
—Disfrutas volviéndome loco.
—Te vuelves loco tú solito. —Me echo a reír—. No
necesitas ayuda para eso, Jesse. Ya te lo
he dicho: no vas a decirme qué puedo llevar y
qué no.
Sus ojos verdes me miran cargados de irritación,
pero no consigue amedrentarme. Soy muy
valiente.
—No, tú me vuelves loco —repite, porque no sabe
qué otra cosa decir.
—¿Y qué vas a hacer? —pregunto con suficiencia—.
¿Divorciarte de mí?
—¡Esa puta boca!
—¡Pero si no he dicho ningún taco! —digo
riéndome.
—¡Sí que lo has hecho! Has dicho la peor palabra
que existe. Te prohíbo que la digas.
Suelto una carcajada.
—¿Que me lo prohíbes?
Cruza los brazos sobre su pecho como un acto de
autoridad, como si yo fuese una niña.
—Sí, te lo prohíbo.
—Divorcio —susurro.
—Tienes una actitud muy infantil —farfulla
enfurruñado como un niño.
—¿En serio? —Me encojo de hombros—. Dame de
comer.
Lanza una carcajada burlona y sacude la cabeza.
—Debería dejar que te murieses de hambre y
recompensarte con comida cuando hicieras lo que
se te dice. —Me coge de los hombros, hace que
gire sobre mis talones y me guía hacia un restaurante
en primera línea de playa—. Voy a darte de comer
aquí.
Nos enseñan una mesa para dos en la terraza y
nos acomoda un español muy risueño con el pelo
negro y liso y un bigote a juego.
—¿Qué quieren beber? —pregunta con un marcado
acento.
—Agua, gracias. —Jesse me sienta y me acerca a
la mesa. Después toma asiento enfrente de mí
y me pasa un menú—. Las tapas son fantásticas.
—Elige tú —digo devolviéndole el menú por encima
de la mesa—. Seguro que eliges bien. —
Enarco las cejas con descaro y me quita la carta
de las manos con aire pensativo, pero no me mira
mal ni con reproche.
—Gracias —dice lentamente.
—De nada —respondo sirviendo el agua después de
que el camarero haya dejado una jarra
helada con cubitos sobre la mesa. Está húmeda
por fuera, y me ha entrado una sed horrible al ver las
gotas de agua descendiendo por el recipiente de
cristal. Me bebo el vaso entero de un trago y me
sirvo otro.
—¿Tienes sed? —Me mira pasmado mientras apuro
rápidamente el segundo vaso y asiento por
detrás de éste—. Ten cuidado —me advierte. Lo miro
extrañada, pero soy incapaz de dejar de tragar
el líquido helado—. Podrías ahogar a los
pequeños.
Me atraganto un poco con la risa y dejo el vaso
en la mesa para coger mi servilleta.
—¿Quieres dejar eso ya?
—¿El qué? Sólo estoy mostrando preocupación de
padre. —Parece herido, pero sé que finge.
—Crees que no soy capaz de cuidar de nuestros
hijos, ¿verdad?
—En absoluto —contesta con cariño pero sin
ninguna convicción. De verdad no me cree capaz.
Me quedo pasmada, y es probable que mi cara lo
refleje, aunque se niega a mirarme a los ojos y no
puede verlo.
—¿Qué coño crees que voy a hacer? —inquiero. Me
arrepiento de haber expresado la pregunta
en el mismo momento en que sale de mi boca, y
más todavía cuando de repente levanta la vista y me
lanza una mirada de escepticismo—. Ni una
palabra —le advierto con la voz rota, y unas lágrimas de
remordimiento inundan mis ojos. Me esfuerzo todo
lo posible en reabsorberlas, mortificándome
mentalmente por haber tenido alguna vez esos
pensamientos tan insensibles. Bastante culpable me
siento ya como para que venga él a alimentar ese
sentimiento.
Miro hacia todas partes menos a Jesse, porque si
lo hago recordaré ese oscuro capítulo que
necesito olvidar. No lo culpo por poner en duda
mis capacidades. Incluso yo dudo de mí misma, pero
lo tengo a él, como no cesa de recordarme.
Al instante está sentado a mi lado,
estrechándome contra sí, acariciándome la espalda y
hundiendo la boca en mi pelo.
—Lo siento. No te angusties, por favor.
—Estoy bien —digo para tranquilizarlo. Es bastante
evidente que bien no estoy, pero no puedo
perder las riendas de mis emociones en medio de
un restaurante a la vista de todo el mundo. Ya me
está mirando una mujer que se ha sentado unas
mesas más allá. No tengo ganas de aguantar a la gente
entrometida, así que le lanzo una mirada y me
aparto del pecho de Jesse—. Te he dicho que estoy
bien —espeto bruscamente, y cojo el vaso de agua
para hacer algo que no sea llorar.
—Ava —dice en voz baja, pero no puedo mirarlo.
No puedo mirar a los ojos del hombre que
amo sabiendo que en ellos sólo veré desprecio
hacia mi persona. ¿Dejará alguna vez que me olvide
de eso? Jamás lo habría hecho, pero la idea
estaba ahí, y él lo sabe—. Mírame —me pide en un tono
más firme y autoritario esta vez, pero lo
desobedezco al ver que esa maldita mujer sigue mirándonos.
La miro directamente, indicándole con la mirada
que se meta en sus putos asuntos, y pronto
vuelve a centrarse en su cena.
—Tres.
Pongo los ojos en blanco, pero no porque haya
iniciado la cuenta atrás. No, es porque sé que no
va a follarme ni a torturarme cuando llegue a
cero.
—Dos.
Es como si me colgara delante una zanahoria que
sé que nunca voy a morder. Sé que suena
ridículo, pero la necesidad de Jesse y de que me
someta follándome de todas las maneras posibles ya
forma parte de mí, y el embarazo no hace sino
aumentar ese deseo.
—Uno.
Exhalo de tedio y empiezo a juguetear con mi
tenedor, negándome a ceder y, probablemente,
haciéndole perder los estribos.
—Cero, nena.
Me levanta de la silla antes de que mi cerebro
tenga tiempo de asimilar el último número de la
cuenta atrás y de repente me encuentro en el
suelo, con las muñecas sujetas a ambos lados de la
cabeza y a Jesse a horcajadas sobre mi cintura.
Se hace el silencio en el restaurante y a mí se me
salen los ojos de las órbitas. Podría oírse el
vuelo de una mosca. Miro a Jesse, a quien parece
importarle un pimiento dónde nos encontramos. Me
ha tumbado en el suelo de un restaurante. ¿A qué
coño está jugando? No me atrevo a apartar los
ojos de él. Siento cómo un millón de pares de ojos
observan el espectáculo que acaba de montar. Me
muero de vergüenza.
—Jesse, suéltame.
Podría esperar cualquier cosa de él, pero ¿esto?
Esto sobrepasa todos los límites. Joder, ¿y si
alguien intentara apartarlo de mí?
—Te lo advertí, nena —dice con expresión
divertida mientras yo permanezco simplemente
horrorizada—. Donde sea y cuando sea.
—Vale, muy bien. —Me retuerzo—. Ya me ha quedado
claro.
—Pues yo creo que no —dice como si tal cosa
poniéndose cómodo con la cara suspendida
sobre la mía—. Te quiero.
Deseo que se me trague la tierra. Una cosa es
que empiece a comerme la boca en una calle llena
de gente a plena luz del día, pero retenerme en
el suelo de un restaurante lleno es una locura.
—Ya lo sé. Suéltame.
—No.
Joder, ni siquiera oigo el chirrido metálico de
los cubiertos, lo que me indica que todo el mundo
ha dejado de comer.
—Por favor —ruego en voz baja.
—Dime que me quieres.
—Te quiero —mascullo entre dientes.
—Dímelo de verdad, Ava. —No va a ceder, no hasta
que obedezca su orden estúpida e
irracional para su satisfacción.
—Te quiero —digo con más suavidad, pero sigue
sonando molesto.
Me mira con recelo, pero ¿qué espera? Me siento
tremendamente aliviada cuando se aparta y me
ayuda a levantarme mientras él permanece de
rodillas delante de mí. Me tomo mi tiempo para
colocarme bien la ropa y el pelo, cualquier cosa
con tal de no enfrentarme a las masas de comensales
que, sin duda, estarán mirándonos con la boca
abierta. Después de pasar mucho más tiempo del
necesario arreglándome, me decido a mirar a mi
alrededor y deseo de nuevo que me parta un rayo al
instante o que se me trague un agujero negro.
Siento la tentación de salir corriendo, pero entonces me
doy cuenta de que Jesse sigue de rodillas
delante de mí.
—Levántate —le susurro con los dientes
apretados, a pesar de que es evidente que todo el
mundo va a oírme. El restaurante sigue estando
en absoluto silencio.
Empieza a caminar sobre las rodillas hasta que
está delante de mis piernas, y entonces desliza
las manos alrededor de mi culo y me mira con
ojos de cachorrito.
—Ava Ward, mi chica desafiante y preciosa. —Mi
rostro está alcanzando tonalidades de rojo
desconocidas—. Me haces el hombre más feliz del
planeta. Te has casado conmigo, y ahora me
bendices con mellizos. —Traslada la mano de mi
trasero a mi vientre y me lo acaricia en círculos
como adorándolo antes de darle un beso en el
centro. Los espectadores empiezan a suspirar—. No
tienes ni puñetera idea de cuánto te quiero. Vas
a ser una madre increíble para mis hijos. —No puedo
hacer nada más que mirarlo mientras hace su
declaración pública dejándonos en ridículo. Oigo más
suspiros. Empieza a besarme por todo el cuerpo
hasta que llega a mi cuello—. No intentes evitar que
te ame. Me entristece.
—¿Te entristece o te enloquece? —pregunto en voz
baja.
Levanta la cabeza de mi cuello y me recoge el
pelo. Lo suelta por mi espalda y me agarra las
mejillas con las manos.
—Me entristece —reafirma—. Bésame, mujer.
No quiero seguir pasando esta vergüenza, así que
me rindo y le concedo lo que quiere. Es la
manera más rápida de salir de esta situación.
Pero entonces todo el mundo empieza a aplaudir, y al
instante Jesse abandona mis labios, empieza a
saludar inclinándose y vuelve a sentarme en mi silla.
¿Vamos a quedarnos?
—La amo —dice encogiéndose de hombros, como si
eso explicara por qué acaba de tirarme al
suelo para exigirme que le declare mi amor y de
anunciar ante un montón de extraños que estamos
esperando mellizos.
—¡Mellizos!
Doy un brinco ante el grito de emoción en un mal
inglés del camarero, que agita una botella de
champán delante de nosotros. Me sabe fatal. Es
muy amable por su parte, pero ninguno de los dos
vamos a bebérnoslo.
—Gracias. —Le sonrío, y rezo para que no se
espere para ver cómo brindamos y bebemos—.
Muy amable.
Debe de haber escuchado mis oraciones o de haber
visto mi cara de apuro, porque se aleja y me
deja observando el entorno. La gente ha vuelto a
ocuparse de su cena, algunos nos miran con afecto
de vez en cuando, pero parece que ya hemos
dejado de ser el centro de atención. La mujer de antes,
sin embargo, sigue mirando. La observo con el
ceño fruncido, pero Jesse me distrae cuando apoya
las manos sobre mi rodilla. Me vuelvo y veo su
cara de traviesa satisfacción. Sí, ha dejado su
postura bien clara, y ante muchos testigos.
—No puedo creer que hayas hecho eso.
—¿Por qué? —Aparta las copas de champán de
delante de nosotros.
Me dispongo a explicárselo, pero entonces siento
que alguien me mira de nuevo, y sé quién es.
Me vuelvo despacio y la sorprendo otra vez. Está
a varias mesas de distancia y hay mucha gente
entre nosotros, pero un pequeño espacio entre la
multitud me permite verla perfectamente, y está
claro que ella también me ve a mí, porque no
para de cotillear.
—¿Conoces a esa mujer? —pregunto sin apartar la
mirada de ella, a pesar de que ha vuelto a
centrarse en su comida.
—¿A qué mujer? —Jesse se inclina sobre mí para
seguir la dirección de mi mirada.
—A esa de ahí, la que lleva el cárdigan azul
claro. —Estoy a punto de señalar, pero cuando me
doy cuenta vuelvo a bajar la mano—. ¿La ves?
Pasa una eternidad, o eso me parece a mí, y
todavía no me ha contestado. Me vuelvo y veo que
su rostro bronceado empieza a perder color y a
adoptar una expresión de estupefacción.
—¿Qué pasa? —Le pongo como por instinto la mano
en la frente para tomarle la temperatura, y
en cuanto lo toco noto que está helado—. ¿Jesse?
—Tiene la mirada perdida, como si se hallara en
un completo trance. Estoy preocupada—. Jesse,
¿qué pasa?
Sacude la cabeza como si acabara de recibir un
golpe y me mira con ojos atormentados. Sé que
mi marido está intentando hacer como si no
pasara nada, pero fracasa estrepitosamente. Está pasando
algo horrible.
—Nos vamos. —Al ponerse de pie tira un vaso, lo
que atrae de nuevo la atención de la gente.
Arroja un puñado de billetes sobre la mesa, me
obliga a levantar mi culo perplejo de la silla y me
dirige afuera del restaurante.
Camina a gran velocidad hacia el coche,
prácticamente arrastrándome consigo.
—¿Qué coño te pasa? —insisto, pero sé que es en
vano. Se ha cerrado por completo.
Abre la puerta del DBS, lo observo y empieza a
guiarme hacia el interior pero no me responde.
No me mira, ni me hace ningún gesto ni me da
ninguna explicación. Sin embargo, siento que su
hombro se tensa y empieza a jadear. Tiene la
mirada perdida por detrás de mí, aunque sigue
instándome a meterme en el coche.
—¿Jesse?
La voz desconocida llama mi atención, y aparto
la vista de mi atribulado marido para ver a
quién pertenece. Es esa mujer. La miro
confundida y siento cómo él me agarra con más fuerza.
También puedo oír su respiración. Estoy
totalmente confundida, pero la reconozco, y miro de arriba
abajo a esa extraña que se ha pasado la mayor
parte del tiempo observándome en la terraza, u
observando a mi hombre, o a los dos. No estoy segura,
pero cuanto más la miro, más claro se vuelve
todo.
Jesse intenta posicionarme para meterme en el
coche pero yo le aparto las manos. Estoy
demasiado intrigada.
—Ava, nena, nos vamos. —No me grita ni me da
órdenes a pesar de mi resistencia, y me entran
ganas de llorar.
—Jesse, hijo. —La mujer se acerca y mis temores
se confirman.
—No tienes derecho a llamarme así —responde él
tajantemente—. Ava, entra en el coche.
Obedezco. Ésa era toda la confirmación que
necesitaba. No necesito oír nada más, ni tampoco
explicaciones. Es la madre de Jesse. Me vuelvo
en el asiento y veo cómo rodea el vehículo por
detrás para dirigirse a la puerta del conductor,
y me entra el pánico al ver que su madre corre para
detenerlo. Veo cómo le pone una mano en el brazo
y él se la sacude. Oigo cómo ella le ruega que le
dé una oportunidad para hablar, y veo cómo pega
el cuerpo contra la puerta del conductor para
impedirle que acceda al coche. Se lleva las
manos al pelo y se tira de él. La expresión de dolor de su
rostro me parte el alma. Sé que sería incapaz de
apartar a su madre a la fuerza, así que no hay nada
que pueda hacer. No puedo permanecer aquí
sentada viendo cómo se enfrenta a esto solo, por lo tanto
salgo y me dirijo hacia ellos llena de
determinación.
Me planto delante de Jesse como si fuera un
escudo protector y la miro directamente a los ojos.
—Por favor, le ruego que se aparte.
Él se inclina por encima de mí.
—No deberías estar aquí. ¿Qué haces aquí? —dice
con la voz rota y temblorosa, en
consonancia con su cuerpo. Siento las
vibraciones en mi espalda—. Amalie se casa este fin de
semana en Sevilla. ¿Qué haces aquí?
Entonces me doy cuenta de algo. No leí del todo
la invitación, así que no me fijé en la fecha ni
en el lugar, pero está claro que Jesse sí. ¿Por
qué, si no, iba a traerme aquí sabiendo que sus padres
andarían cerca? Jamás se arriesgaría a
encontrárselos. Lo cierto es que me extrañó, pero no quería
agobiarlo con el tema. No obstante, resulta que
están aquí, lo que ha sumido a Jesse en un tremendo
estado de confusión.
—Es tu padre —explica ella—. La boda se ha
aplazado porque tu padre sufrió un infarto.
Amalie intentó ponerse en contacto contigo al
ver que no respondías a su invitación.
Jesse pega su pecho al mío y sé que va a hablar,
cosa que me alegra, porque yo no sé qué decir.
Estoy alucinada. Es demasiada información para
asimilarla.
—¿Y por qué intentó ponerse en contacto conmigo
Amalie y no tú?
—Pensé que a tu hermana sí le cogerías el
teléfono —se apresura a responder—. Esperaba que
a ella sí que le contestaras.
—¡Pues te equivocabas! —ruge por encima de mi
hombro, y me estremezco—. Ya no puedes
hacerme esto. Ya no, mamá. Tu influencia ya me
jodió la vida bastante, ¡pero ahora me va bien por
mi cuenta!
La mujer se encoge pero no intenta defenderse.
Sus ojos verdes, iguales que los de Jesse, están
cargados de pesar y de desesperación. Me pasan
demasiadas cosas por la cabeza, pero mi prioridad
es mi marido y su evidente sufrimiento. Su madre
lo está pasando mal también, pero ella no me gusta,
así que no me afecta cómo pueda sentirse.
—Mellizos —susurra estirando la mano hacia
adelante.
Me quedo estupefacta. Soy incapaz de moverme.
Estudia mi vientre y veo el dolor dibujado en
su rostro arrugado. Jesse tira de mí evitando en
el último momento que su mano me toque la barriga.
Entonces salgo de mi aturdimiento y reevalúo la
situación. No me lleva mucho tiempo. Tengo que
sacar a Jesse de aquí.
—Ava. —Me habla al oído con voz suave—. Por
favor, sácame de aquí.
El corazón se me parte en dos.
—Se lo pido amablemente. —Miro a su madre, que
continúa con la mirada fija en mi abdomen
—. Apártese, por favor.
—Es otra oportunidad, Jesse. —Ahora está
sollozando, pero no siento compasión por ella.
Jesse no dice nada. Permanece quieto y callado
detrás de mí. Puede que haya entrado en trance, lo
que no me sorprendería en absoluto. Esas
palabras no han hecho más que avivar mi determinación y
han transformado mis inminentes lágrimas en pura
ira. Aunque no puedo pegarle a su madre...
Me vuelvo y deslizo la mano por el brazo de Jesse.
—Vamos —le digo con cariño tirando de él.
Se deja llevar. Por una vez soy yo quien lo guía
a él, y lo hago lo más de prisa que puedo. Estoy
decidida a sacar a mi marido de esta situación
que tanta angustia le está causando. Sólo lo he visto
así unas pocas veces, y todas ellas han acabado
en dolor. No estoy preparada para exponerlo a él o a
mí misma a más dificultades en nuestra relación.
Abro la puerta del acompañante y lo insto a
entrar. Tiene la mirada perdida. Me siento aliviada
cuando veo que su madre se coloca delante del
coche, porque eso me permite correr por la parte
trasera y colarme en el asiento del conductor.
Lo primero que hago es bloquear los seguros, y
después registro a Jesse para encontrar las
llaves. No he conducido nunca por la derecha, ni sentada
a la izquierda, pero no es momento de
preocuparse por algo tan trivial. Arranco el motor y apenas
miro mientras doy marcha atrás para salir del
aparcamiento y meto primera para avanzar. Echo un
vistazo por el retrovisor y veo a un hombre que
abraza a la madre de Jesse. Es su padre.
Observo la carretera que tengo delante y veo las
puertas de salida del puerto, pero no me da
tiempo a preocuparme en buscar la tarjeta, ya
que éstas empiezan a abrirse al instante y yo alejo a
Jesse de sus padres. Lo miro y no me gusta lo
que veo: un hombre angustiado, con la mirada perdida
a través de la ventanilla que no refleja ninguna
emoción.
Si estuviera cabreado me sentiría mejor, pero no
lo está. Lo único que me resulta familiar es la
profunda arruga que se ha formado en su frente y
los engranajes de su mente compleja girando sin
control. Por extraño que parezca, esos pequeños
rasgos me reconfortan ligeramente. En cambio, lo
que pueda estar pensando no lo hace.
¿Otra oportunidad? Eso es lo que ha dicho. No me
extraña que Jesse haya reaccionado como lo
ha hecho, no cuando su madre acaba de sugerir
que todo puede enmendarse con el nacimiento de
nuestros mellizos. Eso es algo cruel y egoísta,
y jamás borrará todos estos años de dolor y traición.
Estos pequeños suponen una oportunidad para que
Jesse y yo seamos felices, no una
oportunidad para que sus padres corrijan sus
errores. Si pretende usar a mis hijos como una especie
de terapia familiar, lo lleva claro.
No tengo ni idea de adónde me dirijo, pero por
fin consigo que Jesse empiece a darme algunas
instrucciones. Al percibir la familiar fragancia
del Paraíso me relajo por completo. Conduzco por el
camino adoquinado hasta la villa. Mi marido baja
del coche y se dirige apresuradamente hacia el
porche, dejándome atrás sin saber si seguirlo o
no. No sé qué hacer. Sé que no vamos a hablar, así
que tengo que hacer lo que me dice mi instinto,
que es estar ahí para él. No debo pedirle información
para saciar mis ansias de saber, ni patalear
exigiendo respuestas. Ya sé lo que tengo que hacer, y sé
que los padres de Jesse han influido demasiado
en su vida. Ahora le va bien por su cuenta, como él
mismo ha dicho, y tengo que dejarlo tranquilo.
Lo sigo hasta la villa y me lo encuentro de pie
en medio de la habitación. Me acerco a él en
silencio, pero no se sorprende cuando lo cojo de
la mano. Sabía que andaba cerca, siempre lo sabe.
Lo guío hasta el dormitorio y empiezo a
desabrocharle la camisa. No hay ninguna tensión sexual entre
nosotros, ni respiraciones agitadas y desesperadas.
Sólo estoy cuidando de él.
Tiene la cabeza gacha, está totalmente abatido,
pero deja que lo desvista hasta que se encuentra
frente a mí completamente desnudo y callado. Lo
dirijo hasta la cama pero él permanece firme y me
pone de espaldas a él. Empieza a bajarme la
cremallera del vestido, me alienta a levantar los brazos
y me lo quita por la cabeza. Dejo que haga lo
que quiera, cualquier cosa con tal de que salga de este
estado melancólico, de modo que permanezco de
pie y en silencio mientras me desabrocha el
sujetador y se arrodilla para bajarme las
bragas. Me levanta y enrosco las piernas alrededor de sus
caderas. Se acomoda en la cama con la espalda
apoyada en la cabecera y conmigo sentada sobre su
regazo y pegada a su pecho. No está preparado
para dejar ningún espacio entre nuestros cuerpos, y
no me importa. Sus brazos me atrapan por
completo. Su nariz está hundida en mi pelo, y puedo oír
sus latidos lentos y constantes. Es lo único que
puedo hacer por él, y lo haré hasta que me muera si es
necesario.
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