No tengo ni una gota de sueño y el despertador ni siquiera ha
sonado
todavía. Con un prolongado suspiro, me obligo a salir de la cama y
me
dirijo al cuarto de baño para darme una ducha. Me espera un día
largo en el
Lusso, así que más me vale ponerme las pilas. No he dormido una
mierda y
he decidido ignorar el motivo.
Voy a estar todo el día de pie, deambulando por el complejo para
asegurarme de que todo está bien, de modo que me pongo unos
vaqueros
anchos gastados (me niego a tirarlos), una camiseta blanca
amarillenta y
unas chanclas. Me recojo el pelo en una coleta desenfadada y ruego
para
que se comporte después, cuando me peine para la inauguración.
Dudo que
tenga tiempo de venir a casa, así que me preparo una minimaleta
con todo
lo que necesito para ducharme en el Lusso después. Saco una funda
para
trajes, meto en ella mi vestido rojo cereza hasta la rodilla y lo estiro
bien
con la esperanza de que no se arrugue. Por último, cojo los
tacones negros
de ante, los pendientes de ónice negro, y compruebo que en el
maletín de
trabajo tengo todo lo que voy a necesitar en el edificio. Va a ser
una
pesadilla cargarlo en el metro, pero no hay más opción, ya que un
tipo
impetuoso y arrogante sigue teniendo mi coche secuestrado. Kate
deberá
llevarse a Margo
a Yorkshire.
Cuando bajo la escalera, veo las llaves de mi coche en el felpudo
de la
entrada. Parece que el tipo ha entrado en razón y ha liberado mi
Mini.
¿Habrá decidido al fin dejar de perseguirme a mí también? ¿Habrá
captado
ya el mensaje? Es posible que sí, porque no ha vuelto a llamarme
ni a
escribirme desde que anoche se fue echando humo. ¿Estoy
decepcionada?
No tengo tiempo de planteármelo.
—¡Me voy! —le grito a Kate—. Ya tengo el coche.
Ella asoma la cabeza por la puerta de su taller.
—Genial. Que vaya bien. Me pasaré después para beberme todo ese
prosecco tan caro.
—Perfecto. Hasta luego.
Me apresuro hacia el coche y me detengo al ver un móvil barato
hecho
pedazos en medio de la acera. Sé quién lo ha tirado ahí. Lo meto
de una
patada en la alcantarilla y continúo hasta mi vehículo. ¡Qué
alegría haberlo
recuperado! Guardo las cosas en el maletero, me meto en el asiento
del
conductor y me encuentro sentada a kilómetros del volante.
Me río y echo el asiento hacia adelante para llegar a los pedales
con
los pies. Arranco el motor y casi muero de un infarto cuando Blur
empieza
a sonar a todo volumen por los altavoces. Joder, ¿es que ha
empezado a
quedarse sordo por la edad? Bajo la radio y vacilo al asimilar la
letra de la
canción. Es Country
House. Lucho contra la parte de mí
que quiere reírle la
broma y extraigo el CD. Creo que no me había cruzado con nadie tan
presuntuoso en la vida. Cambio el disco por una sesión «chillout»
de
Ministry of Sound y parto hacia los muelles de Santa Catalina.
Al llegar al Lusso, muestro el rostro a la cámara y las puertas se
abren
de inmediato. Aparco y, mientras saco mi cartera de trabajo del
maletero y
me dirijo al edificio, veo que el servicio de catering está descargando
vajillas y copas. He estado aquí miles de veces, pero me sigue
fascinando
su lujosa magnificencia.
Al entrar en el vestíbulo diviso a Clive, uno de los conserjes,
jugueteando con el nuevo sistema informático. Forma parte de un
equipo
que proporcionará un servicio similar al de un hotel de seis
estrellas, se
encargará de cosas como hacer la compra, adquirir entradas para el
teatro,
alquilar helicópteros o reservar mesas en restaurantes. Avanzo por
el suelo
de mármol, pulido hasta la perfección, y me dirijo hacia el
mostrador
curvo de la conserjería de Clive.
Veo decenas de floreros negros y cientos de rosas rojas colocados
con
esmero a un lado. Al menos no tendré que estar pendiente de esa
entrega.
—Buenos días, Clive —digo cuando me aproximo al mostrador.
Él levanta la mirada de una de las pantallas, y percibo el pánico
reflejado en su rostro amistoso.
—Ava, me he leído este manual cuatro veces en una semana y sigo
sin
entender nada. En el Dorchester jamás usamos nada parecido.
—No puede ser tan difícil —le digo para tranquilizarlo—. ¿Has
preguntado al equipo de vigilancia?
El hombre lanza las gafas encima del mostrador y se frota los ojos
con
frustración.
—Sí, tres veces ya. Deben de pensar que soy idiota.
—Lo harás bien —le aseguro—. ¿Cuándo empezarán las mudanzas?
—Mañana. ¿Estás lista para esta noche?
—Vuelve a preguntármelo esta tarde. Te veo dentro de un rato.
Me sonríe.
—Muy bien, guapa —responde, y vuelve a consultar el manual de
instrucciones mientras farfulla entre dientes.
Llego hasta el otro lado de la planta e introduzco el código del
ascensor que lleva al ático. Es privado, y el único que sube hasta
el último
piso.
Me dispongo a subir para distribuir los floreros y las flores
entre los
quince pisos del edificio. Eso me llevará un rato.
A las diez y media vuelvo al vestíbulo y coloco las últimas flores
en
las consolas de las paredes.
—Traigo unas flores para una tal señorita O’Shea.
Alzo la vista y veo a una joven que observa el impresionante
recibidor
con la boca abierta.
—¿Disculpa?
Ella señala su portapapeles.
—Tengo una entrega para la señorita O’Shea.
Pongo los ojos en blanco. No me puedo creer que hayan duplicado un
pedido de más de cuatrocientas rosas rojas italianas. Es imposible
que sean
tan incompetentes.
—Ya hemos recibido las flores —digo con voz cansada mientras me
acerco a ella.
Entonces veo una furgoneta de reparto estacionada fuera, pero no
es
de la floristería que yo había contratado.
—¿Ah, sí? —dice algo nerviosa mientras consulta sus papeles.
—¿Qué traes? —pregunto.
—Un ramo de calas para la señorita... —la chica vuelve a consultar
el
portapapeles—... Ava O’Shea.
—Ava O’Shea soy yo.
—Genial, ahora mismo vuelvo.
Se aleja corriendo y regresa al instante
—¡Este sitio es como el Fort Knox! —exclama, y me entrega el ramo
de calas más grande que haya visto en mi vida: unas flores
impresionantes,
blancas y frescas, rodeadas de un abundante verde ornamental de
tono
oscuro.
Elegancia sencilla.
Siento mariposas en el estómago al firmar la entrega, aceptar las
flores y leer la tarjeta que se esconde entre el follaje.
Lo siento
mucho. Por favor, perdóname. Un beso.
¿Lo siente? Ya se disculpó por su inapropiado comportamiento y
mira
cómo acabó todo. Empiezo a preguntarme cómo sabía que estaría
aquí,
pero entonces recuerdo que vio el Lusso en mi portafolio. No le
habrá
resultado difícil averiguar la fecha de la inauguración e
imaginarse que
vendría. La satisfacción que sentí ayer por la tarde después de
que Jesse se
marchara empieza a desvanecerse lentamente. No va a rendirse
nunca,
¿verdad? Pues ya puede insistir. Sonrío para mí misma. ¿Insistir?
De dónde
me he... Bloqueo ese pensamiento de inmediato.
Coloco las flores en el mostrador del conserje.
—Mira, Clive. Vamos a adornar un poco este mármol negro.
Él alza la vista sólo un momento y vuelve a centrarse en sus
quebraderos de cabeza. Parece agobiado. Lo dejo tranquilo y sigo
dando
una vuelta para comprobar que todo se encuentra como y donde tiene
que
estar.
Victoria aparece a las cinco y media, tan perfecta como siempre,
con
su pelo rubio, sus ojos azules y exageradamente arreglada.
—Siento llegar tarde. Había un montón de tráfico y no encontraba
aparcamiento —dice, y empieza a mirar a su alrededor—.Todas las
plazas
están reservadas para los invitados. ¿Qué hago? ¡Estoy
superemocionada!
—canturrea mientras pasa la mano por las paredes del ático.
—Ya he terminado. Sólo necesito que te des una vuelta para
comprobar que no se me haya pasado nada.
La acompaño hasta la sala principal.
—Madre mía, Ava, ¡vaya pasada!
—¿A que es fantástico? Nunca había tenido un presupuesto tan
enorme. Ha sido divertido poder gastar un montón de dinero ajeno
—digo,
y soltamos unas risitas—. ¿Has visto la cocina? —le pregunto.
—No la he visto terminada. Seguro que es increíble.
—Sí, ve a verla. Voy a ir a prepararme al spa.
En los demás
apartamentos está todo listo, así que céntrate en éste. Aquí es
donde tendrá
lugar toda la acción. Asegúrate de que todos los almohadones estén
mullidos y en su sitio. Quiero que brillen hasta los pimientos
sobre las
tablas de cortar. ¡Usa abrillantador! La mini Dyson está aquí.
Aspira
cualquier mota que pueda haber quedado en las alfombras de la
habitación.
—Le paso la aspiradora de mano totalmente cargada—. Haz lo que
consideres necesario, y si hay algo de lo que no estás segura,
anótalo. ¿De
acuerdo?
Victoria coge la aspiradora.
—Me encantan estas cosas —dice, y enciende la Dyson para posar
como un vaquero en un duelo.
—¿Cuántos años dices que tienes? —le digo con fingida
desaprobación.
Ella arruga la cara, sonríe y se dispone a seguir mis
instrucciones.
Una hora después, tras haber hecho uso de todos los sofisticados
servicios del spa, estoy lista. El vestido no tiene ni una arruga y mi pelo
está bastante decente. Me doy una vuelta por ahí. Ésta será la
última vez
que pise este edificio. Pronto estará atestado de gente de
negocios y de la
alta sociedad, así que aprovecho la última ocasión que tengo para
saborear
su magnificencia. Es impresionante. Todavía no puedo creerme que
lo haya
decorado yo. De pie en el inmenso espacio diáfano de la primera
planta,
sonrío para mis adentros. Unas puertas plegables dan a una terraza
con
forma de L con suelo de piedra caliza y una zona con tarima de
madera,
tumbonas y un enorme jacuzzi. Cuenta con un estudio, un
comedor, un
enorme pasillo que da a una cocina de dimensiones absurdas y una
escalera
de ónice retroiluminada que asciende hasta las cuatro habitaciones
con
baño incluido y hasta un inmenso dormitorio principal. El spa,
la sala de
fitness y la piscina, en la planta baja del edificio, son de uso exclusivo
para
los residentes del Lusso, pero el ático cuenta con gimnasio
propio. Es
extraordinario. No cabe duda de que quienquiera que haya adquirido
ese
piso disfruta de las cosas más exquisitas de la vida, y se ha
hecho con una
de ellas por la friolera de diez millones de libras.
Regreso a la cocina, donde me encuentro a Victoria aún armada con
la
Dyson.—
Ya está —dice mientras aspira de la encimera de mármol una
miguita que se le había escapado.
—Bueno, echemos un trago. —Sonrío, cojo dos copas y le paso una a
Victoria.
—Por ti, Ava. Estilosa en cuerpo y mente —dice entre risitas
mientras
levanta la copa para brindar.
Ambas damos un sorbo y suspiramos.
—¡Vaya! ¡Qué bueno está! —Mira la botella.
—Ca’Del Bosco, Cuvée Annamaria Clementi, de 1993. Es italiano,
por supuesto. —Arqueo una ceja y Victoria se echa a reír de nuevo.
Oigo unas voces en el vestíbulo, así que salgo de la cocina y me
encuentro a Tom con la boca abierta como un pez de colores y a
Patrick
sonriendo con orgullo.
—¡Ava, esto es una auténtica maravilla, cielo! —exclama Tom
mientras corre hacia mí y me rodea con los brazos. Se aparta un
poco y me
mira de arriba abajo—. Me encanta ese vestido. Es muy ceñido.
Ojalá pudiera decirle lo mismo, pero se empeña en llevar el
contraste
de colores a un nivel extremo. Entorno los ojos, cegada por su
camisa azul
eléctrico combinada con una corbata roja.
—Deja a la chica, Tom. Vas a arrugarle la ropa —gruñe Patrick
mientras lo aparta suavemente y se inclina para darme un beso en
la
mejilla—. Estoy muy orgulloso de ti, flor. Has hecho un trabajo
increíble
y, entre tú y yo... —dice, y se inclina para susurrarme al oído—:
la
promotora ha dejado caer que te quieren a ti para su próximo proyecto
en
Holland Park. —Me guiña un ojo y su cara arrugada se arruga
todavía más
—. Bueno, ¿dónde está el prosecco?
—Por aquí.
Los guío hasta la enorme cocina y oigo más elogios por parte de
Tom.
La verdad es que el piso es una pasada.
—¡Chin, chin! —digo, y les paso una copa de prosecco.
—¡Chin, chin! —brindan todos.
Me paso unas cuantas horas conociendo a gente de la alta sociedad
y
explicándoles en qué me he inspirado para el diseño. Los
periodistas de
revistas de arquitectura y diseño interior revolotean tomando
fotografías y
curioseando en general. Para mi desgracia, me obligan a tumbarme
sobre el
diván de terciopelo para hacerme una foto. Patrick me arrastra de
un lado a
otro proclamando el orgullo que siente y asegurándole a todo el
que quiera
escucharlo que yo solita he metido a Rococo Union en el mapa de
los
diseñadores. Yo me pongo como un tomate y no paro de restarles
importancia a sus declaraciones.
Doy gracias al cielo cuando aparece Kate. La guío hasta la cocina,
le
pongo una copa de prosecco en la mano y yo me bebo otra.
—Un poquito pijo, ¿no? —comenta mientras observa la ostentosa
cocina—. Hace que mi casa parezca una chabola.
Me río ante el comentario sobre su precioso y acogedor hogar, que
tiene el mismo aspecto que si la célebre diseñadora Cath Kidston
hubiese
vomitado, estornudado y tosido sobre él todas sus flores.
—Sé que has querido decir que es impresionante.
—Sí, eso también. Aunque yo no podría vivir aquí —afirma sin
ningún pudor.
No me ofendo. Aunque estoy muy orgullosa del resultado, la
inmensidad del lugar me intimida.
—Ni yo —coincido.
—Me he encontrado con Matt. —Apura el prosecco e inmediatamente
coge otra copa de la bandeja de un camarero que pasa por allí.
—Vaya, seguro que te ha encantado verlo —bromeo; me imagino a
Kate bufando y escupiendo como un gato enfurecido contra el pobre
Matt.
Tampoco se merece otra cosa.
—La verdad es que no. Y lo que menos me ha gustado ha sido que me
diga que has quedado con él para ir a cenar —me espeta frunciendo
los
labios—. Ava, ¿en qué estás pensando? He venido a amenazarte.
—Vaya, y yo que creía que habías venido a apoyar a tu amiga en su
triunfo laboral —digo arqueando las cejas.
—¡Bah! Tú no necesitas apoyo en tu vida laboral. Por el contrario,
tu
vida personal es muy interesante últimamente. —Suelta una risita
mientras
sube y baja las cejas, como insinuando algo.
Imagino adónde quiere llegar, y eso que no sabe ni la mitad. Y ya
le
vale también a Matt. Ya ni siquiera estamos juntos, pero todavía
no puede
evitar tomarle el pelo.
La miro fingiendo sentirme herida.
—No te preocupes. Te aseguro que no voy a volver a caer en eso.
Estoy disfrutando de mi soltería y no tengo intención de cambiar
mi
situación a corto plazo. De todos modos, para que quede claro,
Matt te está
tomando el pelo. —Doy un sorbo de prosecco.
—¿Ni siquiera por un rubio alto, atractivo y algo mayor? —dice con
una sonrisa burlona.
La miro con recelo.
—Ni siquiera por él —confirmo.
—Mira que eres aburrida.
—¿Perdona?
Esta vez mi expresión herida no es fingida. ¿Aburrida? Yo no soy
aburrida, ¡Kate está loca! La miro con desconcierto, realmente
dolida por
su cruel comentario. Espero que lo retire, pero no lo hace. En
lugar de eso,
mira por encima de mi hombro con una gran sonrisa malévola
dibujada en
el rostro.
Impaciente y bastante enfadada con ella, me vuelvo para ver qué le
hace tanta gracia.
«¡Mierda, no!»
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